El énfasis caracteriza de principio a fin esta Death and Life of John F. Donovan, una perenne necesidad de afirmación autobiográfica que hace patinar los enunciados, perfectamente válidos, de la obra. Ese énfasis en la afirmación, que contamina incluso la estructura -con ese ancla del relato del actor-escritor a una periodista, premisa totalmente forzada, además sin necesidad ni un devenir con sentido, para desentrañar la historia desde el flashback-, hace caer constantemente en lo obvio las sugerencias que propone el este relato doble, de un actor joven de vena depresiva y un niño que lo admira y se cartea con él.
Ese lazo o espejos entre unos recuerdos de la infancia y el devenir del actor encarnado por Kitt Harrington resulta una premisa algo rocambolesca y exacerbada, típica de Dolan, que en esta ocasión, merced del sostén narrativo en la voz de un niño, posibilita una deriva fantástica (el papel de su imaginación) que, por desgracia, nunca termina de concretarse. En lugar de eso, un trabajo introspectivo desde la superficie de la puesta en imágenes -primeros planos como leit motiv, planos de detalle, transfocos, unos tonos azulados como recurso estético…-, que se trabaja mejor en el relato del niño (con mayor fuelle dramático) que en la glosa fatalista, pero más bien carente de contenido, del relato del adulto.
El lucimiento de los actores termina resultando un fin, no un medio, del mismo modo que el uso de las canciones. Contemplada la película sin perjuicios, tanto lo uno como lo otro pueden ofrecer momentos atractivos, puntuados de un determinado carácter e intenciones que redundan en una personalidad, la misma que se desgrana en algunos soliloquios (que no diálogos), esmerados en su escritura, que se encargan de desgranar los motivos argumentales. Ese es probablemente el problema: en la película hay pocos apuntes y demasiados hechos consumados, algo que cortocircuita su aparente intención de una exploración desde lo intuitivo.
2010
HOSTILES
La larga derrota
Escarbando en la biografía de Scott Cooper hallamos datos que revelan una filiación cultural y afiliación ideológica: no sé si mencionar el hecho de que Robert Duvall fuera su mentor, pero sí es relevante sacar a colación que Cooper admira las novelas de William Faulkner, la música del cantautor Townes Van Zandt o películas del corte de The Last Picture Show (Peter Bogdanovich, 1971), Fat City (John Huston, 1972), Badlands (Terrence Malick, 1973) o Nashville (Robert Altman, 1975). Semejantes afinidades han impregnado el imaginario de sus películas, ya desde Corazón rebelde (2009) y con la excepción sólo relativa de Black Mass (2015). Su cine, siempre interesante, se caracteriza por un trabajo sobrio con la cámara, guiones bien trabados (en los que siempre interviene, con la salvedad, ahí el detalle, de Black Mass) y un fiar en el elenco interpretativo el resto dramático para vestir atmósferas densas, a menudo lánguidas, doliente. Out of the Furnace (2013), su segundo y más interesante filme hasta el que ahora nos ocupa, ya edificaba su discurso de carga social, afinada en el retrato de los extractos más desfavorecidos del escalafón socio-económico, sobre algunas bases del western. El género por excelencia del cine americano, vía tipológica y metafórica, ya pedía a gritos en aquella obra emerger a la superficie. En esta Hostiles, emerge a la superficie con fuerza.
Aunque la estética de la película no tiene nada de vintage, y el filme obedece, en su cinética y tratamiento de la violencia, a patrones visuales de nuestro tiempo, hay muchos ingredientes materiales, de fondo, que nos retrotraen a ese universo seventies por el que Cooper siente tanta devoción; hablo de la dinámica relacional de los personajes, de su constante devaneo con la pura abstracción poética, su exploración lacónica en lo exterior para dejar espacio a los conflictos interiores, su métrica algo morosa, y, aplicado al género, su mirada fascinada a los escenarios abiertos en los que discurre el trayecto narrativo, que lo es de lo físico y geográfico a lo emocional y espiritual. Ese íter es el el que emprende la compañía dirigida por un soldado reputado, Joseph J. Blocker (Christian Bale), para trasladar a un moribundo jefe cheyenne (Wes Studi) y a su familia, de regreso a las tierras de su tribu en Montana. En el trayecto se encontrarán con una mujer, Rosalee (Rosamund Pike), cuya familia ha sido asesinada brutalmente por un grupo de comanches. Joe Blocker, al inicio, muestra su absoluto desprecio por la misión, y su odio visceral por los indios, contra los que ha combatido toda su vida, pero, antes, el filme se abre con un prólogo que narra la huida desesperada de Rosalee mientras los indios atacan su granja -a la manera de Centauros del desierto (1958)- y terminan con la vida de su marido y todos sus hijos. A través de esos dos personajes, y de modo complementario, el filme se construye con base a las heridas y secuelas de toda clase, categóricas, que definen a personajes, motivaciones, situaciones y reacciones. El arduo trayecto, lleno de episodios espinosos, y donde la presencia del peligro y la muerte es constante, funciona como un recorrido interior en el que esos personajes, corroídos en su ánimo, tratan de hallar una redención a sus actos, al sinsentido de sus vidas, al significado que puede trascender en ese entorno en el que la violencia es un círculo interminable.
La película se construye en base a una estructura en la que breves explosiones de violencia van puntuando la gestión dramática, escorada en lo introspectivo. Cooper recurre para ello a un constante goteo de situaciones o breves diálogos que siempre giran en torno a la misma cuestión: el odio, el rencor, el hastío de esa vida consagrada a matar y morir, pero también al punto de inflexión que en esas vidas es el significado de la amistad y la pérdida. Para ello, hace avanzar el relato de una forma morosa, contemplativa, y que algo tiene de triste ritual (la fila de caballos recortados en los paisajes agrestes), recurre a una fotografía que se hace preciosista conforme nos acercamos al desenlace (para zanjar la metáfora del amanecer como paz interior), a la partitura musical, minimalista y solemne, de Max Richter, y a exigentes interpretaciones del completo elenco interpretativo, caracterizadas (cada cual con su carga y su bagaje, de modo complementario, pero unívoco, compartido por soldados, indios y granjera) por un estoicismo a punto de derramarse en la melancolía o la pura desesperación.
De semejante relato y trabazón dramática y atmosférica emerge una clase de western que, a nivel reduccionista, ubicaríamos en la categoría de lo pro-indio; es así, y ese último acto de violencia que el protagonista ejecuta a cuchillo, con el arma india, nos refiere ese toma de postura, identificación con el enemigo; pero más importante es la secuencia que Bale mantiene con el anciano indio encarnado por Wes Studi, en el que, con pesar, trata de dejar atrás sus diferencias antes de que el indio abandone este mundo. Esa secuencia, como corolario dramático, nos indica que, de lo que más bien habla el filme, es de la cicatriz interminable en el alma de la joven nación usamericana, o al menos en su vasto territorio rural, a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX. No es baladí que en el cierre veamos un elemento de la civilización, la locomotora -o caballo de hierro- como posible terminación (no me atrevería a decir solución) de esa incesante coda de odio y violencia sobre la que se construyó la sociedad del actual país de las barras y las estrellas. Coger o no ese tren, la cuestión que ocupa la última escena de la película, tiene un significado no muy alejado al que encarnaba la distancia entre Tom Doniphon (John Wayne) y Ramson Stoddard (James Stewart) en El hombre que mató a Liberty Valance (John Ford, 1962), y que aquí se resuelve según una ansia incesante, finalmente derramada, de redención y amor, que no empece en absoluto la contundencia del discurso.
MUJERCITAS (2019)


Hábil en su planteamiento discursivo, pero menos novedoso e interesante es el segundo aspecto reseñable de esta versión 2019: el ancla metanarrativa que se sostiene en las cuitas de Jo (Saoirse Ronan, tan espléndida como acostumbra) con el editor, y especialmente el hecho de que, al final, Jo le ofrezca su novela autobiográfica, y modifique su desenlace (encuentra el amor, como suele decirse, y se promete en matrimonio) solo para complacerlo (a él y a los gustos del público decimonónico). La(s) autora(s) pretenden inserir un comentario de texto en clave reivindicativa/feminista, y por eso edifica(n) un clímax que se mofa de la obviedad de los estereotipos que maneja -es decir, los de la novela-, lo que supone una solución posmoderna que, por curiosa que sea o por mucho que se vaya a celebrar en ciertos foros, hace tambalear un poco el tono que venía presidiendo el relato, y que puede disgustar a los amantes del clasicismo (ya no digamos a los puristas).

Y si digo que puede disgustar a los amantes del clasicismo y al tono tambaleante es porque, por lo demás, esta Mujercitas no tendría mucho que ver con, por poner, la Maria Antonieta de Sofia Coppola. Al contrario, Gerwig se mueve con tanta soltura como capacidad para transcribir lo introspectivo, la emotividad y clase de ternura que hizo de la obra de Alcott un clásico. Los diálogos estan bien escritos, la edificación escenográfica es algo bulliciosa por momentos pero precisa en la mayoría, y el ritmo está construido con un magnífico sentido de los registros cambiantes, entre lo recogido del puro drama y los apuntes extremos (de comedia y melo) que lo ribetean. Además, está la partitura de Alexandre Desplat que funciona como atento metrónomo de ese diorama de sensaciones en liza. Así que, en definitiva, esta Mujercitas puede sugestionar por los juegos o matices que plantea al material de partida, pero si cautiva es sobre todo por su devoción a los elementos esenciales del mismo. En la balanza entre el respeto a lo clásico y su réplica, Gerwig, a pesar de todo, termina decantándose por lo primero. Y demuestra talento para sacarle jugo
HISTORIA DE UN MATRIMONIO
En la superficie, Historia de un matrimonio narra el proceso de divorcio de un matrimonio con hijo. Sin embargo, esa es una temática-marco. Conviene atender a las concreciones, a la sustancia, e incluso al subtexto. Elementos que, por supuesto, siempre interesan a lo analítico, aquí añadiendo un elemento que va de lo industrial a lo cultural, el hecho de que se trata de una propuesta mainstream en la definición específica de la actual plataforma televisiva Netflix: firma autoral y cierta pretensión de prestigio. En estas líneas intentaré atinar un poco entre esas concreciones y sustancias, partiendo de una determinada personalidad creativa y finalizando en cuestiones generacionales. Intentaré aproximar, en fin, de qué habla este filme cuando habla de un divorcio.
Conocí a Noah Baumbach con la ya lejana Una historia de Brooklyn, que narraba el divorcio de un matrimonio neoyorquino a través de los ojos de un hijo. Aquí, aunque la concomitancia es evidente (y dejo lo de «los elementos autobiográficos» para otros a quienes eso les interese), no se trata tanto de narrar un proceso de divorcio como otras cosas. No hay una explicación de motivos o cronología del descalabro sentimental que pase de lo difuso; no hay, tampoco, un énfasis especial en relatar cómo sobrelleva el hijo menor esa ruptura. Sí, en cambio, la constatación de la decisión de divorcio como partida y, a partir de ahí, el foco en dos aspectos que se entrecruzan. El principal, el proceso de degradación moral al que ese hombre y esa mujer se ven sometidos cuando, por razones malentendidas de defensa de sus intereses, dejan en manos de abogados la disolución matrimonial. A Baumbach le interesa claramente dirigirse ahí, y ni siquiera se toma demasiadas molestias en preparar el terreno: a pesar de tener la sensación inicial de que la pareja resolverá amistosamente su controversia, el cineasta utiliza una breve secuencia de transición (y un personaje satélite que no volverá a aparecer) para poner a Nicole (Scarlett Johansson) en manos de una abogada pija agresiva de Los Angeles, que será quien inicie lo que se acabará convirtiéndose en una (carísima) guerra sucia entre ella y su marido, Charlie (Adam Driver). Tanto esa abogada encarnada por Laura Dern como los dos que asistirán a Charlie, encarnados por Ray Liotta y Alan Alda, sirven para ofrecer una imagen bastante temible de cómo la maquinaria judicial y psico-social maltrata con su burocracia inflexible y despiadada el proceso, ya per se, doloroso de una ruptura matrimonial. No es baladí que el filme se abra y se cierre con sendas descripciones amables de cada cónyuge ofrecidos por la voz en off del otro, constancia de una empatía que confiere algo así como una estructura circular al relato, siendo lo que sucede entre esas dos orillas el relato de un accidente y un desasimiento, bien ataviado por unos planteamientos argumentales que se centran en lo interior, en la sutil exposición de sentimientos al límite, elemento central en la narrativa de su cineasta.
El otro elemento importante del relato radica en el enfrentamiento por la residencia del menor (que no exactamente -es llamativo-, por la custodia), de la que subyace una pugna entre dos ambientes muy distintos, los que corresponden a las ciudades de Nueva York y de Los Angeles. A la primera pertenece él, director del off-Broadway; al segundo, ella, actriz, quien huye de NY y de su trabajo como intérprete teatral para reverdecer sus laureles como actriz famosa en LA protagonizando un episodio piloto de una serie de televisión. Baumbach opone intencionadamente ese mundo del teatro, que asocia a la inteligencia y el talento que Charlie personifica, con el círculo relacional asociado a la ciudad de la televisión y el cine, en el que Nicole defiende su personalidad y deseo de realización personal más allá de la sombra de su (ex-)marido dramaturgo. La perspectiva del cineasta toma claramente partido por Charlie, el personaje mejor trabajado en el guion y cuyos avatares se enmarcan en un exilio vital y profesional del que no puede escapar -la escalofriante secuencia del enfrentamiento entre los dos en el apartamento vacío de él, la torpeza y patetismo de la visita de la asistenta social, y, por todo, su fuga/catarsis al interpretar, entre amigos en un ambiente bohemio, una pieza musical a capella.
El filme, de ritmo bien sostenido a través del montaje (Baumbach no es un gran metteur en scéne, pero sí un buen articulador de ritmo), halla su punto fuerte en las interpretaciones de la pareja protagonista: Scarlett Johansson tiene oportunidad de lucirse mucho más allá de lo habitual, si bien es Adam Driver quien arrebata con una composición francamente extraordinaria. Mención aparte merece la partitura de Randy Newman, que ofrece pequeñas pero precisas (y muy bellas) notas de emotividad al relato.
TOY STORY 4
Woody a la luz de la luna
Es cierto que todas las películas de Toy Story, las cuatro, comparten muchos elementos en común que las hermanan mucho más allá del tópico que las contempla como películas donde los juguetes cobran vida y pasan peripecias varias, principalmente de estructura: el conflicto que atrapa a los personajes en un entorno hostil del que deben huir (huida y reencuentro, conceptos que se retroalimentan) y una cierta atmósfera ominosa, o cuanto menos oscura que materializa ese conflicto en el espacio (una habitación de un niño como un museo de los horrores, una guardería como una cárcel…). Sin embargo, Toy Story 4 se enfrentaba con un hándicap, que no era otro que la incontestable condición de obra de cierre de una trilogía que ostentaba Toy Story 3 (2010); Andy, el niño que había jugado con Woody, Buzz y toda la troupe, se hacía mayor, y aquella obra, llena de paráfrasis sobre la muerte, se cerraba con un traspaso amable (Andy cedía los juguetes a una niña pequeña, Bonnie) que, sin embargo, no escondía un evidente aliento a despedida. Así, y transcurridos nueve años desde el título anterior, los responsables de esta cuarta entrega (entre los que encontramos a John Lasseter y a Andrew Stanton, si bien es Josh Cooley, especialista en guion gráfico dentro de la Pixar hasta hace poco, quien asume las riendas de la dirección) manejaban una tabula rasa, en cierto sentido un reinicio, y estaba por ver si pondrían el énfasis en el espectáculo más liviano, como sucedía en la estupenda Toy Story 2 (1999), o se atreverían a adentrarse, en condiciones para ello arriesgadas, en la introspección dramática y en lo emotivo, como sucedió en el citado título de 2010. Este segundo y más largo camino ha sido el escogido, lo que demuestra que en la Pixar son conscientes de que Toy Story es una saga totémica y que debe mimarse especialmente. Se aprecia el riesgo. Pero aún mucho más el rotundo éxito creativo y artístico.
