LA PRIMERA PROFECIA

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Oscurantismo y profanación

El cine de terror, que por naturaleza y motivos que convocan el expresionismo visual, es la cantera idónea para detectar cineastas inquietos, que aprovechan esas posibilidades expresivas para dar un do de pecho a través de la puesta en imágenes, la sintaxis cinematográfica, la edificación de planos y la construcción de atmósferas. Es el caso evidente de Arkasha Stevenson, cineasta de formación fotográfica y de breve recorrido previo en la televisión que firma su opera prima en esta La primera profecía (The First Omen, 2024), en la que además se responsabiliza, junto a un colaborador habitual, Tim Smith, de la manufactura del guion. La primera profecía es una precuela del clásico de Richard Donner La profecía (The Omen, 1976), y como tal es una obra que juega al encaje de bolillos y a los comentarios posmodernos que, por ende, habitan las obras que conversan con antecedentes. Lo hace bien, de forma argumentalmente correcta, y manejando con tiento los diversos e inevitables ardides en las tramas de este corte. Pero si nos cautiva mucho más allá de eso, si La primera profecía es una muy buena película, ello tiene menos que ver con el guion que con las maneras fílmicas de Stevenson.

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La directora juega de forma estupenda la baza retro, la de ubicar la historia en el pasado, concretamente en 1971, y en un escenario envolvente, Roma, de la que le extrae sumo partido narrativo. Las ciudades italianas, su vitriolo clásico, a veces sus apuntes decadentes, son lugares idóneos para la edificación de atmósferas, pero el uso específico de este lugar, Roma, en un relato que discurre mayoritariamente en un convento-orfanato y en el que la imaginería religiosa sostiene completamente el relato, funciona a la perfección. Y que la acción discurra en 1971 apuntala esos cimientos atmosféricos, pues el atento encourage de época del filme, e incluso ciertos apuntes sobre el clima social enrrarecido de la ciudad en aquellos tiempos, ecos revolucionarios en lo que sugieren de cuestionamiento de lo religioso, se estampan con efectividad e intención para construir una obra de indudables apuntes subversivos en su retrato de la institución religiosa. Ciertamente, ha pasado casi medio siglo desde 1976 y el cine de terror  ha ampliado mucho sus márgenes alegóricos, pero precisamente por eso no es fácil, a estas alturas, encontrar obras que consigan ir más allá de la forma, o de la estética –el jump scare y esas cosas-, y pongan esa estética al servicio de una ética genuinamente subversiva. La primera profecía lo consigue, y la incomodidad que resulta de diversos de sus pasajes –relativos, especialmente, a lo que de traumático anida en un parto, pero también a la complicidad de quienes visten hábitos religiosos con esa violencia— halla una correspondencia discursiva francamente reseñable.

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No es este el lugar para efectuar un análisis en detalle de la obra ni, por tanto, de destripar su argumento, pero sí es importante decir que, aunque el filme comente, revise y articule muchas de sus soluciones (ya desde la secuencia-prólogo) mirándose al espejo de La profecía, y especialmente de la mecánica de sus recordados pasajes más truculentos, La primera profecía es, mucho más, tributaria de La semilla del Diablo (Rosemary’s Baby, 1968). De hecho, tiene mucho de remake inconfeso de la obra maestra de Roman Polanski, con una astuta traslación de piezas, que se llevan del apartamento neoyorquino en la que Mia Farrow languidecía en el filme de 1968 a ese otro escenario, ya a priori más mistérico, del convento romano en el que va a recalar la sufrida protagonista, Margaret Daino (Nell Tiger Free). Stevenson, en su relato del huis clos al que se ve sometida Margaret (por cierto, estupenda interpretación de Nell Tiger Free, con diversas secuencias de mucha exigencia, algunas resueltas en un solo y largo plano), reconstituye la lógica del relato de Polanski; y, sin embargo, se distancia un poco de lo polanskiano en las maneras. Donde el cineasta polaco es más hermético, psicologista y sui generis, Stevenson da rienda suelta a un lienzo expresionista a partir de la excusa del punto de vista, que pronto se hunde en los territorios de la paranoia, la mirada esquinada, desquiciada. La directora sostiene la atmósfera en un trabajado juego lumínico, en una muy efectiva utilización del sonido para sugerir lo inquietante y, sobremanera, juega a placer, cámara y montaje, con soluciones hermosas, por plásticas, y de rotunda elocuencia expresiva, además en una gradación evidente, de la sugerencia a la constatación más pavorosa en el inexcusable crescendo de terror que las imágenes le deparan al espectador.

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El cine está hecho de imágenes. Por eso importa tanto lo que he querido aclarar en la primera línea de esta reseña. Después del somero análisis del filme, puedo aproximar algún significado, algunas de las cosas que esas imágenes, por potentes, turbadoras, expresivas en el sentido profundo del término, me han transmitido. La primera profecía es una película en muchos sentidos vitriólica, pero no efectista, porque logra sugerir muchas cosas, que van al meollo del horror. A fe de quien esto firma, es una película que se mueve sobre dos ejes que se retroalimentan: el primero, referido al contexto, nociones del oscurantismo religioso, de lo malditista e inexorable de nociones atávicas, folclóricas, de las tesis católicas, trabadas en la cerrazón del Medioevo; el segundo, la concreción punitiva de todo ello, la profanación del cuerpo de la mujer, esa violación en dos actos, el de la concepción por parte de la Bestia -el primer plano del rostro de ella cubierto por un velo negro, asfixiándose- y después el del parto implacable sancionado por la mirada colectiva, el fatídico ritual de dar luz a la Oscuridad.

ANATOMÍA DE UNA CAÍDA

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El cine y el Derecho Penal

Desde su mismo y premingeriano título, Anatomía de una caída nos intenta dar gato por liebre. Y sé que suena mal decirlo así; no me malinterpreten: no lo digo con ánimo de descrédito. Al contrario, la película ganadora de la Palma de Oro 2023 me ha parecido estupenda, llena de méritos cinematográficos. Lo que pasa, sencillamente, es que esos méritos, diversos, están al servicio de un relato donde los símbolos, subterráneos, se imponen netamente a la apariencia. Anatomía de una caída no cuenta exactamente lo que aparenta contar, sino otras cosas. Se mueve en el precario –y muy bien sostenido— equilibrio entre el dramatismo y lo ambiguo, y logra materializar ese doble rasero con suma astucia narrativa. Si he aludido a Preminger y a la cita de una de las mejores courtroom movies del Cine (¡Anatomía de un asesinato, of ocurse!) es porque la película de Justine Triet se plantea como un evidente exponente del cine de juicios. Relata el proceso judicial penal, causa por homicidio, que se sigue contra Sandra (Sandra Huller), una escritora alemana, a quien se investiga por el asesinato de su marido, Samuel (Samuel Theis), quien, estando en el chalé en medio de los Alpes franceses en el que la pareja vivía con su hijo ciego, Daniel (Milo Marchado Graner), fallece en misteriosas circunstancias, cayendo desde el altillo en el que estaba trabajando.  La defensa de Sandra –el abogado encarnado por Swan Artaud— defiende que se trató de un suicidio, pero diversas pruebas circunstanciales lo ponen en duda, y el proceso judicial pone en la picota la tumultuosa relación de la pareja, en una premisa que me recordó poderosamente al de la extraordinaria serie documental The Staircase (El asesino de la escalera) (Jean-Xavier de Lestrade, 2004), crónica del proceso penal que se siguió contra el novelista estadounidense Michael Peterson por el presunto asesinato de su esposa, muerta en semejantes, misteriosas, circunstancias, al caer por una escalera.

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El filme relata este proceso con suma convicción, mucha efectividad narrativa y una indudable capacidad para generar atmósfera, tensión, suspense, suspicacia, dudas, teorías y demás batería intelectual-emotiva que, por ende, pone en juego en la mente del espectador el cine de juicios. Tras un arranque breve, que concluye con el descubrimiento del cadáver de Samuel en la nieve, a película se aferra a una descripción lo más realista posible de los avatares de la investigación y, sobre todo, del desarrollo de la vista oral del juicio. En algunos foros se ha acusado que su mecánica (en la que peritos, abogados y investigado se carean libremente) es poco rigurosa si pretendemos que el filme sea una crónica naturalista, verista, de un juicio; y es cierto, no lo es, pero, en realidad, no es necesario que lo sea: la representación es lo que importa, y la película representa bien lo que se cuece en un juicio.

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Hay breves, aunque relevantes, secuencias que sirven de interludio para ese corpus narrativo digamos “de lo externo”, el juicio oral, secuencias en las cuales se detalla la relación entre Sandra y su hijo, entre cliente y abogado, o cómo el niño se enfrenta al traumático proceso. Secuencias que, en fin, sirven de caja de resonancia del drama que se escenifica y que, mucho más que suturar, a la postre sirven para explicar qué nos está narrando Triet cuando, en apariencia, nos ofrece una crónica judicial. Y lo que nos está narrando pertenece a la esfera de, vuelvo a entrecomillar, “lo interno”, la angustia de una madre y un hijo en una auténtica encrucijada. Esas secuencias que se focalizan en la intimidad de los personajes contrastan fuertemente con otras que también lo hacen pero que, en cambio, se desgranan a partir del juicio: principalmente, una discusión entre Sandra y Samuel que el segundo grabó en su teléfono, pero también otras imágenes que evocan recuerdos de testimonios, imágenes que describen lo que la acusada o algún testigo o perito está relatando. En este mosaico narrativo, Triet juega con la atractiva baza de la ambigüedad: en esos flashbacks o evocaciones no sabemos si lo que se escenifica realmente pasó, porque sólo se trata de una referencia. El cine, nos sugiere Triet, no pontifica “lo que pasó”, sino que ilustra lo que se dice en la vista judicial.

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SPOILER. Y todo esto es muy importante porque, a la postre, revela el ardid narrativo que propone Anatomía de una caída. La constancia clara la tenemos en una decisión narrativa importante: tras la filmación en detalle del juicio (largas secuencias con largos parlamentos de los abogados, largas intervenciones de peritos, testificales, declaraciones…), nos llama la atención que el momento climático, el de dictarse sentencia, queda en off: la cámara no está en la sala ni se filma al juez dictando su veredicto, como suele ser canónico en las películas de juicios; en su lugar, vemos a Sandra junto a su abogado abandonar los juzgados, feliz por haber sido absuelta, y ya nos centramos en la reacción final, en lo que narrativamente se considera la resolución, que es diferente del clímax. El clímax, insisto, ha quedado eludido si de lo que se trata es de un filme en el que interese saber si Sandra es inocente o culpable. El clímax que escoge Triet es mostrar cómo cierra las heridas con esa comida con sus abogados y, por supuesto, en el reencuentro con su hijo. Y ahí, aplicando las rigurosas reglas de presentación-nudo-clímax-resolución, entendemos lo que está pasando ante nuestros ojos.

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SPOILER. ¿Y qué está pasando? Que la película no pretende dejar claro si Samuel se suicidó o Sandra lo asesinó. A pesar de las pistas diseminadas, la ventana de la duda no se cierra, no se resuelve. La presunción de inocencia se impone. Y el filme desprecia cerrarla, porque eso le basta. Y entonces sabemos que Anatomía de una caída narra, exclusivamente, cómo una mujer y su hijo se enfrentan al infierno de un proceso judicial y mediático y, aún más, cómo logran, entre los dos –la intervención de Daniel en su explicación final en la que asimila a su padre con su perro Snoop al testificar sobre una conversación que el niño tuvo con su padre cuando el perro enfermó— sobreponerse a ese trauma, o, si quieren, «vencer» al sistema. Indudablemente, y aunque resulte incómodo, el subtexto de la película habla de un enfrentamiento abierto en el seno de una pareja, y la muerte del hombre, Samuel, funciona como hipérbole de un proceso mucho más denso, íntimo, que queda velado. Porque, nos dice Triet, la justicia (y mucho más las rondas mediáticas a costa de la justicia) no alcanza a saber la verdad profunda de las cosas.  Una película tampoco, pero al menos ésta nos lo deja claro, revelando sus cartas y su punto de vista. Que, por supuesto, es el de ella. Y, de paso, así revela a las claras los artificios que siempre, siempre han acompañado el cine sobre lo judicial. Esa falacia que tanto atrae a los espectadores, por lo que este subgénero tiene de, por así llamarlo, interactivo, pues a esos espectadores les encanta jugar a ser jueces, aunque -a menudo sin saberlo- terminan ejerciendo de abogados (de la defensa) porque el cine manipula convenientemente el punto de vista.

