HEAT

Heat 

Director: Michael Mann

Guión: Michael Mann.

Intérpretes: Robert De Niro, Al Pacino, Val Kilmer, Jon Voight, Tom Sizemore, Diane Venora, Amy Brenneman, Ashley Judd, Mykelti Williamson, Wes Studi, Ted Levine

Música: Eliott Goldenthal

Fotografía: Dante Ferretti   

  Montaje: Pasquale Buba, William Goldenberg,  

Dov Hoenig, Tom Rolf

EEUU. 1995. 173 minutos

 

Punto de inflexión

Qué duda cabe de que el tiempo quita y da razones, y pone a cada uno en su lugar. Me hace gracia recordar que en 1995, por el tiempo del estreno de Heat, hubo algunas reseñas que menospreciaron la película acusándola de ser algo así como una versión alargada de cualquier capítulo de Corrupción en Miami, la serie televisiva creada por Anthony Yerkovitz algunos de cuyos episodios el propio Michael Mann escribió y dirigió en los años ochenta del siglo pasado; cuando una década y tres películas después –The Insider/El Dilema, 1999; Ali, 2001; Collateral, 2004–estrenó con fabuloso éxito de crítica Corrupción en Miami, ésta sí revisión en formato largometraje de la célebre serie, Mann apuntaló un prestigio que muy pocos cineastas norteamericanos en activo atesoran, e incluso se le empezó a calificar como a un auteur en la clásica denominación cahierista (algo que se terminó de consolidar en su ulterior película, Enemigos Públicos/Public Enemies, 2009), algo aún más digno de consideración teniendo en cuenta el espacio genérico concreto en el que el cineasta ha labrado esa reputación. En cualquier caso, Heat –que a todo esto emerge, un poco a la manera de David Lynch y su Mulholland Drive, de otro proyecto televisivo, llamado L. A. Takedown, que Mann intentó levantar en 1989, y del que sólo se filmó el capítulo piloto– supone la sexta película del cineasta, guarda ciertos ecos temáticos con su segundo largo, Ladrón/Thief (1981), pero sobretodo puede y debe verse hoy como la obra que supone la ruptura estilística que dará por definir el devenir filmográfico de Mann, tanto en lo que son los aspectos formales (la determinada concepción del encuadre, la utilización del sonido y la música, el tan celebrado trabajo con la profundidad de campo) cuanto a lo referido a los temas y perfiles dramáticos que pueblan sus relatos.

 

El thriller según Mann

Lo primero que llama la atención de Heat a cualquier espectador es la aparatosidad del todo planteado y ejecutado en imágenes. Sin duda que a cualquier aficionado al cine policiaco y de acción le choca, visionando Heat, el hecho de que Mann se tome tan en serio, tan a pecho, la construcción de todos los elementos que intervienen en la escritura y realización cinematográfica. A algunos, acostumbrados a las fórmulas artesanales, a las maneras espídicas o al gusto por el artificio que lleva caracterizando al thriller desde hace tiempo, puede incluso llegar a agobiarles tanto esmero, tanta meticulosidad de planteamientos, precisamente porque revierte en una paradójica contención tonal, un algo implosivo que atraviesa de principio a fin la mirada que Mann focaliza en la(s) historia(s) que narra y sus protagonistas. Elementos de esta opulencia de planteamientos pueden ser, por ejemplo, la larguísima duración de la película, cerca de tres horas de metraje, mucho más allá del estándar. El espectacular reparto de la película, encabezado por esos dos mitos del último reducto del cine americano clásico que son Robert De Niro y Al Pacino (reunidos por primera vez tras El Padrino, Parte II, realizada veinte años antes, y careados por primera vez en el relato –pues en la película de Coppola interpretaban a un padre y su hijo, Vito y Michael Corleone, y aparecían en dos parcelas cronológicas diferenciadas, por mucho que el director les hiciera coincidir en un encuadre, en un plano en el que una sobreimpresión daba paso a un flashback–), y secundado por un elenco también reseñable, que incluye a Val Kilmer, Jon Voight, Tom Sizemore, Diane Venora, Amy Brenneman, Ashley Judd, Mykelti Williamson, Wes Studi, Ted Levine, Hank Azaria, Danny Trejo, Dennis Haysbert, William Fichtner, Natalie Portman y Tom Noonan. En correspondencia con lo anterior, el hecho de que la mayoría de esos secundarios tengan un rol importante en la trama, y la atención que Mann les presta trasciende en ocasiones el mero soporte a la figura de los actores principales y habilita un relato coral. El esmerado diseño de producción, el gusto por la descripción de diversos espacios escénicos (todo ello ligado con un deteminado concepto lumínico), y un llamativo tratamiento visual al marco superior en el que acaecen los acontecimientos –la ciudad de Los Angeles, a menudo de noche, vestida en infinidad de panorámicas de lo más estilizadas, reclamando su trascendencia narrativa, claro leit-motiv que hallará correspondencia en las ulteriores obras de Mann, especialmente en Collateral y en Miami Vice–. El gusto por la planificación, el montaje y el sonido como claves para las pocas pero soberbias secuencias de acción que tiene la película, tour de force visuales que quedan para las antologías (especialmente el atraco al banco en el desenlace del nudo de la película, avezado ensayo de lo que Mann explorará de forma más hiperbólica en Public Enemies).

 

         Mismos instintos y códigos

Como apunta Christian Aguilera en su reseña de la película publicada en el portal cinearchivo (1), “la idea matriz de la película es que tanto la policía —ejemplificada en la persona de Vincent Hannah (Al Pacino)— como los malhechores —tomando como referencia a Neil McCauley (Robert De Niro)— siguen los mismos instintos y códigos de conducta, pero la única diferencia radica en que los unos actúan fuera de la ley y los otros dentro”. Una razón, que en efecto sostiene el completo y complejo aparato dramático, y sobre la que reposa el discurso de un cineasta que, por ejemplo, en el cierre de Collateral nos hizo sentir compasión por el asesino despiadado encarnado por Tom Cruise. Es el levantamiento del velo del componente de la moralidad, como si de nada más que una superficie se tratara, al mostrar del mismo modo la debilidad y las necesidades dramáticas de los personajes que se hallan en el uno o el otro lado de ese espejo, en ocasiones incluso llegando a parecer poco más que espectros de un demiurgo cansado, personificado en esa marea de luces de la ciudad. Antes de alcanzar la abstracción (y casi el paroxismo) en Public Enemies, aquí recurre a diversos personajes del submundo delictual angelino que se erigen en enemigos de Neil y su banda de ladrones, y específicamente al insano personaje de Waingro (Kevin Gage), villano de una pieza (subrayado en cada una de sus apariciones, quizá hasta rizar el rizo innecesariamente en aquella secuencia en la que asesina a una prostituta por placer), que se pone al contraste con la visión mucho más matizada que se ofrece de los personajes encarnado por De Niro, Kilmer, Sizemore y Danny Trejo, una visión que hace hincapié en su profesionalidad y que se apuntala en el trazo de sus problemas sentimentales (Chris Shiherlis –Kilmer– y su esposa) o incluso existenciales (en el caso de Neil), ello sin entrar en lo maniqueo (pues no dejan de ser ladrones ni titubean en tirotearse con la policía por las calle de la ciudad y a plena luz del día, poniendo en peligro a centenares de civiles).

 

         Individualistas

Todo el trenzado policiaco (los robos o proyectos de robos, la subtrama referida al enfrentamiento con el hampón white collar Roger Van Zandt, las traiciones y las venganzas) cataliza lo dramático, se erige como pertinente plataforma para la exploración de los personajes, auténtica y única naturaleza de la película. En ese sentido, se nota que Mann, responsable único del guión, tiene perfectamente interiorizada la historia y dirige sus esfuerzos de forma en realidad unívoca hacia la descripción de esos perfiles psicológicos, haciendo hincapié en lo cotidiano, incluso en lo doméstico, a través del acontecer relacionado con las diversas mujeres con peso específico en la trama –esposas o novias de hasta cuatro personajes–, todas ellas que comparten similares carencias no tanto relacionadas con lo afectivo sino con la posibilidad de otro tipo de vida para su familia, una vida ajena al riesgo, aunque ello suponga también la mengua de emoción y lucro que sus maridos o novios necesitan, pues son incapaces de hacer otra cosa, o de concebir su existencia de otra forma, cuestión que que entronca con una definición de caracteres que reposa en la tradición, tan americana, del individualismo (la minitrama, hilvanada en apenas cuatro secuencias, referida al ex-convicto de la prisión Folsom que trabaja de pinche en un restaurante y al que Neil de forma improvisada recluta para realizar el golpe en el banco es una ilustración gráfica de idéntico conflicto explotado con mayor espesor dramático en los casos de Vincent, Chris, Neil y sus respectivas parejas, las dos primeras que naufragan, la tercera que ni siquiera llega a materializarse: en todos los casos existe un fuerte sentimiento de amor y respeto, pero que no revierte en sacrificio alguno por parte de ellos que pueda dar lugar a ese ansiado, finalmente imposible, equilibrio). Tomando en consideración la prioridad que Mann concede a ese retrato de personajes de trasfondo trágico, no es de extrañar que, a pesar de la proverbial capacidad del cineasta para generar tensión, llegue a sacrificar crescendos propios del thriller para atender al otro trenzado, el del relato de los sinos individuales (y la constante oposición, revelando más semejanzas que divergencias, entre Vincent y Neil), lo que se ilustra básicamente en el largo desenlace de la película (tres cuartos de hora en los que se exponen los preparativos para la precipitada marcha de Neil y los esfuerzos de la policía por localizarle –al igual que a su compañero Chris– en ese corto lapso de tiempo), cuya construcción desde el prisma del vértigo, de la persecución o la escapada a contrareloj se entrecorta tanto en las secuencias en las que Neil se enfrenta con su novia cuando ésta llega a saber a qué se dedica como en aquéllas relacionadas con el intento de suicidio de la hijasta de Vincent y la última secuencia que Pacino comparte con Diane Verona, en la sala de espera del hospital.