Woody siempre ha sido el personaje protagonista de las películas de la saga. El sheriff, el juguete por antonomasia, el héroe consciente de su liderazgo y el poseedor de los grandes (y tradicionales) valores. Buzz Lightyear ha actuado siempre de contrapunto, a veces cómico, aunque otras le tocase asumir subtramas que incorporaban digresiones sobre conflictos de identidad, tan modernas como divertidas. En esta ocasión, se produce un cortocircuito: Woody es aún más protagonista, esta es más que nunca su película, precisamente porque no actúa tanto como líder sino como sujeto que vive en primera persona el conflicto que materializa el relato, un conflicto que deja de ser divertido, pero no moderno, al centrarse en lo identitario, en deriva hacia lo existencial. Buzz asume un papel más secundario, mucho menos importante que el de, al menos, tres personajes inéditos o casi en el historial de la saga: Bo Peep, la figurilla de porcelana que había sido novia de Woody en los dos primeros títulos, pero que regresa al relato completamente transfigurada tras una desaparición que Toy Story 3 obvió explicar y que aquí sí se relata en un prólogo que empieza con el rótulo “hace nueve años”; Gabby -Gabby, una muñeca de lujo construida en los años cincuenta del siglo pasado y que, por tener el mecanismo de voz defectuoso, vive condenada al ostracismo en una tienda de antigüedades; y Forky, acaso el personaje más estrafalario de la saga, y un enésimo hallazgo brillante de la misma: un tenedor al que Bonnie, la niña pequeña poseedora de los juguetes, ha convertido en tal con unos pocos utensilios de manualidades. Bo, Gaby y Forky tienen, insisto, mucho más peso que Buzz, pero también que el resto de personajes habituales: Rex, Hamm el cerdito-hucha, los señores Patata, Jessie y Perdigón, Slinky o los Marcianitos. Ahí una evidencia del riesgo asumido y de la tabula rasa argumental; la trilogía, o el pasado, es prólogo.
Esos tres nuevos personajes, Bo, Gabby y Forky, giran en la órbita de Woody para soportar el conflicto central del relato, que es, al fin y al cabo, lo que erige este nuevo drama: Forky no es un juguete, sino un tenedor de plástico, pero cobra conciencia como juguete desde que una niña lo crea y, por qué no decirlo, lo ama. Gaby es todo lo contrario: fue concebida, con lujo, para encandilar a las niñas, pero el destino fue cruel con ella (nació mutilada, o, si lo prefieren, defectuosa) y se consume en vida por no poder ser aquello por lo que nació; Bo, por su parte, e incorporando una lectura feminista evidente, dejó de ser el juguete de alguien hace tiempo, vive al margen de esos debates que tensan la naturaleza de Forky y de Gaby, y es un juguete “callejero”, alguien que vive su vida cual vagabunda, consciente y dichosa de ser dueña de su destino, y totalmente ajena a la necesidad de deberse a una niña. A estos tres personajes aún le podríamos sumar otros tres, mucho más secundarios, cuya idiosincrasia también pivota sobre idéntico conflicto: hablo de los dos peluches de feria de tendencias algo psicóticas (que tienen encomendada una función bufonesca, de gag puro, a lo largo del relato) y de Duke Caboom, el muñeco conductor de una moto aliado de Bo, otro juguete callejero pero, en su caso, maculado por el recuerdo de haber defraudado las expectativas del niño que le tuvo una vez. Woody, en este denso paisanaje, se enfrenta desde el mismo inicio del relato hasta su clímax, a un proceso de asunción de una conciencia propia: ¿hasta qué punto debe llegar su compromiso con el niño –ahora, niña– que escribe su nombre en su bota? ¿No está más allá del deber? ¿Quizá su tiempo ha pasado, y podría intentar vivir la clase de vida que le muestra su antigua novia? ¿O no será capaz?
Como se apuntaba más arriba, todas las películas de Toy Story discurren en espacios bajo cuya apariencia amable late lo claustrofóbico, lo ominoso, a tono con los conflictos y urgencias que apremian a los juguetes. En muchos pasajes y definiciones, todas las Toy Story alardean de modelos limpiamente terroríficos, que se manejan con absoluta soltura en el circo de cinco pistas de tonos y géneros que se atreve a engrasar. Aquí, cumple esa función la tienda de antigüedades, fortaleza de la farisea Gaby, que tiene cuatro muñecos articulados a sus órdenes, para imponer su ley en ese imperio de la naftalina y el desamparo. Pero existe otro escenario, que ejerce de contraste puro, cual es una feria de pueblo con sus tenderetes, su tiovivo, su noria y otras atracciones diversas. Gaby, como se ha dicho, capitaliza el primer lugar; Bo, el segundo, viviendo entre bambalinas en aquel lugar con sus ovejas y sus juguetes amigos. El primero es un espacio de cerrazón, y el segundo, de libertad. En el primero, anida una clase angustiosa de obsolescencia, pues coarta una definición del ser; en el segundo, esa obsolescencia se ha transfigurado en la oportunidad del ser.
Toy Story 4, desplegando su drama y su formidable cinética mayoritariamente entre esos dos espacios, nos habla y martillea una y otra vez sobre conflictos que tienen que ver con la naturaleza de los juguetes, conflictos que, quizá más que nunca, son evidentes metáforas sobre la naturaleza humana. Esta odisea está escrita por un Homero posmoderno, pues las motivaciones de Woody son difusas: aparentemente, debe rescatar a Forky, pero los peligros son oportunidades, o a lo sumo peajes, para una trasfiguración que se va mascando, lenta y segura, en el devenir del personaje. Probablemente el momento más traumático del filme es aquel en el que el personaje se deja literalmente amputar un mecanismo de su cuerpo, aceptación de ese peaje sine qua non para esa transfiguración. Y el que resume el leit-motiv de la obra, la escena en la que Woody y Forky caminan por una carretera nocturna, como personajes perdidos en busca de un destino, cada uno, sin saberlo, a una orilla de su existencia. Si en Toy Story 3 un cielo azul clarito con esas nubes blancas idiosincrásicas cerraba el relato indicando que los juguetes alcanzaban el nirvana tras completar el ciclo de la infancia de un niño, en Toy Story 4 se desarma al espectador con una última imagen que es de un cielo nocturno y de una luna redonda (luna spielbergiana, en una de muchas y brillantes citas cinéfilas del filme) que simboliza, nada menos, el bautismo de Woody y su inicio de una nueva vida. ¿O debería decir de una vida a secas? ¿O, al contrario, quizá es la muerte (como juguete) y la trascendencia posterior, y ese plano previo a la luna, de Woody y Bo contemplando la inmensidad desde lo alto de una atracción de feria se corresponde a una noción de paraíso? Hasta el infinito… ¿y más allá?
GLASS
Some say this world of trouble
is the only we’ll ever see
But I’m waiting for that morning
when the new world is revealed.
“When the Saints Go Marching in”
Espejos y maravillas
Si me preguntan a qué película previa de M. Night Shyamalan se parece más esta Glass, no me cabe duda: La joven del agua (2006). Es más: tiene toda la lógica. Aquella película siguió a El bosque (2004), donde la depuración de un (muy marcado) estilo visual era el respaldo (y no lo contrario, aunque la fascinación quizá impedía comprenderlo en primera instancia) de unas intenciones discursivas muy escoradas hacia la paráfrasis psico-social. Con La joven del agua el velo quedó desvelado, y el cineasta ya no consideró necesario replegarse en la forma: decidió relegar las herramientas del relato de género (principalmente, su sentido de la narración suspensiva) en pos de la celebración metanarrativa pura. Pero quizá no acertó del todo en la densa arquitectura de su relato-de-relatos y le salió una obra fallida, o quizá el filme fue incomprendido; el caso es que a la posmodernidad se llega de muchas maneras, pero el público prefiere sin duda las de Tarantino, y el filme quedó como un perro verde, una extravagancia, que marcó el descalabro del cineasta en un establishment que no perdona casi nada, y aún menos el fracaso en taquilla.
Tras muchos años de renuncias y porfías, el cineasta recuperó buena parte de esa credibilidad para muchos perdida con Múltiple (2016), una magnífica condensación y sofisticación de diversas de sus inquietudes creativas sostenidas en el andamiaje de un psycho-thriller desatado y harto efectivo. En Múltiple recuperaba capacidad de maniobra, después de apenas haber podido coger aire (creativo) en La visita (2015). Pero a sus ficciones aún les faltaba el ingrediente temerario de La joven del agua: esa traslación metanarrativa en primer término. La expectativa que despertó Glass como título que suponía una muy tardía secuela de la reverenciada El protegido (2002) (y miren si fue grande la expectativa que dos estudios, Disney/Buena Vista y Universal, se pusieron de acuerdo para dar luz verde al proyecto) le dio la ocasión. Y los autores no suelen desaprovechar la ocasión para hacer lo que les da la real gana. Es por eso que Glass es una obra tan poco convencional… tan shyamalaniana. Dudosamente funciona como secuela de El protegido y solo superficialmente de Múltiple. Casi cabría verla, en cambio, como una spin-off del título de 2002, donde el personaje de Elijah Price reclama, acumula, todas las barajas de la carta alusiva y discursiva del cineasta, al punto de desnaturalizarse su condición de supervillano para erigirse en un personaje totémico de una reflexión decididamente subversiva. Pero, mucho más que eso, Glass vuelve a ser, como La joven del agua, un relato-de-relatos, un repliegue creativo y, al mismo tiempo, una ansiada reivindicación.
Los relatos de Shyamalan siempre nos hablan del descubrimiento por parte de alguien de una realidad oculta pero trascendente. Pero aquí el protagonista del relato no lo va a descubrir, pues lo tuvo claro desde siempre, desde que buscaba su némesis provocando atentados por doquier; no lo descubrirá David, incapacitado a máximos en el devenir del relato (en un íter, nada casualmente, inverso al de su némesis), ni lo descubrirá Kevin (cuya catarsis, en el clímax del filme, no deja de ser un twist oportuno -aunque idiosincrásico: de nuevo una relación paternofilial frustrada- que el guionista se saca de la manga para condensar las piezas en el tablero meramente argumental). Tampoco lo descubrirán, aunque por momentos parezca que titubeen, los tres acompañantes: el hijo de David Dunn, la madre de Elijah y la antigua víctima de Kevin, pues ellos serán quienes queden para revelar la Verdad de la que habla la película. Ni tampoco la psiquiatra Ellie Staple, en realidad agente encubierta de una organización secreta, cuyo papel, tan y tan destacado, en la función es la de servir el contraste, las sombras que, al final, se diluirán para que la Verdad revelada reluzca. Aquí, en fin, quien va a descubrir la Verdad será… el público, la gente, el mundo entero.
Shyamalan iniciaba El protegido hablando del poder de los cómics en el imaginario cultural, y termina Glass diciéndole al público, celebrando, que ese poder es el de la incidencia en el inconsciente colectivo a la manera que nos explicó Jung. Y la gracia es que cada cual lo comprenderá a su manera, como sucede con la religión, con los partidos de fútbol o con las cuitas espirituales de la Patrulla X. Pero lo que no se podrá negar es que Shyamalan aboga -y de ahí el repliegue y la reivindicación- por el poder curativo de la fábula y la certeza de lo sobrenatural, dos elementos categóricos de su cine, que se desbordan para alcanzar un equilibrio inaudito.
A todo ello, anotémoslo, se le suma el hecho de que Shyamalan juega con el contexto del cine mainstream para proponer, en cierto modo, una anti-película de superhéroes de las que hoy en día se estilan (llegando incluso a la broma maliciosa, o eso me pareció a mí, en ese rótulo de un periódico en el que se habla de “A True Marvel”). Pero eso, que tantos argumentos puede dar a quienes denostan la deriva del cine superheroico de los grandes estudios, a mí en realidad me parece subordinado al hecho de que el cineasta juega con las únicas reglas que le interesan, las suyas propias, pues al fin y al cabo el patrón estético de su relato, en lo que lo superheroico concierne, es de cosecha propia, El protegido, un filme que en realidad no era tanto de superhéroes como sobre lo superheroico y que apareció en un paisaje del cine de ese subgénero que nada tenía que ver con el que hallamos hoy. Glass, en cualquier caso, trabaja la filosofía del mismo modo que El protegido aunque desde una mirada menos atenta al drama y más a la parábola y al trasunto metanarrativo.
En buena medida, la historia de Glass es la de un parto, un advenimiento, una llegada. De las sombras a la luz. Pero la abstracción es tan grande que los personajes ceden su espacio a las ideas, de modo que, como se ha apuntado, se sacrifica en buena medida el drama personae para incidir en esa abstracción. Por todo ello, nos hallamos ante una historia que acaece casi entre bastidores, que parece avanzar de modo inane en torno a las investigaciones de la psiquiatra, que se toma largo tiempo antes de articular a su personaje totémico mientras se entretiene en las performances del personaje múltiple al que da vida James McAvoy después de haberle ofrecido al fan un arranque-reencuentro con su añorado David Dunn. Demoras intencionadas, básicamente, en un relato que se repliega en lo circular, en una especie de bucle del tiempo y del espacio. Lo primero, a través de súbitos cortes de montaje que suspenden la sensación de paso del tiempo (a lo que se le suma el recurso a magníficos flashbacks sacados, nada menos, que de metraje descartado de El protegido). Lo segundo, a través de la utilización del espacio como no-lugar, como purgatorio: celdas de aislamiento y salas y pasillos y ojos de la cámara de un psiquiátrico, y apenas alguna pequeña fuga a nada más ni menos que una tienda de cómics, con la que el hijo de David y la joven relacionada con Kevin establecen una relación de búsqueda que algo tiene de umbilical. El clímax tendrá lugar a las puertas del psiquiátrico, y lo que en él sucede es el precio de la libertad: primero lo pagarán los personajes sobrenaturales, pero después, en una estación (que es la puerta del mundo), quienes trataron de ningunearlos.
BRAWL IN CELL BLOCK 99
El ejército de uno
Los antecedentes de S. Craig Zahler en el terreno del western, y el hecho de que la película que nos ocupa venga precedida de una obra de ese género como Bone Tomahawk (2015), invita a reflexionar sobre los elementos relacionados, de un modo u otro concomitantes e incluso intercambiables, que cabe establecer entre el cine del oeste y los filmes de temática carcelaria, de los que esta Brawl in Cell Block 99 es exponente. Son territorios ambos que resultan campo abonado para perfilar tipologías e incidir en ese tema canónico del cine americano que es el individualismo. Sea porque nos hallemos en un territorio por civilizar (el Far-West) o en un microcosmos marcado por la hostilidad (la falta de libertad, la falta de empatía de los funcionarios carcelarios, las pugnas y amenazas en el seno de la institución penitenciaria…), uno y otro géneros, desde sus respectivos y tan opuestos paisajes, son moldes idóneos para trabajar la lucha del hombre por encontrar a qué atenerse, los peajes que debe pagar (el sufrimiento físico y psíquico asociado), y la necesidad de aferrarse a un código ético, a un “ejército de uno mismo” para librar la batalla de vivir.
El paralelismo, general y abstracto, se concreta en esta aportación de Zahler al cine carcelario a lo que pueda dar de sí un relato totalmente supeditado a la pugna de un hombre solo contra todos los elementos. Es la del personaje protagonista, Bradley Thomas (Vince Vaughn, excelente), una definición tipológica extravagante (su fuerza sobrenatural y brutalidad, acordes con su forma lacónica de relacionarse con el mundo) de la que Zahler se sirve para perfilar, desde esos pespuntes pulp y ultraviolentos –parientes cercanos de su opera prima– un descensus ad inferos bastante literal en el que, a la postre y en un cortocircuito paroxístico, la presunta víctima pasa a ser verdugo: es cierto que la vorágine salvaje de ajustes de cuentas que Thomas debe llevar a cabo está justificada por la necesidad y la urgencia, pero no lo es menos que el trayecto, cada vez más virulento (esa bienvenida a la prisión de máxima seguridad, los enfrentamientos cuerpo a cuerpo que terminan con miembros cercenados, las sucesivas y cada vez más angustiosas celdas donde el personaje es trasladado…), se va escorando en cierta abstracción, llevando al paroxismo algunos de los lugares comunes del cine carcelario, de manera que el descenso al infierno termina rozándose, casi dándose la mano, con un relato clásico de vendettas. Eso sí, ser verdugo no exime de estar condenado, como deja bien patente el plano final, salvaje, del filme.
Quizá el metraje es demasiado extenso para lo que el filme pretende narrar. Aunque, por otro lado, Zahler maneja el ritmo a la perfección, avanzando con una exposición diáfana, tan lacónica como el protagonista, y utilizando la violencia como percusión que va concentrando la cerrazón ambiental, la atmósfera malsana que terminará estampando las constataciones más nihilistas. Quizá ese arranque que en cierto modo podemos considerar prólogo (ese cuarto de hora hasta que aparecen los rótulos “18 meses después”) resulta algo innecesario: abona una digresión social bastante obvia (cómo un tipo ordinario, incapaz de mantener su trabajo y su matrimonio, se transforma en una máquina ejecutiva aferrándose a un código ético personal totalmente impermeable ) que resulta la mar de válida pero no está trabajada en la paráfrasis que las imágenes y argumento sucesivo dirimirán. En cualquier caso, ese desparpajo formal, ese tono algo desapasionado en mostrar lo horroroso, ese celofán pulp que abona metáforas de trasfondo social emparenta a Zahler con el cine de otros autores americanos coetáneos, como Jim Mickle o Jeremy Saulnier, todos ellos que patrocinan textos sobre la violencia, a menudo llevando sus postulados a cierta abstracción. Todos ellos, con títulos en sus espaldas más o menos brillantes, merecen ser seguidos de cerca.