SECRETOS DE UN ESCÁNDALO

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La labor de Marcelo Zarvos, compositor de la música de Secretos de un escándalo, es una adaptación y re-orquestración de la partitura que Michel Legrand escribió para El mensajero (The Go-Between, Joseph Losey, 1971). Es un ejemplo del proceder creativo de Todd Haynes. Es un trazo posmoderno, un collage, una declaración de intenciones formales, del mismo modo que, por ejemplo, las alusiones a Persona (Ingmar Bergman, 1966) en diversas imágenes de la película. Pero de gratuito no tiene nada; al contrario, va a la esencia misma de lo que se quiere contar. O más bien del cómo se quiere contar, porque en Haynes el qué y el cómo se samplean desde su primera película. Volvamos a esa música de Zarvos según Legrand, llamativa desde el mismísimo arranque-créditos iniciales del filme y que ofrece raros, extravagantes subrayados-cierre a determinadas secuencias, como si le advirtiera al espectador que, oh, aquí se ha narrado algo solemne e ineluctable, aunque no te hayas dado cuenta. Un manto oscuro, propio de una ópera negra.

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Y eso va a la misma entraña de lo que Secretos de un escándalo es de principio a fin. Aunque en algunos foros leo que se trata de una “comedia negra” o de una “sátira”, maldita la gracia de un relato que, se mire por donde se mire, resulta incómodo, desasosegante, de una cerrazón psicológica que cala, inusual en el cine americano (si nos evoca a algo, por tono, es a los Short Cuts que Robert Altman materializó en cine a costa de los relatos de Raymond Carver) y, normalmente, servida con atavíos rimbombantes por diversos popes del cine europeo de última hornada (obvio dar nombres). La propia premisa del relato es extraña: la narración se vehicula a partir de la estadía de una famosa actriz televisiva, Elizabeth (Natalie Portman), en la morada de los Atherton. Grace Atherton (Julianne Moore), o “Gracie”, protagonizó, veinte años atrás, un escándalo en una pequeña comunidad sureña por el romance que mantuvo con un alumno (ella tenía treinta y tantos años, el alumno, quince), romance que terminó con ella en la cárcel y, después, con la reunión de la pareja, que tuvieron varios hijos. Elizabeth, pronta a protagonizar una versión fílmica de aquellos acontecimientos, pasa unos días en el pueblo y mantiene conversaciones con Gracie, su marido Joe (Charles Melton), y otros personajes de la comunidad, como el ex marido de ella y el hijo de aquel primer matrimonio.

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Así planteados los términos, Secretos de un escándalo se definiría como una investigación, el relato del análisis, exorcístico o no, de unos hechos traumáticos que pertenecen al pasado. Y cómo afectan al presente. Per se es una materia interesante, no muy transitada por el cine (bastante más por la literatura: el recuerdo es uno de sus grandes temas). Sin embargo, esa superficie se le queda corta a Todd Haynes, especialista en narrar varias cosas a la vez, a moverse entre superficies diversas y trasfondos que laten con fuerza bajo aquellas superficies o apariencias. Aquí lo decisivo es que Elizabeth (formidable Portman) no es un personaje de una pieza, no es un canal objetivo desde el que adentrarse en todo ese trauma familiar. Es la quintaesencia de lo mediático y lo sensacionalista, aunque oculte sus ansias depredadoras en el savoir faire, la amabilidad e incluso una presunta vulnerabilidad que, nos revelan algunos pasajes del relato, esconde bajo su apariencia un narcisismo obsesivo.

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Con semejantes piezas, Haynes construye un relato de impresionante capacidad atmosférica, hermético y magnético, sostenido en una dirección de actores soberbia (apuntalada por experimentos formales con la cámara, como los repetidos careos de las dos actrices-personaje no mirándose una a la otra, sino mirando al espectador como un espejo), en unos diálogos excelentes que exprimen más por lo que no dicen (sugieren) que por lo que dicen, y por una deriva analítica que apuesta con fuerza por lo implosivo, dejando un reguero de constancias como heridas abiertas en lo que concierne a la relación presente entre Gracie y Joe al tiempo que otras (constancias) como incendios en lo que atañe al papel que en la trama juega la oportunista y sibilina Elizabeth, en cuyas diversas mascaradas, fantasías y simulacros (la escena de cierre) culmina el discurso, implacable, de la película. Un discurso que –otro subrayado que, como la música, funciona como advertencia desde los créditos iniciales— equipara la explotación sensacionalista de vidas ajenas con una labor entomológica, vidas como mariposas en cautividad que, aunque lo intenten, ya no podrán alzar el vuelo.  

EL CARDENAL

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A principios de los 1960, Otto Preminger filmó tres películas -me resisto a llamarlas, a llamarlo a todo, trilogía- que tenían en común su afán analítico en torno a diversas instituciones. La más afamada sea probablemente la extraordinaria Tempestad sobre Washington (Advise and Consent, 1962), que hablaba de los entresijos de la política, y la menos recordada, Primera victoria (In Harm’s Way, 1965), centrada en la Marina. Entre una y otras rubricó El cardenal, la película que nos ocupa, relato de los avatares biográficos de Stephen Fermoyle (Tom Tryon), un sacerdote estadounidense con un pie en el Vaticano, personaje que sirve de eje, o engranaje dramático, para relatar cuestiones asociadas con la religión (reflexiones sobre sus preceptos, cuestiones de moralidad) y, más especialmente, para desgranar el papel de la Iglesia Católica en un periodo tan convulso como el de entreguerrasEl_Cardenal_parroquia-1024x576.
Como es de ver, se trata de una película muy, muy ambiciosa en sus propósitos. Propósitos que, digámoslo de entrada, cumple sobradamente, desde la excelencia cinematográfica El filme toma como punto de partida una novela de Henry Morton Robinson (que biografiaba  la vida de Francis Spellman, que fuera arzobispo de Nueva York y cardenal), aunque en el lento proceso de elucubración del guion participaron mentes tan brillantes como la del escritor Gore Vidal, que probablemente tenga algo que ver con el alto voltaje, complejidad, precisión de los diálogos que van jalonando el relato. También es un filme caracterizado por la filmación del grueso del metraje en exteriores, lo que le da a la obra gran espectacularidad -los fastuosos escenarios vaticanos, pero también la Viena del advenimiento nazi, ciudad natal de Preminger- y también su sentido en la itinerancia, esa inercia que, tras un arranque más anclado a lugar/caracterización, irá in crescendo a partir de la segunda hora de metraje.

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Como falsa película biográfica, hay algo de desmesura, tensiones que recorren las imágenes de El cardenal de principio a fin. El preciosismo de la fotografía sugiere ese balance historiográfico, pero la labor lumínica (excelente, de Leon Shamroy) gradúa lo anímico, atrae lo introspectivo. Hay algunas fugas expresivas, hiatos y dispersiones (dos secuencias de actuaciones musicales en la subtrama de la hermana descarriada) y la súbita grandilocuencia y vis espectacular (todo el pasaje final en Viena, incluyendo el asalto de las hordas nazis a la sede cardenalicia). Hay un poso analítico a veces indisociable de la avidez dramática, un potente foco en lo particular en la lógica de algunas escenas -donde espora cierto eco al Sirk del melodrama fifties o el Hitchcock en periodo de depuración expresiva-, pero el sentido de las elipsis y la naturaleza de los diálogos apuntan a una esfera menos emotiva y más densa, de reflexión intelectual.

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Sin perder esa naturaleza de El cardenal en la tensión entre elementos dispares que se agitan en un todo narrativo,  rastreamos la personalidad (y absoluta exquisitez expresiva) de Preminger en lo que de esa tensión refleja el protagonista, personaje espejo, reflejo y testigo, según demanda, en el complejo mosaico narrativo. En ese sentido, Preminger puede enunciar desde lo sui generis (el tratamiento de todo lo que atañe la relación entre el protagonista y Annemarie von Hartman (Romy Schneider), un iter que va desde la metonimia del amor en un vals a la formidable escena final, de despedida en una cárcel) y en cambio revela una vocación evidente por la descripción palmaria de lo externo (el episodio sobre el racismo en Georgia, o la muy elocuente descripción del modus operandi ideológico de los nazis en la crónica del plebiscito en Viena). Y entre uno y otro polos, como pilar humanista que, sobre cualquier otro considerando, sostiene El cardenal, Preminger le da una luz particular, prioritaria, decisiva a los personajes que de un modo u otro inspiran a Stephen Fermoyle: sacerdotes, obispos o cardenales, los personajes encarnados por John Huston Raf Vallone, Burgess Meredith y Ossie Davies soportan, explican o resuenan en los actos generosos, devotos e incluso rayanos en lo heroico (y lo crístico, en una determinada secuencia de tortura) del protagonista. Quizá así se sugiere la construcción colectiva, ese discurso sobre el altruismo que dice que estamos hechos de los mejores mimbres que recogemos de otros; y quizá ello tenga que ver con la cierta condescendencia con la que a veces se ha despachado una obra en realidad mayúscula.

AMERICAN FICTION

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Prestigiado con un Oscar, el guion de American Fiction juega bien diversas bazas, pero probablemente lo que hace mejor es suturarlas. Su autor, y también director del filme –su opera prima—, Cord Jefferson juega con una interesante premisa: un escritor y profesor universitario, Thelonious “Monk” Ellison, quien, harto de ver que la superficialidad, los estereotipos y la ramplonería se imponen en los gustos comerciales (y, añado, en el abordaje de los avatares de la gente que, como él, es de piel negra), escribe una novela satirizándolo todo y se lleva la sorpresa de que la novela se convierte en un best-seller instantáneo, se le hace una oferta multimillonaria para la adaptación del material al cine y, en fin, la obra –-“Fuck”, se titula— se convierte en un fenómeno de masas. Semejante premisa sirve al guionista y director a proponer una serena reflexión sobre cómo maneja el mercado una cuestión tan importante y tan sensible. Me parece, en estos tiempos de maximalismos e hipérboles que corren, una labor francamente encomiable y muy honesta. Pero, más allá de eso, me parece una obra rigurosa, que desde su escritura, muy pulida, y asumiendo ciertos riesgos, desvela una personalidad.

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Lo digo porque hay diversas opciones a la hora de abordar esa cuestión, y probablemente la más lógica es la de la sátira. Jefferson no la rehúye, pero la dosifica y la ensambla con otros considerandos. Y, con suma agudeza –más que astucia, que también—, deja que esa sátira sea a menudo un runrún de fondo a un relato que algo tiene de alleniano, la deconstrucción, abiertamente dramática e introspectiva, de una crisis vital del personaje. Para ello, construye una serie de personajes secundarios, satélite al principal, que sirven para que el espectador se plantee las preguntas y  extraiga, si puede, sus propias reflexiones, de lo particular (el relato dramático, la crónica personal y familiar, el desasimiento de Monk) a lo general (la obra y sus estereotipos que el mercado ensalza). Es una cuestión de espejos, muy bien escrita, llena de apuntes sutiles, densa en la radiografía del personaje a través de una esmerada escritura de la relación que establece con los personajes que le rodean (su madre, su hermano, la mujer con la que tímidamente inicia una relación; y, frente a ello, su editor o, especialmente, otra escritora, también de piel negra, a la que él criticó por escribir sobre estereotipos pero que resulta que parece ser la única que, como él le ve las costuras a la novela Fuck).

