POSADA JAMAICA

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Película-bisagra en diversos sentidos, Posada Jamaica pasa por ser el cierre, digno pero no particularmente brillante, de la filmografía de Hitchcock en su país de origen antes de embarcarse en la aventura americana, de la mano de David O’Selznick y Rebeca. Diversas circunstancias, vastamente bibliografiadas, convierten el filme en una obra de transición, incluso de impasse, y la que más interesa aquí es la que nos habla de su naturaleza y hechura fílmica.

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Hitchcock dejó una huella tan idiosincrásica en las películas que fue firmando a lo largo de los años 30, la personalidad que destila su ciclo para Gaumont-British es tan marcada, que esta Posada Jamaica sorprende por puro contraste. Contemplándola, uno piensa en Fritz Lang, en Ulmer, en el posterior De Toth, … en muchos otros cineastas que podían estar tras las cámaras. Y es porque, a diferencia de esas anteriores obras de Hitchcock, ésta sí se impregna de las señas de lo genérico: un relato fijado en una época, oscuro y gótico, con una progresión dramática más convencional, un estudio de personajes con ciertas aristas, pero que, sin ser lejanas al universo hitchcockiano (al fin y al cabo este no deja de ser un relato claustrofóbico, y que refleja un universo de pespuntes a veces sádicos), no está tratado según sus códigos, su humor, su ironía, su falsa distancia, su sutileza.

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En todo ello tiene que ver otro aparato de producción, con la impronta de Erich Pommer, pero aún más su servidumbre al sustrato literario: nos hallamos ante la primera de las tres adaptaciones que  Hitchcock realizaria de obras de Daphne Du Maurier, la siguiente e inmediatamente posterior en su filmografía Rebeca (1940). El cineasta se entrega a esa ilustración con un talento concentrado en la atmósfera, pues entrega a la obra, al drama, la aventura y la intriga, un trasfondo siniestro. Cautiva, en ese sentido, la
representación de ese lugar maldito, y la impecable utilización del blanco y negro para resaltar la importancia de lo telúrico.
Y, en clave hitchcockiana y psicoanalítica, también resulta interesante la gestión de los espacios escénicos en los pasajes que discurren en la posada, donde el cineasta expone muy bien en imágenes el enfrentamiento entre dos mundos (el de Maureen O’Hara, con quien nos identificamos, que se introduce en el lugar) y el universo sórdido, oculto, que esconde; una geografía física para la anímica, mediado por el inevitablemente trágico personaje de la tía Patience .

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La citada O’Hara, joven pero muy capaz de firmar una vigorosa composición, y el histriónico Charles Laughton, que pese a lo que se suele decir firma una espléndida labor interpretativa,, logran llevar a su terreno parte importante de la personalidad de la obra que provoca cortocircuito en el espectador que busca la impronta del cineasta, toda vez que no es la sutileza el grado expositivo del relato, y Hitchcock no lleva a su terreno a los dos actores, o, dicho de otro modo, su carisma se impone no a la manera hitchcockiana, sino a la suya propia. En cualquier caso, podemos verlo como una prueba, un foguearse el cineasta antes de introducirse en el star-system de Hollywood, donde sí terminó imponiendo sus reglas. 

SABOTAJE (1936)

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Inside out

La más contenida de las obras realizadas por Hitchcock en aquella franja filmográfica, el relato que propone Sabotage (también conocida como La mujer solitaria) pivota sobre dos aspectos principales que sustancian la intriga. Uno, de tema: el encargado de cine, el tipo común, que desempeña labores de peón para una organización terrorista. La película se basa en El agente secreto (The Secret Agent), una novela política escrita por Joseph Conrad, publicada en 1907, que discurre en el Londres de finales del S. XIX, y que retrata los grupos anarquistas o revolucionarios antes de las revueltas sociales del siglo XX. En el guion se deja atrás esa conceptualización, y Hitchcock se asienta, como hará siempre, hasta Topaz, en el contexto abstracto. Y de eso resulta que el énfasis recaiga en ese retrato de la ordinary people y de un cotidiano que, bajo la apariencia tranquila, está recorrido por algo angustioso, violento y terrible. En lugar de centrarse en las peripecias de un personaje, como el resto de las obras del periodo, aquí hay un estudio motivacional y dramático sostenido en lo plural, algo que revierte en el ritmo y la introspección en el tono. Digamos que nos alejamos del folletín y nos acercamos a lo psicológico en la macroplantilla del cine sobre espías.

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El otro aspecto  sobre el que pivota el relato es de lenguaje puro: la expresión del peligro, la suma de lo urgente y lo fatídico, glosado a lo largo de la investigación que el agente de policía infiltrado lleva a cabo a lo largo de esa carrera contra el tiempo para evitar un atentado, y especialmente resumido en el largo pasaje en el que Stevie, el niño que lleva, sin saberlo, una bomba en sus manos se entretiene más de la cuenta en un contrarreloj que, al final, se resuelve de forma inesperada y trágica. Hitchcock, siempre tan preocupado por la reacción del público, entendió que mostrar ese asesinato de un menor suponía cruzar un límite de lo que el público era capaz de tolerar, pero incluso analizado desde ese punto de vista la secuencia resulta interesante. Y le sigue una de las imágenes más perturbadoras que nos legó el cineasta, cuando Sylvia Sidney despierta, tras desvancerse al descubrir que su hermano pequeño ha muerto, y se ve contemplada por multitud de niños entre los que va apareciendo  el rostro de ese hermano muerto.

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Al final, de forma coherente y brillante, a través de primeros planos sinuosos y lentos movimientos de cámara, el filme enfrenta a esos dos miembros de la unidad familiar que esa invasión sutil representada por los actos de sabotaje, ha venido contraponiendo de principio a fin. El subtítulo del filme, esa condición de «mujer solitaria», queda consumada. Tras la resolución de ese enfrentamiento, los dos pájaros en la jaula cantan, recurso metafórico hermoso y proverbial detalle de un Hitchcock aquí más circunspecto y replegado, que no menos brillante, pues entrega una película muy sólida, bien interpretada, de dosificado dramatismo, excelente tempo y espléndidos resultados visuales.

EL AGENTE SECRETO

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En aquel momento y lugar, y al abrigo de la Gaumont-British, Alfred Hitchcock estaba asentándose en el profile del relato de espionaje y aventuras que inició dos años antes con The Man Who Knew Too Much (1934) y que había proseguido con 39 Steps (1935) y Sabotage (1936). Aquí, siguiendo con la complicidad del libretista Michael Bennett, tuvo como curioso sustrato un crossing entre dos cuentos del libro de W. Somerset Maugham Ashenden: Or the British Agent, “The Traitor” y “The hairless mexican”, y una obra teatral de Campbell Dixon, en una operativa en realidad muy propia del autor, gustoso de analizar y desmenuzar materiales de partida (a menudo, de menor prestigio que aquí) para extraer los aspectos que más interesaba llevar a su territorio narrativo-visual. A pesar de que no se cuenta entre sus títulos más celebrados y de que el propio cineasta, siempre tan severo en la autocrítica, no recordaba con agrado, El agente secreto es una película interesante, cabría decir que incluso fascinante en diversos aspectos, todos ellos de encaje en la definición de lo que llamamos hitchcockiano.

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El relato sigue las peripecias de Edgar Brodie (John Gielgud), comisionado durante la Primera Guerra Mundial por el servicio de espionaje británico para identificar y matar a un espía alemán, a cuyo efecto se le proporciona una falsa identidad. En su misión recibe el auxilio del «General» (Peter Lorre) y de la espía Elsa Carrington (Madeleine Carroll, que repetía con el cineasta un año después de 39 escalones). Y a semejante trío se les une, si lo podemos decir así, un cuarto en discordia, Robert Marvin (Robert Young), un bon vivant que pretende los favores de Elsa, y que, sin conocer la misión en juego, tiene intervención en la trama. Aquí comparece, vemos, el juego de identidades interpuestas que tanto interesó, de tantas maneras, explorar al cineasta, aquí en un auténtico juego de pistas, pues esos cuatro personajes conforman una curiosa y de todo punto asimétrica convivencia en la que las personalidades en fuga deben convergir en pos de un objetivo explosivo, lo que da lugar, a menudo, y en la genial modulación tonal propuesta, a una especie de vaudeville de espionaje, con constantes equívocos, contubernios y dobles sentidos que Hitchcock subraya a través de intencionados, perfectamente reconocibles, primeros planos.

El_agente_secreto-552548917-largeEn El agente secreto prosigue, en muchos sentidos, el agitado de la fórmula vigorizada en 39 escalones, con una progresión de acontecimientos y juegos de gags al límite de lo inverosímil: atiéndase, por ejemplo, a la trama del botón que los protagonistas hallan en manos de un enlace al que hallan muerto, botón que termina en la mesa de la ruleta por azar, mismo azar que convierte el botón en ganador (sale el 7, y el botón estaba sobre ese número), y equívoco que da lugar a la identificación del presunto propietario de ese botón, y por tanto presunto asesino del enlace (sic). Hitchcock afina sin complejos, pero con sumo esmero, lo rocambolesco; lo filma según reglas irónicas, de intrigante prestidigitador, como si el cineasta dijera al espectador: «venga, juega, que será divertido». Y lo es. Porque lo que importa no es lo que se cuenta, sino el cómo se cuenta. Esa misma secuencia del casino prosigue con una conversación a la mesa entre los espías y el presunto asesino del enlace, al que, con ardides, convencen para trasladarse a un lugar apartado, donde lo asesinarán: cuando acepta la propuesta, Hitchcock recurre a una metonimia, el primer plano de la mano de Gielgud apagando con energía el cigarrillo en el cenicero. Una solución que no es tan estilizada como más bien exuberante, y que resume bien la electricidad que el cineasta le confiere al relato.

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Sin embargo, tras la vorágine del peligro, aguarda la tragedia: el asesinato al que hacemos mención, que después se sabrá que se ha cometido por error: anticipándose a ese descalabro que el guion después revelará, el cineasta lo filma con una fina puntuación dramática (recurriendo a un montaje en paralelo en el que, mientras vemos al hombre acercarse al abismo en compañía de Peter Lorre, lo alternamos con la secuencia en su casa, donde su perro, que huele el peligro, se arracima a la puerta, ladra, y se desconsuela). El relato aguanta el pulso en la secuencia del pursuit en la fábrica de chocolate-tapadera, pero es cierto que, en sus últimos compases de la función, y en su aparatoso clímax, se apaga un poco la vistosidad y capacidad de la sugerencia precedente. Da la sensación de que el cineasta prefería la escenificación de las sugerencias y extrañamientos que los hechos consumados, ese desenlace que, a pesar de toda su tramoya, se resuelve de una forma más mecánica y convencional. En el último plano de la película uno recuerda la que sirvió para cerrar 39 escalones y queda esa sensación de relato incompleto. No termina de raílarse al estilo más característico del autor, y quizá la distancia pueda compendiarse en el rol, tan distinto, que Madeleine Carroll asume aquí respecto al anterior título, una exigencia más dramática para una metáfora (el amor por el protagonista como sacrificio y dolor en un contexto de violencia) de raigambre más literaria, más encorsetada, de lo que a Hitchcock le gustaba expresar.

39 ESCALONES

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Planeta Hitchcock

Nos hallamos ante una película celebérrima, que el Instituto Británico de Cine situó en cuarto lugar en su ranking de las mejores películas (británicas) de la historia,​ y la revista Total Film ponderó en más amplios márgenes, en el vigésimo primer puesto de los films más grandiosos de todos los tiempos. Eso tiene una razón de ser: en 39 escalones se desatan del todo muchas quintaesencias del director. Sí, el planeta Hitchock podría perfectamente compendiarse en películas como ésta, de hombres perseguidos sin razón aparente, macguffins, villanos con apariencia de honorables, una mujer rubia tan sensual como escurridiza, un paisanaje que fuerza lo cotidiano hasta la extrañeza, motivos inverosímiles que se sirven con convicción de prestidigitador (y que, por tanto, funcionan, implican, maravillan). Impacto, espectáculo, ironía, acumulación, urgencia y temperamento.

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Basada en una novela de aventuras homónima escrita en 1915 por John Buchan, la película se sostiene en lo episódico y folletinesco para desarrollar un ejercicio de puro suspense, protagonizado por un tipo corriente, Richard Hannay (Robert Donnat, ) quien, sin comerlo ni beberlo, se ve involucrado en una trama de espionaje y es perseguido por propios (la policía, que lo cree autor de un asesinato) y extraños (esa red de espionaje, que lo cree conocedor de sus secretos) en un incesante pursuit que lo lleva de Londres a la Escocia rural y de nuevo a la capital británica. Aparte de la temática del falso culpable, el cineasta desarrolla aquí del todo lo esbozado en su anterior El hombre que sabía demasiado (1934), esto es el relato del tipo de a pie que se ve involucrado en un asunto extraordinario con el que debe lidiar para salvar su vida, es decir la vorágine del peligro que aguarda a cualquiera y que lo arrastra a un trance vital, temática que se extenderá hasta el final de su filmografía y que, huelga decirlo, hallará el cum laude y paroxismo en Con la muerte en los talones, 1959.

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En los constructos narrativos del filme, y en relación con lo anterior, aparece también la temática igualmente recurrente en su autor de  la denuncia de los enemigos interiores y los (peligrosos) juegos de falsas apariencias, donde personas o grupos de intachable reputación revelan su vis malvada o su pertenencia a conglomerados al puro estilo “mabuse” languiano. En 39 escalones, todo es urgente, todo es profundamente grave, y al mismo tiempo, todo es risible. Alrededor del hombre perseguido por todos (atentos a ese plano sostenido del puente en el que Hannay se ha refugiado-huido del tren, mientras se escucha el sonido de teletipos, audaz forma de mostrar cómo se expande la orden de captura al personaje), danzan todo tipo de peculiares personajes que van modulando el incesante subibaja de emociones y emergencias que se acumulan en el relato. Atiéndase, por ejemplo, a los dos caballeros que comparten asiento con él en el tren a Edimburgo y que comentan cuestiones relacionadas con la lencería femenina o cualquier otra guasa; atiéndase al lechero que le presta su atuendo a Hannay para su primera fuga convencido que le echa la mano a un seductor en apuros; atiéndase a la parada en la granja en la que Hannay se enfrenta a un granjero celoso y a una indefinida tensión erótica con su esposa, que quiere ayudarle; atiéndase a la casera que regenta una posada y se empeña en facilitar un encuentro romántico entre extraños, Hannay y su partenaire forzosa, Pamela (Madeleine Carroll), que, unidos por unas esposas, protagonizan una secuencia estupenda, entre el slapstick y la alta comedia, en la que la actriz, (por supuesto rubísima), ofrece una fantástica réplica a un Robert Donat que encaja con su cierto estatismo en la partitura de expresividades ambiguas que propone el cineasta. La de 39 escalones es una historia folletinesca al estilo de los primeros cómics de Tintín, y su sucesión de trances improbables o directamente inverosímiles se resuelven, además de con la métrica imparable del cineasta, con ese recurso de ironía constante a costa de personajes secundarios, que le sacan yerro al asunto, con lo cual el filme es un constante cabalgar por el eje del peligro y la intriga, pero salpimentado con generosas dosis de humor, todo ello en un equilibrio muy frágil, casi imposible, totalmente carismático de su autor, bien capaz de organizar otra lógica, un mundo propio, tan peculiar como apasionante.

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Otro personaje peculiar hasta decir basta, el Señor Memoria, o más bien sus asombrosos poderes, evitan, en el último minuto del filme, que el macguffin termine de consumarse, en una solución rocambolesca que, por un lado, tiene la gracia de cerrar un círculo (pues esa última secuencia es un calco, con la tramoya ya visible, de la primera del filme) y, por otro, interesa mucho menos que el gag genial del plano que cierra la película, que recoge a la pareja protagonista de espaldas y el detalle de sus manos cogiéndose, liberadas ya de la coartada de esas esposas que aún cuelgan de la mano de él: economía de medios para un happy end o toque Hitchcock: llámenlo como quieran sin miedo a equivocarse. 

EL HOMBRE QUE SABÍA DEMASIADO (1934)

 

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Hitchcock y la British-Gaumont, primera parte

La película que nos ocupa nunca puede librarse de su condición, por un lado obvia y por el otro discutible, de esbozo de una obra posterior que no se conforma con ser un remake, sino que hereda su llamativo título. Incluso Hitchcock le dijo a Truffaut que «la versión de 1934 era obra de un aficionado, y la de 1956, de un profesional», aseveración que, modestia del cineasta aparte, hay que poner en cuarentena, en tanto que es evidente que el director británico dominaba, en 1934 y en aquella obra en particular, sobradamente las riendas de su oficio; mucho más, era (fue) bien capaz de conferirle a la obra un estilo y un carisma creador. Dicho lo anterior, y más allá de los juegos de concomitancias, no parece tener demasiado sentido comparar el filme con el realizado veintidós años después, en otro lugar y contexto, en la cresta de su éxito y, en lo creativo, en la inercia de su periodo de absoluta depuración por la abstracción.

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Aunque, bien mirado, la abstracción (y, por supuesto, ¡el Macguffin!) comparece(n) ya claramente en este El hombre que sabía demasiado, que fue el primero de los filmes que Hitchcock realizó para Gaumont-British y que supuso el primer éxito internacional del cineasta. En su génesis, la intención del director, junto a la de su colaborador Charles Bennett, era la de adaptar una de las historias de Hugh «Bulldog» Drummond, un popular personaje de folletín creado por H. C. McNeile, veterano de la 1ª Guerra Mundial devenido en gentleman aventurero. El guion terminó derivando en esta historia protagonizada por la ordinary people, el matrimonio Lawrence, que, hallándose de viaje en Suiza con su hija Betty, se ve inesperadamente involucrado en una conspiración para asesinar a un diplomático. Y en ese transfer de idea primigenia a relato consumado vemos emerger un tema hitchcockiano lindante con el de la falsa culpabilidad, cual es el del tipo de a pie que se ve involucrado en un asunto extraordinario con el que debe lidiar para salvar su vida, es decir la vorágine del peligro que aguarda a cualquiera (y aquí el que se abstrae y metaforiza es quien escribe, en la convicción de que eso es de lo que en última instancia habla Hitchcock en su cine) y que lo arrastra a un trance vital. Poco después, con 39 escalones (1935), tendremos una nueva exploración de una temática que se extenderá hasta el final de su filmografía (y que, huelga decirlo, hallará el cum laude y paroxismo en Con la muerte en los talones, 1958).