 

         Frágil equilibrio

Así establecidos los términos, las reglas narrativas que Mann esgrime llaman la atención por su capacidad para conseguir que todos los elementos se hallen permanentemente basculando entre dos polos opuestos, en un equilibrio cada vez más frágil. Ese enunciado conflicto entre las pulsiones de los hombres y las mujeres encuentra su correspondencia en la articulación y estructuración del relato desde la constante alternancia (y oposición) entre las secuencias de acción o investigación criminal (la trama policiaca), que transcurre en las calles, y los pasajes de intimidad, que transcurren en los apartamentos de los personajes, la cámara a menudo prestando atención a las vistas que esos pisos tienen a la inmensidad de la noche angelina tachonada de luces o al mar, perspectivas que a la vez ilustran otra oposición, entre el laberinto que encapsula a los personajes y una más bien lejana posibilidad de escape. La aparatosidad y estruendo de las pocas escenas de acción también contrasta fuertemente con la sutileza y el tono recogido en las secuencias de careo dramático entre hombres y mujeres, en las que Mann a menudo nos sugestiona con detalles espléndidos (pienso por ejemplo en la secuencia en la que Neil, tras pasar la primera noche junto con Eady –Amy Brenneman–, deja un vaso de agua en la mesilla de noche y la contempla dormir antes de marcharse). Esa oposición que tensa todos los mimbres del relato tiene su punto álgido en la narración del antagonismo entre los personajes protagonistas, y en el modo en que Al Pacino y Robert De Niro dan cauce con sus interpretaciones a esa pretensión narrativa. El primero es un auténtico nervio, un tipo hablador y enérgico. El segundo es todo lo contrario, reservado, silencioso, calculador, frío. Pero comparten una inteligencia superior, y aunque juegan al gato y al ratón durante todo el metraje, son, en definitiva, y como apuntaba Christian Aguilera, dos caras de una misma moneda. Es por ello que la secuencia central, la del café que los dos personajes se toman en un bar, celebrado careo entre esos dos iconos del star-system de los años setenta (y del género), contiene además la clave, el encuentro, como fuera de la historia, como posibilidad de disolución de las razones que les enfrentan (explicación a la luz de la cual se puede interpretar el completo diálogo entre ambos, sus afinidades y dudas compartidas, esa clase de intimidad que rápidamente emerge entre ellos, y que, inevitablemente, termina ensuciándose con una amenaza).  Todo ello que se corresponderá, desaguará, en el final de la película, ya recuperadas las reglas del policiaco convencional (el policía vence al ladrón), pero incorporando en ellas, a través de ese plano final –en el que el policía le da la mano al ladrón y le acompaña en su último suspiro–, el sentido romántico, suerte de redención imposible, con el que Mann apuntala la tragedia de esos hombres hijos de la acción, el cólera, la ciudad y la noche.

(1) Enlace directo a la crítica  http://www.cinearchivo.com/site/Fichas/Ficha/FichaFilm.asp?IdPelicula=781&IdPerson=15996

y al estudio sobre Michael Mann http://www.cinearchivo.com/site/Fichas/Ficha/FichaPerson.asp?IdPerson=15996

 

http://www.imdb.com/title/tt0113277/

http://rogerebert.suntimes.com/apps/pbcs.dll/article?AID=/19951215/REVIEWS/512150302/1023

http://www.sfgate.com/cgi-bin/article.cgi?f=/c/a/1995/12/15/DD15191.DTL

http://www.washingtonpost.com/wp-srv/style/longterm/movies/videos/heatrhinson_c03d9c.htm

http://www.dvdtalk.com/reviews/14526/heat-two-disc-special-edition/

http://www.dvdbeaver.com/film/DVDCompare8/heat.htm

http://www.filmcritic.com/reviews/1995/heat/

http://www.lucidscreening.com/2006/04/heat.html

Todas las imágenes pertenecen a sus autores

SECRETO TRAS LA PUERTA

Secret Beyond the Door

Director: Fritz Lang

Guión: Silvia Richards, según una historia de Rufus King.

Intérpretes: Joan Bennett, Michael Redgrave, Anne Revere, Barbara O’Neil, Natalie Schafer, Paul Cavanagh, Anabel Shaw

Música: Miklos Rozsa

Fotografía: Stanley Cortez

Montaje: Arthur Hilton

EEUU. 1948. 96 minutos

 

La tetrología noir

De las cuatro obras de Fritz Lang filmadas durante los años cuarenta afiliadas al noir (La mujer del cuadro, 1944; Perversidad,  1945; Secreto tras la puerta, 1948; House by the River, 1950), debo decir que la que aquí nos ocupa se me antoja probablemente como la peor de ellas, por razones estrictamente relacionadas con el guión urdido por Silvia Richards (quien, según algunas biografías del cineasta, mantuvo una relación sentimental con él, y con quien repitió en labores de libretista en Encubridora, 1952), un guión que, con los a veces anticlimáticos monólogos de la protagonista, da al traste con buena parte del potencial gótico del relato, pudiendo decir que se aleja de esa brillante parcela narrativa que la podía emparentar con Rebecca (1940) de Alfred Hitchcock para acercarse a los peores remedos argumentales de Recuerda (1945), otro Hitchcock: hablo, claro, de esas intenciones de puerilizar de la forma más gráfica los postulados psicoanalíticos por aquellos años en boga, rozando mucho más lo rocambolesco que el sustrato freudiano que se supone seguir –y que incluso llega a citarse–. Ello no significa que Secret beyond the door no sea una obra en muchos aspectos admirable, construida con enorme talento en la disposición de los elementos cinematográficos e incluso que contenga valiosas aportaciones a los elementos configuradores de esa mirada que Lang imprimió al género negro (mal llamado así, pues la incidencia tiene más que ver con la definición de pulsiones psicológicas que con implementaciones meramente formales). Sin embargo, las ciertas incongruencias –esa falso desenlace fatal, subrayado con el traspaso de la voz en off, por ejemplo, y que después se desmiente de forma más que forzada– y redundancias argumentales quizá le nieguen a esta película la condición de incontestables obras maestras que los otros títulos de la tetralogía ostentan.

 

La verdad oculta

El filme da inicio de una forma muy sugestiva. Un lento desplazamiento de cámara recorre una superficie acuática, y aparecen en el encuadre figuras de flores mientras una voz over, que pertenece a la protagonista, Celia (Joan Bennett), habla de la interpretación de los sueños, de los viajes en barco como símbolo del inicio de un acontecimiento inesperado y de los narcisos como imagen de algo indeseado en la perspectiva. Una buena forma de introducir, más que el sustrato freudiano,  el tema de la verdad oculta que anida en el título y que definirá los periplos personales que el relato desgrana. De la rápida transición a la imagen de una iglesia, para mostrar como Celia contrae matrimonio con un hombre del que al principio sólo conocemos el nombre, Mark (pues la cámara se acerca a él de espaldas, y corta antes de que se dé la vuelta), pasamos a diversas cortas secuencias en flash-back que ubican la trama: Celia, una joven soltera y adinerada, siente la necesidad de dar un rumbo a su vida tras la pérdida de su hermano mayor, quien había sido como un padre para él; a pesar de contar con un pretendiente al que estima y respeta, Rick Barrett, se va de vacaciones a Méjico con su amiga Edith Potter, y conoce a Mark Lamphere (Michael Redgrave), un arquitecto mayor que ella, de quien queda rápidamente prendado; su amor se concreta muy deprisa, y de inmediato se casan. Interesa comentar, al respecto, el modo en qué acaece ese flechazo amoroso, mediante una mirada que un desconocido, Mark, cruza con ella justo en el instante en que Celia se halla contemplando de forma extática la lucha cuerpo a cuerpo y a cuchillo que dos hombres protagonizan en la calle por el amor de una mujer. La película, con apuntes de consideración de guión y a través de los subrayados visuales de Lang, nos está introduciendo en un retrato fascinado, visceral y bien poco convencional, de los pulsos instintivos de la mujer protagonista; una labor descriptiva que, más adelante, se verá desmerecida en parte por el dibujo demasiado plano del devenir ulterior –y sobretodo los sentimientos expuestos en voz alta– de Celia.

 

Esa turbia ensoñación

 Termina el flash-back, regresamos a la iglesia, donde la cámara inmóvil –según la mirada subjetiva de ella– recibe al personaje antes anónimo, ahora en la piel de Michael Redgrave: esa estrategia narrativa, que afecta tanto a la estructura como a la puesta en escena, es una forma bien llamativa, de prefigurar las sombras de sospecha que después aflorarán. En efecto, acto seguido, apenas iniciado el matrimonio, durante su luna de miel en un villorrio mejicano, Celia descubre que Mark guarda diversos secretos, e incluso una cara oculta, pues sufre súbitos cambios de humor y actúa de forma extraña. Esa sensación se agravará cuando Celia se traslade a vivir a la mansión Blaze Creek, en Lavender Falls, residencia de toda la vida de los Lamphere, donde convivirá con otros personajes,  Carrie Lamphere, hermana de Mark, David, un hijo de Mark de un anterior matrimonio, y Miss Robey, la asistenta del chico. A partir de aquí, y en el alambicado de secretos, estigmas y traumas familiares que afectan de un modo u otro a todos los habitantes de la casa  –donde aparece la sombra de otras historias poco antes contadas: Sospecha (otra vez Hitchcock, 1941) y Luz que agoniza (George Cukor, 1944)–, se cimienta esa vis gótica que el argumento anuncia, que el guión depura mal y al que Lang consagra sus virtuosos motivos de narración atmosférica y visual. Se aprovechan las mejores ideas del libreto, como puede ser la colección de habitaciones diseñadas por Mark para reproducir diversos escenarios históricos de crímenes pasionales (traslación al espacio físico y real de los instintos psicopáticos del personaje; y en concreto la séptima puerta, esa que siempre debe permanecer cerrada –y obviamente Celia abrirá–, literalidad de un título que sin embargo admite otros secretos y otras puertas), y en cambio se exponen de forma sumaria, diríase que casi fragmentada, los datos y conflictos que enrevesan el drama psicológico por acumulación de demasiados personajes. Lang prefiere, lo aclaran las imágenes, dejarse llevar por las ambigüedades en el comportamiento de Mark, y, a partir de ahí, hacer transitar el film hacia el territorio de un suspense por momentos desasosegante en el que no falta un ápice de turbia ensoñación. A todo ello coadyuva el esmerado diseño de producción, los opulentos, a veces recargados ambientes de la mansión (con mención especial en el decorado y algunos objetos de las habitaciones-fetiche); coadyuva el crescendo angustioso de la partitura de Miklos Rozsa; y, por supuesto, la labor lumínica en B/N de Stanley Cortez (en cuyo currículo hallamos obras como El cuarto mandamiento, de Orson Welles, 1942, o La noche del cazador, de Charles Laughton, 1955), brillante ejecutor –en estudiados encuadres de los pasillos de la casa, el partido que le saca a sombras y contrastes– de los juegos de inspiración marcadamente expresionista que el cineasta nos regala en los instantes climáticos de la obra, antes de que la forzada solución argumental nos devuelva al tedio de la explicación formularia. Porque no se trata de que las teorías que la película pone en la picota argumental estén obsoletas, sino del hecho de que fuerzan el devenir de los personajes hasta solventar de forma poco convincente sus conflictos. En lugar de ese compás convencional, y por el camino, Lang ha seguido alimentando los motivos que afloraron en sus antes citadas obras noir del periodo, temas que trascienden las razones sociológicas que el género había abonado en su definición en los años treinta y se trasladan a las sombras de lo psicológico despojado de otros condicionantes, sin duda un espacio más abstracto, ambiguo, complejo y fascinante.