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Con semejantes mimbres, y siempre con esa perspectiva, densa, del planteamiento de dilemas y dudas (ideológicas y existenciales, en una misma deriva) que no se resuelven, las diversas secuencias y diálogos que Jefferson nos sirve se caracterizan casi siempre por los cabos sueltos que dejan, por su quedar interrumpidas, por la duda que las atraviesa, por las nubes que no se disipan. En los últimos compases, en una maniobra genial, American Fiction literaliza lo que antes venía sublimado, escenificando posibilidades de finales de la historia de la novela polémica y oponiéndolos a eso tan poco climático que llamamos vivir. Es una solución sorprendente, efectiva, contundente y, especialmente, coherente con un planteamiento complejo. Es cierto que no alcanzamos el estadio de lo que identificamos como una gran película, pero es porque la puesta en imágenes de Jefferson, aunque funcional, operativa, nada pretenciosa, sí que dista mucho de la excelencia que sí atesora su guion. Pero eso no le resta interés ni deja de hacer de esta una película muy recomendable.

AMANECER

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«Unique and Artistic Picture»

Los críticos de Cahiers du cinéma llegaron a calificar Amanecer (Sunrise: A Song of Two Humans, Friedrich Wilhelm Murnau, 1927) como “la obra maestra individual más grande de la historia del cine”, y cada vez que renuevan los listados sigue apareciendo entre las cinco o diez mejores obras de la historia. Pero a mí me parece aún más llamativo otro dato: en la Primera entrega de los Oscar, se suele decir que Alas (Wings, William Wellman, 1927) ganó el premio a la Mejor Película, pero no se afina que el título de Wellman se llevó el galardón a la “Outstanding Picture” (algo así como “la película excepcional”), pero Amanecer se llevó otro, a la “Best Unique and Artistic Picture” (“la mejor película artística”). Esa distinción, aparte de marcar (¡y destapar!, lo que les honra) las cartas con las que iban a jugar los premios más famosos del Cine, define muy a las claras la percepción que la industria más importante del mundo tenía de la diferencia que hay entre el cine industrial, que podríamos llamar para el gran público, y el cine como expresión artística. Que, en cierto modo, sugiero, les parecía inalcanzable.

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William Fox, el capitoste del estudio que después sería la Twentieth Century Fox, se había traído a uno de los más renombrados cineastas alemanes, Murnau, a Hollywood para darle lustre a su renovado estudio. Le ofreció todos los medios al cineasta alemán –el filme está íntegramente rodado en estudio, lo que significa, entre otras cosas, que se llegó a construir una ciudad imaginaria en un terreno baldío, el decorado más grande (y costoso) que el estudio había construido nunca—, quien, a cambio, entregó un filme de una belleza plástica que no tenía parangón en el cine americano (o en el cine a secas; probablemente Amanecer es una película de estilo más depurado que las anteriores obras maestras, germanas, del director) y cuya influencia fue inmediata –Frank Borzage, por ejemplo, sin salir del estudio de Fox— pero siguió dejándose sentir a lo largo de las siguientes décadas –otro ejemplo: el cine de un tal John Ford—.

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Como otros filmes de aquella época, la película se centra en la oposición entre el mundo rural y la ciudad, a partir de una historia que, esquemáticamente, relata cómo la vida de una pareja de campesinos (George O’Brien y Janet Gaynor) se ve trastornada por la llegada a la aldea de una sofisticada mujer de la ciudad, por la que el marido pierde la cabeza. A partir de la pugna, en el corazón del protagonista masculino, de los arquetipos de la mujer-ángel contra la mujer-diablo, Murnau escenifica una historia de pasión desaforada, de tormento interior, de culpa y redención y, en los últimos compases, de sufrimiento que un last minute rescue subsana para zanjar un happy end. Como es de ver, poco o nada hay de rompedor en el frenético argumento, pero sí que lo hay en las maneras fílmicas que destila el director de Nosferatu (1922), que es de lo que va eso que llamamos Séptimo Arte. Murnau ancla el relato a unos patrones tanto visuales –el pantano, la luna todopoderosa que se opone al título del filme— e incluso sonoros –el recurso al tañir de las campanas (que Borzage, por cierto, iba a replicar deprisa, en la también simpar El angel de la calle (1928))—, y despliega un relato de inusitada belleza formal, en una escenografía que se caracteriza por una clase de expresividad cuya sutileza, a pesar de las exacerbadas premisas, extraña a los estándares del cine mudo, por una búsqueda constante de la sugerencia a través de la sintaxis y los trampantojos visuales –las sobreimpresiones, como la que convierte el cielo sobre el pantano en un lienzo, o las asociaciones de ideas mediante suturas de montaje—, y por un llamativo contraste entre los oropeles formales –definición de escenarios, movimientos de cámara sofisticados, transiciones— y una exposición que, en el fondo, propone una aproximación realista a lo dramático.

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De toda esa labor escenográfica, indudablemente visionaria, sugestiona hoy, mucho más allá de la exquisitez formal, el calado narrativo que emerge de una determinada personalidad y del desideratum artístico de su autor. O, expresado de otro modo, en qué términos concretos se desgrana en Murnau las nociones en torno a la definición tan compleja que gira en torno al macroconcepto del expresionismo. En Murnau, y concretamente en Amanecer, a pesar de recurrir a trucajes y a perspectivas forzadas, el expresionismo se descabalga de los condicionantes oníricos. El cineasta enriquece todas las definiciones narrativas posibles –en una misma imagen a través de las citadas sobreimpresiones; en la sintaxis a través de las asociaciones de montaje; en la caligrafía escenográfica a través del uso de lo externo, lo telúrico, la sugerencia en los objetos— a la búsqueda, principalmente, del viaje interior del personaje encarnado por O’Brien, vehiculado a través del exterior: el paisaje, el movimiento, el espacio, la imagen. Está la poética envenenada de esa luna-horizonte, está el huis clos fatídico de los viajes en barca tanto de ida como de vuelta, está la persecución desesperada que se exaspera en el bullicio de la ciudad –y que se resuelve en una imagen inolvidable: la sobreimpresión de la pareja caminando entre el tráfico: es un trucaje, pero la sensación visual es que, tras su reunión, están a salvo, ya no pueden ser mancillados por esa ciudad-amenaza— y está la danza ingeniosa, el humor y la coreografía de las escenas en los comercios, barbería, salón y feria de la ciudad, pero también, más importante, la redención en la iglesia, en la escena en la que la pareja acude a ver la celebración de un matrimonio y, tras el acto de contrición de él, salen del lugar como si fueran ellos los casamenteros, ante la mirada extrañada y embelesada de quienes esperan a las puertas…   

ADIOS A LAS ARMAS

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Aunque en los últimos años, y entre los amantes del cine clásico (ya lo digo en un sentido casi obsoleto, pues quedamos pocos), la figura Frank Borzage se ha justipreciado un poco y se han reivindicado piezas suyas menos conocidas –caso de Noche sin luna (Moonrise, 1947), un estupendísimo noir–, Adios a las armas (A Farewell to Arms, 1932) sigue siendo su obra más recordada. Una obra filmada al auspicio de la Paramount (aunque años después la Warner se quedó con los derechos), adaptación de una de las novelas más celebérrimas de Ernst Hemingway, y película que, en su día, fue tan aplaudida (por méritos cinematográficos) como vilipendiada (por cuestiones que nada tienen que ver con el cine).

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Adios a las armas forma parte de una nutrida (y excelsa) nómina de películas filmadas por aquellos años –Abel Gance, Jean Renoir, Lewis Milestone, John Ford…—  que abordaban la temática de la Primera Guerra Mundial enarbolando la bandera del pacifismo. Y ésa era, categóricamente, la esencia discursiva de la novela de Hemingway, que, en la adaptación que nos ocupa –primera (y mejor) de las que se llevaron a cabo, y fueron unas cuantas—, no desapareció pero sí fue desplazada del eje dramático, en un evidente caso de apropiación creativa y estilística fruto del desideratum del hombre tras las cámaras, Borzage, también coproductor del filme. Desplazamiento que en realidad, insisto, no supuso una desnaturalización, pues una de las bazas del filme es la presencia de la sombra de la guerra, siempre presente, siempre condicionante, como si la historia que discurre entre hospitales y fugas fuera un respiro momentáneo, una suspensión condenada, de la vorágine destructiva del conflicto armado. Vorágine que al final -«Paz», exclama Cooper, irónicamente- impone sus reglas malditas.

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Buena parte del cine –o del cine superviviente— de Borzage se caracteriza por el trazo sensible en la exposición de los mecanismos del romanticismo, por la  exploración del cineasta en un territorio, el melodrama, de pespuntes más indefinidos, menos codificados que los de otros géneros y a los que el director aportó dosis enorme de belleza. Elocuente muestra de lo anterior es Adios a las armas, que se centra en la historia de amor que nace entre Frederic Henry (Gary Cooper), un soldado estadounidense, y Catherine Barkley (Helen Hayes), una enfermera inglesa, argumento a través del cual se afirma con todo el énfasis ese espacio idiosincrásico, en un desarrollo argumental que tensa, de constante, los encuentros y desencuentros exacerbados de esos amantes cuyo romance es una forma poética de impugnación del horror de la guerra, de un mundo en descomposición, y que el relato, de metraje breve pero muy intenso, no hace fluctuar sino lleva a la deriva de lo febril en un crescendo dramático impresionante, que se resuelve en un par de secuencias finales absolutamente memorables.

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De Borzage en general y de su puesta en imágenes en este filme en particular, rodado a los pocos años del advenimiento de las talkies, cautiva sobremanera, más allá de la fuerza con la que el cineasta instala ese tono febril, la imaginación y talento indiscutibles con los que juega con infinidad de soluciones visuales propias del cine mudo. La utilización metonímica de objetos, el recurso a la cámara subjetiva –en los pasajes en los que Frederic llega herido al hospital de Milan— o el movimiento de la cámara a título descriptivo –las imágenes que transitan la humilde morada en la que Catherine se ha instalado en Suiza, impugnando lo que ella le cuenta a su amado en su carta— son algunos de los muchos, constantes ejemplos de esa apropiación sensitiva del relato, una inquietud expresiva que conjuga la belleza plástica con la exposición más percutante, más efectiva, del conflicto dramático.

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Y de este filme también es digno de mención la interpretación de Gary Cooper. Aunque el actor ya llevaba unos años en el circuito, el filme supuso su espaldarazo definitivo en el star system, y el análisis de la labor del actor, contrastado con el de ella –afamadísima actriz de teatro—, revela muchísimas claves sobre lo interpretativo que terminaron imponiendo su cánon en el cine americano. Lo más alejado posible del método stanislavski, y de la gestualidad propia del teatro –que fue el primer espejo, obviamente, en el que la interpretación cinematográfica buscó reflejarse—, Cooper anticipa las maneras interpretativas de, por citar algunos actores over the top, Henry Fonda, James Stewart, John Wayne o William Holden, construyendo uno de los más robustos arquetipos del cine clásico merced de una economía expresiva que, para expresarlo de forma gráfica, deja atrás las alforjas de lo teatral y redunda en la sensación de verdad, de realidad, que terminó afinando algo tan esencial como los mecanismos de identificación del público con los personajes. El íter del personaje aquí, desde su quieta socarronería al inicio, al desbarajuste mental y sufrimiento desatado que se revela del personaje –no ya en esos planos finales en la cama de hospital, sino antes, por ejemplo en la formidable secuencia que discurre en un bar, donde Frederic espera—  es una valiosísima lección interpretativa que –da igual lo que opongan los modernos o posmodernos al respecto— explica buena parte de la historia de la interpretación en el Séptimo Arte.

