CRUCE DE CAMINOS

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The Place Beyond the Pines

Dirección: Derek Cianfrance

Guión: Derek Cianfrance, Ben Coccio y Darius Marder

Intérpretes: Ryan Gosling, Bradley Cooper, Eva Mendes, Dane DeHaan, Emory Cohen, Ray Liotta, Rose Byrne, Ben Mendelsohn, Bruce Greenwood, Mahershala Ali, Olga Merediz, Craig Van Hook, Gabe Fazio, Robert Clohessy, Luca Pierucci, Anthony Pizza, Kayla Smalls

Música: Mike Patton

Fotografía: Sean Bobbitt

EEUU. 2013. 135 minutos

 

La herencia es el camino 

En esta película de padres e hijos, de caminos y motocicletas, de azares y redenciones, hay una secuencia en la que puede dar la sensación que ese “lugar más allá del pinar” del que nos habla el título original puede tener visos semejantes al de, pongamos por caso, el Miller’s Crossing en la película así llamada de los hermanos Coen (Muerte entre las flores, 1991). Se trata de aquélla en la que Deluca, el policía corrupto encarnado por Ray Liotta, lleva a Avery (Bradley Cooper) a un lugar apartado de la carretera y éste, en el último instante, huye despavorido. Posteriormente esa idea vendría a reforzarse cuando, en pleno clímax, el joven Jason (Dane DeHaan) lleva de nuevo a Avery, esta vez a punta de pistola, al mismo o parecido lugar. Pero a esas alturas ya hemos terminado de comprender que aquel retiro, aquel lugar inhóspito y a la vez en vivo equilibrio natural, tiene un significado no sólo focalizado en el azar que interviene en el devenir vital de los personajes, o de la amenaza o intrusión de la violencia en ese apoderamiento del azar. Existe también y decisivamente un elemento catárquico asociado al lugar, una figura retórica para simbolizar no sólo la cara y la cruz de la suerte, sino la presencia frágil pero posible de un determinado equilibrio, que en la película –o mejor dicho lo que nos cuenta de los personajes que transitan su relato-río– termina anidando únicamente en las fugas del entorno urbano en el que acaece la acción, y que a la postre viste y llega a culminar un proceso de redención que quedó pendiente en una generación pero se ha producido en la siguiente.

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Y si me entretengo llamando la atención sobre esa suerte de beatus ille en el que hace hincapié la película es para buscar sus claves últimas. En realidad, “the place beyond the pines” es el significado en indio, por tanto la procedencia etimológica, del nombre de la localidad neoyorquina en la que acaece el grueso del relato, Schenectady, lo que viene a indicar o sugerir la importancia de ese retrato de lo ambiental. Pero la película de Derek Cianfrance (también escrita por el mismo junto a Ben Coccio y Darius Marder) se halla en ese sentido lejos de los relatos de James Gray –ello y a pesar de compartir muchas de sus premisas y recibir en ese sentido innegables influencias–, y lo que en el sentido más denso del término (narrativo, cinematográfico) nos propone es un viaje no de bullir emocional sino de latir emotivo, que no es lo mismo, un viaje focalizado en un padre por accidente (Luke, Ryan Gosling) y un hijo (Jason) que el primero apenas llegó a conocer cuando era un bebé y que éste, quince años tras su desaparición, va a buscar, pretendiendo rehabilitar su herencia, más que nada por una indefinida necesidad sentimental. Ese relato de un reencuentro bigger tan life entre padre e hijo se despliega narrativamente utilizando como secundarios de peso otros padre e hijo, Avery y AJ (Emory Cohen), que en el cruce de vivencias, encuentros y desencuentros vienen a formalizar en lo narrativo una suerte de reflejo especular con los primeros. Pero ese reflejo se queda a medio camino, y si los ejes que vertebran ese cierre circular sentimental que atañe a Luke y Jason aprecia influencias, pero limitadas, del otro relato de padre e hijo que, en sí mismo, no alberga consideraciones similares.

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Lo que nos sirve para decir que si algo queda claro del visionado de la película es que Cianfrance cuenta con algunas buenas, evocadoras ideas que explorar, y que es tanta la intensidad y convicción con la que consigue filmarlas, que el largo metraje del filme soporta un envidiable ritmo ello y a pesar de existir evidentísimos meandros narrativos que no tienen la menor trascendencia y situaciones planteadas que fuerzan el discurso y/o no hacen otra cosa que enrocarse una y otra vez en los mismos conceptos que sobrevuelan el relato desde que las piezas quedan dispuestas a la media hora. Cruce de caminos, en ese sentido, también agradece su poco convencional, aguerrida, acaso imprudente, estructura narrativa, que la hace presa fácil de cualquier análisis teórico riguroso pero que puede cautivar precisamente por su presteza para enfatizar ese enfoque lírico que Cianfrance quiere que movilice el completo entramado narrativo y a menudo consigue: ese arranque eléctrico para narrar los encuentros esporádicos entre Luke y Romina (Eva Mendes), esa primera culminación cuando el primero decide abandonar su trabajo como motorista especialista en un espectáculo de feria para ejercer, a cualquier precio, de padre; las secuencias casi concatenadas de los encuentros entre Luke, Romina y el pequeño Jason y aquéllas que relatan los sucesivos robos, hasta la espléndida fractura narrativa que supone la secuencia del último robo y la última (tan aparatosa, tan bien filmada) huida; y finalmente, por supuesto, ese fundido en negro que nos anuncia una elipsis de nada menos que de quince años cuando apenas nos habíamos empezado a acostumbrar a la presencia de un segundo protagonista de la función, y que descalabra esa segunda historia para presentarnos la tercera, la de los hijos.

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El cine es un lenguaje audiovisual, y en realidad los pespuntes líricos de ese relato sobre lo transgeneracional, si evidentemente pueden mover a la reflexión –y eso es lo que pretende el guionista y realizador del filme– no bastan para sostener en abstracto la inercia narrativa ni por tanto el interés o la sugestión. Éstas se canalizan más bien en una puesta en escena en la que la textura visual y la dirección de actores prima una pátina de cierto empaque naturalista –como su más o menos coetánea Out of the Furnace (Scott Cooper, 2013), Cruce de caminos radiografía con avidez una determinada facción social estadounidense, la de los ambientes económicamente deprimidos en las pequeñas y grisáceas ciudades–, pero sólo se subraya merced de la magnífica hechura de diversas y determinadas set-piéces, donde la planificación y el trabajo con la cámara –casi todas las secuencias de acción dejan la sensación de estar filmadas en una sola y desarmante toma, a la manera del recordado clímax de un episodio de la serie de la HBO True Detective (Cary Fukunawa, 2013), en el sentido que proponen una definición de la violencia muy física, muy caótica, muy percutante– brillan por su potencia expresiva. Y aquí se hace necesario llamar la atención de la probablemente profunda trascendencia del operador lumínico, Sean Bobbitt, DP cuyo indudable prestigio procede de la portentosa manufactura visual de las películas de Steve McQueen, y que ya en Hunger (2008) o en Shame (2011) dio muestras de una habilidad inusual para edificar texturas y un virtuosismo también impar para alambicar codas cinéticas a requerimiento de la narración. En The Place Beyond the Pines se puede decir que la labor más llamativa, ostentosa, en ese sentido tiene lugar en la primera parte del metraje, principalmente siguiendo las idas y venidas motorizadas salvajes de Luke; pero no menos admirables resultan soluciones escenográficas que, en la segunda y más reposada mitad del metraje, ayudan a sedimentar el empaque lírico que lo sostiene todo. Por ejemplo esa panorámica en semipicado que nos muestra a Jason, sobre su bici, enmarcado en la vastedad del paisaje, de regreso a su casa tras haber visitado al viejo amigo de su padre Robin (Ben Mendelsohnn) y haber accedido, por primera vez, a una herencia sentimental que hasta entonces había estado vedada para él. Ejemplo de narración lírica bien entendida, pues en definitiva son algunas, como la citada, de las imágenes en las que The Place Beyond the Pines ancla esos aspavientos líricos las que terminan convirtiendo esta narración sin duda irregular en una partitura cinematográfica bien recomendable.

LA VENUS DE LAS PIELES

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La Vénus à la fourrure

Dirección: Roman Polanski

Guión: Roman Polanski y David Ives, según un relato de Leopold von Sacher-Masoch

Intérpretes: Mathieu Amalric, Emanuelle Seigner

Música: Alexandre Desplat 

Fotografía: Pawel Edelman

Francia. 2013. 96 minutos.

Las materias interiores 

Pongámonos en antecedentes. Escrita por el austriaco Leopold von Sacher-Masoch en 1870, y probablemente la más conocida de sus obras, La venus de las pieles (Venus im Pelz) forma parte de una ambiciosa e inconclusa saga, El legado de Caín, que debía dividirse en seis libros, de diversas temáticas -el amor, la propiedad, el estado, la guerra, el trabajo y la muerte-, que a su vez debían subdividirse en otras tantas partes o relatos, siendo La venus de las pieles el quinto de esos relatos pertenecientes al libro dedicado al amor. De inspiración al parecer en parte autobiográfica, y con ecos de La comedia humana de Balzac, el relato se ocupa de la relación que se establece entre un hombre y una mujer, Severin von Kusiemski y Wanda von Dunajew, el primero que exige de ella que le trate como su esclavo, a lo que Wanda, enamorada, accede con reservas. Con semejante premisa, a la que se suman detalles fetichistas como la vestimenta de cuero o piel asociada a la dominación e incluso la firma de un contrato de sumisión, uno empieza a comprender por qué Sacher-Masoch, a través de esta obra, ha originado el concepto de masoquismo, cuyas acepciones en el Diccionario de la RAE son “1. Perversión sexual de quien goza con verse humillado o maltratado por otra persona/2. Cualquier otra complacencia en sentirse maltratado o humillado.”

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La versión de Polanski, empero, no es una adaptación pura de aquel texto, sino, en propiedad, una vuelta de tuerca que toma como punto de partida la obra teatral escrita sobre aquel sustrato literario por el prestigioso dramaturgo neoyorkino David Ives (estrenada en Broadway en 2011), que tiene lugar en una sala de ensayos –un escenario– teatral, donde, tras un día de audiciones de actrices para la obra que va a presentar, una adaptación de La venus de las pieles de Leopold von Sacher-Masoch, el dramaturgo (que también ha asumido el casting), Thomas (Mathieu Amalric en la película) conoce a Vanda (Emanuelle Seigner), una mujer de apariencia vulgar y atolondrada, que, sin embargo, deja anonadado a Thomas cuando empieza la prueba por su capacidad de transformación y por lo bien interiorizado y memorizado que tiene el guión. Podemos hasta aquí decir que Polanski adapta, pues, a Ives, en una operación derivativa. Cierto, y de hecho Ives participa en la confección del libreto. Pero la obra de Polanski riza el rizo: si la de Ives era, digamos, teatro dentro del teatro, aquí la rosca nos lleva a cine sobre teatro dentro del teatro. Operación atractiva ya de partida, y que Polanski convierte en un experimento percutante, sensual, pero también implacable, y muy brillante en su edificación formal.

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Nos hallamos ante un relato tan minimalista en sus definiciones (unidad de acto y escenario, dos únicos intérpretes) como trufado de infinidad de aristas que se superponen en un denso tapete narrativo y metanarrativo. La superficie a pulir es el texto sobre el que Thomas, como adaptador de Masoch, trabaja. Éste y la aspirante a intérprete femenina funden la interpretación más desnuda (ese escenario hurtado de una obra anterior –¡un musical western!-, esas luces que la propia actriz modula, los atuendos de ocasión de una e improvisados del otro, que se convierte asimismo en intérprete para darle la réplica) del sustrato de partida con una reflexión aguda, profunda, inteligente sobre las premisas sexistas que lo sostienen, reflexión que tiene lugar merced del enfrentamiento dialéctico entre los dos personajes sobre el texto y las elecciones de adaptación que Thomas ha llevado a cabo. Y esa dialéctica o confusión entre impresión teatral del texto y reflexión sobre el mismo implica per se otra reflexión sobre el proceso creativo, a la que Polanski, con la total complicidad de los dos actores, presta especial atención para edificar un sinuoso y correoso juego en el que se confunden los impulsos y sentimientos puestos en solfa en el relato con aquéllos asumidos por sus intérpretes (el adaptador y la actriz, el primero que también interpreta y la segunda que también adapta), edificación sostenida en una cada vez más intuida relación del artista con su musa, y que en una última instancia esporará en un planteamiento paroxístico y genial, en el que la que la propia creación despoja al artista de todo parapeto y termina devorándolo (de lo que deja constancia la marciana secuencia final, que en la enésima ocurrencia de juego de espejos que propone el relato, alcanza como solución una visión de esa Venus de las pieles aludida en el título y que correspondería con el inicio de la novela de Masoch y prólogo inicialmente excluido por Thomas y después rescatado por aportación de Vanda, en el que Severine mantiene un encuentro onírico con la misma Venus, cubierta de pieles, posiblemente inspirada por un cuadro de Tiziano colgado en su despacho).

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La cámara de Polanski derriba la cuarta pared y parece divertirse desmenuzando con el lenguaje fílmico –la ubicación de la cámara, las composiciones y juegos de detalle o los movimientos de los actores en el espacio escénico– las idas y venidas del careo dramático en lo que se erige como una especie de digresión sobre la vida interna de una puesta en escena. El resultado, amén de eléctrico y tan pletórico de intenciones como el propio texto que ilustra, nos aproxima a latitudes proverbialmente polanskianas, una temperatura dramática rara, perturbadora, que nos retrotrae a muchos espacios bien conocidos del realizador. La asociación fácil a inferir es que las tesis esquinadas, obtusas sobre el comportamiento sexual y la relación entre hombres y mujeres de la que habla Masoch encaja a la perfección en el turbulento imaginario cinematográfico de Polanski. Algo por un lado obvio, por el propio peso del interés del cineasta en el proyecto (si bien sus circunstancias personales también tienen que ver con la oportunidad/necesidad de asumir una obra de presupuestos minimalistas). Y, por el otro, aseveración cierta pero que acaso se queda corta. Quizá conviene, o más bien Polanski merece, que desglosemos las razones por las que hacer bueno ese interés en el material de partida.

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Apenas retroceder a la película previa del cineasta, Un Dios salvaje (2011), hallamos un relato de semejantes características, unidad de tiempo y escenario (cerrado), en el que dos parejas revelaban los trapos sucios subyacentes bajo una apariencia civilizada. Pero el filme que nos ocupa también podría ser pariente, por semejantes razones, de otro que hallamos en el otro extremo filmográfico del autor, la formidable El cuchillo en el agua (1962), donde era un trío en discordia quienes se quedaban aislados –en aquel caso en un velero- con sus neuras e inquietudes sexuales, material que también servía a Polanski y su guionista Jerzy Skolimowski para extraer potentes alegorías, en aquel caso socio-culturales. De hecho, idénticos asideros narrativos sostenían títulos como  Callejón sin salida (1966), El quimérico inquilino (1976) o La muerte y la doncella (1994); pero en otras donde el enunciado no era tan radical, Polanski también incidía con suma avidez expresiva sobre el efecto alienante, catárquico, del aislamiento. Desde bien diversos paradigmas o hasta patrones genéricos, filmes como Repulsión (1967); La semilla del diablo (1968); Tess (1979); Frenético (1988); El pianista (2001) o incluso El escritor (2010)) nos ejemplifican el precioso valor de la mirada de Polanski para incidir a toda profundidad y lucidez pareja a la valentía en las materias interiores humanas. La venus de las pieles prosigue consecuente y contundentemente esta exploración, en un viaje que lo es de ida y vuelta –esos movimientos de cámara que se introducen en el teatro al inicio y lo abandonan al final– pero no por ello menos irreversible en las consecuencias dramáticas. Esos movimientos de cámara y la partitura de ominoso burlesque de Alexandre Desplat que los acompaña, esa invitación de fachada vitriólica que se atreverá a desnudar hasta el hueso las pulsiones humanas, se erige en un ejemplo perfecto de la clase de mirada y perspectiva que hace de Polanski uno de los grandes maestros en activo.

EL LOBO DE WALL STREET

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The Wolf of Wall Street

Director: Martin Scorsese

Guión: Terence Winter, según las memorias de Jordan Belfort.

 Montaje: Thelma Schoonmaker

Fotografía: Rodrigo Prieto

Intérpretes:  Leonardo DiCaprio, Jonah Hill, Matthew McConaughey, Jean Dujardin, Kyle Chandler, Rob Reiner, Jon Bernthal, Jon Favreau, Ethan Suplee, Margot Robbie, Cristin Milioti, Katarina Cas, Joanna Lumley

EEUU. 2013. 179 minutos

Del pelotazo como una de las bellas artes 

A nadie se le escapa a estas alturas que Terence Winter es uno de los grandes guionistas de la industria televisiva actual. Y de hecho podía pronosticarse que su reunión con Martin Scorsese sería muy jugosa apenas conociendo no sólo el episodio piloto (orquestado en imágenes por el realizador italo-americano) sino la completa serie de HBO Boardwalk Empire (Id, 2010-2014), la sofisticada y brillante epopeya sobre el gangsterismo durante la era de la Prohibición, de la que Winter ha sido creador, escritor y productor ejecutivo. Sin embargo, antes de la maravillosa serie protagonizada por Steve Buscemi (que, por cierto, aparece en El lobo de Wall Street en un curioso guiño, una imagen televisiva tomada de la serie ochentera El ecualizador, del mismo modo que encontramos un cameo de Shea Whigham, su hermano en Boardwalk Empire) podemos hallar en el currículo de Winter otra conexión scorsesiana, ésta que no pertenece a la órbita de la colaboración, sino de la influencia: Winter escribió o co-escribió veinticinco episodios de la inconmensurable Los Soprano (The Sopranos, 1999-2007), de hecho erigiéndose en el segundo escritor con mayor aportación al serial tras, por supuesto, David Chase, su creador. Y Los Soprano, entre muchas otras fuentes y apropiaciones de lo semántico y lo dramático, miraba de soslayo no pocas de las propiedades descriptivo-narrativas que convirtieron en un hito la película Uno de los nuestros (Good Fellas, 1990) y su particular revisión de las tipologías asociadas con el gangsterismo. En ese sentido, podemos decir que en la película que nos ocupa viene a cerrarse un círculo. Muy virtuoso.

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Porque aunque El lobo de Wall Street es una película profundamente “de Scorsese”, donde cabe rastrear infinidad de signos que uno halla diseminados por su completa filmografía, la primera asociación que efectúa el espectador –y la efectúa apenas contemplar los primeros minutos del metraje– es indudablemente con la citada Uno de los nuestros más Casino (Id, 1995), dos obras complementarias y que para muchos constituyen un díptico sobre la vida en la Mafia desde dos escenarios –y diversos prismas– diferentes. No sólo o no tanto porque se trate de testimonios de las actividades delictivas de individuos de las que cabe extraer un elemento de crónica sociológica, o porque se estructuren según las reglas del clásico raise & fall, cuanto porque de ellas Scorsese (y su principal colaboradora, Thelma Schoonmaker, aunque cabe citar otros de relevancia) hereda(n) aquí reglas esenciales de puesta en escena y montaje que dotan a los respectivos relatos de una naturaleza exuberante, o quizá exorbitante, una suerte de storytelling que conjuga la virtuosidad técnica más incontestable con unas proposiciones electrizantes, hipertróficas, a ratos incendiarias a efectos de vestir no tanto un aparato ultraestilizado de propiedades magnéticas (que podría hacer de las tres citadas películas títulos interesantes, pero no las obras maestras que son) cuanto un entramado de conflictos dramáticos con unas densas, complejas reglas de establecimiento de mecanismos de identificación de los personajes con el espectador, densidad y complejidad que obedece indudablemente a la clase de disipación moral que dichos personajes exigen a ese espectador para asumir, como así lo hacen, un punto de vista propio que, a muchas galaxias de distancia de lo que rezan las convenciones, no adoptan la corrección ética (y política) del personaje arrepentido que confiesa o trata de expiar las iniquidades cometidas en su pasado sino todo lo contrario: una invitación tan seria como constante a nuestra complicidad con la delincuencia, la perversión y la indignidad. Si Jordan Belfort (excelente Leonardo Di Caprio) manifiesta de buen principio que escogió ser “el amo del universo”, las primeras palabras que escuchábamos decirle a Henry Hill (no menos inolvidable Ray Liotta) en Good Fellas eran “que yo recuerde, desde que tuve uso de razón quise ser un gángster”.

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Sin embargo, aquí instalados aparece la principal diferencia entre la clase de crónica vital y radiografía socio-cultural de fondo que Uno de los nuestros frente a El lobo de Wall Street ponen en solfa. La primera se centra en tres décadas de vida en la Mafia que se inician en los años cincuenta y en el entorno más cercano a la educación sentimental del propio Scorsese, quien en más de una ocasión ha manifestado que en Little Italy, cuando era pequeño, las únicas personalidades eran los curas y los gángsters (y, de hecho, sabemos que durante un tiempo quiso ser lo primero). La segunda nos ubica en un pasado más cercano, iniciándose en 1987, en los años en los que el yuppismo de Wall Street empezaba a quemarse, pero también en los que las prácticas económicas ultraliberales extendidas en la era Reagan establecían la simiente de ese modelo de capitalismo cuya evidente insostenibilidad ha terminado de descifrarse en el descalabro financiero global en cuyas consecuencias aún estamos inmersos (y del que por ahora, en España, habida cuenta del nulo castigo a los poderes públicos por las muchas y graves renuncias sociales que nos han endosado, parece que poco hemos aprendido). En la primera, la hipérbole en el planteamiento de vida de los gángsters toma como punto de partida contextual, que de la nostalgia desciende progresivamente por todas sus grietas, que “en el barrio en el que crecí, en la vieja Nueva York, la gente buscaba desesperadamente la felicidad”, mientras que la segunda se refiere a una generación ya posterior para la que la búsqueda de la felicidad derivó en lo material, la cultura y pretensión de hacerse rico, lo que “creo que esa es la filosofía que ha predominado en los EEUU en los últimos treinta años, y eso es algo verdaderamente peligroso” (las dos citas corresponden a palabras de Martin Scorsese, entrevista publicada en la revista Dirigido por, nº 440, enero 2014, pág. 27).

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¿Y cómo se mide esa diferencia desde el punto de vista superior al de los personajes? En el tono, claro. Ningún remedo de nostalgia o deriva romántica existe aquí en los planteamientos del cineasta –ni siquiera en la lujosa edificación del encourage visual de una época–, como tampoco convicción alguna en la exposición de los hechos que venga a amparar o justificar de algún modo esos actos del personaje. Ni siquiera, por poner un ejemplo cercano, la clase de conmiseración sincera que Woody Allen mostraba recientemente por otro animal exótico de la cultura depredadora, la protagonista de Blue Jasmine (2013), de quien nos reíamos pero en ocasiones nos conmovía por las causas patéticas de su sufrimiento. Jordan Belfort es otra cosa bien distinta, y nuestro compromiso con su sufrimiento –que tarda en llegarle, pero le llega– no se acerca al que nos despertaba Henry Hill. Quizá porque “los crímenes que se cometen bajo el disfraz de la legalidad, como los que retrata esta película, suelen provocar un daño aún mayor (que el que causan los gángsters). […] Creo que los crímenes que se cometen en Wall Street suelen ser mucho más peligrosos que los que suele llevar a cabo el hampa” (op.cit, pág. 25). El tono, decía. Es lo que explica que Uno de los nuestros sea un drama y El lobo de Wall Street sea en cambio una comedia, por lo demás salvaje. O, planteado de forma más precisa, y son palabras del amigo Tomás Fernández Valentí, un continuo monumento al cinismo.