ROMAN J. ISRAEL, ESQ.
La maleta huérfana
La segunda película de Dan Gilroy guarda muchas concomitancias con la aplaudida Nightcrawler (2014). Como en ella, un personaje masculino, muy peculiar, asume el completo protagonismo. De hecho, el título alude al personaje en ambos casos. Ese personaje es representativo de un sector de actividad e incidencia social: allí, el periodismo de sucesos; aquí, la abogacía penal. Desgranar ese retrato de lo peculiar, bastante a menudo desangelado sino vital de esos personajes, sirve para trazar un retrato no menos desencantado de la sociedad en la que vivimos. Una gran urbe, Los Angeles, sirve de macroescenario, como si fuera un testigo mudo de las miserias del tránsito y las relaciones humanas. En «Nightcrawler» nos acercábamos a la coda de la prensa sensacionalista, a la carnaza que busca el gran público y cómo ello se convierte en objeto de jugoso comercio. Aquí, la coda presente es otra: cómo la saturación de la justicia lleva a decisiones expeditivas en cuestiones jurídico-penales, en perjuicio de los justiciables, y cómo el funcionamiento procesal aceptado por todas las piezas de ese engranaje abandona los escrúpulos en pos de una celeridad que, bajo la gramática parda de las leyes garantistas, abandona los fines que se supone defiende. (o al menos los valores que debieran inspirarlas).
Sin embargo, y curiosamente, posiblemente lo más interesante de esta Roman J. Israel, Esq. radique en un elemento que la diferencia frontalmente de su predecesora, o, siendo más precisos, que establece un juego de opuestos. Si allí la temática era una voraz mirada al estado de las cosas de la prensa amarilla, aquí se produce una pugna, una evidente dialéctica, entre dos épocas distintas. La caracterización física de Denzel Washington, su peinado, sus maneras, nos indican que nos hallamos ante un personaje de otros tiempos. Sorprende, al inicio del filme, escuchar una llamada de teléfono móvil: sin ella, estaríamos seguros de hallarnos ante una película que recrea los años setenta. Roman es un abogado que no trabaja con bases de datos informáticas sino con legajos e infinidad de notas que cuelgan por doquier en su despacho. El que era su jefe (que nunca conoceremos) le tenía literalmente, como decimos los abogados, «en la cocina», trabajando los asuntos, estudiando los pormenores jurídicos y los subterfugios procesales que el jefe defiende después en la Corte. La necesidad (que ese jefe sufra un infarto y quede en estado vegetativo, lo que obliga a Roman a buscarse la vida en otro lugar) enfrenta al personaje a estos otros tiempos, el presente, con el que Roman mantiene una relación harto conflictiva.
Así, y a través de la importancia de las subtramas procesales o de la activista Maya Alston (Carmen Ejogo), con quien Roman mantiene una relación de amistad, la película parece hablar de la necesidad de conservar cierto idealismo, claramente a la contra, en un palpitar despiadado del ejercicio de la abogacía, para seguir luchando, como se luchó hace medio siglo, por unos derechos civiles siempre en jaque. Y el filme funciona en ese sentido más o menos bien, aunque quizá de forma algo previsible Pero resulta que termina teniendo mayor relevancia, mayor encanto para el espectador atento, el escenario vivo que sirve para esa disputa ideológica: Maya, voluntaria de una ONG pro-derechos civiles, como George Pierce (Colin Farrell), el jefe del próspero bufete en el que Roman pasa a trabajar, revelan aspectos complementarios de ese idealismo según cabe entenderlo hogaño: trabajar sin apenas medios ni mayor ambición que las pequeñas victorias locales (Maya) o edificar una estructura de bufete caro y competitivo e intentar compaginar todo ello con la pervivencia de ciertos valores progresistas (George). Ante esas dos y discutibles opciones se alza un quijote, un personaje de antaño, condenado a vagabundear de principio a fin (como así subraya Gilroy en el leit-motiv visual de esas idas y venidas del personaje) por un mundo que, podríamos decir, ya no le compete. El conflicto dramático, fruto de la colisión entre esos dos polos opuestos del funcionamiento social, el low profile vs el éxito, es acaso demasiado obvio, pero lo traumático del relato de Gilroy es la constancia de la genialidad de Roman. Lo realmente patético del personaje, y brillante de la mirada con la que lo enfoca Gilroy, es que ese caballero andante en unas gestas imposibles guarda en esa maleta pesada que carretea allá adónde va la posibilidad de cambiar el mundo, pero el mundo ya no le espera, y prefiere destruirle. SPOILER. No es su cuerpo ensangrentado lo que vemos cuando escuchamos el fatídico disparo; es… su maleta huérfana. Que George, en la secuencia epílogo, acuda a presentar esa ansiada demanda que Roman nunca pudo concretar podría verse como una concesión a la esperanza, si no fuera porque el resto del metraje nos lo ha desmentido con tanta convicción en lo precedente.
ISLA DE PERROS
Volver a casa
El discurso de Wes Anderson siempre se ha caracterizado por la defensa de una necesaria, por sutil que sea, rebelión contra un statu quo castrante. Jugando a los maximalismos, podríamos decir que los escenarios cartesianos y la cámara inmóvil reflejan esas líneas asfixiantes de una existencia cartografiada sin imaginación, demasiado prevista de antemano, y en cambio en los movimientos de los personajes y la cámara que con tanto énfasis los persigue anida la auténtica miga de la vida, la expresión de los sentimientos ciertos (y por esa colisión con un mundo acartonado, dolorosos). Es un juego de contraste entre el (cuanto menos) anodino deber ser que impone ese statu quo y su réplica por parte del individuo, a menudo asentada en una actitud juvenil. Y en esa pugna contra la cuadrícula (una existencia cuadriculada, unas convenciones de funcionamiento social cuadriculados), el cine de Anderson persigue, en términos no del todo definidos pero siempre palpables, una reivindicación de la libertad. Los protagonistas de sus ficciones son a menudo rebeldes. Pero de un tiempo a esta parte -despegando de los márgenes del cine indie en el que apareció contextualizado-, su cine ya no se limita a narrar su lucha contra imperfecciones y errores, ni admite los ecos peterpanescos a los que tiempo antaño recurría, sino que da un paso más en el relato de la aceptación de esa condición rebelde, cada vez más respaldada por una ética propia, un sentido de la dignidad y del honor que movilizan a esos personajes y revierten en actitudes peculiares.
Anderson juega a menudo con lo irónico, con lo hilarante, pero no es menos cierto que, bajo esa ironía y ese tono jocoso, no resulta difícil desentrañar, como si de un underplay emocional se tratara, los severos conflictos emocionales y vitales que atañen a esos personajes. Ello ya se aprecia desde la familia disfuncional de los Tenenbaum (Los Tenenbaum: una familia de genios, 2004) o los hermanos protagonistas de Viaje a Darjeeling (2007) hasta esa otra familia que conforman el zorro y sus amigos (Fantastic MrFox, 2009), pasando por los avatares que tienen lugar en El Gran Hotel Budapest (2014) o las aventuras juveniles en Moonrise Kingdom (2012). Ese imaginario cada vez más marcado de Anderson tiene una parada significativa en Isla de perros. La película, a nivel formal, no es una mera reedición de lo trabajado antes en materia de animación stop motion en la citada Fantastic Mr Fox, sino que, ya desde ese punto de partida conceptual, es una apuesta mucho más ambiciosa. Pero el acentuado en lo formal tiene su correspondencia en lo sustantivo, y en esta su última fábula canaliza todas esas ideas sobre la rebelión y la libertad de su imaginario desde parámetros épicos (la épica, por supuesto, que es dable esperar de Anderson) en los que espora una mirada que, yendo varios pasos más allá de lo ensayado -sustrato de Roald Dahl mediante- en Fantastic Mr Fox, se atreve con la sátira política de acento idealista.
Nadie debería negar que Isla de perros es una auténtica filigrana estética, una obra a menudo deslumbrante en su dejarse imbuir de incesantes, hermosas, brillantes soluciones visuales que remiten al imaginario cultural nipón y a la tradición clásica del cine de aquellas latitudes (en un ejemplo de fetichismo cultural a años luz del exotismo de Darjeeling y tan o más exuberante que el sintetizado en El Gran Hotel Budapest). Pero esa batería de imágenes, soluciones, set-piéces que se ponen en solfa, como siempre de forma cartesiana, están al servicio de un relato donde la alegoría ideológica es menos sutil que nunca y en la que no son a la postre los desclasados, los perros, quienes se rebelan contra quienes les oprimen, sino que esa labor la llevan a cabo los jóvenes. En la fábula, hay diversas dicotomías. En la que atañe a perros y gatos, mientras los primeros son literalmente humanizados (en esa solución astuta y genial de dejar en japonés, sin subtitular, el grueso de los diálogos de los seres humanos para que, primordialmente, solo escuchemos y entendamos a los cánidos), los segundos, los gatos, son despreciados narrativamente, relegados a imágenes circunstanciales de acompañamiento de los villanos. Y termina resultando mucho más marcada la oposición entre adultos y jóvenes, los primeros que representan el statu quo dictatorial (y capaces de aniquilar a la razón y a la ciencia -el adversario político- en su rapacidad) y los segundos quienes, desde los estratos más bajos, asumen esa rebelión. La importancia crucial corresponde a Atari, el niño huérfano, y que rápidamente deviene en el líder espiritual de esos perros que habían quedado relegados a la condición colectiva de ronin y, con la llegada del niño, descubren una senda, un nuevo Señor al que servir. Pero no menos importante es la chica extranjera estudiante que destapará, cual periodista en una ficción política conspiranoica, todos los males del gobierno fascista de Megasaki (el Japón fabulesco andersoniano). Y no nos olvidemos del joven hacker que frustrará el éxito del plan de aniquilación masiva en el clímax del relato, que tiene lugar cuando ese poder mefítico ya ha dejado de estar metaforizado en un partido político o en un líder antipático para comprimirse en el personaje del Mayor Domo, ese personaje-sombra fuera de lugar, totalmente ajeno a los códigos de honor nipones, y que, caracterizado como una especie de Karloff-Nosferatu, afianza los pespuntes de la fábula (Él es el Mal) para resolverla.
En ese imaginario y en esa aventura, menos atenta a la circunstancialidad, a la anécdota o al humor (aunque haya, por supuesto, dosis de todo ello bien reconocibles del estilo del cineasta tras las cámaras), Anderson efectúa muchas menos concesiones, y se debe mucho más a su ambición como narrador, algo que le siente realmente bien al resultado. Esas menores concesiones se aprecian claramente en el arranque del filme, en el que no se escatiman detalles desagradables para efectuar una precisa presentación del relato (esos perros enfermos y pulgosos, matándose en la isla de la basura por llevarse cualquier desperdicio a la boca). Anderson edifica un lento crescendo, para narrarnos cómo la revolución se va fraguando lentamente, y ese apoderamiento va acorde con una elocuente construcción psicológica de los personajes que va haciendo cada vez más permeables los mecanismos de identificación del espectador, donde brilla con fuerza, mucho más que en la mayoría de ocasiones, la economía expresiva del autor (baste el ejemplo de esos ojos de los que emergen lágrimas, sin que a menudo sepamos por qué, obligándonos a pensarlo).
Isla de perros se va erigiendo, así, en un viaje que transita desde las cloacas del sistema al campo de batalla del apoderamiento político, en busca de nada menos que un nuevo orden social (en ese clímax-enfrentamiento que recuerda en cierto modo la secuencia climática, también reunión de personajes, en Moonrise Kingdom, como también, antes, solo esbozando lo que aquí está mucho más trabajado, en la secuencia de la boda frustrada en los últimos compases de Los Tenenbaum). Pero el viaje también lo es espiritual, un reencontrarse cada personaje con un motivo para remover los obstáculos que impiden su felicidad y, pura y simplemente, volver a casa. De nuevo, pero de forma absolutamente depurada, las sempiternas en el cine de Anderson liturgias de reunión y ajuste de cuentas global. De nuevo, la tesis de las fábulas del cineasta: la posibilidad de una reconstrucción. El restablecimiento de la justicia, la igualdad y la convivencia. El restablecimiento de la salud de los perros. El restablecimiento físico, literal, de un niño al principio maculado, Atari. El éxito cualitativo de Isla de perros, ese antes aludido paso adelante creativo de su director, tiene que ver con el modo en que se fragua en imágenes ese proceso de reconstrucción, esa mayor densidad expositiva y esos esfuerzos de severidad dramática que están armonizadas vía la exuberancia de las formas. Antes citábamos el cine indie de cambio de siglo como lugar del que partieron las señas del cineasta. Cerca de dos décadas después, sin hallarse muy lejos de sus habituales temas y tesis de introspección dramática, el cineasta -que, añadámoslo, es uno de los no tantos auteurs que logran estrenar sus obras en los grandes circuitos- ya se halla totalmente desmarcado de esas señas indie a fuerza de personalidad, estilo y ambición. Digamos que una y otra vez insiste en la reconstrucción interior y el regreso a casa, pero cada vez viaja más lejos para encontrar un punto de partida a ese retorno.
Otro aspecto sobre el que reflexionar tiene que ver con el hecho de que toda esa depuración estilística, esas líneas de exuberancia que extienden un imaginario haciéndolo cada vez más marcado, hallen en el continente de la animación (y concretamente en la técnica stop motion según la trabaja el cineasta) un encaje tan armónico. Imaginemos que, por ejemplo, Anderson volviera a rodar hoy The Royal Tenenbaums. Se hace fácil imaginar, revisándola a la luz de la filmografía posterior del cineasta, que hoy la filmaría de otra manera, dejando más margen de expresividad a la escenografía y menos a la labor actoral o a los diálogos. Pero, en esa entelequia, ¿qué sucedería si la filmara con miniaturas y en la técnica stop motion? ¿Perdería punch dramático? ¿O su condición de entomólogo del comportamiento humano no se resentiría en esa otra naturaleza visual? ¿Quizá podría incluso perfeccionar en esas imágenes, no reales ni del todo sintéticas, las nociones que bullen en el discurso? Es un simple juego de preguntas, pero las respuestas posibles nos hablan, además de la idiosincrasia creativa de Wes Anderson, de la deriva de la imagen en el cine actual.
READY PLAYER ONE
Ready Player One
El cubo-Spielberg: abracadabra
Ready Player One, la novela de Ernest Cline, tiene los inconvenientes habituales del best-seller: resulta más bien pesada por su exceso de páginas y su desprecio a lo introspectivo. Pero hay algo llamativo en sus páginas, y no es su juego superficial (y machacón) de referencias a la cultura pop de los ochenta. Por un lado, la miga distópica que lo filtra todo: el mundo, en manos de una todopoderosa corporación, resulta un lugar inhabitable en el que la única fuga consiste en “probarnos otras vidas” en un videojuego interactivo a máximos; la muerte de nuestro avatar equivale a la nuestra, pues no quedan expectativas; la lucha a muerte por encontrar las tres llaves escondidas por el mogul de los videojuegos Jim Halliday convierte nuestra existencia en un juego de aspiraciones casi imposibles, y, por tanto, casi infinitas, en un contexto en el que la realidad nos ha defraudado. Por otro lado, hay una saludable ironía inserta en la propia estructura y devenir narrativo: tanto la naturaleza de la aventura como su solución están empapados de las señas narrativas high-concept que se estilaban en los años ochenta: su cualidad simplona es indudable, y en sus casi quinientas páginas hallamos la sempiterna lucha de David (cuatro chavales de condición modesta, y de definición heroica sin arista alguna) contra Goliat (la todopoderosa y malvada corporación IOI, llamada de los “sixers”, que lo controla todo y tiene todos los medios a su alcance), lucha desigual que, por supuesto, se resolverá a favor de los primeros, quienes, gracias a la recompensa de una cantidad pornográfica de dinero, devolverán la justicia a este mundo (estaba tentado de decir “el equilibrio a la galaxia”) y, parafraseando sus deseos textuales, erradicarán el hambre. “We are the world, we are the children”, ya saben.
