UNA FAMILIA DE TOKIO

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Tokyo Kazoku

Director: Yôji Yamada

Guion: Yôji Yamada, Emiko Hiramatsu

Música: Joe Hisaishi

Fotografía: Masashi Chikamori

Reparto: Isao Hashizume, Kazuko Yoshiyuki, Tomoko Nakajima, Yu Aoi, Yui Natsukawa, Satoshi Tsumabuki, Masahiko Nishimura, Shigeru Muroi, Shozo Hayashiya, Etsuko Ichihara, Bunta Sugawara

Japón. 2013. 146 minutos

 

Registrando entre lo sublime

 Considerada de forma bastante unánime como una de las cumbres del Cine, Cuentos de Tokio fue dirigida por Yasujirô Ozu en 1953, en el último periodo de su larga trayectoria tras la cámara. Periodo que abraza sus trece últimas obras, filmadas entre 1949 y 1962, en su grueso vertebradas en torno a un conflicto central, el progresivo distanciamiento entre padres e hijos, a su vez reflejo del cambio agigantado de usos y prácticas sociales en el Japón saliente de la Segunda Guerra Mundial. Por tanto un distanciamiento que era también una confrontación entre la tradición y la pérdida de sus valores (que no sería lo mismo que “la modernidad”), tema sobre el que la mirada de Ozu imprimió un mimbre melancólico, en el que la lucidez se dejaba bañar en la nostalgia. De entre los grandes cineastas de todos los tiempos, acaso el estilo austero, ascético, aparentemente sencillo de Ozu sea el más fácil de identificar: basta ver unos pocos segundos de cualquiera de sus obras para reconocer su impronta. Y, oh paradoja, a pesar de ello Ozu es uno de los cineastas más inimitables, pues el grado de depuración absoluta de sus fórmulas, su clarividencia y brillantez formal hacían posible, en las imágenes de sus películas, y de un modo que hoy cabría tildar de insultante, la aparición de lo sencillamente sublime.

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Por eso supone un auténtico acto de imprudencia realizar una versión o remake de cualquiera de sus obras, imprudencia aún más crasa si esa revisión se efectúa de su obra más significada, Tokyo Monagatari. O supondría, si ése fuera el planteamiento, que ciertamente no lo es. Ni Yoji Yamada, el octuagenario realizador artífice de Una familia de Tokio, pretende replicar la obra del maestro ni el espectador debería visionar y analizar la obra en esos términos, pues es evidente que las intenciones de Yamada pasan inexcusablemente por ofrecer un tributo, un sentido homenaje al filme de Ozu. Pero conviene aclarar esos conceptos a veces difusos, y más en un caso como éste: no se trata simplemente de plegarse a la evidencia de que lo pluscuamperfecto no precisa ser revisado –estamos hablando de nada menos que una película que en diversos y prestigiosos listados consta como la mejor o una de las tres mejores películas de todos los tiempos–, y que por tanto, por así decirlo, resulta más aconsejable para el éxito y repercusión de la obra plantearla como un homenaje (además presente en los títulos de crédito finales, donde hallamos la dedicatoria a Yasujirô Ozu); se trata de que en todos los aspectos creativos se aprecia que Yamada venera aquella película y que plantea la suya como lo que por un lado podría definirse como un comentario de texto (fílmico) –estrategias de guión y puesta en escena y montaje; citas explícitas…– y por el otro como la aspiración, ciertamente valiente, de llevar ese comentario a un diálogo con el filme original para plantear no otra cosa que una constancia de testigo generacional.

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El testigo generacional está asumido por Yamada como cineasta también en un estadio ya cercano al final de su trayectoria –como lo estaba Ozu en 1953– que mira de recoger las semillas de un gran clásico (o de la mirada de un gran cineasta clásico) y recordarle al espectador su vigencia a través de los tiempos. Ésa, de hecho, es la más pertinente definición de homenaje que ofrece este cineasta nacido en 1931 que, cuando Ozu cerró su trayectoria a principios de los años sesenta del siglo pasado, apenas iniciaba la suya (dirigió su primera película, Nikai no Tanin, en 1961). A estas alturas de su carrera –larguísima y, por desgracia y lógica de distribución, poco conocida en España, donde apenas se le conoce por algunas de sus últimas obras, principalmente por la trilogía samurái que filmó a principios de este siglo, compuesta por El ocaso del samurái (2002), La espada oculta (2004) y Love and Honor (2006)–, Yamada considera que tanto la clase de depuración formal que Ozu destilaba –la hegemonía del plano fijo, la mínima intrusión o puntuación del montaje– como sus relatos sobre lo que se dio en llamar “la familia y la oficina”, lo cotidiano en definitiva para escarbar en la entraña emocional de la familia, aún están vigentes. Asume ese equipaje para entregar una película en la que, aunque matizada para salvar tantas distancias temporales –en su sintaxis hay espacio para algunas, aunque no muchas panorámicas, y existe una más compleja, que también puede entenderse como funcional, planificación de las secuencias a través de la distribución de los planos, así como no existe esa sumisión al punto de vista “del tatami”, a menudo modificada por posiciones de cámara que no guardan esa frontalidad y esa distancia media paradigmática del cine de Ozu, sino que contemplan a los personajes y objetos desde otras ortodoxias y variantes–, la forma se entrega gustosa al minimalismo descriptivo y así se introduce, a lo largo de dos horas y media de metraje (unos diez minutos más de metraje que Tokyo Monagatari), en los conflictos que el tiempo y la distancia han edificado en el seno de una familia, entre la generación de los padres y sus hijos.

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Y si Una familia de Tokio es una película maravillosa es precisamente porque Yamada demuestra ser alérgico a la pose posmoderna y en cambio recorre el trayecto más largo, denso, rico, de retener la miga del clasicismo para narrar una historia con sentido y profundidad, o, expresado de otra manera, efectuar un balance irreprochable entre forma y contenido a pesar de estar inevitablemente jugando con las expectativas del espectador avisado (conocedor de Ozu), a quien logrará seducir merced de su honestidad, su buen hacer narrativo y, en ocasiones, su absoluta brillantez. Estando las dos obras ubicadas en su tiempo, podemos decir que sesenta años distancian el viaje a Tokio de los dos ancianos protagonistas del filme de Ozu al que en idénticos términos emprende este otro matrimonio, Shukichi (Isao Hashizume) y Tomiko Hirayama (Kazuko Yoshiyuki), en el filme que nos ocupa. Para efectuar la relectura de esos tiempos que por tanto han cambiado partiendo de un seguimiento muy fidedigno de las premisas y personajes de la película de Ozu, Yamada y su coguionista, Emiko Hiramatsu, se toman muy en serio la selección de qué personajes comparecen y cuáles no respecto de aquélla, qué secuencias y diálogos se filman de forma pareja o dónde radican las pequeñas variaciones y qué sentido tienen. Y si en los primeros compases de la película parece que el matiz al que se acoja el relato será el de configurar una mayor distancia de caracteres entre los dos provectos progenitores, pronto nos daremos cuenta de que existe una maniobra infinitamente más hábil y efectiva para alumbrar este comentario sobre otra época. Y este no es otro que la introducción del hijo menor, Shuji (Satoshi Tsumabuki), que equivaldría al hijo fallecido en la guerra en la película de 1953; si allí su esposa viuda Noriko tenía un papel decisivo, aquí igualmente comparece esa joven (Yû Aoi), pero aún no está casada con Shuji, y de hecho conocerá a la familia en el momento más delicado, cuando la salud de Tomiko, a quien Noriko había conocido en la víspera, ha dado un vuelco fatal. Noriko mantendrá también una conversación final con el pater familias viudo en el momento climático de la obra, pero los términos de esa conversación divergen en la misma mesura que las piezas del tablero familiar son otras. Y ésas otras no lo son por capricho, o por afán de desmarque, sino que tienen una finalidad acorde con la glosa de otros tiempos.

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La mirada de Yamada se distancia de la de su maestro en una medida que podemos asimilar a la distancia que ha transcurrido desde que Ozu lanzaba sus elegías sobre las perniciosas consecuencias de la occidentalización del país nipón tras la guerra y el estado de las cosas actuales. Eso, que sirve para admitir y apreciar la diferencia entre herramientas de lenguaje –los elementos sintácticos antes aludidos–, sirve también para comprender por qué ese dispositivo de lo, utilizando terminología de Paul Schrader, trascendental desagua aquí en una mirada que, sin dejar de ser contemplativa, abraza una causa menos poética, donde la descripción no está interpelada, por ejemplo, por la comparecencia última de la naturaleza. En esta Tokyo Kazoku ya no hay un viaje de ida y vuelta, pues la película empieza cuando el matrimonio Hirayama ya ha llegado a Tokio, lugar del que, a diferencia de lo que sucedía en el filme de Ozu, Tomiko ya no saldrá. Por la misma razón y lógica, a pesar de subrayar la dificultad de los hijos para prestar atención a sus mayores ahora ancianos por el dictado de las obligaciones laborales de unos y otros, las imágenes del filme de Yamada no enfatizan tanto esos términos de denuncia (el aspecto alienante de la ciudad), pues el mismo ya se da por evidente. Lo que no significa que no sea motivo de nostalgia y sentido de pérdida para los ancianos, y en ese sentido el cineasta nos regala una secuencia –que contiene, de paso, un guiño a El tercer hombre (Carol Reed, 1949)–  en la que la visión por parte del matrimonio, desde la ventana de su hotel, de un delirio arquitectónico, una formidable noria decorada con neones multicolores, sirve de magnífica recapitulación, en clave actual, de los mismos sinsabores que sesenta años atrás condicionaban fatalmente el viaje de los protagonistas de la película de Ozu. Pero, como antes se ha dicho, la distancia transcurrida desde el angst heredado de la derrota bélica y la aniquilación civil en 1945 es decisiva merced de la aparición del hijo menor; y en última instancia, o en el sentido nutriente último del discurso de Yamada, la elegía de Ozu se convierte en una constancia que, a pesar de marcada por la aflicción por la pérdida de un ser querido, tiene un elemento redentor y por tanto optimista. Quizá ello sea porque todo lo que Ozu lamentaba que se había ido perdiendo ahora ya está perdido y Yamada, en cambio, es indudablemente menos ambicioso en sus prioridades narrativas, y limitándose a hablar de círculos vivenciales y de sentimientos entre padres e hijos logra, de algún modo, cerrar esos círculos en equilibrio.

