
The Hobbit: The Desolation of Smaug
Director: Peter Jackson
Guión: Peter Jackson, Fran Wlash, Philippa Boyens y Guillermo Del Toro, según la novela de J. R. R. Tolkien
Música: Howard Shore
Fotografía: Andrew Lesnie
Intérpretes: Martin Freeman, Ian McKellen, Richard Armitage, James Nesbitt, Aidan Turner, Graham McTavish, Luke Evans, Benedict Cumberbatch, Evangeline Lilly, Orlando Bloom, John Callen, Adam Brown, Dean O’Gorman, Lee Pace, Sylvester McCoy, Stephen Fry
EEUU-Nueva Zelanda. 2013. 168 minutos
El Retorno de la Sombra
Al igual que la trilogía que la precedió, El Señor de los Anillos (2001-2003), la de El Hobbit es, desde su planteamiento, una sola película dividida en tres partes; cabría decir que aún más radicalmente que la anterior, pues aquélla partía de una novela muy larga también dividida (y publicada) en tres partes, y en cambio ésta parte de una novela mucho más breve y simplemente dividida en episodios. Por ello, y puestas en parangón, las expectativas sobre lo que Peter Jackson iba a entregar en este su segundo viaje a la Tierra Media no podían ser resueltas con la única información suministrada tras el visionado de la primera parte. En la reseña que escribí por motivo del estreno de la misma, El Hobbit: un viaje inesperado (2012), analizaba algunas de ellas, principalmente una fruto de la tensión entre lo puramente fílmico (“si Peter Jackson, de cuya ambición como storyteller –y demostrado gusto por la grandilocuencia visual– era posible esperar que intentara, por así decirlo, superarse en la edificación de esta segunda aventura en la Tierra Media”) y lo que concierne a los términos de adaptación (si intentaría “ceñirse al máximo, como siempre predicó que pretendía con su versión fílmica de The Lord of the Rings, al sustrato literario de partida, la novela El Hobbit”). Tras el visionado de la segunda parte, La Desolación de Smaug, empiezan a quedar más claros los términos. De hecho, y resulta chocante al principio –reconozco que la primera vez que vi la película quedé desencajado por el balance entre las expectativas y los resultados, y una revisión me ha permitido meditarlo más serenamente–, este episodio central de El Hobbit viene a desmentir algunas premisas que tras la primera parte se daban por evidentes, y muchas otras que por vía deductiva de las mismas se podían intuir de los derroteros por los que iban a discurrir la segunda y tercera partes.

En Un viaje inesperado, evidentemente una secuela de El Señor de los Anillos en su definición industrial, cabía poner un poco en cuarentena esa misma condición, la de secuela (o precuela), si filtrábamos la definición por lo argumental y tonal: por razón del propio sustrato –novela escrita antes, no después, de El Señor de los Anillos, y de una naturaleza menos densa, más desenfadada e hilarante– y del desarrollo argumental propuesto por Jackson, Fran Wlash, Philippa Boyens y el descalabrado Guillermo Del Toro, en decisiones bien parapetadas en esos códigos más livianos en buena parte de los episodios de que se dividía el relato. Era esperable, y así se constató, que Jackson y sus guionistas, al poder desarrollar con gran extensión una novela corta (todo lo contrario a lo que sucedió con El Señor de los Anillos, que les obligaba continuamente a efectuar esfuerzos de sincreción), irían más allá del tenor argumental de la novela y buscarían integrar otros textos relacionados del legendarium de Tolkien sobre el final de la Tercera Edad, caso del episodio “La búsqueda de Erebor” de los Cuentos Inconclusos o el fragmento sobre “El pueblo de Dúrin” de los Apéndices de El Señor de los Anillos. En dicha operación de “adición” argumental, también se constataron las razones, digámoslo sin saña, egocéntricas de esas decisiones: la secuencia nocturna en Rivendell, por ejemplo, en la que desfilan como auténticas all-stars personajes de peso de El Señor de los Anillos que en El Hobbit tenían presencia muy escasa, el primero, o nula, la segunda y el tercero: Elrond (Hugo Weaving), Galadriel (Cate Blanchett) y Saruman (Christopher Lee), pero que se traen a la causa de la adaptación fílmica para identificación y regocijo del fan de aquellas películas. Sin salir de este ejemplo, y ya hablando de La Desolación de Smaug, se ha producido una variación importante: aquí también aparece un personaje que en El Hobbit literario no existía: Legolas (Orlando Bloom); pero resulta que su función no se limita a una “aparición estelar”, por así llamarlo, sino que protagoniza –junto con otro personaje sacado de la chistera, la guardiana elfa Tauriel (Evangeline Lily)– una subtrama que los guionistas integran en su relato, sacrificando por ello, a diferencia de la primera película, el respeto bastante escrupuloso a la literalidad de la novela.