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El lobo Jordan Belfort es un vendedor nato. O más bien un engatusador nato. Una de las codas de la película son sus aparatosos, teatrales, tan sensibleros como desvergonzados speechs que dedica a los trabajadores de su compañía, la firma de inversiones Stratton Oakmont, a quienes invita a embaucar al prójimo con su misma eficiencia, parapetándose en la pretensión de ganar dinero a espuertas. Pues bien, de principio a fin de la película Scorsese concede la palabra a Jordan del mismo modo, invitando al espectador a prestarse al juego de formar parte de su parroquia de adláteres. Lo subraya desde muy al principio, mediante una llamativa apropiación que la voz en off efectúa de los términos de la imagen: se muestra un Ferrari de color rojo y Jordan, esa voz over, corrige la imagen, precisando que el coche no es rojo sino blanco, corrección que se materializa en imágenes al instante –en un detalle interesante, en una secuencia posterior  y a costa del mismo coche Scorsese jugará con el descalabro del punto de vista del personaje, ya incapaz de discernir la realidad de las ensoñaciones fruto de sus excesos con la droga: nos muestra su coche de una pieza manifestando que no sufrió ni un arañazo y después constatamos que no fue así–, advertencia para navegantes sobre quién define la naturaleza de las imágenes y el tono en el que se empapan. De tal modo, en la edificación narrativa de Scorsese no se trata simplemente de servir a aquel aforismo de George Bernard Shaw según el que «si vas a decirle a la gente la verdad, hazles reir, porque de lo contrario te matarán», sino de exprimir a través de la más descarnada ironía la distancia entre los valores que defiende el personaje protagonista y aquélla que nos incumbe como espectadores, lo que en última instancia supone una invitación al desasimiento moral más campante que se extiende durante tres horas para alcanzar el puerto de las constataciones al final del metraje, en el regreso a la realidad que se produce en esa breve (y deliberadamente anodina) secuencia que discurre en un vagón del metro neoyorquino, donde viaja el agente del FBI Patrick Denham (Kyle Chandler), que ejemplifica el modesto modus vivendi de aquél que obedece a la honestidad en sus planteamientos personales y profesionales.

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El zigzagueante recorrido entre esos dos extremos del metraje es un auténtico roller-coaster de los excesos, que cautiva por su potencia expresiva y por la soterrada violencia que emana de cada y acumulado planteamiento, por su atrevimiento y por los muchos riesgos que Scorsese asume como narrador de esa vorágine incesante de delirios. Los innumerables hallazgos –que, como el grueso de películas de su autor, hace necesario un estudio en detalle mucho más allá del que pueden proponer estas líneas– del guión de Winter y de las estrategias de mise en scène del cineasta pueden compartimentase o analizarse desde su focalización temática o de discurso. Podemos hablar, por ejemplo, de un retablo de personajes y caracterizaciones de lo monstruoso que se edifican a tono con la ralea del protagonista, en una danza de caracteres tan extravagantes y descabellados como las orgías que Jordan organiza en su oficina, incluyendo a su propio padre, al que apodan “Mad Max” (Rob Reiner), a su mentor Mark Hanna (un Matthew McConaughey estratosférico), quien de buen principio ilustra a Jordan sobre las reglas del éxito que el personaje llevará a las últimas consecuencias, a la niña pija de la que Jordan quedará prendado, Naomi Lapaglia (Margot Robbie), al hipócrita banquero suizo Jean-Jacques Saurel (Jean Dujardin) y, por encima de todo, a la caterva de colegas/comparsas de Jordan, con mención específica a su amigo del alma Donnie Azoff (un inmenso Jonah Hill), personaje desquiciado, de reacciones imprevisibles y presencia a menudo tan insidiosa como la de muchos secundarios en las películas de Scorsese que cumplen la función de erizar aún más los términos en la caracterización neurótica del personaje central (en ese sentido, los papeles de Joe Pesci tanto en Uno de los nuestros como en Casino nos darían el ejemplo más claro, pero habría muchos otros, como el conductor de ambulancias que encarnaba John Goodman en Al límite (Bringing Out the Dead, 1999) o como el matarife carismático al que daba vida Daniel Day-Lewis en Gangs of New York (2002), y es que de hecho en filmes como Who’s that knocking at my door? (Id, 1967), Malas calles (Mean Streets, 1973) o Taxi Driver (Id, 1976) Scorsese ya revela que el ingrediente crispado es fundamental en las definiciones tipológicas de los personajes secundarios de sus obras).

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Podemos hablar, o más bien celebrar, no pocas imágenes de impacto y memorables set-piéces que nos regala la película. Algunas asociadas con diálogos cargados de una cualidad acerada que desarma al espectador, ya desde aquella comida que Jordan comparte con el personaje encarnado por McConaughey a las disputas domésticas del primero con Naomi, pasando por el encuentro preparado por Jordan en su yate con los agentes del FBI. Pero la mayoría de ellas vienen marcadas a fuego por las reglas escenográficas que Scorsese pone en solfa, como es el caso de las prodigiosas planificaciones y juegos con movimientos de cámara laterales y frontales (otra vez esa marca de fábrica que nos recuerda a Uno de los nuestros o Casino) para coreografiar las secuencias inundadas de gente que discurren en las oficinas de Stratton Oakmont. Llamativas resultan también las derivas absurdas de las secuencias que relatan viajes, como aquella fiesta en un avión que termina con Jordan atado a su silla o, principalmente, el alucinado pasaje que discurre en alta mar, en el que de súbito nos encontramos ante una tormenta marítima poco menos que perfecta y una reformulación sarcástica hasta límites insospechados del trance que para los personajes supone la posibilidad de un naufragio [donde se puede encontrar hasta un malévolo comentario a costa del filme que lanzó al estrellato a DiCaprio, Titanic (Id., James Cameron, 1997)]. Podemos hablar de la absoluta brillantez de la secuencia en la que, por haber ingerido unas pastillas de metacualona caducadas, los efectos de las mismas se demoran y multiplican, lo que da de resultas una parálisis corporal que impide a Jordan hablar y apenas moverse (avanza penosamente por el suelo del vestíbulo del hotel en el que se halla, se deja caer por las escalinatas, sigue reptando como puede por el suelo hasta alcanzar su coche y abrir la puerta, ya en un detalle de puro slapstick, con el pie…), para después rizar el rizo de su patetismo cuando trata de enfrentarse por los suelos con Donnie en lo que parece una pelea a cámara lenta en la que uno y otro se enredan con el cable del teléfono, para terminar salvando la vida de su amigo, que se ha atragantado con una loncha de jamón (¡!).

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En los últimos compases de la función, necesariamente, los términos expositivos se oscurecen. La gran broma en la que se erige la existencia de Jordan empieza a revelarse macabra. Llama la atención allí una secuencia a añadir a la auténtica antología scorsesiana de escenas descarnadas en su descripción de enfrentamientos domésticos [con parada obligada en Toro salvaje (Raging Bull, 1980)], en la que se muestra el desesperado, patético e irresponsable intento del personaje de huir de su casa secuestrando a su hija Jordan. Y finalmente, la fantasía termina. Con una sonora sentencia judicial y la delación de los amigos (la sombra de Uno de los nuestros de nuevo). Y en el epílogo de la función, Jordan vuelve al ruedo de las arengas, su trabajo favorito. Actúa como conferenciante. Pero, como le pasaba a Henry Hill en el cierre de Uno de los nuestros, aquello ya no tiene gracia alguna para él. El personaje no se ha redimido, simplemente e inevitable, ha perdido. Invita al público a que les venda un boli, pero, a diferencia de uno de sus nauseabundos colaboradores en una secuencia muy anterior -que rápidamente replicaba “escribe lo siguiente”, forma gráfica de evidenciar que de lo que se trataba era de generar en el comprador una necesidad-, aquí nadie sabe improvisar una respuesta convicente. Para Jordan se trata de la constatación de que los viejos tiempos ya no volverán. Para el espectador, la constancia es otra: Belfort no merece ser escuchado. Implacable apreciación final de esta película que en ningún momento esconde sus intenciones reales: entre risas asesinas, por la vía subterránea de los retortijones tras la salvaje y nociva ingesta, a la manera de El rey de la comedia (King of the Comedy, 1982), El lobo de Wall Street plantea diversas trágicas constataciones sobre no pocos comportamientos culturales que definen la nuestra como una sociedad no sólo mediocre, sino en clara decadencia.

THE GRANDMASTER

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Director: Wong Kar-Wai

Guión: Wong Kar-Wai, Xu Haofeng, Zou Jinzhi

 Música: Shigeru Umebayashi

Fotografía: Philippe Le Sourd

Intérpretes:  Tony Leung Chiu Wai, Zhang Ziyi, Zhao Benshan, Chang Chen, Brigitte Lin, Zhang Jin, Song Hye-kyo, Wang Qingxiang, Cung Le, Lo Hoi-pang, Liu Xun, Leung Siu Lung, Julian Cheung Chi-lam

Hong-Kong. 2013. 126 minutos

La flecha jamás regresa al arco 

Las apariencias engañan. Por ejemplo, uno contempla la cronología filmográfica de Wong Kar-Wai y tiene la sensación de que The Grandmaster supone su regreso después de seis años en el dique seco (My Blueberry Nights, 2007, fue su película precedente); la perspectiva cambia cuando uno es informado de que la preparación de la película que nos ocupa llevó casi una década, y que el rodaje se inició en 2008 para terminar en 2012 (y la película se estrenó en China un año antes que aquí, a principios de 2013). Otra apariencia engañosa: la sinopsis de la película: supuestamente un biopic, el de Ip Man, un legendario maestro de Kung Fu que vivió los convulsos años de las guerras y revoluciones de su China natal, y terminó exiliado en Hong Kong, donde ejerció como maestro de artes marciales, teniendo entre sus pupilos a Bruce Lee; no es engañoso que The Grandmaster se ocupe de la figura y de la vida de Ip Man, pero rigurosamente falso que nos hallemos ante un biopic en el sentido convencional del término: The Grandmaster es una obra personalísima de Wong Kar-Wai, definición ya sé que problemática a la que el cineasta responde de forma contundente en imágenes del primero al último instante del metraje, y por tanto es un relato que se condensa desde lo reflexivo y lo introspectivo, si bien la arquitectura narrativa, bien compleja –aunque desde un prisma distinto a la clase de complejidad de, por ejemplo, 2046 (2004)–, deja emerger ese relato introspectivo –cuyo protagonismo en realidad comparten en buena medida dos personajes, Ip Man (Tony Leung) y Gong Er (Zhang Ziyi)– de un marco contextual o crisol histórico, abordando con suma personalidad, sentido y sentimiento las piezas que vertebran el relato épico.

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Por tanto, The Grandmaster no es un biopic, sino un filme épico con todas las letras, que nos ofrece una lectura apasionada, apasionante de la historia de China a lo largo del siglo XX desde un determinado prisma, de manera en el fondo equiparable a lo trabajado por Zhang Yimou en su también memorable ¡Vivir! (1990), por mucho que en aquélla el trasfondo realista imponía sus términos y aquí la temperatura expresionista del relato abone más bien la mirada a lo legendario. Pero concretemos cuál es ese prisma escogido por Wong Kar-Wai: la ciencia, método, técnica, filosofía de las artes marciales chinas, lo que comúnmente denominamos como Kung Fu. El filme se esmera en detallar la existencia de diversas de esas artes marciales que el espectador profano en tales lides –y me cuento entre ellos– no discrimina de ese término genérico, Kung Fu. Ip Man, por ejemplo, es un maestro de Wing Tsun, una modalidad de pocas técnicas en su matriz teórica, a diferencia del más sofisticado estilo Bagua, el que practica Gong Baosen (Qingxiang Wang) y su hija Gong Er, caracterizado por la técnica llamada de las “64 manos”. ¿Pretende en ese sentido la película imprimir una lección sobre artes marciales? Sí y no. Wai y sus colaboradores en la elaboración del libreto, Zou Jingzhi y Xu Haofeng, tienen interés en desgranar esos matices en tanto que reveladores de diferencias entre personajes y ubicaciones geográficas en el complejo mosaico de la República China de los años precedentes a la invasión japonesa, para después expandirlo en el relato sobre el exilio que viven los personajes en la década de los años cincuenta y en Hong Kong. Los combates hombre a hombre (o a mujer, o de uno contra una pluralidad) que muestra la película funcionan, salvo el que sirve como prólogo de la película, como colisiones literales por conflictos de fondo (entre personajes o entre facciones sociales) en fricción, y la distinción entre esas técnicas colabora a su comprensión en detalle. Esos combates, que soportan a priori parte importante de la potencialidad comercial de la película (el tagline de la misma en España es “Descubre la leyenda del maestro de Bruce Lee”) terminan siendo en realidad pocos, pero el lugar y definición que ocupan/aportan al relato es ejemplar, desde dos vertientes: primero, por cuanto tienen de culminación expositiva de conflictos y sus reflejos históricos; y segundo, principalmente, por la belleza impresa en esos enfrentamientos, cada uno resuelto de forma exquisita a través de set-piéces de manufactura siempre distinta (un enfrentamiento bajo la lluvia, una breve coreografía de brazos y manos que se disputan el roce de una galleta, el posterior enfrentamiento entre Ip Man y Gong Er, otro electrizante en una estación de tren –¡un ferrocarril de interminables vagones desfila a toda velocidad tras los contendientes!–, …) llamadas a competir con los logros de secuencias similares que hallamos en epopeyas firmadas antes por cineastas como Ang Lee, el citado Yimou o John Woo, y donde brilla el trabajo coreográfico del especialista Wo Ping Yuen pero, por encima de todo, su absoluta armonía con un encourage escenográfico igualmente brillante y una labor de montaje bien idiosincrásica de las intenciones últimas del realizador de la película.

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El guión presenta, como en otras películas del realizador de As Tears Goes By (1988), algunos agujeros importantes, principalmente en la edificación de un personaje satélite de la trama, el luchador de Baji llamado El Navaja (Chen Chang), cuyo papel en el entramado histórico se postula en un par de secuencias pero termina quedando un poco en el aire, devorado por el drama de los dos personajes principales. Empero lo anterior, fruto de un metraje reducido por razones diversas de la compleja producción de la película, The Grandmaster se erige en un ejercicio visual tan absorbente, fascinante y, a la postre, emocionante, que esas cuestiones referidas a la elucubración del guión no disminuyen un ápice el impacto de la película. Una película, repito, profundamente de su autor, en la que a pesar de comparecer suntuosos escenarios y algunos –pocos– planos de formidables exteriores nevados, discurre básicamente en una partitura visual marcada a fuego, hasta sus últimas consecuencias, por una serie de codas que abren la narración a su espiritualidad a través de la brevedad de espacios que orquesta una puesta en escena que percute en los planos cortos, los breves movimientos de cámara, el montaje atento a la expresividad que anida en los primeros planos y una estilizadísima labor fotográfica –firmada por Philippe Le Sourd– que termina de sumergir el relato en ese aire de ensoñación y cerimoniosidad que los conocedores del cine del autor de In the Mood for Love reconocerán fácilmente.

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Es admirable la capacidad de Wong Kar-Wai por no renunciar ni un ápice a su estilo, que es su forma de plasmar una determinada visión del mundo –o más bien una determinada aprehensión lírica del mismo– sin que se resienta, como sucede a lo largo del metraje, una visión lúcida de los socio-histórico, lograda con una desarmante economía de medios, sea mediante ese planteamiento que de lo parcial (el enfrentamiento entre norte y sur que tiene lugar en los primeros compases del filme) abraza lo global o a través de meticulosas soluciones de puesta en escena (v.gr. las tres breves secuencias que relatan el descalabro económico y emocional de Ip Man durante la ocupación japonesa, y que termina con ese primer plano de Tony Leung llorando por la pérdida de dos de sus seres queridos), y que, en el último tercio del metraje, centra especial atención a los antecedentes históricos del Hong Kong que ha sido escenario de las ficciones del cineasta, articulando así una línea de continuidad harto interesante con ese juego de reflejos que sus películas precedentes enhebraron en torno al ejercicio de la memoria, y que en última instancia desmienten toda esa pretensión glorificadora que la apariencia engañosa que mencionaba al principio puede  otorgar a las expectativas del público, vistiendo en cambio un sentido retrato sobre el modo en que se eclipsaron unas figuras representativas, esto es una forma de entender el mundo, una cultura, devorada por la oscuridad irremisible de una Historia nefasta.

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Porque, en sus últimos raíles, en ese reencuentro ya extemporáneo entre Gong Er y Ip Man en Hong Kong, queda servida la paráfrasis histórica que nos habla del triste exilio de los personajes (la recompensa, a todas luces insuficiente, es esa mención que la Historia otorgará a Ip Man como mentor de Bruce Lee, mención que Kar-Wai captura en una imagen convertida en cliché en blanco y negro –solución visual a la que recurre, con intenciones diversas, en repetidas ocasiones a lo largo del metraje–, una fotografía que levanta acta de una época por mucho que, necesariamente, no ilustre su verdad profunda, sino su superficie), paráfrasis articulada en ese juego de espejos autorreferenciales aludido en el que uno no puede por menos que imaginar que Ip Man y Gong Er, más allá de su lugar en la Historia, pudieran perfectamente eregirse en la deriva trágica de dos personajes de esas ficciones de artes marciales que el periodista encarnado por Tony Leung escribía con la ayuda o complicidad de mujeres a las que amó en In the Mood for Love y 2046, y condenados a perderse, a quedar solos, como extraños, en la luz inhóspita de una calle que es una historia que se termina tras arrollar sus promesas, de la misma forma que le sucedía a Noodles (Robert De Niro) con la amistad de su viejo amigo Max (James Woods) y el amor de Deborah (Jennifer Connelly/Elizabeth McGovern) en Érase una vez en América (Sergio Leone, 1984), una obra cuyas resonancias alegóricas y trágicas guardan sin duda relación con las que emanan en el filme de Wong Kar-Wai, algo sancionado por una elección musical culminante harto llamativa, el tema de Deborah que Ennio Morricone compuso para la película de Leone, y que funciona de forma precisa y preciosa para enfatizar, desde la pista sonora, el hado melancólico que recubre el relato en su último suspiro, que nos enfrenta a una verdad invencible de la Historia, esta historia, y muchas otras de Wong Kar-Wai:  la flecha jamás regresa al arco.

A PROPÓSITO DE LLEWYN DAVIS

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Inside Llewyn Davis

Director: Joel Coen, Ethan Coen

Guión: Joel Coen, Ethan Coen

 Música: Varios

Fotografía: Bruno Delbonnel

Intérpretes:  Oscar Isaac, Carey Mulligan, John Goodman, Garrett Hedlund, Justin Timberlake, F. Murray Abraham, Adam Driver, Ricardo Codero, Alex Karpovsky, Max Casella, Ethan Phillips, Stark Sands, Jerry Grayson

EEUU. 2013. 106 minutos

 

1961: El corazón del Village

Los hermanos Joel y Ethan Coen han mostrado a menudo interés por la quebradiza y olvidada distancia que separa la realidad histórica y los mitos. En su filmografía hallamos diversas obras que, desde una apuesta posmoderna de apropiación de lugares comunes del relato clásico (a veces de género), proponen una relectura particular de los mismos pletórica de jugo, de significados sobre lo social o cultural. Significados que conforman su cosmogonía como creadores, que incide en lo filosófico desde lo psicologista. Desde esa premisa, ya a priori resultaba interesante averiguar qué iban a relatar tomando como punto de partida un retrato de la escena folk neoyorquina –o para ser más precisos del Greenwich Village neoyorquino– a principios de los años sesenta. Podríamos decir que los resultados superan a las expectativas, si no fuera porque los hermanos cineastas de un tiempo a esta parte han concatenado algunas de sus mejores obras –para mi gusto, No es país para viejos (2008), Valor de Ley (2011) y especialmente Un tipo serio (2010)–, razón por la que si decimos que Inside Llewyn Davis se limita a cumplir las expectativas, ya estamos afirmando que se trata de una gran película. Sin duda, otra vez, entre las más escogidas de los firmantes de Barton Fink (1992).

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Conocí a Dave Van Ronk, el personaje en el que parecen haberse inspirado los Coen para enhebrar su Llewyn Davis (para una película cuyo título evoca de hecho Inside Dave Van Ronk, uno de los discos folk del cantautor, cuya portada por lo demás es idéntica a una que visualizamos en el filme con el nombre de Davis substituyendo al de Van Ronk) a través del monumental documental de Martin Scorsese No Direction Home (2005). El testimonio recopilado del artista, por entonces ya provecto –de hecho cercano a su desaparición, que se produjo en 2002– era uno de los puntales sobre los que se sostenía una de las muchas facetas apasionantes de aquel filme, concretamente la descripción de ese bullicio cultural (no sólo musical) underground del Village del que emergió el jovencísimo Bob Dylan, segmento bastante largo de la primera hora y media de metraje. Durante el visionado del filme que nos ocupa no he podido dejar de lado en ningún momento aquella crónica apasionada y al tiempo lúcida que nos propuso Scorsese, pues a través del relato de las idas y venidas (a ninguna parte) de Llewyn Davis (un espléndido Oscar Isaac) los Coen nos acercan a las mismas latitudes no sólo historiográficas, sino también, acaso principalmente, anímicas. Pero si hablamos de lo anímico, más importante resulta otra evocación bien patente en la película, la de la espiritualidad y clase de figuras dramáticas destiladas por la literatura beatnik, Jack Kerouac a la cabeza. Sin parecerme mediocre la adaptación de su “En el camino” que Walter Salles estrenó entre nosotros meses atrás, debe decirse que muchas de las intenciones plasmadas en imágenes por los Coen en esta película atraviesan mejor que aquella adaptación literal la difícil frontera que sin duda existe entre la letra beatnik y su trasposición en imágenes.

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Pero es lógico que así resulte. Pues ésa es la clase compleja de retos que indudablemente seducen a Joel y Ethan Coen –autores, como siempre, del guión, amén de realizadores-. Inside Llewyn Davis es una película construida según una estructura circular y que se centra en apenas una semana de la vida del cantante, una semana en la que indudablemente acaecen cosas importantes en su vida, pero que se estampan más allá de esa concreción o provisionalidad, buscando la representatividad y el acta de trascendencia, pues, nos dice la película, es sin duda trascendente una completa existencia agitada por la bandera del amor al arte, a la música en este caso. En ese sentido, los Coen reivindican de nuevo al loser, en este caso alinéandose con ese artista poco menos que anónimo, que no llega a significarse nunca a pesar de tener talento más que suficiente para ello. A la luz de lo expuesto, podemos decir que una de las intenciones, la más aparente, de la película –y que funciona muy bien merced de la elegancia descriptiva de la que hacen gala los cineastas, así como su inmensa capacidad para modular la vis lírica del retrato en primera persona, sea a través de lo situacional o de, simplemente, la filmación de algunas de sus interpretaciones musicales, como las emotivas Fare Thee Well o The Death of Queen Jane, por no hablar del uso como presentación y recapitulación de una misma pieza, Hang Me, Oh Hang Me– es la de fraguar un retrato emotivo (por mucho que la emotividad coeniana sea siempre, aquí también, más detectable desde lo subterráneo que a flor de piel) sobre ese artista que vivió, sufrió y cantó (en) las calles de la gran ciudad. Un retrato de un arquetipo en realidad mítico en el imaginario cultural americano, el del cantautor en la estela de Woody Guthrie, a los que Dylan –en su canción dedicada precisamente a Guthrie- definía bellamente diciendo que “come with the dust and go with the wind”/“llegan con el polvo y se marchan con el viento”–, dejando tras de sí nada menos que uno de los legados culturales supremos de la música popular, esas canciones llamadas folk, tradicionales, que Davis en el filme describe de forma ocurrente y precisa diciendo que “nunca han sonado nuevas y nunca pasarán de moda”.

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Sin embargo, el filme está lejos de limitar su interés a ese aspecto externo, más evidente. Esa fachada de la historia es visitada, por supuesto, del primer al último minuto de la función, pero lo que llena dicha crónica de sustancia y sentidos, y con ello da carta de naturaleza (profunda) a la obra, es el relato de una soledad. Inside Llewyn Davis alcanza la maestría no en el relato del contexto, sino en la utilización de ese contexto para darle densidad al retrato del personaje que, al fin y al cabo, viene a personificarlo. En el estudiado guión y trabajadísima puesta en escena de la película, los Coen proponen lo introspectivo, el análisis de un determinado estado del espíritu, del que cabe extraer la tesis de que es precisamente el carácter, una cualidad anímica impresa en los genes y la aprehensión del mundo, la que forja a un artista, a través del cual se desentrañan los signos de una época. Dicho así, en abstracto, parece una obviedad, pero resulta harto difícil plantearlo desde la caracterización de un personaje y lo concreto de los detalles, muchos nimios, del vaivén de su existencia. Cosa que los Coen logran, jugando la baza de plantear (y acumular) códigos dramáticos crípticos de forma sugestiva y en una rara armonía (baza ésta bien idiosincrásica de su cine, que era, por ejemplo, la que hacía de A Simple Man una gran película). De este modo, ampliamos la definición anterior sobre el retrato historiográfico para afirmar que Inside Llewyn Davis nos propone un viaje al alma del cantautor folk que anidó en unas determinadas entrañas socio-culturales, un lugar y un momento del que –eso sí lo asevera la Historia oficial– terminó emergiendo, merced de la conjunción de talentos y derivas ideológicas, uno de los principales sustentos del movimiento contracultural de la América de los años sesenta del siglo pasado.