LA ENTREGA (THE DROP)

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The Drop

Director: Michaël R. Roskam

Guion: Dennis Lehane

Reparto: Tom Hardy, Noomi Rapace, James Gandolfini, Michael Esper, Lauren Susan, Erin Darke, Morgan Spector, Chris Sullivan, Michael Aronov, Matthias Schoenaerts, Alex Ziwak, Danny McCarthy, John Ortiz, Elizabeth Rodriguez, James Frecheville

Música: Marco Beltrami

Fotografía: Nicolas Karakatsanis

EEUU. 2014. 104 minutos

 

El improbable equilibrio

 Editada en España por Ediciones Salamandra, La entrega (The Drop, 2014) es en realidad una ampliación de un relato breve de Dennis Lehane, Animal Rescue, que formaba parte de la antología de cuentos Boston Noir, publicado en 2009. Lehane, a quien Clint Eastwood (Mystic River, 2004), Ben Affleck (Gone, Baby, Gone, 2008) y Martin Scorsese (Shutter Island, 2010) habían adaptado con interesantes resultados, y que había participado como guionista en un episodio de Boardwalk Empire y tres de The Wire, quiso debutar en la realización de un libreto para largometraje adaptando-ampliando ese relato propio, razón para lo cual, en la misma línea de lo que por ejemplo hizo Graham Greene con El tercer hombre, antes de escribir el libreto interiorizó lo que quería convertir en material para el cine por la vía literaria, quedando, pues, esta La entrega como una novela instrumental.

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Pero instrumental no quiere decir carente de mérito o relevancia. Bien al contrario, La entrega es una novela excelente, de esas que se leen en un suspiro (a pesar de tener 190 páginas), al ser capaz de conjugar una extraordinaria fuerza dramática con una envolvente atmósfera y quintales de lucidez en la radiografía social. Una obra, en fin, que contiene las señas idiosincrásicas de esa rama creativa de Lehane focalizada en el retrato del palpitar humano en los rincones más deprimidos de su ciudad, Boston, a través de la historia de un joven taciturno, Bob Saginowsky (Tom Hardy en el filme), que trabaja desde hace muchos años en el garito de su primo Marv (James Gandolfini, en su última aparición ante las cámaras), un garito controlado por la mafia rusa del lugar y donde de vez en cuando se realiza el custodio de las apuestas ilegales. A partir de esa premisa, y con una economía de medios remarcable, Lehane relata una historia de trasfondo sórdido que nos habla de los círculos viciosos y la asfixia social que alimenta la delincuencia, todo ello a través del relato del apoderamiento vital de ese joven poco conflictivo, Bob, cuando una noche encuentra en un cubo de basura un perro cachorro malherido y conoce a una chica, Nadia (Noomi Rapace) con quien trabará términos de afecto y, en fin, expectativas para lo grisáceo de su vida, unas expectativas que inevitablemente se agitarán con otras, de otros personajes de su entorno, que llevarán esa aspiración de equilibrio al cortocircuito.

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Hay muchas formas de adaptar una novela, y la de Lehane es, por las razones expuestas, poco menos que literal. De hecho, el filme sólo omite de la novela un flashback explicativo de los antecedentes de comportamiento psicopático de un personaje secundario, Eric Deeds (Matthias Shoanerts), desarrollándose el resto, secuencia a secuencia, diálogo a diálogo, de forma poco menos que idéntica a la escrita en el soporte literario. Ese proceder, sin duda satisfactorio para el escritor, resulta más problemático para el espectador que conoce la novela, pues queda a lo largo de la hora y media larga de metraje la sensación perenne de hallarnos ante una ilustración correcta –la que ejecuta Michaël R. Roskam–, pero carente de los matices que atesoran las descripciones de lo anímico y lo ambiental en la novela. Esa sensación, por supuesto, no la puede tener quien no haya leído la novela, pero no siendo el caso de quien esto firma no puede hablar de esa recepción, digamos virgen, de la trama argumental.

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Queda claro, como se apunta, que Roskam no pretende enmendarle la plana a Lehane, y entrega una labor hasta cierto punto estilizada, sobria y nada chirriante en el manejo del ritmo, que se beneficia por las interpretaciones muy ajustadas de sus intérpretes y que apuesta por un crescendo de suspense para compensar en parte el déficit de introspección en lo anímico. Esa modestia, en cualquier caso, es una sana virtud en un relato atractivo y que ya contiene en su escritura las ideas claras: La entrega nos habla, sin mucho bullicio, de la lucha desesperada de los hombres por mantener su statu quo en un entorno de injusticia, reflejando a través de cuatro personajes distintos –los enumerados– cuatro espectros posibles de reacciones vitales a ese laberíntico y nocivo cotidiano. En el manejo concreto de las piezas, y a diferencia de lo que su pluma resolvió en otras diversas ocasiones, Lehane, el autor en mayúsculas de la pieza, decide dejar que un hálito de luz y esperanza se cuele, aunque condicionada, en el devenir final de los acontecimientos, por mucho que, como autor temperamental pero honesto, no deje que esa cierta bondad en la resolución menoscabe la constancia de muchas y oscuras evidencias que el rastro de la historia ha elevado; una historia que no es sólo la de Bob, el primo Marv, Nadia y el perro Rocco, sino la de una parte importante, aunque por lo general invisible, de la sociedad norteamericana.

JOE

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Joe

Director: David Gordon Green

Guión: Gary Hawkins, según la novela homónima de Larry Brown

Música: Jeff McIlwain

Fotografía: Tim Orr

Intérpretes: Nicolas Cage, Tye Sheridan, Ronie Gene Blevins, Gary Poulter, Adriene Mishler, Brian Mays, Aj Wilson McPhaul, Sue Rock, Heather Kafka, Brenda Isaacs Booth

 EEUU. 2013. 117 minutos

Itinerarios vitales

La categoría de cine social made in USA siempre ha sido difusa, compleja, multiforme. Pero una película como Joe se incardina sin duda en ella, por la procedencia de lo que cuenta, por lo que cuenta y por el modo de contarlo. También tiene esa vocación, en parte –o relación con el “cómo lo cuenta”–, por su naturaleza industrial: una obra de un estudio pequeño y un presupuesto modesto. Joe se adentra en el retrato de una serie de personajes condicionados por su entorno, lo que también puede formularse como relato naturalista, centrado en los pulsos cotidianos en una población indefinida de la enorme zona rural de Texas. David Gordon Green, su firmante, es un cineasta de trayectoria ya larga y que a menudo se le recuerda por trabajos de encargo televisivo o por sus aportaciones a la comedia (con un pie en la “nueva comedia americana” merced de la bastante aborrecible Superfumados (2008), protagonizada por Seth Rogen y James Franco), pero que se forjó en realidad en el territorio del drama (las inéditas en España George Washington (2000), All the Real Girls (2003) o Snow Angel (2007)), territorio al que pertenece el filme que nos ocupa, que de hecho guarda ciertas concomitancias con el arranque filmográfico, puramente indie, del cineasta, la citada George Washington, que relataba los avatares de un grupo de jóvenes en una pequeña localidad de Carolina del Norte.

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Gordon Green no escribe el guión de Joe, tarea asumida por el también cineasta independiente Gary Hawkins, quien a su vez nos propone una adaptación de la novela homónima (de 1991) del escritor Larry Brown (1951-2004), sobre el que se da la circunstancia de que Hawkins ha dirigido un documental que se acerca a su vida y obra, The Rough South of Larry Brown (2011). Estos datos nos revelan algo que también certifican las imágenes del filme: el hallarnos ante una película que efectúa un trabajo meritorio en la transcripción de señas literarias a lo cinematográfico, labor fruto tanto de una buena interiorización y transcripción a guión por parte de Hawkins. Pero si Joe es una buena película ello tiene también que ver con la puesta en escena, ciertamente inspirada, que rubrica Gordon Green. Uno y otro llevan a lo cinematográfico con suma convicción y poder expresivo un universo creativo versado en el retrato de las comunidades sureñas (aunque el escritor hablaba del Mississippi, y Hawkins lo traslade a Texas); que Brown pertenece a la escuela de narradores como Cormac McCarthy, William Faulkner, Harry Crews o incluso Flannery O’Connor queda puesto en evidencia en esta película que se sirve de la introspección dramática sobre diversos personajes (eminentemente tres) para trazar un ciertamente desangelado retrato sobre una comunidad, un modus vivendi, una ideología de fondo y, principalmente, unas señas socio-culturales, todo ello proyectado hacia una visión lírica, doliente, de esa realidad deprimida que se describe, en la que espora un percutante discurso sobre la violencia como trasfondo y coda irremediable de funcionamiento social.