http://www.imdb.com/title/tt0040766/

http://ftvdb.bfi.org.uk/sift/title/341921/

http://dipticos.blogspot.com/2007/12/secreto-tras-la-puerta-y-perros-de-paja.html

http://mikegrost.com/lang.htm

http://www.dvdbeaver.com/film/DVDReviews21/secret_beyond_the_door_dvd_review.htm

http://www.afilmcanon.com/journal/2008/9/18/lang-secret-beyond-the-door-1948.html

http://filmsnoir.net/film_noir/secret-beyond-the-door-1948.html

http://www.abandomoviez.net/db/pelicula.php?film=6399

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LA CHICA DEL TREN

La fille du RER

Director: André Téchiné

Guión: André Téchiné, Odile Barski y Jean-Marie Besset,

según una obra del primero.

Intérpretes: Émilie Dequenne, Michel Blanc, Catherine Deneuve, Mathieu Demy, Ronit Elkabetz, Nicolas Duvauchelle, Jérémie Quaegebeur

Música: Philippe Sarde

Fotografía: Julien Hirsch   

  Montaje: Martine Giordano

Francia. 2008. 101 minutos

 

Relaciones humanas

André Téchiné siempre ha mostrado en sus obras mucho interés por las relaciones humanas, puestas a examen –no a crítica– con meticulosidad erigida en imágenes que siempre trascienden lo que acompañan las palabras, con un estilo a la vez nada estridente, y que prioriza la confrontación psicológica sutil a la explosión sentimental o la distancia irónica. Recorre, creo, el camino más largo en el abordaje de las circunstancias que atañen a sus personajes, su entorno, sus decisiones o la carencia de las mismas. La fille du RER –obra que parte de un suceso acaecido hará unos años en París, y que tuvo mucha resonancia mediática, incluso extramuros de Francia: una chica fingió haber sido agredida por un grupo de jóvenes antisemitas, lo que caldeó discursos políticos hasta que la joven confesó que se lo había inventado todo– es una prueba más, tanto más contundente por los condicionantes de ese material de partida, de la personalidad insobornable del realizador de Los juncos salvajes, quien asume todo ese sustrato de alto voltaje periodístico y lo implementa en un relato que desprecia las fachadas y prioriza de un modo absoluto el retrato vivo y complejo de los personajes (no sólo Jeanne, la chica protagonista), construido con tanta convicción como alergia a la cuadrícula o las exégesis forzadas. Como decía, el camino más largo, que aquí deja más margen a lo intuitivo precisamente aprovechándose del hecho que la superficie de lo narrado es bien conocida por el público, de tal modo que se le puede exigir más a ese público, más que la anécdota o el docudrama, más que la cortedad de miras implícita en el sensacionalismo o el abonamiento de una sola tesis. Quizá porque –y ahí radica lo que fascina a Téchiné–, la vida de las personas, y de ellas la historia que los mass-media y resto de poderes van construyendo, distan mucho de poder ser reducidas a una sola verdad.

 

         Jeanne, Louise, Franck, Samuel y su familia

De un modo coherente con lo anterior, Téchiné abomina los juicios morales, lo que explica el absoluto mimo con el que su cámara retrata al personaje de la protagonista, Jeanne (una matizada Émilie Dequenne, joven actriz belga conocida por el público desde que debutara siendo adolescente y lograra el premio interpretativo en Cannes con Rosetta, de los hermanos Dardenne, en 1999), ya desde los primeros compases en los que captura su belleza en luminosos planos cerrados de su rostro o mostrando su silueta avanzando por el paisaje suburbial de París con sus patines –con el subrayado de la música que ella misma escucha en su iPad–, para después, en los pasajes centrales, cimentar el retrato de su fragilidad (especialmente en las secuencias compartidas con su novio), acumulando una poderosa carga de emotividad que desagua en el respeto que esa misma cámara, siempre cercana, revela por ella y sus sentimientos cuando las acontecimientos se precipitan cerca del desenlace (en su contra, pues debe responder por su mentira). La película se estructura en dos bloques rotulados como “circunstancias”, primero, y “consecuencias”, después, lo que sin duda revela las intenciones analíticas del realizador. Esas circunstancias y esas consecuencias, empero, aunque giren en torno de la decisión de Jeanne de mentirle a todo el mundo al respecto de lna agresión, no se perfilan de un modo cerrado a partir de su contexto vital, sino que la mirada de Téchiné, sin dejar de ser particular, se abre a más personajes, conformados por dos bloques que en parte van a converger en el desenlace, uno el que Jeanne conforma con Louise, su madre (Catherine Deneuve, actriz-fetiche de Téchiné y que se suma a la nómina de magníficas interpretaciones de la película) y Franck, su novio, y el otro, que merece una trama paralela, la familia del abogado judío Samuel Bleistein, antiguo amigo de la madre de Jeanne, personaje magníficamente escrito –y encarnado de un modo no menos convincente por Michel Blanc– merced del cual se alambica el difícil y muy logrado equilibrio que la película refiere entre los motivos psicológicos y el caldo sociológico.

 

         Sentimientos puestos en perspectiva

Si digo que Téchiné no busca, ni por tanto ofrece, recetas fáciles, es porque lo que más le interesa es escrutar el modo en que sus personajes, todos ellos, interactúan ante el espectador y dejan patente su condición falible, que nada tiene que ver con su solvencia o carestía moral. Los personajes a los que nos acercamos (y nos acercamos mucho a ellos) pueden sentirse heridos en sus sentimientos, azotados por fantasmas del pasado, enamorarse perdidamente, estar desorientados, superados por las circunstancias o incluso actuar de forma neurótica, pero ello no les convierte en mejores ni peores, sino en seres de carne y hueso y alma. Por eso, en correspondencia con el hecho de que indudablemente La chica del tren es una película de personajes más que de trama (algo que ya se infería de todo lo apuntado), el filme funda su interés, su generoso caudal de atracción cinematográfica, en la puesta en escena y la economía expresiva de Téchiné, un realizador de sobrado talento para sugestionar al espectador, algo patente en diversas secuencias que, climáticas o no, nos ofrecen una excelente perspectiva de sentimientos; secuencias, cito sólo algunas, como la que refiere los primeros escarceos sexuales entre Jeanne y Franck por internet y vía webcam; el plano en el que Samuel, tras despedir a la joven que ha ido a suplicarle trabajo, sale al balcón y la observa marchar; aquélla otra en la que Louise no se atreve a acercarse a Samuel ello y a pesar de haber acudido a la cita; o el hermoso instante en el que Jeanne, escondida en la cabaña del nieto de Samuel, le confiesa al jovencito la verdad.

 

         La Historia en cada individuo

Así, si es que existe una tesis en la que derive el relato que Téchiné nos propone en la película, allende la censura de los booms mediáticos siempre interesados, es que la Historia se construye desde dos parcelas que cohabitan pero a menudo no corren en paralelo. Una, la que nos narran los manuales y los periódicos, la abstracción en el análisis de la política y el juicio sobre el funcionamiento de la sociedad. Otro, el comportamiento y la interacción humana, cuyas propias normas y complejos tejidos nunca serán susceptibles de ser encapsulados en una reseña periodística, ni probablemente merecen una atención general precisamente por su naturaleza particular. Lo segundo se impone netamente a lo primero en  La chica del tren, en el bienentendido de que si en realidad existe una Historia, es la que construyen las pequeñas historias, las personas con sus actos, expresiones de fortaleza o miseria, valor o dolor, como resultas de esa vida que todos llevamos a cuestas y que tiene infinitos meandros. Por eso prefiero ver películas (al menos películas como ésta) que leer periódicos. Es más difícil probablemente llegar a cuadrar una idea del funcionamiento del mundo. Es el camino más largo. Pero merece la pena recorrerlo, ni que sea para fomentar un espíritu crítico constructivo. Y si no alcanzamos una solución a la Historia, nos quedaremos con la resolución de las pequeñas historias. Aquí, ni un plano o comentario a las airadas reacciones mediáticas al oprobio de haber public(it)ado una mentira; unos cuantos a las catarsis personales que han tenido lugar –la despedida entre Samuel y Louise en la estación de tren, la postal que Jeanne lee del nieto de Samuel–, y uno, el último, que nos habla de redención: de nuevo Jeanne avanzando sobre sus patines, de nuevo luz, de nuevo belleza, de nuevo música. Y sus pasos avanzando en otra dirección, que es la posibilidad de, después de todo lo sufrido, buscar un nuevo camino.

http://www.imdb.com/title/tt1183672/

http://rogerebert.suntimes.com/apps/pbcs.dll/article?AID=/20100421/REVIEWS/100429989/1023

http://www.sfgate.com/cgi-bin/article.cgi?f=/c/a/2010/03/19/MVOE1CG30E.DTL

http://chicago.metromix.com/movies/movie_review/the-girl-on-the/1719241/content

http://desertentertainer.com/articles/2010/02/25/entertainment/movie_review/doc4b86a9b24bd99178376436.txt

http://www.slantmagazine.com/house/2010/06/a-movie-a-day-day-30-the-girl-on-the-train/

http://www.mulderville.net/index.php?p=11&ID=2295&IDfiche=2295&Contenu=2295

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LA LEY DE LA CALLE

Según fue publicado en el portal cinearchivo

http://www.cinearchivo.com/site/subPortalRecomendaciones.asp?idRubText=5193

Rumble Fish 

Director: Francis Ford Coppola

Guión: Francis Ford Coppola y S. E. Hinton, según la novela de la segunda

Intérpretes: Matt Dillon, Mickey Rourke, Diane Lane, Dennis Hopper, Diana Scarwid, Vincent Spano, Nicolas Cage, Chris Penn

Música: Stewart Copeland

  Fotografía: Stephen H. Burum   

  Montaje: Raymond Lamy   

  EEUU. 1983. 90 minutos

 Echa un vistazo a los peces.