Y aquí alcanzamos el quid de la cuestión. En La Desolación de Smaug no se introducen sólo adiciones, sino modificaciones de peso (y sentido) a la trama inventada por Tolkien hace casi un siglo. (Nota bene: en ese sentido, me parece chocante haber leído en diversos lugares que esta segunda película supone una adaptación más fidedigna que la primera a la novela). Y al carecer los guionistas de la excusa de la necesidad de sincreción, debe admitirse abiertamente lo que en la trilogía de El Señor de los Anillos se ponía en duda precisamente escudándose –los propios responsables del guión- en ese parapeto de que la película nunca podía abastar la prolijidad del material de Tolkien: que las licencias se asumen por razones más allá de la necesidad, de oportunidad y sentido de apropiación de un material en pos de unos intereses determinados, los de Jackson, como creador de historias, imágenes y atmósferas. Dicho argumento, que podrá molestar a los fans de Tolkien (tanto que el propio cineasta se guarda mucho de manifestarlo en voz alta), certifica por otro lado que Jackson no es un mero storyteller, sino que modula el relato a su gusto para explorar aquello que más le atrae e interesa de la historia que tiene entre manos. Y qué mejor manera de ejemplificar lo anterior que anotar algunas líneas de continuidad evidentes que La Desolación de Smaug, como episodio central de El Hobbit, presenta respecto de Las Dos Torres, que era también el episodio intermedio (y por ende más difícil) de la anterior trilogía. Espejos a nivel de estructura, edificación de personajes y disposición de lo narrativo que bien merecen una reseña específica. En primer lugar, en ambas películas se quiebra el seguimiento lineal de la aventura en un único foco (la Compañía del Anillo y los hobbits en La Comunidad del Anillo; los expedicionarios enanos y Bilbo en Un viaje inesperado) para dejar que esa historia se disperse en diversas tramas a entrelazar: allí los que correspondían a la Compañía disgregada en tres facciones, y aquí, a partir de la llegada a la ciudad del Lago, la trama protagonizada por Bilbo y los enanos en Erebor, aquélla protagonizada por Bardo/Tauriel/Legolas/Kili/Bolgo en Esgaroth, y, aunque breve, Gandalf/Radagast/(Galadriel)/Azog/Sauron en Dol Guldur. Por otro lado, aunque en relación con lo anterior, la introducción en el relato, tras al atracón de personajes de definición rigurosamente fantástica –enanos, magos, hobbits, elfos, orcos, trasgos, trolls y hasta un hombre-oso, o mejor dicho, cambia-pieles– de la conexión humana, un pueblo de los hombres, que en Las Dos Torres fue Rohan y aquí es la ciudad del Lago de Esgaroth, que tiene una trama propia a desarrollar en un pasaje central y largo de la función, y que por lo demás se raíla en similares conflictos de corrupción política de fondo [por mucho que aquí no hay un rey sometido por fuerzas maléficas como era Theoden, sino algo mucho más mundando: un gobernante zafio y oportunista (el que encarna Stephen Fry), y que en este caso, a diferencia de lo que pasaba en Las Dos Torres con Lengua de Serpiente, tiene plena, simétrica sintonía, con su no menos inquino ayudante, Alfrid (Ryan Gage)]. Y por último, la existencia de un personaje-criatura que concentra lo más meritorio, llamativo, espectacular del trabajo con el CGI y los efectos especiales y a la vez algunos de los mejores hallazgos del guión, de modo tal que queda como el personaje y hasta motivo por excelencia de la película: en Las Dos Torres fue Gollum, aquí por supuesto el dragón que aparece en el propio subtítulo del filme, Smaug, cuya voz cavernosa es aportada por Benedict Cumberbatch.