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La película se centra en Joe (un Nicolas Cage bastante inspirado), un ex convicto, quien se convierte en una suerte de padre putativo para Gary (Tye Sheridan, también coprotagonista de Mud (Jeff Nichols, 2014), película cercana en el tiempo a ésta y con la que a menudo se compara), un joven que lucha por sobrevivir y que sufre los malos tratos de su padre, Wade (Gary Poulter), un alcohólico violento que tiene martirizadas también a su esposa y a la hermana de Gary. El interés de la propuesta radica en la mirada febril sobre los sentimientos que anidan en esos personajes, una mirada impermeable a cualquier afán maniqueo fácil, que permite al espectador adentrarse en la serena, aunque dolorosa, reflexión sobre los mismos y su entorno como tipología cultural de relevancia en muchos territorios del país de las barras y estrellas. A pesar de la crudeza con la que se relatan –ya desde la secuencia de arranque– los desmanes del padre alcohólico, las descripciones que contiene el filme son lo suficientemente densas, complejas como para dar credibilidad naturalista a esos personajes, todos ellos víctimas de un modo u otro, todos ellos ofuscados o aquejados por una enfermedad que no es otra que el equipaje del dolor que su existencia lleva a cuestas.

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La película avanza mediante secuencias generalmente cerradas, episódicas, que van desgranando esas naturalezas y relaciones conflictivas. Esa estructura, que revela el sustrato literario del relato, se revela idónea para los fines introspectivos que se proponen: la historia de cada personaje fluye, cada secuencia o escenario en que discurre tiene algo importante que acumular al bagaje narrativo, el ritmo es preciso, el balance entre lo descriptivo y el crescendo dramático otorga un tono y una personalidad al relato, y los conceptos que se manejan van ganando empaque en dirección a la resolución traumática: la mala saña, pero también la necesidad y el orgullo, de Wade; la desesperada necesidad de Gary de encontrar otro referente y un equilibrio vital (un trabajo, la furgoneta como símbolo de un statu quo); los problemas de Joe con la autoridad, su cualidad taciturna, su cierto hastío vital, compensado con los sentimientos opuestos que le despiertan su joven empleado y el malcarado padre de aquél.

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Una determinada secuencia del filme, en apariencia poco relevante, es en cambio buen ejemplo de la sutileza que caracteriza la narración visual. En ella, un plano-secuencia breve, vemos a la joven que hasta entonces convivía con Joe tumbada en la cama con otro hombre, al que ni siquiera vemos el rostro, y que no dice nada mientras ella le pregunta si salen esa noche a dar una vuelta. La secuencia nos dice que la chica ha abandonado a Joe, pero también nos habla de ella, o de hecho del papel de las mujeres en ese mosaico social, pues está reproduciendo una petición que un rato antes habíamos visto le hacía a Joe. Junto a esa mujer conoceremos a otras de moral distraída, que Joe visita a un caserón que es un prostíbulo, y a la madre de Gary, una mujer derrotada por las circunstancias, o su joven hermana, que está muda, traumatizada por su pasado o, quizá, por la falta de expectativas del porvenir. Siendo ésta una historia de hombres y de enfrentamientos paternales, a Hawkins y Gordon Green les bastan breves pero certeros plumazos (trabajados siempre desde lo visual: esta es una película en la que se habla poco, y lo más importante no se suele decir) para amplificar los términos de lo que describen, de lo que cabe dentro de su historia.

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SPOILER. El enfrentamiento inevitable que venía mascándose durante todo el metraje alcanza un clímax revelador, que termina de desmentir las convenciones que ya pocos espectadores a esas alturas buscaban en el relato. Es una resolución que encaja en los parámetros de la coming on age story, pues Gary finalmente recogerá los frutos de su esfuerzo, un futuro posible (ese epílogo de simbolismo obvio con la plantación de nuevos pinos), pero al gran precio de perder sus dos referentes, pérdida que se produce en aquel enfrentamiento climático, pero de la manera más inesperada. No es Wade quien hiere de muerte a Joe, no es Joe quien termina con la vida de Wade, quien se arroja al vacío. Ese equipaje que llevaban a cuestas, de un modo u otro, se les ha hecho ya demasiado difícil de sobrellevar. Joe perece por pura fatiga, la vida le vence, ya no quiere luchar más. Wade, que encara el abismo desde el primer minuto de la función, acepta un castigo autoimpuesto. Gary es, al fin y al cabo, quien lo desencadena todo. Y ni uno ni otro de sus progenitores decide cargar la cruz de la salvación que Clint Eastwood asumía en el clímax de Gran Torino (2008); simplemente las cosas suceden por lógica aplastante, por necesidad o déficit de tantas cosas que hacen de la experiencia de vivir algo valioso. Joe es una película de discurso rotundo. Y muy hermosa.

MR. TURNER

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Mr. Turner

Director: Mike Leigh.

Guión: Mike Leigh

Intérpretes: Timothy Spall, Jamie Thomas King, Roger Ashton-Griffiths, Robert Portal, Lasco Atkins, John Warman

Música: Gary Yershon

Fotografía: Dick Pope

  1. GB. 2014. 151 minutos

La dialéctica entre la vida y el arte

 A pesar de que Timothy Spall está lejos de ser una estrella de cine, el estreno de Mr. Turner en fechas navideñas llevará a más de uno a la errónea impresión de que el filme de Mike Leigh forma parte de esa categoría, recurrente en época de premios, que recurre a un personaje de relevancia histórica (política, artístico-cultural, social) para edificar un biopic en el que el actor puede lucirse a la manera que seduce al público y a quienes conceden galardones (o más bien debería formularlo al revés, por ser lo primero en parte consecuencia de lo segundo). La calidad de esas películas es oscilante, por supuesto, pero su definición misma, ese diseño e intenciones, resultan cansinos. Por suerte, Mr. Turner se halla bien lejos de esos parámetros industriales. Tanto que cabría decir que el filme de Leigh es una suerte de anti-biopic, y lo que le confiere su (ya lo digo, gran) interés es precisamente esa contravención: la perspectiva poco ortodoxa, tan fértil, tan fascinante, que el cineasta –también firmante del guión– escoge para acercarnos a la figura del pintor británico J.M.W. Turner.

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Y no es un anti-biopic por el hecho de que la película concentre su relato sólo en algunos años, los de madurez y senectud, de Turner, pues cabría oponer a ello, y es cierto, que los más influentes logros del precursor de las tesis impresionistas pertenecen a aquellas últimas décadas de su existencia, tanto como, por otro lado, que pueden rastrearse constante el metraje referencias biográficas anteriores del personaje (como por ejemplo la secuencia en la que es mencionada su madre, que murió en un centro psiquiátrico, o aquéllas en las que comparece en su casa londinense una mujer con la que, revela la película, Turner mantuvo relaciones sentimentales de las que nacieron dos hijas, y que acuden a él con despecho para reprocharle la insuficiencia de respaldo económico). No. Nos acercamos a la definición de anti-biopic acudiendo a la definición que Tomás Fernández Valentí nos propone desde las páginas de Dirigido, al mencionar que “Mr. Turner más bien pretende ser el retrato de un hombre que además era un artista, o, si se prefiere, el retrato de un gran artista desde un punto de vista humano” (nº 450, Diciembre 2014). Desde su primera imagen, y hasta la última, Mr. Turner evitará a toda costa la edificación narrativa basada en la acumulación de datos reader’s digest sobre su biografía combinado con la tilde en las gestas creativas, eludiendo por tanto netamente la estructura de devociones, ascensos, victorias y fracasos, propia de la (en realidad poco mutable, y siempre superficial) naturaleza de la biographical picture. Bien al contrario, nos presentará al personaje dentro de su entorno, buscando además la métrica en sus cotidianos, para ir desentrañando, despacio y con suma sugerencia, la distancia que le separa de los pulsos que gobiernan ese entorno, esto es la rebeldía intrínseca del artista, y para atreverse a adentrarse en las complejas, en realidad inextricables, fuentes de su inspiración, una inspiración artística que se confunde con la vital (y viceversa) en sus actos, palabras, miradas y velados juicios sobre la realidad que le circunda.

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Es lo intuitivo y lo sensitivo el quebradizo material con el que trabaja Leigh, y por el mero hecho de edificar con ello un relato de ciento cincuenta minutos sin un solo desliz rítmico la película merecería la más alta consideración. Pero es que Mr. Turner no limita ahí sus ambiciones: convoca lo reflexivo desde su tono reposado; condensa majestuosamente nociones sobre el personaje a través de apuntes a menudo sutiles pero nunca ociosos sobre su personalidad que van cuajando en un retablo impresionista pero no desgajado; dosifica para llenar de sentido esas imágenes contemplativas del paisaje y de la luz en las que nos invita a utilizar las herramientas del lenguaje fílmico como recreación de la mirada del artista y de lo que esa mirada volcará en los lienzos; y con semejantes piezas –dispuestas con insultante armonía en el aparato narrativo– va dotando de una formidable intensidad, lírica, ese retrato del pintor que casa su vida y su creación en la disparidad de los entornos en los que progresa.