Deberían estar en el río. 

No se pelearían si estuvieran en el río.

 Si tuvieran espacio para vivir.

 Alguien debería llevar los peces al río.”

El Chico de la Moto

 

Una ciudad perdida en el alma de América, lejos del mar. El tiempo corre inmisericorde, demasiado deprisa. Nos lo dicen los relojes que están por todas partes, las nubes apresuradas, las sombras cambiantes. Dos hermanos avanzan por escenarios de una urbe diríase que en descomposición, retales de una imaginería soñada por el Cine de otros tiempos, rasgos de una fantasmagoría extraña y armónicamente acompasada con los pulsos de esos dos hermanos, El Chico de la Moto y Rusty James. El primero, que marchó dejando tras de sí la estela de una leyenda, y que ha vuelto cargando el peso de un quieto desencanto. El menor, Rusty James, ávido por proyectar en su existencia el reflejo de esa leyenda, la de su hermano, por la que se siente fascinado. Dos hermanos que tuvieron que soportar un traumático proceso de descomposición familiar, la madre evadida muchos años atrás, y el padre convertido en un alcohólico. Que quizá por ello llevan el estandarte de la rebeldía, el mayor sin quererlo, el menor idolatrándolo sin saber aún para qué sirve. Dos hermanos reunidos y a la vez devorados en la quebradiza distancia que separa ese pasado aún escenificado en cada recodo del camino, en cada luz del paisaje, y un futuro cada vez más imperioso.

 

S.E. Hinton

En la prosa poética que rubrica en imágenes Francis Ford Coppola (que en su día definió la película como “art film for teenagers”/“cine de arte y ensayo para adolescentes”), las evocaciones son infinitas, así que caben todas esas definiciones y muchas otras. Que ni se escapan, ni contradicen ni mucho menos transgreden los términos de la novela homónima de Susan Eloise Hinton que la película adapta, sino que se van articulando para ilustrar la vis más lírica de las temáticas que la escritora aborda en su novela. Hinton, nacida en 1950 en Tulsa, Oklahoma (no por azar, pues, lugar de rodaje de la película), considerada por muchos una émula de J.D. Salinger, se centró en los inicios de su carrera bibliográfica en el mundo de la adolescencia, y en la trama de esta Rumble Fish, al igual que de un modo u otro en las de The Outsiders, Tex o That was then, this is now (todas ellas llevadas al cine a principios de la década de los ochenta) abordó cuestiones relacionadas la existencia marginal de los jóvenes, los moldes de la amistad, el estigma de las drogas y el alcohol, y, sobretodo, los traumas ocasionados por el entorno familiar y por el propio proceso de maduración emocional, en ambos casos como reflejo metafórico de una sociedad  en proceso de degradación moral. De hecho, el guión de La Ley de la Calle fue el único en el que S. E. Hinton se implicó, firmándolo codo con codo con Coppola; quizá tuviera en ello que ver que la escritora siempre consideró Rumble Fish la novela predilecta de entre las suyas.

 

Art film for teenagers

Las voces que se han alzado contra la película –minoritarias, pues Rumble Fish, amén de tener para muchos la consideración de cult-movie, suele figurar en las antologías como uno de los títulos punteros de los años ochenta del siglo pasado– arguyen que Coppola rubrica una obra de esteticismo más bien vacuo, y que los experimentos formales dan lugar a una aproximación demasiado pretenciosa a la temática de la problemática adolescente. Sin duda que las intenciones del realizador de Tetro, cuya filmografía se ha caracterizado básicamente por el afán de exploración de nuevas fórmulas narrativas/expresivas, y que se autoproclama un cineasta pretencioso (1), se encauzaron en la búsqueda de nuevos patrones formales para tratar en imágenes unos temas y conflictos que tanto en la literatura como en el cine ya habían sido tratados vastamente, y más concretamente que él mismo había ilustrado de forma bien diversa en el título precedente en su filmografía, Rebeldes/The Outsiders (1983), igualmente con material de partida de S.E. Hinton.

 

El inmenso caudal de fascinación

Instalados en este punto, no está de más explicar en qué bastante improvisadas condiciones surgió Rumble Fish. Parece ser que fue Matt Dillon, coprotagonista de Rebeldes, quien, cuando el rodaje de aquella película aún no había concluido, le comentó a Coppola que sería interesante realizar inmediatamente la adaptación de esta otra novela de Hinton, a lo que el cineasta accedió gustoso, a buen seguro que teniendo en mente los términos de oportunidad y optimización de los recursos de producción que tiempo atrás le había inculcado Roger Corman (con quien, recordemos, Coppola mantuvo una relación de pupilaje en sus inicios en la industria, colaborando en diversas facetas técnicas en películas de Corman hasta que el director de El Terror le brindó la oportunidad de realizar su opera prima, Dementia 13). Pero conociendo la idiosincrasia del director de Corazonada, es fácil entender que no iba a contentarse con efectuar una leve variación de lo concebido, filmado y montado en la previa Rebeldes, y asumió el reto de que esta segunda parte del díptico fuera, como muy bien define Esteve Riambau en su libro sobre el cineasta (2), “el perfecto complemento y al mismo tiempo la antítesis de Rebeldes. De tal modo que si en la cinta que relataba los avatares de Ponyboy Curtis Coppola había tomado como referencia tonal el melodrama de Nicholas Ray Rebelde sin Causa/Rebel without Cause (1955), y como marco expresivo los cánones del Hollywood de los tiempos del advenimiento del scope y el technicolor (incluyendo leit-motivs visuales y hasta narrativos que remiten directamente a Lo que el viento se llevó/Gone with the Wind, Victor Fleming, 1939), para esta Rumble Fish el director efectuó borrón expresivo radical y optó por implementar el relato mixturando ciertos experimentos vanguardistas (en la composición de los planos, la utilización del fuera de campo, los movimientos de cámara en las peleas, la utilización del sonido y de la música –particular sobre el que nos detendremos más adelante–) con ecos tonales extraídos claramente del expresionismo alemán (3), concibiendo arriesgadas opciones lumínicas en blanco y negro para conferirle al relato ese tono en el que la melancolía establece vasos comunicantes con lo onírico y lo fantasmagórico, lo que sin duda es la marca idiosincrática más sobresaliente del filme, de donde éste extrae su inmenso caudal de fascinación.

 

Abstracción

Las imágenes de Rumble Fish nos proponen un viaje muy peculiar a los motivos argumentales en liza, un viaje centrado mucho menos en los actos que en los sentimientos de los dos hermanos protagonistas. Y esa interpretación de los sentimientos se desliga, por lo demás, de explicaciones psicológicas (algo que se halla en la novela de Hinton, y que aquí no pasa de leve accesorio), deslizándose, del primer al último minuto de la función, a la abstracción. Una abstracción, una interpretación, que se acaba condensando en la sensación de irrealidad, de fantasmagoría, que se hace patente en el tiempo y en el espacio, y que absorbe en su espiral la propia definición de los personajes –lo que en el caso de El Chico de la Moto se cimienta en la expresividad parca, hasta sublimada, de Mickey Rourke, y en el caso de  Rusty James se ilustra mediante esas diversas secuencias oníricas, como aquélla en la que el chico, tras ser golpeado en un callejón, abandona su cuerpo y transita, flotando por los aires, por entre diversos espacios que componen su mundo y personajes que lo pueblan–. La utilización del sonido y de la música suponen, en ese sentido, un bastión fundamental en la articulación de ese tono alucinado que recorre todo el metraje. En una de esas decisiones reveladoras del más auténtico genio, Coppola decidió solicitarle a Stewart Copeland –que había sido el batería de The Police, banda que por aquel entonces acababa de disolverse– que se hiciera cargo de la banda sonora, y Copeland, que se estrenaba en esa faceta de compositor para el cine, entregó una partitura remarcable por su originalidad, confeccionada por ordenador, y basada en ritmos electrónicos, sonidos eclécticos y percusión; una banda sonora que a menudo parece jugar con una de las acepciones de la palabra rumble, traducible por ruido sordo, para ir punteando los acontecimientos con un raro pero siempre sugestivo énfasis; una labor, la de Copeland, no menos antológica que la propia película, cuyo aire hipnótico, de ensoñación, coadyuva con mucho a la condición vanguardista, arty, de la película.

 

Subjetividades

Aunque el daltonismo del personaje encarnado por Rourke le dé a Coppola la excusa para filmar la película en un a menudo contrastado blanco y negro, de ello no cabe deducir que la película pretenda utilizar como cauce escénico la visión subjetiva del personaje. Sí que es cierto –en correlación con lo anteriormente expuesto– que las imágenes están imbuidas de un profundo subjetivismo, pero si tomamos en consideración que es Rusty James el hilo del relato, y su perenne obsesión por lo que su hermano representa en ese mundo hecho a su propia medida, podemos cavilar que lo que Coppola lleva a cabo es una suerte de confusión entre esas dos subjetividades en realidad incompatibles, la exhalación vital descontrolada del menor frente a la destemplanza resignada del mayor. De esa constante oposición, apuntalada en todos los diálogos que los hermanos mantienen, espora lo que de espinoso y hasta febril del contenido y hasta sentido último de la historia: el proceso de acercamiento espiritual entre ambos, que culminará en el cierre. Una perspectiva no dual, sino entrecruzada, que como decía se sostiene en la abstracción, por mucho que deje un espacio (muy en segundo término) para la lectura sociológica: la rendición del arcano y romántico concepto de las tribus urbanas, devorado por la coda de las drogas.