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Pero, más allá de esos considerandos (sobre una temática, eso sí, aún en esbozo para el autor), lo que importa aquí es que con semejante material de partida, queda un proverbial thriller à lá Hitchcock cuya principal diferencia con su remake es su pertenencia bien demarcada a unos determinados parámetros genéricos, en este caso el folletín aventurero-de espías sin necesidad de coartadas. Ello revierte en un tono donde, lejos del dramatismo de la versión de 1956, hallamos una inercia de urgencias y peligros que se acumulan en el ritmo y se sirven con exuberancia e ironía a partes iguales (incluyendo las caracterizaciones de los personajes: ¡compárese el rol de Leslie Banks con el que dos décadas después encarnará James Stewart!). Cierto es que se ha anotado que el argumento sirve de paráfrasis de la sutil  invasión ideológica del nazismo (esa organización criminal que causa estragos en la tranquila Londres, la comparación que el agente del gobierno efectúa con el asesinato en Sarajevo que marcó el inicio de la Gran Guerra), pero no lo es menos que toda esa tramoya sobre el terrorismo y sus motivaciones queda en off, y no es, al fin y al cabo, más que una plataforma de la intriga y la acción como la que proponen hoy las películas de James Bond o de Misión imposible.

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También hay, cierto es, una alusión al sitio de Sidney Street de 1911 (también conocido como batalla de Stepney), único anclaje con un contexto historicista reconocible, y que encaja con las motivaciones hitchcockianas, más escoradas hacia lo traumático que hacia lo ideológico. Esa secuencia sirve de largo e intenso clímax de la función (y sucede con posterioridad a la secuencia, siempre víctima del agravio comparativo, pero bien ejecutada, del concierto en el Royal Albert Hall); pero, a gusto de quien esto firma, la escena más despampanante, por extravagante y fascinante, es aquélla que sucede cuando el protagonista y su acompañante entran en la capilla del Tabernáculo del Sol, momento de extrañeza secuestrado literalmente por la hipnosis y, después, dinamitada por esa aparatosa batalla campal con sillas volando. Y, ante una película realmente espléndida, ¿qué tal terminar invirtiendo el agravio y diciendo que en el remake se echa de menos un villain del carisma de Peter Lorre? 




LA MUERTE DE VACACIONES

 

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Forjado en la industria como diseñador de vestuario, decorador y diseñador de producción, Mitchell Leisen dio el paso a la dirección en 1933, con el drama Canción de cuna. Un año después firma esta Death Takes a Holiday (inicialmente titulada Strange Holiday), filme que de algún modo empieza a relacionar al cineasta con los grandes melodramas y las comedias románticas. Tiene que ver en ello su sustrato, una pieza teatral italiana, La morte in vacanza, de Alberto Casella  (1928), y que ya había conocido una traslación al stage estadounidense de la mano de Walter Ferris; la obra de Casella desarrolla una premisa fantástica, en la que La Muerte viste las pieles de un ser humano durante un breve lapso de tiempo, para tratar de comprender el sentido … de la vida. De semejantes mimbres emerge una película extraña, que propone un improbable balance (y constante cortocircuito) entre cierto tono desenfadado y cierto ribete existencial, entre la broma banal y el delirio literalmente bigger than life… Y todo ello termina engrasándose como drama fantástico de pespuntes románticos lleno de elementos de interés.

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Es cierto que el guión, urdido a cuatro manos por Maxwell Anderson y Gladys Lehman, adolece de cierto amaneramiento, cierto exceso de tributo a ese sustrato teatral en la confección de situaciones y diálogos, pero las maneras escenográficas de Leisen y el aporte interpretativo de un superlativo Fredric March lo palian sobradamente. El aparato de producción retrata la villa italiana, y el ambiente aristocrático, con una suntuosidad y un exotismo parecido al que se trabajaba en ficciones de aquella época ubicadas en lugares remotos (es curioso comprobar que, para el público usamericano, esta arcana Italia está tan lejos como el Shangai del General Yen), aporta cierta abstracción, cierta sensación de no realidad, a ese planteamiento fantástico basado en la personificación de la muerte, y que se materializa en la alucinada secuencia en la que la sombra emerge literalmente en escena. Una vez destapada esa premisa (esto es, desde que March comparece en imágenes), Leisen trabaja los cambiantes registros tonales (la ironía de los comentarios del personaje con la severidad de sus reflexiones en voz alta, incluso la virulencia soterrada que terminan destilando sus encuentros con las diversas mujeres que quieren dejarse seducir por quien consideran un príncipe azul) a través de una sintaxis de contrastes, que crispa lo dramático a través de planos cerrados sobre el rostro del actor, llegando incluso en algún detalle -alguna transformación mefítica obra y gracia de la luz y el maquillaje- a guiñarle el ojo a la labor que el actor entregó a Rouben Mamoulian en la soberbia El hombre y el monstruo (1931). Los matices interpretativos de March son, indudablemente, un ingrediente primordial del filme, pues recorren a la perfección el tránsito entre lo que de partida era un no-personaje, una idea, y lo que termina condensando lo humano y la exacerbación de sentimientos en el inolvidable cierre.

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Ese tránsito de forma, tono y contenido también se asume en un detalle escenográfico que no puede pasar desapercibido, por gráfico, elocuente y efectivo: en el momento en el que el príncipe/La Muerte se reúne con la que será su amada, Grazia (Evelyn Venable) y se sientan en el jardín a departir sobre sus sentimientos, Leisen lo captura desde el reflejo de los personajes en el agua, en un plano fijo y que se mantiene durante un rato; en esa decisión de puesta en imágenes se encapsula bien esa idea de inversión de los términos de la realidad, inversión de la lógica, inversión de la naturaleza de los sentimientos, inversión de lo divino-humano y viceversa.

EL HOMBRE Y EL MONSTRUO

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Dr. Jekyll and Mr. Hyde

Director: Rouben Mamoulian

Guión: Samuel Hoffenstein y Percy Heath, según la novella de Robert Louis Stevenson

Música: Herman Hand, Rudolph G. Kopp, John Leipold, Ralph Rainger

Fotografía: Karl Strauss (B&W)

Reparto: Fredric March,  Miriam Hopkins,  Rose Hobart,  Holmes Herbert,  Halliwel Hobbes, Edgar Norton,  Tempe Pigott

EEUU. 1931. 98 minutos

 

(Id)entidad socialmente inestable

Ya existen muchos, y a menudo interesantes, estudios sobre las muchas adaptaciones y versiones fílmicas que existen de la soberbia novela de Robert Louis Stevenson El extraño caso del Doctor Jekyll y Mr. Hyde, así que no resulta necesario extenderse al respecto, aunque sí encabezo esta reseña afirmando que, a mi juicio, la versión que aquí nos ocupa, firmada en 1931 (según los créditos de la película; 1932 según algunas fuentes) por Rouben Mamoulian sigue siendo la mejor. Y cuando digo la mejor no me aferro tanto a la fidelidad de la adaptación cuanto a la calidad cinematográfica del título; Mamoulian y los guionistas tomaron como partida, amén de la novela, el montaje teatral estrenado en Boston en 1887, con la firma de Thomas Russell Sullivan, sustrato que ya fue parafraseado en Dr. Jekyll and Mr. Hyde, el título dirigido en 1920 por John S. Robertson y la más famosa de las adaptaciones mudas de la obra; como en aquéllas, tiene importancia en la trama el elemento femenino, representando por dos mujeres que podrían verse, en la réplica a las alegorías de la novela de Stevenson, como el reflejo sentimental y sexual de la propia dualidad del personaje protagonista. Así pues, insisto, no se trata de la adaptación más escrupulosa, o fiel, pero sí de la mejor. Y es la mejor no sólo por la calidad cinematográfica incontestable demostrada por el director armenio –que, de hecho, o visto en perspectiva, se hallaba en la época cénit de su talento- sino también por el hecho de su riqueza como adaptación de lo literario: no siguiendo lo literal de la novela, se adentra, y con suma convicción y densidad, en los vericuetos temáticos tan apasionantes, tan universales, imaginados por Stevenson.

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De hecho, la mayoría de adaptaciones de la novela se alejan de la fidelidad precisamente porque confieren la voz activa, la primera persona, al personaje de Jekyll/Hyde, quien en la novela es un personaje cuyos avatares se relatan (y se revelan despacio, pues es una novela en clave policiaca y de intriga) desde el punto de vista externo, principalmente de su abogado John Utterson (cuyas investigaciones son la guía narrativa), y en menor medida del primo de aquél, Richard Enfield; de Poole, el sirviente de Jekyll; y de Hastie Lanyon, un colega del doctor. En El hombre y el monstruo Poole (Edgar Norton) sí que tiene un papel activo, y lo mismo sucede con Lanyon (Holmes Herbert), personaje que protagoniza, con Jekyll, la única secuencia que está extraída directamente de la novela (por mucho que allí testimoniada, en el penúltimo episodio), aquella en la que Hyde acude al laboratorio de Lanyon para solicitar que le prepare el brebaje que le hará recuperar el aspecto de Jekyll, revelándole así, por necesidad, a su colega su terrible secreto. Pero otros desaparecen, o apenas son mencionados, e incluso algunos se modifican con intenciones narrativas específicas: el caso de Carew (Halliwell Hobbes), en la novela un acaudalado gentleman londinense solo mencionado por ser una víctima de Hyde, y que aquí en cambio encarna al padre de la prometida de Jekyll, Muriel (Rose Hobart). Lo que todo esto indica, o lo que indican tantas mutaciones y variaciones que se han hecho del sustrato literario, no tiene solo que ver con la lógica de darle protagonismo específico al personaje que da título a la obra; también, y aunque en relación con ello, que la perspectiva nos dice que Stevenson ofreció una plantilla, un molde narrativo, con el que trabajar los muchos y jugosos temas planteados. El escritor se sirvió del testimonio de otros personajes para acercarse a la naturaleza dual de Jekyll desde un modo más reflexivo, prisma desde el que efectuó todas las (tan jugosas) digresiones sobre el contexto socio-cultural y sobre elementos filosóficos y abstractos. En el cine, lo reflexivo de la mirada externa se troca en lo vehemente y febril de la mirada propia (la de Jekyll), pero a menudo, y es el caso de El hombre y el monstruo, para raílar o desentrañar los mismos temas.

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Sí que es cierto y más concreto que el hecho de que el filme incida con tanta fuerza, haciendo de ello el conflicto (o conflictos) nuclear(es) del filme, en la relación que Jekyll y Hyde (Fredric March) establecen con Muriel Carew y con la prostituta IvyPierson (Miriam Hopkins), acentúa el retrato del personaje por la vía de lectura sobre las pulsiones sexuales, incidiendo por tanto, más que en los vericuetos filosóficos de la novela (su dicotomía sobre el Bien y el Mal, que Jekyll pretende discriminar a través de sus experimentos), en un retrato sobre la represión y las máscaras e hipocresías en la época victoriana. A pesar de que en el arranque del filme Jekyll acude a una conferencia donde sí habla de esos experimentos para separar la maldad de la bondad del individuo, lo dramático se moviliza a partir de deseos sexuales reprimidos por parte del personaje: la visión del cuerpo semidesnudo de Ivy, por un lado, y la imposibilidad de consumar el matrimonio con Muriel (y por tanto mantener relaciones sexuales con ella), por mor de las largas que le da el padre de la prometida al respecto. El frenesí impetuoso de Jekyll sí está enunciado en la novela de Stevenson, pero aquí se concreta severamente en esa focalización sobre lo sexual. Sin que todo lo anterior, esa concreción temática y contextual, le niegue a la película, por supuesto, su capacidad para plantear metáforas muy ricas y que se pueden extender a lo abstracto y a lo universal.

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Capacidad que, sin duda, tiene que ver con una inspirada escritura del guion del filme (obra de Samuel Hoffenstein y Percy Heath) y, aún más especialmente, con una deslumbrante edificación visual, partitura de imágenes que rubrica un Mamoulian en estado de gracia, de quien debemos añadir que recibe la inestimable ayuda de su director de fotografía, Karl Struss. El hombre y el monstruo es una auténtica filigrana cinematográfica, una película pletórica de imágenes y símbolos percutantes, de esas, escogidas, que merecen un ensayo al detalle sobre lo visual, como el que Fernando Usón le dedica en su portal “Capricho cinéfilo” con el título “Los estragos del puritanismo” (Consulta aquí: https://caprichocinefilo.wordpress.com/2017/01/28/los-estragos-del-puritanismo-dr-jekyll-and-mr-hyde-rouben-mamoulian-1931/ ). El mismo arranque de la película, apenas lo que da de sí su primera secuencia, es tan estremecedor desde el punto de vista cinematográfico (esa exuberancia propia del cine del primer lustro de los años treinta, donde las exquisitas enseñanzas de la era silente evolucionan sin miedo ni cortapisas en el nuevo tablero del relato con diálogos sonido) como ilustrativo de la inquietud expresiva que el inmortal título de Stevenson despierta en los responsables de la película. En ese arranque, la dualidad que en la imaginería musical encarna la “Tocata y Fuga” de Bach, que Jekyll interpreta al órgano, ya prefigura el discurso que va a articular la película, moviéndose entre lo culterano, el rebato expresionista y la prioridad simbólica para desentrañar los incómodos conceptos que maneja el relato. Incómodos como la dictadura de lo subjetivo, que es el llamativo punto de vista escogido por Mamoulian para presentar al personaje, que solo es lo que contempla en esos planos subjetivos del arranque del filme, y que solo se ve a sí mismo, según esa dictadura subjetiva impuesta por el cineasta, en el momento en que se contempla en el espejo, instante en el que el espectador contemplará por primera vez al que mira, Jekyll, en las pieles de March.

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Y he mencionado lo “incómodo” porque el relato sobre el desdoblamiento de Jekyll y Hyde es, más que inquietante en el sentido canónico del relato de terror, incómodo. Lo incómodo, quiero decir, admite connotaciones más amplias. No se limita a despertar inquietud, que es el planteamiento condicional del terror (“¿y si sucediera…?”) sino que produce incomodidad porque sus inquisiciones miran de frente al lector/espectador y le inquieren con el dedo no sobre lo condicional sino sobre lo real, sobre quién es, sobre la naturaleza de sus instintos y pensamientos, que la fábula de Stevenson materializa en actos. Mamoulian se atreve a adentrarse en tan pantanoso territorio a través de cuantiosas y rompedoras estrategias formales sobre las que Fernando Usón se entretiene en su excelente ensayo y entre las que destacaría el barrido y la condensación onírica de la primera transformación, el uso de la pantalla partida en diagonal para relacionar opuestos o los encadenados que sugieren la persistencia en el recuerdo que filtra el instinto. Tan llamativas figuras estilísticas que Mamoulian y Struss se sacan de la manga se contemplan como una suerte de culminaciones en el seno narrativo y alegórico de la película, puntuaciones que terminan de fijar una retórica propia y brillante en la que el relato progresa de principio a fin. Y que, declamadas desde el doliente/desatado punto de vista de Jekyll/Hyde, van condensando el via crucis del personaje, atrapado en los renglones torcidos que cubren la desencajada distancia entre el genio, las imposiciones morales y los bajos instintos.

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Una de las grandes virtudes de la película es su capacidad para transcribir lo sinuoso de esas definiciones sobre lo moral que atenazan a Jekyll. El doble personaje tan espléndidamente compuesto por March cataliza, a poco de pensarlo, un completo desajuste en el comportamiento social, un enfrentamiento entre la clase alta y la baja que lo es también entre las máscaras y lo que revelan tras desvanecerse. El simiesco y malcarado Hyde es, en esas definiciones, no otra cosa que el fruto perfeccionado de esa putrefacción en el funcionamiento social, el que desencadena un caos que solo la hipocresía y la dictadura del statu quo oculta. Hyde es un maltratador y un asesino, sí, pero no hace otra cosa que replicar sin proporcionalidad alguna a las insinuaciones que Ivy lanzó a su alter ego. Y Ivy las lanzó porque ese es el rol que asume en el bajo escalafón social que le es asignado. Que no es otro que el de liberar los bajos instintos de los hombres de posición a cambio de un sustento. Un hombre de posición como Jekyll, en quien esas insinuaciones (esas piernas desnudas de Miriam Hopkins) calan hondo por un deseo de carnalidad que en su relación, tan honorable, con Muriel le es escamoteada, en parte por su también honorable padre, que la retiene en su castillo inmaculado. En esta lectura que se anticipa muchos años a la de la Hammer o al From Hell de Alan Moore, la represión sexual genera monstruos, genera un comportamiento salvaje y violento. Hyde, el cóctel psico-social salvaje, llega para aniquilar el orden y levantar el velo de esa disfunción social aceptada por todos. Despidiéndose de su amada, cerca del clímax final de la película, Jekyll se considera en el infierno, pues él no puede sustraerse de una lectura moral sobre los actos descontrolados y atroces de su alter ego; pero las imágenes de la película sí van más allá de esa lectura, y el desdoblamiento, de Jekyll y de Hyde como de Muriel y de Ivy, anuncia una tragedia inevitable que no se lee en términos del mero delirio de un mad doctor, antes bien en la síntesis fatídica de una fórmula que, lejos de discriminar la bondad de la maldad del ser humano, inunda con miedo y sangre las fisuras de un tan frágil como injusto y engañoso equilibrio en un funcionamiento social.