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Las mejores películas se basan en la conjunción de dos nociones sobre lo artístico. Por un lado, demuestran que su fertilidad queda fuera de toda duda, aprovechando cualquier imagen y todos los instrumentos narrativos que la articulan para perfilar rasgos sobre lo dramático. Por el otro, son capaces de revelar que sobre ese trabajo, sobre tantas proposiciones creativas, se impone algo coherente y armónico. Cuando concurre sólo una de esas dos nociones ya podemos hablar de una obra interesante, o incluso de una gran película. Pero si, como en Mr. Turner, se conjuntan ambas nociones –algo bien difícil–, cabe opinar que se trasciende el estadio de lo que se considera una buena película, y cabe proponer la definición de obra maestra. Piensen por ejemplo en el cine de John Ford y convendrán en la legitimidad de esa definición. En la obra maestra se alcanza sencillamente el estadio de lo sublime, por mucho que los aficionados al cine nos esforcemos en describir eso que en realidad la palabra es incapaz de alcanzar y a los sumo sepamos razonar los argumentos externos, las herramientas que los creadores cinematográficos han dispuesto y cómo las han dispuesto para alcanzar ese estadio sublime.

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La fertilidad de la imagen: Mr. Turner nos habla de la pasión que despierta en Turner la disposición de la luz en el paisaje, asimismo paráfrasis del dominio absoluto de la naturaleza sobre el hombre; también nos habla del interés que le despiertan las tentativas humanas, en el campo científico, por investigar sobre esas propiedades de la luz –como por ejemplo, la incipiente fotografía–; nos habla de su compromiso artístico, esos paseos o incluso los intempestivos experimentos –como atarse al mástil de un navío para exponerse y así comprobar los estragos de la naturaleza– de los que emerge su inspiración; y también de cuestiones metodológicas, como ese recurso a técnicas propias de la acuarela para alumbrar los lienzos al óleo; nos habla del entorno opulento en el que el artista se mueve sin sentirse del todo a gusto, de la aristocracia británica y sus tics, de las aristas incómodas de su oficio, de la prudencia con la que contempla a la colectividad de artistas que comparten un lugar con él en la Royal Gallery londinense, y aún más con la que contempla cómo es contemplado por ellos o por el público; nos habla del advenimiento de las corrientes impresionistas, y de la miopía con la que es recibida por parte del statu quo (la antes referida rebeldía intrínseca del artista). Pero, al mismo tiempo, en coherencia y armonía, nos habla de su padre y la estrecha relación que mantiene con él, que se traduce en una profunda depresión cuando aquél pasa a mejor vida –extraordinaria al respecto es la secuencia que discurre en un burdel, en la que una prostituta posa para él y el artista rompe a llorar cuando empieza a bosquejar su silueta en un papel: la catarsis en el acto creativo–; nos habla de las necesidades sexuales del personaje, y de la relación de sumisión sexual tácita que establece con su sirvienta, el memorable personaje de Hannah (extraordinaria, como el resto del elenco, Dorothy Atkinson), que dará por finalizada cuando, sin decirle nada a ella, establezca en los últimos años de su vida una relación sentimental con otra mujer que ha conocido en sus expediciones a la costa, Sophia Booth (Marion Bailey), con quien de hecho comparte el sentimiento de pérdida de un ser querido, el padre de él y el marido de ella…

 Cannes 2014: Mr Turner

La vida y el arte, ecuación imposible, incógnitas indescifrables. No hay reglas, no hay atajos ni recetas (las de un biopic, por ejemplo) para acercarse a las infinitas sinuosidades de la existencia de un hombre, y aún menos la de un artista, que no sólo existe sino que da luz a algo que trascenderá esa existencia. Tan humilde proposición es, al fin y al cabo, la que nos va recordando de principio a fin el metraje de Mr. Turner, que busca la coherencia, la armonía, la uniformidad en una cuestión que atraviesa todo el relato: la dialéctica entre la vida y el arte. De eso, en esencia, es de lo que nos habla Mr Turner, utilizando al personaje biografiado –siempre atento, siempre curioso, siempre permeable a cualquier manifestación, humana o natural, a su alcance– para  vehicular esa cuestión tan trascendente que se pone al alcance del espectador mínimamente dispuesto a adentrarse en los diestros bosquejos que las imágenes nos proponen por los rincones del cuerpo, la mente y el espíritu de Turner, una existencia y una experiencia que se expande en múltiples direcciones, cuyas veleidades son en realidad insondables, aunque puedan rastrearse en el juicio de la Historia y del Arte. Pero de eso ya hablan los cuadros de Turner. Quizá por ello, Leigh prefiera relegar su mirada a la de otro tipo de juicio, el emotivo, el íntimo, igual de difícil de rastrear, y que no tiene otra explicación que la de la sugerencia y la asimetría. Ahí queda la tesis en las tres últimas y concatenadas secuencias del filme, en las que el Arte interpela la Vida: la luz escenificada en la mirada idealizada de Sophia a través de la ventana abierta a la luz que era maná para el artista; las sombras en la constancia de la derrota terrible de Hannah, condenada a comprender la tierra baldía en la que se terminan orillando sus sentimientos hacia el pintor; y, entre ellas, una versión crepuscular de una imagen semejante a la del mismo arranque del filme, en la que la silueta de Turner se recorta en el paisaje, o, si lo prefieren, se deja devorar por él. Epílogos memorables para una película memorable.

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Locke

Director: Steven Knight

Guión: Steven Knight

Intérpretes: Tom Hardy, Olivia Colman, Ruth Wilson, Andrew Scott, Ben Daniels, Tom Holland, Bill Milner

Música: Dickon Hinchliffe

Fotografía: Haris Zambarlouckos

  1. 2014. 85 minutos

En la encrucijada

 

Si una película aparece citada más que ninguna otra en las reseñas que nos hablan de Locke, ésta es sin duda Buried (Rodrigo Cortés, 2010). El parangón es evidente: una película con un único protagonista –aunque haya otros, aquéllos con quienes habla por teléfono– y un único escenario como elementos con los que se edifica el relato y su atmósfera de clausura. Pero, ya que se ha hablado tanto de ese elemento, y teniendo en cuenta que Locke exprime con muchas intenciones ese tablero narrativo –además a menudo con sentido y éxito–, propongo no entretenerme demasiado aquí hablando del hecho de que Tom Hardy sea el único actor que comparece, además en el interior de su vehículo exclusivamente, durante la cerca de hora y media de metraje (casi puedo dar por sentado el comentario subsiguiente, por otro lado cierto: el actor está espléndido), y nos centremos más bien en esas intenciones, en las peculiaridades narrativas que son fruto de las peculiares elecciones formales.

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Sí que es cierto que, por razón de esas elecciones narrativo-formales, resulta difícil adentrarse en lo sustantivo sin revelar elementos importantes de la trama, así que cabe recomendar a quien no haya visto la película que espere a haberlo hecho para continuar leyendo. Aunque, por otro lado, Locke no es la típica película cuya intriga se sostenga en elementos sorpresivos, sino un riguroso drama que concentra en una unidad de tiempo –un viaje desde los suburbios de Londres a la capital– y escenario –el interior del vehículo– un conflicto vital, o más bien la summa de conflictos de que depende el devenir vital de un personaje, Ivan Locke (Hardy), el conductor de ese vehículo. El escritor del relato y director del filme, Steven Knight, revela a las claras sus intenciones desde el mismo arranque, estableciendo las reglas narrativas que utilizará de principio a fin: ese viaje en una nocturnidad reflejada en las luminiscencias de neón que se cuelan en los encuadres, dotándolos de sensación de movimiento, para fundirse de un modo u otro con las reacciones anímicas del personaje, cuya historia es desvelada a través de diversas llamadas telefónicas que va atendiendo con su “manos libres” (en correspondencia con nombres diversos de la agenda de teléfonos del navegador del vehículo, que facilita la ubicación de términos al espectador). La intencionalidad de ese drama, clara y contundente desde el primer minuto, incluye una dimisión explícita a cualquier fuga fantastique en la puesta en escena: la primera vez que la cámara nos muestra el detalle del asiento trasero (vacío) del coche, una ausencia, la del padre de Locke, con quien éste departe acaloradamente: la estrategia escenográfica no admite equívocos: ese (no-)personaje, esos planos al asiento trasero del coche, no son otra cosa que una forma de vehicular los monólogos del personaje, que complementan sus diálogos con los interlocutores telefónicos y condensan los quebraderos de conciencia y los acicates íntimos de sus motivaciones.