Estaba por ver cómo trabajaría Spielberg semejante material. Era dable esperar cierta fidelidad con la novela, al contar con un guion rubricado por el propio Cline, co-firmado con un especialista en narrativa superheroica y guiones de videojuegos, Zak Penn. Pero, por otro lado, a nadie se le escapaba que el cineasta se apropiaría del material, y muchos esperaban que nos ofreciera algo así como un comentario posmoderno a la narrativa ochentera Amblin, una aventura-juguete de género pasado por el túrmix autorreferencial. Y hay algo de eso: el indudable parentesco que cabe hallar entre Halliday (Mark Rylance), el gurú del videojuego Oasis que dirime la vida de millones de personas, y el propio Spielberg, quien con el título de “Rey Midas de Hollywood” dirimió las sendas del cine comercial en la misma década, los 1980s, por la que Halliday vivió obsesionado. Pero ese parentesco pertenece al orden de las premisas: si Halliday propone a la población empaparse de sus obsesiones para encontrar el llamado “huevo de pascua” y convertirse, de ese modo, en el casi literal amo del mundo,… ¿qué propone Spielberg? ¿Recordarle al público cómo amaba su cine, hacerlo caer rendido a sus pies en un ejercicio nostálgico sin coartadas? ¿Echar la vista atrás con cierto desencanto, sugerir que «las gafas mágicas» que nos probábamos viendo sus películas eran no otra cosa que subterfugios de la realidad, divertidos pero fútiles? Pues ni una cosa ni la otra. Ni sentimentalismo, ni ideología. Spielberg no se mira tanto al ombligo, y sí que reflexiona sobre el arte de narrar historias, pero lo hace en términos absolutos, y más sustantivos que adjetivos: no juega a filmar una epopeya aventurera a la manera de aquellas producciones Amblin, no filma una hagiografía al estilo Abrams, sino que plantea una hipérbole narrativo-visual a la manera alucinada (y alucinante) del Sucker Punch de Zack Snyder (2011) o de las películas de la franquicia inaugurada por La LEGO película (Philip Lord, Christopher Miller, 2014), para, en todo caso, reflexionar sobre el estado de las cosas de la imagen en el cine blockbuster mucho más que sobre la impronta de su filmografía en ese estado de las cosas.
Ready Player One está resultando un filme de éxito, el mayor del cineasta desde hace largo tiempo. Spielberg no terminó de tener respaldo, ni de público ni de crítica, cuando “se puso serio” y filmó Lincoln (2012), El puente de los espías (2015) o Los papeles del Pentágono (2017).Tampoco sintonizó del todo con las plateas, a pesar de sus indudables méritos, en películas como Las aventuras de Tintín: el secreto del Unicornio (2011), WarHorse (2011) o Mi amigo el gigante (2016). En apariencia, Ready Player One se desmarca de esos textos, pues con ella el cineasta regresa a la arena de la ciencia ficción, aunque lo hace con una vocación de entertainment mucho más marcada que la de sus fábulas distópico-terroríficas de principio de siglo. Ernest Cline no tiene nada que ver con Philip K. Dick, pero el filme que nos ocupa recoge algunos aspectos visuales de Minority Report (2002), principalmente la limpieza descriptiva de un entorno, una realidad, hostil. Pero aquí se impone otro tono por la contundente razón de que se sobrepone otra textura: el fasto de la aventura CGI, en el que Spielberg es un maestro. Spielberg, recordemos, es ese director que en 1993 nos hizo mirar el futuro del cine mostrándonos dinosaurios; el mismo que en Tintín alardeó de manejar la cámara en el formato de la animación digital como si fuera un coche de carreras; y el mismo que en la menospreciada The BFG alcanzó unas raras cotas de sensibilidad y lírica. Todo eso bulle de un modo u otro en Ready Player One, un filme que en realidad compendia en muchos sentidos, mucho más allá de las citas y guiños pop, la cinefilia según la entiende el director de E.T. el extraterrestre (1982). Ready Player One sugestiona por esa convivencia de dos realidades incasables en una misma historia, algo que a nivel de retos visuales es como un circo de tres pistas para el cineasta.
La huella que dejará esta obra reside ahí, en el Cómo, y no en el Qué. Es poco menos que anecdótica la aventura y el compadreo juvenil, la pugna de David contra Goliat, el capo malo malísimo de una corporación despiadada… el, en fin, por qué de las cosas. La reflexión-moralina sobre la soledad del genio informático tampoco tiene demasiado interés: para eso ya tenemos a Aaron Sorkin. Ni siquiera es muy relevante que, a nivel dramático, el guion de la película esté más trabajado que el argumento de la novela. Lo que interesa, viniendo la película firmada por uno de los más brillantes metteurs en scène del mundo, es cómo Spielberg materializa esa cinefilia, en realidad de filiación clásica, en un entramado de imágenes y sentidos propios de la cultura de masas del siglo XXI. El exuberante plano-secuencia del arranque, que parece extirpado del principio de La guerra de los mundos (2004), es diáfano en su vocación descriptiva/de presentación. Pero la formulación varía deprisa: pronto saltamos a esa carrera de coches de concepción tan elefantiástica como las secuencias de acción del cine de Peter Jackson. Ese desnivel, narrativo y visual, es una puerta que se abre a todo tipo de experimentos, juegos y fórmulas abracadabrantes: la primera que se nos ocurre es la, tan impresionante como desconcertante, secuencia-homenaje a Kubrick en los escenarios terroríficos de El resplandor (1981). Pero hay muchas más. ¿Qué hay de la secuencia del baile por los aires que se marcan Parzival y Art3mis? ¿Qué hay de ese mirar la historia desde fuera, esa especie de taxidermia de las imágenes, en la biblioteca virtual de Halliday? ¿Qué hay del knock-out a la definición clásica de clímax que supone ese encuentro entre Parzival y el genio informático en su habitación mientras, en la realidad no-virtual, tiene lugar una grotesca persecución motorizada?
Si me preguntan a qué película añeja de Spielberg se parece más esta Ready Player One diría sin dudarlo que a Indiana Jones y el templo maldito (1984), por su perversión del clasicismo, esa búsqueda del sentido del espectáculo forzando todos los límites –la acción, el sentido de la aventura, la ciencia del cliffhanger, el rebato cómico o romántico, etc– hacia lo hipertrófico sin miedo a morir en el exceso. En esta película, Spielberg se prueba con un juguete de otra medida y otros, muy distintos y mucho más sofisticados, tiempos, pero el resultado es igual de hiperbólico y rompedor. Leyendo la novela de Cline, uno pensaba en la difícil traslación a imágenes de semejante batiburrillo de temas, tonos y texturas. Spielberg asume el reto de la manera más despampanante posible, sin complejos. Menos clásico que casi siempre, más moderno que casi nunca. Como si su cinefilia, esta vez, nos quisiera montar en un DeLorean de Zemeckis y par pasearnos por paisajes desgajados de lo que fue del futuro. Del futuro, por supuesto, que imaginó y sigue imaginando el Cine.
ANIQUILACION
¿Apocalypse Now?
El británico Alex Garland puja por convertirse en un nombre importante en el imaginario contemporáneo de la ciencia ficción. El estreno (vía Netflix) de su película Aniquilación invita a descubrir, quienes no lo hubieran hecho, su opera prima, Ex Machina (2015). Pero la puja viene de mucho antes. Garland, guionista antes que realizador, firmó los libretos de títulos como 28 Days Later (Danny Boyle, 2002) y la adaptación que Mark Romanek llevó a cabo de la novela de Kazuo Ishiguro, Nunca me abandones (2010). Y, seguimos tirando del hilo, Garland fue novelista antes de guionista, y, por ejemplo, su relato distópico The Beach (1996) fue llevado al cine por Boyle cuatro años después de su publicación. Vemos, pues, que el de Garland es un nombre que debemos asociar con la ficción especulativa, y, digámoslo de entrada, esa es una filiación muy saludable, pues faltan nombres adscritos a ese género que no lo sean desde la vertiente puramente mainstream, sino desde otra óptica más cercana a lo intelectual, si quieren a lo sofisticado (no me atrevo a decir a la ci-fi hard: para eso aún falta).
Garland, con esa bandera, emprende con esta Aniquilación la adaptación de una novela de Jeff VanderMeer, concretamente el primer y laureado –ganó los premios Nébula y Shirley Jackson– título de los que conforman la trilogía Southern Reach, y que relata la aventura de un grupo expedicionario (formado por cinco mujeres, detalle no baladí), para introducirse en una región inhóspita bautizada como Área X, cuya particularidad radica en la existencia de unas leyes físicas propias distintas de las del resto del planeta Tierra. Garland, con semejante material, construye un thriller en toda regla, entre el survival y esbozos sobre lo que Susan Sontag denominó la imaginación del desastre.
Diversas voces han equiparado Aniquilación con la cercana en el tiempo La llegada (Dennis Villeneuve, 2016), no tanto por la pátina de sofisticación que embadurna el discurso especulativo (aunque el material de partida de Villeneuve, un relato de Ted Chiang, tenía más pedigree que el que aquí se trabaja) como por parámetros estéticos y por esa mirada sostenida en lo femenino y en el extrañamiento. Menos -porque Villeneuve es un cineasta más brillante a día de hoy (también tiene mucho más bagaje)- por ese juego de contrastes entre una cierta sensación de asepsia en la fachada visual y un desarrollo argumental que se escora en lo turbio, sino directamente en lo terrorífico. Aspectos, en todo caso, que también emparentan el segundo título de Garland con el primero. Como en aquel, Garland maneja la sustancia narrativa con firmeza, y aunque fuerza un poco los resortes atmosféricos (esa función más bien inane que cumplen muchos de los flashbacks), centra bien la vis apocalíptica que el relato plantea, presentando algo parecido a un viaje al corazón de las tinieblas conradiano en el que, por otro lado, resuenan ecos del cine de Shyamalan (el discurso ecologista) aderezados con alguna tímida fuga al gore que resulta útil al entramado de temas y tonos.
En lo referente al estudio de personajes, que Garland prioriza, el filme se centra sobre todo en los aspectos traumáticos asociados a la pareja protagonista (encarnados por Natalie Portman y Oscar Isaac): el trauma de la desaparición del primero, el extraño y breve reencuentro que termina de forma abrupta, el posterior levantamiento del velo de lo que en realidad le sucedió a él… Esa relación sentimental traumática pasada por el filtro (o debería decir espejo deformante) de una invasión alienígena sutil no está nada lejos de los conflictos dramáticos que ponía en solfa ExMachina, e incluso de diversos de los apuntes dramáticos de la distópica Nunca me abandones, por lo que cabe hablar de un motivo creativo recurrente en Garland. Aquí, la secuencia en la que esa cámara de video (tan oportunamente instalada en las dependencias del faro) le muestra a la protagonista lo que le sucedió a su marido, y la posterior solución del relato, donde cierta ambigüedad baña un reencuentro bigger than life corrompido por una constancia apocalíptica apuntalan la formidable metáfora que es toda la película del amor como entidad problemática.
Se trata de un apunte interesante, aunque a medio perfilar, y probablemente insuficiente para sostener el empaque especulativo del relato, que brilla más por su luminosa (o debería decir colorida y atornasolada) fachada que por lo que esconde. Como sucedía con la anterior obra del cineasta, las pretensiones (o al menos las expectativas de planteamiento) se van diluyendo en unos resultados cinematográficos que, aunque atractivos en lo visual, no llegan a estimular del todo ni mucho menos trascender. Que Garland siga pujando. Lo seguiremos.
MOLLY’S GAME
Molly’s Game
Circe en el memento Sorkin
El de Aaron Sorkin es un nombre relevante del audiovisual norteamericano contemporáneo. Para empezar, nos invita a hablar de “audiovisual”, y no de cine, por tratarse de alguien que, forjado como guionista y showrunner televisivo, también ha desarrollado una carrera con pedigree en el cine. Sorkin fue, recordemos, el máximo responsable de una de las series que, junto a Los Soprano, The Wire o A dos metros bajo tierra, quedó como referente ineludible de la época dorada que a la ficción catódica le aguardaba en el inicio del nuevo milenio (El ala oeste de la Casa Blanca, realizada entre 1999 y 2006, por mucho que Sorkin se desentendiera en 2003). Precedido por la fama catódica, Sorkin se significó en el cine como un guionista de prestigio, un siempre poco común ejemplo de guionista capaz de vender una obra como propia, capaz de codearse con, por ejemplo, David Fincher en el nombre delante del título. Todo está conectado: ese prestigio obedece a un indudable savoir faire y a una marcada personalidad, pero también al hecho de que Sorkin ha querido y sabido trasvasar a lo cinematográfico espacios narrativos y construcciones dramáticas más características de la ficción televisiva. La relevancia de Sorkin, pues, no solo radica en lo que escribe, en su habilidad para manejar esos temas que escribe, o en su personalidad y sello reconocible, sino también en la inercia comunicativa, la tendencia que uno y otro lenguajes, el del cine y el de la televisión, tienen a acercarse. A entenderse.
Sorkin ha encontrado un nicho entre el target adulto, el mismo que consume la mayoría de series, en un paisaje de la industria cinematográfica que apuesta de forma cada vez más inequívoca por el entertainment y el público juvenil. Sorkin no ofrece espectáculo, o la clase de espectáculo que ofrece no tiene tanto que ver con lo cinemático conjugado con el CGI como con el reto intelectual: el fuerte de sus relatos es el diálogo, y el efecto roller coaster de ese sentido del espectáculo radica, precisamente, en seguir esos diálogos llenos de electricidad. Y esos diálogos nos dirigen a una impronta, de liberal progresista, en la que bulle una mirada idealista que parece una actualización del discurso que Frank Capra y Robert Riskin insuflaban al cine que aún hoy recordamos; tampoco no está alejado de, por ejemplo, el posicionamiento de Sydney Pollack o Robert Redford, o la mirada spielbergiana de su última etapa (Lincoln o El puente de los espías no se hallan muy alejados de las tesis sorkianasen lo que a la cartografía dramática y la ideología implicadas se refiere). Pero Sorkin, a diferencia de esos títulos spielbergianos, prefiere manejar relatos que acaecen en la actualidad, algo que le sirve para reflexionar sobre signos de los tiempos en los que vivimos, en lugar de atraer metáforas al hoy a través de fábulas que discurren en otros tiempos.
Es el caso de Molly’s Game, el título que supone su debut tras las cámaras. Nada tiene de extraña la elección de Sorkin para esta opera prima: los periplos de Molly Bloom, una promotora de partidas de póker de alto standing que fue perseguida por la justicia y cuyas vivencias detalló en un libro de memorias de autosuficiente título, Molly’s Game: From Hollywood’s Elite to Wall Street’s Billionaire Boys Club, My High-Stakes Adventure in the World of Underground Poker. Molly’s Game puede disfrazarse por momentos de woman’s picture, y esa ternura disfrazada de psicoanálisis que propone Sorkin nos acercan a los parámetros del típico relato de superación, pero los árboles no deberían impedirnos ver el bosque: Molly’s Game medita principalmente sobre la clase de sociedad en la que vivimos, de los desmanes del funcionamiento capitalista y, especialmente, de relaciones depredadoras aplicadas al sexo: Molly es una mujer que intenta hacerse un lugar (o enriquecerse, para hablar con propiedad) en un mundo de hombres ricos y, por lo general, famosos; y, al contarnos su historia, también revela que su odisea fue también una lucha por la supervivencia, pues, como se ha sugerido más arriba, las aporías morales son importantes en la narrativa sorkiana.
Si en las ficciones televisivas Sorkin suele centrarse en una coralidad de personajes unidos por una causa noble (sea el gobierno de los EEUU, la confección de un programa semanal de humor o la labor periodística no exenta de condicionantes éticos), en el cine, quizá porque todo está comprimido y no hay tiempo para extenderse –vía largos diálogos– en esos lazos colectivos, desarrolla relatos de un único personaje, cuyos conflictos, dudas y proezas son relatadas y puestas en el contexto del funcionamiento socio-cultural, normalmente para evidenciar severos contrastes. Decía Bob Dylan en una canción que “There’s no success like failure and the failure’s no success at all”, y los dramas cinematográficos de Sorkin son una elocuente muestra de ello: esos personajes radiografiados son mentes siempre brillantes y, por ello, tipos solitarios; su capacidad para incidir en ese funcionamiento socio-cultural (sea desarrollando Facebook en un campus universitario, modificando a máximos nuestra relación con y dependencia de la tecnología, o inventando una fórmula matemática para hacer campeón un equipo de béisbol) contrasta con la dificultad que tienen para mantener una relación fluida y sincera con el prójimo. La soledad en la cima.