SCARFACE, EL TERROR DEL HAMPA

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Scarface

Director Howard Hawks

Guión Ben Hecht

Música Adolph Tandler, Gus Arnheim

Fotografía Lee Garmes, L. William O’Connell (B&W)

Reparto Paul Muni, George Raft, Boris Karloff, Ann Dvorak, Karen Morley, Osgood Perkins, Vince Barnett, C. Henry Gordon, Edwin Maxwell

Universal Pictures, EEUU. 1932. 95 minutos

La incógnita despejada del cine de gángsters

Aunque Paul Muni diera indudablemente la talla y vistiera de carisma a su Tony Carmonte (y poco después participara en filmes como Soy un fugitivo, Mervyn LeRoy, 1932), al actor austriaco no lo contemplamos hoy como a James Cagney. Aunque Ann Dvorak ofreciera una interpretación cuya intensidad va a la par que el tono, eléctrico y febril, del relato, y aunque en aquellos años del precode protagonizara algún otro título celebrado para LeRoy, Michael Curtiz o William A. Wellman, tampoco hoy se recuerda como un exponente destacado del star-system. Entre el reparto de la película, pírricamente contaríamos a George Raft en esa categoría, a no ser por un Boris Karloff que aparece en apenas dos breves escenas. Ello es debido a que Scarface, la película de Howard Hughes, no pudo contar con los actores de mayor celebridad, todos en nómina para unos estudios que no quisieron cedérselos. Hawks, al parecer, tuvo que buscar el grueso de ese reparto entre los teatros de Nueva York, y los resultados le avalaron. Scarface, hoy, supone un bofetón en toda regla en los morros del sustento del star-system, bofetón en cuanto demostración evidente de que esos nombres asociados a tipologías de personajes no eran conditio sine qua non para urdir una gran película. De forma menos evidente, incluso nos permite reflexionar en contra de ese sistema: el no reconocer de entrada un rostro, cuando media el talento en la dirección de actores y la puesta en escena, invita mejor a adentrarse en las sinuosidades de los personajes implicados que cuando comparece ese rostro del que, antes de hacer un solo gesto o decir una sola palabra, ya sabemos o esperamos muchas cosas.

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Este es un apunte, un aspecto que me ha llamado la atención tras su visionado hoy, ochenta y cinco años después de su realización. En estas líneas conviene moverse en ese nivel, el de apuntes, pues de Scarface está tanto dicho, y con tanta profusión, que quizá a estas alturas resulta absurdo centrarse en los elementos categóricos que hacen de ella lo que es, un título culminante del primer jalón del cine americano versado sobre lo gangsteril, y un título crucial en el devenir del cine negro, amén de la, probablemente, primera obra maestra incontestable de Howard Hawks. Sin embargo, el goce absoluto que sigue produciendo su visionado en pantalla grande invita al espectador, a quien esto escribe, a entretenerse en esos apuntes que hacen de la película una experiencia fuerte del cine de todos los tiempos.

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En el celebérrimo plano-secuencia del arranque del filme vemos una sombra acercarse a un jefe mafioso, una sombra a la escuchamos silbar, hasta que ese silbido termina y, sin que la sombra nunca deje de ser lo que es para mostrar quien la proyecta, un disparo nos indica que ha ajusticiado al gángster. En esta secuencia aparecen dos de los diversos antídotos infalibles de la película. Por un lado, Hawks y su ciencia escenográfica, que a lo largo del metraje, exacerbando los postulados de Wellman en el excelente título del año anterior para la Warner (El enemigo público, 1931), comprende y aplica una máxima fundamental para dotar de idiosincrasia a su relato: que hay que recurrir a fórmulas imaginativas -basadas en el fuera de campo, en el sonido, en los juegos de composición y montaje- para plasmar la virulencia que cartografía necesariamente un relato que narra el rise & fall de un gángster sin que los censores -con quienes, de todos modos, el filme tuvo serios problemas, ello y a pesar de ser un título pre-codeamputen la obra de sentido. Por mera cuestión de poderío formal ya forma parte del patrimonio del cine la imaginación que destilan soluciones como la de este arranque brutal o la secuencia de la matanza del día de San Valentín (y esa imagen inolvidable de las sombras desvaneciéndose al son de una ráfaga de disparos), el montaje de las pursuits motorizadas y tiroteos, o secuencias de transición tan espectaculares como aquélla que mixtura en la misma imagen las páginas que vuelan de un calendario con las balas que escupe una ametralladora; pero no se trata solo de forma, pues su sentido narrativo es pleno, su capacidad para comunicar, para evocar, para causar una impresión en lo dramático está fuera de toda duda.

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El otro elemento primordial de la solución de la primera secuencia de la obra tiene que ver con su guionista, Ben Hecht, pletórico en una exploración narrativa tan sincrética y gráfica como rica en matices y anotaciones metafóricas, a las que Hawks (que se reunió con él para la manufactura del guion en apenas… ¡once días!) responde con esas estratagemas visuales y señas a los actores que quedan inmortalizadas en imágenes. De esa secuencia inicial rescataríamos el hecho de que, aunque podamos presuponer que el asesino ha sido Tony Carmonte, ello quedará confirmado cuando le escuchemos silbar al acecho de otra víctima. Y es un detalle de tantísimos que definen, o más bien desentrañan, a los personajes y ambientes como signos, celebrando el poder de la metonimia. Scarface, desde sus créditos de inicio a la imagen final, es la película de la “X” que indica la presencia de la violencia, enunciación teórica que fascinaría a los modernos años después: hablo de los Ray o los Fuller, que estilizarían y refinarían, pero no variarían, idéntico recurso expresivo. Scarface es la película de la metralleta, la que Tony recoge en un asalto precisamente contra su persona para plantarlo en el cuartel general de la mafia significándose como lo que es, el más temerario y peligroso de todos ellos. Scarface es la película de ese silbido antes aludido, de la moneda al aire que recoge (y al final deja de recoger) Gino (Raft) o de las vidrieras con inscripciones en la puerta que se rompen como anticipo de rendiciones y estragos. También de las llamadas telefónicas, incorporando en ese sentido la comicidad vestida de patetismo del personaje del otro ayudante de Tony, Angelo (Vince Barnett), incapaz de dar un mensaje a su jefe hasta que ese patetismo deriva en lo trágico en los últimos compases de la función. Scarface, en fin, incorpora una cartografía de significantes que hoy se contemplan como un acabado juego de pistas sobre las incógnitas que deben despejarse en el territorio cinematográfico gangsteril. Ese mundo es suyo, como proclama el cartel que vemos en tres y decisivas ocasiones de la película (que, no es de extrañar, sedujeron a Brian De Palma para darle la réplica en su estupenda versión de la película filmada medio siglo después, El precio del poder (1982)).

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Pero no terminamos de comprender la grandeza de la obra sin atender a los matices dramáticos que, tan armónicamente, cohabitan con esos signos externos voluptuosos. Principalmente relacionados con la definición depredadora de Tony, que la cámara contempla, fascinada, en su relación con el resto de peones en la trama; por un lado está el pulso cada vez más latente con su jefe, Johnny Lovo (Osgood Perkins), que se sublima en parte a través del juego de atracción que Tony establece con la amante de este, Poppy (Karen Morley); por el otro, y en el territorio de lo lírico e incendiario, los visos incestuosos de su relación con su hermana Cesca (Dvorak), que al principio parecen no otra cosa que una sobreprotección fraternal fruto de un determinado acervo educativo/socio-cultural, pero conforme la trama avanza van progresando hacia conceptos más recónditos y sórdidos, a resolver en los dos sucesivos clímax de la película, el asesinato de Gino y la encerrona final en la morada de Tony, donde, exangüe, Cesca y él mantienen una conversación conmovedora. Con el auxilio de su extraordinario operador Lee Garmes, Hawks, en ese devenir progresivamente más luctuoso de la función a partir del atentado para matar a Tony que termina en un accidente de coche, aplica un juego de sombras que van intensificándose para enmarcar el sino trágico que inevitablemente envuelve a los personajes. Estoy hablando, en efecto, de líneas definitorias de atmósfera noir depurada, de cerrazón anímica, que en este caso resulta particularmente tortuosa tomando en consideración la clase de (innegable) empatía que en el espectador puede despertar un personaje tan despiadado como Tony. La citada conversación final entre este y su hermana resume bien esa relación problemática que el gángster mantiene con el espectador, a través de esa definición de ánimo febril, enloquecido y ya a punto de capitular del único modo posible: todas esas sombras parece que ya han inundado el paisaje hasta colarse en el interior de los dos personajes, que sienten el miedo y la soledad en sus adentros, que se enfrentan al pavor de la nada, del desperdicio, del sinsentido de sus actos, y en ese momento final de flaqueza pugnan desesperadamente por redimirse a los ojos del espectador apelando a lo más inconfesable: el amor que se profesan. La solución, desde cualquier punto de vista, es de una potencia y calado expresivos de difícil parangón. Tras su finalización, tras el cierre, abandonamos la sala del cine pensando que Scarface, el terror del hampa sigue siendo una obra arrebatada, absorbente, brillante, imprescindible. De esas que explican por qué amamos el cine.

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HURACAN SOBRE LA ISLA

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The Hurricane

Director: John Ford

Guión: Dudley Nichols, según la novela de Nordhoff & James N. Hall

Intérpretes: Dorothy Lamour, Jon Hall, Mary Astor, C. Aubrey Smith, Thomas Mitchell, Raymond Massey, John Carradine, Jerome Cowan

Música: Alfred Newman

Fotografía: Bert Glennon

EEUU. 1937. 103 minutos

 

La fotografía, la atmósfera, el ritmo

Aunque hoy a menudo se olvide, cuando Huracán sobre la isla se estrenó en su día, noviembre de 1937, era, más que otra cosa, cine-espectáculo. Atiéndase sino al entusiasta comentario que Frank S. Nugent le dedica a la obra en la crítica en el New York Times publicada al estreno del filme, con mención específica al responsable de sus efectos especiales, James Basebi: “Sólo Dios puede hacer un árbol, pero James Basevi hace terremotos (San Francisco, W.S. Van Dyke, 1936), plagas de langostas (The Good Earth, Victor Fleming, 1937) y huracanes. La tormenta que elabora en The Hurricane, la adaptación espectacular de la historia de aventuras Nordhoff-Hall que se estrenó en el Astor anoche, es sin duda el más grande de sus logros. Es un huracán cuya explosión repercute desde el foso de la orquesta hasta el primer entrepiso. Es un huracán que obliga a torcer la mirada, a estremecer los oídos con su retumbar, a sostener un corazón que da un auténtico vuelco. El huracán Basevi es, en una palabra, despampanante.” He considerado importante transcribir estas palabras por ser una elocuente evidencia del efecto que en su día produjo en el espectador la película al contemplarla en una gran pantalla –la única pantalla que había por entonces, por supuesto. Y hoy –ochenta años después– no deberíamos juzgar eso con condescendencia, o pensar en ello como una tramoya formal que el tiempo ha convertido en anecdótica: bien al contrario, parte importante del análisis de la obra, como reflejo ético-estético de su tiempo, debe tener en cuenta esas circunstancias, esos términos específicos de relación que la obra establece con el público.

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El anterior e introductorio párrafo sirve también, a ser posible, para plantear el análisis huyendo un poco del latiguillo o lugar común que acompaña a la glosa del filme, ese que nos dice –lo han adivinado- que Huracán sobre la isla “es un título menor de Ford”. The Hurricane, título original de la película, fue un proyecto que Samuel Goldwyn estuvo acariciando durante dos años, y que inicialmente debía contar con Howard Hawks tras las cámaras. Por razones que no vienen al caso Hawks se descabalgó del proyecto, recayendo a la postre en Ford, a quien le gustaba el libro que sirve de sustrato. Así, el cineasta volvía a ponerse a las órdenes de Goldwyn un lustro después de rubricar bajo su batuta El doctor Arrowsmith (1931), y, como en aquella ocasión, su relación fue tirante:  Ford pretendía rodar la película en escenarios naturales, lejos del control o intromisión del productor (la misma razón por la que siempre manifestó que le gustaba ir a rodar westerns a Monument Valley), y Goldwyn se empeñó en filmar el grueso del filme en los estudios de Hollywood, por supuesto impuso su criterio y dio al traste con las aspiraciones “de libertad” del director. Goldwyn y Ford no volverían a colaborar, pero Huracán sobre la isla permanece, a pesar de esos pesares, como una obra muy notable, en la que el director, parapetado en los temas que ocupan la trama –la intromisión de los occidentales en la idílica existencia de los polinesos, sojuzgada por ese clímax que da título al filme–, pudo desarrollar una obra en la que esporan algunos de sus intereses reconocibles, principalmente el enfrentamiento entre la ley natural y los pespuntes rígidos de la mal entendida (o directamente mezquina) autoritas que ejercen los colonizadores, o, expresado de otra forma, el conflicto libertad versus orden.

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Aunque relato sobre los Mares del Sur, nos hallamos por supuesto lejos de las latitudes documentalistas de Tabú (F. W. Murnau, 1931): aquí prima la estilización, los rigores que imponen los patrones industriales y las convenciones genéricas en la materialización de un argumento de trama harto sencilla. En ella, por un lado, Terangi (Jon Hall), un joven y muy querido miembro de la comunidad indígena, y que a su vez ocupa un lugar destacado en la tripulación del Katopua, el navío que aprovisiona su isla, es apartado de la mujer con la que acaba de casarse, Marama (Dorothy Lamour) cuando, por culpa de una reyerta en un bar, es injustamente condenado a prisión en uno de sus viajes a Tahití. Por otro lado, el cacique francés local, el gobernador DeLaage (Raymond Massey), desoye las súplicas del resto de miembros de la comunidad, incluyendo a su doctor (Thomas Mitchell), al cura (C. Aubrey Smith), al capitán del navío (Jerome Kowan) e incluso a su propia esposa (Mary Astor), que le piden insistentemente que utilice sus influencias para liberar a Terangi; e incluso, cuando aquél, tras diversos infructuosos intentos, logra escapar, exige a cualquier precio su captura y nuevo cautiverio, por mucho que ese mandato quede en segundo término cuando el huracán del título asole la pequeña isla…

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Ford comprende que lo sencillo, casi gráfico, de semejantes premisas del relato merecen una apuesta narrativo-visual que del mismo y gráfico modo efectúe hincapié en la distancia insalvable entre la cuadratura de esa existencia cuadriculada y burocrática que personifica DeLaage y la inocencia, pureza de corazón y rotunda belleza física que acumula Terangi (un Jon Hall de quien el cineasta arranca una buena caracterización por sus aptitudes físicas, si bien en los primeros planos, careándose con la mirada y rostro hechicero de Lamour, deje en evidencia sus limitaciones expresivas). Haciendo buena esa dicotomía como constante coda del relato, Ford alterna algunos breves pasajes en dependencias interiores, donde tienen lugar las conversaciones entre DeLaage y los miembros occidentales de su comunidad (y donde el cura y el médico –personajes de pura cepa fordiana– ejercen de voz de su conciencia, o incluso admonición sobre la inutilidad e injusticia de su proceder legalista), con otras en las que la cámara se regodea con el paisaje, con los alardes atléticos de Terangi, o con sus encuentros amorosos con Marama. Bien acompañado por una poderosa partitura de Alfred Newman, y aún más por la excelente dirección fotográfica de Bert Glennon, Ford enfrenta el constreñimiento de los actos y palabras del cacique en esas imágenes filmadas en cámara estática y en horizontal con la sensación de libertad, de exotismo desatado, y de armonía entre el ser y su entorno características de esas panorámicas magnéticas, hermosísimas, de los lugares paradisíacos donde tiene lugar la acción (efecto, añadamos, especialmente meritorio dada la ya comentada creación en estudio del completo paisaje a excepción de algunos fondos).

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Lo más interesante de semejante apuesta formal es la posibilidad de trascender los parámetros o perspectiva condescendiente que canaliza la habitual mirada sobre “el buen salvaje” de Rousseau: Huracán en la isla, por esa radicalidad en el planteamiento del conflicto desde estrategias de puesta en escena y montaje, lleva el mismo a una abstracción que se impone a los inevitables condicionantes maniqueos. Y la máxima expresión de ese conflicto, de esa abstracción, tiene lugar en los angustiosos pasajes que relatan el cautiverio de Terangi, filmados desde ribetes expresionistas que acentúan el elemento melodramático, alcanzando su cénit en la fatídica secuencia en la que, desesperado, el joven intenta suicidarse colgándose en esa celda que es un laberinto de claroscuros.

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En lo que concierne al celebrado clímax, fue preparado en efecto por Basebi en colaboración con Stuart Heisler (acreditado como Director Adjunto), pero bajo la batuta de Ford, quien rodó directamente también esas secuencias, en las que formidables tanques de agua se volcaron literalmente sobre los escenarios edificados hasta anegarlos. Quizá Nugent, a quien hemos citado al inicio de la reseña, le faltó añadir el nombre del director en esa encomiástica loa a la labor de filmación del huracán. O quizá, aún más sencillo, debemos darle la razón a Tag Gallagher (John Ford: el hombre y su cine, Akal, Madrid, 2009, pág. 194) cuando resuelve que “el efecto de la tormenta llama menos la atención que el ritmo sereno y señorial del montaje de Ford. Jamás una catástrofe resultó tan majestuosa”. En efecto, Ford filma la secuencia con toda solemnidad, sin música, insistiendo en el efecto de un cadencioso repiquetear de campanas, solución que enfatiza ese algo de alegoría bíblica que traduce el desencadenamiento de las fuerzas naturales que se llevará por delante la lógica miope y cicatera de los colonizadores. Huracán sobre la isla fue realizada en 1937, dos años antes de que Ford, a partir de La diligencia (1939) alcanzara el pináculo de su éxito. Pero ni es ni debería confundirse con una obra menor.

EL TESTAMENTO DEL DOCTOR MABUSE

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Das Testament des Doctor Mabuse

Dirección: Fritz Lang

Guión: Fritz Lang y Thea Von Harbou,

según personajes creador por Norbert Jacques

Intérpretes: Rudolf Klein-Rogge, Otto Wernicke, Oscar Beregi Sr., Gustav Diessl, Karl Meixner

Música:  Hans Erdmann  

Fotografía:  Karl Vash y Fritz Arno Wagner

Alemania. 1933. 109 minutos.

