EL NACIMIENTO DE UNA NACIÓN

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The Birth of a Nation

Director: David Wark Griffith.

Guión: D.W. Griffith y Frank E. Woods, según la novella de Thomas F. Dixon Jr.

Intérpretes: Lillian Gish, Mae Marsh, Henry B. Walthall, Miriam Cooper, Mary Alden, Ralph Lewis, George Siegmann, Walter Long, Robert Harron, Wallace Reid, Joseph Henabery, Elmer Clifton, Josephine Crowell, Spottiswoode Aitken, George Beranger

Música: Joseph Carl Breil, D.W. Griffith

Fotografía: G. W. Bitzer

EEUU. 1915. 191 minutos

La épica y el vértigo

 El análisis de una película como The Birth of a Nation, estrenada en febrero de 1915 con un metraje cercano a dos horas y años después remontada, con adición/modificación de rótulos hasta alcanzar las tres horas de duración, resulta apasionante para cualquier amante del cine que se precie de serlo. Apasionante por todos los motivos relacionados con su gestación cinematográfica, con las decisiones de sintaxis que su director David Wark Griffith (y el mucho menos recordado operador de cámara que le asistió, Billy Bitzer) puso en solfa y cristalizaron en unos patrones de storytelling fílmico que aún perviven, y por las razones relacionadas con su abordaje temático e ideológico. Todo ello, en realidad dispares focos analíticos, convergen en la elucidación de significados, en una era, la de los pioneros, en la que lo fílmico y lo contextual merecen, por lo menos, la misma atención como parámetros paralelos a la que se presta actualmente a las películas, por mucho que, por supuesto, los hallazgos formales y narrativos de la película reclamen su valor intrínseco y conviertan la obra en un título cabal para comprender la evolución del Séptimo Arte.

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Lo manifestado no pretende llevar a nadie al error de considerar que pongo en cuarentena algo tan evidente como la condición de soflama racista que ostenta el argumento escrito por Griffith junto a Frank E. Woods según el relato escrito en 1905 por el reverendo baptista de Carolina del Sur Thomas Dixon jr, The Clansman: An Historical Romanceof the Ku Klux Klan, o por supuesto la manipulación de la Historia de los EEUU que propone semejante argumento. De hecho, si no fuera porque el título original del filme, The Clansman, fue modificado para la prémiere de la película en Nueva York tres meses después de la polémica generada tras el estreno de la misma en Los Angeles con el intento por parte de sus responsables de expandir los términos del relato a una mirada comprensiva de la historia –importante: por entonces bastante reciente- de la Unión, uno estaría tentado a pensar que esa “nación” cuyo nacimiento se alude no es el del país de las barras y estrellas como lo conocemos hoy sino de esa nación invisible, ideológica, de los que no aceptaron la derrota en la Guerra de Secesión, representados por el Ku Klux Klan, organización idealizada ad nauseam en la película y que de hecho recibió, entre sus sectores ideológicos afines, un importante espaldarazo legitimatorio tras el estruendoso éxito de la obra. Precisamente de ese dato hablo cuando me refiero a lo apasionante de la maniobra ideológica de Griffith: El nacimiento de una nación supone una extraordinaria película política, propagandística, sin importar para esa definición cuán incendiarias nos parezcan sus premisas y afirmaciones, pues Griffith edifica un relato monumental, de una potencia épica tan inédita como los instrumentos formales que llevan a caracterizarla, y logra un compromiso por parte del público con sus soflamas ello y a pesar de estar ofreciendo una visión de la Historia que, amén de absolutamente maniquea, riñe de frente con la visión oficial, algo que logra merced del vehículo ideológico de masas que a raíz de la película se descubrió que era el Cine, ciertamente, pero también, para generar esas reacciones en el público, desde su profundo énfasis en sus convicciones y la capacidad visionaria de su narrativa, a lo que debe sumarse las líneas de ambigüedad que proliferan en su argumento, por ejemplo la incondicional defensa a la figura de Abraham Lincoln –que sólo aparece, interpretado por Joseph Henabery, en la secuencia de su fatídico asesinato en el Teatro Ford en 1865, donde por cierto vemos a Raoul Walsh encarnar a John Wilkes Booth– de la que subyace un discurso según el cual –y no hay parte de razón en ello, por mucho que su aprovechamiento sea interesado y carente de toda escrupulosidad histórica– ese asesinato marcó la pérdida de un referente para todo el pueblo que dio lugar a los desmanes de los carpetbaggers (norteños blancos que se mudaron al Sur tras la Guerra, algunos para ayudar a la reconstrucción y auxiliar a la gran masa de esclavos negros recién liberados o a los civiles cuyas vidas habían quedado destruidas por los estragos de la contienda bélica, otros que acudieron allí con intenciones oportunistas, de explotar territorios y extraer fáciles beneficios) en los Estados sureños tras la finalización de la Guerra Civil.