Molly Bloom es otro ejemplo de ello, y su historia se parangona claramente con la elucidada en La red social, Moneyball: rompiendo las reglas o Steve Jobs. De hecho, la estructura concéntrica del relato, que se desarrolla a partir de la causa judicial que se sigue contra el personaje encarnado por Jessica Chastain, recuerda poderosamente la estructura del filme de Fincher, pero también, aunque en aquel caso la formulación fuera en tres tiempos de continuidad cronológica, en el análisis psicológico a través del puzle de datos externos-internos que se proponía en el filme firmado por Danny Boyle. Sí que es cierto que aquí Sorkin no narra la historia de un hombre, sino de una mujer, y eso marca totalmente la diferencia: no es la soledad en la cima, sino en todo el itinerario, aparentemente hacia ninguna parte. De principio a fin, Molly’s Game pretende evidenciar que una mujer no puede contar con su brillantez para medrar en el mundo de los hombres; esa brillantez le servirá para posicionarse, pero ni siquiera le garantizará el mantenimiento del statu quo. En esa mirada sobre lo sexual-cultural, radica el paso adelante en lo sorkiano que propone esta obra: a pesar de que el abogado defensor encarnado por Idris Elba le ofrezca a Molly un partenaire a lo largo del metraje, no hay atisbo de compromiso sentimental entre uno y otra; Molly no tiene novio, pareja, marido o amante; ni lo tiene ni se alude a ese aspecto en ningún momento. Propongo al lector que busque alguna ficción norteamericana versada en la biografía de una mujer que evite, tan deliberadamente, mencionar nada, absolutamente nada, sobre el aspecto sentimental de la biografía. No es tan fácil, ¿verdad?
Y aquí instalados conviene detenerse en el peso específico que Jessica Chastain tiene en la película, para zanjar otro elemento que categoriza la obra como exponente de su tiempo. Se habla de Molly’s Game como la obra en la que Sorkin, por así decirlo, se atreve a navegar en solitario, y no como co-autor junto a un director de solvencia y talento, pero lo único cierto es que en este caso es una actriz quien se co-responsabiliza del título patentando la importancia actual de lo que se ha dado en llamar la política de los actores. Aquí no tenemos a David Fincher para imprimir un poso de fábula negra, desesperada; no tenemos a Bennett Miller para efectuar una ilustración de frialdad pluscuamperfecta; no contamos con el esteticismo de Boyle para decorar las materias exteriores. Sí tenemos esos movimientos de cámara incesantes y ese montaje-metrónomo que ya se convirtió en brillante tesis narrativa en tiempos de The West Wing; pero también tenemos a una one-woman show que, más allá de postularse como una interpretación de prestigio, nos ofrece una determinada mirada… una mirada política. Chastain es la actriz que mejor representa la mirada feminista en el establishment hollywoodiense actual, la misma que capitalizó el pursuit a la caza de Bin Laden rodeada de hombres en La noche más oscura (dirigida por una mujer, una de diversas cineastas con las que Chastain ha colaborado), la misma que a través de su productora (Freckle Films)promovió el documental I Am Jane Doe, sobre el tráfico sexual, y quien en la película sobre lobbies Miss Sloane (John Madden, 2016)–por cierto que otro relato fruto del cortocircuito televisión-cine– ya encarnó a una mujer cuya posición de poder es puesta en entredicho a través de una campaña de acoso y derribo sostenida en el elemento sexual. En Molly’s Game Chastain se asocia con Sorkin a la búsqueda de otros atributos del relato estandarizado en lo que se refiere a la mirada de y sobre la mujer. Cambiar semejante órbita de la mirada en un paisaje, siempre adocenado, como es el del cine norteamericano industrial, resulta harto complicado, y no se puede decir que Sorkin-Chastain salgan airosos del intento; probablemente se quedan a medias; pero es lógico quedarse a medias cuando se están proponiendo alternativas, caminos de cambio dentro de la ortodoxia del propio establishment y no desde laheterodoxia o radicalidad de propuestas externas al mismo.
PATERSON
Lo ordinario extraordinario
El nombre de pila del protagonista de la película (Adam Driver) coincide con el mismo nombre de la ciudad en la que vive, Paterson, una middle-town de la costa este, concretamente de Nueva Jersey. Esa dualidad, o condición homónima, se extiende al propio título de la película, que se refiere al individuo, un conductor de autobuses que en su tiempo libre se dedica a leer y escribir poesía, pero alude también al lugar donde el conductor-poeta nació, vive y trabaja, un lugar asimismo asociado con la poesía, pues William Carlos Williams (1883-1963), oriundo de Nueva Jersey, consagró a la ciudad su obra más ambiciosa, y Allen Ginsberg (1926-1997) pasó allí un periodo de su vida. Paterson nos habla del cotidiano de Paterson, y del quehacer cotidiano en Paterson, quizá podríamos convenir que reuniendo los dos aspectos en la misma definición, el hombre y donde vive, que también es de lo que escribe.
Su metraje cubre un breve ciclo vital, concretamente una semana completa, una semana cualquiera. El montaje, extraordinario, actúa como diapasón implacable de los vaivenes, en apariencia mínimos, pero constantes, del cotidiano. Al fin y al cabo, la de Jarmusch es a menudo una mirada que se posa sobre nociones de lo cotidiano para escarbar lo extraordinario o discrepante o invisible que reside en esa aparente monotonía (del mismo modo que, con la misma fraseología narrativa, nos habla de lo contrario: la vocación cotidiana que inesperadamente puede residir en una actividad en apariencia extraordinaria: Mystery Train o Ghost Dog lo ejemplifican bien). Y en ese sentido, Paterson puede verse como un título que ejerce de summa de muchos temas e inquietudes que bullen en la filmografía del cineasta norteamericano.
Un lugar y un bullir anímico, ambos en apariencia afables (y en las materias interiores, nunca estridente), se solapan en esa edificación dramática sostenida mayoritariamente en las pequeñas variaciones sobre idénticos escenarios, situaciones y personajes, los que forman parte de la comunidad de Paterson y, más concretamente, los que conforman el microcosmos vital y relacional del conductor poeta, o poeta conductor, que protagoniza el relato. Su mujer, Laura (Golshifteh Farahani,), su perro Marvin, algún compañero de la compañía de autobuses, los pasajeros que cubren trayectos en (y llenan con sus historias) el autobús, así como el propietario (Barry Shabaka Henley) y algunos clientes asiduos del bar donde, noche tras noche, Paterson termina su jornada. Esa estrategia narrativa, basada en la variación sobre la reiteración, y en el montaje, parece revelar las intenciones de Jarmusch, en una suerte de comentario metanarrativo/autoreflexivo, en uno de los poemas que escribe el protagonista, aquel en el que se habla de la cuarta dimensión, la del tiempo, que se añade a las tres que inicialmente se aprenden, la longitud, la altura y la anchura. Siguiendo el símil de aquel poema, la ciudad de Paterson podría ser esa caja de zapatos que ejemplifica esas tres dimensiones, y el relato de imágenes en movimiento que es la película la oportunidad de captar esa cuarta dimensión, cómo el tiempo se inmiscuye en el lugar. El protagonista ejerce como tal, pero también como catalizador de esa reunión de elementos descriptivos y circulantes -de nuevo la esencia de Jarmusch.
Esto nos introduce en el hecho de que el cineasta se aferra especialmente a los símbolos en Paterson. Quizá porque, siendo el suyo un cine poético, necesitaba cajas de resonancias para convertirlo, también, en un cine sobre lo poético. El equipaje de toda una vida, el gran secreto de la inspiración, lo ordinario extraordinario, se guardan en el bloc de notas en el que Paterson escribe los poemas; sin él, lo sabremos durante unos instantes -la antesala de un clímax dramático en el lenguaje jarmuschiano-, la vida espera, porque por un instante ha perdido todo el sentido. El manar del agua que el poeta contempla en sus breves retiros durante la jornada de trabajo, también subrayado por otro poema (dos palabras, “water falls”, el agua que cae, que connota algo muy distinto que una sola, “waterfalls”, cascada), ilustra, de forma obvia, el devenir de la creación artística, el fluir de los sentimientos en palabras ordenadas en la ciencia poética. El blanco y el negro que obsesionan a su mujer van acrecentando la sensación de cerrazón que se halla implícito, para un poeta, entre las cuatro paredes de una vida hogareña: Paterson ama a su mujer, pero quizá porque la necesita, y no ama el concepto del hogar y todo lo que implica; no es de extrañar que su perro, la quintaesencia de la domesticación en el hogar, encarne a su peor enemigo, y que se quede a las puertas -encerrado fuera- del lugar donde discurre lo taciturno, lo que tambalea los cimientos del cotidiano, ni que sea de forma mínima: el bar donde Paterson agota las jornadas (llegando a casa cuando su mujer ya duerme, aunque eso Jarmusch lo explique en un diálogo, dejándolo en over visual, por respeto a las propias reglas descriptivas).
Los símbolos se acumulan y retroalimentan, como también lo hacen los escenarios y las personas que comparten sus cotidianos con Paterson. Así va fraguando, en la muy atenta, tierna (aunque a veces, por supuesto, irónica) y lírica mirada de Jarmusch, la crónica de las vidas posibles que pueden subyacer de algo tan poco extraordinario como el devenir vital cotidiano. Paterson parece un underplaying de una definición del país de las maravillas, al fundir sus imágenes la vida del personaje en un lugar y cómo el personaje precisa la definición de lugar. La poesía, que se agazapa en cualquier detalle, es soberana. Por ello, la película no precisa aspavientos, ni levantar el tono, para exclamar, de forma soterradamente febril, que la falta de poesía es una alarma del patético estado de las cosas en el devenir socio-cultural. Aunque esa aseveración nos la propone a contrario sensu, recogiéndose cerca, diría que a la sombra, de la belleza que los poetas -Paterson, y la chica de diez años que encuentra, y el japonés que le encuentra a él, cerca del cierre- capturan para hacer de los pulsos de la vida algo más que una cerrazón de puntuaciones ajenas e indeseables. Estoy tentado de aseverar que Paterson es, como a veces aseveran los analistas de cine, una película necesaria. Pero como, siendo francos, nunca he terminado de comprender qué significa esa expresión, me limitaré a decir que Paterson es una película extraordinaria, y que quedará como un clásico en la filmografía de Jarmusch por su potencial transformador, un potencial que siempre ha sido patrón, o ideal, de la peculiar mirada que edifica su completo cine, pero que solo en las ocasiones más escogidas se concreta de forma tan brillante como aquí.
DUNKERQUE
Dunkirk
Director: Christopher Nolan
Guión: Christopher Nolan
Música Hans Zimmer
Fotografía Hoyte Van Hoytema
Reparto Fionn Whitehead, Mark Rylance, Kenneth Branagh, Tom Hardy, Cillian Murphy, Barry Keoghan, Harry Styles, Jack Lowden, Aneurin Barnard, James D’Arcy, Tom Glynn-Carney, Bradley Hall, Damien Bonnard, Jochum ten Haaf, Michel Biel
EEUU. 2017. 109 minutos
Cine por tierra, mar y aire
Resulta curioso que el portentoso prólogo de Dunkerque –donde la cámara sigue a un soldado huyendo del fuego enemigo, hasta alcanzar la playa, que será escenario umbilical del relato– se asemeje más, por su hechura visual (no sonora) a narradores contemporáneos de lo bélico como Eastwood, o especialmente Kubrick o Spielberg, a lo que el propio Nolan explorará en lo sucesivo. Curioso porque, a pesar de esa herencia (tomada prestada y a la postre no asumida), es cierto que esa primera secuencia ya contiene la esencia subjetiva/anímica sobre la que se edificará el completo relato, y el ADN nolaniano: el angst asociado a la lucha por la supervivencia en el entorno más hostil (interno), el miedo y el horror como acicates de la acción (externo).Dunkerque, clásico instantáneo del Cine, y una de las mejores películas de Nolan (que ya es decir), se construye, en tanto que título de género, en la tensión entre una superficie en la que la épica es entendida como lucha colectiva, como demostración de heroísmoy una profundidad sustantiva en la que esa misma épica deviene inestable, problemática, pues de lo que se trata es de superar obstáculos en un ominoso sendero hacia una, más bien improbable, supervivencia. Lo que, tomado con perspectiva, es lo mismo que decir que Dunkerque sintetiza con brillantez los dos grandes pilares de lo dramático e ideológico que sustentan el género bélico desde siempre.
Resultan significativos, en ese sentido, los mecanismos de contraste que el guion establece entre dos tipologías bien marcadas de personajes, los unos que, por veteranía y/o experiencia, demuestran una integridad y un temple parejo a su altruismo (Rylance, Hardy, Brannagh), y que por tanto personifican la vis luminosa, esperanzadora, del relato, con otros, principalmente jóvenes (los soldados rasos que intentan huir, sobrevivir a cualquier precio, acumulando intentos frustrados; el hijo del personaje encarnado por Rylance y su amigo; por no hablar de los que, como Cillian Murphy, han perdido la razón), que son los que acumulan la intriga y el desamparo, esa vis tenebrosa que termina presidiendo el relato, que lo dota de atmósfera, percutiendo forma y fondo para terminar de desencadenar el estilo nolaniano.Un estilo, en esta ocasión, forjado también a través del trabajo con el entorno: resulta significativo, y ejemplar tanto en su definición filosófica como en su concreción material/visual, que Nolan subraye esos trazos tipológicos de sus personajes sirviéndose de escenarios que son no-paisajes, abstracciones puras y despiadadas. Reconozco que contemplando la playa de Dunkerque pensé, en un par de ocasiones, en el escenario nevado de El día de los forajidos, de André De Toth (1959), otro no-paisaje devorador, que asfixia y a la vez saca a relucir lo esencial, el hueso dramático.
Exceptuando el epílogo –bien filmado, irreprochable, aunque no a la misma y brillante altura que el resto del metraje, precisamente por su desconexión anímica y atmosférica–, Dunkerque se erige, en buena medida, en un larguísimo clímax narrativo que Nolan trabaja a través de una tensión, resuelta con excelencia, entre la arquitectura narrativa que se cuece en el guion y la métrica interna de las secuencias. Lo primero, esa edificación del relato desde tres focos distintos, pero sofisticando el cross-cutting merced de un experimento con el tiempo à la Nolan: el relato del muelle se extiende durante una semana, el del mar durante una jornada, el del aire durante una hora; el experimento formal, y el anzuelo intelectual con el que Nolan compromete sus ficciones, consiste en buscar ese equilibrio entre tres extensiones argumentales que se repliegan en esa materialización individual de las secuencias, en el bullicio y adrenalina de cada situación concatenada, donde el metrónomo del plano corto, el montaje y el uso del sonido/banda sonora (depuración absoluta de la ciencia aplicada de Hans Zimmer) vienen a armonizar, con una intensidad más que notable, esa sensación de clímax ininterrumpido.
Película-ecuación memorable, Dunkerque acumula tal cantidad de secuencias brillantes e imágenes poderosas que aturde. Este no es el lugar para un estudio pormenorizado, como el o los que algún día sin duda llegarán, pero no puedo resistirme a citar algunos de esos momentos de gran Cine que hacen del visionado de la película (en mi afortunado caso, visionado en 70 mm y sonido DTS en la sala Phenomena de Barcelona) una experiencia cinematográfica de primera magnitud. Los deslizamientos de la cámara y las posiciones oblicuas para transmitir verismo y espectáculo a raudales en los enfrentamientos aéreos. La complementariedad exterior/interior de la definición, cabal en el relato, de lo claustrofóbico: el traslado en el muelle de una camilla con un herido para tratar de embarcarlo en un barco que zarpa (y al final no zarpará) versus la secuencia, heredera de la mejor tradición del cine de submarinos, en la que los soldados esperan, ocultos en el interior de una pequeña embarcación encallada en la arena, que suba la marea y la embarcación pueda hacerse a la mar (algo que se revelará como una enésima quimera). O, por su pletórico simbolismo, la imagen del caza pilotado por Hardy, tras quedarse sin combustible (tras el último aliento), planeando sobre las playas de Dunkerque como un pájaro, elocuencia poética del triunfo aliado, por mucho que ese triunfo no se mida en términos de victoria, sino de supervivencia.
DEJAME SALIR
Get Out
Director Jordan Peele
Guion Jordan Peele
Música Michael Abels
Fotografía Toby Oliver
Reparto Daniel Kaluuya, Allison Williams, Catherine Keener, Bradley Whitford, Betty Gabriel, Caleb Landry Jones, Lyle Brocato, Ashley LeConte Campbell, Marcus Henderson, LilRel Howery, Gary Wayne Loper, Jeronimo Spinx, Rutherford Cravens
EEUU. 2017. 107 minutos
Adivina quién viene esta noche
Firmada por un director debutante, Jordan Peele, Déjame salir se convirtió rápidamente, desde su aclamado paso por el Festival de Cine de Sundance, en una de esas piezas definitorias de una temporada, en tanto que etiquetadas como “imprescindibles” por los connaiseurs y aficionados al cine de terror –del mismo modo que lo fue el en 2015 otra opera prima, La bruja (Robert Eggers, 2015) o, el año anterior, It Follows (David Robert Mitchell, 2014)–. Menos entusiasta que su recepción en los EEUU, la crítica europea ha hallado cierto consenso en considerar algo para mí clarísimo, y es que en Get Out funcionan mejor sus premisas de partida que el modo en que Peele, también guionista, las gestiona en el desarrollo argumental, especialmente a partir del momento en el que se desencadena lo terrorífico. Pero, aunque malbaratada en parte, esa originalidad de las ideas de partida es algo valioso; valioso per se y valioso aplicado a un género, el cine de terror, al que demasiado a menudo le cuesta librarse de arquetipos y lugares comunes. Así, Get Out ofrece jugosas metáforas, que merecen ser analizadas. Y no todo se agota con la más obvia de entre ellas, esto es la relativa a la segregación racial, aspecto que, más allá de en lo argumental, Peele trabaja a fondo en su tramoya visual, alcanzando un admirable nivel de frescura y atrevimiento (la abstracción sobre la depredación psico-social, y el modo en que perpetúa las diferencias económicas, ello materializado en una posesión, casi literal, del alma de aquellos devenidos en esclavos, por supuesto negros, por parte de la clase dirigente, por supuesto blanca). En estas líneas, propongo analizar esa metáfora desde más amplios márgenes. Para hacerlo parto de un pequeño experimento, basado, precisamente, en analizar el relato elidiendo ese elemento primordial referido al comportamiento racista, para centrarme en otros términos: los núcleos familiares y las definiciones del hogar.