Del terrorismo y el terror

Tras haber tenido que abandonar Alemania, Fritz Lang lo admitió siempre que fue preguntado al respecto: cuando concibió (aunque fuera por encargo), escribió –por última vez formando tándem con Thea Von Harbou– y realizó Das Testament des Doctor Mabuse tenía en mente e intenciones la velada alegoría contra los postulados político-ideológicos del partido nacionalsocialista. Así que podemos decir que, literalmente, fue alguien que vivió en sus propias carnes la amenaza del nazismo quien, por primera vez, designó el rol que la Historia y el Cine le dejó asignado al Tercer Reich para la posteridad: la representación del mal en estado puro, y como valor definitorio de su orden político y social. Partido nazi que ascendió al poder precisamente a poco de finalizar el rodaje del filme, y antes de estrenarlo, y cuyos mandatarios llegaron a tiempo de comprender la denuncia y prohibir el estreno de la película en Alemania (se proyectó por primera vez en Viena el 12 de mayo de 1933). Reverberaciones del célebre discurso nietzschesiano sobre el superhombre campan, en efecto, gráciles sobre la descripción de la admiración-sumisión que el profesor Baum (Oskar Beregi) profesa por el aparentemente desquiciado Mabuse (Rudolf Klein-Rogge); el primero ofrece la clave en una encendida conversación que mantiene con el inspector Lohman (Otto Wernicke, asumiendo el mismo rol que había desempeñado un par de años antes en M, el vampiro de Düsseldorf) ante el cuerpo ya sin vida del Doctor, cuando manifiesta su rendida admiración por la mente privilegiada del que había sido su paciente (de puertas afuera) y mentor (de puertas adentro), recogiendo la soberbia, insidiosa y vil declaración de las intenciones de esa psique genial y patológica descrita en la primera película de la singular trilogía de Mabuse, El Doctor Mabuse (Dr. Mabuse der spieler, 1922), pero extendiendo su alcance a lo político-ideológico, en ese discurso que habla de derrocar el orden establecido y fundar otro que favorezca el poder absoluto por la vía de insuflar un ilimitado miedo entre el pueblo. Aunque, bien mirado, el alcance alegórico quizá no deba limitarse únicamente a aquella coyuntura concreta, si pensamos que el instrumento escogido por Mabuse para alcanzar sus fines no es otro que… el terrorismo.

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Sobrenatural

Lang patrocina algunos interesantes juegos alusivos y especulares a ese primer título en este segundo, pero del sustrato literario firmado por Norbert Jacques (novela-serial publicada originalmente por entregas en el Berliner Illustrierte Zeitung) ya queda apenas el personaje protagonista, o, más bien, ese legado definido en el propio título, apasionante en su propia y tan imaginativa concepción (Mabuse se halla en estado catatónico, pero su mano escribe y escribe, primero garabatos, después palabras y frases con sentido, finalmente ese testamento consistente en instrucciones precisas para cometer actos delictivos de toda índole), dejando la sensación de que el hombre, Mabuse, no era más que un receptáculo de un ente maligno, ¿inmortal?, que se aparece cual espíritu a los que llama a ser sus sucesores, literalmente poseyéndolos según se atestigua en una determinada secuencia del filme. Semejante premisa, y la osadísima exploración narrativa y visual que lleva a cabo Lang de la misma, nos lleva de entrada a plantearnos apasionantes digresiones relativas a los territorios genéricos que el cineasta transita y habilita. Esa definición de lo maligno asida tanto desde lo espiritual (lo que significa, sus estragos) como desde lo sobrenatural (cómo se articula, más allá de la conciencia y la muerte individual) ofrece valiosísimos referentes tanto a, en la primera vertiente, elementos definitorios de la radiografía socio-cultural como fuente para la fijación del estatuto criminal (estoy hablando, por supuesto, del cine negro) cuanto, en la segunda, su ubicación limítrofe con otros territorios, de apariencia fantástica y concreción terrorífica, que liberan el fuego de lo intuitivo del storyteller y edifican términos de sofisticación que, empero, nada tienen de efectistas, pues encajan de forma congruente y armónica en los enunciados narrativos como significante subjetivo y patológico, pues en las sucesivas apariciones del Doctor Mabuse (además, con unos ojos deformes, que le dan al rostro una efectiva apariencia de monstruosidad), éste se halla solo con un único personaje, siendo por tanto la manifestación visual de una alucinación, la mella patológica causada en un personaje. (Y, atiéndase al respecto, que esa fórmula de hacer convivir lo objetivo con lo rabiosamente subjetivo, que atraviesa todo el relato, se erige sin duda en una seña de modernidad de la película, pues las convenciones aún vigentes de tanto los thrillers como los filmes de género fantástico han explotado y siguen explotando esa fórmula de coexistencia entre lo que es y lo que un personaje cree que es, generando infinidad de ardides cuyo fin último siempre es el replanteamiento de los términos del relato).

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La ley, la conciencia y sus opuestos

No hay nada especialmente complejo en las investigaciones policiales que dirimen el curso de los acontecimientos (pues las pistas que llevan a las detenciones y al descubrimiento de la identidad del nuevo Mabuse son siempre circunstanciales), porque el filme prioriza otras intenciones en su desglose de los conflictos entre personajes. Como uno de sus patrones estructurales se sirve de la figura y labor del comisario Lohman, estandarte y anclaje objetivo que se complementa con otros dos; uno, el que tiene que ver con Kent, el personaje que –introduciendo fuentes realistas, de la coyuntura inflacionista del pasado reciente en Alemania, en su descripción– se vio abocado tiempo atrás al mundo de la delincuencia y ahora trata de escapar de la influencia de Mabuse (opción de conciencia, espiritual, pero que se representa a través del amor que siente por una mujer, mediante diversas e inspiradas secuencias en las que Lang filma al personaje solo, en su cubículo, sirviéndose de detalles –una flor, una carta a medio escribir– para describir ese debate que el personaje mantiene con su conciencia, y que terminará desaguando en su convencional –aunque limitada en sus efectos– dimensión heroica); el otro, que quizá no es tanto un personaje como un lugar, el sanatorio mental en el que, como Lohman manifiesta cuando ata cabos, “todo converge”: donde Mabuse pasó los últimos años de su vida como paciente, y desde donde, después lo sabremos, su heredero despliega los planes mefíticos dictados por el primero. Así postulados los motores estructurales del relato, vemos que conviven la Ley, la conciencia y la neta oposición a las dos cosas, parcelas narrativas autónomas pero entrecruzadas de forma soberbia en la telaraña que, siguiendo la estela genial de su anterior película, Lang va tejiendo a través del montaje.

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La dimensión fatídica

En esas alturas estratosféricas de la creatividad de director vienés –que, empero, no pienso entretenerme en afirmar ni desmentir que sean sus más altas cotas filmográficas, por la profunda admiración que siento por la mucho más espinosa trayectoria artística desarrollada durante dos décadas en los EEUU–, el cineasta es muy capaz de encapsular un relato de proposiciones multiformes en un férreo trenzado formal y narrativo, y, al mismo tiempo, desglosarlo a través de estrategias de lo más diversas, siempre lúcidas, efectivas y, por si fuera poco, de todo punto elegantes. En su magnífico monográfico sobre el cineasta publicado en la colección Directores de Cátedra, Quim Casas nos habla por ejemplo de “el detalle realista elevado a la máxima potencia”, aludiendo al tratamiento del sonido en secuencias como la de arranque, en el que el estruendo sordo y sincopado de las máquinas son único fondo sonoro, ejemplo al que cabría añadir otro ubicado en el otro extremo del metraje, las sirenas de los bomberos que se siguen escuchando mientras Kent (Gustav Diessl) y Lohman inician su persecución motorizada del responsable del atentado contra la planta química. Ello nos sirve a modo de ilustración del tono y la temperatura emotiva que el cineasta propone, una pátina de frialdad que refleja de forma mecánica los actos criminales y su reparación desde la investigación policial (la secuencia en la que se revela la inscripción que Hofmeister (Karl Meixner) efectuó con su anillo en el cristal de la ventana; la excepcional secuencia del asesinato en la vía pública, en un semáforo), pero que se eriza en la dimensión fatídica y patológica que lo sumerge todo (y aquí me refiero tanto a las consecuencias de los actos delictivos –los estragos que causan las bombas, el asesinato, la locura en la que acaba recluido Hofmeister-, cuanto a todas esas referidas secuencias protagonizadas por el espíritu del anciano Mabuse, y, también, las ráfagas de violencia psicológica que se plasman como glosa atmosférica de esa presencia siempre subliminal, siempre temible, del genio del mal –unos planos de calaveras y máscaras exóticas en el despacho del doctor Baum; la sombra de Mabuse dibujada, recortada en la pared del cubículo en el que Kent y Lili tratan desesperadamente de escapar; los planos acelerados, tomados en semi-contrapicado, que muestran el boscaje que ilumina el haz de luz de los faros del coche de Baum cuando, en los últimos compases de la película, huye desesperadamente a ninguna parte…).

 http://www.imdb.com/title/tt0023563/

Todas las imágenes pertenecen a sus autores

M, EL VAMPIRO DE DÜSSELDORF

M – Eine Stadt sucht einen Mörder

Dirección: Fritz Lang

Guión: Fritz Lang, Thea Von Harbou

Intérpretes: Peter Lorre, Ellen Widmann, Inge Landgut,  Otto Wernicke, Theodor Loos, Gustaf Gründgens

 Fotografía: Fritz Arno Wagner

Montaje: Paul Falkenberg

Alemania. 1931. 110-118 minutos.

 

El horror entre nosotros

          Quizá no sea tan célebre como Metropolis, pero para muchos es la obra más inmortal de Fritz Lang, lo que equivale a decir que se cuenta entre las más excelsas películas de la Historia del Cine. Realizada en 1931, es la primera película sonora de Lang, y ese elemento, el sonoro, la posibilidad de establecer diálogos, se exprime con inmenso talento por intereses y motivos que, como analizaré, inciden en lo antropológico y lo sociológico; pero el peso de las palabras en la película no es más primordial que el que revisten las imágenes, poderosas del mismo inicio al cierre de la función, y que correlatan y visten de espiritualidad el aparato racional que habita en los diálogos y soliloquios. Lang coescribió este M, el vampiro de Düsseldorf con la que entonces era su esposa, Thea Von Harbou, partiendo de material extraído sobre los actos de diversos asesinos en serie que por aquellos años, la tercera década del siglo pasado, proliferaron en Alemania, y especialmente el sangrante caso de Peter Kürten, a quien la opinión pública bautizó precisamente como “el vampiro de Düsseldorf», un psycho-killer (término, lo sé, de acuñación muy posterior) que causó auténticos estragos en el seno de la sociedad alemana, un estado da alarma social que se extendió durante quince largos meses y hasta que, de forma casi accidental, la policía pudo dar con él. Precisamente la película propone un zeitgeist, un mosaico radiográfico global, partiendo de la anécdota criminal concreta. Se trata de una apuesta narrativa altísima, que se fragua de forma excepcional, soberbia, inolvidable. Las maneras cinematográficas que el cineasta esgrime, que en realidad gestionan los atributos expresionistas con consideraciones de planificación y puesta en escena de otro corte bien distinto, se dirigen a la simiente de uno de los géneros cinematográficos más míticos y populares, el cine negro, que le debe a la película muchas de sus señas más esenciales, desde el abordaje de lo procedural al discurso social, todo ello arropado bajo el inclemente manto de un estado de ánimo, una mirada y una emergencia escorados en lo malditista.

 

Aunque todas las buenas películas merecen un estudio concienzudo y pormenorizado, siempre partiendo de la imagen, el de M, el vampiro de Düsseldorf es uno de esos aún más selectos casos en los que se haría preciso un análisis plano a plano. Por desgracia, no dispongo de tiempo para efectuar semejante pormenorización analítica, pero sí intentaré indagar en la obra con un mínimo de escrupulosidad, siguiendo para ello un orden narrativo cronológico. Partiendo, por supuesto, por la primera y célebre secuencia. La película arranca mostrando a unos niños jugando en un patio mientras tararean la cantinela del hombre del saco. La idea reviste suma audacia, y además invita a una correspondencia con la última secuencia, protagonizada precisamente por unas madres que han perdido a sus hijas. En ese arranque Lang se sirve de un encadenado de montaje, recurso que le será muy útil a lo largo del metraje para profundizar al máximo en los multiformes focos narrativos. En este caso se carea a la madre que espera y a la hija pequeña, a quien se la ha llevado un extraño, el asesino. Diversos planos ubican el drama de forma recogida: una mesa vacía, el hueco de una escalera en la que no hay nadie, una pelota que rueda por el suelo, un globo que se lleva el viento. Lang propone un categórico velo narrativo para atizar todos los horrores en la imaginación del espectador, al mismo tiempo que se introduce el elemento de la cotidianeidad, en la que germina el horror.

Acto seguido, y durante un cuarto de hora, ha lugar la (re)presentación del estado de histeria colectiva que se genera en el seno social, así como de la infructuosa labor de la policía, lo que se articula a través de una genial solución narrativa: una conversación entre el superintendente de la policía y el ministro de interior sirve de hilo conductor para glosar en qué modo se está organizando la búsqueda, su dilatado alcance; las imágenes, de corte documental, explican con la mayor precisión esa labor que va de lo policial a los infinitos agentes civiles implicados, la cámara recurre a menudo a planos semipicados, en los que la altura delimita precisamente lo que tiene de objetivo o desapasionado esa crónica; al mismo tiempo, se engarzan planos de detalle para una ilustración más diáfana de la metodología policial empleada –las huellas dactilares, la carta remitida por M a la policía…-, y, Lang, con suma astucia, hace derivar esa armónica progresión descriptiva al rostro del asesino, Peter Lorre mirándose al espejo mientras en over se escuchan los perfiles sobre su carácter emitidos por un perito calígrafo. Más allá de su influencia en el imaginario cinematográfico, inabarcable, el resultado cinematográfico no admite paliativos, es sencillamente brillante.

 

Pasados los primeros veinte minutos de metraje, se produce un cambio. Pasamos a la narración  de un acontecimiento acotado y concreto. Es una secuencia nocturna. Se muestran las calles de la ciudad. Un silencio muy intencionado acompaña esos diversos planos, en los que vemos cómo se organizan diversas brigadas de persecución y control. La policía se introduce en los bajos fondos, empieza a hostigar a delincuentes comunes. Volvemos a tener un ejemplo de la sobrada elegancia descriptiva de Lang en los diversos planos que se detienen en las mesas o estancias recién abandonadas del garito en el que la policía efectúa su redada, o en ese lento movimiento de cámara que nos muestra al detalle todo el material delictivo intervenido. Oxigena el drama una secuencia magnífica, en la que la propietaria del local departe con uno de los agentes policiales, exponiéndole que la insanía del asesino de niñas nada tiene que ver con la clientela de su bar, por dudosa que sea su reputación, detallándole la animadversión que sus clientes sienten por ese asesino, precisamente porque le responsabilizan de esas redadas casi periódicas, añadiendo que “a más de un mozo fornido he visto derramar una lágrima al leer sobre las atrocidades del asesino”, y defendiendo a las prostitutas por la empatía que sienten con las víctimas, porque “dentro de cada una de ellas existe el instinto de una madre”.

Acto seguido, y haciendo buena la presentación previa del underworld de la ciudad, se introduce un elemento cardinal de la trama: se narra que la conmoción alcanza también a los hampones del crimen organizado –otro detalle revelador de un estado de ánimo, o más bien una presión psicológica: un gángster abre la puerta y, antes de entrar, se detiene al ver una persiana abierta, obligando a sus compañeros a cerrarla por miedo a ser observados… Es un modo sin duda elocuente de describir el modo en qué las suspicacias empiezan a llegar al extremo de lo irracional-, que precisan dar fin a los asesinatos, pues el estado de alarma social y presión policial que ha generado el infanticida les está perjudicando el negocio de tal modo que “si esto no se soluciona rápido, llegaremos a la quiebra”; es interesante el soliloquio del que lleva la voz cantante en esa reunión clandestina, que establece las diferencias sobre la clase de delincuencia entre unos y otro en términos de moralidad, pero aún lo es más el modo en que Lang articula cinematográficamente el modo en que se alcanza ese pacto inadmitido pero tácito entre las fuerzas del orden y las del desorden social: otra vez sirviéndose de un encadenado de montaje, entre ese meeting en los bajos fondos y una reunión de la policía, en la que una frase se empieza a pronunciar en una de las reuniones y se termina en la otra: el discurso, de tal modo, se vuelve intercambiable. En esa buena lógica, la cámara nos muestra como unos y otros miembros de una y otra reunión se van levantando de sus asientos y van desgranando protestas, que establecen parangones a los dos lados de la ley: mientras unos hablan de efectuar redadas, los otros hablan de buscar soplones, y en ambos casos se aboga por establecer alianzas en esa dirección unívoca de dar caza al asesino. Pero, por desgracia, las cosas son complicadas: el agente de a pie, el inspector Lohmann, que poco antes hemos visto encabezar la redada, incide en la absoluta falta de eficacia de la colaboración ciudadana a todos los niveles, que no sólo resulta estéril, sino que añade ingentes dosis de confusión a la labor policial. Las reuniones terminan por degenerar: unos hablan de buscar a alguien con poderes telepáticos, otros creen que la recompensa por la captura debe ser mayor…

 

Al final de esa reunión, y tras unos planos generales en semipicado en los que se plasma el desconcierto y desánimo de las dos fuerzas que cohabitan en la ciudad, uno de los hampones propone recurrir al “sindicato de los mendigos” en aras a seguir a los sospechosos de forma sutil. Ello introduce uno de los momentos cinematográficos más alucinantes de la película: un larguísimo plano-secuencia que nos muestra las dependencias de ese sindicato, mostrando el detalle de sus quehaceres ordinarios –las recolectas de colillas, de relojes y bisutería, de comidas…-, la cámara llegando a elevarse para visitar, sin corte aparente de por medio, el piso superior, en el que se están reclutando a esos mismos mendigos con los propósitos especificados por el gángster en la secuencia precedente. Se trata, por supuesto, de una inapelable muestra de virtuosismo, pero por encima de todo destaca la majestuosidad expositiva a la que sirve.

 

Vuelve a aparecer M, y otra posible víctima. En un primer instante vemos al asesino comiendo tranquilamente una manzana en un tenderete callejero de frutas, pero después la cámara busca una forma singular de mostrar, hacer visual, lo obtuso de sus impulsos psicopáticos: descubre a una posible víctima, una niña, a través del reflejo de un espejo cuadriculado que se halla en un escaparate que el asesino estaba observando. Lorre se muestra desconcertado, entre la excitación, la expectativa y la sensación de vértigo. Puro Lang, el abordaje visual de las motivaciones particulares y actos del asesino se deslinda perfectamente de las estrategias narrativas y formales que atañen al relato sobre los agentes externos; aquí, la subjetividad, lo intuitivo, lo sugerente se hace fuerte. Es en este instante que aparece el tema de Edward Grieg que el personaje (que no Lorre: otro actor lo dobló) silva, la música incidental que escribió para el Peer Gynt de Ibsen, concretamente el pasaje de “En la cueva del rey de la montaña”, que deviene en ese leit-motiv que los anales del cine reclaman como celebérrimo, curiosamente en una secuencia en la que se tuercen sus planes, pues la niña, que estaba perdida, se reencuentra con su madre. Acto seguido, vemos a M acompañar a otra niña, y, en un detalle argumental muy irónico, un vendedor de globos nada menos que ciego escucha el silbido y recuerda la melodía, efectuando una asociación con lo acontecido en una de las secuencias iniciales, en la que el asesino le compró un globo a la niña que después asesinaría, mientras tarareaba la misma melodía de marras… Sigue la secuencia de acoso a M, esos picados vertiginosos en los que Lang propone lo geométrico para relatar el enfrentamiento entre M y sus perseguidores en las calles solitarias, hasta que el perseguido se acaba escondiendo en un edificio de oficinas, mientras la policía ha hallado otra pista, del lugar donde escribió la nota que envió a los periódicos.