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Si todas estas nociones y definiciones de choque propagandístico, en el contexto de principios del siglo XX y en los albores del Cine, resulta sin duda apasionante, su interés ciertamente palidece si lo comparamos con las virtudes estrictamente fílmicas de la obra, que como se ha dicho hacen de ella una experiencia absolutamente imprescindible para todo aquél interesado en el Séptimo Arte y el modo en que germinó su lenguaje. Y de entrada debe decirse que cuando D. W. Griffith asumió el mastodóntico proyecto ya llevaba más de un lustro dirigiendo cortometrajes, a ritmo frenético –uno o dos por semana- para la Biograph, productora que abandonó para lograr el auspicio de Harry Aiken y su Mutual en la producción de esta The Birth of a Nation. En ese currículo de centenares de obras, aunque del todo ecléctico en temas y géneros abordados, hallamos diversos títulos de reconstrucción histórica centrados en la Guerra de Secesión, temática que por otro lado siempre había resultado de interés de Griffith por factores relacionados con su propia biografía –su padre fue un notable oficial militar confederado. No es de extrañar que con miras al cinquagésimo aniversario de la finalización de aquella contienda bélica Griffith decidiera llevar un paso (o unos cuantos) más allá las tesis fílmicas que había explorado en todos aquellos cortometrajes –algunos de ellos que, como The Informer (1912), ya habían resultado visionarios– en esta superproducción que tardó ocho meses en rodar con medios presupuestarios y logísticos inéditos en la época, utilizando un relato sobre dos familias, los Cameron del Sur y los Stoneman del Norte, para proponer este particular retrato de los acontecimientos que tuvieron lugar durante la guerra y el periodo posterior, aproximadamente de una década, que los libros de Historia tildan de “reconstrucción” de la nación tras la devastación bélica que duró de 1861 a 1864, retrato histórico que, si ya se ha dicho que propuso una determinada e interesada versión de los hechos, se confeccionó con suma puntillosidad en la recreación de la fachada histórica, esto es de datos, personajes y situaciones objetivas, utilizando el cineasta los patrones gráficos de gran número de fotografías e ilustraciones de todo tipo sobre el conflicto.