LOS DELINCUENTES

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El blues de la Gran Salina

Película en muchos sentidos contenedor, que narra a la vez que disgrega, que se sirve de una línea argumental en principio muy simple para desgranar desde la disparidad, y que ambiciona (nada menos que) proponer una reflexión, en el fondo muy serena –muy bressoniana en espíritu, si quieren–, sobre la libertad. Rodrigo Moreno, su escritor y director, escoge, de entre todos los caminos, uno poco habitual, y que justifica la larga duración de la obra, para relatar cómo dos hombres se enfrentan a un mismo reto: el de liberarse de una vida que sienten como una condena para entregarse a una fórmula posible de evasión a máximos, a la chance de un cambio radical de vida.

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Hay, en muchos aspectos, un realismo expositivo y una cualidad impresionista –que en los pasajes bucólicos algunos han asociado a la mirada rohmeriana– en la ordenación de las piezas del relato y en el lustre de su superficie. También unos contrastes categóricos a partir de los escenarios:  la frialdad metálica, el montaje corto, metrónomo abrasivo, planos de detalle, en las secuencias que discurren en el interior del banco; la fragmentación de otra ralea, la atención a los cuerpos, la composición visual más aparentemente anárquica, el juego con el fuera de campo, en las escenas que discurren en los interiores de vivienda, especialmente la de Román (Esteban Bigliardi), uno de los dos protagonistas; el recurso a la split-screen para fundir en una misma conclusión (la cerrazón) una aparente oposición, la de alguien encerrado en la cárcel, el otro protagonista, Morán (Daniel Elías), y alguien que está en su casa, Román; y, por supuesto, el peso de lo telúrico, los planos largos, la sensación de espacio, de liberación en la naturaleza, pero también la cierta rugosidad aprovechando los elementos del paisaje, en los pasajes que discurren en la zona rural.

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Por su premisa, podría parecer que nos hallamos ante un filme sobre robos, y por los términos más mecánicos de su exposición, sobre una intuitiva reflexión psicológica en torno a esa circunstancia, esa afirmación rebelde hiperbólica de robar a la todopoderosa máquina del dinero lo que se necesita para vivir de otra manera. Pero, a los hechos consumados, Moreno está lejos de conformarse con eso, y termina construyendo una pieza llena de abstracciones (que juega con nombres de personajes –e intérpretes con papeles doblados– como espejos, con determinadas sensaciones asociadas al uso de la música…) que quiere buscar a través de la forma el sentido más denso, extenso, de lo que propone el contenido, y que para ello termina contando una historia que en realidad se incardina en la larga tradición de relatos sobre la búsqueda de un tesoro, con la gracia de que ese tesoro no es ese formidable fajo de billetes-dólares que se evaden del banco, localizados desde los pocos minutos de metraje del filme, sino algo mucho más inconcreto, la aspiración de una vida plena.

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De guion libremente inspirado en Apenas un delincuente, un policíaco dirigido por Hugo Fregonese (1949), en Los delincuentes, más allá del estandarte espiritual bressoniano antes aludido -y que a mí me gusta imaginar que el cineasta rinde homenaje en las escenas en las que Morán lee poesía en la penitenciaría-, resuenan otras poderosas referencias, como la de Oro en Barras (The Lavender Hill Mob, Charles Chrichton, 1951) o la de Atraco a las tres (José Maria Forqué, 1962). Películas todas ellas, película ésta, que desde su propia premisa, sátira o romance (en el sentido clásico) implicados, reflejan una inquietud, un asalto alegórico a la coyuntura psico-social de la que emergen.  En el caso de Los delincuentes, obra planeada en los tiempos de la pandemia y estrenada poco antes de la llegada a la presidencia de Argentina de Javier Gerardo Milei. Que semejantes contextos alumbren, o acompañen, un relato que, en el fondo, habla sobre el tiempo y asocia la idea de la libertad como conquista de tiempo para vivir, no parece nada ocioso.

F.I.S.T.: SIMBOLO DE FUERZA

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Eszterhas, Stallone y los tira y afloja del cine seventies

El caso de F.I.S.T. Símbolo de fuerza (F.I.S.T., Norman Jewison, 1978) es paradigmático de ese tipo de filmes que, en su momento, hallaron un respaldo industrial acorde con su ambición narrativa y que, pasados los años, cayeron en el olvido. En este caso concreto, ubicados a finales de los años setenta, podemos decir que es una película mucho más modesta en resultados artísticos que el que atesoraron filmes de Michael Cimino, William Friedkin o Francis Ford Coppola que supusieron su bloqueo industrial. También, a diferencia de aquellas obras –no las he citado, en el bienentendido que todos sabemos qué películas son–, en su día F.I.S.T. se saldó con cierto éxito (20 millones de recaudación frente a sus 8 de presupuesto), razón añadida para que terminara pasando por una obra menor, olvidable fuera de su contexto. Si le dedicamos unas líneas aquí es porque, a pesar de tantos pesares, no se trata ni mucho menos de una obra despreciable. Imperfecta, sí. Como tantas otras.

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El filme, que parte de un ambicioso guion de Joe Eszterhas, relata la historia de un sindicato de trabajadores en el seno de la «Federación interestatal de camioneros”, pantalla ficticia levemente basada en la historia de Jimmy Hoffa, reconocido sindicalista estadounidense.  Al parecer, el guionista pensó en Jack Nicholson para interpretar al sosías ficticio de Hoffa, Johnny D. Kovak. Nicholson, curiosamente, terminaría encarnando aquel papel en un filme muy posterior, Hoffa (Danny De Vito, 1992), pero en aquel proyecto se optó por contratar a Sylvester Stallone. El actor salía del estruendoso éxito (y prestigio) de Rocky (1976), y además, como guionista que también fue del filme de John G. Avildsen, quiso intervenir en el guion original de Eszterhas, imponiendo –al decir de algunos– muchos y sustantivos cambios. Uno no puede saber si fueron esos cambios, u otro tipo de intromisiones, las industriales, las que simplificaron muchísimo los términos del guion original de Eszterhas, que tenía 400 páginas y no es difícil imaginar como un epic de mucha mayor complejidad que el filme resultante. Sí cuadra, a la luz de los resultados, pensar que Stallone, que quería gestionar aquel éxito asociado a su prestigio como actor-escritor, quiso insuflar a la obra de cierto idealismo, trocando las muchas aristas de un personaje como Hoffa por un cierto idealismo, para ciertos paladares simplificación esquemática, del personaje-historia planteados, todo ello para que el público no viera al actor metido en las pieles de un personaje mucho menos amable que el, en el fondo muy capriano, Rocky Balboa.

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Sea como fuere, y a los hechos consumados, aunque F.I.S.T. se halle lejísimos de las ambiciones/resultados del antecitado (irregular, pero interesantísimo –y, por cierto, también olvidado–) filme de Danny De Vito o de los frescos gangsteriles de Scorsese con El irlandés (2019) a la cabeza,  se trata de un filme que, en su sencillez expositiva, tiene la agradable virtud de exponer de forma sencilla, incluso en algunos pasajes simple, pero comprensible, las razones contextuales –relacionadas con el funcionamiento socio-económico y el mosaico de poderes fácticos en los EEUU– de las contradicciones inevitables en el funcionamiento de un gran sindicato, ello a través de un recorrido largo, sostenido en lo episódico, a menudo de trazo gráfico (la escena de presentación, en la que se ve el mal trato que sufren los trabajadores; la violencia ejercida contra los huelguistas, la aparición de la mafia, a través del personaje de Anthony Milano (Tony Lo Bianco), el papel del senador encarnado por Rod Steiger, etc), quebrado en un elipsis de muchos años, y que culmina en un doble final, el primero la comparecencia de Kovak ante uno de esos comités de investigación de corrupción, y el otro, que no revelaré aquí para no generar el spoiler, pero que reviste de un halo trágico el relato-crónica. Todo eso, las superficies, funcionan bien, y la sintaxis de Jewison es, si no especialmente inspirada, idónea para la exposición narrativa. El filme flaquea, sin duda, en el aparato de la introspección psicológica, en el poco jugo que le saca a la relación de Kovak con su esposa (Melinda Dillon) o familia, o en el adentrarse especialmente en la amistad malograda entre Kovac y su viejo aliado en los barrios, elemento que funcionaría a modo de metáfora y que sin duda hubiera oscurecido las tesis, y que aquí se intuye pero no termina de traducirse en lo dramático, consecuencia inevitable de la decisión de rebajar las contradicciones insertas en el personaje protagonista. A la postre, y en macroperspectiva -qué fue de la estética y ansias expresivas del cine seventies/qué fue de la carrera de Stallone en los eighties-, F.I.S.T. queda como un filme curioso, un cuerpo extraño, precisamente por su constancia del tira y afloja entre una cosa y la otra, y por su quedarse a medio camino: ni representa del todo ese afán descriptivo hiperrealista y a menudo pesimista del cine de los años setenta ni se termina de adocenar en las fórmulas gráficas de un drama-tipo estilizado a la manera del cine de los ochenta. En su indefinición radica su condición de filme bisagra, aunque suene paradójico.

LOS QUE SE QUEDAN

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Los libros, la bola de nieve y el Jim Beam

En la muy interesante, aunque a veces errática, trayectoria de Alexander Payne Los que se quedan supone un cierto retorno a un universo descriptivo, unas maneras formales, estampadas con suma fuerza en la filmografía del cineasta desde A propósito de Schmidt (2002), y depuradas en su posterior y laureada Entre copas (2004), que tuvo su continuidad en Nebraska (2013), pero no en un título previo, Los descendientes (2011), ni en otro posterior, Una vida a lo grande (2017). Es sobre todo una cuestión de tono o, si utilizáramos el lenguaje musical, de elección de escala, y que, dicho en otros términos, tiene que ver con una voz más queda, un desarrollo cotidiano y episódico, de trazo impresionista, para la búsqueda de una introspección psicológica que revela esferas poco complacientes, a menudo crudas, de las tipologías de personajes que interesan a Payne, tipologías a menudo invisibilizadas pero muy representativas en un análisis sociológico. Aflora, en ese sentido, una mirada a la postre realista, de calado dramático no por implosivo menos contundente, y que hacen de este breve corpus de Payne una valiosa pieza en el paisaje del cine estadounidense de los últimos años, que podría compartir esfera creativa con nombres como los de Spike Jonze o Todd Field.

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Aunque lo que más se suele mencionar de Los que se quedan es la reunión, casi veinte años después, de Payne con Paul Giamatti, a mí me interesa más otro dato, que tiene que ver con la no participación de Payne en el guion (la película está escrita por David Hemingson), algo que ya sucedía en Nebraska, pero no en la forja del estilo del cineasta en las dos previas y citadas A propósito de Schmidt y Entre copas. Payne, que por temas y miradas viene asociado con la figura del director-guionista, se entrega en esta –digámoslo ya, excelente– Los que se quedan a la tarea de ilustrador visual, a la enunciación puramente fílmica, al contenido y la métrica visual. No es un dato irrelevante; al contrario, diría que sirve para constatar que, a pesar de ser un cineasta poco prolífico –probabilísimamente, por razones industriales más que creativas–, Payne logra demostrar aquí que ha depurado su estilo, siendo Los que se quedan probablemente su mejor película hasta la fecha a pesar de que, quizá –es, por supuesto, opinable–, Entre copas tenía un guion más redondo.