 

Tiene lugar entonces la larga secuencia del acoso a M en el interior del edificio, una secuencia en la que los agentes del crimen organizado toman por la fuerza el edificio –protegido por tres vigilantes nocturnos a los que toman como rehenes- y van cerrando el círculo entorno a su objetivo. La cámara detalla con fría minuciosidad cómo se organiza y articula esa squad, y, otra vez, se sirve de planos de detalle para pormenorizar cuestiones referidas a la seguridad del edificio –las alarmas y su control en sede de la comisaría, o las tareas de forzado de candados o accesos-, incidiendo de nuevo, siempre mediante símbolos y a través de los circunloquios que habilita la trama criminal, en el discurso sobre los férreos mecanismos del orden público, y cómo se dilapidan merced de los estragos de un solo individuo de comportamiento que, por psicopático, es, entre otras cosas, difícil de prever y por tanto, de neutralizar. No se trata, me parece a mí, de que Lang intente en momento alguno tomar partido subjetivo a favor del asesino ni de justificar sus atrocidades; antes bien de plantear una digresión en profundidad en términos sociológicos, sobre la fina línea que deslinda el comportamiento individual y social. Es por esta rama del discurso, siempre agazapada bajo el relato criminal de la película, que los censores detectaron –como después volvería a suceder con su última película en la Alemania de entreguerras, El testamento del Doctor Mabuse– el potencial crítico sobre los mecanismos de funcionamiento del nacionalsocialismo. Vista la obra en perspectiva, y como sucede con los clásicos, el discurso no se limita ni se agota en ese contexto concreto, sino que su vigencia y sentido pueden extrapolarse a cualquier otro modelo de sociedad: M, el vampiro de Dusseldorf levanta acta sobre cuestiones de funcionamiento social que resultan tan turbias como ciertas, y que resultan incómodas para aquéllos que ostentan el poder y establecen esas reglas, siempre imperfectas, de funcionamiento. Y en este punto alcanzamos una de las razones esenciales de la contribución artística y vigencia de esta obra (tanto como, por supuesto, de su condición de filme referencial a nivel absoluto del cine negro), predicado que, por lo demás, bien puede extenderse al grueso posterior filmográfico del genial cineasta.

 

Tras el episodio del asalto al edificio cerrado, en la proverbial desenvoltura narrativa orquestrada por Lang y Von Harbou en su libreto, pasamos a una serie de interrogatorios policiales en los que, al mismo tiempo, la policía y el espectador atan cabos, y que nos dirige hacia la posterior e inolvidable secuencia, en la que vemos que M sí fue capturado, y recluido en una antigua fábrica abandonada –se especifica el porqué: pertenecía a “una empresa que quebró durante los tiempos de la inflación”; que cada uno extraiga sus propias conclusiones sobre si es anecdótica o no esa explicación al respecto-, y en la que el asesino debe hacer frente a nada menos que una vista pública, la alternativa en los bajos fondos de cualquier enjuiciamiento ante un tribunal penal, circunstancia que se subraya mediante ese lento movimiento horizontal de cámara que encuadra a innumerables miembros de ese underworld organizado, todos ellos escrutando al sospechoso con el mismo rictus severo de un multitudinario jurado popular, y la posterior intervención del ciego vendedor de globos que lo identificó, prueba de cargo concluyente complementada con las imágenes de diversas víctimas que se le muestran al infanticida, llevándole a perder los nervios. De hecho, el apasionante desarrollo de esa vista judicial alternativa está destinado a hacer las delicias de cualquier estudioso del derecho penal, pues Lang y Von Harbou se sirven de tan chocante coyuntura para poner en tela de juicio (nunca mejor dicho) las razones garantistas de la teoría del delito y su aplicación procesal, herramientas del sistema jurídico que eluden los organizadores de este juicio en los bajos fondos por considerarlos ardides legales que revierten en la ineficacia de la justicia material. Pero los considerandos no terminan ahí, y se establece una dialéctica muy marcada: M se opone a la legitimidad del tribunal, razonando –¿de forma irrefutable?- que la condición de delincuentes de los enjuiciadores les inhabilitan para ese ejercicio de la justicia: regresamos a los parámetros discursivos a los que nos hemos referido en el párrafo anterior, ahora llevados al extremo, pues no se trata tanto de la literalidad del argumento que M esgrime cuanto de la constancia que la película levanta de la falla insalvable entre las razones del individuo y del grupo/sociedad con la que colisiona, cuando tanto uno como otro están maculados en sus posturas. Lang captura a Peter Lorre en plano medio, en posición algo agazapada, los músculos en tensión, las manos entreabiertas, y M habla de sus enfermizas e incontrolables pulsiones psicológicas -esto es, incide en su condición de inimputable, pues es incapaz de incontrolar esas pulsiones-; la cámara recoge diversas reacciones entre el público, hombres que escuchan y que asienten con la cabeza, comprendiendo de qué les está hablando M, sintiendo despertar una empatía hacia él. Tras la atormentada confesión del infanticida, a quien la película no defiende, sino que respeta en lo dramático como individuo con todas las consecuencias –lo que equivale a esas garantías de la teoría del delito a las que hemos hecho alusión-, el juzgador principal, el jefe del hampa, propone asesinarlo porque “un hombre que dice que no puede controlar sus impulsos, debe ser exterminado, debe desaparecer”: en la emisión de esa sentencia condenatoria, se extiende hasta eclosionar el incómodo discurso sobre la colisión entre el individuo y la sociedad, porque, de admitir que el gángster tiene razón, y dejando de lado su dudosa legitimidad, la duda que se nos plantea es cardinal: ¿quién está legitimado para decidir, una vez abolidas las garantías? Su carencia, precisamente, es lo que define el funcionamiento de los estados totalitarios. No es anecdótico que el abogado defensor, en su arenga, mencione, por primera vez en la película “el Estado”, para decir que “nadie tiene derecho a castigar a un hombre que no es responsable de sus actos, ni siquiera el Estado”. En el lugar en el que Lang filmó la película, sin ir más lejos, los peligros de ese déficit de garantías darían sus perniciosos frutos en menos de un lustro, por no hablar de lo que sucedería después, hasta el final de la guerra en 1945.

 

Queda el cierre de la película, la emotiva conclusión filmada a todo lo glosado. La policía ha intervenido justo antes de que M fuera linchado por la multitud valentonada. Se celebra, finalmente, un juicio penal. Pero no se detalla lo que sucede. Bastan dos imágenes. Una, la de los miembros del tribunal posicionándose en el acto de dictar una sentencia, que es condenatoria, aunque no se diga. La otra, última de la función, dedicada precisamente a las víctimas: un plano encuadra a tres madres que perdieron a sus hijas menores; la que está en el centro se lamenta en voz alta: ¿acaso eso devolverá la vida de mi hija? La película funde a negro. La mujer ha puesto el dedo en la llaga del retribucionismo: ¿de qué sirve el ojo por ojo? Fritz Lang se alza de forma contundente contra la pena de muerte. Aunque, mucho más allá, recoge donde desaguan tantos y tan incontrolables horrores de este mundo. En el dolor.

http://www.imdb.com/title/tt0022100/

http://criterioncollection.blogspot.com.es/2005/05/30-m.html

Todas las imágenes pertenecen a sus autores

LA DILIGENCIA

 

Stagecoach

Director: John Ford.

Guión: Dudley Nichols, basado en un relato de Ernest Haycox, a su vez inspirado en un cuento de Guy de Maupassant.

Intérpretes: John Wayne, Claire Trevor, Andy Devine, Thomas Mitchell, John Carradine, Louise Platt.

Música: Gerard Carbonara.

Fotografía: Bert Glennon

Montaje: Otho Lovering, Dorothy Spencer

EEUU. 1939. 94 minutos.

 

Historia del Cine

        Corría el año 1939. David O’Selznick estaba enfrascado en la finalización de la megalómana Gone with the Wind. El que terminaría siendo director del filme de Selznick, Victor Fleming, acababa de dirigir a su vez una obra que se convertiría en ineludible referente tanto del cine fantástico como del musical, The Wizard of Oz. Capra disfrutaba de la cresta de su éxito, y dirigía una de sus brillantes comedias imbuidas del optimismo crítico, Mr Smith goes to Washington. El gran Raoul Walsh, no tan lejos de aquel espíritu capriano y del New Deal, estrenaba The Roaring Twenties, cine de gángsters en clave social. Todos ellos hicieron historia, sin duda, pero, estudiando escrupulosamente los anales del Cine, debe convenirse que ninguno de ellos alcanza la trascendencia de esa obra titulada Stagecoach, que dirigió John Ford, aquel hombre que, según él mismo afirmó en las postrimerías de su carrera, “hacía películas del oeste”. Si exceptuamos a los grandes amantes del western, pocos, por no decir ninguno, son los títulos del género que a uno se le ocurre citar antes de Stagecoach. Y es que, por aquellos años, las películas del oeste aún se hallaban arraigadas a la mera celebración épica que había alumbrado al género ya en el periodo silente; y de hecho, fuera por lo cansino de la repetición de la fórmula, fuera por las otras apuestas que la irrupción del sonoro conllevó, el western parecía haber quedado relegado a un perfil cualitativamente inferior, los estudios les prestaban escasa atención, gastando poco dinero, y a menudo derivando en lo folletinesco. King Vidor y Cecil B. De Mille fueron de los pocos cineastas que intentaron dignificar el género. Pero no fue hasta Ford y Stagecoach que cambió todo. Suya fue la fe, la motivación y el talento precisos para redefinir, y así engrandecer, el que la historia ha acabado definiendo como “el género cinematográfico por excelencia”. Por esa, entre muchas otras razones, nadie puede dejar de contar a Ford entre los más grandes maestros de la Historia del Cine.

 

En el camino

        Y es que, más que citar determinadas premisas argumentales, el sobresaliente talante narrativo del autor o diversas soluciones de puesta en escena señeras de la modernidad, interesa desglosar Stagecoach en todos los estadios de su realización para apreciar lo indómito de la tarea de sus responsables, Ford como decisivo orquestador. Lo primero que destaca del filme es su libreto, el relato que contiene, que treinta años más tarde hubiera podido tildarse tranquilamente de road movie, pero que en los parámetros de entonces definiríamos simplemente como “un viaje”. Un relato que acaece mayoritariamente hallándose diversos personajes en ruta, en el camino de Tonto a Lordsburg; un camino inhóspito, pues existe la seria amenaza de encontrarse con los Apaches –encabezados por Gerónimo-. Es un relato coral, protagonizado por hasta nueve personajes que se reúnen en la diligencia, que habitan en ese camino: una dama de alta alcurnia, un jugador enamorado de ella, un doctor alcohólico y una prostituta que han sido echados de Tonto por la Liga de la Moral, un banquero que acaba de cometer un desfalco, un apocado comerciante de whisky, el sheriff, el conductor del carromato, y, last but not least, un joven cowboy a quien el sheriff detiene durante el camino, un tal Ringo Kid; personajes que conforman, en la compresión de espacio y tiempo, un más que singular microcosmos, que es a la vez categórico de las diversas tipologías arquetípicas del género, pero, por la vía de un determinado y minucioso desarrollo de sus conflictos dramáticos, prestos a una exploración psicológica por aquel entonces inédita (aunque hoy, para mi gusto, resulte tan suculenta como hace sesenta años, lo es por motivos diferentes: precisamente yo celebro el portento de clasicismo). El filme está basado en el relato, firmado por Ernest Haycox, quien a su vez se había inspirado en un cuento de Guy de Maupassant, Boule de suif (Bola de Sebo). Vemos, pues, que el material de partida era muy noble, demasiado para que casi nadie confiara en él para aplicarlo a los márgenes de ese género. Ford pujó por él, lo adquirió por 2500 dólares, contrató a Dudley Nichols –guionista de prestigio que había escrito The Informer cuatro años antes- para confeccionar el libreto, planificó una producción modesta, rehuyó el star-system (la mayoría de actores eran, además de excelentes, desconocidos; en el caso de John Wayne debe comentarse que era, ya entonces, contando con treinta y dos años, un icono del género, pero, al hilo de lo comentado en referencia a las limitadas proyecciones comerciales del mismo, ello no le convertía en una celebridad), y porfió durante meses para encontrar una financiación, que finalmente logró de un productor independiente, Walter Wanger.

 

El humanista

        Probablemente lo más llamativo del filme sea su proverbialidad narrativa, la pasmosa facilidad con la que se construyen situaciones, pensamientos, conflictos y emociones. Sólo parte de responsabilidad en ello la encontramos en los diálogos, directos al meollo, nada rimbombantes, cada línea conteniendo una idea valiosa a entramar en la densa arquitectura de personajes. Pero ese pragmatismo en lo dialogado está perfectamente correspondido con la planificación, la puesta en escena, la dirección de actores y esa concepción tan dinámica del montaje que convirtió a Ford en una leyenda, uno de los cineastas que mejor pulía cada uno de los elementos cinematográficos en pos de lo esencial. Y aquí lo esencial es, claro, la materia épica consubstancial al western, pero matizada por unas reglas éticas muy determinadas, que siempre habitan más allá de la ley, sea llenando sus lagunas o incluso oponiéndose a un orden establecido que no contempla las muchas y valiosas dimensiones del heroísmo. Ahí tenemos a Dallas (Claire Trevor) y a Doc (Thomas Mitchell), estigmatizados, desclasados, repudiados por las fuerzas vivas del entorno (la una no se libra de la sombra de un ayudante del sheriff hasta que entra en la diligencia que la alejará del pueblo; el otro carga a cuestas con poco más que un cartel en que reza su nombre). Tenemos al director del banco huidizo (atiéndase al modo despampanante en el que se presenta al personaje: primero, le vemos atendiendo tras su mostrador, y Ford individualiza un plano medio del actor, impertérrito; poco después, en semejante encuadre del interior del banco, vemos que su mujer le pide algo de dinero y le recuerda que les toca comer con las miembros de la Liga del Orden, de la que ella es cabecilla; Ford repite el plano medio del actor, impertérrito; pero, acto seguido, cuando la mujer se ha marchado, se agacha, abre la caja fuerte y extrae un fajo de billetes que guarda en una cartera; en una secuencia posterior, le vemos subiendo a la diligencia: más que situarnos, Ford nos ha dejado claro con esos pocos planos que a la tentación de robar se le suma el hastío del banquero hacia su petulante esposa; tomar la diligencia supone cruzar la linea de la legalidad, y al mismo tiempo dejar atrás una gris y funcionaria existencia…). Tenemos al caballero sureño de moralidad continuamente puesta en duda pero que, por el modo en el que Ford filma gestos y miradas, adivinamos que le mueve un móvil digno cuando sube a la diligencia, móvil que no es otro que su inclinación amorosa hacia la dama, y dignidad que se verá certificada en el altruista desenlace del personaje. Y tenemos, claro, a Ringo (John Wayne), cuya enfática presentación (los tres segundos más llamativos del filme: la cámara se acerca a él, que está haciendo señas a la diligencia, termina en un primer plano del actor, y corta) ya es toda una declaración de intenciones, y que después, como corresponde a la clase de caballero que encarna, se unirá sentimentalmente con esa clase de dama tan particular que representa Dallas (y aquí no estoy haciendo sorna, sino incidiendo precisamente en esa noción de unos códigos éticos que Ford siempre subraya como superiores, incluso en su oposición, a los aceptados). 

 

Monument Valley

John Ford ya llevaba muchos westerns a cuestas, pero por primera vez rodaba en las ahora míticas localizaciones de Monument Valley. Si tenemos en cuenta que en los doce (y un tercio, contando How the West was won) westerns que filmaría tras Stagecoach Ford volvería a aquellas localizaciones, podemos inducir la inspiración que el cineasta recibió de aquellas desérticas e inmensas soledades, y deducir la relevancia, clave, de aquellos parajes para desentrañar parte importante del meollo del western  fordiano. Huelga decir que el leit-motiv visual del filme que nos ocupa reside en las panorámicas que nos muestran el avance de la diligencia por la llanura desnuda, árida, inabastable por la cámara. Realmente, en una obra en la que prima tanto el trazo descriptivo de motivaciones íntimas de personajes, ese contraste telúrico, tan ávidamente buscado por Ford, se nos presenta como algo que se sitúa aún más allá de la marca identitaria y la fuerza atmosférica. Esa carretera casi inexistente que debe llevar a los personajes a Lordsburg posee una cualidad alienante, ingrávida, perfecta plataforma para desentrañar las pulsiones íntimas de los personajes, y al mismo tiempo contiene la simiente del desafío, de la aventura… del peligro. La secuencia climática del ataque de los Apaches, justamente célebre por su espectacularidad y por el modo en que Ford fijó una caligrafía que se convertiría rápidamente en arquetípica, supone a su vez la culminación narrativa de la función, al arrojar a los personajes a su destino, ese desafío, la colisión entre un microcosmos que revela los renglones torcidos de la civilización y la inequívoca y única realidad de la barbarie. En Stagecoach, es cierto, los indios no tienen mayor papel que ése, son meros comparsas. Pero que conste que Ford no se olvidó de ellos. Aún quedaba un largo camino que recorrer antes de llegar al otoño de los Cheyennes.