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Pero junto a ese esfuerzo por la verosimilitud visual del encourage retratado, Griffith quiso alinear todos los medios técnicos a su alcance para conjugar un relato (en este caso épico) lo más convincente y absorbente posible. Y aquí hablamos decisivamente del talante y talento visionario del pionero en la edificación de ese relato mediante la virtuosa (despampanante, en realidad) conjugación de técnicas escenográficas y de montaje que nunca se habían probado o, si se habían probado, había sido en alcances mucho menos ambiciosos. La verdad es que la lista de hallazgos resulta vertiginosa. Algunos tienen que ver con la búsqueda de la mayor elegancia expositiva, como los subtítulos más largos y detallados en la transcripción exacta de lo que dialogan los personajes, o como la banda sonora –de cuarenta piezas- realizada ex profeso para la película. Otros, muchos, con la depuración escenográfica: la filmación de una misma acción desde múltiples ángulos; las muchas panorámicas y el uso de la cámara en movimiento; la introducción de la fotografía en secuencias nocturnas; el uso de multitud de escenarios exteriores; las formidables coreografías de figurantes en secuencias multitudinarias, muchas de ellas bélicas; el uso de diversos tintados en la imagen en aras al efecto descriptivo y dramático; o el estudio psicológico a través de los planos cortos o primeros planos, a veces recurriendo a viñetas o imágenes encapsuladas en un contorno circular fuera del cual la imagen queda oscurecida (los llamados “iris-shots”). Otros, de montaje y alquimia de storyteller: esa misma técnica llamada del efecto-iris, consistente en expandir o contraer la imagen en un determinado contorno circular, que subraya la ubicación de un determinado personaje u objeto en el espacio escénico; los muy recurridos, siempre con resultados extraordinarios, montajes de una secuencia desde diversos focos narrativos (por ejemplo en la secuencia del intento de violación a Flora (Lilian Gish)); la fragmentación o condensación mediante detalles de los elementos que componen el espacio escénico –fruto de la filmación desde diversos ángulos y su determinada y determinante ordenación en el montaje–;  el cross-cutting o las secuencias montadas en paralelo en aras a la edificación de suspense; o, por todo, la métrica rigurosa y acumulativa que provoca el crescendo dramático constante progresa el metraje y nos lleva a un electrizante clímax.

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A la luz de ese cúmulo apabullante de ideas sobre la narración cinematográfica (que, por ejemplo, llevó a Sergei M. Eisenstein a decir que “yo se lo debo todo a Griffith”), el espectador atento, no tan necesariamente experto como ávido por la experiencia expresiva del Cine, sigue quedando cautivado hoy por la efervescencia y potencia dramática de El nacimiento de una nación, película que quizá empiece contemplando con la distancia reverancial hacia la condición de ultraclásico del filme (y acaso acompañada de esa otra disancia que es el prejuicio por el discurso ideológico), pero que, lento pero seguro, lanza sus expectativas al espacio ardoroso de la emoción, que viene a ser lo mismo que la celebración más pura de la riqueza intrínseca del relato visual. Tras esa experiencia, el vértigo por la conciencia del significado histórico, para el lenguaje del Cine, de El nacimiento de una nación alcanza su auténtica dimensión sustantiva. Ese espectador, usted o yo, ya tiene clarísimo porque D. W. Griffith debe ser aún considerado uno de los más grandes maestros de la Historia del Cine. Sepa o no que al año siguiente, con Intolerancia, iba a superarse a sí mismo.

Un pensamiento en “EL NACIMIENTO DE UNA NACIÓN

  1. La volví a ver hace poco. Una extraordinaria obra no sólo con unas tesis y unas ideas indefendibles, es que además provocó disturbios y alguna víctima mortal de raza negra, dada la clara incitación al odio de la película. Pero claro, su condición de fuente de todo el cine clásico americano es arrebatadora. Qué escena la del asesinato de Lincoln. Es como si en una película ya estuvieras viendo a la vez todo lo que vendrá después, de Ford, de Eisenstein, incluso de una espectáculo como “Lo que el viento se llevó”, deudora absoluta de esta película.

    Otra cosa que me gustaría apuntar es la maestría de Griffith más allá de las revoluciones de esta película o de “Intolerancia”, donde multipplica el virtuosismo hasta el infinito. Hay que reivindicarlo como un maestro más allá de su condición de pionero. Por “Lirios rotos”, por “Las dos tormentas”, incluso por mucho de su denostadísima última etapa con obras como “Isn’t life wonderful” (uno de los retratos más increíbles de la Alemania de los años 20, en vivo y en directo) o sus obras sonoras finales, un “Abraham Lincoln” que ni de lejos es la hagiografía que se supone o “The struggle”, su fracasadísima e inmensa obra final que camina a muchos metros por delante del cine de 1931.

    Un saludo

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