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Así, en la puesta en imágenes de Los que se quedan comparecen elementos que van más allá de lo obvio. Lo obvio, perfectamente trazado, sería la relación de amistad que se fragua entre Paul (Giamatti), un profesor de historia cascarrabias en un internado de Nueva Inglaterra, y Angus Tully (Dominic Sessa), el estudiante  que se ve obligado a permanecer en el campus durante las vacaciones de Navidad. Y, también, cómo el desangelo vital de esos dos personajes se comparte con un tercero, el de la cocinera Mary Lamb (Da’Vine Joy Randolph), que también permanece en el instituto y que trata de afrontar la pérdida de su hijo, caído en combate en Vietnam. Lo que no es tan obvio es lo mejor del filme. Primero, y ya que hemos citado Vietnam, cómo ese conflicto, y lo que de fatídico tiene para la nación entera, sobrevuela a lo largo de todo el relato, merced de la sempiterna tensión entre la clase dirigente (la mayoría de alumnos del instituto) y los representantes de la clase trabajadora (el hijo de Mary). Payne, sin subrayados en los diálogos innecesarios, valiéndose de la estoicidad de la madre desolada y de los reflejos con los antecedentes estudiantiles del propio Paul que se van revelando conforme avanza el metraje, va trazando una intensa línea de contexto anímico (y sociológico) que se posa en el corazón del relato. También aprovecha a la perfección –a mí me recordó el modo en que lo hizo Ang Lee en la estupenda La tormenta de hielo (1997)— lo telúrico, ese escenario nevado como huis clos, como manifestación externa del frío devorador que consume a los personajes y que sólo pueden aplacar con alcohol y pastillas antidepresivas.

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El rigor expositivo de Payne, la fuerza expresiva de sus composiciones, le hace justicia a un guion modélico, que desarrolla los conflictos de los personajes con excelente mesura, que los balancea a la perfección en situaciones siempre elocuentes en la exposición de lo anímico, y que dosifica los elementos, las piezas del drama, la información de un modo harto efectivo para que la intensidad en la exposición dramática no se resienta ni un solo instante a lo largo del metraje. Así, por ejemplo, la relación de Angus con su padre, circunstancia argumental que el guion sostiene maravillosamente a través de un elemento elíptico (la bola navideña), y que Payne convierte en imágenes con una elocuencia muy superior a la que sería dable esperar de un mero ilustrador (ese plano marciano, primerísimo plano de la bola de nieve, Angus mirándola embelesado, mientras una inesperada melodía subraya un poso melancólico que sólo después, con los elementos argumentales consumados/revelados, cobrará todo el sentido). El ejemplo es representativo. Es la caja de resonancia visual que engrandece un buen guion. En este caso, el de una historia que habla de la pérdida, del implacable parentesco que existe entre la orfandad y el fracaso, y que se arbitra en los esfuerzos por sobrevivir de tres personajes perdidos en su soledad, dos de los cuales –el maestro y su alumno– serán capaces de hallar una pírrica receta, o más bien transferencia del veterano al pupilo, para alzar los brazos y, simplemente –y no es poco—, resistir y no perderle la cara ni al pasado ni al futuro.

SE INTERPONE UN HOMBRE

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La alargada sombra

Cuán alargada es la sombra de El tercer hombre (1949) planea de principio a fin en las imágenes de esta, por otra parte estupenda, película de Carol Reed. Está la premisa, que si no fuera por el sexo de la protagonista, Susanne (Claire Bloom), sería perfectamente intercambiable con la del filme citado (el personaje encarnado por Joseph Cotten), pues de nuevo se trata de una advenediza en un lugar extraño, con sus propias y esquinadas reglas ocultas, y es objeto del relato el levantamiento de ese velo. Aquí las heridas de la guerra ya se engarzan con el advenimiento de la Guerra Fría, y es Berlín en lugar de Viena, pero ese escenario es igual de fundamental en el todo narrativo como en El tercer hombre; diríase que aquí la fotografía (firmada por Desmond Dickinson en lugar de Robert Krasker) apaisa una mayor intención documental (el constante énfasis visual a los edificios en ruinas, callejuelas, divisorias), en detrimento de ese cierto hálito de misterio que caracterizó el filme realizado tres años antes, sin que ello perjudique la impronta de Reed (de hecho ya muy patente en Larga es la noche (1947)) y su gusto por los planos oblicuos y esa pátina luminosa enrarecida, muy plástica, que le arranca a las secuencias nocturnas y que algo tiene de espectral. Last but not least, las semejanzas también tienen que ver con la importancia y el carisma de un actor de peso que sostiene la intriga, las dudas, el misterio: allí era Orson Welles, el mítico Harry Lime imaginado por Graham Greene, y aquí el tratante que procede del sector este de Berlín a quien da vida un, como siempre superlativo, James Mason, repitiendo con Reed tras la citada Larga es la noche.

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El guion de Harry Kurnitz (según un relato de Eric Linklater) no alcanza las sutilezas constantes ni la perspicacia tan y tan magnética en los diálogos que el maestro Greene supo insuflar a El tercer hombre, pero es un relato sólido, bien construido, que las imágenes que urde Reed interiorizan a la perfección para edificar lo atmosférico desde el mismísimo arranque, a través del constante recurso a lo subjetivo, las circunstancias extrañas que Suzanne va contemplando bajo la apariencia plácida de su relación con su cuñada, que le hace de anfitriona, Bettina (Hildegard Knef), suspicacias que se irán desatando, lento pero seguro, a partir del momento en el que Ivo Kern (Mason) comparezca en el relato. La película tampoco tiene esa capacidad, tan pasmosa en El tercer hombre (de nuevo Greene), de relatar lo enrevesado de una forma tan gráfica y atractiva que facilita que el espectador participe de principio a fin. Aquí, los conflictos, idas y venidas y motivaciones, terminan siendo más difusos, pero eso no perjudica la película, porque precisamente esas líneas de grises en lo aparente (sobre todo en el tercio final del relato) aprovechan, de forma muy astuta, la ambigüedad en torno a la figura de Ivo, que sabemos que es un superviviente y que ha cometido actos ilícitos, pero también un personaje que resiste, un héroe trágico, que la película filtra según la mirada embelesada de Susanne.

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Es en ese último tercio del relato, en la huida de Ivo y Susanne por entre espacios laberínticos y en ruinas del sector este de Berlín, y con esa parada lenitiva, redentora, en un piso en el que se ocultan, donde el filme exprime a fondo su potencia expresiva y va definiendo las líneas de una tesis que se materializa de forma seca en un cierre del filme que nos recuerda poderosamente al de Larga es la noche, de hecho afinando incluso la caracterización que de los protagonistas en las dos películas efectúa el mismo actor, Mason (por cierto, aquí brillante en su trabajo con la dicción, ese acento germánico con el que le habla en inglés a su partenaire), y que nos escatima, por implacable, incluso el apunte romántico con el que de algún modo Larga es la noche lograba barnizar lo trágico. Con esa summa de motivos de sus anteriores obras, pero afinadas a su escenario de piezas mucho más desgajadas, Se interpone un hombre (excelente título) termina hablando con voz queda, con una urgencia no exenta de melancolía (la poética asociada al niño que ayuda a Ivo, por ejemplo), de la aniquilación sistemática de los sueños y esperanzas que trae de suyo no ya la guerra, sino también sus secuelas. En este caso, el de Berlín, unas que fueron irreversibles y se fueron enquistando durante décadas, hasta la caída del muro.

LARGA ES LA NOCHE

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Sombras de la ciudad

Desconozco la novela de Frederick Green en la que se basa esta extraordinaria Larga es la noche (1947), pero se hace bastante evidente que su objeto, su prioridad, es la denuncia de un estado de cosas político en Irlanda, esto es la evidencia de una coda de violencia inane y muy perniciosa para la población que, verbalizado al inicio del filme en boca de su protagonista, James Mason, “debería discutirse en el Parlamento, y no en las calles”. Que el filme se ubique en una ciudad innominada y con una organización (así la llaman, “Organización”, en lugar de referirse a la IRA) igualmente innominada no hace más que enfatizar, desde una abstracción, esos propósitos. E igualmente está el énfasis en el paisanaje de la ciudad, en equilibrado balance con los personajes principales del relato, desde el cochero hasta el vividor de baja estofa, desde las dos señoras con las mejores intenciones al pintor loco y borracho, desde los niños que juegan en la calle a los dependientes de un bar de copas, sin olvidarnos de un párroco (el elemento religioso, católico), todos ellos personajes transitorios pero que van sosteniendo el relato de ese acontecer en la noche interminable y fatídica del título. Sin embargo, como pasa con todas las obras maestras, si esa denuncia puesta en primer término funciona a la perfección –realista, descarnada, y, encima, con un cierre trágico que lo llena todo de resonancias románticas–, el filme funciona a muchos otros y absorbentes niveles que hacen del visionado de la obra una experiencia dramática de primer orden.

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También se hace evidente, desde muy al inicio, cuál es la clave que sostiene el mejor cine de denuncia social: la caracterización y el estudio psicológico de los personajes: conocemos a Johnnie (Mason), el lider de la organización, conversando con el resto de los miembros de su, llamémosle, comando antes de llevar a cabo el golpe que sirve de premisa del relato, un robo en una fábrica téxtil, y en esa breve conversación nos familiarizamos con la situación frágil en la que se halla el personaje (pasó años encerrado en la cárcel y después ha estado oculto en una casa, razones que quizá hacen poco aconsejable que, de repente, se lance a las calles para, además, perpetrar un golpe, como así se lo hace notar su ayudante), así como con las reticencias de la chica en cuya casa se halla refugiado, Kathleen (Kathleen Ryan), quien está enamorada de él. Todos esos datos son importantes para comprender, en la secuencia de choque –precedida de unos planos subjetivos en los que vemos a Johnnie sentir ciertos accesos de vértigo, nervios, en el trayecto hacia la fábrica–, las razones por las que el líder de la organización no actúa con la debida diligencia y, por mor de sus titubeos, acaba entrampado en un enfrentamiento cuerpo a cuerpo de fatales consecuencias (mata al hombre que trata de retenerle y, a la vez, es herido en el brazo), pero también funciona como metáfora o espejo colectivo, Johnny como ejemplo al límite, fatídico, de una realidad social: en qué situación frágil se halla la ciudadanía, ese paisanaje antes aludido, qué reacciones provoca (los niños, por ejemplo) y repercusiones a todos los niveles tiene ese enfrentamiento entre las fuerzas vivas de la ciudad.

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Tras la presentación y la secuencia de choque, el filme nos aboca a esa larga noche que el inspirado título en castellano refiere, y que la película plantea como un angustioso run for cover imposible en un escenario urbano cada vez más inclemente (de las calles anochecidas, silentes, con puertas que se cierran, al agravio de la lluvia y, al final, el de la nieve gélida) por el que el antihéroe protagonista transita en su via crucis interminable (de un viejo refugio antiaéreo a las frías calles, una breve e interrupta parada en una casa, la ocultación en un coche de caballos, el sueño en un cementerio, las últimas resistencias en un reservado de un bar de copas). El filme, como antes se anotaba, balancea ese deambular desnortado, noqueado, de Johnny con las reacciones de quienes se cruzan en su camino, en una muy inspirada trabazón de motivos y contexto que sigue los pasos de los compinches de Johnny, de Kathleen en su desesperada búsqueda y del jefe de policía que dirige el pursuit, y a su vez se detiene en el resto de personajes que de forma episódica se cruzarán con el protagonista, en un devenir de las cosas que algo tiene de descensus ad inferos, o al menos de cartografía narrativa cada vez más difusa, obtusa, extraña, disoluta: de la casa de dos mujeres que pretenden sanar a Johnny al edificio desvencijado donde viven los tres buscavidas, hasta desaguar el relato con los dos protagonistas acorralados en un encuadre que nos deja ver, tras la reja que no pueden rebasar, lo posible: la huida materializada en un barco que se hace a la mar…

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La película, realizada poco después de la finalización de la Segunda Guerra Mundial, lleva en su misma entraña una esencia lánguida, triste, incluso malditista, que le confiere a la obra un tono muy determinado y muy efectivo para alojar su discurso. Junto a ello, cautiva un portentoso rigor narrativo, una construcción atmosférica excelente que hace balance entre lo particular y lo general de forma inmejorable. Viendo el filme y acariciando esa trama que tiene muchos aspectos intercambiables con el del relato de un falso culpable, uno piensa a menudo en las concomitancias y diferencias de la obra con el universo hitchcockiano, comparación que se resuelve por el peso de esas balanzas que, con suma precisión, maneja Carol Reed: la intriga, la crónica del sufrimiento y lo laberíntico atraviesan el completo relato, pero, a diferencia de Hitchcock, en Larga es la noche la mirada del cineasta es consciente de que hay un espacio de individualidad, de adentrarse en el acervo psicológico, que no debe franquear para que la mirada del espectador se pose en el contexto. A veces roza esa introspección de máximos (la secuencia del registro en la casa, con Kathleen y la anciana escondiendo un arma al someterse al interrogatorio del inspector, o aquella otra que discurre en la casa de las dos mujeres que quieren auxiliar a Johnnie hasta que descubren su identidad, por ejemplo), pero Reed siempre termina centrifugando ese tono hacia lo externo, hacia lo ambiental, haciendo buenas sus intenciones/elecciones y llevándolas hasta sus últimas consecuencias (el tan triste como casi elíptico y bellísimo cierre de la película). Es la mesura insobornable del mejor cine clásico.