 

Fordianas

        Stagecoach es una de las muchas obras maestras que nos ha dejado John Ford. Los mejores directores, al ser capaz de exprimir con tanta sabiduría y destreza los elementos que componen el lenguaje cinematográfico, consiguen dejar una poderosa impronta de su universo personal, de sus inquietudes y motivaciones, del sentido último de su creación artística. Así, por su trascendencia, el clasicismo contiene algo suyo. En lo que se refiera a la relevancia de Ford, y aplicándome a esta película, déjenme decir que a mí me emocionan sobremanera, por citar algunos ejemplos, el tratamiento de la historia de amor que se concita entre Ringo y Dallas, que abraza todos los espectros, de las distancias cubiertas implícitamente, con miradas, en el interior de la diligencia, a la cercanía de los cuerpos en la secuencia del comedor, reivindicando la dignidad que les une por encima de los prejuicios, o del hálito y explosión romántica de las secuencias nocturnas que terminan con la propuesta de matrimonio a la reunión definitiva, en la última escena del filme, en la que montan en el carromato y él le pone a ella su sombrero (sin olvidarnos de la resolución elíptica del ajuste de cuentas entre Ringo y los tres hermanos: Ford mantiene el suspense, porque sólo escuchamos los disparos en la distancia, pues la cámara se fija en el rostro angustiado de Dallas). Me quedo con los comentarios sarcásticos con los que Doc responde a cada acusación que recibe por su alcoholismo galopante, o con el único brindis convencional –cuando la diligencia ya llega a su destino- que precisamente se convierte en inoportuno –pues es interrumpido por el ataque de los indios-. Me conmueve la secuencia interlúdica en la que la mujer apache canta una canción, momento de sugerencias que, inopinadamente, anticipan lo inquietante. Me sobrecoge, como al propio Ford le sobrecogen los nacimientos de los niños, el modo en el que filma la tensa espera que precede a ese final feliz, y su resolución: el encuadre lleno de humo, pues los hombres, cuando están nerviosos, fuman por doquier, y Dallas se acerca a ellos portando al retoño en brazos (humo de tabaco y recién nacidos reunidos en un encuadre, algo, por cierto, demasiado políticamente incorrecto hoy en día, al igual que ver cómo los conductores de los carromatos tiran piedras a los caballos para espolearlos; estampas políticamente incorrectas, sí, y al mismo tiempo, plausibles demostraciones de autenticidad).

 http://www.imdb.com/title/tt0031971/

http://www.filmsite.org/stagec.html

http://billsmovieemporium.wordpress.com/2009/01/19/review-stagecoach-1939/

http://www.monstersandcritics.com/dvd/reviews/article_1172116.php

http://seul-le-cinema.blogspot.com/2009/02/stagecoach.html

http://www.classicfilmguide.com/index.php?s=essential&item=403

http://www.dvdverdict.com/reviews/johnwaynejohnfordcol.php

http://www.dvdbeaver.com/film/DVDReviews22/stagecoach_dvd_review.htm

http://www.rottentomatoes.com/m/1019774-stagecoach/

http://homepages.sover.net/~ozus/stagecoach.htm

Todas las imágenes pertenecen a sus autores

EL JOVEN LINCOLN

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Young Mr Lincoln

Director: John Ford.

Guión: Lamar Trotti

Intérpretes: Henry Fonda, Marjorie Weaver, Pauline Moore, Alice Brady, Arleen Whelan, Eddie Collins.

Música: Alfred Newman.

Fotografía: Bert Glennon

Montaje: Walter Thompson

EEUU. 1939. 101 minutos.

Ford, 1939

1939 fue un gran año para John Ford, o más bien para los amantes de su Cine. Realizó hasta tres películas, las tres que merecen figurar en los altares de las obras maestras. La primera y más célebre de todas fue La Diligencia (Stagecoach), obra clave en la evolución del western. La menos conocida es Corazones indomables (Drums Along the Mohawk), primera película que Ford rodó en color y una valiosísima aportación del cineasta al género americana. Y entre una y otra –en celebridad, y también cronológicamente- ubicamos El Joven Lincoln (Young Mr Lincoln),  la que aquí nos ocupa, y que nos sitúa en el marco histórico de la tercera y cuarta décadas del siglo XIX para relatar de forma ficcionada (sin otro corsé histórico que el geográfico y los antecedentes profesionales de Lincoln) algunos avatares de la vida del que llegaría a ser el decimosexto Presidente de los EEUU, y aquél en cuyos mandatos le tocó lidiar con la más terrible crisis que jamás asoló a la nación norteamericana, la Guerra de Secesión.

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Su lugar en la Historia

Una mirada depredadora, propia de los tiempos que corren -en los que el expolio/ninguneo de los valores del cine clásico es moneda de cambio de los amantes de esa entelequia que cada uno moldea a su gusto y todos llaman “modernidad”-, podría acusar a Ford de construir un relato de costuras hagiográficas, o de planteamiento y tratamiento desfasados. Nada más lejos de la realidad. Ford, que siempre se caracterizó por exponer de forma sencilla cuestiones complejas, aborda aquí un retrato de Abraham Lincoln en el que todos los elementos se abordan desde una perspectiva superior a la de las anécdotas (más o menos dramáticas) que informan el estricto relato: la perspectiva histórica, no limitada a perfilar los rasgos del futuro Presidente, sino presta a extenderse, desde el ansia con que se escrutan los microcosmos rurales en los que acaece la acción (New Salem y Springfield), sobre las condiciones sociales y culturales de aquel periodo histórico, y, desde las sutiles alegorías y simbolismos, sobre nociones ciertamente románticas (por el peso de lo trágico) de la infamia bélica que estaba por llegar y del prematuro final de Lincoln, asesinado en las postrimerías de la Guerra. Una mirada depredadora, amén de ignorar tan denso trasfondo del relato puesto en imágenes y palabras, desconoce la trascendencia real de Abraham Lincoln, un personaje a quien Isaac Asimov, profundo conocedor de la historia de los EEUU y escritor bien poco sospechoso de patrioterismo vacuo, calificó de “indudablemente, el hombre más eminente de la completa Historia de los Estados Unidos de América”.

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Henry Fonda es Abe Lincoln

Lo primero que llama la atención del filme es la esmerada caracterización (incluso física) a la que es sometido Henry Fonda para vestir la piel de Lincoln. Los rasgos del rostro y el cabello, su figura delgada y enhiesta apuntalada por el sombrero de copa, una muy peculiar forma de andar, detalles como la tiesura que le caracteriza al bailar… Esa caracterización busca, es cierto, el reconocimiento icónico por parte del espectador sin duda familiarizado con los bustos y retratos del personaje en su madurez que escultores y pintores nos han legado (algunas de las cuales aparecen en imágenes en el epílogo de la función). Pero esa elección descriptiva, el aura peculiar tan subrayada del personaje, pretende y logra habilitar puentes entre la condición política superior que le confieren los manuales de Historia (oficial) y la más espontánea y rasa inmersión del personaje en el contexto cotidiano de estos capítulos preliminares a la Historia propiamente dicha y escrita (el objeto del relato, lo que yace bajo esa Historia oficial).

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El hombre tranquilo

Ford demuestra su inagotable gusto y sapiencia por/para describir las usanzas de la vida comunitaria, y hace a Lincoln partícipe de situaciones que movilizan y, de modos bien diversos, obligan a interactuar a la colectividad, desde un desfile de veteranos de la(s) Guerra(s) de Independencia a las sesiones de un Juicio Oral, desde las diversas actividades propuestas durante la Fiesta Mayor de Springfield a un mítin político, desde un baile para los miembros más significados del lugar a la crispada porfía de los ciudadanos por linchar a dos hombres acusados de asesinato. Lincoln es, como decía, participante activo de esos diversos acontecimientos que describen los valores (y sus carencias) de la comunidad, pero también es, habilitando la carga reflexiva de que se dota al personaje y que contiene el filme, un humilde y avezado observador (pienso, por ejemplo, en el maravilloso encuadre que lo muestra en primer término, de espaldas, observando el claro del bosque en el que se está practicando la detención de los hermanos Clay). Es de esa cualidad de observador (y de una madurez sentimental alcanzada con dolor –según nos referiremos en el próximo párrafo-) que emergen muchas de las grandes virtudes que del personaje nos presenta la película (tanto merced de los atinadísimos monólogos escritos por Lamar Trotti como del modo determinado en el que la cámara de Ford carea a Lincoln con el resto de personajes): la prudencia y la profunda capacidad psicologista que le sirven para empatizar con el resto de las personas, a menudo utilizando una pose flemática y un tono campechano, siempre para conseguir convencerles de sus argumentos, entroncados principalmente en la defensa de los Derechos Individuales (todo ello patente en infinidad de situaciones, una de las más destacadas, la secuencia del intento de linchamiento de los hermanos Clay, en la que Lincoln logra convencer in extremis a la muchedumbre enfurismada de la necesidad de seguir los cauces jurídicos y las garantías inherentes a un juicio).

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Lo telúrico

Probablemente el fragmento más recordado del filme –y que acaece cuando no llevamos ni un cuarto de hora de metraje- es aquél que refiere la relación amorosa entre Abe Lincoln y Ann Rutledge y la profunda impronta que deja su pérdida. Se suele citar el portentoso elipsis con el encadenado de dos planos del río, de resplandeciente a la luz del sol primaveral a helado en el inclemente invierno, que atraviesa el que en realidad no es un largo lapso de tiempo, pero en el que Ann le es arrebatada por la muerte (con lo cual el lapso, si lo medimos en términos sentimentales, sí es cuantioso, y de ello se sigue que Lincoln sea un personaje en cierto modo endurecido, que ha perdido la jovialidad de la juventud, pues perdió su significante). Y a ello se debe sumar la secuencia previa, que en realidad es de presentación del personaje femenino, en la que la pareja pasea por un sendero que transcurre junto al río mientras ella le convence de que debe estudiar Derecho, y que termina en el momento en que ella abandona al encuadre y la cámara sigue a Abe tirando una piedra al agua, plano que ya encadenará con el que cierra la elipsis. Y el sentido de esa elección particular –la del agua- para atravesar en off la pérdida de Ann encuentra eco más adelante, a medio metraje, en la secuencia del baile, instante en el que una dama sureña pretende cortejar (que no ser cortejada) por Lincoln y le invita a salir afuera con ella a tomar el fresco, momento en el que Abe pierde su mirada en el agua del río que pasa cerca de la casa, y Ford abandona la secuencia porque todo lo demás –que él no ha superado el recuerdo de Ann y que por tanto no tiene ningún interés por aquella ni ninguna otra dama- se da por sentado. En cualquier caso, el agua como símbolo puede verse como la punta de lanza de la trascendente utilización que Ford efectúa de lo telúrico, y que, merced de logradas composiciones, cobra peso como herencia cultural y parte de la personalidad de Lincoln: sus descansos tumbado en la hierba, su destreza con el hacha para cortar troncos, su afición por los paseos al aire libre, incluyendo el que cierra el relato, bajo una luz crepuscular que precede a una tormenta, obvia alegoría del inclemente futuro que le espera a él en particular y a la nación en general.

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Una guerra fratricida

Hay otra alegoría, ésta mucho menos aparente, tanto que quizá forma parte de mi exclusiva libre interpretación, pero que formulo desde la perspectiva del conocimiento de la obra de Ford y de sus convicciones político-históricas y tratando de implementarlo con el subtexto del relato que nos ocupa de forma coherente y congruente. Hablo de la que tiene que ver con los dos hermanos Clay juzgados por asesinato y que esperan una probable condena para los dos, pues ambos se confiesan autores del crimen tratando de salvar a su hermano, y la madre de ellos, que vio lo que pasó, no puede manifestarse al respecto, pues decir quién de ellos fue el asesino supondría escoger qué hijo pretende salvar y a cuál condenar. Ese (tan bien hallado) conflicto dramático se expone en dos ocasiones: primero en la deriva de la conversación que ella mantiene con su letrado, Lincoln, y luego en uno de los clímax de la vista judicial, cuando el Fiscal la presiona para que diga un nombre y ella se niega a hacerlo. Creo que desde el prisma de la madre de los hermanos, éstos representan a los dos bandos enfrentados en la Guerra de Secesión, el Norte y el Sur. En el bienentendido de que para Ford la madre es el motor de la familia y la familia es el corazón, el alma y el motor de América, queda patente que la Sra. Clay es la propia nación americana, y la necesidad de escoger un vencedor y un perdedor (salvar a un hijo, condenar a otro), personifica la deshonra de una guerra fatricida, en la que, por lo demás, el abogado defensor de la Sra. Clay, Lincoln, se significa como el defensor de los intereses de la nación, el Presidente. La Sra. Clay, finalmente, se libra de declarar y es merced de un sentido discurso de su abogado: cuando el Fiscal le recuerda que el falso testimonio (pues no decir lo que se sabe constituye falso testimonio) está penado con la cárcel y acusa a Lincoln de no conocerse las leyes, éste le replica que “quizá no sepa mucho de leyes, pero sé lo que está bien y lo que está mal, y obligar a una madre a declarar contra su hijo está mal”. Lincoln, el contemporizador, el que siempre tendió su mano a la reconciliación por el bien de la unidad de los Estados Unidos, aquél cuyo legado fue el deseo ferviente de dejar atrás las rencillas entre los Estados divididos y no favorecer a los vencedores, expone en la sala judicial algo que es de notoria traspolación a la Guerra Civil Americana: quizá fue inevitable, quizá las oposiciones entre uno y otro bandos estaban tan enquistadas que estaban abocados a terminar enfrentándose, pero en cualquier caso estuvo mal, por encima de todas las razones jurídicas y políticas, que los súbditos de una misma nación se aniquilaran los unos a los otros de la forma tan furibunda en que lo hicieron…

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Queda, aunque antes ya se ha mencionado, ese cierre en el que Lincoln se despide de la familia a la que ha salvado de la ruina y le vemos seguir su camino como cierre del relato. Por un lado es una solución muy obvia, que, en una obra tan llena de hallazgos visuales y tonales, quizá no merece descollar. Pero por otro lado es una solución muy hermosa y muy fordiana. Vemos ese plano general, con la figura de Lincoln alejándose en la parte baja de un encuadre en cuyas alturas se concreta un horizonte atiborrado de nubes. Acto seguido, otro plano estático, pero que muestra la presencia más cercana de Lincoln, que cruza parsimoniosamente el encuadre hasta desaparecer y dejar, en ese vacío, la lluvia. Los compases del himno de batalla de la República que acompañan ese último compás dan paso a la fanfarria, que acompaña la imagen del político inmortalizada en mármol. Dos cosas me llaman la atención poderosamente de esa solución. Por un lado, es un cierre del relato que es a la vez, muy deliberadamente, puerta entre la ficción y la realidad, o más bien entre el mito representado en el filme y el mito cartografiado en los anales de la Historia. Por el otro, y al mismo tiempo, son imágenes que rezuman la clase de emoción que destila la narrativa fordiana, narrativa sobre América, epitomizada aquí en esa su figura más ilustre: Ford conjuga la épica, la valentía, el coraje, y también la amargura y la tragedia en ese camino que se abre, el que todo el conocedor de la Historia conoce, el camino a la emancipación y a la guerra, el camino al cisma de la nación –que tan a punto estuvo de desaparecer- y a la muerte violenta que espera al personaje. Ford, sólo Ford, es capaz de aglutinar todos esos conceptos hagiográficos, ese cargar su país y la Historia a sus espaldas, en esas breves y sencillas, en esas tan vibrantes, imágenes. Y es un corolario muy pertinente a una película, monumental obra maestra del cine, cuya mayor lección probablemente resida en su capacidad para articular un todo armónico en el que nada lo parece, pero todo es lírico y trascendente.

http://www.imdb.com/title/tt0032155/

http://homevideo.about.com/od/dvdr6/fr/YoungMrLincolna.htm

http://www.dvdbeaver.com/film/DVDReviews8/youngmrlincoln.htm

http://www.rottentomatoes.com/m/young_mr_lincoln/

http://www.dvdverdict.com/reviews/youngmrlincoln.php

http://www.nysun.com/arts/our-lust-for-lives/27106/

 http://decentfilms.com/sections/reviews/2655

Todas las imágenes pertenecen a sus autores

EL DELATOR

The Informer

Director: John Ford.

Guión: Dudley Nichols, basado en la novela de Liam O’Flaherty

Intérpretes: Victor McLaglen, Heather Angel, Preston Foster, Margott Grahame, Wallace Ford, Una O’Connor.

Música: Max Steiner.

Fotografía: Joseph H. August

Montaje: George Hively

EEUU. 1935. 92 minutos.

 

Young Mr. Ford

Realizada en 1935, aplaudida por público y crítica, y laureada por la Academia de Hollywood con diversos premios –mejores dirección, guión, actor principal y banda sonora-, podría decirse que The Informer, rodada por John Ford dieciocho años e infinidad de filmes después de su inicio profesional tras las cámaras, supone el título que consagra al realizador en el seno de la industria. Curiosamente, en la actualidad es uno de los títulos considerados más sobrevalorados del autor de The Wings of Eagles, por razones diversas, tales como considerar su argumento demasiado simplón, por su realización acaso demasiado enfática, o incluso por considerar que Victor McLaglen, estrella absoluta de la función, realizó una composición demasiado afectada del personaje protagonista, Gypo Nolan. Debe decirse al respecto que semejantes apreciaciones obedecen a la perspectiva sobre la filmografía global de uno de los mejores cineastas de todos los tiempos, y que quizá se obvia la contextualización histórica de la cinta, las motivaciones concretas del cineasta en un instante concreto de su carrera y el modo en que intenta –y hasta qué punto consigue- implementarlas en lenguaje cinematográfico. Podemos admitir que The Informer no es una obra maestra como, por poner un ejemplo, The Searchers, al igual que podemos decir que Young & Innocent no es una obra maestra de Hitchcock como si lo es Vertigo. La pregunta es: ¿era imprescindible pasar por  Young & Innocent, o por The Informer, para llegar a rodar, respectivamente, Vertigo o The Searchers? Lógicamente, no existe respuesta para eso. Lógicamente, todo apunta a que probablemente sí.