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¿Y cuáles son esos códigos? Ya se ha anotado: la soledad, en primera y última instancia. ¿Y cómo se descifran? Llevando a la radicalidad la presentación del personaje inserto en su cotidianidad y en el paisanaje que habita, para revelar lo espinosas que resultan sus relaciones con el prójimo, lo difuso de sus aspiraciones, y, en cambio, lo incontestable de su necesidad de expresarse a través de sus canciones, en la compañía de ese único y mudo amigo, la guitarra. Las citadas secuencias en las que Llewyn interpreta piezas de su repertorio son en realidad la única auténtica fuga, liberación del personaje de un mundo que no es suyo, en el que no se siente a gusto, y que no deja de revelarle continuamente su imperfección. Siempre avanzando de un lugar a otro con lo puesto (y menos de lo necesario: ahí está el detalle del abrigo que no tiene), Llewyn es incapaz de hallar la mínima sintonía con quien se supone que es, o más bien fue alguna vez, su aspiración sentimental, Jean (Carey Mulligan); acepta estoicamente las condescendientes regañinas de una hermana que nunca comprendió su vocación; no puede evitar sulfurarse con quienes se consideran sus amigos, pues en realidad le quema la distancia entre las visiones del mundo que aparentemente comparten, y lo mismo sucede con otros artistas, cuyas aspiraciones desprecia, o a quienes tiene que servir interpretando piezas que le parecen lamentables para sacarse unos pocos dólares. En su camino se cruzará, en una retórica muy de los Coen, a personajes o situaciones grotescas que le servirán para dosificar la densidad del drama sin matizarlo, antes bien lo contrario –los símiles que del propio personaje edifica la presencia de ese gato perdido y encontrado una y otra vez: huidizo, desaparecido, confundido con otro, herido, finalmente capaz de regresar al lugar de donde salió; o el aderezo ridículo que nos ofrece el personaje encarnado por John Goodman, especialista en personajes que cumplen esa función freak en diversas películas de los cineastas–. Y tendrá que enfrentarse a lo decisivo, sin alcanzar nunca una victoria: el agente musical al que conoce en Chicago (F. Murray Abraham), escucha atentamente su interpretación de la pieza The Death of Queen Jane, pero le despide diciéndole que eso no sintoniza con el público; trata de redimirse interpretándole a su padre enfermo una canción que a aquél le solía gustar antaño, pero sólo logra cubrirse de interrogantes que no le ayudarán a cerrar las heridas de su primer pasado; vislumbra la posibilidad de desviarse de su camino para ir a conocer al hijo que acaba de descubrir que tuvo, pero le faltan fuerzas para enfrentarse a esa carga o aspiración de sus sentimientos. Incluso, cuando en su desesperación decide dejar atrás su talento y enrolarse en la marina mercante, siguiendo el oficio de su padre, fracasará estrepitosamente y patética.

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Pero quizá, nos dice la película, ese fracaso era tan inevitable como los que concatena al intentar ganarse la vida con su música, pues lo que define al personaje y alimenta su arte –y aquí se detecta el trasfondo beatnik del relato– es precisamente esa inercia desangelada, de no ser de ningún lugar ni dirigirse a ningún otro. Tener que llevar a cuestas una vida outsider no por decisión o afiliación ideológica, sino por razones inherentes a su personalidad, y, por tanto, auténticas. Dolorosamente auténticas. Es un círculo del que no hay escapatoria, y así se exprime en la bella descripción escenográfica del escenario real de su vida, esas calles de Nueva York que Bruno Delbonnel (cuyo estupendo trabajo consigue que Roger Deakins no se eche de menos, lo que ya es todo un logro) vira en tonos fríos y azulados, que condensan la sensación de aislamiento que da coda anímica a todo el relato. Ese círculo, ese bucle que supone la existencia de Llewyn se subraya también merced de esa estructura circular del relato, que dirige el devenir argumental al mismo inicio, repetición que se nos antoja aún más densa por recurrir la cámara a idénticos encuadres para ilustrar idénticas situaciones. El éxito y la trascendencia, nos dice la película, aguardan en otra parte, en la historia de otro outsider, mucho más joven, Dylan, que aparece en el escenario del local donde Llewyn toca cuando éste, como cualquier otra noche, como siempre, lo abandona, para purgar con dolor sus flaquezas (la paliza que recibe en el callejón) como inquino pago de la Historia a aquéllos a quienes destierra.

EL CONSEJERO

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The Counselor

Director: Ridley Scott

Guión: Cormac McCarthy

 Música: Daniel Pemberton

Fotografía: Dariusz Wolsky

Intérpretes:  Michael Fassbender, Brad Pitt, Javier Bardem, Cameron Diaz, Penélope Cruz, Rosie Perez, Bruno Ganz, Rubén Blades, Toby Kebbell, Édgar Ramírez, Natalie Dormer, Fernando Cayo, Sam Spruell, Goran Visnjic, Dean Norris, John Leguizamo

EEUU. 2013. 106 minutos

 

 La piel de leopardo que gobierna el mundo 

Encajada en la filmografía de Ridley Scott entre dos superproducciones de esas planteadas para marcar época, The Counselor quedará con el tiempo como un auténtico clásico y un filme de los denominados mayores del realizador. Soy de la opinión que el director de Alien, el octavo pasajero (1979) depende mucho siempre de la calidad de los guiones que aborda, y en este caso y sentido ha tenido la suerte, inmensa suerte, de contar con un libreto firmado por uno de los mejores escritores del actual panorama literario estadounidense, Cormac McCarthy, además el primer guión, o historia original para ser filmada, que el escritor firma. Hay quien formula la anterior aseveración al revés y en negativo, diciendo que McCarthy ha tenido la mala suerte de que Ridley Scott, y no otro cineasta de mayor capacidad para la introspección o la sugerencia, ha asumido las riendas del proyecto; pero sin perjuicio de que dicha aseveración resulta por ende problemática -pues nunca sabremos quién hubiera podido rodar una mejor película-, los resultados, para mí excelentes, de The Counselor me disuaden de proponer el juego de los condicionales y las hipótesis en ese sentido: Scott, también coproductor del filme, ha sabido asumir los riesgos que el material implicaba y ha materializado una magnífica traslación a imágenes de ese libreto, ejerciendo de muy pertinente ilustrador a través del trabajo de edificación de atmósfera tanto como de dirección de actores, todos ellos que asumen con convicción y talento sus roles en el filme. El resultado, digo, llama la atención por su densidad, por su fuerza expresiva, por su autenticidad. Y se erige, indudablemente, en uno de los filmes de filiación industrial  que con mayor inteligencia y convicción ha sabido abordar un material para público exclusivamente adulto en los últimos tiempos.

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En El Consejero, y a través de un relato noir con todas las letras, Cormac McCarthy propone un relato pespunteado de no pocos elementos conceptuales que son idiosincrásicos de su literatura y que se erige en una cruda, brillante e implacable parábola sobre el capitalismo. Se trata de un relato que a través de pocos personajes y conflictos va condensando un retrato de muy notable alcance sobre el comportamiento psico-social en nuestra sociedad. Se trata de un viaje de apariencia refulgente y fondo abismal a las entrañas pútridas de un sistema de funcionamiento social y económico paralelo y con unas reglas propias: en esta película no existe ni un solo representante de la ley, y lo más cercano a ello que podemos hallar son dos abogados que han cruzado la línea, el primero el Consejero que da título a la película (Michael Fassbender), adinerado letrado que, incapaz de controlar su codicia (su motivación parece ser la mujer a la que ama, Laura (Penélope Cruz), con quien mantiene relaciones sexuales al inicio de la función para, seguidamente, acudir a Amsterdam para comprarle un fabuloso diamante), pretende eregirse en capo de la droga; el segundo es un colega de aquél, Hernández (Rubén Blades), de breve pero contundente aparición en el relato, abogado de los señores de la droga que le explica al Consejero algunas de esas reglas del harto peligroso territorio en el que se ha metido de forma inconsciente, explicación que ya no es una advertencia, pues es demasiado tarde, sino una violenta constatación.

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El filme viene profundamente marcado en sus definiciones por una visión diría que trágica de la estratificación social, visión planteada de forma directa aunque inflamada a través de innumerables detalles (de caracterización de los personajes o de definición de situaciones) y de atentos símbolos y metáforas que conjugan una o diversas de las nociones vertebradoras de los conflictos entre los personajes: la opulencia y la envidia, la voracidad y el sexo, la depredación y la violencia. Scott, atento a esas agudas señas que anidan en el libreto, las convierte a menudo en imágenes tan marcianas como percutantes, antológicas, como por ejemplo la de dos leopardos saliendo del coche en el que se hallaban recluidos tras la muerte de su amo y avanzando parsimoniosamente, en libertad, por un solar suburbial; o ese plano picado que nos muestra a Malkina (Cameron Díaz), ataviada con un breve vestido –cuyo estampado es también de piel de leopardo- fornicando literalmente con el parabrisas de un coche deportivo. La estructura y desarrollo de la trama es compleja y sin duda muy alejada de las convenciones (razón por la que muchos espectadores que acuden a ver la película probablemente respondiendo al reclamo del star-system abandonan las plateas desencajados y airados con una retórica que no comprenden –o quieren hacer el esfuerzo de comprender-), y trenza de forma sutil y sofisticada los acontecimientos que tienen lugar en los dos mundos que describe la película, dos mundos sin duda irreconciliables por mucho que el primero (el de los capos de la droga) dependa del trabajo sucio que entrega el escalafón más bajo (el de los peones que transportan y tratan la droga para ser vendida o el de los soldados que ejecutan brutales decisiones ejecutivas). Esa condición irreconciliable de los dos mundos está magníficamente descrita a lo largo del metraje a través de una agudísima gestión de lo elíptico que de hecho nos escatima la progresión del relato de una forma concreta comprensible (los representantes de una y otra esfera casi nunca comparten secuencias; sólo cuando son atacados o ejecutados, en la breve secuencia del encuentro entre el Consejero y la madre de uno de los responsables del transporte (Rosie Pérez), o, en los últimos compases del filme, cuando Malkina entrega dinero a aquéllos que han efectuado el trabajo sucio para ella) y que, en el pliegue de piezas progresivo nos irá acercando a esa comprensión desde lo cuasi-abstracto; pero esa distancia insondable entre la clase dirigente y la ejecutora también anida en los furiosos contrastes que nos ofrece el trabajo con los escenarios exteriores de la película, el modo en que Scott filma a los personajes protagonistas –que forman parte de esa clase dirigente- recluidos en un hábitat de refulgentes oropeles pero obligados a transitar por la oscuridad del mundo real: así lo anuncia la panorámica que abre la película, imagen-motif que nos muestra una moto cruzando a toda velocidad una carretera de El Paso, para después ubicar la cámara en la ventana, hacia el interior, del apartamento donde el Consejero y Laura mantienen un encuentro sexual; así lo simboliza ese radiante Bentley que el primero conduce por las calles de la ciudad; así lo certifica la secuencia en la que la segunda es secuestrada en un aparcamiento, o aquélla, casi innecesaria por la fuerza de la elipsis que la ha precedido, en que vemos un cuerpo mutilado siendo depositado en un vertedero.

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Pero todo lo anterior, la lectura de corte social, se integra de forma excelente en unos considerandos morales que, por atañer a los personajes que protagonizan la película, resultan prioritarios en la dramaturgia articulada, y de hecho conforman con sus pulsiones, vicios, necesidades y debilidades el entorno ambiental al que hemos hecho alusión en el párrafo anterior. En una decisión sabia, McCarthy no abusa de diálogos demasiado densos, pero en ocasiones escogidas existe una impresión literaria en algunas frases que escuchamos, ocasiones que conviene retener pues contienen el meollo del discurso que enhebra el relato. Ya hemos citado una de ellas, el speech telefónico que el abogado Hernández dedica al Consejero (recogido con toda lobreguez y solemnidad por la cámara); otra muy llamativa la hallamos muy al principio, en la presentación del personaje de Malkina, quien le dice a Reiner, su amante, que “la verdad no tiene temperatura”, que es una forma de presentar algo que después el relato constatará con sangre: que en el negocio no conviene dejarse influir por razones de moralidad. Malkina carece de ellas, y así lo atestiguan las secuencias consecutivas en las que, primero, charla con Laura sobre sus creencias religiosas, y, después, acude a la iglesia a intentar confesarse, cosa que hace no con intenciones sinceras –pues no se arrepiente de nada–, ni para epatar: simplemente porque le divierte, le resulta curioso: mira desde fuera el hecho religioso, es incapaz de aprehenderlo, sea por herencia (unos antecedentes familiares horripilantes, que ella misma evoca tranquilamente al cura que la escucha), por genética o por la suma de ambas cosas. En su sustancia caliente, y muy vigorosamente, El Consejero nos plantea un juego de espejos entre la naturaleza y los actos despiadados de Malkina, un personaje como hemos dicho amoral, una depredadora sin sentimientos ni escrúpulos, y los del abogado que encarna Fassbender, que comparte con ella una cosa, la codicia, pero en cambio se diferencia de la misma en otras dos cabales que le condenarán: el desconocimiento de las reglas y la dependencia emocional. Pero el propio título indica cuál es el personaje que prioriza McCarthy, que al contrario que Malkina –que no evoluciona como personaje, sólo se revela, en los términos de la codificación noir, el velo de su malicia– sí progresa en un arco que en realidad supone un –por lo demás anunciado- descensus ad inferos en toda regla, desde ese arranque de placer sexual a esas secuencias finales en las que, de forma genial, McCarthy alinea el tormentoso viaje espiritual del personaje con la radiografía visual de unos lugares y ambientes que el autor de Meridiano de sangre conoce muy bien: el Consejero, a la fuga, se esconde en un hotelucho de la ciudad de Juárez, al otro lado de la frontera, y al avanzar desnortado por las calles encontrará una manifestación de los familiares de las jóvenes desaparecidas en aquel lugar –una referencia bien real–, con cuyo sufrimiento, inopinadamente, el abogado sintoniza, de modo tal que podemos decir que el colofón de ese discurso de lo moral a lo sociológico se resuelve mostrando como el personaje protagonista, de un plumazo del infausto destino, no termina pagando el precio de su vida como quienes le rodeaban, pero sí en cambio desciende de súbito todos los peldaños que marcan la insalvable distancia entre esos dos extremos de un escalafón social pavoroso.

EL HOBBIT: LA DESOLACIÓN DE SMAUG

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The Hobbit: The Desolation of Smaug

Director: Peter Jackson

Guión: Peter Jackson, Fran Wlash, Philippa Boyens y Guillermo Del Toro, según la novela de J. R. R. Tolkien

 Música: Howard Shore

Fotografía: Andrew Lesnie

Intérpretes:  Martin Freeman, Ian McKellen, Richard Armitage, James Nesbitt, Aidan Turner, Graham McTavish, Luke Evans, Benedict Cumberbatch, Evangeline Lilly, Orlando Bloom, John Callen, Adam Brown, Dean O’Gorman, Lee Pace, Sylvester McCoy, Stephen Fry

EEUU-Nueva Zelanda. 2013. 168 minutos

El Retorno de la Sombra

Al igual que la trilogía que la precedió, El Señor de los Anillos (2001-2003), la de El Hobbit es, desde su planteamiento, una sola película dividida en tres partes; cabría decir que  aún más radicalmente que la anterior, pues aquélla partía de una novela muy larga también dividida (y publicada) en tres partes, y en cambio ésta parte de una novela mucho más breve y simplemente dividida en episodios. Por ello, y puestas en parangón, las expectativas sobre lo que Peter Jackson iba a entregar en este su segundo viaje a la Tierra Media no podían ser resueltas con la única información suministrada tras el visionado de la primera parte. En la reseña que escribí por motivo del estreno de la misma, El Hobbit: un viaje inesperado (2012), analizaba algunas de ellas, principalmente una fruto de la tensión entre lo puramente fílmico (“si Peter Jackson, de cuya ambición como storyteller –y demostrado gusto por la grandilocuencia visual– era posible esperar que intentara, por así decirlo, superarse en la edificación de esta segunda aventura en la Tierra Media”) y lo que concierne a los términos de adaptación (si intentaría “ceñirse al máximo, como siempre predicó que pretendía con su versión fílmica de The Lord of the Rings, al sustrato literario de partida, la novela El Hobbit”). Tras el visionado de la segunda parte, La Desolación de Smaug, empiezan a quedar más claros los términos. De hecho, y resulta chocante al principio –reconozco que la primera vez que vi la película quedé desencajado por el balance entre las expectativas y los resultados, y una revisión me ha permitido meditarlo más serenamente–, este episodio central de El Hobbit viene a desmentir algunas premisas que tras la primera parte se daban por evidentes, y muchas otras que por vía deductiva de las mismas se podían intuir de los derroteros por los que iban a discurrir la segunda y tercera partes.

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En Un viaje inesperado, evidentemente una secuela de El Señor de los Anillos en su definición industrial, cabía poner un poco en cuarentena esa misma condición, la de secuela (o precuela), si filtrábamos la definición por lo argumental y tonal: por razón del propio sustrato –novela escrita antes, no después, de El Señor de los Anillos, y de una naturaleza menos densa, más desenfadada e hilarante y del desarrollo argumental propuesto por Jackson, Fran Wlash, Philippa Boyens y el descalabrado Guillermo Del Toro, en decisiones bien parapetadas en esos códigos más livianos en buena parte de los episodios de que se dividía el relato. Era esperable, y así se constató, que Jackson y sus guionistas, al poder desarrollar con gran extensión una novela corta (todo lo contrario a lo que sucedió con El Señor de los Anillos, que les obligaba continuamente a efectuar esfuerzos de sincreción), irían más allá del tenor argumental de la novela y buscarían integrar otros textos relacionados del legendarium de Tolkien sobre el final de la Tercera Edad, caso del episodio “La búsqueda de Erebor” de los Cuentos Inconclusos o el fragmento sobre “El pueblo de Dúrin” de los Apéndices de El Señor de los Anillos. En dicha operación de “adición” argumental, también se constataron las razones, digámoslo sin saña, egocéntricas de esas decisiones: la secuencia nocturna en Rivendell, por ejemplo, en la que desfilan como auténticas all-stars personajes de peso de El Señor de los Anillos que en El Hobbit tenían presencia muy escasa, el primero, o nula, la segunda y el tercero: Elrond (Hugo Weaving), Galadriel (Cate Blanchett) y Saruman (Christopher Lee), pero que se traen a la causa de la adaptación fílmica para identificación y regocijo del fan de aquellas películas. Sin salir de este ejemplo, y ya hablando de La Desolación de Smaug, se ha producido una variación importante: aquí también aparece un personaje que en El Hobbit literario no existía: Legolas (Orlando Bloom); pero resulta que su función no se limita a una “aparición estelar”, por así llamarlo, sino que protagoniza –junto con otro personaje sacado de la chistera, la guardiana elfa Tauriel (Evangeline Lily)– una subtrama que los guionistas integran en su relato, sacrificando por ello, a diferencia de la primera película, el respeto bastante escrupuloso a la literalidad de la novela.

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Y aquí alcanzamos el quid de la cuestión. En La Desolación de Smaug no se introducen sólo adiciones, sino modificaciones de peso (y sentido) a la trama inventada por Tolkien hace casi un siglo. (Nota bene: en ese sentido, me parece chocante haber leído en diversos lugares que esta segunda película supone una adaptación más fidedigna que la primera a la novela). Y al carecer los guionistas de la excusa de la necesidad de sincreción, debe admitirse abiertamente lo que en la trilogía de El Señor de los Anillos se ponía en duda precisamente escudándose –los propios responsables del guión- en ese parapeto de que la película nunca podía abastar la prolijidad del material de Tolkien: que las licencias se asumen por razones más allá de la necesidad, de oportunidad y sentido de apropiación de un material en pos de unos intereses determinados, los de Jackson, como creador de historias, imágenes y atmósferas. Dicho argumento, que podrá molestar a los fans de Tolkien (tanto que el propio cineasta se guarda mucho de manifestarlo en voz alta), certifica por otro lado que Jackson no es un mero storyteller, sino que modula el relato a su gusto para explorar aquello que más le atrae e interesa de la historia que tiene entre manos. Y qué mejor manera de ejemplificar lo anterior que anotar algunas líneas de continuidad evidentes que La Desolación de Smaug, como episodio central de El Hobbit, presenta respecto de Las Dos Torres, que era también el episodio intermedio (y por ende más difícil) de la anterior trilogía. Espejos a nivel de estructura, edificación de personajes y disposición de lo narrativo que bien merecen una reseña específica. En primer lugar, en ambas películas se quiebra el seguimiento lineal de la aventura en un único foco (la Compañía del Anillo y los hobbits en La Comunidad del Anillo; los expedicionarios enanos y Bilbo en Un viaje inesperado) para dejar que esa historia se disperse en diversas tramas a entrelazar: allí los que correspondían a la Compañía disgregada en tres facciones, y aquí, a partir de la llegada a la ciudad del Lago, la trama protagonizada por Bilbo y los enanos en Erebor, aquélla protagonizada por Bardo/Tauriel/Legolas/Kili/Bolgo en Esgaroth, y, aunque breve, Gandalf/Radagast/(Galadriel)/Azog/Sauron en Dol Guldur. Por otro lado, aunque en relación con lo anterior, la introducción en el relato, tras al atracón de personajes de definición rigurosamente fantástica –enanos, magos, hobbits, elfos, orcos, trasgos, trolls y hasta un hombre-oso, o mejor dicho, cambia-pieles– de la conexión humana, un pueblo de los hombres, que en Las Dos Torres fue Rohan y aquí es la ciudad del Lago de Esgaroth, que tiene una trama propia a desarrollar en un pasaje central y largo de la función, y que por lo demás se raíla en similares conflictos de corrupción política de fondo [por mucho que aquí no hay un rey sometido por fuerzas maléficas como era Theoden, sino algo mucho más mundando: un gobernante zafio y oportunista (el que encarna Stephen Fry), y que en este caso, a diferencia de lo que pasaba en Las Dos Torres con Lengua de Serpiente, tiene plena, simétrica sintonía, con su no menos inquino ayudante, Alfrid (Ryan Gage)]. Y por último, la existencia de un personaje-criatura que concentra lo más meritorio, llamativo, espectacular del trabajo con el CGI y los efectos especiales y a la vez algunos de los mejores hallazgos del guión, de modo tal que queda como el personaje y hasta motivo por excelencia de la película: en Las Dos Torres fue Gollum, aquí por supuesto el dragón que aparece en el propio subtítulo del filme, Smaug, cuya voz cavernosa es aportada por Benedict Cumberbatch.

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Pero si esos elementos de continuidad entre episodios intermedios ya nos indican un parentesco más cinematográfico (con la anterior trilogía) que literario (con la novela que se adapta), más importantes terminan resultando otros espejos, que adecúan a la perfección el sentido de lo que es una secuela. De manera más llamativa que la ensayada por George Lucas en su trilogía-precuela de Star Wars (donde sólo, y por estricta necesidad, en el Episodio III revelaba claramente una continuidad argumental y estética con los episodios rodados veinte años antes), en La Desolación de Smaug Jackson, en realidad reivindicando su propio trabajo, apuesta por acercar mucho más este Hobbit fílmico a El Señor de los Anillos fílmico de lo que sendas novelas se hallan. Así se establecen motivos de definición de conflictos dramáticos, espejos narrativos y tonales e incluso reflejos y simetrías con imágenes/secuencias/motivos visuales que dotan de naturaleza propia fílmica a  La Desolación de Smaug ya desde su propio prólogo (por mucho que juegue la baza del guiño al lector, al relatar el “encuentro casual” entre Thorin y Gandalf en Bree que se narra en los apéndices de El Señor de los Anillos), que renuncia a un arranque “fuerte”, visualmente impactante, como el de las tres películas de la primera trilogía para quedarse en el territorio de la disposición de piezas en el macro-entramado de personajes de lo que podemos llamar la gestación de la batalla por la Tierra Media, o el advenimiento de la Sombra.