Semejante abordaje me llama la atención por considerar que no son pocas las obras que, en los últimos tiempos, se han centrado en aspectos relacionados con esas macro-temáticas. Dejando de lado lo que al respecto también se podría apuntar de The VVitch (que, más allá de razones contextuales y de ubicación histórica del relato, nos cuenta, básicamente, cómo se produce la desintegración de una familia), hay diversas e interesantes películas del género que, como La invitación (Karyn Kusama, 2015) oThe Gift (Joel Edgerton, 2015), han trabajado, desde focos diversos y/o complementarios, definiciones nocivas asociadas al hogar y al statu quo familiar. Su abordaje a menudo me recuerda los que proponía The Twilight Zone, el serial de Rod Serling, en sus títulos centrados en cuestiones semejantes: entre otros, The Chaser (T.1, Ep. 31), Long Distance Call (T.2, Ep. 22), It’s a Good Life (T.3, Ep. 8), Young Man’s Fancy (T.3, Ep. 34), Spur of the Moment (T.5, Ep. 21) o The Bewitchin’ Pool (T.5, Ep. 36); títulos todos ellos en los que se producía una distorsión –esa sustancia nociva categórica de la serie– en lo relativo a las relaciones sentimentales/familiares en la que esporaba, en correlación lógica, un conflicto tanto identitario como social, un discurso sobre nuestro problemático encaje con el mundo, en este caso en un nivel tan elemental, tan esencial, como la pareja o la familia.
De eso, entre otras cosas, habla Get Out: del peaje demasiado alto que Chris (Daniel Kaluuya) debe pagar para satisfacer a su familia política, devenidos en auténticos monstruos por cuanto pretenden, literalmente, aniquilar su identidad. Sin necesidad de adentrarnos en la hipérbole terrorífica, la película expone con elocuencia el difícil pasaje que para cualquier joven supone entrar en contacto con los padres (y hermano) de su novia, en tanto que competidores con aquél en el corazón de ella, y que juegan con la ventaja de que, a diferencia del novio, elegido y por tanto sobrevenido en la existencia de la novia, son quienes la concibieron, la educaron (o, en el caso del hermano, crecieron con ella) y, en definitiva, con quienes ella tiene, y tendrá siempre, los lazos más profundos.
La manera francamente sugerente que Peele tiene de filmar la sensación de extrañamiento, de otredad que rodea a Chris en aquella opulenta casa de la familia de Rose (Allison Williams), se sustenta en esa idea primordial. Y a nivel argumental abunda en ello: no es casualidad que sea Missy (Catherine Keener), su suegra en potencia, quien sea el brazo ejecutor de esa aniquilación premeditada del joven, y que lo haga nada menos que revelando un trauma freudiano referido a la pérdida de la propia madre, pues Missy le hipnotiza haciéndole hablar de aquel, y no cualquier otro, episodio del pasado, en el que el chico, entonces un niño de once años, permaneció viendo la tele mientras su madre, que había sufrido un accidente, moría en la calle. La maquiavélica Missy inhabilita a Chris como hijo, y es a través de su culpa que logra sus mefíticos propósitos.
Y esto último transcurre en un pasaje que nos sirve para enunciar la asocación que la película establece con Twilight Zone desde otros parámetros, los categóricos de lo visual: la solución visual más llamativa de la película es probablemente la imagen de Chris literalmente sumergido en el limbo, que Peele visualiza mostrando en imágenes al joven flotando en un vacío oscuro, inerme al contemplar la realidad, que se ha convertido en un pequeño cuadro que está por encima de él, al que no puede acceder de ningún modo. ¿No es muy evidente que Chris se halla, literalmente, en una zona de penumbra, en una “Dimensión Desconocida”? ¿Qué es aquel limbo sinola materialización de sus miedos más terribles? Y en el subrayado argumental del filme, esos miedos de Chris se basan en ser destruido por la casta blanca, pero, atendiendo a ese nexo distorsionado sobre la familia y su carencia, ese miedo emerge del trauma asociado a la desaparición de una madre, y nadie más idóneo que otra, la de su novia, para sacarlo a colación.
Tras este cisma narrativo, la película se atrinchera en nociones que algo toman prestado de las mujeres perfectas de Ira Levin (y Brian Forbes) y otro tanto del cultivo del terror desde lo alucinado y granguiñolesco: una operación para suplantar una parte del cerebro que implica, a la vez, la desposesión de la voluntad. El pater familias, por supuesto, es quien tiene encomendada esa labor ejecutora, sirviéndole su hijo de enfermero; pero esa labor no resultaría tan aséptica sin la debida preparación que, de forma tan sibilina, han articulado las mujeres de la familia, madre e hija. El cambio súbito de comportamiento de Rose, analizado desde parámetros narrativos, chirría un poco en esa edificación del extrañamiento que atenaza a Chris: lo que en uno es un descubrimiento sutil, en la otra es un cambio de tornas demasiado radical para resultar del todo convincente. Pero, siguiendo con las metáforas que maneja este texto, ese cambio súbito de comportamiento de la novia de Chris es un pertinente levantamiento del velo, la revelación final de que, enfrentado a la familia de ella, él va a ser indudablemente derrotado, y la persona que, antes de ese encuentro, él creía que era Rose es en cambio alguien muy distinto. “Huye”, reza el título original de la película: como en las poesías negras de Charles Beaumont o en las patéticas catarsis de los relatos de Matheson, la aspiración de encajar en lo que no se tiene, una familia convencional, es una quimera tras la que solo espera una insoportable condena…
Si en el dantesco festín familiar del clímax de La matanza de Texas la carne y la sangre de una chica eran ofrendadas para insuflar un simulacro de vida a un anciano decrépito, cuarenta años más tarde la forma de vampirización se ha refinado: se conserva la carne y la sangre, pero se arrebata lo inmaterial: la monstruosidad de la familia blanca de Get Out reside en ese aderezo fantastique que moviliza el relato, esto es su siniestra fórmula para extender sus tesis conservadoras sobre la diferencia de clases usurpando literalmente la voluntad de los que están por debajo. Los pespuntes más envenenados del discurso sobre lo racial del argumento de Peele apuntan a la perpetuación del darwinismo social a través de la falacia de la apariencia: aparentemente esos cuerpos negros siguen siendo jóvenes, sanos, indemnes, pero solo son una carcasa bajo la cual no queda espacio para la conciencia. Lo escalofriante de ese esquema es que, de forma tan malévola, se utilice la movilización sentimental (el amor de Chris por su novia) como anzuelo y, evidentemente, el núcleo familiar como instrumento de lo implacable. Un detalle genial de la película es la sensación de alivio que le queda al protagonista en la última secuencia del filme, cuando ve que ha llegado a la finca un coche de policía: levanta los brazos y se conforma con ser, presumiblemente, acusado de un homicidio múltiple: es preferible una condena a la vieja usanza, aunque comporte la pena capital, que esa otra condena que la familia de Rose le había deparado. Y, colmo de la ironía, será nada menos que el amigo campechano y verborreico de Chris, un personaje sostenido en un arraigado arquetipo asociado a los negros en el cine y la televisión (sobre todo eighties), quien libere in extremis al sufrido protagonista; quien, por así decirlo, le abra la improbable puerta de salida de uno de los lugares más inhóspitos que uno puede hallar… en la Dimensión Desconocida.
WONDER WOMAN
Wonder Woman
Director Patty Jenkins
Guion Allan Heinberg, según una historia de Zack Snyder, Allan Heinberg, y Jason Fuchs, basándose en personajes creados por William M. Marston
Música Rupert Gregson-Williams
Fotografía Matthew Jensen
Reparto Gal Gadot, Chris Pine, Robin Wright, Connie Nielsen, David Thewlis, Danny Huston, Elena Anaya, Lucy Davis, Ewen Bremner, Samantha Jo, Saïd Taghmaoui, Lisa Loven Kongsli, Florence Kasumba, Mayling Ng, Emily Carey, Doutzen Kroes
Warner Bros. Pictures / DC Entertainment
EEUU. 1986. 114 minutos
Animales mitológicos (del cine en la era digital)
En fechas del estreno de Wonder Woman, una de las películas llamadas a copar las carteleras veraniegas de 2017, ciertos, lógicos y oportunos comentarios hicieron hincapié en qué tiene o retiene de feminista esta versión fílmica de las aventuras del personaje creado por William Moulton Marston. Otros, más esperables, hablan de un cierto resarcimiento cualitativo de los filmes del universo cinemático de DC/Warner tras el descalabro de (la poco defendible) El escuadrón suicida (David Ayer, 2016) y el (mucho más opinable) de las películas sobre Supermán dirigidas por Zack Snyder. En mi caso, breve conocedor de las andanzas de Diana de Themyscira en el formato viñeta, quiero resaltar un aspecto que me parece, de largo, el más llamativo de la película de Patty Jenkins y del peso específico que el personaje, nada menos que una hija de Zeus y hermana de Ares criada como princesa guerrera de las amazonas, reclama al espectador de lo superheroico en estos tiempos de vorágine de películas del género, subgénero, temática o como quieran llamarlo.
Por aquello del placer (y retroalimentación comercial subyacente) que el espectador le encuentra a comparar las películas de Warner DC con las de la Marvel, viendo Wonder Woman es fácil acordarse de Capitán América, el primer vengador (Joe Johnston, 2011), precisamente una de las obras más interesantes de las filmadas hasta la fecha por la Marvel. El parangón radica en ese relato que tiene como telón de fondo lo histórico, y más concretamente un conflicto armado. La Segunda Guerra Mundial allí, la Primera en el título que nos ocupa. Digo telón de fondo pero es mucho más: es la reutilización de resortes temáticos y narrativos, esto es la filmación de un relato de superhéroes (el género por excelencia del cine de Hollywood actual) en la plantilla de una narración bélica (uno de los géneros canónicos), con todo lo que ello transpira a nivel de nueva sintaxis fílmica, no siendo el menor de los considerandos el hecho de que la lógica del lenguaje digital y el sense of wonder propio del CGI (definitorio del cine superheroico ya desde X-Men (Bryan Singer, 2000)) se sobreimpresiona a plantillas de narración bélica en ambos casos planteados de forma más o menos clásica (y me refiero a personajes y situaciones, a arquetipos manejados), de lo que resulta, por decirlo así, una invasión en toda regla del lenguaje visual mainstream de lo que llevamos de siglo a matrices fijadas hace largo tiempo, algo que, contemplado sin prejuicios, no deja de resultar curioso, pues nos habla de la dialéctica que la imagen pop actual establece con la del pasado.
En ese aspecto, el filme de Johnston y el de Jenkins se parecen, y el de Johnston sería un referente de este. Sin embargo, la diferencia entre una y otras películas es el sesgo de sus premisas y lo que ello comporta: mientras que el filme de Johnston narra el advenimiento de un supersoldado fruto de una serie de experimentos, en el caso de Wonder Woman la partida es muy otra: se trata de un personaje mitológico arrancado de ese espacio mítico para viajar al mundo real, para fundirse en la Historia de la humanidad. En ese sentido, sería otro personaje de la Marvel, Thor, quien ofrecería unos mejores términos de equiparación con Wonder Woman, pero las películas del dios del trueno estrenadas hasta la fecha no han hecho hincapié en lo que Wonder Woman prioriza: la relación que establecemos con los mitos. Y entro en materia diciendo que por mucho que Gal Gadot llene la pantalla de carisma, se puede discutir, y mucho, quién es el auténtico protagonista de Wonder Woman, pues resulta más fácil la identificación del espectador con el Mayor Steve Trevor (Chris Pine), el espía que, huyendo del fuego alemán, llega por arte de birlibirloque al país de las amazonas. Tras el vistoso prólogo y presentación de Diana y la vida en Themyscira, esa secuencia de choque plantea el devenir argumental: los guionistas no pierden demasiado tiempo en explicar los entresijos de la partida de Diana; basta su compromiso con la causa que Steve le relata y que ha atestiguado en la reyerta que las amazonas han librado en la playa con los alemanes que perseguían al piloto. Lo que pasa es que Steve cree que Diana es una poderosa guerrera que le vendrá la mar de bien para librar sus batallas en la guerra, mientras Diana acude al mundo de los hombres con otra finalidad: si hay guerra es porque la ha ocasionado Ares, y por tanto busca enfrentarse con él.
Y aquí la motivación de los personajes protagonistas queda desdoblada, y seguirá así hasta el final, desdoblando de hecho el relato en dos aventuras distintas, por mucho que entrecruzadas por el escenario. La película progresa como un relato bélico con tímidos (y blancos) devaneos de relato folletinesco de espionaje; el esmerado diseño de producción y tratamiento de la imagen ofrece un espectáculo vintage, que troca los excesos vitriólicos de la guerra visualizada por Zack Snyder en Sucker Punch (2009) por otro tipo de elucubración visual naif, de violencia mucho más moderada –que esa y cualquier obra del universo DC/Warner hasta la fecha-, con inevitables y llamativos tour de force (la secuencia de la lucha en las trincheras y ulterior liberación de la aldea francesa) y una estudiada disección de la química romántica que destilan los dos personajes protagonistas. Pero todo ello, que ofrece un espectáculo grato, entretenido aunque no particularmente brillante –esos diálogos poco más que correctos, esos personajes secundarios arquetípicos a medio construir, entre los que solo sobresale, por su carga malditista, la mad cientist de rostro deformado que asiste al villano-, no es sin duda lo que más seduce del visionado de Wonder Woman. Lo que nos seduce es la naturaleza del personaje desde el prisma de Steve, aseveración que no efectúo porque sea un hombre, sino porque Steve forma parte de este mundo y Diana… no.
Steve es un soldado-espía de alto nivel, pero también un tipo que –Pine lo defiende bien en su interpretación- carga a sus espaldas con la oscuridad de este mundo, con la realidad inmisericorde de la guerra, que es lo mismo que hablar de la naturaleza de la civilización moderna. Diana es todo lo contrario, es todo luz, es magia, es belleza, es elevación del espíritu, es una fuerza y una inteligencia sobrenatural e intemporal. Steve debe librar su batalla, y Diana encontrará la suya –en una secuencia climática de nuevo no particularmente memorable, más interesante por algunos apuntes visuales, como ese rostro del Ares personificado que aparece y desaparece en los reflejos de una vidriera, que por el bullicio y explosión cinemática digital del enfrentamiento físico y superpoderoso que lo seguirá-. Steve se enfrentará a un sacrificio y final que, bien mirado, podría haber tenido lugar sin la presencia de Diana, mientras que Diana inevitablemente deberá dejar atrás a Steve para librar esa otra batalla que, aunque tenga lugar en el escenario de nuestro mundo, forma parte del otro, el mitológico.