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El filme nos ubica en una encrucijada vital del personaje, pero no relata dicha encrucijada, pues desde que el filme da comienzo Ivan Locke ya ha tomado las decisiones que ha creído convenientes: la película relata en cambio cuáles son esas decisiones que el personaje adopta en una tesitura perentoria de su vida y qué las motiva, invitando al espectador a reflexionar sobre las mismas, y no llevando el relato (al personaje) a titubear sobre las mismas, por frágiles o cuestionables que a ese espectador puedan parecerle. Y es una decisión narrativa valiente, y de hecho es la que sostiene la fuerza innegable (que es algo más denso que el ritmo) de la película: con su viaje a Londres, a acompañar a una mujer que no es su esposa a dar a luz a un hijo que sí es suyo, fruto de un error, Ivan Locke está asumiendo una decisión basada en un juicio de integridad y responsabilidad (pues no ama a la mujer parturienta), motivada por su convicción de vencer a los fantasmas de su propia herencia (y cargo de conciencia). Hacerlo podría suponer iniciar una doble vida, mintiendo a su mujer y a sus hijos, pero Locke decide decir la verdad, revelar su error, y exponerse a sus consecuencias. A ese problema familiar se le suma otro, el laboral, el hecho de enfrentarse al despido por abandonar el puesto de trabajo en el momento más inapropiado y a pesar de contar con un currículo intachable hasta la fecha. Knight despliega en paralelo, en constante yuxtaposición a través de las conversaciones telefónicas que se van sucediendo, esas dos facetas, el trabajo y la familia, de las que está edificado el estatus del personaje. La destreza en el planteamiento de las situaciones y la brillantez en la escritura de los diálogos (y el buenhacer de Hardy, bien acompañado por las voces del resto de personajes, con los que mantiene conversaciones siempre al límite) son el precioso caudal que concreta el tono del relato, en un constante transitar por lo implosivo (la  dignidad con la que Locke expone la situación y, en consecuencia, va asumiendo las reacciones de sus interlocutores) que Knight desagua en una formidable conversación en la que el personaje charla con uno de sus hijos, ambos tratando de escudarse en una distensión que ya parece imposible, y algo tan anecdótico como la alusión a un partido de fútbol funciona como reverberación de todo el dolor y la angustia que el personaje y su familia han acumulado y, en adelante, deberán sobrellevar.

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Así, y es muy hermoso, Locke termina hablándonos de los errores inevitables que nos definen, de lo mucho que dichos errores pueden comprometer nuestra existencia, nuestra estructura familiar y laboral, ese statu quo que tanto cuesta adquirir y por el que los hombres y mujeres de la sociedad moderna empeñan el grueso de sus esfuerzos. Pero precisamente al hablar del precio que podemos pagar por esos errores, el filme se atrinchera cada vez más en su vocación humanista, para termina elevando, con voz queda pero rotunda, un intento de definición o noción sobre el heroísmo del hombre contemporáneo, que se defiende con mucha más sencillez que los ensayos al respecto que podemos hallar diseminados en filmes o personajes del cine de, por ejemplo, George Clooney y Grant Heslov, Tony Gilroy, Tom McCarthy, Todd Field o Ben Affleck. Más sencillo y que se concreta de forma mucho más contundente. Esa clase de heroísmo al que aludo pasa por admitir nuestra condición falible e intentar lidiar con los equipajes ineludibles por incompatibles que resulten; y, como el retrato de esa noche decisiva en la vida de Ivan Locke nos revela, no es una aseveración ni fácil ni complaciente… La unidad espacial y temporal de Locke no es una mera estrategia narrativa, ni un reto formal, sino una elección tan elocuente como consecuente para representar con la mayor precisión algo tan universal y a la vez tan cotidiano, tan cierto, como la imposibilidad de seguir con nuestras vidas sin asumir los errores y actuar en consecuencia según los propios principios; o, planteado de otra y complementaria forma, lo inevitable de tomar decisiones trascendentes que marcarán el devenir de nuestra existencia.

MAGIA A LA LUZ DE LA LUNA

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Magic in the Moonlight

Director: Woody Allen.

Guión: Woody Allen

Intérpretes: Emma Stone, Colin Firth, Marcia Gay Harden, Jacki Weaver, Eileen Atkins, Simon McBurney, Hamish Linklater, Erica Leerhsen, Jeremy Shamos, Antonia Clarke, Natasha Andrews, Valérie Beaulieu, Peter Wollasch, Jürgen Zwingel, Wolfgang Pissors, Sébastien Siroux, Catherine McCormack,

Montaje: Alisa Lepselter

Fotografía: Darius Khondji

EEUU-GB. 2014. 98 minutos

 

Hechizo inevitable

 Stanley (Colin Firth), el protagonista de Magia a la luz de la luna, es un reputado mago que guarda bajo su autosuficiencia, pose condescendendiente y maneras ariscas, la misma necesidad que la de cualquier ser humano, la de amar y ser amado. De algo tan sencillo nos habla la película que nos ocupa, tesis liviana que quizá Woody Allen necesitara tras el doliente drama Blue Jasmine (2013), a juzgar por la meticulosidad, clarividencia y vivacidad con las que el cineasta pone en solfa el relato. Como cínico irredento que es (o como alter ego en la sociedad pudiente de la Europa de entreguerras del mismo urbanita neoyorquino creativo, inquieto y neurótico al que el propio Allen ha dado vida en tantas ocasiones), Stanley no llega a canalizar los sentimientos que bullen en su interior, y mucho menos sabe expresarlos, pero sí lo hace su confidente, alguien que le conoce muy bien, su tía Vanessa (Eileen Atkins), una anciana con quien Stanley, que siempre pretende trufar con malévola picardía cualquier conversación, mantiene conversaciones en las que varía la asimetría: ella parece decir lo que él quiere escuchar, pero termina arrancándole confesiones verdaderas. Sólo por la habilidad de Allen por expresar, con una economía de medios alucinante, conceptos psicológicos de esta enjundia (de hecho, una sola secuencia describe todo lo apuntado a la perfección) ya merece la pena visionar sus películas. No descubriremos ahora que Allen es uno de los grandes radiógrafos contemporáneos de las pulsiones sentimentales y anímicas del ser humano, pero no está de más apuntar, a la contra de ciertos comentarios, que en sus últimas obras el cineasta no ha perdido fuelle ni ganas, y que, a pesar de sus astutos disfraces –en Magic in the Moonlight le sienta fantásticamente bien el disfraz de lo entrañable– sigue vigente y contundente esa avidez psicologista que es la que en último término nos hace reconocer lo alleniano en esa tan larga y excelsa lista de películas que se caracterizan –especialmente las comedias– por desdoblar argumentos e intenciones, por enrocarse en semejantes conceptos a través de variaciones, principalmente de tono entre lo optimista o lo pesimista, entre lo lúdico, lo dicharachero, lo melancólico o lo sombrío.

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¿Y qué graduación ofrece Allen en 2014? Para reflexionar sobre ello regresamos a la anciana tía Vanessa, quien en un momento de la película le dice a su sobrino una frase que viene a resumir el meollo temático que el cineasta desarrolla en la película: “No sé si el universo tiene o no algún propósito, pero sí que el mundo no está del todo exento de magia”. Pero la magia de la que habla Vanessa no son las proezas de gran mago que Stanley entrega a su público, ni tampoco esas cualidades que aparenta tener Sophie para adivinar los pensamientos ajenos y contactar con el Más Allá. Vanessa, y de hecho el propio título de la película, se refieren al apoderamiento de la vis intuitiva e impulsiva del ser humano, a lo que no puede dejarse regir por la razón, la cultura o el intelecto, y que termina dilucidando la aspiración a la felicidad: la capacidad de abrirse, comunicarse con otro y, en su nota mayor, encontrar el amor. La magia, sus componentes mesmerizantes, vitriólicos o incluso exóticos, son recurrentes en la filmografía del cineasta, funcionando a menudo para tensar planteamientos dramáticos o para sublimarlos por la vía de la ensoñación. Aquí nos sirven para descifrar un agudo campo de batalla entre la mente y el corazón: como mago que es –alguien que hace creer al público que es posible lo imposible mediante trucos que escapan a la percepción del público, como la aparatosa desaparición de un elefante que atestiguamos en el arranque de la película–, Stanley está convencido de que la ciencia y la lógica pueden explicarlo todo y lleva una existencia calculada y pluscuamperfecta; pero ese cálculo y esas convicciones se irán al garete cuando acuda a la mansión de los Catledge y conozca a la joven Sophie (Emma Stone), cuyos trampantojos en los mundos metafísicos precisamente pretendía desenmascarar, para en cambio sucumbir a sus aparentes visiones, pero aún más a sus encantos. Ese itinere del cazador que pasa a ser cazador cazado está sostenido con suma soltura, gracia e intención en las situaciones y diálogos del dispositivo narrativo de la película, pero sobre esa anécdota argumental bulle siempre la noción que Allen explora con sutileza y astucia y que define los términos auténticos del relato, partiendo del parentesco de esos dos protagonistas supuestamente antagonistas (lo que ambos saben y les diferencia del resto, pues ambos son embaucadores profesionales), y llegando a esa conclusión en la que fructifera el hechizo inevitable entre ambos.