DUBLINESES (LOS MUERTOS)

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Epifanías

John Huston rodó Dublineses (Los Muertos) entre enero y abril de 1987, es decir que terminó de rodarla cuatro meses antes de su muerte, el 28 de agosto del mismo año. Sufría un emfisema pulmonar, y tuvo que rodarla en una silla de ruedas y asistido de una máscara de oxígeno. A pesar de todo, Huston manifestó que había deseado adaptar el cuento de James Joyce –“Los muertos”, último de su libro de relatos Dublineses  (1914)– desde hacía tres décadas. Así que, a pesar de tantos pesares, el cineasta pudo, in extremis, ver cumplido un proyecto largamente acariciado. Y los amantes del cine también tuvimos suerte, pues nos hallamos ante una inconmensurable masterpiece que supone, sin exagerar, uno de los cierres filmográficos más brillantes del Séptimo Arte. Que, además, por la temática implicada dota de un contenido especialmente poético a la despedida del autor de El halcón maltés.

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Y cuando digo la temática implicada me refiero, por supuesto, al sentido, emotivo, delicado, lánguido, estoico, lírico, vibrante carpe diem que Joyce enarbola en las páginas de su cuento y que Huston –contando con un guion de su propio hijo, Tony Huston, al que asimismo aportó algunos elementos, enfatizando aquí y allá algunos de los pasajes del relato– replica con una fidelidad no diré modélica, sino radical, casi literal. La historia nos ubica el Día de la Epifanía de 1904, en casa de las ancianas Sras. Morkan, que ofrecen cada año una fiesta en la que se reúnen familiares y amigos, y donde se canta, se baila, se recitan poesías y, por supuesto, se ofrece un banquete en animada conversación. El cuento de Joyce se focaliza principalmente en un personaje, Gabriel Conroy (Donal McCann en el filme), sobrino de las anfitrionas y marido de Gretta (Anjélica Huston). Las reglas en el cine son otras, y esa focalización, mediante una voz en off, no tendrá lugar hasta el cierre, sobre el que regresaremos más adelante.

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Antes, el filme se despliega como una exquisita pieza de cámara, en la que Huston pone en danza a una coralidad de personajes en el exiguo espacio interior, y los va caracterizando en un devenir de la velada que se caracteriza por su, muy poderosa, capacidad para sugerir lo que bulle, inquieta o apesadumbra a todos los personajes bajo la apariencia de la placidez (temática que recorre no ése, sino la totalidad de los cuentos de Joyce, interesado en la suerte de parálisis cultural, mental y social que aquejaba a la ciudad, sometida secularmente a los dictados del Imperio británico y de la Iglesia católica). Como es propio de un narrador clásico, Huston rehúye cualquier alarde escenográfico: la cámara está donde tiene que estar, los movimientos son pocos y mesurados, y la cirugía del montaje opera el milagro de darle continuidad y complejidad a ese espejo entre lo descriptivo y lo sutilmente dramático, en un despliegue narrativo en el que la temperatura de la imagen (en una calidez cromática en deriva hacia la palidez) y el peso de la música es muy importante, partiendo de la caracterización de los personajes (la mayoría, relacionados con el mundo de la música o de la cultura de la ciudad) y desaguando en el empleo de diversas piezas musicales, música principalmente diegética, o actuaciones rapsódicas  para dotar de magnetismo, de resonancia y de trasfondo alegórico lo que, otra vez, sólo aparenta ser un tono.

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Tras la velada, en los últimos diez minutos del metraje, abandonamos la estancia de Miss Katie y Miss Julie y acompañamos a Gabriel y a Gretta al hotel en el que pernoctan, donde, a partir de una revelación de la segunda (el recuerdo de un amor de juventud, que murió), todo ese trasfondo que, suave, dócilmente, nos venía acompañando se raíla en el soliloquio final-tesis que escuchamos de la voz de Donal McCann, una reflexión queda sobre el sentido de la vida que el filme ilustra con las imágenes que Joyce imaginó en la última página de su cuento, imágenes telúricas, de campos, caminos, lugares devorados por una nieve metafórica que la pluma del inmortal escritor irlandés asimiló al paso inexorable del tiempo y que la película convoca con idéntica, quietud, serenidad, tristeza, devoción, en un cierre inolvidable.

PLÁCIDO

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La mala estrella

Aunque a menudo en las antologías queda soterrada por Bienvenido Mister Marshall (1953) o la inmediatamente posterior El verdugo (1963), Placido (1961) es otro de los ejemplos de la grandeza absoluta, y personalidad única, de Luis García Berlanga (y, porqué no añadirlo a ese non plus ultra de la Historia del cine español, de Rafael Azcona).  Plácido, que  vendría a ser un reverso perverso del espíritu navideño dickensiano, es una obra superlativa en su astucia, brillante en sus patéticas constancias, y que, como sólo las obras maestras logran, perfila en el espectador infinidad de sonrisas que, al acto, se van congelando en las ominosas constancias que revela.

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El filme viste de principio a fin el (impecable) disfraz de comedia costumbrista, y propone un devastador retrato social,  a partir del relato de los esperpénticos aconteceres en una pequeña ciudad de provincias donde un grupo de beatas aficionadas a practicar ostentosamente la caridad organizan una campaña navideña bajo el lema «Siente un pobre a su mesa». Hay en la película una mirada afinada a los conceptos neorrealistas del cine italiano, pero también una deriva soterradamente romántica, con lo que el filo expresivo se alambica entre, por poner un ejemplo gráfico, entre Zavattini y Fellini.

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Berlanga utiliza a dos personajes de hilo conductor; el uno, Quintanilla (José Luis López Vázquez), que se erige en mediador (esforzado pero a desgana) entre los dos mundos irreconciliables que el relato pone en danza (el de los pudientes y los pobres); y el otro, el personaje que da título al filme, Plácido (Cassen), quien asume (con igual esfuerzo y desgana) el rol del último escalón entre esos dos mundos, en constante peligro de caer en la miseria. Plácido, un pobre hombre que debe cooperar en los fastos caritativos con el motocarro que acaba de adquirir -y aún no ha empezado a pagar-, es, en ese astuto tablero que Berlanga propone, el nexo directo con el espectador, el que opera el mecanismo de identificación, a través de una interminable odisea que, otra vez, nos devuelve un registro esperpéntico de lo homérico (esa imagen leit motiv del motocarro con esa estrella fugaz de cartón instalada en su capó, imagen que atraviesa, como recordatorio envenenado, todas las idas y venidas del relato, desde la apertura al cierre).

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En el primer término de la desarmante denuncia –que, es curioso, pasó la censura en su momento–, Berlanga (y Azcona) propone(n) la falsa moral de la clase acomodada. En ese sentido, el argumental, el filme despliega una sucesión de situaciones que acumulan un crescendo cada vez más grotesco y, a la vez, más desesperado e incluso trágico –esa sonrisa congelada–, en un recorrido por un paisanaje donde el clasismo  más hipócrita y mendaz regurgita en comportamientos de autosuficiencia y egoísmo recalcitrante, que desaguará en una neta inversión de la parábola religiosa a costa de la que se erige el completo relato/retrato, en esa última secuencia que replica, con bronca, negrísima ironía la imagen idílica de un portal de Belén. Pero lo absolutamente impresionante de Plácido, lo que hace de ella una obra maestra inconmensurable, es la capacidad del cineasta para reunir en apenas ochenta minutos a infinidad de personajes magníficamente caracterizados, concentrados en secuencias siempre corales, planos abarrotados, imágenes caracterizadas por el bullicio y por diálogos eléctricos que explotan en muchas direcciones a la vez, a través de los que, con el pulso más firme, Berlanga va zanjando esa mirada rayana en lo entomológico que siempre le fue característica.

PEARL

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Bailando con lobos
Desconozco si Ti West y Mia Goth (co-guionista del filme, así como actriz protagonista) trataron de buscar en esta película la explicación/antecedentes del personaje más apasionante de X, el de la anciana Pearl, o si en realidad de inicio se planeó como díptico (o hasta trilogía, contando Maxine (2024)). El caso es que en esta genealogía del comportamiento humano, contemplado desde las zonas oscuras que investiga el terror, a West le ha salido un corpus artístico soberbio, tan atento a esas abstracciones psico-patológicas como a una lectura integrada en un contexto socio-histórico. En ese diorama narrativo, la labor de West -su búsqueda del contenido a través de la cirugía con la forma- nos recuerda a la de dos de los grandes directores contemporáneos, Paul Thomas Anderson y, especialmente, Todd Haynes. Y localizamos en Haynes la especialidad porque West escoge, en esta Pearl, dispositivos específicos del melodrama para suturar lo macabro, la lectura densa de horror. PEARL_4

Pearl narra el progresivo desasimiento de la realidad que sufre una chica joven, Pearl, para quien la vida en una granja texana es a todas luces insuficiente para colmar su felicidad. Como enuncia estupendamente el arranque-créditos, Pearl vive colgada de una ensoñación glamourosa, la de ser bailarina y triunfar enHollywood, pero esos sueños chocan frontalmente -del mismo modo que en esa secuencia de inicio el sueño se desvanece abrupto- con una realidad que no es otra que la de ayudar a su madre a llevar la granja y a cuidar de su padre tetrapléjico, y una única expectativa, la de esperar el regreso de su marido y repetir, en cierto sentido, la vida de su madre. Así, la película avanza en su primera mitad en la tensión de ese contraste entre una realidad castrante (personificado en su madre, una mujer dura y orgullosa, que quiere transmitir a Pearl un estoicismo que a ella repugna) y las fugas a la ensoñación, en las que, atención, el dispositivo onírico revela a la vez las pulsiones malsanas, destructivas de la joven, en enunciados al principio sutiles (el asesinato de un ganso o la dionisiaca experiencia con el espantapájaros -estupenda secuencia de oscura rosca cinéfila a costa de El Mago de Oz-), cada vez menos (el amago de asesinato del padre en el embarcadero), hasta quebrarse en una secuencia central de choque, donde esos pulsos destructivos finalmente hallan su cauce, precipitando el fatídico devenir de las cosas cuando los sueños dorados de Pearl colapsan (el amor bohemio que le promete escapar, el fracaso en la prueba como bailarina) y ella arremete con furia contra todo.

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West maneja con suma astucia, disfrazada de mimo escénico y una fotografía colorista, ese descensus ad inferos. Agita el enunciado del melodrama a través de dos soberbios y muy largos soliloquios (primero de la madre, luego de la hija, que por cierto guardan inquietantes concomitancias) que desvelan el padecimiento psicológico y que contrastan con los arrebatos de seca violencia y diversos apuntes sobre lo pavoroso, apuntes que convergen en una monstruosidad que West literaliza: ese caimán que, ahora terminamos de entenderlo, viene a sublimar la otredad del personaje, el ello oscuro y salvaje, que necesita saciar sus frustraciones retroalimentando las pulsiones violentas, en una coda sin final (o con final circular, resuelto en el clímax de X, cuando Maxine culmina su herencia envenenada ajusticiando a la anciana).