 

Familia

En este filme que Coppola dedica a su hermano mayor, a su vez padre de Nicolas Cage (quien interpreta un papel secundario, el de Larry, amigo de Rusty James), el tema de la familia, tan presente en la filmografía del director de El Padrino, tiene un papel central. Por todo lo expuesto sobre la relación entre los dos hermanos, por supuesto, pero también en lo que concierne a sus progenitores. El padre, alcoholizado. La madre, ausente. De hecho, el desarraigo de que participan El Chico de la Moto y Rusty James procede en buena medida de su falta de referentes. Los padres que han abdicado de su condición, por así decirlo, revelan su trascendencia en tres secuencias concretas. Las dos, una al principio, la otra previa al desenlace, en las que los hermanos comparten una conversación con su padre (Dennis Hopper (4)) y en las que los tres mantienen una relación de igual a igual, donde quizá espora la sintonía entre las visiones pesimistas del mundo que el padre comparte con el primogénito, y que a Rusty James se le escapan (en ambas escenas, y especialmente en la segunda, Coppola nos ofrece unos estudiados encuadres que encierran a padre e hijos en el mismo plano, con disposiciones que van variando). Y la tercera, en el pasaje central, protagonizada por la madre ausente: El Chico de la Moto le cuenta a su hermano que la encontró en California y le suministra datos sobre su situación actual, datos que Rusty James recibe con amargor, pues da la neta sensación de que la madre que les abandonó había sido un tema tabú desde mucho tiempo atrás, y afrontar ese pasado resulta doloroso. En cualquier caso, esa ausencia, esa carencia afectiva, revierte en una esfera tonal del filme, la nostálgica, ilustrada en diversos pasajes (por citar uno de ellos, la secuencia en la que Rusty James descubre en un libro una foto de cuando él y su hermano eran niños, y se oye un breve eco lejano de las voces de esos dos niños).

 

El Tiempo que huye

Otro tema esencial en el tapete narrativo se dirime a través de la presencia tan constante de los relojes en las imágenes de la película. Hablo por supuesto del paso del tiempo, del debate entre el ser y la existencia bajo el arbitrio del tiempo, ítem también bastante presente en la filmografía de Coppola, sobretodo en sus filmes de género (pensemos por ejemplo en las proposiciones fantásticas relacionadas con los viajes en el tiempo y una distorsión en el proceso natural de crecimiento humano en, respectivamente, Peggy Sue se casó/Peggy Sue got married (1986) y Jack (1996), o en el vasallaje a la inmortalidad del conde de Transilvania en Bram Stoker’s Drácula (1992), o en la pervivencia en la memoria como excusa para un cuento gótico en Dementia 13, por no hablar de la fiel hasta lo chocante adaptación del relato filosófico de Mircea Eliade Tiempo de un centenario que el realizador llevó a cabo en Youth without youth (2005), aún inédita en España). Si en Rebeldes podemos hablar de un observador externo que trata de capturar, mediante una estética con resonancias a un pretérito refulgente, el espacio idealizado y la belleza de la juventud en su definición pura, en Rumble Fish son los propios personajes quienes marcan la definición estética de ese determinado periodo de la vida acotado entre la infancia y la edad adulta, y las proposiciones dramáticas que incumben a los dos hermanos protagonistas convierten esa definición en algo terriblemente frágil (El Chico de la Moto, porque con veintiún años ya se siente terriblemente viejo, Rusty James, porque se aleja cada vez más de su entelequia sobre lo que debe ser la juventud vivida con plenitud). Es por ello que el tiempo huye constantemente, se escurre de las manos de Rusty James, y ya ni siquiera incumbe a El Chico de la Moto. Relacionado con todo ello está uno de los más célebres hallazgos formales de la película (que ha perdurado en la memoria cinéfila e influido en diversos realizadores llamados posmodernos, caso del Gus Van Sant de Elephant), los planos de las nubes moviéndose aceleradas y los que nos muestran las sombras cambiantes. Son secuencias recurrentes, tanto como los citados planos que muestran relojes, y por ello reclaman su trascendencia narrativa, la de vertebrar tanto lo inexorable del paso del tiempo cuanto lo ominoso del destino (ello equiparado con el desenlace dramático de la función), algo que El Chico de la Moto entiende desde su primera aparición, y contra lo que Rusty James se rebela constantemente, a menudo de forma patética. Uno de esos planos, que se repite tres veces, nos muestra las nubes huidizas  en el reflejo de la vidriera del bar de Benny; en una de esas secuencias, Rusty James dialoga con Larry enfrente de la vidriera, y el reflejo muestra que en efecto esas nubes siguen moviéndose aceleradas tras los personajes que departen: así queda patente que la poética de esa velocidad del tiempo afecta a los personajes directamente, el tiempo en el que viven corre tres o cuatro veces más rápido de lo normal (no por azar, precisamente en esa escena, el personaje encarnado por Matt Dillon es traicionado por el que era su amigo, Larry, que le roba la novia y encima le revela que será él y no Rusty James quien encabezará a la pandilla: el tiempo, pues, no sólo corre demasiado deprisa; corre en contra de los pulsos del protagonista).

 

Los peces del Siam

Tras una brevísima aparición en una transición al inicio de la película, cuando se cierne el desenlace adquieren toda la relevancia simbólica los peces del siam, esos peces luchadores del título, que tanto fascinan a El Chico de la Moto (al punto que podríamos decir que entrega su vida por ellos). El subrayado (casi cabría decir doble subrayado) de filmar los peces en color obliga al espectador a bucear entre las múltiples sugerencias metafóricas de esos peces que se enfrentan a su propio reflejo, la imagen de la adolescencia descarriada, una existencia enjaulada equiparable a la de los jóvenes protagonistas, el ansia por una libertad tan sublime como inasible… Lo que me resulta especialmente reseñable de esa solución argumental es la coherencia con la que se finiquita al personaje encarnado por Rourke: cuando El Chico de la Moto libera a los animales de la pet shop y acto seguido se dirige al río, es consciente de que va a morir, lo está buscando con tanto denuedo que uno no puede por menos que pensar que quizá el personaje ya está muerto, que es un fantasma aparecido a su hermano –en su primera aparición, justo a tiempo de salvarle la vida– para marcar su camino. (Y, siguiendo la misma coda interpretativa, que ese policía que la cámara siempre muestra en primer plano, su mirada escondida tras unas gafas de sol opacas, representa la sociedad que ha aplastado a El Chico de la Moto, básicamente porque es un individuo asocial –todo ello relacionado con el tema de la locura, a la que el filme presta atención en un par de secuencias–).

 

El Mar

Empero, todas esas percepciones son opinables. Lo es menos el maravilloso plano-secuencia que despide a El Chico de la Moto, un plano-secuencia que se erige en un pertinente sepelio para el personaje. La cámara desplazándose en lento retroceso desde su cuerpo sin vida, mostrando primero a anónimos que se arremolinan cerca del cadáver –la cámara, situada a ras de suelo, nos escatima sus rostros, pero podemos escuchar sus voces–, después a conocidos –el encuadre se abre para mostrar sus rostros–, después al padre del chico, para finalmente detenerse frente a un túnel en cuyo muro está inscrita la leyenda “El Chico de la Moto es el Rey”, y que, en una solución visual bellísima, nos muestra la sombra del chico motorizado marchándose, cual espíritu que abandona la tierra, y en lugar de ascender a los cielos, huye con su moto. Pero ese personaje también es Rusty James, que accede a los deseos de su hermano y viaja hasta el mar, y en esa solución argumental y visual muchos han interpretado que el menor suplanta a su hermano fallecido. Quizá sí, quizá no. Tampoco importa demasiado. Quizá su tan ansiada realización ha encontrado un asidero en ese legado, la petición que su hermano le hizo antes de morir. Ese mar –la figura de Matt Dillon recortada en sombra, junto a la de la moto, contra el oleaje– sin duda que tiene un fuerte componente liberador, un elemento de redención tanto para el personaje cuanto para el relato construido desde esos dos puntos de vista divergentes que quizá no tenían otra forma de confluir. Rusty James, mirando el mar, comprendiendo a su hermano, pensando que se reencontrará con él alguna vez, en algún lugar más allá del tiempo.

 

__________________________________________________________________________________________________________________________(1)     En la entrevista publicada en la revista Dirigido por, nº 391, julio-agosto 2009, realizada a propósito del estreno de Tetro, Coppola manifestaba que “pretencioso significa tratar de ir más allá de lo que ya sabes hacer; dejar de intentarlo […] es perder la oportunidad de ir creando lenguaje”.

(2)     “Francis Ford Coppola”, 1997, Cátedra, Signo e Imagen/Cineastas.

(3)     Al que por cierto el cineasta recurriría de nuevo una década más tarde, cuando realizó Bram Stoker’s Dracula.

(4)     Elección de casting en la que muchos vieron otra seña de intencionalidad cinéfila, pues Hopper es un ilustre representante de la pretérita generación de desarraigados, la de los hijos de la contracultura de los años sesenta, definida por Peter Biskind como “moteros tranquilos” en alusión al título referencial del propio Hopper, Easy Rider/Buscando mi destino.

http://www.imdb.es/title/tt0086216/

http://rogerebert.suntimes.com/apps/pbcs.dll/article?AID=/19830826/REVIEWS/50826002/1023

http://www.joblo.com/dvdclinic/dvd_review.php?id=951

http://randommovieclub.blogspot.com/2007/08/rumble-fish.html

http://www.dvdtalk.com/reviews/17624/rumble-fish-special-edition/

http://www.encadenados.org/n30/coppola_ley_calle.htm

http://www.godsoffilmmaking.com/html/rumble_fish.html

http://www.rottentomatoes.com/m/rumble_fish/

Todas las imágenes pertenecen a sus autores

PICKPOCKET

Según fue publicado en el portal cinearchivo

 http://www.cinearchivo.com/site/Fichas/Ficha/FichaFilm.asp?IdPelicula=1607

Pickpocket

Director: Robert Bresson

Guión: Robert Bresson

Intérpretes: Martin LaSalle, Marika Green, Jean Pélégri, Dolly Scal,

Pierre Leymarie, Kassagi

  Fotografía: Léonce-Henri Burel

Montaje: Raymond Lamy   

  Francia. 1959. 73 minutos

 