 

Irlanda (y el Nuevo Testamento)

Con The Informer, el cineasta nacido en Maine en el seno de una familia inmigrante irlandesa filma la primera de las diversas obras centradas en la tierra de sus raíces (las más famosas de las cuales son, sin duda, How green it was my valley y The Quiet Man), y da cauce a un relato –basado en una novela de Liam O’Flaherty- que propone una parábola en clave socio-política de un pasaje del Nuevo Testamento, concretamente la traición de Judas Iscariote a Jesús ante los miembros del Sanedrín. Amén de la descripción textual del relato, la inspiración bíblica queda patente en la constante iconografía religiosa habilitada por las imágenes (algunas de ellas tan evidentes como la resolución de la función en una iglesia, otras tan sutiles como la presentación de la prostituta novia de Gypo -cuyo rostro vemos por primera vez cubierto por un velo justo antes de sacárselo para ir a insinuarse a un potencial cliente-, que ofrece ecos del personaje de María Magdalena), y, en fin, se consagra en el propio inicio del filme, en la sobreimpresión de un rótulo que cita directamente La Biblia. Otro rótulo inicial, sitúa la acción “cierta noche de 1922, en un Dublín revuelto”, lugar (Dublín y la noche) en el que, pues, se produce la actualización del texto en alegoría a los peajes y penurias de la lucha nacionalista del pueblo irlandés contra el invasor británico: el tipo al que Gypo Nolan delata, Frankie McPhillip, es un cabecilla de la resistencia irlandesa buscado por la policía con la acusación de asesinato. Al ser delatado, la policía acude en su captura, pero el aguerrido combatiente no se deja apresar, abre fuego contra su enemigo, y es abatido a tiros (Ford filma el traspaso del personaje de una forma tan bella como influyente: en semipicado nos muestra su brazo irse soltando del borde al que se aferraba, y desaparecer mientras se escucha el ruido del cuerpo precipitándose al suelo).

 

Esencia(s)

Una de las críticas a la obra que he citado, la de su argumento simplón, se sigue de la (al parecer) poca fidelidad del guión de Dudley Nichols al sustrato literario, o al hecho, bien patente, de que The Informer no obedece un patrón de desarrollo argumental nada cartesiano, pues Gypo malgasta rápidamente un dinero que pretendía destinar a llevarse consigo a América a su novia, y después no llega, borracho como está, a elucubrar ninguna excusa mínimamente sostenible para defenderse de la acusación contra él vertida, ni la investigación o resolución del caso por parte de los miembros de la Resistencia se efectúa de una forma que trascienda lo superficial, ni el ulterior proceso de muerte y redención del personaje va más allá de lo obvio. Todo ello es cierto, pero, para mí, The Informer es, principalmente, sombras y brumas abrumadoras en un lugar desolado: el filme perfila una atmósfera que aún hoy luce de forma majestuosa: claramente influido por el expresionismo europeo, Ford echa mano de la pericia de su operador lumínico, Joseph H. August, para construir una sucesión de estampas en claroscuro que desnudan la trama al hueso de esa atmósfera (y que, ello combinado con la parquedad de los espacios, dota al relato de una pátina teatral), un tratado sobre la disposición de la luz sobre los rostros para condensar y acentuar actitudes y sentimientos (y –a diferencia de las intenciones del expresionismo europeo-, el elemento católico): el amor y el miedo, la desconfianza y el rencor, el odio y el perdón… The Informer es una película construida sobre ideas y sentimientos mucho más esenciales que los cuadriculados en el argumento, y la labor de puesta en escena de Ford suma a esa avidez por la experimentación lumínica la clarividencia en la composición de los encuadres, la justa mesura expositiva para convocar la intensidad, de la que se sigue la implicación emocional. Quizá existan aquí más corsés de los que Ford llegaría a aceptar en sus películas a partir de los años cuarenta, quizá el universo que denominamos fordiano aún está en fase demasiado temprana para germinar, pero esa concisión y destreza ilustrativa, probablemente la enseña narrativa más sobresaliente del autor, luce en las imágenes de esta The Informer de principio a fin. 

 http://www.imdb.com/title/tt0026529/

http://www.epinions.com/review/mvie_mu-1010553/mvie-review-5AEE-BEF9872-3985FE45-prod1

http://www.monstersandcritics.com/dvd/reviews/article_1169920.php

http://selfstyledsiren.blogspot.com/2007/03/redeeming-informer.html

http://www.rottentomatoes.com/m/1010553-informer/

http://en.wikipedia.org/wiki/The_Informer_(film)

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TIEMPOS MODERNOS

Modern Times

Director: Charles Chaplin.

Guión: Charles Chaplin.

Intérpretes: Charles Chaplin, Paulette Godard, Chester Concklin, Tiny Sandford, Al Ernest García, Juana Sutton.

Música: Charles Chaplin.

Fotografía: Ira H. Morgan, Roland Totheroh.

EEUU. 1936. 88 minutos.

 

«Recursos» «humanos»

Tras la enérgica fanfarria musical (que algo tiene de amenazante) que puntea sus créditos iniciales, el primer plano de Modern Times nos muestra un rebaño de corderitos avanzando arrebujados (¿hacia el matadero?), imagen que se encadena, en una comparación tan brillante como evidente, con la de un grupo de trabajadores avanzando (arrebujados), hacia la factoría. Son los tiempos previos (y coetáneos) al crack bursátil de 1929, son los tiempos en los que Henry Ford había empezado a fabricar su Ford-T en cadena, ese sistema cuya implantación supuso una revolución por su modo, a menudo despiadado, de optimizar los recursos humanos.

 

La Máquina hostil

Pero regresemos por un momento al primero de los rebaños. Es visible la presencia de una única oveja que destaca entre sus pares. La diferencia el color de su piel. Es una oveja negra: en los primeros –los más míticos- compases de Modern Times, Charlot (en la última ocasión en la que Chaplin se sirve del más célebre personaje de su creación) se enfrenta de muy diversas formas, siempre en lucha desigual, contra el formidable peso de la maquinaria industrial y sus resortes. Chaplin tiene sus continuos incidentes con los compañeros por culpa de su dificultad para seguir el vertiginoso ritmo de la cadena de montaje; sobrelleva pequeños síncopes físicos por el abuso de idéntico movimiento durante toda la jornada; es censurado por el jefe cuando éste le observa desde un monitor en un mínimo descanso en los lavabos para fumar un cigarrillo; sufre en sus carnes los defectos de una infame máquina que pretende reducir la improductividad que supone que los trabajadores coman por sí mismos; … Cuando los nervios que visiblemente se agitan por culpa de tantas ofensas llegan a desequilibrarse, entra en un estado de trance –le da por bailar alegremente- y la emprende contra la completa maquinaria de la factoría en un acto involuntario de sabotaje. Pero antes hemos visto la guindilla: en un momento de su periplo laboral, es literalmente engullido por la máquina de la cadena, y se pasea literalmente empalmado a su circuito interno. Chaplin hace otra vez visible el contenido de su crítica, y la lleva a su extremo visual, en una de las tantas secuencias antológicas que el realizador de Monsieur Verdoux nos dejó.

 

Nacidos para correr

Posteriormente, Charlot tendrá –como siempre- sus más y sus menos con la policía, pero aquella relación alcanzará extrañas paradojas cuando sus siempre involuntarios actos ricen el rizo. Más tarde entrará en contacto con una gamine, una chiquilla huérfana que lucha por la supervivencia en las calles de una ciudad castigada por la pobreza. Con ella, en su dicharachera compañía, uno y otro encuentran un sentido a la tan dolorosa existencia que detectamos en las imágenes, nada risibles, que describen aquel tiempo y aquel lugar. Pero Charlot y su chica son unos inadaptados: la casa se les cae literalmente encima, no progresan en su intento de trabajar en unos grandes almacenes, y sólo encuentran una salida cuando  inopinadamente se les abre una puerta al showbiz. Charlot resulta ser un magnífico cantante cómico, y ella una excelente bailarina. Por un momento, sus sueños encuentran un sentido, pero es sólo un espejismo: la oscuridad de este mundo vuelve a alcanzarles. Tienen que volver a huir. Y se lanzan a la carretera. 

 

Charlot canta

Chaplin realizó esta Modern Times entre 1934 y 1936. Ya hacía unos cuantos años que se había producido la eclosión del sonoro y los viejos pioneros, así como la mayoría de genios del splapstick que reinaron en el periodo mudo, habían sido totalmente desbancados por las nuevas reglas narrativas propiciadas por tan trascendente cambio. Pero Chaplin no se sentía a gusto con el cine sonoro, y en este filme –que puede perfectamente considerarse como el canto del cisne del cine mudo- persistió en las formas que antaño le habían dado (merecida) fama. Siguió fiel al esquema de los veinticuatro fotogramas por segundo (frente a los dieciocho que ya eran convencionales), leve aumento de la velocidad de las imágenes para amplificar aún más la legendaria exageración gestual de su interpretación. Aunque la música y los letreros explicativos siguieron dando la medida de la narración, Chaplin afrontó la existencia del sonido mediante la introducción de diversos motivos y estrategias que dan buena cuenta de la preocupación del creador por esta nueva fórmula expresiva: puede verse su reticencia a la misma en el uso de la palabra únicamente a través de las máquinas (la voz del jefe sólo cuando habla por el monitor, las instrucciones del aparato “alimenta-obreros”, la radio), pero también el rastreo de las posibilidades cómicas del sonoro en secuencias como aquélla en la que se escuchan los ruidos estomacales de una señora que está sentada junto a él en la comisaría. Por lo demás, Chaplin se atreve a mostrar su voz –la primera vez que se escuchó- en una secuencia que tiene mucho de declaración de intenciones: Charlot sale a cantar una canción, pero no se sabe la letra y tiene que improvisar, así que empieza a entonar su melodía valiéndose de un guirigay de vocablos en inglés, francés e italiano (y quizá algún otro idioma) de todo punto ininteligible. En todo caso, vemos que lo que tiene de hilarante su actuación se funda en los excesos de la radiante mímica del actor.

 

El Artista

Se ha dicho en muchas ocasiones que Charlot era anarquista. No sé si alcanzo a semejantes interpretaciones. Sí es cierto que es un provocador, alguien que reacciona contra toda injusticia, contra la oscuridad de este mundo. Pero casi nunca lo hace a propósito. En el fondo, Charlot no deja de ser, nunca, la oveja negra, y se niega en redondo a acabar en el redil. Es el mismo vagabundo (the tramp) que protagonizó los desternillantes cortos de la época dorada del cine mudo, el tutor involuntario de El chico, el poblador insospechado de El Circo, el improbable benefactor de City lights, el inmigrante afamado de The Golden Rush. Es el hombre que no quiere ni sabe funcionar en una comunidad enajenada, el que ni siquiera parece saber porqué termina rompiendo todas las reglas, el que vive en un mundo aparte. Es el Artista, el que trasciende, el que va más allá de lo común, de lo previsto o previsible, y logra arrancarle, de algún modo, esa sonrisa a Paulette Godard en uno de los desenlaces más sobrecogedores de la historia del Cine.

http://www.imdb.com/title/tt0027977/

http://www.filmsite.org/mode.html

http://film.virtual-history.com/film.php?filmid=2075

http://www.miradas.net/2005/n34/clasico.html

http://www.moderntimes.com/palace/chaplin/

http://www.clown-ministry.com/index_1.php/articles/review_of_modern_times_starring_charlie_chaplin_paulette_goddard/

http://grancomboclub.com/2007/12/charlie-chaplin-modern-times.html

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KING KONG

King Kong.

Director: Merian C. Cooper, Ernst B. Schoedsack.

Guión: James Ashmore Creelman y Ruth Rose, basado en una idea de Merian C. Cooper y Edward Wallace.

Intérpretes: Fay Wray, Robert Armstrong, Bruce Cabot, Frank Reicherd, Sam Hardy.

Música: Max Steiner.

Fotografía: Edward Linden.

EEUU. 1933. 87 minutos.

 

Espectáculo

Nadie se resiste a admitir hoy en día que King Kong es, amén de una indiscutible obra maestra del cine, una de las más visibles precursoras del concepto mesiánico del cine fantástico, esto es la búsqueda de la máxima espectacularidad al mayor precio: el rodaje en exteriores, la creación de diversas marionetas articuladas y su fusión con la imagen real, así como el uso de transparencias y demás artesanía del primigenio concepto de efectos especiales, todo ello articulado para lanzar a las plateas el macroespectáculo en que esta King Kong se erige. Y todo ello en 1933, contextualización histórica que ayuda a precisarnos el auténtico viaje cinematográfico que supuso la filmación de la película.

 

En la cima del mundo

Parece fácil buscar en el personaje de Carl Denham –el protagonista del filme- un parangón a la figura y trabajo de Merian C. Cooper y su colega Ernst B. Schoedsak, intrépidos aventureros –y visionarios- del Séptimo Arte, que cazaron a la bestia del espectáculo en mayúsculas, y lo entregaron a la civilización, en el espectáculo de Broadway –de los cines- tanto como en la mismísima cima del Empire State Building–, que es el escenario del clímax del filme y pasó a convertirse, por derecho propio, en uno de los iconos más reconocibles del cine-.

 

Pura magia

Y no podemos dejar de hablar del apoyo inestimable que a las imágenes ofrece la sensualidad personificada en el cuerpo, de belleza sublime, de Fay Wray, primera auténtica heroína del erotismo en el cine, capaz de conectar –en esa maravillosa metáfora en la que la completa película se erige tanto textualmente como desde el punto de vista exegético- la racionalidad con lo inverosímil, lo lógico con lo asombroso, lo material con lo mítico, la realidad con el sueño. King Kong es sin duda uno de los títulos referenciales del cine fantástico y del Séptimo Arte en general, y uno de esos escasísimos momentos en los que, aún ochenta años después, las imágenes logran sugerirnos que, allende la brillantez de sus creadores, alguna intervención inabarcable por la razón humana, quizá algún mecanismo inconsciente, se ha adueñado de las imágenes y ha conseguido extraer… pura magia.

http://www.imdb.com/title/tt0024216/

http://www.filmsite.org/kingk.html

http://www.geraldpeary.com/essays/jkl/kingkong-1.html

http://uk.rottentomatoes.com/m/1011615-king_kong/

http://www.fullyarticulated.com/KONGSTORY2.html

http://www.whiskeyloosetongue.com/scripts/kong1933.html

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ALARMA EN EL EXPRESO

The Lady Vanishes

Director: Alfred Hitchcock.

Guión: Sidney Gilliat y Frank Lauder, basado en la novela de  Ethel Lina White.

Intérpretes: Margaret Lockwood, Michael Redgrave, Paul Lukas, Dame May Witthy, Cecil Parker, Linden Travis.

Música: Louis Levy.

Fotografía: Jackie Cox

GB. 1938. 96 minutos.

Antes de Rebecca

Realizada por Hitchcock en 1938, muy poco antes de cruzar el Atlántico y asociarse con David O’Selznick, The Lady Vanishes (título original que sostiene el leit-motiv temático del filme: la dama desaparece) se cuenta como una de las más celebradas obras de la etapa británica de Hitch, sin duda plagada de evidencias del proceso de perfección en ciernes del que con el tiempo devendría una de las marca de estilo autorales más célebres del cine, la mirada hitchcockiana.

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Ironías

Aunque una rápida sinopsis del filme nos lleve a hablar de una trama de espionaje, The Lady Vanishes es uno de los proverbiales (tan abundantes) ejemplos en el cine del autor de The Rope en el que ese contenido temático se muestra, a menudo abiertamente, despreciado por el realizador para centrar sus energías en el estimulante juego de interacciones entre los personajes tanto como en la construcción de un universo inédito, todo ello imponiéndose (deliberadamente, desde la presentación del relato en ese lugar de cuento extravagante) a cualquier afán realista, para atravesar lo dramático con una continua fina línea de ironía y humor más bien negro, que es llevado a los últimos extremos en la resolución de la trama. Así se despliega ante nuestros ojos una historia que parte de un hotel perdido en esa recóndita zona rural de un país centroeuropeo (lugar inventado, y en el que se habla una lengua inventada), elemento de aislamiento aprovechado para efectuar la primera descripción de los personajes, encajada en un tono abiertamente satírico, burlesco en ocasiones hasta lo grotesco, y que se quiebra en un par de secuencias aisladas en las que vemos un asesinato –resuelto visualmente de un modo de lo más estimulante- y un intento frustrado de otro. De ahí pasamos al tren, el “expreso” del título español, el viaje y el peligro que se va desplegando con sabiduría argumental y con el mismo acusado gusto de la cámara por llevar las apariencias al último extremo: resulta muy cara a las intenciones del realizador, y eso se nota en el despacho visual, la ruptura –momentánea- con el tono desenfadado cuando la protagonista descubre que la Sra. Froy ha desaparecido misteriosamente y todo el mundo se ha convertido en cómplice del silencio, el relato de aquel espiral de manía paranoica y persecutoria que asola a la protagonista y que –en plena sintonía con una premisa narrativa clásica de la screwball comedy– la llevará a aliarse precisamente con el personaje a priori más antipático (que, el espectador avispado lo puede avanzar ya en aquel instante, terminará deviniendo dicharachero héroe de la función y ganándose el corazón de la heroína).

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Artificios

Aún sin revelarse el motivo por el que “la dama desaparece” (y cuando se revele, será a medias, no por error de guion sino por las razones ya apuntadas de anécdota argumental o macguffin), el filme se convierte en un filme de suspense y persecución, en el que se desgranan con habilidad las clues que van moldeando el desarrollo de los acontecimientos y el advenimiento de los incesantes peligros, y todo ello sin renunciar a ese tono socarrón  característico y diría que flemático (véase por ejemplo el hilarante tratamiento del enfrentamiento entre los protagonistas y el mago italiano, y en aquella misma secuencia la desopilante utilización de los mil y un objetos –utensilios de magia, cajas con animales, hasta una chistera llena de conejos…- para dar la medida de lo caótico; célebre secuencia del filme que en cierto modo anticipa otra secuencia en un vagón circense y muy peculiar, y con ese mismo sentido del humor tan peculiar, en Saboteur, 1942). Al final queda la sensación de que tan trascendentales persecuciones, disparos e intentos de asesinato forman parte de un evidente juego, al que se le ven los resortes por excelsa pericia y no por falta de ella: la maquinaria del artificio encuentra su final feliz, y al espectador le queda la sensación de haber asistido a un espectáculo endiabladamente entretenido y visualmente electrizante.