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Tras la trágica y patética confusión entre realidad y sueños (en la audición fallida, Pearl ve a su madre, con el rostro desfigurado, a su padre y a su marido condenarla como jurado), queda el clímax, la litúrgica preparación del banquete familiar, en la que West recurre a efectos ópticos (la split screen o esos planos que reflejan una mitad en el opuesto del encuadre) para describir cómo se desata, ya del todo, la locura del personaje. Es un momento memorable del cine, pues en él el cineasta logra la intersección exacta entre la forma de melodrama del relato y la sustancia de puro horror. Cuerpos jóvenes diseccionados, progenitores como embalsamados, la podredumbre nauseabunda a la mesa, que aguarda sus frutos, y esa sonrisa de bienvenida que la cámara sostiene tozuda con los créditos, para subrayar cómo la expresión de la chica, cual maquillaje bajo la lluvia, colapsa al fin, tras cubrir la formidable distancia entre los sueños y las pesadillas.

X

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La primera secuencia decisiva de X (2022), y que explica bien lo que pone en juego, inteligente y sibilino, Ti West es aquélla en la que se alternan imágenes de la película porno que se está grabando, la del encuentro arquetípico-preliminares entre el macho follador y la rubia cachonda con la secuencia en la que la joven Maxine (Mia Goth) -y, con ella, nosotros, espectadores- conoce a la anciana Pearl (también Mia Goth, muy caracterizada para lucir decrépita), se adentra en su casa, Pearl le ofrece una limonada y después, con Maxine distraída mirando viejas fotografías, la anciana aprovecha para tocar la piel de la joven, ataviada con un mono tejano sin nada debajo. La líbido o las ansias de sexo irrefrenables son el tema sobre el que versa la obra, y su tratamiento perturbador -la muy vieja Pearl y su chocante actitud concupiscente-, la sustancia genuina del horror que West pone en la picota. Al final de ese juego especular-secuencias alternas, las imágenes recapitulan: vemos una filmación en la que aparece Maxine tentando al macho alfa y su rostro pícaro, por corte, se transforma en las efigies siniestras de unas viejas muñecas de porcelana.
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En el filme de Ti West -cineasta de inquietud expresiva y cinefilia ya revelada en La casa del diablo (2009), su opera prima-, la plataforma narrativa es, bajo la apariencia, densa, y lo que a menudo son circunstanciales aquí reclama su intención
alegórica, su comentario socio-histórico y su entramado ideológico. Hablo de la ubicación del relato en una granja del deep tejano en 1979 o de las alusiones contextuales al incipiente mercado del porno videográfico, pero también de los reflejos especulares que el filme establece con sus (o los) grandes referentes, Psicosis (1960) y La matanza de Texas (1973). Sin embargo, y a diferencia de tantas miradas recreativas, West trabaja situaciones y diálogos con sentido, y aunque la plantilla o vitriolo terrorífico es, aunque poderoso en lo visual, más o menos convencional -aspecto que en la inmediata y complementaria Pearl (2022) llevará a la novedad-, trasciende la cita posmoderna y, al contrario, trabaja la relación de estas imágenes del presente con las del pasado. Así por ejemplo, la cita obvia a Psicosis (el coche enterrado en la laguna) sólo es una marca, un aviso para navegantes, que nos invita a adentrarnos desde esa superficie a lo más profundo: el hecho de que en X también tenemos una Norma Bates, una mujer-sombra salvaje que centrifuga la relación liminar entre sexo y muerte.
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Y, siguiendo con los espejos, el escenario y la época (y la furgoneta y los jóvenes que viajan en ella) citan a La matanza de Texas, pero es en algo mucho más sustantivo y profundo donde hallamos la búsqueda expresiva a costa del universo del filme de Tobe Hooper: en la constancia de los pulsos malsanos de la relación que mantiene esa pareja de ancianos y su no menos esquinada instrumentalización de (y absoluto desprecio por) la vida de quienes se acercan a su morada. En La matanza de Texas, la brutal metáfora era sobre lo socio-económico. Aquí, nos adentramos en aspectos más sensibles: los monstruos que emergen bajo la moral ultracatólica y castrante (esa imágenes televisivas que muestran las inflamadas peroratas de un predicador, y que a través de un recurso de repetición-careo vía montaje West enfatiza): el anciano que ajusticia al macho alfa tras condenarle por su actitud promiscua, la anciana que convierte a la rubia de bote en pasto de un caimán porque no le gusta, mientras, en cambio, se acuesta desnuda junto a Maxine, cuya belleza admira o, más bien, añora.
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En ese cortocircuito entre la belleza y la decrepitud a través de una experiencia sexual mórbida y traumática reside la clave de X, una obra  poderosa, enigmática, y un exponente del mejor cine de terror de nuestra era,  plagado de arrebatadoras imágenes. Entre ellas, por citar algunas, la sombra de la anciana tridente en ristre concretándose en el fondo de un granero, con una víctima a sus pies; el plano picado del sexo entre los ancianos bajo el que, literalmente, Maxine -cuyo magnetismo, de algún modo, ha propiciado ese encuentro sexual- trata de escabullirse; o ese momento de extraña lírica espectral en la que la cámara, en filtro rojo fruto de un asesinato, nos muestra a la anciana ensayando unos pasos de bailarina, una imagen chocante, horrible y cautivadora a un tiempo, así como uno de los geniales engarces entre esta X y la, aún más memorable, Pearl (2022).

EL ASESINO

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Vendetta

Casi treinta años después de la carismática Seven (1995), David Fincher vuelve a asociarse con el -bien poco prolífico- guionista Andrew Kevin Walker en esta El asesino (2023). Más allá de su misma adscripción genérica, las dos películas, si quieren jugar al contraste, se complementan en diversos aspectos. Y el principal de ellos, la súbita invasión en la intimidad que padece el personaje protagonista, un asalto a terceros, a seres queridos, en un tablero que presuntamente iba a quedar en el terreno de lo profesional. En Seven suponía un giro tremendo que abría el último acto. Aquí más bien funciona como premisa, convirtiendo la película en un relato de venganza y lucha contra los elementos por parte del asesino sueldo al que da vida, de forma tan hermética como lo es toda la obra, un extraordinario Michael Fassbender.

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Si hay un tema que se impone de forma central en el imaginario de David Fincher, éste no es otro que el del individuo arrastrado a una realidad oscura (que quizá siempre estuvo allí, y ahora se ha revelado), y que le pone contra las cuerdas, en un conflicto interior de visos, a menudo, existenciales, y donde espora cierto nihilismo. Ello es obvio cuando nos movemos en los territorios en los que su cine es más avezado, como el thriller; sin embargo, late con igual de fuerza, y el discurso que emerge termina siendo más contundente en ese sentido, cuando Fincher se mueve fuera de aquel género: El curioso caso de Benjamin Button, La red social o incluso Mank. Y en ese paisaje filmográfico, El asesino resulta, al mismo tiempo, una recapitulación y una vuelta de tuerca. La película, contrariamente a lo que leo en algunos foros, no narra el cotidiano de un asesino a sueldo, sino una vendetta que lleva a cabo cuando (spoiler, aunque forme parte de la premisa del relato), como represalia por un error que ha cometido, la mujer a la que ama es atacada por unos sicarios. El armazón argumental de  Andrew Kevin Walker y la potencia expresiva que Fincher imprime a las imágenes ponen al espectador en una tesitura incómoda. Estoy hablando del mecanismo de identificación con el personaje, por supuesto. Que resulta más conflictiva que nunca, porque el cine de Fincher suele tener diversos protagonistas con los que no es fácil empatizar, pero aquí la cosa se complica: ¿es aceptable por parte del espectador el ojo por ojo de alguien que se dedica a asesinar, civiles si es necesario, sin contemplación alguna? El asunto roza la perversidad langiana.

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Fincher, uno de los últimos grandes directores del cine americano, traduce toda esa conflictividad narrativa en un ejercicio visual depuradísimo, uno de los más herméticos y estilizados de su completa filmografía (que ya es decir), que se articula desde el absoluto mimo a la relación entre espacios escénicos casi siempre en movimiento y una labor quirúrgica con el montaje. Al principio de El asesino –que arranca con una larga secuencia de presentación en un ático de Paris donde escuchamos la voz en off del personaje–, uno teme que esas descripciones de la voz en over se adueñen del relato y lo lleven a sesudas abstracciones, pero eso se revela, deprisa, un mero ardid: la voz en off puntúa y complementa (a veces, dejando aflorar una negra ironía), pero la película se edifica de imágenes tan percusivas como la banda sonora de los colaboradores habituales de Fincher, Trent Raznor y Atticus Ross, imágenes que se organizan como largas set-piéces concatenadas, diferenciadas por los saltos de escenario pero uniformadas por esa métrica implacable que no deja al azar, ni a la ambigüedad, nada, pero lo condensa todo en el menor número de planos posible y la duración mínima imprescindible para servir a la vocación descriptiva.

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The Killer. (Featured) Michael Fassbender as an assassin in The Killer. Cr. Netflix ©2023

Semejante vaciado escenográfico sirve, por supuesto, a lo abstracto y alegórico, que es el territorio que atrae siempre los relatos sobre asesinos a sueldo (me ahorraré citar ninguno: hay una buena nómina, de Melville a Jim Jarmusch), de los que El asesino es un exponente modélico. Pero Fincher lo arrastra todo al territorio espiritual que le interesa, cabría decir que le obsesiona: el individuo perdido en la fría y metálica opacidad del mundo. Más allá de comentarios concretos –y nada anecdóticos– sobre el funcionamiento económico actual (compras por Amazon, reservas telemáticas en el McDonalds, pagos con el móvil, etc), la película se sostiene, de principio a fin, sobre la deslocalización: Fassbender va de un lado a otro sin parar, la película es una interminable sucesión de viajes en coches de alquiler, idas y más idas (solo una vuelta), oficinas vacías, lugares de encuentro fríos, y hogares imposibles (una, el del protagonista, una fastuosa mansión que ha sido asaltada, mancillada; y la otra que aparece en el relato, en Florida, la del sicario que vive con su feroz rottweiller y donde el protagonista se enfrenta en una brutal batalla cuerpo a cuerpo).  Es lo exterior, lo que vemos –o donde habitamos– como reflejo de lo interior, lo que somos. Destilado a la manera que Fincher insiste una y otra vez desde el primer día: el angst vital soterrado bajo la violencia y la metáfora hiperbólica y asfixiada sobre los ejes del funcionamiento socio-cultural que definen al individuo en la sociedad moderna.

LOS ASESINOS DE LA LUNA

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La maquinaria implacable

Si echamos la vista a la filmografía de Martin Scorsese durante la última década, uno de los elemento más llamativos -para mí sorprendente,- es que este cineasta octogenario no haya renunciado ni un ápice a la ambición cinematográfica en el sentido más amplio, el que incluye el formato, el contenedor de producción y el contenido narrativo. Es verdad, sólo ha firmado cuatro obras, pero son cuatro obras excelentes, y de gran envergadura a todos los niveles. Y si hablamos de cine, también hablamos de los usos en la producción y distribución de largometrajes, y en ese sentido es harto encomiable la capacidad de Scorsese de haber sabido capitalizar su prestigio y reacondicionarse a los cada vez más radicales cambios de tornas en la industria para poder sacar adelante tamaños proyectos que, además de por su fuerte personalidad, se caracterizan por el aroma de un cine de gran aparato y manufactura comme il faut, algo cada vez más inédito de encontrar en un paisaje industrial donde algunos directores van quedando condenados al ostracismo, otros se reciclan en lo catódico, otros buscan un nicho independiente y otros se atrincheran en territorios genéricos. Scorsese, no. Sigue filmando películas, una vez despejadas las incógnitas industriales, como la hizo siempre que, diría desde Taxi Driver (1975), empezó a disponer de medios económicos de enjundia. Vaya todo eso por delante, pues no es un asunto baladí.