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Porque de eso va a tratar El Hobbit a partir de esa presentación, de hecho integrando armónicamente el sentido de la presencia del orco Azog en la primera parte. Jackson va disponiendo las piezas de modo que la tercera parte de la película, que versará sobre “La Batalla de los Cinco Ejércitos”, pueda ser una buena auto-réplica a los macroenfrentamientos bélicos que en la anterior trilogía tenían lugar en el Abismo de Helm y a las puertas de Minas Tirith, enunciado que en su profundidad nos viene a decir que la historia del tesoro de Erebor termina siendo poco más que un macguffin (por mucho que el envoltorio sea rutilante: el clímax, algo extendido pero lleno de imágenes muy vigorosas, en el interior de la fortaleza inundada en oro que fue el hogar de los Hijos de Dúrin y que ahora custodia el Dragón), una anécdota argumental que sirve para enhebrar una suma de piezas aún más allá de las que Tolkien congregó en los episodios finales de su HobbitLo más obvio de esta reorquestación de las piezas tiene que ver con los primeros titubeos de Bilbo ante el influjo devorador del Anillo de Poder (resuelto, empero, imaginativamente en algunas de las secuencias del bastante inspirado pasaje del Bosque Negro, donde vuelve a brillar el buenhacer actoral de Martin Freeman, y que contiene soluciones de situación tan felices como el hecho de que Bilbo comprenda el idioma que hablan las Arañas al ponerse el Anillo, o imágenes tan evocadoras como la del instante en el que el hobbit se alza por encima de la rama más alta y divisa la vida más allá del bosque, el oxígeno que le insufla nuevos ánimos y las mariposas que emergen el vuelo, recogiendo una figura hermosa de la novela de Tolkien). También con la visita de Gandalf (inducido por Galadriel, con quien se relaciona telepáticamente, algo ya referido en la trilogía anterior no sacado de la novela) a Dol Guldur, que dará de resultas un enfrentamiento con el mismísimo Sauron resuelto de forma algo abrupta, por mucho que su sentido quede bien justificado en una imagen impactante: ese ojo de fuego, que revela en su interior la Sombra, la figura del maia que empieza a cobrar forma de nuevo. Lo más discutible, que los elfos silvanos sean utilizados, más allá de su inserción en la trama, para acumular secuencias de enfrentamiento con orcos en los que se juega al body count de los villanos de forma mecánica, al final cansina, por mucho que Jackson lo trufe con detalles salvajes idiosincrásicos que arrancan jaleo en las plateas (como panorámicas imposibles que anticipan la dirección de una flecha, o coreografías de enfrentamientos que parecen circos de tres pistas, especialmente jacksonianos, en la vía de los excesos del pasaje en la Isla de la Calavera de su King Kong (2005), la que tiene que ver con la huida en los barriles siguiendo la corriente del río), y que a los guionistas se les ocurre aderezar con una subtrama que relaciona a Kili (Aidan Turner) con la elfo Tauriel, planteada de forma interesante en un primer pasaje (los diálogos en el encuentro entre la mujer elfo y el enano separados por los barrotes de la celda en la que el segundo está encerrado), pero que terminará resolviéndose evocando de forma bastante insulsa una secuencia mucho más inspirada de La Comunidad del Anillo, aquélla en la que el malherido Frodo era literalmente iluminado por la luz que desprendía Arwen (secuencia que de hecho servía para presentar a los elfos en la película, al menos en su versión estrenada en cines).

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Pero junto a esos elementos más superfluos, obvios o cuestionables –a los que cabría añadir que, también como en Las Dos Torres, se produce una finalización quebrada de la película, lo que no sé si puede tener que ver con el hecho de que el proyecto de El Hobbit fuera inicialmente previsto para ser desarrollado en dos (que no tres) partes, y que fue cuando el work in progress ya estaba avanzado que se decidió modificar la división y convertir el díptico en trilogía–, La Desolación de Smaug termina seduciendo por su tenebrosidad, que Jackson trabaja desde diversos frentes (el citado episodio en Dol Guldur, el encuentro entre el Dragón y Bilbo, las complicaciones que sufre Bardo en su propia tierra por culpa del gobernador), pero que termina haciéndose fuerte en la definición oscura, y hasta rayana en lo trágico, de dos personajes, enriquecidos en la película, en mi opinión, de los trazos tipológicos que les atañen en la novela. Uno aparece poco, pero cada aparición está llena de detalles ricos en la exposición: Thranduil (Lee Pace), elfo beligerante, obsesionado con el mantenimiento de su statu quo (antipatía que los guionistas aprovecharán para definirlo como clasista: deja claro que impedirá que su hijo Legolas pueda unirse sentimentalmente con Tauriel, que no forma parte de la aristocracia) y despiadado (aniquila a sangre fría al orco al que acaba de sacar una confesión, convencido de que, en efecto, ha cumplido su promesa, pues al quitarle la vida lo ha liberado); veremos cómo se resuelve en la tercera parte el papel del rey Elfo: supuestamente deberá redimirse, pero está por verse. Y junto a aquél, y llevando a parámetros de ofuscación más densos y matizados que los propuestos en la anterior trilogía de los personajes de Boromir o Denethor, nos hallamos a Thorin Escudo de Roble (Richard Armitage), quien de hecho, descontado el pasaje de la charla entre Bilbo y el Dragón, le roba claramente el protagonismo de la función al Hobbit, arrastrando con ese protagonismo la oscuridad del relato, pues se trata de un personaje en cuyo seno arde un peligroso fuego, un personaje mucho más torturado que en la novela, cuyos ribetes trágicos son enfatizados en detalles como el enfrentamiento con los suyos, incluyendo a Bilbo, al que no le importa sacrificar, o miembros de su propia familia, a quienes no duda en dejar atrás, en pos de su obsesión por recuperar la Piedra del Arca, símbolo del poder que quiere recobrar… En ese sentido, uno de los momentos más memorables de la escritura de los diálogos del filme es la aseveración de Smaug que le dice a Bilbo que está tentado por entregarle la Piedra del Arca para que Thorin termine de volverse loco bajo su influencia, como si de otro objeto maléfico, como el Anillo, se tratara. Estos elementos me parecen interesantes precisamente por tratarse de una aportación inesperada por parte de los responsables de la(s) película(s): si en diversos motivos de El Señor de los Anillos se acusó (con justicia) a Jackson de restarle espesor a conflictos dramáticos importantes, da la sensación de que en La Desolación de Smaug el cineasta (y sus guionistas) han tomado nota de ese hándicap y se atreve(n) a jugar de una vez por todas con las posibilidades oscuras y shakespearianas del relato, algo que en la anterior trilogía, y aplicado a los personajes, sólo se exploraba con profundidad en el (apasionante) personaje de Lengua de Serpiente, y que aquí, sorprendentemente teniendo en cuenta la cualidad menos densa del sustrato de partida, cobra carta de profundidad precisamente por afectar a un personaje primordial del relato. Así, a la postre, en sus mejores pasajes La Desolación de Smaug termina siendo menos la adaptación de unos episodios de la novela El Hobbit que una apropiación cinematográfica de elementos espirituales del legendarium de Tolkien, concretamente las nociones sobre una noción que atraviesa su completa cosmogonía y que funciona como premisa máxima de El Señor de los Anillos: el inesperado y furioso regreso de la Oscuridad, el Mal, a la Tierra Media.

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En definitiva, son luces y sombras las que nos entregan Peter Jackson y el resto de responsables del filme –cuya cita omitiré en esta ocasión, omisión que no desmiente el valor de su trabajo, antes bien lo contrario: certifica que todo ese trabajo de worldbuilding de la Tierra Media, fraguado desde el diseño de producción a la fotografía, pasando por el trabajo de la Weta Workshop y la Weta Digital, así como la confección de la partitura musical, resulta tan desbordante de talento y sugestivo como en las cuatro ocasiones anteriores– en esta segunda parte de El Hobbit que, por otro lado, nos invita, mucho más que Un viaje inesperado, a decir quinta parte de “la Tierra Media según Peter Jackson”. El cineasta sigue afincado a sus convicciones y virtudes tanto como a sus excesos y flaquezas. Puede estampar conflictos y situaciones con mucha imaginación y un indudable poderío visual, pero a veces le pueden y le pierden sus ansias de celebrar, por encima de las necesidades del relato, la grandilocuencia del espectáculo. Por otro lado, y es importante, sigue dominando proverbialmente el ritmo de sus relatos –sin salir de la Tierra Media, ya van cinco películas de casi (o más de) tres horas que se sostienen por su propia inercia, con pocos o ningún bajón de intensidad-. A la luz de lo expuesto, superficialmente podemos decir que ha añadido un episodio más a su saga y algunos momentos memorables a lo que de antológico puede quedar en el cómputo globar de esta su mesiánica aportación al cine de fantasía épica, y en un análisis de detalle se valora además el esfuerzo, y especialmente el riesgo, de revelar sus intenciones, que son las de fraguar una trilogía fílmica complementaria de la anterior, y que, por mucho que nos hable de una historia pretérita a aquélla en el tiempo (y escrita con anterioridad), se toma como un relato que el espectador debe abordar con el bagaje de lo visionado en la anterior trilogía fílmica. Ello da lugar a contradicciones y transfiguraciones del propio sustrato que son fruto de intentar parametrizar la prosa liviana y a menudo enigmática del Tolkien de El Hobbit a esos sentidos lóbregos que se revelan en la novela que la sucede y en los textos complementarios sobre esos últimos años de la Tercera Edad en la Tierra Media. Da lugar a registros dramáticos mucho menos distendidos de los que sirvieron para plantear y de hecho sostuvieron el tono de la primera parte estrenada en 2012. Pero revela sus frutos. Pues, no nos engañemos: el crescendo sombrío que ha cobrado este Hobbit fílmico hace muy prometedor el episodio conclusivo que está por llegar.

CARRIE (2013)

Carrie

Carrie (2013)

Director: Kimberly Peirce

Guión: Roberto Aguirre-Sacasa, Lawrence D. Cohen, según la novela de Stephen King

 Música: Marco Beltrami

Fotografía: Steve Yedlin

Intérpretes:  Chloë Grace Moretz, Julianne Moore, Gabriella Wilde, Portia Doubleday, Judy Greer, Alex Russell, Zoë Belkin, Ansel Elgort, Samantha Weinstein, Karissa Strain, Barry Shabaka Henley

EEUU. 2013. 106 minutos

Todos se siguen riendo de ti

Para muchos adolescentes –no todos, por supuesto, pero creo que la mayoría-, el cine mudo no existe, el cine de la era clásica se reduce a algunas iconografías en realidad lejanas, y lo que consideran como “cine clásico” empieza con El Padrino (Francis Ford Coppola, 1972). Pero en ese estado de las cosas, resulta que los filmes abanderados del cine de terror de los años setenta –películas de Toobe Hopper, Wes Craven y John Carpenter que no es preciso citar– sí son conocidos. Y forman parte de una cosmogonía que no se limita al slasher: Carrie (Brian De Palma, 1975), aunque sólo sea una de las películas que el cineasta consagró al género de terror en aquella década y la siguiente, aunque probablemente no sea la mejor, sí es –y quizá en ello tenga que ver el hecho de tratarse de una adaptación de la primera novela de éxito de Stephen King– la más recordada. De tal modo, está claro que las operaciones de remake que de esos títulos se están llevando a cabo tres (o ya casi cuatro) décadas después, bastante esmeradas en su patrocinio industrial, puestas en manos de cineastas a menudo diestros –Marcus Nispel, Alexandre Aja, Kimberly Peirce en el caso que nos ocupa– o incluso geniales –Rob Zombie–, no limitan su sentido (industrial) en aquello de “dar a conocer la historia a otros públicos”. En realidad, esa fórmula es, ha sido siempre, un eufemismo para no decir “aprovechar un filón comercial”, y en efecto (y por supuesto) eso buscan los patrocinadores de estas películas, pero tengamos en cuenta lo anterior: la mayoría, o al menos muchos, de los jóvenes espectadores que se acercan a ver esos remakes y reboots de sagas terroríficas probablemente sí han visto o incluso cultivan el culto por los títulos cuya revisión se propone. Y junto a ellos, no lo neguemos, existe otro público potencial: los aficionados al cine fantástico o que apenas fueron jóvenes y fueron influidos en los años setenta u ochenta por esas películas, y ahora acuden a ver esas nuevas versiones por simple curiosidad.

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¿Por qué digo todo esto? Porque aunque se pueda afirmar en general de la mayoría de remakes, pero aceptado como patrón narrativo y estilístico en el caso preciso de estos remakes de títulos recordados del cine de terror de los setenta [“de culto”, dirán algunos de forma imprecisa, pues su éxito les desaloja de la definición de cult movie, que sí puede valer, por ejemplo, para, por poner un par de ejemplos, El hombre de mimbre (The Wicker Man, Robin Hardy, 1973) o La maldición de los Bishop (Let’s Scare Jessica to Death, John D. Hancock, 1971)], la operación –de lo industrial a lo creativo, o viceversa- radica en confeccionar relatos, y crear imágenes, que guarden una relación muy precisa con el original revisado: relación precisa que puede ser la mera copia o todo lo contrario, la oposición deliberada y frontal a un elemento categórico y/o iconográfico del filme de partida, pero en cualquier caso que suele estar pensado y proyectado en el argumento/imágenes del filme para causar una reacción que no será espontánea a la historia que se narra, sino a su relación con la original. De tal modo que, de forma más preclara que casi nunca, y sin dejar de admitir que cada nuevo cineasta o cineastas implicados (cuentan también los productores, por supuesto) puede dejar su estampa propia, estos remakes terroríficos han devenido un género en sí mismos, cuya codificación precisamente obedece a esos parámetros de jugar a mantener una equidistancia con los parámetros de la película que se revisa, operación que no es simplemente inevitable en el (o connatural al) remake, sino que además es buscada y (es)forzada para que el público partícipe, que ya sabe de qué va la historia, que quizá o a menudo ha visto la original muchas veces, pueda reflexionar sobre lo que constituye una reedición, un homenaje, una transgresión, una sutil modificación de lo esencial, una esencial modificación de lo superfluo, etc.

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Ello no es bueno ni malo per se. Aunque puedo entender –sin compartir su punto de vista- que haya quienes digan, por ejemplo, que la Carrie de De Palma no debió revisarse, porque no quieren entrar en el juego, quizá porque no les parece limpio. Pero quienes sí acepten que se puedan revisar estas películas en particular (o, por supuesto, cualquiera en general) deben aceptar el juego propuesto, porque un estudio ex novo del relato carece de sentido, al menos para un analista (a no ser que quiera pasarse por el forro la existencia de la película original, lo que ya sería más problemático, pues la ignorancia en un análisis es problemática). Quiero decir que uno no puede ponerse a escribir sobre Carrie y limitarse a explicar que se erige una incendiaria (en diversos sentidos) fábula hiperbólica sobre el bullying en los institutos que al mismo tiempo funciona como una no menos percutante, agresiva invectiva contra las obsesiones enfermizas que traen causa de la religión. Por mucho que apetezca adentrarse en esos meollos temáticos, espirituales, alegóricos, sociológicos, culturales del relato de King y de la versión cinematográfica de Brian De Palma, aquí no está justificado hacerlo a no ser que la premisa sea derivativa: “igual que la película de De Palma/a diferencia de la película de De Palma…”. Cabe, empero, y en algunos lugares lo he leído, afirmar que la película de Peirce,más allá de un remake, es otra versión cinematográfica de la novela de King, lo cual me parece harto respetable, por supuesto, pero no lo comparto en absoluto. Leí hace tiempo pero recuerdo bien aquella novela, y he visto la película de 1976 diversas veces, y se me hace evidente que, especialmente en el guión de Roberto Aguirre-Sacasa y Lawrence D. Cohen, pero también en muchos trazos específicos de la puesta en escena de Peirce, el patrón no es la novela, sino la película.

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Sí, lector, ya llevas mucho leído y te he hablado bien poco de esta Carrie 2013. Déjame decirte que a mí me ha parecido entretenida, intensa en algunos pasajes, muy llamativa en diversas soluciones (de guión o escenográficos) que establecen esos reflejos especulares con la primera versión, lejos por otro lado de la genialidad alguna que la acerque al estadio de lo memorable. A nivel argumental, tomo en consideración que la mejor secuencia “original” de la película es su prólogo, que nos muestra, con imágenes muy bien trabajadas –como la de esa Biblia que vemos en el suelo de las escaleras, mojada de líquido amniótico- el doloroso (¡cómo no!) parto de la Sra. White y su intento frustrado de aniquilar a la criatura recién nacida, no tanto por piedad sino por la primera intervención telequinésica del bebé, como así lo atestigua ese primerísimo plano de su mirada. Ese principio sin duda fuerte contiene un requisito importante del “género remake”: narrarnos algo que la película original omitió, para cambiar nuestra perspectiva ante todo lo que acontecerá después, de modo tal que, incluso repitiéndose situaciones o hasta diálogos, puedan éstos llegar a cobrar sentidos nuevos merced de la información facilitada al inicio al espectador. Aquí la propuesta funciona, es atractiva, aunque más a nivel llamativo que a la postre sustancioso: esa imagen de las tijeras a punto de clavarse en el cuerpo del bebé apuntan que la telequinesia de Carrie será para ella una herramienta de defensa propia, idea que seduce al principio pero que cae por su propio peso en el sentido del relato, ya de la novela y también, por supuesto, de la versión depalmiana. En cualquier caso, y a tono con ello, el filme explorará con más énfasis que el filme de De Palma, aprovechando las prestaciones de una actriz como Julianne Moore, las angustiosas relaciones que establecen madre e hija, incluyendo diversas secuencias en las que acontece algo que Piper Laurie no hacía en el filme de De Palma: autoflagelarse. Es en realidad un elemento accesorio –pues no trastorna lo esencial–, pero tampoco sobra en la película, y además nos ofrece las mejores muestras del trabajo escenográfico fantastique de una realizadora, Peirce, que en cambio, quizá por temor a intentar replicar el extraordinario clímax del baile convertido en espectáculo dantesco en la película de De Palma, resuelve ese pasaje de un modo infinitamente más anodino, ni siquiera intentando el efectismo, efectismo que en cambio sí articulará en la posterior secuencia del asesinato por parte de Carrie de los dos responsables del terrible baño de sangre de cerdo a que ha sido sometida, una solución que DePalma resolvía escuetamente –pero genial, mostrando tres rápidos planos de la cara enajenada de Sissy Spacek, cada vez más cercanos– y que Peirce dilata bastante, incluyendo dos planos al ralentí que muestran como los rostros tanto de la malvada Chris (Portia Doubleday) como de su novio Billy (Alex Russell) se estampan contra el parabrisas, ella, o el volante, él, hallando una muerte que se terminará de sancionar cuando el coche, como en la película original, explote.

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Se hace evidente que la directora de la apreciable Boys Don’t Cry (1999) se siente más a gusto edificando la dramaturgia convencional de la presentación y desarrollo del relato que en el baño de venganza y violencia que dirime el clímax, y en ese sentido nos ofrece una muy buena caracterización del personaje protagonista, no tanto por la interpretación de Chloë Grace Moretz, sólo correcta, como del trabajo con lo que es la caracterización física, el vestuario, el peinado, el modo en que la cámara está atenta a la modulación de sus expresiones conforme avanza el relato, incluyendo el cambio que se produce en esa secuencia clave en la que habla con su profesora, que vendría a ser su único y auténtico referente en el mundo real, y le confiesa sus miedos ante la cita que tiene con Tommy Ross (Ansel Elgort) –secuencia y conversación, otra vez, ya presente en el filme original, pero que Peirce filma con agudo sentido de lo dramático, encuadrando al inicio de la secuencia a Carrie sola, de espaldas y ensombrecida, en el vestuario del gimnasio, observando precisamente las duchas, el lugar que representa mejor que ningún otro el trauma por el maltrato al que le someten sus compañeras, relatado en la segunda secuencia del filme, donde se narra que Carrie sufre la primera regla y, al no saber qué es eso, reacciona con gran angustia despertando, en lugar de la conmiseración, la más infame burla por parte de sus compañeras (definición argumental de planteamiento genial de Stephen King)–. Como se puede intuir de la lectura hasta aquí, la realizadora de esta Carrie 2013, apoyada en un guión hasta cierto punto meticuloso, es capaz de firmar una película que, sin ser brillante, se sigue con interés básicamente por contener en su progresión algunos elementos en la revisión de la historia que apuestan por una cierta naturalidad dramática (por mucho que esa apuesta no llegue a contener, como se ha apuntado quizá un poco a la ligera, un estudio sociológico que vaya más allá del que anidaba en la película original, o una puesta al día basada en la inclusión de teléfonos móviles que filman videos que –y es cierto que es una nefasta práctica en la realidad– después se cuelgan en youtube para mayor escarnio del que aparece como víctima en aquellos videos). Pero esa atención a la descripción no forzada del comportamiento de los personajes, tanto de Carrie y su madre como de las compañeras de la primera, es algo en cualquier caso meritorio teniendo en cuenta que esa naturalidad se ve necesariamente, muy continua, violentada en lo visual en cada acceso telequinésico de la sufrida joven (que hace tangible, evidente, lo que en la dramaturgia convencional quedaría sublimado: toda esa asimetría en la relación maternofilial, el sufrimiento que madre e hija acumulan, y el conflicto inevitable entre esos dos sufrimientos), y a lo que en coherencia narrativa la película, en el dantesco clímax –la reverberación bestial de ese sufrimiento en la completa comunidad– la cámara de Peirce intenta mostrar esa comunidad de forma “menos culpable” que como lo visualizaba De Palma, aunque eso parta simplemente del hecho de que aquél edificaba su manierista y grandguignolesco finale jugando con la baza de la subjetividad de la joven protagonista. Pero Carrie es una película de terror, y Peirce, consciente de ello, se esfuerza en esas secuencias de choque por filmar con sentido y capacidad para la sugestión. Y no lo hace, a menudo, mal. El problema es que De Palma nos sugestionó mucho más en su día, y la comparación, a la postre, y por ende, era inevitable. Por mucho que la realizadora haga plausibles esfuerzos por evitarla.

12 AÑOS DE ESCLAVITUD

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12 Years a Slave

Director: Steve McQueen

Guión: John Ridley, según la obra autobiográfica de Solomon Northup

 Música: Hans Zimmer

Fotografía: Sean Bobbitt

Intérpretes:  Chiwetel Ejiofor, Michael Fassbender, Benedict Cumberbatch, Paul Dano, Paul Giamatti, Lupita Nyong’o, Sarah Paulson, Brad Pitt, Alfre Woodard, Michael K. Williams, Garret Dillahunt, Quvenzhané Wallis, Scoot McNairy, Taran Killam, Bryan Batt, Dwight Henry

EEUU-GB. 2013. 136 minutos

Indignidad 

Después de rubricar dos obras tan personales como Hunger (2008) y Shame (2012), 12 years a slave supone el aterrizaje de Steve McQueen en el engranaje industrial hollywoodiense, apreciación que se extenderá cuando en breve la película se postule muy probablemente para ganar un buen puñado de Oscar de la Academia. Pero existen matices importantes a tener en cuenta al emitir esa aseveración, y no hablo tanto del hecho de que el presupuesto de la película sea bastante bajo para los estándares de Hollywood -20 millones de dólares- o de que esté coproducida por diversos estudios pequeños (con la distribución de Fox Searchlight), sino de que el proyecto se remonta a los tiempos en los que McQueen promocionaba Hunger, época en la que ya manifestó su intención de realizar una película sobre la era de la esclavitud en los EEUU, proyecto que terminó de concretarse a partir de que llegara a sus manos el libro autobiográfico de Solomon Northup Twelve Years a Slave, que sirvió de patrón para la confección del argumento por parte del guionista John Ridley, con quien McQueen ya contaba para participar en ese proyecto que aún se hallaba en el limbo.