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Dicho lo anterior y para cerrar, propongo una definición de contexto. Cuando utilizo la palabra «artificio» me refiero a la (férrea) construcción de un artefacto cinematográfico de reglas y lógicas propias, ése que ya esporaba en El hombre que sabía demasiado (1934) y campaba a sus anchas en 39 escalones (1936).  Pero esas reglas propias no desligan al creador de su contexto. La metáfora del tren que se dirige a una frontera inhóspita, a poco de pensarlo, no es tan difícil de desentrañar: lo conduce el nazismo, y se dirige a la guerra, que es el fin de la inocencia. En el cine de Hitchcock para la Gaumont-British (1934-1938), en la lectura folletinesca y trufada de ironía de los relatos de espionaje, aún había lugar para esa inocencia y para el humor, pero el contexto se iba oscureciendo, y la huida en el tren expreso de esta película ya es in extremis, un último aliento antes del trágico descarrilar del mundo, una última posibilidad de que una melodía, tarareada o interpretada al piano por una espía de afable apariencia, pueda librarnos del Mal.

http://www.imdb.com/title/tt0030341/

http://www.criterion.com/current/posts/508

http://www.archive.org/details.php?identifier=lady_vanishes

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VIVE COMO QUIERAS

You can’t take it with you

Director: Frank  Capra.

Guión: Robert Riskin, basado en la obra de

Moss Hart y George H. Kaufman.

Intérpretes: James Stewart, Lionel Barrymore, Jean Arthur, Edward Arnold, Mischa Auer, Ann Miller, Charles Lane.

Música: Dimitri Tiomkin.

Fotografía: Joseph Walker.

EEUU. 1938. 107 minutos.

 

Discurso capriano

Antes de afrontar la megalómana Lost Horizon, Capra cimentó su más alto prestigio en la industria con este magnífico exponente de la sophisticated comedy, cuyo título, You can’t take it with you se extrae de una conversación mantenida entre Lionel Barrymore y Edward Arnold que contiene la clave discursiva (paradigmática de Capra) de la película: Barrymore le recuerda a Arnold que la riqueza material no te la puedes llevar con la muerte, y que por tanto los excesos capitalistas son tan perniciosos para el prójimo como para con uno mismo.

 

Slapstick y alta comedia

  Antes de llegar a ese clímax narrativo, el sempiterno guionista de Capra, Riskin, y el propio realizador, han enfrentado los antagónicos modus vivendi de los padres de los tortolitos James Stewart y Jean Arthur, el padre del primero (Arnold) acaudalado empresario en expansión, y el de la segunda (Barrymore), hombre de familia y auténtico prócer de la imaginación y la anarquía como patrones vitales. Todo ello en clave de comedia a menudo disparatada (especialmente en cada segmento de la historia que transcurre en la casa de Barrymore, y que termina reveladoramente con fuegos pirotécnicos), cuyos auténticos (e inspirados) lances de slapstick se yuxtaponen con las secuencias no menos jocosas que enmarcan la relación de Stewart y Arthur, y que convergen en un desenlace amable tan del gusto de su realizador.

 

Discurso (II)

  En You can’t take it with you es el provecto Lionel Barrymore quien se erige en auténtico catalizador del discurso, y contrariamente a George Bailey o John Doe, en héroe consciente de su hazaña, que no es otra que la posición a contracorriente de un sistema que, perdido en su propia fórmula, ha olvidado su finalidad. A la postre unas razones mucho menos afables y mucho más reaccionarias de lo que ciertos críticos de esos tan modernos alcanzan a atisbar.

http://www.imdb.com/title/tt0030993/

http://www.eeweems.com/capra/_you_cant_take_it_with_you.html

http://www.dvdmg.com/youcanttakeitwithyoupremiere.shtml

Todas las imágenes pertenecen a sus autores.

HORIZONTES PERDIDOS

 

Lost Horizon

Director: Frank Capra.

Guión: Robert Riskin y Sidney Buchman,

 basado en la obra de James Hilton.

Intérpretes: Ronald Colman, Jane Wyatt, Edward Everett Horton, John Howard, Thomas Mitchell, Margo, Sam Jaffe.

Música: Dimitri Tiomkin.

Fotografía: Joseph Walker

EEUU. 1938. 121 minutos.

 

Utopía

Robert Conway, el protagonista de Horizontes Perdidos, se ve compelido a cambiar el destino de su viaje. De Shangai a Shangri-la, dos lugares cuya leve variación etimológica contrasta con su representación de dos mundos antagónicos. En el viaje narrado en la novela homónima de James Hilton, sustrato literario del filme de Capra, Shangri-La rechaza los valores que rigen el devenir de las sociedades modernas, y se erige como auténtica traslación física de ese concepto filo-político de raigambre clásica que es la utopía. Esa idea atrajo de forma irresistible al maestro Frank Capra, quien puso todo su empeño en la adaptación de la novela, desmarcándose de forma radical de la sophisticated comedy que le había encumbrado a los altares del Hollywood de la época (1), y adentrándose en el género de aventuras con ribetes filosóficos. Avalado por el éxito que había cosechado con su anterior producción, El secreto de vivir (Mr. Deeds Goes to Town, 1936), Capra logró que la Columbia efectuase la fabulosa inversión de dos millones y medio de dólares para financiar con el mayor lujo la película (que se convirtió así en la producción más cara de la historia en aquel 1938), cuyo rodaje se alargó durante cuatro meses, a los que hay que añadir la extensa preproducción para concebir y levantar los impresionantes decorados del monasterio de Shangri-La, que corrieron a cargo de Stephen Gosson, cuya megalómana ejecución de los designios de Capra le valieron el Oscar a la mejor dirección artística de aquel año, justo premio para unos decorados que se conservan en la retina de varias generaciones de espectadores. Debe decirse que esos designios del director para la creación del magno monasterio lama, desbordado de luz e integrado en perfecta concordia con su entorno natural, le rinden claro tributo al concepto arquitectónico orgánico de Frank Lloyd Wright, uno de los maestros más innovadores de este siglo en su parcela artística.

  

Beatus ille

  No es baladí apuntar que Capra ya había mostrado con anterioridad un interés por las fantasías de corte exótico en La Amargura del General Yen (The Bitter Tea of General Yen, 1933), una de sus obras menos populares, si bien entiendo que existen razones de más peso para comprender el puesto central que esta Lost Horizon ocupa en el itinerario temático de la cinematografía de su autor. La epopeya vital y espiritual que propone la película gira en torno del personaje de Robert Conway (Ronald Colman, en una soberbia actuación), hombre de acción en todos los sentidos, a quien Capra y el guionista Robert Riskin –en su solvencia habitual para la descripción de personajes- saben caracterizar con cuatro certeras pinceladas: a los quince minutos de metraje ya sabemos que el coronel Conway, amén de un auténtico gentleman de su tiempo, es un héroe nacional, tal como se demuestra en la espectacular secuencia de arranque del film, donde maneja a la perfección la situación prebélica que se vive en el aeropuerto de Baskul, del que consigue desalojar a su hermano George (John Howard) y a diversos de sus conciudadanos (detectamos, pues, un personaje que trasciende del modelo de héroe capriano al que la generalidad de la filmografía –anterior y posterior- del realizador nos tiene acostumbrados, tanto por su condición social, más refinada, como por la trascendencia de sus actos, totalmente ajenos a la cotidianeidad). Por avatares del destino, la tripulación del avión huido recabará en esa comunidad perdida en las cordilleras del Himalaya e inédita en la geografía conocida, Shangri-La, un auténtico beatus ille, remanso de paz y sabiduría en el que el tiempo se detiene y que permanece ajeno a las inclemencias climáticas de aquella orografía. Capra deja patente en la plasmación visual de ese paraíso perdido su portentoso dominio del encuadre. Las imágenes de esos sobrenaturales escenarios, Shangri-La y el Valle de la Luna Azul, transmiten, con rotunda plasticidad, la sensación de armonía y de intemporalidad, acaso onírica, que la narración precisa para la sugestión del espectador. Hay un meticuloso cuidado por la mixtura entre la espectacularidad de la visión panorámica por un lado, y el detallismo con el que se muestran los elementos: los nenúfares, los surtidores de agua, las plantas que parecen medrar merced del propio entorno construido, los opulentos espacios interiores del monasterio, que guardan una difícil relación simétrica con la simplicidad del escenario. También destaca poderosamente la estudiada utilización de la iluminación para ilustrar las luces y sombras de los conflictos de los personajes –v.gr. ese plano en el que George, el hermano de Robert, cuestiona los argumentos de Chang, y esa sombra de una duda se personifica en el oscurecimiento de la figura del lama, que cierra los ojos y mira al suelo-. Servil a esos términos, la estructura argumental delimita con precisa concisión el planteamiento y el desenlace de los acontecimientos, que acaecen extramuros de Shangri-La, y reserva un dilatado nudo en la comunidad paradisíaca, donde la puesta en escena se caracteriza por un deliberado descenso del brío narrativo para acompañar la fuerte carga discursiva que precisa el filme. Robert Conway descubre que toda su vida estuvo buscando, sin saberlo, ese espacio idílico (tal como se plasma en la sensación de deja vú que aturde al personaje en su progresiva asunción/interiorización de lo que aquella tierra le ofrece), al igual que él mismo, virtuoso entre los suyos, acaba personificando el reino perdido de Shangri-La, al ser llamado a heredar el trono del ancestral Gran Lama. Esa simbiosis, de claras connotaciones ideológicas, constituye el leit-motiv de la película. Por ello, no es de extrañar que Riskin y Capra no empeñen excesivo metraje en narrar el romance de Conway con Sondra (Jane Wyatt), en el celoso afán de no convertir la historia en una love story al uso; Sondra, de esta forma, no deja de ser, para Conway, una representación de las bondades del lugar, y, para el espectador, una pieza más que, como las demás, encaja a la perfección en el trayecto interior del protagonista (2).

 

 Dogmas de Fe

  En definitiva, parece que Capra llevó a las últimas consecuencias la coda ideológica que imbuyó su entera filmografía. Entroncando con explícitas referencias a la tradición judeocristiana -el conflicto que se genera por el afán del propio hermano de Conway, George, por abandonar Shangri-La, y esa auténtica noche oscura vivida por el protagonista, de tintes ya desatadamente sobrehumanos, y que Lord Gainsford (Hugh Buckler) narra en los últimos compases de la película-, Lost Horizon alcanza la cúspide de esa pirámide temática que cantaba las bondades de una plutocracia basada en el amor y la dignidad humana para doblegar los peligros del capitalismo más campante y del fascismo. En este caso, Shangri-La como aspiración utópica trasciende del mero optimismo crítico y de la defensa del New Deal rooseveltiano –dando al traste, de paso, con algunas (peregrinas) críticas a los esquemas simplistas y el talante propagandista del cine del realizador-, porque su dogma de fe (“no necesito pruebas”, dice Conway) choca frontalmente con el modelo de sociedad establecido. Así que acaba sucediendo lo mismo que en el clásico literario Utopía (1516) del humanista Thomas More, cuya descripción de una situación ideal e imaginaria implicaba una fuerte intencionalidad crítica de la sociedad de su tiempo. La utopía de Shangri-La se revela en la invocación de la paz que utilizaron los burócratas para convertirse en adalides de la guerra y la destrucción. Aunque todo eso ya es otra historia. La de este mundo.

NOTAS

  1. Basta con consultar los anales del cine para constatar que el realizador de origen italiano comparte con John Ford y William Wyler la consideración de mejores realizadores de la cinematografía de Hollywood anterior a la Segunda Guerra Mundial.
  2.  A este respecto, comentar que Harry Cohn, ejecutivo de la Columbia, quiso imponer en la  secuencia final una imagen de Sondra aguardando el regreso de     Conway,  imagen que Capra consiguió que se eliminara del montaje final.

http://www.imdb.com/title/tt0029162/

http://www.losthorizon.org/

http://www.editorsguild.com/v2/magazine/archives/0507/columns_history.htm

http://www.filmsite.org/losth.html

http://www.culturecourt.com/F/Hollywood/LostHorizon.htm

http://pov.imv.au.dk/Issue_22/section_2/artc1A.html

Todas las imágenes pertenecen a sus autores.

SATANÁS

The Black Cat

Director: Edgar G. Ulmer.

Guión: Edgar G. Ulmer y Peter Ruric,

basado en un relato corto de Edgar Allan Poe

Intérpretes: Boris Karloff, Bela Lugosi, David Manners, Julie Bishop, Hegor Brecher, Lucille Lund.

Música: Heinz Roemheld.

Fotografía: John J. Mescall

Montaje: Ray Curtiss

EEUU. 1934. 69 minutos.

 

Karloff y Lugosi, Poe y la Universal

        Existen diversas y variadas razones que aconsejan el visionado de esta The Black Cat, dirigida en 1934 por Edgar G. Ulmer. Una de ellas, el hecho de ser una de las obras que inauguró cierto filón en el seno del cine de terror de la época por los textos del inmortal escritor Edgar Allan Poe: cierto es que de la obra homónima de Poe el filme extrae directamente bien poco (la presencia del felino y su representación simbólica), pero si se escarba un poco en el relato urdido por el propio Ulmer y Peter Ruric se pueden encontrar diveros ítems que sí conforman el vasto universo del escritor, principalmente en lo que atañe al tratamiento de los espacios de la residencia del arquitecto Poelzig (Boris Karloff) y a la entraña de horrores que esconde bajo su aséptica apariencia. The Black Cat debe interesar a todo amante del cine fantástico por tratarse de una de las más peculiares, y probablemente de las mejores, obras rubricadas por la Universal en aquellos gloriosos años del cine de terror clásico del estudio. Y, relacionado con lo anterior, interesa mucho el careo interpretativo entre esos dos enormes iconos, Karloff y Bela Lugosi, y el hecho de que Lugosi encarne un personaje heroico, bien distinto a los roles que cimentaron su fama.

 

Ulmer antes de la serie B

        La razón de mayor peso para recomendar el visionado del filme tiene que ver, más allá de lo expuesto, en la figura de su realizador. Ulmer llevaba poco tiempo en los Estados Unidos, y con esta The Black Cat, que fue un éxito, cimentó su prestigio en el seno de una industria que después –por unas razones de faldas que generaron las iras de Carl Laemmle, el ejecutivo que había producido el filme- le ninguneó y le arrojó a la carretera secundaria de la serie B, donde, los genios siempre son genios, la historia le ha reivindicado como uno de los directores de referencia. La verdad es que Ulmer supo moverse con sapiencia y talento en ese a menudo fino alambre que tuvieron que cruzar los realizadores, tantos, llegados de Europa. Recordemos que Ulmer se había forjado en el cine como director artístico en la Europa Central, y que colaboró con gente como Max Reinhardt en el teatro y F.W. Murnau en el cine. En las imágenes de The Black Cat, Ulmer demuestra la pericia necesaria para evocar el espíritu del misterio y el terror según los parámetros tan sugerentes del expresionismo, al mismo tiempo que hace avanzar el relato con la métrica reconocible del cine de aquellos estudios, género y periodo, aprovechando a fondo los resortes más atractivos de un guión no excesivamente brillante para incidir en los motivos visuales que le sugestionaban (a él al igual que a nosotros) así como para edificar un trasfondo metafórico que hace trascender el relato de sus corsés.

 

La vieja Europa

        La película, rodada en diecinueve días y con un presupuesto de unos 96.000 dólares, ha sido calificada por la crítica como la primera película norteamericana de terror psicológico. Y esa aseveración se puede buscar precisamente a partir de esa distancia entre Europa y América que se imprime en el propio argumento del filme, en el que una pareja de jóvenes tortolitos norteamericanos (David Manners y Julie Bishop) que viajan por la Europa Central en viaje de recién casados sufren un accidente y les toca pernoctar en la morada de Poelzig, junto con el que había sido su acompañante accidental en el tren, el doctor Vitus Verdegast (Lugosi). Su ingenuidad, que les convertirá en víctimas, contrapuesta a los posos de dolor y odio que aportan Poelzig y Vitus. Su candidez opuesta a los reconcomios entre el arquitecto y el doctor, que a su vez acarrean la infamia del peso de la historia, de la guerra, que ya les devoró en el pasado y ahora, en este encuentro-destino, volverá a devorarles, esta vez definitivamente. Precisamente por ahí esporan las reflexiones más interesantes que propone el relato, en esa edificación impoluta, geométrica, de rotunda modernidad, que Poelzig edificó sobre un campo de batalla que vivió una gran devastación de vidas humanas, y en cuyo subsuelo guarda en formol los cuerpos de diversas mujeres, “para retener su belleza”… De este modo, la contienda dramática y de calado romántico que mantienen Poelzig y Vitus está raílada sobre esas circunstancias históricas, las que atañen a las cicatrices de la Primera Guerra Mundial (e incluso cabe abundar más allá, escarbando en el sentido del magno escenario, al más puro estilo Bauhaus, alzado por el arquitecto sobre las ruinas, que aboga por una grandeza rediviva que es parangonable a la que, por los tiempos de realización del filme, postuló el nacionalsocialismo). Ulmer alumbró, decía, un territorio de contrastes. En correspondencia con el paisaje humano, las descripciones del espacio oponen la apariencia a la realidad subrepticia, lo geométrico con lo desquiciado, la belleza luminosa, orgánica, con una inacabable esfera de sombras… Así va perfilando Ulmer el meollo terrorífico de la función, el tránsito de la intriga a la demencia desatada (el rito satánico), cuya fuerza habita en esa construcción escénica en la que el dominio de la ensoñación y el misterio se hacen densas hasta lo irrespirable, por mucho que los censores, utilizando como balanza el contenido argumental, obligaran a dejar en meros enunciados muchas de las soluciones propuestas por Ulmer y acordes con la ilustración del horror propuesta (un ejemplo muy claro al respecto es el desenlace de la función, en la que Vitus despelleja vivo a Poelzig y dinamita la casa: nos explican que así será, pero la cámara abandona el horror y sigue los pasos de la pareja que logra escapar; Ulmer rubrica la función –de nuevo la pareja en un vagón del tren, tal como si lo acaecido no hubiera sido más que una pesadilla que ya han dejado atrás- con una broma referida a la incredulidad de los críticos literarios norteamericanos al respecto de los límites de lo congruente en el tratamiento de lo escabroso, lo que casi puede leerse como una muestra privada de sarcasmo del realizador al respecto de la limitada capacidad del público destinatario del filme para aprehender la inmensidad terrorífica que él puso en el tablero cinematográfico).  

http://www.imdb.com/title/tt0024894/

http://www.moria.co.nz/horror/blackcat34.htm

http://theblack-cat.blogspot.com/2008/04/black-cat-by-edgar-g-ulmer.html

http://en.wikipedia.org/wiki/The_Black_Cat_(1934_film)

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