«Este no es un film policíaco. El autor quiere exprimir, a través de imágenes y sonidos, la pesadilla de un joven empujado por su debilidad  a la aventura del hurto, para la cual no estaba hecho. Sólo esta aventura, atravesando caminos desconocidos, reunirá dos almas que, sin ella, probablemente nunca se habrían conocido«. Bresson presenta sus credenciales en estos los rótulos iniciales de la película. A poco de pensarlo, la explicación nos anticipa, antes de que aparezca la primera imagen, la resolución del relato. Algo que no puede por menos que recordarnos el título de la obra precedente del cineasta, Un condenado a muerte se ha escapado/Un condamné à mort s’est échappé ou Le vent souffle où il veut (1956), que ya contenía el desenlace de la función, amén de una imagen bíblica –ese viento que sopla por donde quiere– conteniendo claves del discurso. Ese joven del que habla el enunciado de Pickpocket es Michel (Martin La Salle), un tipo solitario, que malvive rodeado de libros en un triste cubículo, y que, agobiado por su carencia de medios y objetivos, se cuestiona su rol social y la necesidad de obediencia a unas normas demasiado generales y abstractas –la conversación con el inspector improvisada en el bar, en los primeros compases de la película, y que después se irá enriqueciendo en el careo entre los dos personajes–. De esos cuestionamientos surge la “debilidad” del enunciado, su decisión de iniciarse en la técnica del carterismo, una forma de labrarse unos ingresos, sí, pero también un reto para el espíritu y la voluntad. Hay algo vertiginoso y atrayente en el acto de hurtar carteras, en esa clase de corta distancia y contacto. Pero si Michel “no estaba hecho” para esta “aventura” es porque, más allá de su fachada impertérrita y su pose intelectual asocial, el joven descubre que ciertos asideros son más valiosos que la coda de existencia que ha elegido, asideros sentimentales con otras personas que, a la postre, dan sentido a esas normas que rigen la convivencia: el propio inspector de policía, un buen amigo, y, por supuesto, su madre enferma (a quien traiciona en primer lugar, por lo que tras su pérdida heredará el sentido de culpa que le acompañará durante el resto del metraje) y, no por azar relacionada con la anterior,  Jeanne (Marika Green), la chica de la que Michel se enamora. Se produce un serio quebranto en el equilibrio de Michel cuando asume esa distorsión entre la realidad que ha escogido y otra que antes permanecía oculta a su conciencia y sentimientos. Hay un enfrentamiento interior, la sobrevenida aspiración a una virtud (amar y ser amado) que embrutece y lleva a términos negativos, de obsesión, esa destreza en la técnica del pick-pocketing. Ésa es la “aventura” de la que nos habla Bresson. Una aventura que nos recuerda poderosamente, en el tenor como en los requiebros psicológicos, a la vivida por Raskolnikov en Crimen y Castigo, la obra inmortal de Fiódor Dostoyevski. Un periplo de ribetes existencialistas, que Bresson hace derivar en un proceso de liberación del alma.

 

El estilo

 “Una película es, antes que nada, un estilo”, nos dice el realizador  De lo que colegimos, obviamente, que Bresson es un formalista. Pero su caso, tan singular y excelso, ejemplifica a la perfección la necesaria fusión de forma y fondo en un todo. Un fondo que no estriba en un argumento (cuyo desenlace se puede anticipar en el propio título de la película o en el rótulo inicial), sino en el sentido que adquieren para el espectador los acontecimientos narrados a la luz de esa forma, la disposición concreta de los elementos cinematográficos, que raíla esa historia de una forma muy concreta. En el caso de Bresson hablamos de un estilo muy rígido, que se mantiene imperturbable a lo largo de su filmografía desde su fijación en su tercera película Diario de un cura de campaña (Journal d´un curé de campagne, 1951), y que convierte su obra en un corpus tan coherente (hacia dentro) como hermético (hacia fuera). Empero, Bresson efectúa esa fusión entre lo escrito y su escenificación ya antes de ponerse tras la cámara. Pule una y otra vez la escritura del guión hasta que sólo queda lo esencial. Por eso las películas de Bresson son tan cortas y, al mismo tiempo, tan densas en información y vías alegóricas. Esa labor previa de poner en sintonía la puesta en escena del milimétrico guión hace de la planificación una de las principales claves del maravilloso cine de Bresson. Una planificación de lo austero, que se traducirá en una filmación minimalista, en la que lo más nimio, cada gesto, cada palabra, cada detalle, cobra formidable importancia. Cobra importancia incluso lo que queda fuera de campo, lo que el protagonista observa y al espectador se le escatima, o lo que se obtiene por la vía de la elipsis, forma de desnudar la narración a lo esencial. Y en Pickpocket hallamos el recurso de la voz en off,  que puede describir  algo que escapa de las imágenes o puede simplemente ilustrarlo, subrayarlo (voz over que intensifica aún más las semejanzas entre la película que nos ocupa y la previa Un condenado a muerte se ha escapado ello y a pesar de que, en la superficie, en la trama, no quepa establecer una relación entre los dos personajes protagonistas, sus actos y el sentido de los mismos). Por esa vía, que parte de la planificación y exprime todos los elementos cinematográficos, se explota el componente psicológico de un modo tan lacónico como en realidad complejo. 

 

¿Cinéma verité?

Algunos elementos cinematográficos emparentados con el documentalismo cobran especial fuerza en la película, como el hecho de rodar la película en exteriores reales –el Gare de Lyon– o de utilizar el sonido directo (en ese sentido, cabe destacar los meticulosos planos y secuencias que describen los robos o la forma en la que Michel aprende las técnicas del oficio, rodadas con la cámara estática, precisos insertos, ninguna estridencia; un abordaje visual que podemos carear por la vía de la oposición con la secuencia inicial de Manos Peligrosas/Pick up on South Street, (1941) de Samuel Fuller –ubicada en un vagón de metro, escenario también concurrente aquí, y en la que Richard Widmark extrae el monedero del bolso de Jean Peters–: Bresson y Fuller narran lo mismo con precisión y efectividad antitéticas, el primero en la descripción recogida, de visos objetivos, el segundo en la exuberancia y la preeminencia de lo subjetivo). Ello sin embargo, esos recursos que podemos relacionar con el cinéma verité no son inamovibles, pueden modificarse o suprimirse al ser encajados con el resto de componentes narrativos que esgrime Bresson (citemos por ejemplo, y en relación con esas secuencias que narran los hurtos, la celebrada secuencia que transcurre en una estación y el interior de un tren, secuencia en la que Bresson quiere exponer que Michel y sus comparsas han alcanzado el virtuosismo absoluto en su cometido, cosa que enfatiza mediante la supresión del sonido). Y en esta apuesta por la apariencia naturalista no podemos dejar de hablar de los actores, esos “modelos” –según definición propia del cineasta– instruídos en la expresividad más neutra, no tanto despojados de sentimientos como de manifestaciones de lo que podríamos llamar lo sensual.  Un elemento, el de la encarnación de personajes, que resulta en realidad cabal para las tesis Bresson, donde se saca réditos a la propia fisonomía del actor –amén de esa cierta sensación de impavidez, suelen ser actores delgados, el rostro de líneas finas–, y se aprecia la mirada monocorde con la que la cámara les captura –siempre la misma angulación, y la misma luz, tenue, sobre el rostro, en la creencia de que cambiar el ángulo o la iluminación supone modificar los rasgos de la persona, y Bresson no quiere habilitar tales matices–. 

 

Michel

Con todos esos elementos puestos en la picota cinematográfica –en una labor radical, ciertamente, porque desprecia las convenciones, y genial, porque, desde esos códigos tan diferenciados, logra sugestionar e implicar al espectador de una forma muy poderosa–, Bresson va tejiendo el relato de una obsesión, la del robo de carteras (que no se realiza tanto por razones de necesidad, de contexto social, sino desde un prisma de elección que cabe calificar de abstracto), que, como antes enunciábamos, deriva en el estado de angustia y atenazada soledad que rodea a Michel, al ladrón. Pero Bresson es Bresson, y si los enunciados cinematográficos de Pickpocket no se incardinan explícitamente en lo religioso, no por ello dejan de ser una contundente muestra del ascetismo del realizador, cualidad esencial que siembra la historia de las alegorías que interesan al cineasta y que con tanta contundencia imprime. Hablamos aquí de la lectura en clave de purificación y obtención de la virtud por la vía del amor redentor, la culminación argumental que supone una transferencia en el fuero interior de Michel: su obsesión carterista se ve sustituida, redimida, sanada, por su amor hacia Jeanne. Yo no interpreto la solución argumental del modo en que a menudo se cita, el hecho de que Michel “se deje capturar”; pienso que, a través de esa elipsis de dos años en los que el protagonista se ausenta de la ciudad y del relato –sobre los que la voz en off nos ilustra que viajó a Roma, a Milán y a Londres, que ganó mucho dinero pero que lo dilapidó “con las mujeres y el juego”–, se marca la diferencia entre sus primeros sentimientos de contracción (la última conversación con el policía y con Jeanne antes de la partida) y la asunción de la propia derrota de su elección vital: Michel ha perdido la astucia, y la mengua de las fuerzas para hacer bien su trabajo (el error que comete y por el que es capturado), que eran al mismo tiempo las causantes de su existencia recluida en sí mismo, revierten en otras fuerzas, las de amar y ser amado por Jeanne. Atendamos al hecho de que Michel, que como decíamos no regresa indemne de su estancia en el extranjero, tampoco hallará indemne a Jeanne, pues ha tenido un hijo con su amigo común, Jacques; sin embargo, cuando ella le confiesa que se separó de Jacques porque no le amaba, Michel por fin entiende que era a él a quien Jeanne esperaba.