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Si he utilizado esta fórmula introductoria es porque, durante el largo pero intenso visionado de 12 Years a Slave, el conocedor del cine de McQueen identificará, quizá por encima de cualquier otro considerando, una tensión constante entre los raíles y lugares comunes de un melodrama que es al mismo tiempo esmerada adaptación de material biográfico + filme “de época” según los estandares de la industria y una apetencia expresiva a la que el cineasta intenta dar cauce en cada fotograma, en la edificación de imágenes y también de secuencias en sí mismas consideradas. Tensión que, cuando concurre, en ocasiones se fragua de modo extraño o abrupto, pero que aquí –responsabilidad del cineasta y también del equipo técnico y creativo que colabora con él, así como del guionista de la película– presenta una definición armónica, nada chirriante, que concilia con inteligencia esa vocación de filme para el gran público (indiscutiblemente respecto de los casos de los dos anteriores filmes del cineasta) y los trazos de personalidad, despacho de talento, carencia de renuncias expresivas y comunicación de emociones desde lo personal e intencionado. Ello se puede glosar de dos modos, desde su aspecto interno o externo, significante y significado. Desde el primero de esos aspectos, en 12 Years a Slave hallamos diversas soluciones expresivas idiosincrásicas localizables en los otros filmes del autor: la cámara reposada y un mimo expositivo que pretende que el espectador “se adentre” en las composiciones escenográficas, lo que queda dentro del encuadre, dotando de rigor a la descripción de los ambientes y al mismo tiempo profundizando en el meollo dramático; el interés en la filmación del cuerpo humano como proyección de emociones (principalmente, sufrimiento), y la clarividencia en la utilización de la luz para aislar a esos cuerpos y personajes en el espacio escénico (con soluciones en este caso, en algunos compases, de una formidable belleza plástica que guarda resonancias goyescas); la modulación expresiva de la partitura musical –que aparece con leves cadencias para culminar una descripción anímica, dramática–…

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Desde el punto de vista externo, todos estos elementos nos permiten adentrarnos en las claves narrativas: la película no relata el día a día de los esclavos, antes bien nos compromete con el punto de vista de un hombre ilustrado de Saratoga Springs (Nueva York) que, por un agravio del destino –es secuestrado para ser vendido en los Estados del Sur como esclavo–, comprueba en sus propias carnes, en un evidente descenso a los infiernos, la práctica segregacionista, luchando continuamente para amoldarse a ese estadio tan inferior de la dignidad humana. Y, otra vez como en Hunger o en Shame, el personaje protagonista no se limita a aceptar la hostilidad en la que le toca vivir, y trata, al principio torpemente, después con febrilidad, de rebelarse: el propio título ya enuncia que al final el personaje se verá redimido, redención que de modo más sutil también se reclamaba de los personajes que Michael Fassbender, el actor-fetiche de McQueen, interpretó en las citadas obras precedentes del realizador. Este mecanismo de identificación frontal remite, pues, de nuevo a aquellos dos citados títulos; y aquí, el punto de vista del personaje, que corresponde a la mirada del espectador, nos adentra en las veleidades del comportamiento socio-cultural sureño, haciendo patente con espeluznante naturalidad el proceso de cosificación al que están condenados los hombres y mujeres de piel negra, describiendo con sencillez la dependencia económica que los terratenientes tenían del trabajo en los campos de algodón, azúcar o lo que fuera, y no olvidando de puntuar –en la primera aparición del personaje encarnado por Fassbender– la coartada bíblica de ese comportamiento socio-cultural, esa máxima tan extendida entre los racistas de que la segregación se halla en la Biblia, o, en el reflejo opuesto, la presencia en los campos de los spirituals que cantan los esclavos, caracterizados por esa cadencia repetitiva y la importancia de los patrones de llamada y respuesta, tanto en la música como en las letras, característica del género musical llamado a germinar, el blues, la principal herencia cultural afroamericana: al respecto, en una solución de guión muy atinada, Solomon termina participando de esos cánticos que antes sólo escuchaba, idónea representación de los nuevos signos identitarios que impregnan el ánimo del personaje, quien recordemos que era músico y estaba avezado en la interpretación con el violín de piezas musicales de procedencia bien distinta, irlandesa o anglosajona.

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Hay una llamativa imagen de la película en la que Solomon/Platt (Chiwetel Ejiofor) permanece colgado de una cuerda tensada contra la rama de un árbol, y pírricamente sobrevive poniéndose de puntillas sobre el fango para conservar el aliento, imagen que la cámara recoge en plano general, en una composición en la que una sensación de cotidianidad chocante se apodera del resto de la composición: los otros esclavos aparecen y desaparecen del encuadre, actuando como si Solomon no se hallara allí en tan patética y terrible situación; a lo sumo, una chica acude a darle un sorbo de agua, y rápidamente se marcha, para no ser increpada. Esa imagen –que recuerda inequívocamente a otra de Hunger, ubicada en el interior de la prisión, en la que un joven antidisturbios llora en un compartimento del encuadre mientras en el otro se muestra una brutal paliza en curso– nos sirve para dirigirnos a un epicentro importante del cine, o de la expresividad visual, de McQueen: en todas sus películas, y aquí con la coartada de la infamia que supuso la esclavitud, nos habla de cuerpos maculados, en pugna contra sus almas, por razones bien diversas (en Hunger, una convicción política; en Shame, una adicción al sexo; aquí, la simple necesidad o el maltrato que se inflige a los esclavos). A través de ese vehículo expresivo, la modélica crónica sobre un lugar y unos trágicos acontecimientos -la esclavitud en los estados sureños de los EEUU en los años previos a la Guerra de Secesión- está impresa en la feroz imaginería visual de McQueen buscando una conexión íntima con el espectador, constituyéndose, como en las otras dos películas del cineasta, en un doloroso viaje para la conciencia y el escrúpulo; para ello, el cineasta gestiona con gran sabiduría los resortes de lo dramático, partiendo de lo implosivo para la edificación de un contexto de severa e institucionalizada violencia (ejemplificada no sólo pero con ejemplar profundidad a través del personaje de Epps, el esclavista que encarna Fassbender, así como su relación con la esclava Patsey (Lupita Nyong’o), en una edificación de conflicto compleja –y que remite en diversos sentidos a uno de los conflictos dramáticos que vertebraban La lista de Schindler (Steven Spielberg, 1993)- que McQueen resuelve en una de las secuencias más impresionantes de la película, aquélla en la que Epps obliga a Solomon a castigar con el látigo a la chica en presencia de su mujer, pues él en primera instancia es incapaz de hacerlo). Por la materia tratada, aquí no se trata como en Shame de un viaje a lo psicopatológico, sino de una lección de historia, pero en ambos casos lo introspectivo y lo lírico terminan dirimiendo los términos de intensidad y la sustancia caliente del discurso.

PACTO DE SILENCIO

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The Company You Keep

Director: Robert Redford

Guión: Lem Dobbs, según la novella de Neil Gordon

 Música: Cliff Martinez

Fotografía:  Adriano Goldman

Intérpretes:  Robert Redford, Shia LaBeouf, Nick Nolte, Julie Christie, Richard Jenkins, Chris Cooper, Susan Sarandon, Sam Elliott, Anna Kendrick, Brendan Gleeson, Terrence Howard, Brit Marling, Stephen Root, Stanley Tucci, Jackie Evancho

EEUU. 2012. 126 minutos

De padres, hijas, renuncias y reivindicaciones

 La ya más o menos extensa filmografía de Robert Redford cuenta con un puñado de títulos olvidables y algunos otros no carentes de interés. Sin embargo, una película como la que nos ocupa, esta The Company You Keep, también protagonizada por él, nos ilustra bien los motivos por los que a esas buenas películas –quizá con la excepción de Quiz Show (El Dilema) (1994), aún la más trascendente de entre ellas– suelen quedarse a uno o varios pasos de la grandeza, conformándose con ser obras por lo general bien filmadas, también a menudo esmeradas en sede argumental o de concreción de la trama en los diálogos, que a tono con lo anterior cuentan con interpretaciones sólidas, y en las que, como aquí, pueden resultar de encomio los apuntalados técnicos de la labor fotográfica o la partitura musical. Pero lo que se echa de menos es que Redford, que es un cineasta con un discurso tan marcado que de hecho le viene de sus años como estrella de Hollywood, termine de echar el resto, toda la carne en el asador, y no termine autolimitándose a la simplificación de términos en esa concreción discursiva de sus pulsos ideológicos liberales progresistas, rindiéndose a una convencionalidad en la que cabe incluso sospechar que se siente a gusto porque desde la misma le resulta fácil resguardarse en una cierta autocomplaciencia o alimentación gratuita (o al menos cansina, por reiterativa) de una determinada propia imagen.

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Desconozco la novela en la que está basada la película (The Company You Keep, de Neil Gordon), pero a juzgar por las molestias que el guionista Lem Dobbs se toma en presentar la auténtica danza de secundarios y sus a menudo bien leves cometidos en el seno argumental probablemente nos hallemos ante una adaptación bastante atenta, sino fidedigna. Estoy especulando, por supuesto, pero viendo la película uno tiene la impresión de que las constantes minitramas que encierran la doble trama del filme (por un lado, la huida, a alguna parte, del personaje encarnado por Redford; por el otro, las pesquisas del joven periodista encarnado por Shia Labeuf para desentrañar los secretos que se ocultan bajo la superficie periodística y jurídico-penal del caso en el que el primero se halla implicado) vienen a suplir en lo fílmico episodios en parte autoconclusivos que edifican una maraña de personajes y conflictos más típica de una gruesa novela (no sé si decir best-seller). La gracia o curiosidad del caso es que, obedezca o no a una intención de adaptar de forma intensiva la novela, la película se beneficia así de uno de sus grandes activos, el formidable elenco de secundarios (Julie Christie, Nick Nolte, Brendan Gleeson, Richard Jenkins, Terrence Howard, Susan Sarandon, Brit Marling…) llamados a cruzar sus caminos y/o confesiones con esos dos protagonistas que, si la película fuera más redonda, se hubieran eregido en personajes complementarios y especulares.

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En su presentación a modo de prólogo que evoca rápidamente los sucesos del pasado llamados a reactualizarse en la trama, el filme nos habla de los “weathermen”, una suerte de terroristas emergidos en los años sesenta de la marea contracultural y reactiva contra la política (eminentemente exterior y la guerra de Vietnam) norteamericana. Semejante premisa, vuelta de tuerca siempre oportuna a uno de los más importantes episodios sociales de la historia de aquel país durante el siglo pasado, resulta prometedora, pero la promesa sólo se cumplirá a medias. La captura del personaje encarnado por Sarandon –sabemos que aceptada por la propia cautiva, personaje y actriz que se reserva(n) una de las secuencias “fuertes” del filme, en un careo con el periodista en la celda en la que se halla recluida– y las primeras pesquisas que el relato desglosa nos refieren la existencia de una suerte de código de silencio entre los diversos miembros disgregados de aquella banda, quienes han vivido otras vidas tras la finalización de la actividad de la misma, acaecida cuando, en un atraco a un banco, se cobraron una víctima civil, un guardia de seguridad. Ello puede mantener la intriga y el interés durante un rato, pero la película se entretiene demasiado en relatar de forma sofisticada (y, no debe negarse, atractiva en la disposición visual) lo que en realidad carece de complejidad alguna. No resulta necesario destriparle a nadie la miga y desenlace de la función, pero sí puede decirse que todo termina reduciéndose a un relato sobre la lucha de un personaje por la restitución de su honorabilidad, lo que no deja de antojárseme como una crasa capitulación a lo anecdótico (o peor, a lo conservador) cuando, precisamente merced de una atenta disposición de piezas al inicio, el relato parecía proponer un novedoso y atractivo retrato sobre distancias generacionales desde diversos y efectivos focos (la investigación periodística, el reencuentro entre viejos aliados y el modo en que el paso del tiempo ha hecho mella en sus convicciones ideológicas), retrato malbaratado por esa cargante simplificación (¿o capitulación?) argumental, por la obviedad de los enunciados (por mucho que el buen hacer de los actores –incluido Redford– y algunas secuencias de diálogo recogido entre dos de ellos,  sirva para dorar un poco la píldora) y por la excesiva presencia en la trama de los perseguidores, el FBI, decisión argumental que casa perfectamente con esa intención última de no adentrarse en terrenos de pugna ideológica combativa para ceñirse más bien al cliché de una pursuit que se va dilatando en busca de un cierre que encaje piezas. Todo lo anterior termina dejando en el terreno de la mera corrección la película, y de paso evidencia que en menos de una hora y media sobraba tiempo para relatar lo que el filme intenta casar en unas al final pesadas dos horas largas de metraje.

http://www.imdb.com/title/tt1381404/

BLUE JASMINE

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Blue Jasmine

Director: Woody Allen

Guión: Woody Allen

 Música: Cliff Martinez

Fotografía:  Adriano Goldman

Intérpretes:  Cate Blanchett, Alec Baldwin, Peter Sarsgaard, Sally Hawkins, Max Casella, Bobby Cannavale, Louis C.K., Michael Stuhlbarg

EEUU. 2013. 98 minutos

 

Que no se ocupe de ti el desamparo 

Los buenos o grandes cineastas suelen ser capaces de proponer profundos y muy atinados comentarios sobre la sociedad y los tiempos que les ha tocado vivir sin necesidad de renunciar un ápice a su personalidad e intereses creativos. Unos pocos ejemplos a vuelapluma: La quimera del oro (Charles Chaplin, 1925); El amo de la casa (Carl Theodor Dreyer, 1925); El testamento del Doctor Mabuse (Fritz Lang, 1931); Las puertas de la noche (Marcel Carné, 1946); Perro rabioso (Akira Kurosawa, 1949); La invasión de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1956); La Dolce Vita (Federico Fellini, 1960); La conversación (Francis Ford Coppola, 1973); El príncipe de la ciudad (Sidney Lumet, 1981); Lone Star (John Sayles, 1996); La terminal (Steven Spielberg, 2004); La Red Social (David Fincher, 2010)… Woody Allen también lo ha hecho en diversas ocasiones, siempre parapetado en sus tan reconocibles obsesiones. Sin embargo, las constancias radiográficas que Blue Jasmine nos propone de la cultura del pelotazo y la sinvergüenza financiera que a principios de este siglo XXI arrojó a los EEUU (y a medio mundo) a la quiebra resulta tan pasmosa como admirable precisamente por venir de alguien que a menudo en sus películas parece situado en una especie de nirvana creativo impermeable, en ese coto cerrado de quien sabe desde hace mucho tiempo que no tiene nada que demostrar.

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Sí, Blue Jasmine, la triste historia de Jasmine (o más bien Jeanette) Francis (Cate Blanchett), una mujer que habiendo pertenecido a la crême neoyorquina merced de su matrimonio con un especulador a gran escala y sin escrúpulos debe enfrentarse, de la noche a la mañana, al expolio y la ruina económica y moral, supone un feliz maridaje entre esa bien conocida inclinación de Allen por retratar las aristas y pulsiones psicológicas del ser humano (y, debiéramos matizar, de una determinada esfera socio-cultural) y el comentario nada abstracto sobre el signo de los tiempos en los que nos hallamos inmersos. Allen no necesita, en ese sentido, poner en primer ni directo término argumental las cuestiones referidas a la crisis económica para rubricar una de las más percutantes y brillantes digresiones que hasta la fecha se han realizado sobre las causas del frágil presente que estamos viviendo. A través del extraordinario guión de su película, el cineasta canaliza ese discurso a través de una concatenación de conflictos entre personajes que llevan anudadas importantes constataciones sobre comportamientos socio-económicos y psico-culturales. De tal modo, sin desmentir que Blue Jasmine sea ante todo una febril crónica sobre el desasimiento y desamparo al que se enfrenta una mujer, ese retrato en primera persona está perfectamente balanceado sobre una danza de personajes secundarios que muy intencionadamente (y por ello tan jugosa) obedecen a patrones tipológicos extraidos de la realidad y fácilmente reconocibles (lo que, anotemos, no equivale a su desarrollo gráfico) y que cuajan en el todo narrativo un condenso mosaico sociológico que a menudo despeja en clave de estratificaciones sociales [las distancias de toda índole entre Jasmine y su hermana Ginger (Sally Hawkins), ello representado a través de sus respectivas relaciones con maridos o exmaridos –Hal Francis (Alec Baldwin), Eddie (Max Casella)–, novios – Dwight (Peter Sarsgaard) y Chili (Bobby Cannavale)–, amantes –Al (Louis C.K.)–, o pretendientes –el doctor Flicker (Michael Stuhlbarg)––] las pesimistas constataciones anímicas del poderoso drama humano que desgrana.

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Tanto por su severidad dramática cuanto por su perfil de ambientes, la película recuerda a filmes pretéritos del cineasta como Delitos y faltas (1988) y Match Point (2005), otras dos de las obras mayores del director. No obstante, resulta muy relevante en el análisis del filme en perspectiva de ese acervo filmográfico el hecho indudable de que en Blue Jasmine podamos rastrear parámetros distintos, novedosos, en la propia alma del relato. Y estoy hablando del papel de lo femenino. A pesar de que la mayoría de títulos de su filmografía está poblada por alter egos del cineasta, Allen está lejos de ser sospechoso de no haber trabajado mucho y de forma valiosa a la mujer en su cine. Ahí están para atestiguarlo Mia Farrow en La Rosa Púrpura del Cairo (1985) o en Alice (1990), Radha Mitchell en Melinda y Melinda (2004) o Rebecca Hall en Vicky Cristina Barcelona (2008), así como un nutrido acervo de actrices, como Diane Keaton, la propia Farrow, Dianne West, Barbara Hershey, Judy Davis o Gemma Jones, que en otras obras y conformando una coralidad o desde piezas secundarias desarrollaban personajes intensos y a menudo memorables. Empero, las latitudes referenciales de Blue Jasmine resultan llamativas por inéditas: si en Match Point, por ejemplo, el cineasta ya sorprendió a muchos escarbando en motivos dostoyevskianos, aquí recoge, actualiza y lleva a su terreno paisanajes de dramaturgos como Arthur Miller o Tennessee Williams para proponer un tortuoso viaje al corazón malherido de este personaje derrotado por la vida pero incapaz de asumir esa derrota. Digo que “recoge” porque la sombra de la Blanche DuBois de Un tranvía llamado deseo (Williams, 1948) planea sobre Jasmine durante todo el metraje hasta terminar de apuntalarlo en el cierre. Digo “actualiza” porque ese perfil trágico está convenientemente contextualizado, como se ha anotado, a una realidad socio-cultural perfectamente reconocible y cercana. Digo y subrayo “lleva a su terreno” porque en Blue Jasmine brilla permanentemente la mayor virtud de la idiosincrasia narrativa alleniana, a su vez herencia de Bergman, consistente en la concisa y preclara disposición de las piezas narrativas (el planteamiento de las situaciones, el contenido de los diálogos, la dirección de actores, el sentido de los movimientos de la cámara en los espacios primordialmente interiores, la ciencia del montaje para dilucidar lo elíptico o para relacionar los dos tiempos cronológicos que baraja el relato) en orden a desnudar la intimidad y los vaivenes sentimentales de sus personajes, de modo tal que se eleva muy exponencialmente la implicación y el compromiso del espectador con esos conflictos, que casi siempre –y Blue Jasmine es uno de los más elocuentes ejemplos en la completa filmografía de Allen– no sólo están cargados de matices sino que acarrean espinosos cuestionamientos éticos.

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Lo que conmueve, aturde, fascina de Blue Jasmine es, en ese sentido, la capacidad que demuestra Allen para involucrarnos tan en profundidad en el sufrimiento de la mujer protagonista sin para ello escatimarnos constantes y severos cuestionamientos a su personalidad y sus actos (a menudo despóticos y obcecados en un clasismo rampante). Y eso nos dirige a la rara habilidad alleniana para conjugar lo trágico y lo cómico de forma harto convincente, de agitar el sarcasmo y la ternura en un preciso equilibrio que da de resultas una dramaturgia verosímil y de una hondura formidable. Todo lo que se enfatiza merced de la composición inolvidable que Cate Blanchett efectúa de Jasmine: allende confirmar que nos hallamos ante una de las mejores actrices de su generación, la interpretación de Blanchett en el filme sobrecoge por su energía y pasmosa entrega a un personaje ciertamente difícil. Blanchett demuestra lo bien asimiladas que tiene las reglas escenográficas de Allen y, siguiendo su complejo dictado, modula lo necesario una vis histriónica que corría el peligro de diluir por exceso la potencia expresiva al relato, y en cambio busca en el más difícil camino de lo introspectivo la intensidad emotiva, insuflando valiosas dosis de vida donde parece que apenas queda patetismo, coraje donde el texto a menudo sugiere sólo sus despojos, y, en fin, un remedo de integridad que es el que, a la postre, en no pocas sobrecogedoras secuencias que protagoniza, espesa y por tanto amplifica el tenor de la tragedia. Me cuento entre quienes opinan que en el cine, a diferencia de la solvencia o el oficio, la grandeza interpretativa depende en buena medida de quién dirige esa interpretación. Pero la Jasmine de Blanchett se erige en uno de esos ocasionales, siempre tan admirables ejemplos en los que uno no puede limitar el juicio a la anterior máxima y debe reconocer que hay algo más, un precioso valor añadido que se debe exclusivamente al compromiso, la capacidad innata y el apasionamiento del actor, en este caso la actriz.

http://www.imdb.com/title/tt2334873/

GRAVITY

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Gravity

Director Alfonso Cuarón

Guión Alfonso Cuarón, Jonás Cuarón

Música Steven Price

Fotografía Emmanuel Lubezki

Montaje Alfonso Cuarón, Mark Sanger

Intérpretes: Sandra Bullock, George Clooney, Ed Harris, Orto Ignatiussen, Amy Harris

EEUU. 2013. 91 minutos

Sobrevivir en el espacio

Si algo se hace evidente en el mismísimo, absolutamente brillante, arranque de esta Gravity, y que nada desmentirá en los sucesivos y a menudo también brilantes noventa minutos de metraje, es que si la película establece algún parangón con la poco prolífica, ciertamente irregular filmografía precedente de Alfonso Cuarón –aunque ahora resulta que algunos analistas parecen descubrir virtudes de filmes como Grandes esperanzas (1998) o Y tu mamá también  (2001), para mí siguen ocultas–, es sin duda con la que hasta la fecha era indudablemente su mejor obra, el título de ciencia-ficción distópica Hijos de los hombres (Children of Men, 2006). Estoy hablando de virtuosismo escenográfico, por supuesto, pero también del potencial expresivo, que por supuesto no es lo mismo. Lo primero pertenece a la esfera de la técnica, lo segundo de la creatividad, y cuando lo uno y lo otro casan en estado de gracia los resultados son, hoy como siempre, memorables. Hay otro aparato fundamental en el desglose de la narración cinematográfica, y ése es por supuesto el guión, bajo cuya constancia los méritos de Gravity resultan más discutibles, como después pormenorizaremos. Pero de entrada baste decir que esos ingredientes, su danza y quizá descompensación en el todo que conforma la película, nos interrogan de forma apasionante sobre precisamente lo sinuoso, intrincado que a menudo resulta descifrar los límites de la capacidad y potencial dramático o expresivo, de cada uno de esos ingredientes individualmente considerados, y viceversa, hasta qué punto dejan de retroalimentarse cuando se produce un desequilibrio.

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Rodada con una cámara de alta definición Arri Alexas –de uso ya muy estandarizado en la industria de Hollywood actual, y no sólo allí–, y por supuesto contando casi íntegramente con imágenes generadas por ordenador, la película nos ubica en el espacio exterior, donde diversos operarios de la NASA están trabajando en la reparación de un telescopio Hubble, trabajo que se ve fatídicamente interrumpido cuando una lluvia de basura espacial, formada por trozos de satélites y runa generadas por el efecto Kessler, destroza su nave y termina con la vida de todos ellos salvo un veterano comandante, Matt Kowalsky (George Clooney), y una doctora, Ryan Stone (Sandra Bullock), ésta última que se hallaba en su primera misión en el espacio. Tras esa larga y trágica presentación, la película desarrollará los alucinantes periplos de uno y otra para tratar de salvar su vida a pesar de hallarse flotando en el espacio, periplos que pasarán por la necesidad de encontrar una estación espacial en condiciones y saber manejar esa tecnología a su alcance para tripular una cápsula de rescate que les devuelva a la Tierra. La mera descripción del argumento ya anticipa muchos de los ejes narrativos sobre los que pivota Gravity –la angustia y la lucha por la supervivencia en las condiciones más hostiles en lo argumental; la intriga más exponencial en la disposición de tono y ritmo; la absorbente sensación de vacío, por inmenso que sea, como coda escenográfica–, elementos todos ellos a los que Cuarón da vida con una fiereza visual desarmante, que de paso le sirve al espectador español para hallarle el sentido y las ventajas a un formato, el tridimensional, que está en lo general lejos de demostrar su utilidad más allá de lo crematístico. (Por desgracia, ese espectador español no dispondrá de la oportunidad de ver la película en formato IMAX, experiencia visual sin duda más prometedora aún, dada la naturaleza de las imágenes esgrimidas, que el 3D).