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Para desarrollar estas nociones, Allen nos propone viajar a latitudes que merecerían compararse con las que nos proponía Shakespeare en sus comedias, y al mismo tiempo que recibe gustoso la influencia de las mecánicas de edificación de la sophisticated comedy del Hollywood clásico: nos plantea una fábula que se desarrolla en un espacio apartado (la Costa Azul francesa, a menudo enfatizada mediante planos panorámicos en la fotografía de Darius Khondji), y un entorno opulento (la alta sociedad europea en los alegres años veinte), clasificaciones ideales que no hacen otra cosa que dar la espalda a cualquier atisbo de contexto real entendiendo que, precisamente, ésa es la fórmula más válida para que el público pueda asir la universalidad de los planteamientos y tesis. Ése es uno de los dos elementos responsables de que, a diferencia de otras muchas comedias allenianas, la que nos ocupa funcione como un mecanismo de relojería de principio a fin; el otro elemento es la depuración del conflicto, en realidad sólo uno, desgranado a partir de la danza –a la postre romántica– entre dos únicos personajes, Stanley y la joven Sophie, que encarnan, simbolizan y escenifican en buena medida ese conflicto que parece intelectual y material pero termina escorándose hacia lo sensual y sentimental del que nos habla la película. Más que (casi) nunca, Allen deja aquí solos a esos dos personajes, y la nómina de personajes secundarios, perfilados con la sagacidad y esencia cáustica que del cineasta es dable esperar, no están llamados a convocar otros conflictos o siquiera alentar breves subtramas, sino a servir de nada más que pertinentes comparsas de esa danza dramática. Y esa opción, también debe anotarse, no siempre le ha sentado bien a Allen: la hallamos en algunos de los títulos más endebles de su carrera, como Granujas de medio pelo (Small Time Crooks, 2000), Un final made in Hollywood (Hollywood Ending, 2002) o incluso La maldición del escorpión de Jade (The Curse of the Jade Scorpion, 2003), pero a diferencia de lo que sucedía en aquéllos, aquí el espectador se libra de la engorrosa sensación de que el cineasta está exprimiendo una premisa argumental que no da para tanto, y ello es debido a la calculadísima edificación narrativa, a la destreza para establecer un tono y un ritmo más allá de la ocurrencia de algunos gags (como en esos títulos menos apreciables de su carrera), que revierte en una armonía expositiva, que convoca la riqueza de matices por mucho que se sostengan en aparentemente poco. Como es bien sabido, ni los temas ni las premisas son tan importantes en el relato cinematográfico como la forma en la que se desarrollan. En ese sentido, si ciertos seguidores del cine de Allen podrán acusar la película con razón de no condensar muchos motivos dramáticos y psicológicos, no deberían en cambio oponer que no maneje con habilidad, sentido y sensibilidad la brevedad de esos motivos, llevándolos a lo fértil, a veces pletórico.

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En esta era en la que nos hallamos instalados en la que, no importa al paraguas de qué género, las películas parecen buscar buena parte de su eficacia en la sofisticación de planteamientos, Allen explota a lo largo de buena parte del metraje un sencillo y efectivo ardid (spoiler: el que hace que Stanley realmente se crea que Sophie tiene dotes adivinatorias) que cumple la función de ir engrasando el conflicto, muy otro, que le interesa a Allen. En términos de esas variaciones y graduaciones tonales antes aludidas que articulan el imaginario de las comedias allenianas, Magic in the Moonlight se desmarca de toda gravedad para dar un baño de humildad a los accesos de trascendencia en las irresolubles ecuaciones de las relaciones humanas. Magic in the Moonlight no nos habla de la condena de saber y asumir, sino de la recompensa de liberarse de ese equipaje que relaciona la sabiduría con el individualismo. Y eso no es un cambio de tornas en su discurso, sino uno de los elementos fluctuantes a lo largo de su completa filmografía. En la cercanía, hallábamos semejantes paráfrasis en Si la cosa funciona (Whatever Works, 2010), pero no está de más recordar que esa película partía de un guión que Allen escribió mucho antes, en los años ochenta, y que tuvo guardado en un cajón mucho tiempo. Y es que de hecho esa “magia de la que el mundo no está del todo exento” es la misma sobre la que se edificaba la metáfora sobre los huevos que narraba en over Alby Singer (Allen) como improbable (pero cierta) tesis final de la magistral Annie Hall (1976). Sí, el cineasta subraya en Magic in the Moonlight esas posibilidades de redención sentimental por la vía de lo entrañable que ya luchaban por emerger, agazapadas bajo pulsos neuróticos, en sus primeras grandes películas. Y para confirmarlo queda esa secuencia en la que Stanley y Sophie, sorprendidos por la lluvia, buscan y encuentran un resguardo en un observatorio de las estrellas: cualquier aficionado al cine de Allen reconocerá en esa secuencia una cita bastante textual a uno de los momentos más memorables de Manhattan (1978), en el que Allen y Diane Keaton, también sorprendidos por la lluvia en medio de Central Park, se refugiaban en el Museo de Historia Natural y se declaraban su amor en el planetarium. La secuencia del filme que nos ocupa no es tan bella como aquélla, pero la luna y las estrellas que contemplan sí son de verdad. Quizá ahí radica la diferencia entre la mirada de un joven cineasta ávido de ideas y la perspectiva que prefiere contemplar en el último acto de su existencia. Quizá por eso Allen sacó de esa secuencia el título de la película. Quién sabe.

RED STATE

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Red State

Director: Kevin Smith.

Guión: Kevin Smith

Intérpretes: Michael Parks, Michael Angarano, Kerry Bishe, Nicholas Braun, Kyle Gallner, John Goodman, Melissa Leo, Kevin Pollak, Stephen Root, Matt Jones, Cooper Thornton, Kevin Alejandro, Marc Blucas, Ralph Garman, James Parks, Betty Aberlin, Jennifer Schwalbach, Patrick Fischler, Damian Young, Anna Gunn

Música: (Varios)

Fotografía: Dave Klein

EEUU. 2011. 88 minutos

 

Enfermedad cultural

 Las apariencias son engañosas, y uno no sabe hasta qué punto. A simple vista, Red State se nos aparece como una suerte de run for cover de Kevin Smith, cineasta que en los años noventa se labró un estatus de director de culto con una serie de comedias teen de vis generacional y maneras frescas que irrumpieron para dejar huella en el panorama anquilosadísimo del género (Clerks (1994) supuso su eclosión, y Persiguiendo a Amy (Chasing Amy, 1997), su consagración), pero que en los últimos tiempos, demasiado acomodado en su posición, había concatenado nada más que propuestas fallidas o directamente abúlicas –Jersey Girl (2004), la lamentable secuela Clerks II (2006), ¿Hacemos una porno (Zack and Miri Make a Porno, 2008), Cop Out (2010), y diversas continuaciones televisivas de su spin off sobre Jay y Bob el Silencioso– que le llevaron a efectuar un borrón y cuenta nueva. De hecho, y en relación con el hecho indudable de que Smith ha sido un cineasta sobrevalorado, cuyas limitaciones han quedado patentes en el progresivo descalabro de argumentos artísticos de sus comedias, podríamos pensar que el realizador llegó a ser consciente de todo ello (lo que tampoco es fácil, pues tiene un ejército de fans que le venera, especialmente en los EEUU), y decidió planear un cambio radical de registro, una auténtica reinvención de motivos y fórmulas narrativas que le sirviera para reverdecer los laureles de esa condición de autor que muchos y dudosamente le colgaron y aún le cuelgan. Pero no es menos cierto que su proyecto de Red State se remonta un lustro antes de su realización en 2011, y también que en cualquier caso esa reinvención y compromiso artístico queda patente no sólo en el abordaje de una determinada y espinosa temática muy alejada de sus territorios reconocibles cuanto en los considerandos industriales, la bandera realmente independiente de la obra, confeccionada con un presupuesto exiguo y en la que Smith quiso mantener el control creativo aunque fuera al precio de asumir él mismo su distribución y terminar recayendo en el mercado del video on demand. Aunque disto mucho de declararme admirador de su obra –como mucho, me entretuvieron algunas de sus comedias–, no me parecería justo considerar que la idiosincrasia temática e industrial de Red State fueran consideradas como una mera pose, y celebro hallar en ella, con todas sus imperfecciones, uno de los títulos más trascendentes de su carrera, probablemente el mayor desde su opera prima.

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Aunque se vendió desde antes de su realización como un filme de terror, a mí me cuesta ver Red State según semejante codificación. Es pavoroso lo que nos cuenta, eso sí, pero por razones radiográficas, por sus constataciones exacerbadas en torno a contextos culturales que indudablemente tienen mucho fuelle en su país y que, eso queda claro, a Smith le preocupan. No es un filme terrorífico por lo que nos cuenta, y sólo podría serlo por cómo nos lo cuenta, pero Smith no se maneja con soltura articulando (o sirviéndose de) convenciones terroríficas a partir del uso de la steadycam y la filmación de la violencia –sea psicológica o física–, y sus estrategias, herederas de otras y más ilustres miradas sobre lo que hoy podríamos convenir como una definición contemporánea del cinema verité [del Elephant de Gus Van Sant (2003) al Polytechnique de Denis Villeneuve (2009)], a lo que alcanzan es a erigir un filme de tesis, algo que, por evidente que resulte desde el primer minuto del metraje, tampoco debe ser objeto de descrédito alguno, y no sólo por lo aguerrido de los planteamientos de la película sino también por el hecho de saber defenderlos desde lo visceral a través de un guión que cierra filas en torno a su unidad de escenario y tiempo (o casi) y a la atmósfera pesada y absorbente que semejante planteamiento habilita, una atmósfera que, sin apuntes visuales especialmente lustrosos, se defiende a sí misma merced de la claridad de ideas expositivas, que lima convenientemente la tendencia que Smith tiene (y que aquí controla bastante bien aunque alguna fuga le delate intenciones) de dejar que lo verborreico se apodere de la inercia de sus relatos.

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El filme, furiosa denuncia de los postulados racistas y enfermizos de las sectas religiosas y de, y la trenza de relación es interesante, de la legitimidad de la Segunda Enmienda de la Constitución (el derecho a tener armas de fuego), empieza y termina con sendos y reconocibles espejos en la Historia propia reciente: empieza con las imágenes de una manifestación anti-homosexualidad en el funeral de un homosexual, que uno estaría tentado de decir que es una exageración de términos si no fuera por su escalofriante correlato con la realidad, las prácticas de la Westboro Baptist Church del pastor texano Fred Phelps; y alcanza el clímax en un enfrentamiento a tiros a las puertas de la iglesia que regenta el personaje tan bien encarnado por Michael Sparks, clímax que evoca claramente a la Masacre de Waco (de nuevo Texas, 28 de febrero de 1993), en la que el ATF (Departamento de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego, que en la película está capitaneado por el personaje que encarna John Goodman) organizó una redada en el rancho de los davidianos que lideraba David Koresh, que terminó con un enfrentamiento armado en el que perdieron la vida cinco miembros de la secta y cuatro agentes, por mucho que aquello sólo fuera el principio de un asedio de cincuenta y un días que terminó del modo más fatídico. De hecho, Smith pone todo de su parte para que esas alusiones no resulten nada veladas. Su denuncia es en voz alta y sus herramientas son una serie de juegos sugestivos que, confrontados a esas referencias históricas, dotan a la película de personalidad e intensidad.