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Ya entrando al trapo de esta Los asesinos de la luna, y -si se me permite- haciéndolo en clave estrictamente scorsesiana, me da la impresión de que, a pesar del atavío clásico, de aparatoso drama sureño, que le imprime el guion de Eric Roth a este relato de lo particular sobre lo general (el genocidio sobre la población india en territorio estadounidense), Scorsese traduce su aparato intimista en otro aspecto que siempre le ha interesado más, el documentalista, resultando de ello un poderoso artefacto narrativo híbrido que bascula, sin apenas resentirse de ello en ningún momento a lo largo de 210 minutos, entre la crónica socio-histórica de primer orden (esos ejercicios de infrahistoria del Scorsese de los «filmes gangsteriles», o de El lobo de Wall Street, o de la producción de Boardwalk Empire, pero también de diversos documentales, como el que dedicó a Bob Dylan o el que habla de los orígenes del blues) y la ópera negra densa y más desatada, la que ya tanteaba en sus primeras obras, empezó a traducir adaptando a Edith Warton, intensificó en algunos pasajes de Gangs of New York, de Infiltrados o de la siempre infavalorada El aviador, y se apodera de buena parte del trasfondo narrativo de El irlandés.

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En ese sentido, Ernest Burkhart, el personaje encarnado aquí por Leonardo Di Caprio, guarda algunas concomitancias con el que Robert De Niro interpretaba en el anterior fresco épico del cineasta, la citada El irlandés: ambos sin personajes que se aferran de puntillas al ambiente en el que quieren medrar, pero que carecen del talento maquiavélico que ostentan quienes en realidad manejan los hilos. Ambos -al fin y a la postre, como Henry Hill en Uno de los nuestros o Sam Rothstein en Casino– se erigen en protagonistas casi involuntarios de un entorno viciado, inhumano. Como personajes que en el fondo soportaban su resistencia en su falta de tiento, terminan sucumbiendo bajo la rueda de ese pacto fáustico al que se entregaron sin pensar, de rodillas, quizá por razones de mero determinismo social, o porque ya estaban cansados y no les quedaba otra. Scorsese oponía al protagonista de El irlandés una sucesión de personajes de un largo y complejo mosaico de ilegalidades; aquí el antagonismo es muy diferente, y se concentra en el personaje de William Hale, el tío del protagonista, un Robert De Niro extraordinario que acumula bajo su piel y maneras la sangre de la inmundicia que el relato pretende sacar a la luz. Amén de la interpretación de Robert De Niro, sencillamente impresionante, Hale es un personaje importante en el imaginario scorsesiano, pues acumula en sus pieles, en su despotismo, en su falsedad y en todo lo que oculta lo que, en la mayoría de obras del cineasta, queda impreso no en un personaje sino en un entorno: la maquinaria implacable del funcionamiento depredador de la sociedad.

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También a diferencia de El irlandés, Scorsese depara al protagonista otra clase de antagonismo, sutil pero febril, en el personaje de Mollie (Lily Gladstone), su esposa india, a la que ama sin saber sustraerse de la consigna sobre el enemigo íntimo insuflada por su tío. En ese sentido, quizá donde a mayor altura brilla Los asesinos de la luna, más allá de su formidable recreación de época, más allá de sus fogonazos de thriller despiadado, más allá de su contundente repliegue luctuoso en el último tramo del metraje, es en el trabajo escenográfico a partir del careo de esos diversos puntos de vista, que Scorsese armoniza de un modo tan despampanante que el filme merecería un estudio escena a escena: la mirada de la víctima, Mollie; la de la víctima propiciatoria, Ernest; y una externa, de narrador omnisciente, que nos invita a ir desentrañando, lento pero seguro, el mefítico tablero de juego que el capitoste de la comunidad Hale despliega para esquilmar, desvalijar y, en fin, aniquilar la comunidad Osage en ese pueblo de Oklahoma devenido en una antesala de este, uno de tantos infiernos sobre el que se construyó la nación de las barras y las estrellas.

MUERDE LA BALA

 

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En su tercer, último y (al igual que los otros dos) memorable western, Richard Brooks se llenó de razones para ubicar el género en el momento histórico y en el estado de ánimo en el que se hallaban los EEUU. Muerde la bala participa, en ese sentido, de algunos estilemas y (muchos más) conceptos y elucubraciones del revisionismo que  ya llevaba años imponiéndose en el género, si bien, por su naturaleza, así como la formación y definición como cineasta clásico de Brooks, en el filme nos hallamos más cerca de las últimas obras de Henry Hathaway en el género o de El hombre del Oeste de Anthony Mann (éste asimilable a su generación, la de la violencia) que a las sombras del crepúsculo que perfilaron, por poner algún ejemplo, Arthur Penn, Sam Peckinpah o Robert Altman.

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La película despliega un relato que es más bien una crónica y que conjuga lo espectacular con un rebato naturalista. Nos habla de una competición consistente en un tour a caballo a lo largo de 700 millas, competición a la búsqueda del mejor jinete y/o el mejor caballo, que merecerá una recompensa-precio. Brooks (responsable absoluto del filme: productor, gruionista y director) nos propone afinar la mirada (mecanismo de identificación) a la de uno de los jinetes, el cuidador de caballos al que da vida Gene Hackman, a través de cuyo punto de vista, lúcido, hastiado y a contracorriente, se propone al espectador asistir al gran pero grotesco espectáculo de esa larga cabalgata por las llanuras de un oeste cada vez más desconfigurado, sólo sostenido en lo telúrico (y en eso el filme nos entrega planos de enorme belleza plástica), pero cuya simiente mitológica el ferrocarril vigilante y el espectáculo-concurso han convertido ya en un simulacro. La estructura del relato, episódica como las diversas jornadas de esa carrera reglada, descascaran las motivaciones de los personajes en liza, removiendo cualquier atisbo del viejo idealismo (que el protagonista ha convertido en mera supervivencia y réplica airada) para instalar el pragmatismo, la temeridad o, por supuesto, la anécdota espúrea.

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Visionando Muerde la bala, uno se queda con las ganas de abandonar la película antes de su último acto. No por otra cosa que por imaginar que la ruta a caballo de esos cowboys por ese territorio liminar que alguna vez fue el mito del oeste no termina jamás, y que esos jinetes -estereotipos cansados, replicados, incluso retorcidos- permanecen para siempre en el limbo de lo que fue de su imaginario del mismo modo que nos sucede a los espectadores amantes del género. Sólo por esa noción, que atraviesa cada puñetero plano de la película, el filme merece figurar en cualquier antología del género, enarbolando esa clase de bandera que Brooks supo desplegar a lo largo de su filmografía en infinidad de obras. La bandera en la que se funden los abanicos de la belleza, el rojo de la pasión, el gris de la constatación amarga y el azul de la tristeza. Colores sobre los cuales un urdidor de relatos de su categoría es capaz de impresionar un final emocionantísimo, en el que el viejo idealismo, se reflexiona, ahora ya sólo depende de lo ideológico.

GOLPE DE SUERTE

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Azares y trenes de juguete

Cambiando radicalmente de tercio respecto de su película precedente, la divertida aunque algo desaliñada Rifkin’s Festival, Woody Allen regresa con esta Golpe de suerte (Coup de Chance, su título original, pues es una producción francesa) a una arena creativa y a unos motivos que atraviesan su filmografía desde los tiempos (dorados) de Delitos y faltas (1989): hablo de la inclusión de una subtrama criminal en el retrato, entre dramático y de rosca irónica, de parejas y matrimonios en crisis. El filme que nos ocupa, amén de ser claramente el más chabroliano de toda su filmografía (¿tendrá en ello que ver el pabellón?), engarza de forma muy directa con la soberbia Match Point (2005): como allí, hay una crónica –por supuesto despiadada– de los usos y roles de la alta burguesía (allí londinense, aquí parisina). La gracia de la comparativa es que aquí se anula el elemento “dostoyevskiano”, referido a la culpa (¿y el castigo?) relacionados con la comisión de un acto deleznable –el quitar de en medio a una persona que “sobra”–, quedando un retrato en ese sentido mucho más despiadado, pues funde en su voz narrativa la psicopatía pura del personaje que comete esos actos atroces. En ambas obras, como en muchas otras, Allen insiere un tema importante en su imaginario, el de la importancia del azar, de esa suerte aludida en el título, en el devenir de esos personajes personajes puestos en liza, sus decisiones y las consecuencias de las mismas. Una resolución deliberadamente afinada al deus ex machina funciona como ironía negra o constatación última del (a poco que lo piensen, pavoroso) paisanaje que el cineasta quiere describir.

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Aunque en la Mostra de Venecia la película fue muy aplaudida por la crítica, no nos hallamos, ni de lejos, entre lo más trufado de su filmografía. Diría que Allen está, desde hace años, instalado en un nirvana creativo (paradójico, como lo es la neurosis alleniana, pues tiene que buscar financiación y cambiar de partners constantemente para levantar un proyecto: en esta ocasión ha tenido que rodar en francés, un idioma que no habla), y mantiene su lucidez intacta (no así su mordacidad, un poco a la baja). Sin embargo, hay dos elementos que, generalizando un poco el último tramo de su filmografía, le restan poderío expresivo a sus obras. Por un lado, esa repetición, a menudo, recapitulación o levísima variación de temas ya explorados. Por el otro, y lo que nos ocupa aquí, una cierta tendencia al esquematismo que, en ocasiones, es propia de los cineastas que continúan filmando a muy avanzada edad, cuando ya no están en las condiciones creativas más pletóricas, y que a menudo (ay) la crítica tiende a confundir con la depuración o pureza expresiva, en un acto de benevolencia analítica que bienvenido sea (Woody Allen no tiene que demostrar nada, su filmografía lo avala en lo más alto), pero que, seamos francos, carece de cierto rigor. No todos los cineastas que están en las últimas postrimerías de sus carreras filman Siete mujeres o La trama.

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En Golpe de suerte se aprecia una labor de puesta en escena más esmerada de la media habitual en las últimas obras del realizador, en buena medida fruto de un trabajo excepcional de Vittorio Storaro en la fotografía: el cineasta, que ya benefició, y mucho, los resultados de Wonder Wheel (2017) dibuja lo anímico a través de un trabajo cromático que se mueve entre lo cálido y lo frío, el amarillo y el azul, de forma tan plástica como gráfica en sus constataciones. Se aprecia, sin embargo, una evidente irregularidad en el desarrollo del relato. Allen mima, y mucho, la puesta en imágenes en la primera mitad del metraje, ya desde ese plano secuencia en steadycam que abre la película pasando por la labor en exteriores en la que filma el encuentro amoroso en ciernes entre la protagonista,  Fanny (Lou de Lâage), y el viejo compañero de escuela con el que se reencuentra, Alain (Niels Schneider), unos exteriores luminosos y una cámara suelta, que se mueve con los personajes y a menudo muestra espacios muy abiertos, en abierto contraste con la frialdad azul metálica de los planos en el interior de la vivienda de Fanny y el marido al que engaña. A mitad de metraje, la crónica de un adulterio, o si prefieren de un romance, se quiebra con un giro de guion que realmente impacta por la naturalidad con la que el cineasta sabe inserirlo en la trama. Y, sin embargo, a partir de ahí, en ese segundo acto del relato, los acontecimientos se suceden de forma más mecánica, a menudo confiando en exceso en la complicidad del espectador en detrimento de la congruencia dramática, y en una exposición y resolución que, aunque no carezca de capacidad expresiva (Allen es Allen, y con poco es capaz de sugestionar o interpelar al espectador, máxime a aquél que ya le conoce tanto su imaginario como sus estrategias), no resulta del todo convincente y, sin duda, hace lamentar que no existiera una mayor depuración en la escritura o, especialmente, una apuesta escenográfica más a tono con la contundencia del discurso.