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 Para articular el relato en imágenes, Cuarón tiene el atrevimiento formal de tratar de elucubrar el drama buscando una sensación de verismo. Verismo que utiliza como inteligente excusa, pues en buena medida tiene que ver con un esfuerzo difícilmente parangonable en el cine mainstream de ciencia-ficción por respetar al máximo las reglas de la física –por mucho que, inevitablemente, se tome algunas licencias–; pero esa labor está pensada para ser conjugada con los instrumentos cinematográficos a su alcance, y con la intención última de edificar una atmósfera envolvente y claustrofóbica, cosa que indudablemente logra con el fascinante código de imágenes virtuales y sonidos que se saca de la manga. Imágenes a menudo fascinantes que nos trasladan a esa tierra de nadie donde, por así decirlo, están suspendidos los personajes más allá de la estratosfera de nuestro planeta. El primer reto, o aviso para navegantes en la platea, lo hallamos en la primera y larga secuencia del filme, donde panorámicas lentas y multidireccionales nos efectúan una composición de lugar (o de, casi, no-lugar, pues la distante presencia de La Tierra, que oteamos continuamente bajo los astronautas, o en el reflejo convexo de sus cascos, así nos lo sugiere) mientras acompañan parsimoniosas la presentación de la situación y los personajes; en la misma secuencia se producirá el detonante del conflicto, en un brutal requiebro rítmico acompasado por una no menos radical, pero igualmente virtuosa, coreografía de los movimientos de la cámara, donde, a través de una furiosa subejtividad (la cámara asumiendo el punto de vista angustiado de Stone, que ha perdido su anclaje y da vueltas de campana sobre su propio eje, siendo incapaz de siquiera respirar ni mucho menos prestar atención a los consejos que Kowalsky trata de darle), avanzamos tétricamente en el proceso de desasimiento al que el espectador ha sido invitado desde el arranque, pues de la sensación de inmensa fragilidad por estar suspendidos en el espacio pasamos a la sensación de puro terror ocasionada por la pérdida de cualquier asidero…

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Tan memorable arranque no verá defraudadas las expectativas de lo intrigante rayano en lo terrorífico en la edificación argumental y especialmente visual de la progresión ulterior del relato centrado en el constante y tan improbable run for cover de Stone y su compañero en aquel limbo hostil. Empero, es bien cierto que el tan formidable caudal de fascinación que anida en las imágenes merecía un calado metafórico, filosófico que el relato en esos radicales términos está pidiendo a gritos y que en cambio, se malbarata en buena medida en la abúlica edificación de la psicología de los personajes –el trauma que asola a la doctora Stone y el papel cuasiangelical que se otorga a Kowalsky, quien desde el principio está escuchando en su equipo, nada menos que la balada country añeja Angels Are Hard To Find, de Hank Williams, Jr.–, limitando el meollo dramático al relato de una (furiosa, sí) lucha por la supervivencia (que (spoiler?), en el fondo lo tenemos claro, terminará acabando bien) y, en el ámbito metafórico, a la digresión sobre la capacidad de resistencia del ser humano. Un buen amigo me llamaba la atención de la existencia de un relato muy breve titulado “Caleidoscopio” del genial Ray Bradbury en el que idéntica premisa –un cohete estalla y sus ocupantes, en sus trajes espaciales, caen diseminados por el espacio, alejándose unos de otros y a la espera de la muerte, intercambiando impresiones finales a través del hilo de comunicación que les une– daba lugar a un absolutamente pletórica diacurso sobre aspectos filosóficos de primer orden, principalmente el enfrentamiento del ser humano con el hecho trascendente de su propia muerte, elemento que, ay, en Gravity comparecerá en una sola secuencia dramática retintada con todos los convencionalismos al uso de Hollywood.

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Una lástima, cierto, especialmente teniendo en cuenta que el molde inicialmente escogido había sido el de una aproximación seria, adulta y sin mojones de tinta a los territorios de la ciencia-ficción, y añadiendo que Gravity es de las pocas películas de ese género de los últimos tiempos que nos hacen vislumbrar algo tan hermoso como las formidables posibilidades de exploración que ese género aún guarda en su seno. Sin embargo, y precisamente por esa más que intachable hechura formal, Gravity no merece en modo alguno que esa facilona y lamentable concesión argumental, esa ocasión ciertamente desperdiciada de ir más allá de los enunciados obvios, nos impida ver y cantar las abundantes virtudes puramente visuales (y sonoras) del filme. Alfonso Cuarón se postula, cabe decir que de una vez por todas, como uno de los más incontestables maestros de la estilización en el seno del cine comercial norteamericano actual. La catarata de imágenes deslumbrantes que define la obra, acompasadas a una sabia sinfonía de música, sonido y silencios, nos congratula con el placer inmenso de sentarnos en una butaca y evadirnos totalmente de lugar y pensamiento. No sé si, como Todd McCarthy escribió para The Hollywood Reporter, Gravity nos propone un viaje que nos lleva “lo más cerca de sentir que estás en el espacio que jamás estaremos”, pero sin duda que sus hallazgos visuales, tan formidables, transportan al espectador al territorio de sensaciones más cercano a 2001: una odisea en el espacio (Stanley Kubirck, 1968) que el hipertecnificado cine contemporáneo ha llegado a alumbrar. Y eso, a pesar de las cuestionables decisiones argumentales referidas, no es poco.

http://gravitymovie.warnerbros.com/

LA VIDA DE ADÈLE (CAPÍTULOS 1 Y 2)

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La vie d’Adèle – Chapitre 1 & 2

Director: Abdellatif Kechiche

Guión: Abdellatif Kechiche y Ghalya Lacroix, según el cómic de Julie Maroh

 Fotografía: Sofian El Fani

Montaje: Sophie Brunet, Ghalia Lacroix, Albertine Lastera, Jean-Marie Lengelle, Camille Toubkis

Intérpretes:  Adèle Exarchopoulos, Léa Seydoux, Salim Kechiouche, Mona Walravens, Jeremie Laheurte, Alma Jodorowsky, Aurélien Recoing, Catherine Salée, Fanny Maurin, Benjamin Siksou, Sandor Funtek

Francia-Bélgica-España. 2013. 175 minutos

A flor de piel

 Nos hallamos sin duda ante uno de los filmes-acontecimiento del presente año, por supuesto procedente de la órbita festivalera y su clase de marchamo del prestigio, no sólo porque La vida de Adèle se llevara la Palma de Oro en Cannes (y el premio Fipresci) sino por la forma tan pacífica en que lo hizo, generando oleadas de fervor entusiasta en las críticas de todo el globo, que indudablemente volverán a repetirse en España cuando, en muy breve, se estrene aquí. Más allá del indudable efecto-inercia que suele acompañar el prestigio crítico en la actualidad cinematográfica (el paso del tiempo, después, da y quita razones), y el efecto-eclipse subsiguiente que provocará el filme de Abdellatif Kechiche, debe decirse que ese entusiasmo y esa reputación resultan  merecidos, pues la película tiene abundantes virtudes, que pasaremos a analizar en el párrafo siguiente. No sin antes efectuar una aclaración que juzgo necesaria ante una omisión, no sé si intencionada, que concierne al título de la película en todos los rótulos promocionales de la misma, que obvian una parte del que en realidad es el rótulo de referencia, el que aparece en la propia película, en este caso al final del metraje: “La vida de Adèle, capítulos 1 y 2”. Se puede comprender que Kechiche –coautor del guión junto a Ghalia Lacroix, tomando como punto de partida un cómic de bonito título, “El azul es un color cálido”, de Julie March– omita relatar la infancia de la chica protagonista y que por tanto esa vida del título haga referencia a la edad adulta, cuyo despertar tiene lugar a partir del arranque del filme (capítulo 1), y cuyo primer desengaño sentimental (capítulo 2) acaezca cuando, pasados unos años, empieza a encontrar su camino en el mundo laboral, pero aún conserva la juventud. Quizá un lustro, quizá algo más, pero no mucho, es el abanico temporal que cubre el relato, unos años cruciales en la vida de una persona pero sin duda insuficientes para hablar de, eso, toda “la vida”, en este caso de Adèle. Quizá la intención de la omisión resida en que el espectador sólo sepa que se trata de apenas dos capítulos tras contemplar el desenlace del relato, un desenlace que, si bien cierra más o menos de forma indubitada el entramado de conflictos dramáticos planteados, deja abiertas, o incluso abre, otras puertas que podrían (o podrán) perfectamente servir para que la historia tenga una continuidad un poco a la manera del ciclo de Antoine Doinel de Truffaut con Jean Pierre Léaud, o, ejemplo mucho más reciente, los periplos sentimentales de Jesse y Celine en, por ahora, tres películas de Richard Linklater la última de las cuales, Antes del anochecer (2013) es de recuerdo bien fresco para el aficionado.

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Todo este comentario preliminar no tendría tanta razón de ser si  La vida de Adèle desarrollara sencillamente una historia de amor, que se extiende en el tiempo, entre dos personas, Adèle (Adèle Exarchopoulos) y Emma (Léa Seydoux), que empieza, llega a la efervescencia, a la madurez y a la crisis, y finalmente e inevitable termina. Pero, por mucho que ése sea el esquema narrativo que vehicula el relato –de forma totalmente lineal, además–, la gracia del asunto es que el argumento del filme de Kechiche no debe definirse así, pues siendo mínimamente escrupulosos se impone un matiz cabal en la definición de ese argumento que da por transfigurarlo: en realidad, La vida de Adèle, dando sentido a su concreto título, relata el proceso de búsqueda de identidad sentimental de una joven, por supuesto Adèle; cómo esa búsqueda termina cuando se enamora e inicia una relación sentimental con otra chica, Emma; y cómo, transcurridos unos años desde entonces, y cuando las obligaciones y los pulsos del funcionamiento adulto ya se han instalado en su vida, esa relación se tuerce por diversos motivos y Adèle, a la postre, debe enfrentarse a la primera y gran frustración amorosa de su vida, lo que –y eso quedará para otra ocasión, si es que la hay– le obligará a replantearse sus sentimientos y las decisiones que deberá afrontar en lo sucesivo, para cerrar la herida y rehacer su vida. Estoy diciendo que el de La vida de Adèle es un relato en furiosa primera persona, y que, si me apuran, ni siquiera se centra en todos los aspectos que conforman la vida de la chica protagonista, sino que se produce una focalización bastante radical en el aparato de los sentimientos, de la joven, de modo tal que el resto de los aspectos –desde sus amistades adolescentes o la relación con su familia hasta el descubrimiento de su vocación o la posible frustración de otros anhelos vitales, como por ejemplo la literatura– aparecen convenientemente meramente apuntados, a veces limados, otras perfectamente escatimados, de modo tal que no entorpezcan esa radiografía categóricamente emotiva que ocupa, sin intermitencias plausibles, el todo relatado.

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Todo lo mencionado es importante, pues en esa selección y especificidad radica el gran éxito narrativo de la propuesta: Kechiche tenía esa idea motriz clarísima desde el principio, y por ello las imágenes que construye, a menudo muy y muy bien trabajadas, se prestan celosas a la rigurosa narración de ese aspecto anímico y profundamente intuitivo, por mucho que, en buena lógica de punto de vista, las imágenes que lo ilustran, a diferencia de otra tradición de abordaje de lo dramático, no se escoren casi nunca en lo intuitivo, y el cineasta ceda, asumiendo tantos riesgos como ambiciones, que ese poso intuitivo germine casi exclusivamente de la interpretación de su protagonista, Adèle Exarchopoulos, por otro lado perfectamente contrarrestada por Léa Seydoux. Esa estrategia, que va de lo formal a la caligrafía narrativa (por ejemplo, la ausencia de mención específica a un lugar o a un periodo de tiempo concreto, o la ausencia de partitura musical, limitándose a la extradiegética), funciona majestuosamente durante la primera mitad del metraje, la que correspondería con el primero de los dos capítulos de la vida de Adèle que relata la totalidad del metraje: desde que el relato empieza –Adèle sale de casa y la cámara la contempla marchar, correr tras el autobús que debe llevarla al instituto–, las descripciones se articulan de forma muy sincrética y atenta, desplegando concienzudamente esa batería de sentimientos y concupiscencias, también dudas y frustraciones, a través de una magnífica coreografía de lo subjetivo, no llevado a la radicalidad expositiva pero sí que proyecta el relato claramente hacia lo unívoco (a quién ama Adèle, cómo le afecta el descubrimiento de su homosexualidad, de qué forma, al principio torpe, luego más serena, toma la iniciativa con la chica de la que se enamora), y que culmina en una secuencia de apoteosis sexual pletórica de sentido.

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En la segunda mitad del metraje, cuando esa marea sentimental extática deviene en una lucha ardua (y finalmente perdida) por mantener encendida la llama del amor, el relato nos habla, también con suma convicción, de un desequilibrio en el seno de esa relación causado por la distancia entre la existencia bohemia de Emma y las necesidades que esa existencia diezma en su pareja, nuestra protagonista, Adèle, que se siente sola, desplazada y triste, y que no sabe o no puede reclamar la devolución de la clase de afecto (y pasión) sobre la que se construyó su (a la postre entelequia de un) amor perfecto y perdurable. Pero el relato se vuelve aquí no sólo más lánguido (que eso es lógico y necesario), sino más farragoso, lo que puede ser debido en parte a que Kechiche maneja con mucho menos soltura e imaginación los detalles cotidianos que van erigiendo en lo narrativo esa tesis dramática; un buen ejemplo de ello lo hallamos en los fragmentos intercalados de Adèle en su trabajo, rodeada de niños pequeños, que carecen de la frescura y avidez dispositiva de, por ejemplo, las imágenes que nos la mostraban, en los primeros compases de la función, en clase escuchando las explicaciones del profesor de literatura: si éstas últimas tenían mucha información que aportar a la presentación del personaje, las que ocupan el último tercio del relato en su trabajo cubren anodinamente el subrayado de una derrota emocional que ya conocemos. Algo que, de hecho, termina distanciando la película de la posibilidad, siempre tan pírrica, de ser redonda, pero que en cualquier caso no invalida su potencia expresiva. Porque, por otro lado, en esa segunda mitad del metraje, especialmente (pero no sólo) en la densidad de las secuencias de choque –(Spoiler!!) el fatídico momento en el que Emma echa de casa a Adèle, y el posterior encuentro de ambas en una cafetería–, y merced del constante, minucioso, juicioso, muy hermoso trabajo que ha efectuado la cámara de Kechiche con el rostro (esa mirada tímida, esos labios carnosos, ese pelo mal recogido, esas lágrimas) y la presencia física de la actriz Adèle Exarchopoulos, el espectador tiene tan interiorizados los sentimientos del personaje, lo conoce a tanta profundidad, que de algún modo se anticipa a sus reacciones: para ese espectador, el personaje poco menos que ha devorado el drama en el que se halla recluido, dato que, si por un lado nos sirve para cuestionar si Kechiche ha sabido o no estar a la altura de un desenlace satisfactorio, por el otro nos concilia incondicionalmente con esa tan primordial como específica parcela de su trabajo, que trasciende con mucho lo que solemos definir como el trabajo de dirección de una actriz, pues termina suponiendo la supeditación de casi todo a esa sintonía o química entre la cámara y Exarchopoulos, lo que al zanjarse con resultados tan satisfactorios, cabe decir memorables, termina haciendo de esta La vida de Adèle (capítulos 1 y 2), una experiencia cinematográfica altamente recomendable.

http://www.imdb.com/title/tt2278871/

EL QUINTO PODER (DENTRO DE WIKILEAKS)

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The Fifth Estate

Director: Bill Condon

Guión: Josh Singer, según los libros de Daniel Domscheit-Berg y de Luke Harding y David Leigh

Música: Carter Burwell

Fotografía: Tobias A. Schliessler

Intérpretes:  Daniel Brühl, Benedict Cumberbatch, Jamie Blackley, Ludger Pistor, Alicia Vikander, Clarice Van Houten, David Thewlis, Laura Linney, Stanley Tucci, Anthony Mackie

EEUU. 2013. 128 minutos

De la verdad, la lealtad y demás controversias

 Tenía, por supuesto, que suceder. WikiLeaks estuvo en el punto de mira informativo, y en Hollywood tomaron buena cuenta de ello. Y han recurrido para ello a dos libros que glosan las actividades de la organización –por supuesto elección de sustrato intencionada, en el sentido extenso del término–, concretamente al firmado por Daniel Domscheit-Berg «Inside WikiLeaks: My Time with Julian Assange and the World’s Most Dangerous Website» y al co-firmado por Luke Harding y David Leigh, «WikiLeaks: Inside Julian Assange’s War on Secrecy«, pasados por el filtro de la translación a libreto por parte de (curioso, sólo un guionista:) Josh Singer, para construir un relato cinematográfico que replique desde la mirilla hollywoodiense esa (casi) actualidad informativa reciente. De tal modo, y como punto de partida de esta crítica, consideremos lo siguiente: asumidas las razones de relevancia en el ámbito de la comunicación a gran escala y las disquisiciones sobre la censura informativa que acarrea indudablemente WikiLeaks, el interés de la película que nos ocupa puede medirse, más allá de sus estrictos méritos cinematográficos, en términos de juicio mediático, esto es la definición concreta que desde Hollywood se quiere lanzar de la organización y sus actividades.

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Recordemos que WikiLeaks, creada y regida por una sola cabeza visible, Julian Assange, es una organización mediática internacional sin ánimo de lucro que desde hace más de un lustro ha venido publicando a través de su sitio web informes anónimos y documentos filtrados con contenido sensible en materia de interés público, y que lo hace preservando el anonimato de sus fuentes. Su finalidad, la de ejercer un concepto revolucionario de periodismo, traspasando las barreras censoras de los intereses creados para denunciar comportamientos poco éticos por parte de gobiernos o grandes empresas de todo el globo. El filme, que narra básicamente la relación que se establece entre Assange (Benedict Cumberbatch) y un joven informático que se alía con él, Daniel Berg (Daniel Brühl), dirime ese prototípico relato de encuentro y posterior desencuentro dejando por supuesto comparecer en el relato las filtraciones que han dado notoriedad a Wikileaks: entre ellas, el video de tiroteo a periodistas en Bagdad (13 de julio de 2007, publicado en 2010), Los papeles del Departamento de Estado (publicados el 28 de noviembre de 2010) y especialmente los llamados Diarios de la Guerra de Afganistán (publicados desde el 25 de julio de 2010 por los periódicos The Guardian, The New York Times y Der Spiegel, haciendo públicos un conjunto de unos 92.000 documentos sobre la Guerra de Afganistán confeccionados entre los años 2004 y 2009, que WikiLeaks cedió a los periódicos sin compensación económica alguna). Pero, casi huelga decirlo, el filme no se ocupa del periodismo de investigación, del modo en que se obtienen las fuentes, ni en adentrarse en la sustancia de esas filtraciones (lo que daría para muchos y muy otros relatos), sino que escoge progresar según las maneras de un relato sobre el mecenazgo, que en la gran tradición de Hollywood que puede ir, por ejemplo, de Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1940) a la reciente La Red Social (The Social Network, David Fincher, 2010), ésta última con la que la relación subordinada y asimétrica entre sus dos protagonistas guarda severas concomitancias de fondo. Demostrando, eso queda claro, que la figura de Julian Assange de algún modo ha aterrorizado, sugestionado, escandalizado o espoleado a buena parte de la opinión pública y poderes públicos o fácticos norteamericanos, The Fifth Estate nos alinea rápidamente como espectadores a la figura de Daniel Berg, y es a través de su mirada, al principio fascinada, progresivamente deteriorada por los recelos, que nos acercamos a la figura totémica y misteriosa de Assange, razón por la que cabe decir que Benedict Cumberbatch resulta, más allá de la oportunidad que tiene que ver con la floreciente situación del actor en el establishment, una muy pertinente elección, pues el recientísimo villano de la segunda entrega del Star Trek de J.J. Abrams le otorga al personaje todo el hálito enigmático y magnético que resulta dable de su personaje en el tapete narrativo escogido.

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A nivel cinematográfico, El quinto poder resulta una película de atrayente envoltorio formal, en el que Bill Condon recurre al rodaje con cámara de alta definición (la muy utilizada actualmente Arri Alexa Plus) en escenarios naturales, aunque mayoritariamente interiores, de Bruselas y Berlín, para urdir en imágenes una historia marcada por la inercia expeditiva en lo  expositivo y cuya incesante saturación de información se representa a través de un atractivo juego escenográfico marcado por fórmulas ya conocidas (la continua utilización, a veces sobreimpresión en las imágenes, de dígitos informáticos que se corresponde a la interminable danza de mensajes telefónicos o correos electrónicos que se cruzan los personajes en liza), pero que Condon gestiona con inteligencia y un buenhacer rítmico en buena medida merced del talento de unos colaboradores de primera fila, entre los que cabe contar el responsable de la partitura musical Carter Burwell y muy especialmente la montadora Virgina Katz, el diseñador de producción Mark Tidesley y el operador lumínico Tobias A. Schliessler –éste último, quien ya colaborara con Bill Condon tanto en Dreamgirls (2006), su filme de mayor prestigio hasta la fecha, como en el episodio que dirigió para la serie Con C Mayúscula (The Big C, 2010-2013). Pero ni siquiera ese look visual por lo general impecable de la película resiste, conforme avanza ese metraje condensado y extenso (128 minutos) la cierta sensación de hartazgo del espectador ante lo que se le narra, y ello se debe a que, bajo ese envoltorio visual, el acercamiento dramático resulta, no sólo convencional, como se ha dicho, sino a la postre fláccido.