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No sé si a seguidor alguno del cine de Smith se le puede escapar el hecho de que los tres teenagers que parecen al principio capitalizar el relato [de un modo semejante a como, poco después lo sabremos, lo hacía Janet Leigh en Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960)] están ahí para, más allá de simplemente servir de anzuelo y fórmula de presentación de la historia –cuyo meollo, y dos terceras partes del metraje, discurren en una noche en el interior del rancho del pastor que encarna Parks–, proponer un comentario metanarrativo en torno a las propias herramientas expresivas que Smith abanderó en sus comedias, pues podría perfectamente tratarse de los ociosos jóvenes de Clerks o de Mallrats (1995) que, sin comerlo ni beberlo, se deslizan del escenario de una de esas comedias al otro y bien opuesto, terrorífico, de una realidad sangrante. Smith juega bien esa baza de sugestividad despreciando progresivamente cualquier asidero del espectador fruto de los mecanismos de identificación con propios o extraños: el modo alarmante en el que se va engrosando el body count va a la par que las estrategias del cineasta para llevar el relato a la abstracción y al comentario sociológico puro (y de paso, regresando a lo antes comentado, denegar al relato cualquier parentesco con el género de terror). Ninguna vida vale nada, cualquiera es candidato idóneo para perder los sesos o perecer bajo el fuego a la primera de cambio, o, aún peor, en un letal (e intencionado) interruptus de una fuga climática. La denuncia sólo puede funcionar de esa manera, dejando que todo el carisma quede acumulado en las palabras y actos del artero pastor que encarna Parks. A pesar de que tras el climático enfrentamiento Smith no pueda evitar incluir una suerte de epílogo totalmente innecesario (en el que el personaje de John Goodman departe con sus superiores sobre lo acaecido), al menos es capaz de reservar el cierre de la función a una última imagen del pastor, entre rejas pero no derrotado, imagen que remite a lo mefítico, a la maldad pura que sobrevive y que no hace otra cosa que ajornar sus siguientes y maquiavélicos estragos en el corazón y el alma de los parias. Esa última imagen recapitula de forma brillante la tesis de Smith: el pastor es el auténtico protagonista de la función y quien termina definiéndola como lo que es: un viaje al lado dantesco de la existencia americana.

 

INTERSTELLAR

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Interstellar

Director: Christopher Nolan.

Guión: Christopher y Jonathan Nolan, según una historia de Kip Thorne.

Intérpretes: Matthew McConaughey, Anne Hathaway, Jessica Chastain, Bill Irwin, John Lithgow, Casey Affleck, David Gyasi, Michael Caine, Matt Damon, Wes Bentley, Mackenzie Foy, Timothée Chalamet, Topher Grace, David Oyelowo, Ellen Burstyn

Música: Hans Zimmer

Fotografía: Hoyte Van Hoytema

EEUU. 2014. 169 minutos

La luz al final de los laberintos de Nolan

 Cada película de Christopher Nolan supone un auténtico acontecimiento, cita de gregarios partidarios o detractores que desde cualquier foro, con mayor o menor conocimiento de causa/imaginación/razonamiento/inteligencia tratan de desentrañar la miga de la película para recomendarla al prójimo o alertarle contra ella. En esta era de apoderamiento de la comunicación vía redes sociales esta fenomenología en realidad trasciende de los parámetros de discusión sobre las virtudes/defectos de un cineasta e invita a sacar otro tipo de conclusiones referidas al comportamiento socio-cultural. Pero eso, por supuesto, queda fuera del objeto del análisis que aquí interesa, aunque sí queda constancia de que el peligro de contaminación es grande. Por ello digo de entrada que trataré de no buscarle hermanos mayores a Interstellar. No pretendo hablar aquí de 2001: una odisea del espacio (2001: A Space Odissey, Stanley Kubrick, 1968) para establecer parangones, como tampoco los buscaré con Elegidos para la gloria (The Right Stuff, Phillip Kaufman, 1983), con Contact (Id, Robert Zemeckis, 1999) o con  otras obras con las que de un modo u otro se emparenta Interstellar, de hecho las dos citadas mucho más que con el título de Kubrick. Pretendo hablar en cambio de Memento (Id, 2000), de El truco final (El Prestigio) (The Prestige, 2006) o de Origen (Inception, 2010). Pretendo hablar de Nolan. Intentaré no caer en la trampa, auto-asumida por tantos comentaristas del cine del autor de El Caballero Oscuro (The Dark Knight, 2008), de comparar la pieza con otras icónicas de antaño únicamente para tratar de revelar sus flaquezas, argumento dudoso en el planteamiento y falaz a más no poder en sus conclusiones concretas. No hay que caer en la trampa de dar por sentado que Nolan es el director mejor considerado del cine norteamericano y enrabietarnos contra esa (¿asumida?) máxima para negarla. No hay que condenar a Nolan por tener éxito, otro ejercicio de incoherencia supina que se estila mucho (aunque de hecho se ha estilado siempre: pienso en Spielberg, y antes en Hitchcock, por ejemplo). Mejor, o más pertinente, considero hablar de algunos aspectos definitorios de Interstellar que, para quien esto rubrica, hacen de la película un eslabón coherente en el desarrollo filmográfico de Nolan, un desarrollo filmográfico en el que la ecuación industrial juega un peso importante, pero que resulta apasionante más allá de ese considerando. Por lo que cuenta, por cómo lo cuenta.

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En realidad el trayecto de Nolan en el cine mainstream se caracteriza por una traslación a los parámetros o convenciones de Hollywood de unas determinadas, diría que más bien indomeñables, incluso obstinadas pulsiones creativas, de balance psicologista, y que han inquietado al cineasta desde su primer largometraje, Following (1998). Nos adentramos en cuestiones de dramaturgia y atendemos a una galería de personajes siempre torturados, a menudo trágicos, captivos de sus obsesiones, de sus miedos. Ni el propio Batman se libraría de esos epítetos en la determinada y exitosa lectura que del personaje creado por Bob Kane y Bill Finger efectuó el cineasta, cuyo antes citado título central, además de adentrarnos en la materia espinosa de la imposibilidad de la Justicia, proponía una apasionante digresión sobre la inevitable complementariedad de la dicotomía del Bien y el Mal. En Memento y en Insomnio (Insomnia, 2002) se trazaba la peripecia desquiciante de sendos personajes –más cercanos al estoicismo que a la auténtica heroicidad– que trataban de resolver un crimen, en una búsqueda de la verdad obstinada precisamente por la desventaja con la que debían encarar esa búsqueda. La relación asimétrica que se establecía entre dos personajes careados por un caprichoso azar edificaba la trama de Following, anticipando la relevancia, casi perenne en su filmografía, del doppelgänger, llevada a su máxima expresión en la abrasiva historia de la pugna entre dos magos en El truco final. La violencia como herencia, los traumas y sus purgatorios, las irresolubles aristas de los instintos y ambiciones humanas son conceptos marcados a fuego en las historias de Nolan. Pero no recordamos esas historias meramente por sus enunciados argumentales, sino más bien por las siempres arriesgadas, difícilmente parangonables, proposiciones cartesianas de la arquitectura narrativa puesta en solfa por el realizador, una labor de muy esmerada escritura de guiones que de hecho exige unas cualidades de puesta en escena muy específicas en las que Nolan se ha doctorado: hablamos de esculpir repeticiones/variaciones a través de la escenografía y el montaje, de utilizar la luz y los movimientos de cámara como manifestaciones de un determinado angst de los personajes, la música como su apéndice atmosférico, todo ello estructurado de manera que la progresión de las tramas funcione asimismo como un progresivo encaje de piezas, un llevar al paroxismo escenográfico el clásico proceso de descubrimiento de los personajes que va parejo a ese descubrimiento por parte del espectador, paroxismo que de suyo lleva a constataciones deprimentes sobre la naturaleza humana, sus ambiciones y flaquezas, sus obcecaciones y errores inevitables en el tablero despiadado de la existencia.