Pero si esos elementos de continuidad entre episodios intermedios ya nos indican un parentesco más cinematográfico (con la anterior trilogía) que literario (con la novela que se adapta), más importantes terminan resultando otros espejos, que adecúan a la perfección el sentido de lo que es una secuela. De manera más llamativa que la ensayada por George Lucas en su trilogía-precuela de Star Wars (donde sólo, y por estricta necesidad, en el Episodio III revelaba claramente una continuidad argumental y estética con los episodios rodados veinte años antes), en La Desolación de Smaug Jackson, en realidad reivindicando su propio trabajo, apuesta por acercar mucho más este Hobbit fílmico a El Señor de los Anillos fílmico de lo que sendas novelas se hallan. Así se establecen motivos de definición de conflictos dramáticos, espejos narrativos y tonales e incluso reflejos y simetrías con imágenes/secuencias/motivos visuales que dotan de naturaleza propia fílmica a La Desolación de Smaug ya desde su propio prólogo (por mucho que juegue la baza del guiño al lector, al relatar el “encuentro casual” entre Thorin y Gandalf en Bree que se narra en los apéndices de El Señor de los Anillos), que renuncia a un arranque “fuerte”, visualmente impactante, como el de las tres películas de la primera trilogía para quedarse en el territorio de la disposición de piezas en el macro-entramado de personajes de lo que podemos llamar la gestación de la batalla por la Tierra Media, o el advenimiento de la Sombra.

Porque de eso va a tratar El Hobbit a partir de esa presentación, de hecho integrando armónicamente el sentido de la presencia del orco Azog en la primera parte. Jackson va disponiendo las piezas de modo que la tercera parte de la película, que versará sobre “La Batalla de los Cinco Ejércitos”, pueda ser una buena auto-réplica a los macroenfrentamientos bélicos que en la anterior trilogía tenían lugar en el Abismo de Helm y a las puertas de Minas Tirith, enunciado que en su profundidad nos viene a decir que la historia del tesoro de Erebor termina siendo poco más que un macguffin (por mucho que el envoltorio sea rutilante: el clímax, algo extendido pero lleno de imágenes muy vigorosas, en el interior de la fortaleza inundada en oro que fue el hogar de los Hijos de Dúrin y que ahora custodia el Dragón), una anécdota argumental que sirve para enhebrar una suma de piezas aún más allá de las que Tolkien congregó en los episodios finales de su Hobbit. Lo más obvio de esta reorquestación de las piezas tiene que ver con los primeros titubeos de Bilbo ante el influjo devorador del Anillo de Poder (resuelto, empero, imaginativamente en algunas de las secuencias del bastante inspirado pasaje del Bosque Negro, donde vuelve a brillar el buenhacer actoral de Martin Freeman, y que contiene soluciones de situación tan felices como el hecho de que Bilbo comprenda el idioma que hablan las Arañas al ponerse el Anillo, o imágenes tan evocadoras como la del instante en el que el hobbit se alza por encima de la rama más alta y divisa la vida más allá del bosque, el oxígeno que le insufla nuevos ánimos y las mariposas que emergen el vuelo, recogiendo una figura hermosa de la novela de Tolkien). También con la visita de Gandalf (inducido por Galadriel, con quien se relaciona telepáticamente, algo ya referido en la trilogía anterior no sacado de la novela) a Dol Guldur, que dará de resultas un enfrentamiento con el mismísimo Sauron resuelto de forma algo abrupta, por mucho que su sentido quede bien justificado en una imagen impactante: ese ojo de fuego, que revela en su interior la Sombra, la figura del maia que empieza a cobrar forma de nuevo. Lo más discutible, que los elfos silvanos sean utilizados, más allá de su inserción en la trama, para acumular secuencias de enfrentamiento con orcos en los que se juega al body count de los villanos de forma mecánica, al