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Porque, seamos francos, y sin necesidad de tomar partido hacia las posturas que el relato enfrenta, de los muchos elementos que se condensan en la propia razón de existir y devenir de WikiLeaks probablemente uno de los menos atrayentes, por acomodaticios, resulte el escogido por los responsables de la película. Además de previsible, el enfrentamiento entre Assange y Berg resulta inane, a no ser para aquéllos a quienes les guste que, en lugar de invitarles a pensar, les moldeen –a la baja, claro- la capacidad de reflexión. Cierto es que la cesion de la palabra al estigmatizado Assange en el cierre del filme ofrece una cierta fuga aparentemente redentora a semejante reduccionismo narrativo, pero acaso llegue demasiado tarde. La relación Berg-Assange de la que nos habla la película sólo se atreve a trascender de los enunciados más o menos obvios en esas secuencias de trance, magníficamente urdidas en imágenes, en las que Condon propone una especie de visualización imaginaria de ese periodismo de la era cibernética a través del dibujo de una suerte de redacción periodística ubicada en los limbos en la que los dos personajes protagonistas asumen una función múltiple y que provoca la misma reacción en cadena (sea creadora o destructora) en su seno que la que WikiLeaks puede predicar haber provocado al exterior, en sus destinatarios a toda y gran escala. Esas breves fugas entre lo onírico y lo simbólico sí cubrían, de forma concisa y precisa, ese eje vertebrador del relato que la película en cambio arrastra por cansina acumulación de tópicos y que sólo llega a aplacarse en parte a través de la intromisión en el relato de personajes que representan precisamente los ámbitos de recepción/repercusión de las noticias filtradas (David Thewlis, como periodista del The Guardian; Laura Linney –suerte de actriz-fetiche de Condon, pues, aparte de la serie Con C Mayúscula, había aparecido en Kinsey (2004)– y Stanley Tucci, como agentes de inteligencia usamericanos) y que sirven para invitar a la reflexión sobre los motivos o cuestiones que, en un juicio serio y hondo al fenómeno WikiLeaks, debe interesar al espectador de la película, que es también receptor de la información global; cuestiones como los límites de la libertad de expresión (o hasta qué punto es legítimo dejar a la intemperie a las fuentes secundarias de la información filtrada), la colisión entre esa libertad de expresión y los mecanismos de censura que han venido siendo práctica habitual por parte de unos mass-media controlados por oligarquías de poder, o, en última instancia, la dilucidación de las posibilidades  revolucionarias de un artefacto informativo tan frágil y vituperado, pero también tan oportuno y combativo, como el urdido por Assange con las únicas armas de la tecnología de la era digital. Cuestiones que quedan en el aire, por supuesto, para aquél que quiera pensar en ellas, por mucho que pudiera haber pensado en ellas sin necesidad de ver una película que en fondo termina trocando las sustancias peligrosas que maneja por las mucho mejor manejables, y por supuesto inofensivas, disquisiciones sobre la lealtad a una clase de humanidad que se revela esquiva en una apariencia física.

http://www.imdb.com/title/tt1837703/

THE BLING RING

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The Bling Ring

Director: Sofia Coppola

Guión: Sofia Coppola, según el artículo periodístico «The Suspect Wore Louboutins» de Nancy Jo Sales

Música: Daniel Lopatin y Brian Reitzell

Fotografía:  Harris Savides y Christopher Blauvelt

Intérpretes:  Katie Chang, Israel Broussard, Emma Watson, Claire Julien,

Taissa Farmiga, Georgia Rock, Leslie Mann

EEUU. 2013. 93 minutos

 

Tesoro pirata en Hollywood Hills

 Aunque soy de los que desconfío de entrada, y casi por principios, del recurrente rótulo que nos dice que una película está “basada en hechos reales”, la última película de Sofía Coppola es uno de esos pocos casos en los que la aseveración es honesta y justificada. De hecho la película refiere un episodio bien peculiar (cabría decir chocante) de los anales criminales recientes de los EEUU, la historia de la banda organizada (pues hay muchas maneras de organizarse) que en aquellas latitudes fue bautizada como “The Bling Ring” (juego de palabras de procedencia slang que vendría a denominar un anillo cubierto de pedrería, alusión por tanto enfática a lo fachendoso o petulante), o también como “Hollywod Hills Burglar Bunch”, “The Burglar Bunch” o “Hollywood Hills Burglars”, formada por un grupo de adolescentes –la mayoría, chicas– que durante medio año entre 2008 y 2009 se dedicaron a colarse en la casa de diversos famosos –Paris Hilton, Lindsay Lohan, Orlando Bloom…– y robar de forma caprichosa diversos objetos de valor (dinero en metálico, relojes, ropa, bolsos, zapatos…) hasta que una cámara de vigilancia ayudó a identificar a diversos de ellos, que fueron detenidos y llevados ante la justicia, donde tuvieron que responder por una defraudación económica cifrada en más de tres millones de dólares. Sofia Coppola comprendió a la perfección que en esos singulares delitos -cuya peculiaridad procede, por supuesto, de la naturaleza de los robos y la idiosincrasia y ralea socio-cultural tanto de sus perpetradores como de sus víctimas– existía un precioso potencial radiográfico sobre razones de funcionamiento socio-cultural que atañen a las jóvenes generaciones, amén de un comentario de fondo bien revelador sobre la estraficación social que es asumida por los propios poderes públicos, y también por la ciudadanía, en aquel país.

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Basada en hechos reales en su definición auténtica, sí. ¿Pero acaso ello significa que Coppola nos entregue una suerte de crónica docudramática sin mayor ambición que la objetiva y presuntamente informativa? Para nada, y además salta a la vista. Huelga recordar que si hay un tema que atraviesa la completa filmografía de la hija de Francis Coppola, desde Las vírgenes suicidas (1999) a Somewhere (2010), pasando por Lost in Translation (2003) y María Antonieta (2006), ése no es otro que el afán retratista de los pulsos de la juventud, retrato de vocación entre psicologista y de fuga lírica, que a menudo se focaliza en un determinado contexto (la procedencia de un status socio-económico alto) que, es de fácil pronóstico, resulta cercano a las vivencia propias de la cineasta. Lo que sucede es que en ese íter filmográfico hay una diferencia sustancial entre los mecanismos narrativos que en sus inicios se plegaban a la identificación espiritual, anímica, con los jóvenes personajes (representativos o no) que protagonizaban los relatos, y en cambio en los últimos títulos, y con mención específica aquí, Coppola asume y propone una distancia evidente con los personajes y comportamientos que describe, lo que no revierte en un déficit de precisión analítica, antes bien lo contrario. En The Bling Ring Coppola no pasa a ejercer de juez y censora de los actos de los teenagers delincuentes que protagonizan los hechos que se narran, pero tampoco los justifica ni defiende: trata de levantar acta de sus motivaciones, y somete los mismos a un estudio en profundidad de vis sociológica y cultural dejando al espectador asumir las conclusiones.

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La película recordará al espectador en diversos aspectos constancias discursivas nada alejadas a la más o menos coetánea Spring Breakers (Harmony Korine, 2012), y es clara heredera, incluso en cuestiones de tono y estructura, de la muy interesante Bully (Larry Clark, 2001), si bien en ambos casos emerge una diferencia sustantiva de raíz que tiene que ver con  el diferente statu quo económico de los protagonistas de esas dos películas –de procedencia clase media-baja– respecto a ésta –clase media-alta–, y, sólo en parte en relación con ello, esas constancias discursivas emergen en los casos de las películas de Clark y Korine de plasmaciones hiperbólicas y sustantivos viscerales, virulentos, que en cambio en The Bling Ring ceden el lugar a una narración que se oxigena de forma más bien inversa, y que progresa sin aspavientos dramáticos ni tintas cargadas en las posibilidades corrosivas, infinitas, que ofrece lo que se narra. El de Sofia Coppola es un cine que se suele caracterizar por la construcción de imágenes estilizadas que alambican atmósferas a menudo subjetivas y que sugieren las texturas dramáticas por encima de los diálogos, y en The Bling Ring esa forma de narrar se mantiene vigente, aunque da la neta sensación que Coppola se halla aquí, en cada secuencia, cada plano, cada imagen, pletórica de expresividad y capacidad para la sugerencia, razón por la que las posibilidades sugestivas de la película trascienden –ni que sea por su constancia traducida en virtuoso pulso rítmico merced tanto del pulido guión como del no menos depurado montaje– en positivo los resultados –en general nada desdeñables– del corpus fílmico precedente de la realizadora.

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Hay, como antes comentaba, mucho jugo en el relato de esos robos cometidos por adolescentes alocados que, con tanta inconsciencia como impunidad (por ejemplo, eran reincidentes: parece ser que llegaron a colarse en el domicilio de Paris Hilton… ¡hasta siete veces!), y lo cierto es que Coppola –autora asimismo del guión de la película– centra los términos a la perfección para que el espectador pueda extraer ese jugo. La presentación de personajes y motivaciones es modélica en su sencillez y hábil gestión de la información que se va entregando al espectador, mostrando a los teenagers en sus hábitats cotidianos, manteniendo conversaciones mínimas que los ilustran, y utilizando sin abusar una voz over que, al erigirse en la confesión de los hechos que, sabemos, espera al final de la historia, va potenciando la dinámica del devenir dramático, que se va a focalizar muy escrupulosamente en los actos delictivos de los personajes, dejando en segundo término las consideraciones específicas sobre el contexto familiar de los mismos [si bien la película se detiene en mostrar el aparentemente sosegado, realmente desquiciante ambiente específico de uno de los hogares de los protagonistas, concretamente el de Nicky (Emma Watson, por cierto espléndida) y su hermana adoptiva Sam (Taissa Farmiga)], y relegando del todo los condicionantes dramáticos que nos alejan de ese epicentro del relato (las relaciones sentimentales o el elemento de la sexualidad, elementos que a menudo resultan motrices en las películas de corte temático semejante). Y ello es porque Coppola sabe perfectamente lo que quiere narrar, lo que le interesa principalmente, y no termina siendo otra cosa que la fascinación devenida en fetichismo que estos alelados jóvenes sienten por las pertenencias de esos famosos; fascinación que emerge del continuo martilleo al que los mass-media someten a esos jóvenes, presionando, moldeando, quizá secuestrando su personalidad en aras a una uniformidad de pensamiento que se sostiene sobre los aspectos superficiales y banales de las vidas de esos famosos, y que por ende y supuesto debe ser superficial y banal. No es ocioso, al respecto, que una de las codas visuales de la película radique en mostrar cómo esos jóvenes se fotografían o cuelgan fotos en el facebook repitiendo poses, apariencias de comportamientos, mimetizados de esos personajes que tienen idealizados y a quienes, colmo de la ironía, roban para identificarse mejor con ellos.

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El indudable fuste como cineasta de Coppola se revela en la diestra y nada acomodada capacidad que lo visual tiene para lo descriptivo –v.gr. el plano-secuencia con la cámara inmóvil, casi pictórico, que nos muestra el opulento salón decorado con tonos apastelados de una de las protagonistas a punto de ser detenida– o para lo sintético –esa magnífica elipsis que nos muestra cómo las puertas de la sala de vistas judicial se cierran al inicio y se abren al final del juicio, revelando así una inversión de términos: tras revelar los actos privados de los personajes, la vista pública que los enjuicia se escatima al espectador–. Su notable labor como guionista, se ha apuntado ya, se revela en la concisión de planteamientos que alcanzan densidad de contenidos. Su personalidad más reconocible tras las cámaras queda perfectamente patente en los estudiados, bien inseridos planos subjetivos que revelan ese caudal de fascinación/fetichismo que los objetos robados despiertan en los jóvenes –Marc (Israel Broussard) grabándose a sí mismo en primer plano cantando una canción a lo popstar, ataviado con un objeto que ha robado; Becca (Katie Chang) probándose, ello capturado en solemne ralentí, no un perfume de la misma marca que el de Lindsay Lohan, sino el mismísimo frasco de perfume que usa la actriz–. Pero su potencia expresiva nos cautiva esencialmente en esas estudiadas composiciones visuales (magníficamente fotografiadas por el malogrado Harris Savides –a quien en los créditos iniciales se dedica la película– y quien le sustituyó, Christopher Blauvelt) que nos muestran las idas y venidas nocturnas de los protagonistas por las empinadas calles de Hollywood Hills, a las puertas o por los jardines de las casas que van a asaltar, imágenes que vienen a sugerir ese hálito de ensoñación que en última instancia embarga a los jóvenes delincuentes en el acto de colarse en las casas de los famosos, o más bien ens sus vidas, vidas que quieren imitar, como así en efecto hacen a través de sus posesiones… Francis Coppola, a la edad de cuarenta y cuatro años, nos evocaba la juventud a través de imágenes míticas, elegíacas y altamente románticas en el excepcional díptico conformado por Rebeldes (1983) y La ley de la calle (1983). Su hija Sofia Carmina, a una edad pareja, cuarenta y dos años, en The Bling Ring nos habla igualmente de jóvenes, pero para proponernos una ensoñación de bien distinta ralea, rayando en lo pornográfico, y arbitrada por aterradoras constancias sociológicas. El talento puede heredarse, pero como le decía Michael Corleone a su madre en un pasaje de El Padrino, Parte II (1974), “los tiempos cambian”.

 

http://www.imdb.com/title/tt2132285/?ref_=nv_sr_1

EL ESPÍRITU DEL 45

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The Spirit of ’45

Director: Ken Loach

Guión: Ken Loach

Montaje: Jonathan Morris

Música: George Fenton

RU. 2013. 98 minutos

Para conquistar el futuro

 Es innecesario decir a estas alturas que el veterano cineasta británico Ken Loach ha hecho del cine instrumento de lucha ideológica, ya desde el principio de su carrera –las primeras películas por las que se le recuerda, Agenda oculta (Hidden Agenda, 1990) o Riff-Raff (Id, 1991), pero también en su pretérita labor televisiva en los años ochenta del siglo pasado, a menudo, como documentalista–. Y poco menos que innecesario es apuntar que, si bien al cineasta no le faltan obras estimables en su corpus filmográfico, es a menudo la vena enfática de sus discursos la que lastra un tanto la calidad cinematográfica resultante, en el sentido de que priorizando ese discurso con el modo de conseguirlo a Loach no parece preocuparle nunca dar una visión claramente parcial, que a veces incurre en el sesgo panfletario, quebradizo sustento del que adolecen obras suyas incluso entre las más laureadas, caso de la por otro lado intensa El viento que agita la cebada (The Wind That Shakes The Bartley, 2006). No es que esta The Spirit of ’45 no presente una visión totalmente parcial sobre el funcionamiento de la política y la economía, pero sí es curioso que, a través de la sencillez con la que expone conceptos en realidad complejos del funcionamiento socio-económico, sea precisamente desde el formato documental, de no-ficción, de donde emerja un discurso menos maniqueo que el articulado en esas otras obras de ficción.

 

En este regreso al documental –donde se aprecia una ausencia notable, la del escudero guionista de Loach, Paul Laverty–, el autor de Sweet Sixteen (2002) efectúa un siempre encomiable ejercicio basado en proponer recetas para el futuro a partir de la revisión del pasado. Concretamente una receta basada en la fórmula socialista que Clement Attlee, el líder del partido laborista, un poco a la manera de Roosevelt en los EEUU en los años de la Depression, aplicó en el Reino Unido destrozado por las guerras mundiales (aunque hay que matizar esa aseveración, pues el filme subraya que el contexto de miseria de las clases trabajadoras venía de lejos, y no fue fruto de las contiendas militares, sino del azote de un Poder en manos de muy pocos prolongado en el tiempo). A través de glosas de analistas políticos y económicos actuales mezclados con emotivos testimonios de trabajadores que vivieron aquel periodo que se inició a la finalización de la contienda bélica contra los nazis, de imágenes de archivo –incluyendo fotografías- y de extractos de textos y discursos políticos, el cineasta perfila una crónica de aquellos años y acontecimientos socio-políticos que, es verdad, resultan trascendentes y son menos conocidos que otros que sí ocupan la fachada de la Historia (contraste que viene a ejemplificarse en el mayor conocimiento que el público indudablemente guarda de Winston Churchill que de Attlee, a pesar de que, llamativamente, le ganó las elecciones el mismo año de finalizar la Segunda Guerra Mundial). Sólo por eso el documental ya resulta valioso, algo que afirmo por encima de su parcialidad, en el bienentendido que, por un lado, la parcialidad es parte inherente a la construcción de un relato, incluyendo el documental, y que, por otro, como se ha apuntado, Loach no esconde en ningún momento sus cartas y su punto de vista, con lo que se puede acusar el documental de escatimar los argumentos de doctrinas contrarias (la que se opondría a los postulados de la working class que emergió merced de la inversión en infraestructuras públicas y el énfasis en la edificación del Estado del Bienestar), pero no que Loach maneje sus fuentes y datos de forma maniquea.

 

Pero el discurso no emerge de una mera revisitación a aquel pasado lejano. Tras dedicar más de dos tercios del metraje a aquella lección de Historia, las imágenes de archivo nos llevan, salto del tiempo mediante, a 1979, concretamente al momento en el que Margaret Thatcher empezó a ocupar el cargo de primer ministro del Reino Unido. A partir de ahí, y en un ritmo narrativo mucho más fulgurante, se relata el modo en que el gobierno implementó las tesis (ultra)liberales de Milton Friedman y la Escuela de Chicago en políticas que se tradujeron en la progresiva privatización de tantas infraestructuras públicas en las décadas progresivas y que fue a la par, o al menos está desaguando, en la desballestación de ese Estado del Bienestar edificado años atrás. Este contraste entre dos episodios históricos lleva a Loach o reclamar, en estos tiempos de profunda crisis tanto económica como ideológica, una toma de partido por el socialismo, que no sería la definición o tesis actuales del partido laborista sino que se aferraría a algo considerado hoy mucho más a la izquierda, acaso revolucionario.

 

Como buen documental, The Spirit of ’45 despliega sus tesis con esmero, un punto de apasionamiento o emoción en el recuerdo del dolor sufrido, un sano idealismo en el postulado de las tesis por parte de los veteranos y un añadido irónico en el contraste entre lo que, según aquellas tesis, el grueso de la población ganó desde finales de los años cuarenta y empezó a perder en los ochenta (ironía que se detecta, por ejemplo, en la elección como imagen que nos introduce en ese pasado más reciente la que tuvo lugar el 4 de mayo de 1979, precisamente cuando Thatcher llegó a la que sería su residencia en el número 10 de Downing Street, y le escuchamos decir la famosa paráfrasis de la Oración de San Francisco de Assís: “Donde haya discordia, llevemos la armonía. Donde haya error, llevemos la verdad. Donde haya duda, llevemos la fe. Y donde haya desesperación, llevemos la esperanza”). Sin embargo, la riqueza en las explicaciones, testimonios y opiniones, invitan al espectador a postular las mismas tesis que se defienden, por supuesto, pero no le escatiman la posibilidad de razonar más allá de lo que han constatado las imágenes vistas y las palabras escuchadas. Y ése es el valor más precioso, al menos cinematográficamente, que nos deja el documental de Loach. Por ejemplo, en los últimos compases del filme, una reflexión nos lleva a pensar si precisamente no fue la propia y apoderada clase media la que, una vez consolidado su statu quo y su cierta estabilidad y progresión económica, termina responsabilizándose en parte de que, dicho gráficamente, lo que sus padres ganaron sus hijos estén condenados a perderlo de nuevo. Es una pregunta incómoda, cierto, que trasciende las elecciones ideológicas del documental, pero que también anida en su subtexto, dejando entre otras cosas la constancia de que la sustancia valiosa de The Spirit of ’45, más allá de las ideas que propone, se dirime en términos de poderoso diálogo transgeneracional.

http://www.imdb.com/title/tt2332801/

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MUD

Mud Banner Poster

Mud

Director: Jeff Nichols

Guión: Jeff Nichols

Música: David Wingo

Fotografía:  Adam Stones

Intérpretes:  Matthew McConaughey, Tye Sheridan, Jacob Lofland, Reese Witherspoon, Sam Shepard, Ray McKinnon, Paul Sparks, Bonnie Sturdivant, Sarah Paulson, Michael Shannon, Joe Don Baker, Stuart Greer

 EEUU. 2013. 130 minutos

Del amor, las serpientes y la redención

Parece ser que el de Mud, la tercera película de Jeff Nichols, es un proyecto largamente acariciado por el cineasta, que de hecho emerge de una idea muy lejana y sobre la que escribió un primer tratamiento de guión incluso antes de redactar el libreto de la que terminaría siendo su segunda y previa película a ésta, la extraordinaria Take Shelter. Como el joven protagonista de la película, Nichols creció en una zona rural de Arkansas, por lo que este relato railado según las convenciones del coming-on-age story (esto es las películas que versan sobre el tránsito hacia la madurez de jóvenes, en este caso un adolescente de catorce años, Ellis (Tye Sheridan)) y que guarda claros ecos a la narrativa de Mark Twain (e incluso algún detalle que parece evocar a Dickens), tiene, sino contenido autobiográfico, el sello de una implicación personal basada en lo emotivo, algo que indudablemente transluce la película de principio a fin.

 

Ellis es el hijo único de un matrimonio que vive en una casa flotante sobre el río Mississippi, y, como es propio de un joven de su edad, le gusta pasar tiempo fuera de casa con su mejor (no sabemos si único) amigo, Neckbone (Jacob Lofland), con quien es aficionado a dar paseos en una pequeña lancha por el caudaloso río. En el inicio del filme, Ellis y Neckbone se reúnen para efectuar una de esas expediciones; el tío del segundo, Galen (Michael Shannon), pescador submarino en la zona, le ha comentado a su sobrino que en un determinado lugar hay una barca colgada de un árbol (sic), a cuya búsqueda los dos adolescentes acuden. La encuentran, pero también hallan en el apartado lugar un hombre que responde al nombre de Mud (Matthew McConaughey), que se crió por aquella zona y que dice hallarse en aquellas soledades a la espera de alguien; Ellis y Neckbone pronto descubrirán que Mud es un prófugo de la justicia, pero ello no impide que entablen, especialmente Ellis, una relación amistosa con él. Si el filme tiene por título el nombre o nickname del personaje encarnado por McConaughey no es porque nos relate sus espinosos avatares vitales, sino por el modo en que esos avatares implican emocionalmente a Ellis, quien siente devoción hacia aquel extraño personaje cuyas únicas posesiones de valor son una camisa blanca que dice ser un amuleto indio y un revólver, en un momento-encrucijada de su vida.

 

Sobre el papel hay un cierto parentesco con Cuenta conmigo, el filme que en 1986 dirigió Rob Reiner sobre un hermoso cuento de Stephen King llamado El cuerpo, básicamente por la introducción de elementos sórdidos (allí era una expedición en busca de un cadáver arrollado por un tren; aquí, esa clandestinidad de Mud y el hecho de que le acecha no sólo la policía, sino un grupo de matones muy peligrosos) que funcionan como acicate para reacciones sentimentales espinosas y a la postre catárquicas para los jóvenes protagonistas. Sin embargo, los raíles argumentales concretos y las intenciones narrativas son muy distintas. Para empezar, Nichols, que filmó la completa película en localizaciones diversas de la misma zona que recrea, juega con agudeza la baza ambiental, cultural y telúrica, e impregna su relato de esa fuerte enseña localista, interesando que la descripción de lo geográfico, ese lugar en el mundo, se refleje en el carácter, actitudes y comportamientos de sus personajes; por ejemplo, enfatiza un proceso de descomposición –la madre de Ellis quiere divorciarse, harta de vivir en aquella zona, para trasladarse a la ciudad–, que el chico percibe como una amenaza de extinción de los márgenes estrechos vitales en los que se halla cómodo, y que están llamados a caducar como inexorablemente lo está su juventud, idea ésta magníficamente gestionada en los diálogos y situaciones de la película y que se amplifica en otro reflejo, el de la lucha contra el tiempo y los elementos que atañe a Mud, su amigo, razón por la que el auxilio y compromiso que el joven le ofrece no deja de ser un auxilio y compromiso que, por así decirlo, se ofrece a sí mismo.

 

Nichols es un realizador de alto voltaje psicologista, y ciento treinta minutos de metraje le dan tiempo para narrar muchas cosas, haciendo que el relato vaya engrandeciéndose y volviéndose cada vez más fascinante. A pesar del dinamismo que imprime a las secuencias que discurren en el río –que se erige en símbolo de esa búsqueda constante y, al mismo tiempo, sensación de libertad que es propia de un joven desorientado, como Ellis, o como cualquier otro–, la cámara de Nichols permanece más bien estática en la aproximación escénica a lo que narra, pero siempre buscándole un sentido: como Take Shelter, ésta es una película donde el contenido del encuadre no es casi nunca ocioso, y que por tanto invita a la contemplación inquieta por parte del espectador de los conflictos que se dirimen tanto desde lo descriptivo de situaciones y lugares como a través de los diálogos entre personajes, a menudo intensos, siempre pletóricos de significados, aparentes u ocultos. En esta historia de auxilio a un fugitivo se introduce otro personaje, Juniper (Reese Witherspoon), novia de Mud con quien Ellis actúa de intermediario para favorecer la posibilidad de que la pareja pueda reencontrarse y fugarse juntos, y este elemento argumental añadido también aporta otros importantes reflejos en el atento trazo de las ansiedades y deseos que moran en el bullir emocional del joven Ellis, pues se relacionan tanto con los torpes intentos del chico de cortejar a una chica que le gusta cuanto, en un extremo opuesto, en su asimilación de la cruda realidad de la separación de sus padres (aspecto éste último que está gestionado de forma excepcional tanto desde la sensibilidad narrativa como en lo que refiere a la economía de medios: en pocas películas actuales se transmite tanto con tan poco, breves pero contundentes conversaciones entre Ellis y su padre, su madre o los dos, que se van dosificando en el devenir narrativo para armonizarse en el cierre).