 

Jeanne

En cualquier caso, a salvo de una u otra interpretación sobre esa captura y los elementos argumentales que prefiguran el desenlace, el sentido no se resiente. En Pickpocket, la clásica metáfora de la prisión impresa en Un condenado a muerte se ha escapado se traslada a parámetros inversos, y con ello se enturbian las exégesis relacionadas con lo religioso, y ganan complejidad, resultando más fáciles de interpretar en términos de introspección psicológica y existencial. Michel se halla cautivo de su obsesión, de su individualismo, y tras reencontrarse con Jeanne y ser capturado por la policía, el terminar en prisión supone un acto de liberación, un purgatorio que asume gustoso pues por fin ha hallado paz. Una paz, un equilibrio, que ha obtenido merced de sus sentimientos por Jeanne. Todo ello escenificado en el cierre de la película. Michel ve a su amada tras los barrotes y menciona en off que “una luz especial iluminó su rostro”. Jeanne le besa la mano apoyada en los barrotes, la mano que fue su arma, el instrumento con el que delinquía. Él le dice: “Cuánto tiempo me ha llevado llegar hasta ti”. Y la película termina en un larguísimo fundido en negro que retiene al espectador escuchando una bellísima Suite romántica de Jean-Baptiste Lully. Al igual que la Misa en Do Menor de Mozart en el cierre de Un condenado a muerte se ha escapado, la música sirve para ilustrar lo sublime de la culminación del relato.

http://www.imdb.com/title/tt0053168/

http://cafemarat.blogspot.com/2007/09/pickpocket-de-robert-bresson.html

http://www.criterion.com/current/posts/400

http://rogerebert.suntimes.com/apps/pbcs.dll/article?AID=/19970706/REVIEWS08/401010351/1023

http://www.filmref.com/directors/dirpages/bresson.html

http://babel36.wordpress.com/2008/11/29/pickpocket-de-robert-bresson/

Todas las imágenes pertenecen a sus autores

LAS DAMAS DEL BOIS DE BOULOGNE

Según fue publicado en el portal cinearchivo

http://www.cinearchivo.com/site/Fichas/Ficha/FichaFilm.asp?IdPelicula=1604

Les Dames du Bois de Boulogne

Director: Robert Bresson

Guión: Robert Bresson y Jean Cocteau, según una obra de Diderot

Intérpretes: Paul Bernard, María Casares, Elina Labourdette, Lucienne Bogaert, Jean Marchat, Yvette Etiévant, Marcel Rouzé

Música: Jean-Jacques Grünenwald   

  Fotografía: Philippe Agostini

Montaje: Jean Feyte

     Francia. 1945. 82 minutos

 

Bresson: primeros años

Sin duda que trasciende la anécdota el hecho de que Robert Bresson (1901-1999) emergiera en la escena cinematográfica durante los años de la ocupación de Francia  por los nazis (1940-1944). O el hecho de que previamente, apenas iniciada la Segunda Guerra Mundial, el futuro cineasta fuera capturado por los alemanes y recluido en un campo de concentración, reclusión que se alargó durante un año. En aquellos años y en aquel lugar, las formas del llamado realismo poético viraron hacia latitudes más líricas. Marcel Carné dirigió Los visitantes de la noche/Les visiteurs du soir (1942) y Los niños del paraíso/Les enfants du paradis (1945). Jean Delannoy lograba un formidable éxito con L’éternel retour (1943), obra en la que Jean Cocteau, guionista, versionaba en su relato el mito wagneriano de Tristan e Isolda. Precisamente Cocteau participó como dialoguista en el guión de la película que nos ocupa, Las Damas del Bosque de Bolonia (Les Dames du Bois de Boulogne, título que por alguna razón ha sido traducido por Las Damas de Bois de Boulogne en el pack recientemente editado por Avalon y la Filmoteca Fnac). Bresson la dirigió en 1945, fue su tercera película. Muchas referencias filmográficas la ubican como el segundo filme del cineasta tras Los Ángeles del Pecado/Les Anges du péché (1943), pero previamente había dirigido un mediometraje, Les Affaires publiques (1934), una… ¡comedia burlesca!, de la que el propio realizador renegó en muchas ocasiones y de la que, al parecer, se han perdido todas las copias existentes.

 

Triángulo

El guión urdido por el propio Bresson con Cocteau se basa en un fragmento de la obra de Diderot Jacques el Fatalista, y nos narra una historia de corte íntimo y afán psicologista y de crítica social, aunque agazapado bajo ciertas formas del melodrama. Una historia que, guardando las distancias cronológicas, guarda muchos puntos en común con la célebre Las amistades peligrosas/Les Liaisons dangereuses escrita por Pierre Ambroise Choderlos de Laclos (1741-1803), principalmente en lo que atañe a la descripción del triángulo de personajes protagonistas. Maria Casares encarna a Hélène, una mujer adinerada que, al cerciorarse que su amante Jean (Paul Bernard) ha dejado de quererla, urde un meticuloso y rebuscado plan para vengarse de él. Utiliza para sus fines a la joven Agnès (Elina Labourdette) y a la madre de ésta (Lucienne Bogaert), mujeres de procedencia humilde a quienes Hélène conoció años atrás en sus vacaciones de verano en el campo. Agnès y su madre, que llegaron a París con la promesa de una vida mejor, malviven merced del trabajo de la joven como cabaretera y mujer de alterne. Hélène les ofrece una nueva vida, una residencia y una pensión,  pero subrepticiamente pretende utilizar a la hermosa Agnès para enamorar a Jean, y lograr que se casen, y, una vez culminado el matrimonio, su ex-amante descubra los antecedentes profesionales de la chica y se vea azotado por el escándalo y la ruina social.

 Bresson antes de Bresson

El aserto más extendido sobre la película pivota sobre su elemento diferencial con respecto de las ulteriores obras de Bresson, en las cuales el cineasta desarrolló su tan particular e incomparable visión de la narrativa cinematográfica, representada en los anales cinematográficos eminentemente con la trilogía llamada “de la cárcel” realizada entre 1956 y 1962 (Un condenado a muerte se ha escapado/Un condamné à mort s’est échappé ou Le vent souffle où il veut (1956), Pickpocket (1959) y El proceso de Juana de Arco‎/Procès de Jeanne d’Arc (1962)), pero depurado en todas sus obras desde que seis años después de filmar la obra que nos ocupa dirigiera Diario de un cura de campaña (Journal d´un curé de campagne, 1951) y que se extendió, sin titubeo alguno, hasta el cierre de su carrera en 1982 con El Dinero/L’Argent. Y en efecto, dada la tan marcada idiosincrasia del cine posterior de Bresson, en la presente Les Dames du Bois de Boulogne existen elementos cabales que en esa posteridad filmográfica del artista desaparecerán. El más importante probablemente relacionado con los actores y sus filtros expresivos –tanto los de Maria Casares como los de Lucienne Bogaert resultan fundamentales en la película–, que a partir de la siguiente película cederán a lo que el propio Bresson llamaba “modelos” en lugar de intérpretes, la caracterización por actores desconocidos y la nula expresividad como rasgo definitorio; otros relacionados con la forma, la fragmentación con la que Bresson pasó a describir lo cotidiano como fundamento de sus tesis; y otros, en fin (consecuencia de los anteriores), ya de contenido, evidentemente relacionados con las tesis jansenistas que de forma tan específica postulará Bresson (y sobre las que se extiende, entre otros muchos estudios, el célebre ensayo de Paul Schrader El Estilo Trascendental en el Cine: Ozu, Bresson, Dreyer, recientemente publicado en España por Ediciones JC).

 

Depuración narrativa

Ello sin embargo, existen en Las Damas del Bosque de Bolonia muchas cualidades narrativas, de la propia concepción del lenguaje cinematográfico, que casan de forma armónica con el cine posterior de Bresson, o que, dicho de otra forma, anticipan no el discurso pero sí la forma de alcanzarlo, la idiosincrasia que el cineasta esgrimirá en adelante en las imágenes de sus obras. Pienso eminentemente en la depuración narrativa, en la severidad a veces cerimonial con la que se exponen los hechos y los sentimientos, la exposición carente de todo artificio, la imagen focalizada en la ilustración de lo dialogado (en el caso de Hélène en los primeros compases –esa secuencia inicial en la que la cámara sigue a la protagonista acompañada por un amigo, Jacques, desde la salida de un teatro, la conversación en el coche que les lleva a casa, la despedida en la entrada, la cámara aún siguiéndola mientras sube en ascensor, entra en su piso y se reúne con Jean–, en el caso del resto de personajes durante todo el metraje) o en la ilustración de los sentimientos ocultos (Hélène tras la puesta en marcha de su ardid: los planos que muestran su reacción cuando termina de mantener una conversación, cuando termina de hablar por teléfono, cuando sus invitados se marchan, lentos retrocesos que tienen un contenido moral, pues desnudan su mentira, pero al mismo tiempo subrayan su soledad).

 

 Más allá del naturalismo

En su sobrio desarrollo de situaciones, acciones y reacciones, Bresson lleva a cabo una formidable inmersión dentro de la sicología femenina, que por sí misma ya convierte la obra en un título destacable. Y en este particular, siguiendo con lo comentado en el párrafo precedente, atiéndase al hecho de que el cineasta no incide en el elemento naturalista que en buena medida sostiene la trama (la importancia de las máscaras en la sociedad de la época, las diferencias de clase, las máculas sociales, las terribles servidumbres que Hélène impone a sus supuestas protegidas), y sí en cambio vuelca todo su interés en las razones estrictamente de comportamiento humano. Ello nos lleva a enunciar otras conexiones,  en este caso temáticas, con sus obras posteriores, principalmente el proceso de degradación moral al que se somete Hélène, pero también el tortuoso camino hacia la redención personal de Agnès, aunque el tratamiento en imágenes de esos temas sea muy distinto y el realizador se apoye en la expresividad, a veces ambigua (pero no neutra) de las actrices. En ese sentido, resulta francamente revelador el cierre de la película, esos últimos planos, meticulosos encuadres que nos muestran a Agnès acostada, cubierta en oropeles, y agonizando víctima de su extraña enfermedad (que puede verse como una metáfora de esas máculas sociales, pero también, viniendo de Bresson, como una tortuosa noche oscura del alma del personaje, angustiado por sus errores del pasado), y siendo salvada por el poder curativo del amor y el perdón. 