final cansina, por mucho que Jackson lo trufe con detalles salvajes idiosincrásicos que arrancan jaleo en las plateas (como panorámicas imposibles que anticipan la dirección de una flecha, o coreografías de enfrentamientos que parecen circos de tres pistas, especialmente jacksonianos, en la vía de los excesos del pasaje en la Isla de la Calavera de su King Kong (2005), la que tiene que ver con la huida en los barriles siguiendo la corriente del río), y que a los guionistas se les ocurre aderezar con una subtrama que relaciona a Kili (Aidan Turner) con la elfo Tauriel, planteada de forma interesante en un primer pasaje (los diálogos en el encuentro entre la mujer elfo y el enano separados por los barrotes de la celda en la que el segundo está encerrado), pero que terminará resolviéndose evocando de forma bastante insulsa una secuencia mucho más inspirada de La Comunidad del Anillo, aquélla en la que el malherido Frodo era literalmente iluminado por la luz que desprendía Arwen (secuencia que de hecho servía para presentar a los elfos en la película, al menos en su versión estrenada en cines).

Pero junto a esos elementos más superfluos, obvios o cuestionables –a los que cabría añadir que, también como en Las Dos Torres, se produce una finalización quebrada de la película, lo que no sé si puede tener que ver con el hecho de que el proyecto de El Hobbit fuera inicialmente previsto para ser desarrollado en dos (que no tres) partes, y que fue cuando el work in progress ya estaba avanzado que se decidió modificar la división y convertir el díptico en trilogía–, La Desolación de Smaug termina seduciendo por su tenebrosidad, que Jackson trabaja desde diversos frentes (el citado episodio en Dol Guldur, el encuentro entre el Dragón y Bilbo, las complicaciones que sufre Bardo en su propia tierra por culpa del gobernador), pero que termina haciéndose fuerte en la definición oscura, y hasta rayana en lo trágico, de dos personajes, enriquecidos en la película, en mi opinión, de los trazos tipológicos que les atañen en la novela. Uno aparece poco, pero cada aparición está llena de detalles ricos en la exposición: Thranduil (Lee Pace), elfo beligerante, obsesionado con el mantenimiento de su statu quo (antipatía que los guionistas aprovecharán para definirlo como clasista: deja claro que impedirá que su hijo Legolas pueda unirse sentimentalmente con Tauriel, que no forma parte de la aristocracia) y despiadado (aniquila a sangre fría al orco al que acaba de sacar una confesión, convencido de que, en efecto, ha cumplido su promesa, pues al quitarle la vida lo ha liberado); veremos cómo se resuelve en la tercera parte el papel del rey Elfo: supuestamente deberá redimirse, pero está por verse. Y junto a aquél, y llevando a parámetros de ofuscación más densos y matizados que los propuestos en la anterior trilogía de los personajes de Boromir o Denethor, nos hallamos a Thorin Escudo de Roble (Richard Armitage), quien de hecho, descontado el pasaje de la charla entre Bilbo y el Dragón, le roba claramente el protagonismo de la función al Hobbit, arrastrando con ese protagonismo la oscuridad del relato, pues se trata de un personaje en cuyo seno arde un peligroso fuego, un personaje mucho más torturado que en la novela, cuyos ribetes trágicos son enfatizados en detalles como el enfrentamiento con los suyos, incluyendo a Bilbo, al que no le importa sacrificar, o miembros de su propia familia, a quienes no duda en dejar atrás, en pos de su obsesión por recuperar la Piedra del Arca, símbolo del poder que quiere recobrar… En ese sentido, uno de los momentos más memorables de la escritura de los diálogos del filme es la aseveración de Smaug que le dice a Bilbo que está tentado por entregarle la Piedra del Arca para que Thorin termine de volverse loco bajo su influencia, como si de otro objeto maléfico, como el Anillo, se tratara. Estos elementos