En esa coda queda el espectador embelesado. No es casualidad que sea una fotografía –la que ya aparecía en Batman contra Superman: el amanecer de la Justicia (Zack Snyder, 2016), película de presentación de Wonder Woman, de la amazona con sus compañeros humanos de armas en el frente bélico– la que funcione a modo matricial en el relato: no se trata tanto de explicar el contenido de esa fotografía (interpretación evidente) como de lo que esa instantánea contiene: la prueba de la presencia de lo mesmerizante, ella, entre lo mundano, Steve y sus compañeros de armas –todos ellos, hombres–. Y tampoco lo es que la mejor solución narrativa del filme sea, probablemente, la secuencia en la que los dos personajes se despiden, seuencia que se repite variando la pista sonora, pues obedece a dos realidades distintas, la suya y la nuestra, no solo a un replanteamiento por parte de Diana al evocarla (la segunda versión, la que incorpora el diálogo escamoteado en la primera). Es una noción en realidad snyderiana, un cineasta desde siempre interesado en la metanarrativa asociada al personaje sintético-digital y en el modo que esa otra realidad que el cine digital puede elucidar transfigura los términos de lo creíble, de lo perceptible, y por tanto de lo que asumimos desde la butaca. Wonder Woman es, más que nada, eso: el relato de cómo los seres humanos nos doblegamos, sin comprender del todo ni conseguir que ello interfiera del todo en nuestras vidas, ante la poesía elocuente (y grandilocuente) de un personaje que no puede ser real, una amazona de belleza tan singular como nobles sus propósitos, alguien por encima de nosotros en naturaleza y aspiraciones, y benefactora en sus actos. El cine popular, desde siempre, ha tenido una vocación escapista, y eso sirve igual para el cine de superhéroes actual que para los westerns o folletines aventureros de hace un siglo. Lo interesante, en este caso, es que Wonder Woman no solo ofrece un espectáculo escapista, sino que lo incorpora en las pieles de su personaje principal: Wonder Woman, Diana Prince, personifica todo aquello que buscamos en el cine cuando acudimos al cine a evadirnos durante dos horas de la realidad, la gran magia, la gran mentira, del cinematógrafo. En este caso, a través de Steve, hasta podemos hacernos una foto con ella. Wonder Woman, en fin, refleja el bucle del cine digital, al narrar la historia de los espectadores que buscamos lo sublime en lo imposible. Quizá, si valoramos todo ello desde un punto de vista sexista, la película puede ser considerada machista. Es opinable por infinitos motivos que no vienen al caso. Pero lo es menos que sea un discurso conservador.
ALIEN COVENANT
Alien: Covenant
Director Ridley Scott
Guion John Logan, Dante Harper, según una historia de Jack Paglen, Michael Green
Música Jed Kurzel
Fotografía Dariusz Wolski
Reparto Michael Fassbender, Katherine Waterston, Billy Crudup, Demián Bichir, Danny McBride, Carmen Ejogo, Jussie Smollett, Amy Seimetz, Callie Hernandez, Benjamin Rigby, Alexander England, Uli Latukefu, Tess Haubrich, Guy Pearce, Noomi Rapace, James Franco
Productora Twentieth Century Fox Film Corporation / Scott Free Productions / Brandywine Productions
EEUU. 2017. 123 minutos
Dioses y monstruos
Más allá de lo cansino que resulta que, a estas alturas, cuando se estrena una película que pertenece a una saga clásica (en el sentido de muy popular y referencial como lo es la de Alien), el latiguillo habitual al respecto sea decir que “era mucho mejor la original”, es interesante que muchos hayan leído esta Alien Covenant como un reciclaje y puesta en imágenes (sintéticas) de diversos de los lugares comunes de los títulos precedentes de esa franquicia. No estaría en desacuerdo del todo, o puedo admitir que Ridley Scott, John Logan y el resto de responsables del título juegan, además con cierto placer, a explotar trazos reconocibles de esas películas pretéritas –empezando por la, hoy tan incontestable, Alien, el octavo pasajero (Scott, 1979), y siguiendo con Aliens, el regreso (James Cameron, 1986), aunque el aficionado a hallar parangones puede entretenerse a buscarlos también con los posteriores títulos de David Fincher (1993) y Jean-Pierre Jeunet (1997)–; sin embargo disiento frontalmente del sentido que esa interpretación superficial le confiere a la película, pues sugiere dejadez, falta de ideas e intereses meramente crematísticos, cuando el recurso a esos tópoi reconocibles de la saga Alien esconde en este caso una saludable ironía y una sugestiva reformulación, que no es lo mismo que vuelta de tuerca.
Esa reformulación se lee en parámetros de contenidos, pero se filtra desde el punto de vista, y queda preclara en la última secuencia de la película (que por supuesto no explicaré), pero se percibe en imágenes de principio a fin: por mucho que sea el rostro de Katherine Waterston el que comparece en el cartel de la película y que los avatares de su personaje, Daniels, oficial de la nave Covenant, puedan equipararse en muchos términos con los de Ripley (Sigourney Weaver) en el título inicial, su protagonismo en la función es relativo, y no tanto por la coralidad de personajes que comparecen en la obra cuanto por el hecho de que no es ella quien capitaliza los temas que Alien Covenant explora, temas distintivos que, como sucedía con la también espléndida Prometheus (2012), la convierten, para aquel que sepa ver el bosque más allá de los árboles, en un título ávido por continuar explorando las posibilidades de las premisas de partida y no en una desganada operación de réplica de fórmulas exitosas, o aún más, en un título que se toma en serio (y no en broma) su capacidad para aportar motivos a los universos genéricos a los que pertenece, la ciencia ficción y el terror; motivos, también debemos añadirlo, que nos dicen cosas sobre el momento y sociedad en el/la que vivimos.
Y quien capitaliza esos temas, principalmente, es el actor más cotizado del reparto, Michael Fassbender, quien asume en la función un doble papel de persona sintética, desarrollando el que ya encarnó en Prometheus, David, y añadiendo el de otro, Walter, el robot que asiste a la expedición de la Covenant. La secuencia prólogo, en ese sentido, es un buen anticipo de lo que narrará la película: David se halla frente a su hacedor, el magnate de la corporación Weyland Corp (un Guy Pearce bastante más joven que como le vemos en Prometheus), y, al actuar para él –interpretar una pieza al piano, servir el te— se otea el conflicto que, tantos años después, tras la expedición relatada en la anterior película (y la secuencia de choque que supuso el encuentro de Weyland y el propio David con un ingeniero), da lugar al apoderamiento del sintético y su, digámoslo así para no revelar en demasía cuestiones importantes del argumento, rebelión contra la jerarquía de lo humano. En el muy interesante estudio del personaje, Prometheus (que, no lo olvidemos, comenzaba con David en la soledad de la nave, ¿su nave?, viendo una y otra vez Lawrence de Arabia) y Alien Covenant constituyen un díptico, un desarrollo coherente, de ese comentario sobre la inteligencia artificial que sirve a los guionistas para llevar la saga a otro nivel. Si en Alien Ash (Ian Holm) se revelaba como un traidor a la tripulación pero por intereses estrictamente corporativos, y en la siguiente Aliens, el regreso Bishop (Lance Henriksen) invertía esa naturaleza implacable transformándola en empatía, en el David de Prometheus hay una tensión entre lo uno y lo otro, y su experiencia con los ingenieros (y la patética muerte de su hacedor en el encuentro con quien, creía él, iba a darle la vida eterna), lleva al personaje a ese alzamiento hacia quienes son creadores pero tan imperfectos, y eso es lo que se desarrolla en el filme que nos ocupa, trasladado en imágenes en un pasaje central hipnótico, donde se mixtura un festín de barroquismo aberrante a costa de la imaginería alienígena (el laboratorio de David, de remembranzas del Doctor Moreau wellsiano) con cierta poética de lo sombrío, de lo maldito, de lo inerte, en esa necrópolis que funciona como guarida del sintético, donde este particular Kurtz ha cambiado los guerrilleros-zombies de la película de Coppola por estatuas de piedra que son un colosal monumento a la sumisión del inferior. En todo ese impactante y brillante pasaje de la película se refleja el fondo filosófico francamente nihilista, de ciencia ficción distópica y terrorífica, en el que se parapeta la saga en este estadio de su desarrollo.
Y todo ello, como antes se preludiaba, merced de una transfiguración del punto de vista que, con un poco de imaginación, nos hace ver en la figura de David un sosías o alter ego del director, Ridley Scott, implacable ilustrador a la manera de El consejero (2014), que nos sitúa, si nos atrevemos a la experiencia, más allá de cualquier anclaje o compromiso con el sino de los tripulantes vivos de la Covenant, y que narra con tanta pasión como carencia de escrúpulos la historia de David. Es en ese punto de vista por encima del prisma humano, en ese tono trabajado desde lo hermético y sibilino, que tiene lugar la cierta deconstrucción de los elementos configuradores de la saga, una reexploración de lugares comunes a otra luz, donde incluso llega a esporar la ironía más maliciosa en esa secuencia diríase que heredada del cine slasher en la que el alienígena ataca a dos tripulantes de la nave que se están dando el lote en la ducha. En ese fascinante juego de significados que, aplicados al argumento del filme, nos ofrece la palabra “covenant” –la llegada del alien, el acuerdo con el alien, la voluntad alienígena… todo ello teniendo en cuenta que “alien” no significa “extraterrestre”, sino que indica lo extraño, lo extranjero, lo otro—, el relevo en el punto de vista de la superviviente Ripley al sintético David podría servir para ilustrar la distancia entre el cineasta joven que, a finales de los setenta, trataba de abrirse camino en la industria dando el do de pecho con un filme-encargo y esa otra clase de exuberancia que Ridley Scott reclama hoy, ya más allá del bien y del mal en ese seno industrial hollywoodiense, jugando con las criaturas de una de sus más célebres cosmogonías como los Dioses mitológicos jugaban con la existencia y los ciclos del hombre. Entrando en el Valhalla sin miedo al complejo de superioridad.
Otro aspecto relacionado de forma sinuosa con el tema de la inteligencia artificial y el atentado desalmado contra la vida humana se escenifica en un elemento de guion que llama poderosamente la atención por lo mucho que el relato insiste en ello: SPOILERS hablo de presentar uniones sentimentales solo para regodearse mostrando la pérdida: Daniels ve morir a su marido Jacob (James Franco) apenas despertar del sueño criogénico en el arranque del filme; Christopher Oram (Billy Crudup), el primer oficial de la Covenant, verá morir en pavorosas circunstancias a Karine (Carmen Ejogo), su esposa y bióloga de la expedición; lo mismo le sucederá al piloto, Tennessee (Danny McBride) con Faris (Amy Seimetz), al Sargento Lope (Demián Bichir)con su compañero y homónimo en rango Hallet (Nathaniel Dean)… Incluso, cerca del cierre, tendremos ocasión de conocer otra pareja solo para ver como es asesinada por la criatura en el antecitado episodio de la ducha. No es, no puede ser casual, la presencia tan constante de esas parejas, y el modo tan implacable que tiene la película de mostrarnos su sufrimiento y pérdida, equiparado al horror de la violencia. Todo ello acaso sea fruto, o continuación, de lo apuntado en Prometheus del personaje encarnado por la allí co-protagonista Shaw (Naomi Rapace) y su pareja, cuya fatídica separación –causada por la alquimia de David— le daba enjundia a ese debate entre la fe en lo luminoso y la deriva lovecraftiana que definía la película. Ese debate, inconcluso allí (Shaw abandonaba la oscuridad y, en la nave de los ingenieros, trataba de seguir buscando la esperanza), aquí sufre el descalabro más funesto, precisamente porque los sentimientos y aspiraciones humanas son borradas del paisaje narrativo, oh negra ironía, en un relato que empieza en una nave que debe llevar la vida colonizadora al espacio y termina en el mismo sitio pero bien distintos propósitos. La crueldad sin límites que destila Alien Covenant precisa de la puntuación de esa reiterada muerte de los seres queridos, el desplome de la unión humana y la esperanza de un futuro, para zanjar sus tesis de forma concluyente. Y esa tesis se materializa en el contraste con otros emparejamientos. Uno, fruto de la alquimia de David, donde ese angustiante cordón umbilical que la bestia establece con el ser humano encuentra, tanto años después, un sentido. El otro, el emparejamiento o encuentro entre dos sintéticos, Walter y David, que es todo lo contrario de una unión sentimental: es una confrontación sostenida en la más depurada definición del doppelgänger, Walter (o sea, un sintético) encarnando el último resquicio de esperanza para los humanos…
Z, LA CIUDAD PERDIDA
Lost City of Z
Director: James Gray
Guión: James Gray, según la novela de David Grann
Música: Christopher Spelman
Fotografía: Darius Khondji
Reparto: Charlie Hunnam, Sienna Miller, Tom Holland, Robert Pattinson, Angus Macfadyen, Bobby Smalldridge, Edward Ashley, Tom Mulheron, Aleksandar Jovanovic, Siennah Buck, Stacy Shane, Bethan Coomber, Ian McDiarmid.
EEUU-GB. 2017. 143 minutos
Horizontes perdidos
Henry Costin (Robert Pattinson), el periodista que acompaña a Percy Fawcett (Charlie Hunman) en sus expediciones a Bolivia, es presentado como son presentados los escuderos en las ficciones aventureras (un malentendido que da pie a un breve altercado, antes de que se conviertan en amigos), y es el único que cumple esa función en el esquema aventurero de la película. Pero no es un escudero de atributos reconocibles, no hay un desarrollo específico que le dote de suficiente enjundia para contrarrestar la evolución dramática del personaje principal, no es un contrapeso sino una mera presencia de refuerzo de las motivaciones del héroe de la función, alguien que cree lo mismo que él y que le ayuda, un personaje de tan pocas palabras como extrema resolución en ese apoyo, en esa fidelidad, en esa sintonía. Esa definición sobre un lugar común del relato aventurero ejemplifica bien cómo James Gray, sus intereses y personalidad analítica, lleva a sus dominios la que podría haber sido la espectacular historia de unas formidables expediciones a lugares recónditos de la selva; en lugar de humor y espectáculo, prima la introspección, un estudio de motivaciones, decisiones, riesgos y sentimientos de Fawcett. De principio a fin se trata de relatar por qué el militar se adentra en esa misión, cómo y por qué esa misión se convierte en una obsesión, y –no menos importante, pues transforma una convención en un eje vector del relato— cómo ese compromiso vital afecta a su vida familiar.
Como relato categórico de aventuras, la adaptación de la novela de David Grann también se encuentra con escollos de estructura: no se trata de la preparación y posterior desarrollo de una expedición peligrosa por lugares remotos, sino que se acumulan hasta tres expediciones –más un hiato: la Primera Guerra Mundial– en una formulación sostenida en importante medida en la estructura elíptica propia de los relatos-río, en un desarrollo de los acontecimientos que principia en 1905 y termina cerca de tres décadas después. Pero ese escollo a lo categórico explica también las elecciones creativas y motivaciones de Gray, guionista y director. En Z, la ciudad perdida se nos habla del funcionamiento social al principio del siglo XX en el núcleo del Imperio Británico, y de cómo un militar de carrera, pero de posición limitada por condicionantes externos (arrastra la sombra de la mala fama de su padre, un hombre jugador y bebedor), trata de trascenderla merced de su tesón, su integridad y su lucha por la excelencia en las misiones que se le encomiendan; pero ese punto de partida progresa hacia otros parámetros, que de hecho enfrentan al personaje contra un statu quo revelado castrante e hipócrita y le llaman a la búsqueda sin otra coartada que la propia y más noble ambición, la del conocimientoy el enriquecimiento espiritual: llama así, “Z”, a la ciudad que busca porque la considera “la última pieza del puzle de la Historia”, un eslabón desconocido de una cultura atávica, y sus ansias de descubrimiento, conforme se desarrolla el relato, cada vez se van escorando en la metáfora de la existencia, aunque Gray, en el último segmento, logre la cuadratura del círculo del relato involucrando a Jack (Tom Holland), el hijo de Percy, en el formidable viaje a la búsqueda de un paraíso perdido.
Este devenir dramático, que es un viaje al corazón de un hombre libre, se refleja en la naturaleza de las tres expediciones que Percy lleva a cabo. En la primera, como súbdito convencido del Imperio que trata de medrar logrando prestigio como expedicionario, Gray filma el ascenso del Río Verde como un viaje al corazón de las tinieblas conradiano; en la segunda, no es el afán de éxito sino de conocimiento el que define al personaje, y el enfrentamiento con el sistema se personifica en el personaje del expedicionario de la Royal Society que le acompaña, James Murray (Angus McFayden), auténtico lastre de los loables propósitos de Fawcett; en la tercera, precedida por un guiño a Los inútiles (Federico Fellini, 1953) de evidente lectura alegórica, de la motivación por el conocimiento hemos accedido a un estadio superior, la búsqueda de la trascendencia, y además está el ingrediente del equilibrio finalmente zanjado entre las ansias de ese corazón libre y sus obligaciones como padre y marido, que antes le atenazaron: su hijo viaja junto a él, y su mujer cobra voz en un memorable flashback que Gray se atreve a insertar en el momento climático, cuando padre e hijo están a punto de ser bautizados como miembros de la sociedad indígena que han encontrado, y los haces de luz de diversas piras abren un sinuoso sendero entre la oscuridad, la promesa de esas respuestas tan largamente anheladas, en una neta inversión de ese imaginario conradiano.