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(SPOILERS!!) Pero el atractivo de la película no termina ahí. A juicio de quien esto firma quizá lo más apasionante de Mud termine siendo un elemento que termina de emparentar definitivamente la película con el título precedente, y en lo temático aparentemente tan distante de Nichols, Take Shelter. Si allí el punto de vista distorsionado por una enfermedad y por lo ambiguo marcaba el devenir traumático del relato, aquí sucede algo bien parecido, por mucho que el subjetivismo obedezca a un perfil psicológico bien distinto: el de un chico de catorce años. Así, casi todos los acontecimientos que refiere la película están narrados desde el prisma de lo que Ellis o su amigo Neckbone contemplan, y esa regla –que delimita claramente la temperatura emocional del relato- sólo se quiebra en unas pocas ocasiones y siempre de forma intencionada. Al parecer de quien esto suscribe, esas pocas secuencias (una protagonizada por los matones, que se reúnen en una habitación de motel y celebran un ritual; otra en la que Juniper, desde el balcón de la habitación de su hotel, contempla en la distancia a Mud despedirse de ella con un ademán; y la última que pertenece al cierre de la película) no tienen lugar en (la) realidad, sino que obedecen al modo en que Ellis percibe que deben de ocurrir (imaginación, la primera de las tres) o, directamente, deben ocurrir (ferviente deseo, las dos últimas de las tres). Así, a la postre, lo más hermoso de esta formidable película de Nichols es la confianza, convicción e inteligencia con la que, sin aparentes aderezos formales que lo enfaticen o alerten al espectador, el guionista y cineasta termina relegando del todo la narración convencional para moldear la realidad según la percepción y los deseos del joven protagonista cuyo cambio de ciclo vital la película relata. Según esa decisión narrativa, no es tan importante saber qué acaba pasando con Mud y con Juniper sino constatar cómo percibe Ellis ese destino, o la posibilidad de un destino no empañado por la tragedia y la violencia. De hecho, esto no son meras elucubraciones de quien esto suscribe, pues Nichols inserta otra secuencia aparte de la percepción de Ellis, protagonizada por Galen, que sí certifica la realidad de los hechos (cuando, en el curso de su pesca submarina, entrevé el cadáver flotante de Mud). Precisamente esa incongruencia aparente entre lo que el personaje encarnado por Michael Shannon vislumbra y lo que se relata en el epílogo de la película (suerte de recapitulación circular: el fugitivo, reunido con su padre putativo (Sam Shepard), contempla el horizonte en movimiento del río, como hicieran Ellis y Neckbone en el otro extremo del metraje, embargados por la sensación de libertad que desprende) es la bellísima forma escogida por Nichols para decirnos que, siendo ésta la historia de Ellis, prefiere quedarse con su versión de los hechos. Una versión llena de promesas y de esperanza, como corresponde a un chico joven, para quien el primer aprendizaje en esta primavera de su existencia es que la vida puede doler y mucho, pero los corazones aún son fuertes, resistentes, y pueden recuperarse y cerrar esas primeras heridas.

http://www.imdb.com/title/tt1935179/?ref_=fn_al_tt_1

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A ROMA CON AMOR

To Rome With Love

Director: Woody Allen

Guión: Woody Allen

Música: Varios

Fotografía: Darius Khondji

Intérpretes:  Jesse Eisenberg, Ellen Page, Roberto Benigni, Woody Allen, Penélope Cruz, Alison Pill, Alessandro Tiberi, Alessandra Mastronardi, Alec Baldwin, Judy Davis, Flavio Parenti, Carol Alt, David Pasquesi, Antonio Albanese, Lynn Swanson, Fabio Armiliato, Monica Nappo, Ornella Muti, Corrado Fortuna, Riccardo Scamarcio, Greta Gerwig

 EEUU-Italia. 2012. 106 minutos

Fábulas livianas en la ciudad eterna

 En 1980, de Recuerdos (Stardust Memories) se dijo que Woody Allen se miraba en el espejo de uno de sus maestros, Federico Fellini (entendiendo que otro era Ingmar Bergman, y poco antes había hecho lo propio con la precedente Interiores (Interiors, 1977)), proponiéndonos, ya desde la propia sede argumental, una suerte de revisión alleniana (aunque ese concepto por aquel entonces aún no estaba del todo fijado) de la magistral Fellini 8 y medio (Otto e mezzo, 1963); pero Recuerdos no deja de ser una película que, si bien no carece de interés, es ciertamente irregular, víctima de ciertos tics y sofisticaciones de planteamiento que el propio cineasta, antes y después, sabría pulir mucho mejor en diversos filmes de su trayectoria no afiliables, como éste, a los parámetros de la comedia. Tres décadas largas más tarde, Allen regresa a Fellini desde un registro muy distinto, con intenciones mucho más livianas, parapetado en esa suerte de eslabón superior al bien, al mal y las críticas en el que el cineasta parece instalado desde hace tiempo. Sí, a Allen le traen al pairo, por ejemplo, las acusaciones de hacer películas en ciudades europeas como Barcelona, París o Roma para pasar una temporada allí y satisfacer las ansias más superficiales de sus fans a este lado del Atlántico. To Rome With Love, en ese sentido, no pretende contradecir en ningún momento su naturaleza de comedia ligera, desenfadada, carente absolutamente de ínfulas. Pero precisamente en esas proposiciones que desprecian alegremente cualquier ansia de prestigio, Allen se mueve con soltura, frescura, y entrega un filme que, si carece por lo general de una labor escénica que pueda permitirle lidiar cualitativamente con las (muchas) grandes obras del autor, sí que puede alardear de inteligencia, clarividencia expositiva, una encomiable economía de medios y, regresando a lo manifestado al inicio, una capacidad para acercarse a su venerado Fellini desde un registro que, por ser mucho menos afectado que el demostrado en la lejana Recuerdos, se revela mucho más efectivo, válido como omaggio  tanto como a modo de reproducción, bien saludable, de temas que al cineasta de Rímini le interesaron y glosó con absoluta clarividencia en su cine y que a Allen también le seducen y, por tanto, encauza con agudeza.

 

De las muchas secuencias de la película que capturan monumentos o lugares de interés turísticos de la ciudad romana, la presencia en dos de ellas de la Fontana di Trevi no es, en ese sentido, ociosa ni anecdótica, pues en A Roma con amor, y a través de este relato que maneja una pluralidad de argumentos cruzados se hace evidente que el cineasta está pensando a menudo en ítems importantes del universo felliniano impresos principalmente (también cabría hallarlos en otras obras) en La Dolce Vita  (1961), obra con la que el título de Allen establece una complicidad temática que termina imponiéndose a los diversos ingredientes y tipologías de personajes en los que el cineasta juega a efectuar livianos guiños a la comedia all’italiana, de los cuales el filme que nos ocupa sí que extrae sonrisas y pasajes divertidos, pero no ese ingrediente más condensado y genuino que, como se ha anotado, remite al  universo de Fellini; y ese ingrediente no es otro que la invectiva –más punzante de lo que aparenta- contra la contaminación socio-cultural que provoca el inane culto al famoso (léase, la prensa y televisión rosa-amarilla), tema que centra el episodio protagonizado por Roberto Begnini, pero que también extiende sus tentáculos en la radiografía de un comportamiento social hipócrita y superficial ad nauseam en los segmentos protagonizados por la pareja recién llegada a Roma (él (Alessandro Tiberi), que se ve obligado por un azaroso azar a fingir que una prostituta (Penélope Cruz) es su mujer, y a alternar con ella junto a sus estirados parientes ricos de la ciudad, mientras su mujer auténtica (Alessandra Mastronardi), se pierde buscando una peluquería (sic) para terminar en brazos de un actor de culebrones al que tiene idealizado).

 

Ese caldo radiográfico de fondo –al que, no lo olvidemos, Allen ya le había dedicado tiempo atrás una obra, Celebrity (1998)– se compagina con otros dos segmentos, el uno que narra con ingenio una fábula sobre un maravilloso cantante (Fabio Armiliato) que sólo sabe explotar su talento en la ducha –ejemplo de típica parábola del cineasta en la que un elemento mágico, fantástico, se sirve con fina mordacidad–, y el otro, protagonizado íntegramente por americanos residentes en o de visita a Roma (Jesse Eisenberg, Alec Baldwin, Ellen Page), que es en el que se termina reconociendo más fácilmente al tema y tono por el que Allen es más reconocido entre el público: un relato en el que un joven en apariencia centrado (Eisenberg) y con una novia estable pierde la cabeza al enamorarse de forma fugaz de una amiga de aquélla, actriz fogosa y neurótica impenitente (Page), en un proceso de descalabro sentimental anunciado que se puntúa con un personaje de mentor interpuesto (Baldwin), suerte de voz de la conciencia del personaje del joven que parece lanzar un guiño a la lejana Sueños de un seductor (Play It Again, Sam, Herbert Ross, 1972).

 

Lo de combinar relatos diversos no es nuevo en Allen, y los experimentos formales y narrativos con multiplicidad de tramas y personajes se le ha dado bien en obras como Desmontando a Harry (Deconstructing Harry,  1997) o la citada Celebrity; de hecho, más allá de estos ejemplos, literales, hay multitud de títulos del cineasta en los que pluralidad de historias emergen, se diversifican o convergen en un único relato [la lista sería demasiado larga: citar a título ejemplificativo Hannah y sus hermanas (Hannah and Her Sisters, 1986), los sketches de Días de Radio (Radio Days, 1987), Delitos y faltas (Crimes and Misdremeanors, 1989), Todos dicen I love (Everyone Says I Love You, 1996), el experimento drama-comedia en Melinda y Melinda (Melinda & Melinda, 2004) o Conocerás al hombre de tus sueños (You will Meet a Tall Dark Stranger, 2008)]. En ese sentido, en esta To Rome With Love hay algo destacable a nivel de estructura narrativa: el hecho de que conviven en continuidad dramática historias que en realidad no conviven en continuidad cronológica, pues unas discurren en apenas una tarde –sendas historias del joven matrimonio llegado a Roma-, otras se extienden por un breve espacio de días –el segmento protagonizado por Benigni–, otras se diría que un poco más –el protagonizado por los americanos en Roma, a cuya finalización Allen tiene la astucia de hacer regresar al personaje encarnado por Baldwin a su hotel, como si todo hubiera transcurrido en un instante, o por tanto fuera nada más ni menos que una ensoñación– y aún otra sin duda que extiende lo elíptico por una temporada larga –el tenor en la ducha que termina consagrándose–. Que a nivel rítmico funcionen esas historias compartimentadas habla muy bien de la labor de la montadora Alisa Lepselter, pero sobre todo nos revela, o más bien confirma, lo depurado que Allen tiene su estilo, la claridad de ideas con la que se atreve a despachar temas y motivos dramáticos que a menudo –pasa mucho con esta película– se sostienen y agotan en una o dos buenas ideas, algo que Allen gestiona acumulando con sabiduría, sin temor a la abstracción, ese agitado de ideas/historias en lugar de pagar el precio creativo de limitar la realización de un largometraje a una sola de ellas extendiéndola, algo que en ocasiones le ha salido bien –aunque sé que soy de los pocos a quienes convenció Vicky Cristina Barcelona (2008), ese título a mí me serviría de ejemplo–, en diversas otras el relato se descalabraba precisamente por querer extender a un relato estándar razones argumentales que daban para mucho menos –caso común a principios de este siglo, Granujas de medio pelo (Small Time Crooks, 2000), Un final made in Hollywood (Hollywood Ending, 2002) o incluso La maldición del escorpión de Jade (The Curse of the Jade Scorpion, 2003), probablemente la época en la que el talento de Allen se halló en horas más bajas, antes de que se resarciera felizmente con la magistral Match Point (2005)–.

http://www.imdb.com/title/tt1859650/?ref_=sr_1

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ELYSIUM

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Elysium

Director: Neill Blomkamp

Guión: Neill Blomkamp

Música: Ryan Amon

Fotografía:  Trent Opaloch

Intérpretes:  Matt Damon, Jodie Foster, Sharlto Copley, Alice Braga,

Diego Luna,  Wagner Moura, William Fichtner

 EEUU. 2013. 109 minutos

  

Sanidad y pirotecnia para todos

 En 2009, y bajo el auspicio de Peter Jackson, Neill Blomkamp pudo debutar en la dirección de largometrajes y distribuir en primera línea comercial una película tan interesante como lo fue District 9, que a su vez desarrollaba las premisas de un cortometraje escrito y dirigido por el propio Blomkamp en 2005, Alive in Joburg, donde ya se elucubraba la misma trama de District 9, una parábola política pertrechada tras el relato sobre una nave alienígena que por causa de una avería queda suspendida sobre el cielo de la capital de la República Sudafricana y cuyos tripulantes, obligados a descender a tierra, son confinados a una reserva (eufemismo de gueto), generando la ebullición mediática y la (subsiguiente) alarma social  de la población. No deja de ser curioso que su siguiente obra -que ha tardado cuatro años en poder realizar, y que, merced de contar con el respaldo de una major y el protagonismo de una estrella (Matt Damon), vuelve a estrenarse en primera línea comercial, de nuevo disfrazado de blockbuster veraniego- guarde tantas y tan severas concomitancias de fondo con su opera prima.

 

Careando motivos temáticos y argumentales, nos ubicamos en un futuro distópico que en realidad podría llegar a ser el mismo de District 9 cambiando una ciudad por otra (aquí es Los Angeles), una sociedad donde la tecnología está al servicio de una burocracia despiadada (en los primeros compases del filme hay algunos ejemplos jocosos, como el robot-agente de la condicional que sanciona a Max (Damon) sin dejarle hablar, y luego le ofrece una píldora tranquilizante al percibir por sus pulsaciones que su interlocutor se está poniendo nervioso…), y que si es despiadada es porque está deshumanizada; si en su película precedente nos encontrábamos ante una monster movie con sintagmas cambiados en la que los alienígenas eran precisamente los parias, aquí hallamos una división entre ricos y pobres que tan escandalosa que se deslinda con el cielo de por medio: la gran mayoría pobre sobrevive en el torturado y decrépito planeta, mientras los ricos viven literalmente sobre ellos, en el planeta artificial que da título al filme, en un estado de pornográfica opulencia, más exclusividad de bienes y derechos (especial énfasis en la sanidad: como en Prometheus (Ridley Scott, 2012), aquí hay una cápsula capaz de curarlo todo, de una cara desfigurada a una leucemia), que se escatiman a esa plebe mayoritaria y miserable que sólo sirve de mano de obra más que barata al servicio de esa dictadura en la que, como en District 9, el poder está en manos de corporaciones.

 

Pero en este relato sobre la lucha por la supervivencia de un hombre que sirve a su vez de crónica de una rebelión, Blomkamp (guionista en solitario, amén de director) efectúa especial énfasis en un comentario universal, el que tiene que ver con la estratificación social fruto de una inmigración mal gestionada por los poderes públicos –atiéndase que en Los Angeles conviven el inglés y el español, a diferencia de en Elysium, donde sólo hallamos el primer idioma; sumémosle el hecho de que los revolucionarios sean todos de raigambre chicana o hispana….-, y en otro contemporáneo, recurrente aunque a menudo poco aprovechado en el cine de ciencia-ficción de nuestros días, cual es nuestra dependencia absoluta de las máquinas y, más específicamente, el dominio de lo virtual. Y para perfilar esas premisas recoge diversos motivos argumentales, temáticos y visuales que ya existían en District 9, al punto de poder considerar esta obra en muchos sentidos como una suerte de variación de aquélla, incluso aderezada con alguna broma privada, como el hecho de que el actor que encarnaba al sufrido protagonista de aquélla, Sharlto Copley, sea aquí la némesis de un protagonista, Max, cuyo terrible periplo –físico y mental- comparte no pocos signos distintivos con el Wikus Van De Merwe de District 9: ambos luchan contra el tiempo que se les acaba, y, aunque en principio eran supervivientes que trataban de lidiar armoniosamente con el implacable sistema, su necesidad perentoria les convierte en rebeldes impenitentes. Y en relación con lo anterior, como si se tratara de un émulo poco sutil de las tesis de la nueva carne de Cronenberg, Blomkamp le da mucha importancia a la fusión entre lo orgánico y lo sintético, o a la desintegración progresiva de lo primero. Para el cineasta, emulando también al ya de por sí poco sutil Paul Verhoeven de Robocop (1987), el sufrimiento y la sangre son un apropiado condimento narrativo para un relato de tales latitudes distópicas. En términos de estructura también es plausible lo mucho que el narrador se mira en su propio espejo para desarrollar su relato, que en su primera mitad obedece a parámetros más descriptivos y en su segunda se enrosca en una coda adrenalítica de acción salvaje.

 

Hasta aquí las concomitancias de fondo. ¿Pero qué hay de las cuestiones de forma y de concreción cinematográfica? Eso nos lleva a un terreno más resbaladizo, y distancia la película de la calidad de su precedente, por razones de puesta escena, por deficiencias de guión, concretamente de desarrollo de los personajes, o por razones simplemente industriales. Pero empezamos por lo visual. Del acicate narrativo basado en una estética documentalista de su opera prima, aquí pasamos a una narración más convencional, en el que empero pervive la patente fisicidad y las texturas realistas –fotografiadas en tonos cálidos, graníticos, asfixiantes– para mostrar el día a día en el guetto (La Tierra lo es) y para mostrar el contraste con la impoluta belleza del paisaje ondulante de Elysium. Sin embargo, esa estrategia visual, sin desmerecer la espectacularidad de algunos planos que muestran las distancias entre La Tierra y Elysium a través del espacio, resulta en realidad más anodina que la esgrimida por Blomkamp en su obra precedente. Y en el segundo segmento del relato, la pursuit story, Blomkamp, copia y amplia sus propios estándares de espectacularidad (los treinta millones que costó su primera película se cuadriplican en el presupuesto de ésta), motivos del cine más adrenalítico, de la publicidad, del cómic o incluso del videojuego para dar rienda suelta a la aparatosa carga de aventuras bélicas del nudo y clímax del relato. Empero, el potencial argumental que maneja aquí, a diferencia de lo que sucedía en District 9, se le termina escapando de las manos en la pirotecnia de su resolución visual; la audacia, sentido del riesgo, urgencia, magnetismo, indómita fuerza que caracterizaban a aquélla se resiente de una cierta afectación en el tratamiento tanto argumental como visual de los temas, una combinación entre exceso de abigarramiento visual y de puerilidad que da de resultas una película demasiado enfática y pagada de su mismo discurso, a la que le falta naturalidad, y por tanto intensidad. Como se ha apuntado, ello tiene en parte que ver con el perfil demasiado gráfico de las motivaciones y reacciones de los personajes, incluyendo alguna subtrama, como la que tiene que ver con el personaje encarnado por Alicia Braga, que no hace otra cosa que restarle intensidad al ritmo al coste de una emotividad de baja estofa. En última instancia, y recapitulando un poco las ideas que se han ido apuntando, Elysium chirría al intentar algo complicado: barajar las propias normas con las imposiciones narrativas del cine de acción mainstream, intento que se fragua sin éxito en el balance de esta vistosa, por momentos intensa e imaginativa, pero otros fláccida, de premisas dramáticas toscas y a la postre descompensada película. Y con ello no quiero decir que Blomkamp sea un cineasta de vocación autoral independiente o que el cine mainstream sea per se nocivo y haya limitado su potencial. Simplemente que el director no termina de conjugar armónicamente los elementos a todos los niveles que maneja.

http://www.imdb.com/title/tt1535108/?ref_=rvi_tt

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AVIONES

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Planes

Director: Klay Hall

Guión: Jeffrey M. Howard

Música: Mark Mancina

Montaje: Jeremy Milton

Intérpretes:  Dane Cook, Stacy Keach, Brad Garrett, Teri Hatcher,

Julia Louis-Dreyfus, Priyanka Chopra, John Cleese, Cedric the Entertainer

 EEUU. 2013. 88 minutos

Sobrevolando Pixar, aterrizando en Disney

 En Air Mate, uno de los muy ingeniosos cortometrajes de la Pixar de la serie Cars Toons que en España se conocen como “Los cuentos de Mate”, la inefable grúa de Radiador Springs se convierte en nada menos que un avión de exhibición, recibe una clase acelerada de aviación, da piruetas en los cielos e incluso se deja acompañar por la versión alada de su inseparable Rayo McQueen, todo ello en apenas cinco y jugosos minutos. Cuando trascendió el proyecto de Planes, que se nos vendió como un spin-off de Cars pero de inferior presupuesto, de hecho de la división de la Disney que manufactura filmes que conocen una breve andanza cinematográfica o que se estrenan directamente en formato doméstico (como las simpáticas películas de Campanilla, una de las cuales, Campanilla y el tesoro perdido (2009) supone la única credencial en largometrajes de Klay Hall, el firmante de esta Aviones), uno ya podía imaginar que nos hallaríamos lejos de las formidables latitudes creativas de la excepcional película que John Lasseter dirigió en 2006, que Cars 2, su menor, pero a pesar de todo llena de virtudes, secuela cofirmada por el mismo con Brad Lewis en 2011, o incluso que Air Mate o los diversos otros y muy recomendables cortometrajes de la Pixar protagonizadas por el bólido rojo y la grúa marrón óxido.

 

Datos de producción relevantes para que el visionado de Aviones resulte satisfactorio, en el sentido de cumplir sobradamente con las expectativas. Pero al respecto también debe decirse que, por otro lado, esas expectativas no son las que se han vendido al gran público (“sobrevolando el cielo de Cars”, reza el tagline de la película), y que en Aviones se esconde también una ansia de explotación de merchandising que diría que va pareja, o incluso supera, las expectativas de la Disney en cuanto a los réditos que la película pueda obtener en las taquillas. Sin embargo, Cars es un clásico, y nuevas generaciones de grandes y pequeños siguen y seguirán descubriéndola, por lo que esa idea tan lucrativa de vender miniaturas de los protagonistas motorizados de la película sigue dando fabulosas cifras de negocio a la Disney; en cambio, Planes está condenada a pasar rápidamente de moda, ni por tanto poder renovar los stocks de juguetes sin miedo a alcanzar una fecha de caducidad.

 

De hecho, aunque Lasseter aparezca como productor ejecutivo del filme, su Pixar no es la responsable del proyecto, que viene con las únicas credenciales de la Disney. En Planes hallamos la voz de Cedric The Entertainer en el personaje de Leadbelly Bottom, el avión amigo de Dusty que aparece al principio, y que parece un claro homenaje a Tom Mate; también aparecen los tractores-vaca, un coche presentador televisivo, Brent Mustanburger o un zeppelín que aparecía al principio de Cars, pero poco más reconocerán los fans de aquellas películas en esta Aviones, descontando, por supuesto, esa definición visual de ojos y boca en el frontal de los coches convertidos en aviones. El bagaje es, a poco de pensar en la infinidad de posibilidades, breve: Lasseter ha cedido pocos elementos idiosincrásicos a la película de Klay Hall, lo que viene a indicar la cierta pereza que al artífice de la Pixar debía despertarle el proyecto, o al menos su perfil de concreción. En cualquier caso, Planes es una película entretenida, llena de imágenes de impactante espectáculo cinético –que además incorpora hermosos parajes de todo el mundo, pues en el filme se relata una carrera aérea que cubre un completo viaje alrededor del globo-, con un acabado visual que, si está lejos de la calidad de detalle de las películas Pixar, resulta irreprochable. Ahora bien, el guión es demasiado rutinario, está plagado de clichés y de ideas recicladas de productos de la factoría de toda la vida, y hubiera necesitado de un trabajo de desarrollo de personajes –empezando por el mismo Dusty, cuyo arco de progresión dramática es nulo– que brilla por su ausencia, y que marca la diferencia entre la emoción que, por ejemplo, suscitaba el clímax de Cars y la sensación formulaica que queda tras los enunciados de los grandes valores –la amistad, la superación de los propios miedos, la redención, la humildad, el trabajo en equipo…– que maneja la película y que, a pesar de transcurrir la mayor parte del metraje en el cielo, carecen irónicamente de oxígeno. Otro de los hándicaps del filme, al menos para según qué paladares, es el tufillo de conservadurismo y los énfasis patrioteros (que no patrióticos) que se dejan ver en la subtrama del veterano avión de guerra Skipper y en el final de la película, y que me sirven para trazar otro ejemplo-diferencia entre la manera de hacer de la Pixar y la de la Disney: en Cars, había un militar, el jeep Sargen, secundario que aportaba bromas al contraste con su colega hippie, la furgoneta Volkswagen Fillmore; en Planes, en cambio, ese militar cumple una función narrativa mucho más específica e importante, con la que, a la postre, no conviene hacer ninguna broma.

http://www.imdb.com/title/tt1691917/?ref_=rvi_tt

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