me parecen interesantes precisamente por tratarse de una aportación inesperada por parte de los responsables de la(s) película(s): si en diversos motivos de El Señor de los Anillos se acusó (con justicia) a Jackson de restarle espesor a conflictos dramáticos importantes, da la sensación de que en La Desolación de Smaug el cineasta (y sus guionistas) han tomado nota de ese hándicap y se atreve(n) a jugar de una vez por todas con las posibilidades oscuras y shakespearianas del relato, algo que en la anterior trilogía, y aplicado a los personajes, sólo se exploraba con profundidad en el (apasionante) personaje de Lengua de Serpiente, y que aquí, sorprendentemente teniendo en cuenta la cualidad menos densa del sustrato de partida, cobra carta de profundidad precisamente por afectar a un personaje primordial del relato. Así, a la postre, en sus mejores pasajes La Desolación de Smaug termina siendo menos la adaptación de unos episodios de la novela El Hobbit que una apropiación cinematográfica de elementos espirituales del legendarium de Tolkien, concretamente las nociones sobre una noción que atraviesa su completa cosmogonía y que funciona como premisa máxima de El Señor de los Anillos: el inesperado y furioso regreso de la Oscuridad, el Mal, a la Tierra Media.

En definitiva, son luces y sombras las que nos entregan Peter Jackson y el resto de responsables del filme –cuya cita omitiré en esta ocasión, omisión que no desmiente el valor de su trabajo, antes bien lo contrario: certifica que todo ese trabajo de worldbuilding de la Tierra Media, fraguado desde el diseño de producción a la fotografía, pasando por el trabajo de la Weta Workshop y la Weta Digital, así como la confección de la partitura musical, resulta tan desbordante de talento y sugestivo como en las cuatro ocasiones anteriores– en esta segunda parte de El Hobbit que, por otro lado, nos invita, mucho más que Un viaje inesperado, a decir quinta parte de “la Tierra Media según Peter Jackson”. El cineasta sigue afincado a sus convicciones y virtudes tanto como a sus excesos y flaquezas. Puede estampar conflictos y situaciones con mucha imaginación y un indudable poderío visual, pero a veces le pueden y le pierden sus ansias de celebrar, por encima de las necesidades del relato, la grandilocuencia del espectáculo. Por otro lado, y es importante, sigue dominando proverbialmente el ritmo de sus relatos –sin salir de la Tierra Media, ya van cinco películas de casi (o más de) tres horas que se sostienen por su propia inercia, con pocos o ningún bajón de intensidad-. A la luz de lo expuesto, superficialmente podemos decir que ha añadido un episodio más a su saga y algunos momentos memorables a lo que de antológico puede quedar en el cómputo globar de esta su mesiánica aportación al cine de fantasía épica, y en un análisis de detalle se valora además el esfuerzo, y especialmente el riesgo, de revelar sus intenciones, que son las de fraguar una trilogía fílmica complementaria de la anterior, y que, por mucho que nos hable de una historia pretérita a aquélla en el tiempo (y escrita con anterioridad), se toma como un relato que el espectador debe abordar con el bagaje de lo visionado en la anterior trilogía fílmica. Ello da lugar a contradicciones y transfiguraciones del propio sustrato que son fruto de intentar parametrizar la prosa liviana y a menudo enigmática del Tolkien de El Hobbit a esos sentidos lóbregos que se revelan en la novela que la sucede y en los textos complementarios sobre esos últimos años de la Tercera Edad en la Tierra Media. Da lugar a registros dramáticos mucho menos distendidos de los que sirvieron para plantear y de hecho sostuvieron el tono de la primera parte estrenada en 2012. Pero revela sus frutos. Pues, no nos engañemos: el crescendo sombrío que ha cobrado este Hobbit fílmico hace muy prometedor el episodio conclusivo que está por llegar.