 

La naturaleza

Siendo una pieza eminentemente rodada en interiores –y en la que esos espacios encapsulan a sus personajes, merced con el apoyo de un recio trabajo lumínico-, en Las Damas del Bosque de Bolonia llama poderosamente la atención la gran efectividad que se extrae en imágenes del contraste con los espacios abiertos, con la naturaleza, a veces incluso con nada más que la visión de unos árboles desde una ventana. Ya el propio título de la película reclama el valor simbólico de esa naturaleza en fuga, como espacio idílico perdido, pero también como espacio con propiedades lenitivas para las angustias de estos personajes aferrados a los códigos más inclementes de la vida social parisina. La simbología, aunque evidente, está mostrada con gran perspicacia, precisamente recurriendo a la concisión, cuando no a la elipsis. Pensemos en el brevísimo encuentro en el bosque patrocinado por Hélène y en el que Jean y Agnès se conocen; en las dos posteriores secuencias en las que los dos personajes se reencuentran y forjan sus sentimientos, en ambos casos con la lluvia como telón de fondo; o en el reencuentro previo a la celebración del matrimonio, otra vez en el parque, donde Jean espera a su amada diariamente… Conforme se van acumulando estas secuencias, y siguiendo el relato los derroteros que sigue, cobra fuerza la impresión de que Bresson nos está mostrando unas puertas de salida, la tenue posibilidad de huída de los laberínticos espacios en los que se mueven los personajes, los espacios del formidable peso del rencor, la mentira y el arrepentimiento que sostiene sus intrigas. 

http://www.imdb.com/title/tt0037630/

http://filmfanatic.org/reviews/?p=9910

http://mikegrost.com/bresson.htm

http://www.afilmcanon.com/journal/2008/7/10/bresson-les-dames-du-bois-de-boulogne-the-women-of-the-bois.html

http://www.dvdbeaver.com/film/DVDReview/dames.htm

http://www.epinions.com/review/mvie_mu-1056570/content_139993321092

Todas las imágenes pertenecen a sus autores

ALICIA EN EL PAIS DE LAS MARAVILLAS

Alice in Wonderland

Director: Tim Burton

Guión: Linda Woolverton, según las obras de Lewis Carroll

Intérpretes: Mia Wasikowska, Johnny Depp, Helena Bonham Carter, Anne Hathaway, Crispin Glover, Matt Lucas, Stephen Fry, Michael Sheen

Música: Danny Elfman

Fotografía: Dariusz Wolski

Montaje: Chris Lebenzon

EEUU. 2010. 108 minutos

 

Carroll y Burton

La más extendida aseveración entorno a las elecciones creativas de esta enésima revisión de los temas y personajes concebidos por Lewis Carroll en sus célebres novelas protagonizadas por Alicia (Alice’s Adventures in Wonderland, 1865, y su continuación Through the Looking-Glass & What Alice Found There, 1871) nos habla de la pertinencia de escoger un realizador del talante de Tim Burton para asumir las riendas de la dirección de la película. Decir que “sólo” Burton podía dirigir la película no es, evidentemente, más que un aserto comercial, ya que cualquier aficionado al Cine en general y al Fantástico en particular puede elucubrar una surtida terna de directores que podrían haber dado lugar a bien diversas e interesantes visiones particulares de ese (diría que inagotable) material de partida. En cualquier caso, sí que es cierto que asociamos fácilmente a Burton con el mundo de fantasía inventado por Carroll recurriendo a razones relacionadas con la imaginería visual, tan exuberante, del realizador de Ed Wood (1994). Y, en íntima relación con ello –pues forma y fondo deben conformar un todo–, podemos acudir a los temas que siempre han obsesionado al cineasta y hallar lazos con el universo carrolliano, cuando no la directa influencia del segundo sobre los primeros. Pensemos en el joven protagonista de Vincent (1982), que se debatía entre una anodina existencia doméstica y las sombras ensoñadas del universo de Edgar Allan Poe; pensemos en la pareja protagonista de Bitelchús/Beetle Juice (1988), fantasmas martirizados por los insoportables nuevos inquilinos de la que era su morada familiar; pensemos en el blanquecino, tétrico, ingenuo y anonadado Eduardo Manostijeras/Edward Scissorhands (1990),  obligado a abandonar su destino mítico antes de siquiera haber terminado de ser concebido, y a tener que lidiar con una existencia patética entre los miembros de una bastante desquiciada comunidad prototípica de la América residencial; recordemos la reivindicación de la monstruosidad en definitiva daba carta de naturaleza (maldita) a Batman Returns (1992); atendamos al tenor del material de Washington Irving ilustrado en la irregular Sleepy Hollow (1999); o recabemos, en fin, en la urgencia por la fantasía que daba sentido a la vida de los protagonistas de Big Fish (2003).

 

Alicia se hace mayor

A la vista de tales antecedentes, lo más llamativo y hasta paradójico del caso es que Burton asuma una adaptación como la escrita por Linda Woolverton, que inversamente al cauce seguido por el director en tantas narraciones pretéritas (la fantasía irrumpiendo en la realidad), nos muestra a una joven –ya no niña, como en los relatos de Carroll– que, por decirlo de algún modo, se esconde en la fantasía, pero sin dejar de representar la realidad, e interviene de forma decisiva –cual heroína clásica– para modificar un curso viciado de ese espacio de fantasía. Trataré de explicarme recurriendo a unas notas de producción en las que Burton argüía la novedad de su versión en el hecho de que “en las películas anteriores siempre se retrató a Alicia como a una niña pasiva que vive una serie de aventuras con personajes extravagantes. No tiene trascendencia”. Frente a esas versiones pretéritas (acordes con Carroll), en ésta Alicia toma un curso como he dicho decisivo en los acontecimientos: es, recurriendo a un tópoi, “la elegida”. Pero con esa modificación sustancial del tenor del relato puede decirse que Woolverton desnaturaliza  un tanto, pues se aparta, de los postulados de partida, por mucho que se sirva de una superficie –unos personajes– reconocible(s). Cuesta un poco decirlo, porque la labor de la guionista tiene sus virtudes –la estructura del relato, el esmero en los detalles–, pero debe convenirse que al tomarse esas libertades y llevar el relato por derroteros distintos, se traiciona parte de la esencia, del sentido de la obra literaria, que sembraba alegorías precisamente desde la celebración del nonsense. Una celebración de lo irracional que, y cerrando el argumento con el que iniciaba el párrafo, quizá otorgaba mayores posibilidades expresivas a lo burtoniano que esta traducción, libre pero mucho más convencional, de Woolverton. También hubiera supuesto una asunción mucho mayor de riesgos para el realizador de Mars Attacks (1996), que aquí se queda más bien en el territorio del mero ilustrador; avezado, ingenioso y exuberante, eso sí, pero ilustrador.

 

De aquí y de allá

El relato urdido por Woolverton  (y que convierte en engañoso el título de la película) se puede parangonar a lo que conocemos como “secuela”, en el sentido exclusivo de continuación del relato, pues retoma los acontecimientos unos cuantos años después de donde los dejó Carroll (y, cabría añadir, de donde los dejó la versión animada que la misma productora, Walt Disney Pictures, realizó en 1951, en su decimotercer largometraje animado). Se trata, a poco de pensarlo, de una opción argumental muy cercana a la que Jim V. Hart emprendió con el material de J. M. Barrie en la película Hook (1992) de Steven Spielberg, recogiendo a un Peter Pan envejecido –en el sentido estricto, pues ha abandonado la infancia, que es el territorio mental y espiritual en el que la fantasía puede campar a sus anchas con mayor libertad– y, en la tesitura de una encrucijada personal (en este caso hablamos del matrimonio de conveniencia, premisa sobre la que Woolverton traza una facilona reivindicación de los derechos de la mujer en el entorno clasista y machista de la sociedad victoriana de los albores del siglo XX), que regresa a ese espacio donde la magia es posible en busca de una inspiración que pueda hacer/volver a hacer de su vida algo valioso, extraordinario, digno de ser vivido con honestidad y plenitud. Y a esa inevitable comparación con  Hook, se le debe sumar una trama, la que enfrenta a los dos bandos del aquí llamado “submundo”, que hace suyas sin el menor complejo los arquetipos canónicos del heroic fantasy en general, en un interminable abanico de influencias que abraza desde la epopeya de Gilgamesh a las fantasías de Tolkien o C.S. Lewis, pasando por la literatura artúrica y los relatos épicos del Medioevo. Y no es una apropiación meramente de referentes clásicos, pues en la implementación argumental y visual de la película resuenan a menudo ecos de adaptaciones cinematográficas recientes de esos temas o autores, caso de las tonalidades sardónicas de Shrek (Andrew Adamson, Vicky Jenson, 2001) o motivos escénicos extraídos de la trilogía de El Señor de los Anillos/The Lord of the Rings (Peter Jackson, 2001-03) –citar, por ejemplo, las formidables similitudes paisajísticas y de diseño de producción que existen entre la demarcación que rige la Reina Blanca y el Rivendell élfico–.

 

El Sombrerero atormentado

Burton, decía, no asume excesivos riesgos en el despacho de una personalidad propia (cosa que, por ejemplo, sí hizo en la precedente Sweeney Todd, 2008). Ello sin embargo, demuestra la suficiente inteligencia y habilidad para moverse en un aparatoso entramado de producción, extrayendo magníficos réditos de la compleja labor del equipo de efectos especiales –con el gran Ken Ralston a la cabeza–, manejando la cámara a menudo con agudeza, otras sirviendo a los cánones de la espectacularidad tal y como está entendida hoy en Hollywood (y en concreto plegándose en secuencias concretas a las prestaciones más evidentes del 3D), y controlando en todo momento el pulso rítmico de la función (que, dicho sea de paso, dada la liviandad argumental agradece un ajustado metraje de 108 minutos, en realidad por debajo de la media de las producciones de este corte y época). Quizá para desespero de los amantes de la imaginería visual más personal e intransferible de Burton, el cineasta se revela en Alicia en el país de las maravillas como un realizador capaz de entregar un producto de manufactura intachable pero pactante con el elemento y condicionamientos industriales. A esos acérrimos del Burton más genuíno les quedan detalles aislados, como por ejemplo la secuencia en la que el Sombrerero Loco (Johnny Depp, quién si no) se revela como un personaje atormentado por el pasado: no hacía ninguna falta el subsiguiente flashback explicativo, porque con un solo plano –la cámara alzándose sobre el rostro de Depp para mostrar la panorámica de un escenario desolado– el realizador ya lo había dejado todo dicho, la razón argumental consignada y sobretodo el sentimiento del personaje expuesto con rotunda expresividad.

http://www.imdb.com/title/tt1014759/

http://disney.go.com/disneypictures/aliceinwonderland/

http://es.wikipedia.org/wiki/Las_aventuras_de_Alicia_en_el_pa%C3%ADs_de_las_maravillas

http://www.imdb.com/find?s=all&q=Alice+Wonderland&x=0&y=0

http://en.wikipedia.org/wiki/Alice_in_Wonderland_(2010_film)

http://www.metacritic.com/film/titles/aliceinwonderland2009

http://www.tucsonsentinel.com/arts/report/031710_alice/

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