Antes de adentrarnos en el territorio de los temas e ideas, nos fijamos en los aspectos externos del relato, que nos convencen de que el filme que nos ocupa, a pesar de esta a priori muy otra filiación genérica, guarda íntima relación con la manera de entender el cine de Gray. En la escenografía de corte clásico del cineasta, por un lado, saludamos su atenta exposición de hechos y contextos, una puesta en escena donde se pule el diseño de producción no para lucir escenarios deslumbrantes sino para servir de encourage histórico preciso al relato que se narra. Como relato de viajes que maneja, Gray utiliza contrastes cromáticos para deslindar esos dos espejos enfrentados de la realidad del personaje protagonista que se dirimen en opuestos geográficos y paisajísticos: las penumbras y virados azulados en Londres, la bruma de la campiña británica, por un lado; los paisajes saturados de luz o de una densa espesura selvática en las expediciones bolivianas. Y entre unos y otros, en ese hiato significativo que supone la guerra, el gris. Pero es en otro aspecto donde reluce especialmente la clarividencia en la exposición dramática del cineasta, y este no es otro que en la excepcional labor de dirección de actores, labor en la que Gray no se limita a extraer auténticos recitales interpretativos de los actores (mención especial a la química absorbente que destilan Hunman y Miller, marido y mujer, en los breves encuentros que van jalonando el relato) sino que efectúa un meticuloso trabajo compositivo y de iluminación para extraer todo el jugo expresivo a esa labor actoral.
En esta su sexta película, sin duda que Gray trasciende los parámetros por los que su cine era reconocido. Pero no por otra cosa que por atreverse, como el protagonista de su película, a dar un paso más en la forma que el cinematógrafo le permite explorar en las ansias, sentimientos, voluntades y anclajes vitales y culturales del ser humano. No es Z, la ciudad perdida un eslabón extraño en ese devenir filmográfico marcado por la mixtura entre lo melodramático y lo policiaco. En aquel agitado previo, los entornos criminales arrojaban a los personajes a una pugna por la propia integridad y el equilibrio con la esencia familiar; esos entornos criminales progresaban a otras necesidades en Two Lovers (2008) y El sueño de Ellis (2013), aunque de nuevo se producía el cortocircuito, la maldición del desencuentro, el sufrimiento inevitable fruto de una aspiración más allá de la lógica o de las expectativas que la vida podía ofrecer a los personajes. En el filme que nos ocupa, los nuevos parámetros ofrecen una apertura a otro tipo de experiencia, ideal de otra manera, pugna individual cuya mayor enjundia procede del ingrediente de lo misterioso y lo desconocido, que, por frágil o esquivo que resulte, es diferente (opuesto, cabría decir) de los contornos cerrados que castraban los sentimientos, también ansiosos por una fuga mayúscula, de los protagonistas de todas aquellas obras pretéritas, personajes todos ellos, como Percy Fawcett, cuyos sentimientos Gray escruta desde la luz, por mucho que ellos se topen inevitablemente con las sombras. En este paso adelante filmográfico, la mirada humanista del cineasta busca la Itaca de Kavafis, una recompensa. Y se trasluce en esa sentida, etérea, despedida en la selva,o en ese verde selvático que devora el reflejo de la penumbra del hogar en el último y llamativo plano de la obra. Un plano que aglutina magia y una esperanza por la que, contemplado en perspectiva, el completo imaginario del cineasta venía porfiando desde el principio. Una razón añadida, desde lo autorreflexivo, para saludar la muy emocionante experiencia que supone el visionado de Z, la ciudad perdida.
MOONLIGHT
Moonlight
Director: Barry Jenkins
Guión: Barry Jenkins, según una historia de Tarell McCraney
Música Nicholas Britell
Fotografía: James Laxton
Reparto: Trevante Rhodes, André Holland, Janelle Monáe, Ashton Sanders, Jharrel Jerome, Naomie Harris, Mahershala Ali, Shariff Earp, Duan Sanderson, Edson Jean
EEUU. 2016. 121 minutos
Lejos del mar
Parece ser que Barry Jenkins, tras su prometedor debut con Medicine for Melancholy (2008), que había alcanzado un cierto culto entre los círculos del cine independiente, no pudo concretar diversos proyectos que le interesaban y terminó siendo urgido por su productora a realizar un segundo filme. Esta tesitura y premura, así como el contexto de la necesidad de sacar adelante una obra con escasez de medios, explican buena parte de las virtudes, que las tiene, y la personalidad, que también, de una película como Moonlight. Jenkins recurrió a una obra teatral de evocador título, In Moonlight Black Boys Look Blue, de Tarell Alvin McCraney, que no había llegado a estrenarse, pero que le sirvió para concretar este segundo y a la postre prestigiado largometraje.
La obra, desarrollada en tres actos explicitados con rótulos, presta atención a tres momentos de la vida de Chiron. Le conocemos siendo niño (Alex Hibbert), y atestiguamos sus estigmas de toda índole. Pertenece a una zona deprimida, un barrio de drug-dealers, en Miami, y vive solo con su madre (Naomie Harris), que ejerce la prostitución y es adicta a las drogas; Little, pues así le llaman, es un chico retraído, al que le cuesta soltar palabra, y que es maltratado por los demás; en este primer segmento, el filme presta atención al hecho de que el niño resulta semi-adoptado por, precisamente, un prócer local que se lucra con las drogas, Juan (Mahershala Ali), y la novia de éste, Teresa (Janelle Monáe). En la adolescencia (Ashton Sanders) veremos una fuente añadida de su estigmatización en su orientación homosexual; nada ha cambiado en su entorno, sigue siendo objeto de mofa y escarnio por parte de los chicos del vecindario, y su madre está cada vez más demacrada; pero Chiron conserva un amigo de la infancia, Kevin (Jharrel Jerome), con quien una noche, en la playa, tiene un encuentro sexual; pero es un episodio esporádico, y Chiron deberá enfrentarse a la realidad: Kevin no quiere ser impopular como él, y en un lamentable episodio, el macarra de la escuela, Terrel (Patrick Decil), le fuerza a golpearle, cosa que hace; para Chiron es la gota que colma el vaso, y reacciona con una violencia desmesurada, que produce una fractura en el relato, el final de este segundo acto en su vida filmada. En el tercero vemos a un Chiron ya adulto y endurecido (Trevante Rodas), que se ha buscado la vida lejos de su ciudad y ahora se dedica al drug-dealing en las afueras de Atlanta. Lleva una dentadura postiza de oro, y se ha musculado, borrando todo rastro físico de aquel pasado de ultrajes; pero sigue siendo una persona reservada, que lleva dentro el fuego de unas cuentas no resueltas con el pasado; deberá rendirlas, visitando a su madre, ahora en un centro de desintoxicación, y más tarde atreviéndose a visitar a Kevin (André Holland), quien también ha cambiado de vida y parece compartir con él el deseo de cerrar las viejas heridas…
Jenkins construye con estos mimbres un poderosísimo drama, una obra de deriva lírica permanente, que incide con fuerza, con un magníficamente mesurado apasionamiento, en los sentimientos al límite del personaje protagonista en un recorrido largo, denso en emoción merced de su muy conveniente extractado. Hay en ese extractado una busca de la esencialidad, que Jenkins replica en la puesta en imágenes con otra, que tiene que ver con la edificación dramática sostenida en todo momento en lo impresionista, donde resulta cabal para articular todas las definiciones dramáticas el estudio del cuerpo, de la presencia, del rostro de Chiron, de estos tres Chiron que conjugan una sola vida, el entrelazado de un itinerario vital y emocional.
Aunque el filme aborde la temática por excelencia del cine independiente americano, los estigmas en el núcleo familiar y emocional, no hay tanto maneras de cine indie como definiciones, muy apetecibles, bien armonizadas, de una mirada arty. Por un lado, Jenkins tiene la sabiduría de efectuar un preciso retrato ambiental a partir de los personajes-satélite y de los dibujos situacionales que perfila el relato: en sus dos primeros actos, diríase que nos hallamos ante un buen episodio de la maravillosa cuarta temporada de The Wire. Por el otro, el cineasta se mueve con sumo tiento en ese trazado impresionista que tiene el cuerpo y el alma de Chiron como vértice, en un desarrollo en imágenes que recuerda los momentos más escogidos de una obra como (la en su día tan vitoreada, hoy tan rápidamente olvidada, y buena película) La vida de Adéle (Abdellatif Kechiche, 2013) así como algunos conceptos esgrimidos por Steve McQueen en la arrebatada, febril y genial Shame (2011). Sin embargo, y a diferencia de aquellas dos obras -que he citado a título de cierto parentesco, no de influencia directa, pues sus diferencias son ostensibles en muchos aspectos y porque Jenkins, como antes he apuntado, sabe construir un relato con mucha personalidad y empaque visual-, aquí no nos limitamos a atestiguar derivas emocionales y heridas anímicas, sino que Jenkins trenza un relato, una historia de una vida, que busca desesperadamente, desde el primer a su último aliento, una redención, una oportunidad, un sentido de justicia poética. Entre la cerrazón de sentimientos, el dolor acumulado y la danza incierta de tantos jalones vitales, Moonlight promete y termina ofreciendo la constancia de algo tan conmovedor como la pugna sin cuartel de un ser humano por alcanzar la dignidad y la integridad en las condiciones más adversas. Emociona lo que cuenta porque sugestiona cómo lo cuenta.
EL NACIMIENTO DE UNA NACION (2016)
The Birth of a Nation
Director: Nate Parker
Guión: Nate Parker, Jean McGianni Celestin
Música: Henry Jackman
Fotografía: Elliot Davis
Reparto: Nate Parker, Armie Hammer, Jackie Earle Haley, Gabrielle Union, Aja Naomi King, Penelope Ann Miller, Aunjanue Ellis, Mark Boone Junior, Colman Domingo, Roger Guenveur Smith, Griffin Freeman, Jeryl Prescott, Steve Coulter, Katie Garfield, Cullen Moss, Aiden Flowers
EEUU. 2016. 119 minutos
Muerte y revolución
En relativamente poco tiempo, tres películas americanas de repercusión han abordado la espinosa temática de la realidad socio-cultural de la esclavitud en los estados sureños norteamericanos previa la Guerra de Secesión. La más desgajada, por razones idiosincrásicas de su autor, es Django desencadenado (Quentin Tarantino, 2014), violenta epopeya de un esclavo convertido en shooter solitario y ángel vengador, suerte de mixtura western, relato sureño e ingredientes anacrónicos puestos en solfa con la expresividad habitual de su autor, no precisamente en los términos más inspirados de su carrera. Steve McQueen, con 12 años de esclavitud (2014), interpretaba una modélica crónica sobre un lugar y unos trágicos acontecimientos en clave de poderoso melodrama. De esta última, The Birth of a Nation, la tercera y que aquí nos ocupa, hereda indudablemente diversas maneras formales en la edificación de sus términos como period film: el cierto clasicismo narrativo, el encourage ambiental; la importancia dramática, simbólica, de la filmación de los cuerpos y la utilización de la luz; … Sin embargo, se trata de películas cuyo abordaje, radiografía y discurso difieren en cosas esenciales.
En el título de McQueen, la esclavitud aún podia considerarse una anomalía, un descensus ad ínferos, pues nos comprometía con el punto de vista de un hombre ilustrado de un estado norteño que, por un agravio del destino –ser secuestrado para ser vendido en los Estados del Sur como esclavo–, comprobaba en sus propias carnes la práctica segregacionista. El protagonista de The Birth of a Nation, llamativamente, también es un hombre ilustrado de entre los suyos, pero lo es porque, a diferencia de la práctica totalidad del resto, aprendió a leer. Ello le convierte, a la postre, en un predicador, porque el único libro que lee es la Biblia. Y esa asociación es muy importante en las definiciones de la película: el conocimiento y la fe conjugados en el seno, en la mente y el espíritu, de un esclavo revierten en una clase distinta de desesperación, de búsqueda o pérdida de sentido ante la perspectiva de su indigna existencia. El protagonista de 12 Years Slave tenía bastante con tratar de sobrevivir; Nate, en cambio, va acumulando un sentimiento de colectividad, su dolor lo es en plural, pues su voz se administra, miserablemente, para mitigar el sufrimiento de los de su clase. La desesperación le proviene del sufrimiento en sus propias carnes y en las de su esposa, pero su reacción procede de otros y más amplios espectros, en los que la herramienta es la inspiración divina (que lo es para la colectividad) y el conocimiento (que también es una herramienta comunitaria).
Estas nociones apuntan al meollo de la cuestión que se dirime en la película del debutante Nate Parker: nos hallamos ante una obra de inquisición ideológica de primera clase, que toma partido no solo por los esclavos contemplados como víctimas sino por la legitimidad de su reacción armada y violenta. Inquisición que comparece en su propio y reaccionario título, The Birth of a Nation, o en detalles como la intencionadísima utilización en la secuencia de los ahorcamientos de “Strange Fruit”, popularizada por Billie Holiday y considerada una de las piedras de toque de la protest song; en la específica elección del pasaje histórico que se pretende ilustrar (la revuelta de esclavos que Nat Turner lideró en el condado de Southampton, en Virginia, en 1831) y, lo más importante, en la concreción expositiva, estética, artística del relato. La verdad es que, visionando el filme, más de uno recordará la furiosa dicotomía entre las enseñanzas de Martin Luther King y Malcolm X que Spike Lee ponía en solfa y metáfora en la aún tan referencial Haz lo que debas (Do The Right Thing, 1988). Quizá porque nos hallamos en año de tránsito político, el cine americano reclama esa mirada politizada: otra obra de este mismo ejercicio, Los hombres libres de Jones (Free State of Jones, Gary Ross, 2016), nos propone una valiosísima lección de historia sobre las tantas zonas de sombras del periodo abolicionista que siguió a la Guerra Civil estadounidense en los Estados Sureños, concretamente en Mississippi. Pero Nate Parker aún va un paso más allá, acercándose claramente a los postulados de Malcolm X o de la doctrina del black rage acuñada a finales de los sesenta por los psicólogos William Henry Grier and Price Cobbs, según la cual los fundamentos racistas de la sociedad siguen estigmatizando, oprimiendo, a los afroamericanos desde todos los frentes.
El camino de Nat Turner, en ese sentido, se erige como una suerte de hagiografía tiznada por signos progresivamente más disruptivos. Parte de esa condición de elegido que predican los sabios de su clan desde que es un niño, como un destino a cumplir, y que se cumplirá en efecto como una llamada de Dios, de otro Dios, aplicada desde una determinada lectura (fuente de una determinada experiencia) de la Biblia, parcial por supuesto pero sin duda mucho menos que aquella que defiende que la segregación se halla en el Libro Sagrado. Todo ello hasta que alcancemos el fatídico final, ese desenlace planificado y filmado con la misma solemnidad del clímax de Braveheart (Mel Gibson, 1995), tras el cual Parker se permite añadir un plano por epílogo que transfigura en colectivo, como legado, los términos de una resurrección. La réplica en imágenes de esos postulados parte de algunos elementos reconocibles, tales como el abordaje de la desmesurada violencia como algo cotidiano -el cuerpo con media cabeza destrozada como un borrón en el paisaje al que apenas se presta atención; la flema con la que un esclavista le rompe los dientes, con un martillo y un cincel, a un esclavo que no quiere comer, para así poder alimentarlo con un embudo (sic)-, pero termina derivando a lo lírico y expresionista en la secuencia de ruptura en la que (spoiler) Nat ajusticia al paria de su dueño, iniciando así la revuelta: inolvidable resulta el plano fijo que nos muestra el libro abierto de la Biblia en primer término y la figura de Nat alejándose, ya decidido a tomar las armas, o aquel otro en el que la fotografía satura la luz de las dependencias superiores de la finca, y en un extremo se encuadra a Nat, verdugo, contemplando cómo en el otro su dueño, captor y ahora víctima, muere tras arrastrarse por el suelo con una herida de hacha en el pecho.
El visionado de The Birth of a Nation resulta una indudable experiencia fuerte. Pero no tanto por la violencia explícita cuanto por lo que la sostiene. No es de extrañar que Parker, que se significa como un aguerrido cineasta por la indudable fuerza y eficacia con la que transmite su incómodo discurso, tuviera que recurrir a diversos fondos, a una financiación independiente, para lograr los ocho y medio millones de dólares de presupuesto que tan generosamente lucen en imágenes. No es de extrañar que, a pesar de la entusiasta recepción en el Festival de Sundance y el éxito en su estreno, la escalada comercial del filme y su eventual presencia en los premios de la Academia de Hollywood se viera torpedeada por una severa campaña desde los mentideros del gossip basadas en un lejano episodio oscuro del pasado de Parker. Quizá los acontecimientos terminen avalando, aún mejor que el tenor discursivo de la película, las tesis de William Henry Grier and Price Cobbs, y algunas cosas no puedan mesurarse solo en años, de modo que no podamos estar tan seguros de si, en realidad, ha llovido mucho o no tanto desde que Hattie McDaniel ganó, por primera vez para un actor afroamericano, un Oscar de Hollywood por su encarnación de la entrañable criada de Scarlett O’Hara en la plantación georgiana de Tara en Lo que el viento se llevó (1939).