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Pero, es cierto, el cine de gran formato de Hollywood tiene sus exigencias, y Nolan fue moldeando la forma de plasmar esas sus inquietudes para satisfacer las expectativas de ese gran público sin traicionarse a sí mismo. Se trataba de utilizar semejantes moldes pero liberar a esos personajes de la negrura en la que se hallaban sumidos, recompensarles tras el espinoso trayecto. Al hombre murciélago, a quien en Batman Begins (Id, 2005) habíamos conocido luchando y venciendo algo tan pavoroso como la sustancia pura del miedo, íbamos a verlo, en el título final, El caballero oscuro: la leyenda renace (The Dark Knight Returns, 2012), resurgir de sus propias cenizas para abanderar una batalla definitiva que ya no era suya, sino de su ciudad. Y en la celebrada Origen, la deconstrucción del relato (y el cuestionamiento del espacio y el tiempo) al servicio de un itinere alucinado por las marismas de lo onírico invitaban al espectador a tomarse el artefacto narrativo como un juego (o más bien circo de tres pistas), lo que por otra parte, en la espesura de esas capas de lectura con las que Nolan trufa sus ficciones, no desmerecía la naturaleza aturdida, doliente, estigmatizada de los actos que se veía obligado a asumir el protagonista de la función, a quien tan bien encarnaba Leonardo DiCaprio. En Interstellar hay otro juego de estímulos intelectuales al espectador, y aunque dé la impresión de que es en la tensión entre las servidumbres cientificistas y las licencias en ese mismo campo donde se fraguan esos estímulos al espectador, en realidad o más bien están sobreimpresionadas por un relato bien sencillo sobre dos personajes, un padre y una hija, que se debaten entre las razones de su distancia y las quimeras de su reencuentro de principio a fin del metraje: es esta edificación de conflicto dramático la que tamiza las piezas esenciales de este, otra vez como en Origen, itinere por lugares hostiles y alejados de la seguridad del hogar, capaces de transgredir la apariencia invulnerable del espacio y del tiempo, y que generan una profunda incertidumbre con la que los personajes se ven obligados a lidiar de principio a fin. A fin de cuentas, y desde la perspectiva de cómo nos narra Nolan sus relatos, ¿seguro que es tan trascendente la diferencia entre los periplos de los personajes que acaecen en las profundidades de un sueño o aquéllas que tienen lugar en la inmensidad del espacio?

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Tanto el personaje de Di Caprio en Inception como el que con tanta convicción asume Matthew McConaughey en Interstellar sí son indudablemente héroes, nómina a la que por supuesto debe añadirse el Christian Bale de la trilogía sobre el Caballero Oscuro. Y aquí hallamos una noción importante que sostiene ese moldear los relatos por parte de Nolan para atender las exigencias del mainstream. Pues la gracia del asunto es que, a poco de pensarlo, muchas de las premisas y conflictos por los que dichos personajes transitan son intercambiables. Y, desde el punto de vista analítico, centrado en la personalidad del cineasta –poco discutible: quienes denostan el cine de Nolan afirman que esa personalidad sostiene lo vacuo, pero no la niegan–, ese dato me parece harto relevante. Nolan es de esos cineastas a quienes resulta muy adecuado adjudicar aquella máxima que dice que los directores filman una y otra vez la misma película. Para él, la intriga se supedita a la construcción y no a la inversa. Las cartesianas y complejas estructuras argumentales, a juego con una sintaxis cinematográfica determinada, siempre sirven a idénticas intenciones últimas: las motivaciones de los personajes siempre van parejas –incluso existe una llamativa repetición de tipologías asumidas por actores de perfil parangonable (Bale, Di Caprio, McConaughey) o directamente por los mismos actores–; la labor escenográfica y de montaje tiende a encapsularles en escenarios recurrentes que simbolizan necesidades, urgencias febriles que dirimen los conflictos dramáticos; el cierto hieratismo expositivo, las propiedades compositivas de los encuadres y de los movimientos de cámara –el cine de Nolan es espectacular, pero participa bien poco del gusto por el movimiento espídico de la cámara que es moneda de cambio en el cine de acción en sentido amplio del cine actual– funciona como constante énfasis de esas necesidades perentorias, casi siempre angustiosas, que crucifican a los personajes en la marea de hostilidades de trasfondo psicológico (a veces filosófico). En ese sentido, ad exemplum, serviría igualmente para Origen la cita de Dylan Thomas que se convierte en coda en Interstellar, ese adentrarse con rabia en territorio oscuro (“Do not go gentle into that good night”), cita significativa para el argumento del filme que nos ocupa pero aún más para enmarcar todas estas disquisiciones sobre las ficciones de Nolan en el cine mainstream, la tensión inevitable entre las inercias oscuras y laberínticas de sus historias y la necesidad de que sus protagonistas –aquí ya sí, héroes- lidien en busca de la luz, de una salida del laberinto.

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Esas señas idiosincrásicas irrenunciables, y principalmente propias del thriller psicologista o existencialista, se moldean convenientemente a los parámetros de los géneros/temáticas de los proyectos que Nolan asume, siempre –dada su posición de poder en el establishment, que le permite escoger los proyectos que le interesan– proponiendo una alineación de forma y fondo que lleva a su territorio esas fórmulas genéricas/temáticas predeterminadas, una suerte de apropiación personal, muy enfática, con la que Nolan reclama sus credenciales. El caso más evidente es la que para muchos fue reinvención operada con la mitología batmaniana (en realidad fruto de la lectura hacia intencionados sentidos de antecedentes diversos –y muy nobles- de los cómics sobre el superhéroe de Gotham), pero el predicado sirve para cualquier otra de sus obras en Hollywood. Y en Interstellar habilita una lectura del cine sobre expediciones espaciales que exprime algunas de sus convenciones mientras renueva o diluye otras, estableciendo todos esos reflejos especulares, tributos, relecturas, homenajes u oposiciones a la surtida nómina de filmes que en Hollywood –y fuera de él– se han ocupado de los viajes en el espacio. De lo que más se habla cuando se habla de Interestellar ahora, tras el impacto del estreno, es de su bagaje cientificista, de su aparato racional, del escudo de credenciales intelectuales que supone contar una historia urdida por un físico teórico, Kip Thorne, que también participa en la escritura del guión como asesor técnico. Y no se trata de una mera sofisticación, pues las ambiciones narrativas en ese aspecto son ciertamente muchas, y los dos hermanos Nolan –autores del guión– se adentran en complejos conceptos relacionados con la astrofísica para dirimir la progresión de la trama. Pero saber si se empantanan en esos conceptos, si, utilizando la expresión castiza, nos dan gato por liebre es un debate absurdo. Me parece a mí que todos esos conceptos se raílan modélicamente para urdir una ficción especulativa cuyo alcance filosófico no resulta tan importante, cinematográficamente hablando, como su hechura en términos estrictos de lenguaje narrativo y visual.

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Así, para mí, lo que hace de Interstellar una película fascinante es la movilización de todas las piezas nolanianas en ese nuevo tapete, que se revela tan arriesgado como fértil. Arriesgado porque la propia articulación del relato, las complejidades técnicas que baraja, su aproximación a la vez minimalista y espectacular a los viajes dimensionales dotan al relato de un ritmo a veces contemplativo, donde el engarce entre esas premisas de las exploraciones espaciales y el núcleo duro dramático (las relaciones entre el padre y la hija que protagonizan el relato) resulta a veces problemático, como sucede por ejemplo en determinados pasajes que se narran, pasada la mitad del metraje, utilizando un montaje en paralelo entre lo que acaece en la Tierra y lo que tiene lugar en los confines de otra galaxia, cross-cutting algo forzado en sus definiciones concretas por mucho que se pueda argüir que, a nivel macroconceptual, escenifique bien esa lucha contra el tiempo por salvar a la humanidad tras el fin del mundo. Pero esas soluciones cuestionables conviven, la mayoría de las veces, con una exposición dramática modélica desde su propio planteamiento (Hollywood en los últimos tiempos nos ha hablado mucho del apocalipsis, y en Interstellar la percepción de ese desastre final se articula de forma bien distinta a esas convenciones al uso, a través de una magníficamente sostenida coda de detalles descriptivos en un determinado y aislante escenario distópico: la casa de campo de la familia de granjeros, los estragos de la arena…) y que, con la complicidad de unos actores en estado de gracia, progresa rápidamente hacia cotas de intensidad innegables que son las que, al fin y al cabo, sostienen la sustancia caliente, épica, del relato, para alcanzar una solución vía clímax alucinado en la que el repliegue de piezas, tantas veces anunciado, tantas veces diferido, encaja de esa forma cartesiana que tanto interesa a Nolan pero, más que nunca en su cine, en un sostén de liberada emotividad.

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Por mucho que exista un afán reseñable de credibilidad científica en los  enunciados teóricos relacionados con el espacio, es una evidencia incuestionable que el parapeto último de esa credibilidad, el límite con lo fantástico, es libre y abiertamente atravesado por el cineasta para ofrecernos una refulgente vis exterior a su relato. Ciertamente, la película cuenta con un presupuesto que permite alcanzar proezas, pero no siempre esos holgados presupuestos redundan en una labor visual tan extraordinaria. Esa partitura espectacular de imágenes se define por sus constantes retos técnicos, de efectos visuales, para la visualización (el interior de agujeros de gusano, la apariencia de los agujeros negros) o exploración de las entrañas del viaje (la apariencia y cinética de las naves espaciales o sus dependencias, la ingravidez, los espacios inhóspitos de diversos planetas de bien distintas orografías,…), imágenes de impacto que Nolan orquesta con magnífico sentido expositivo, dramático, auxiliado por sus credenciales de montaje (esas credenciales que a veces, de forma incomprensible, se utilizan como arma arrojadiza contra el estilo del realizador), que son indisociables de esos barridos atmosféricos constantes de la partitura de Hans Zimmer y de la labor extraordinaria del operador lumínico, aquí Hoyte Van Hoytema en lugar del habitual Wally Pfister. Interstellar exprime con toda la exuberancia que era dable esperar el desafío del macroespectáculo y añade una gran película al haber filmográfico de su cineasta y a la tradición más luminosa (no confundir con acomodaticia) del cine de ciencia-ficción.

PERDIDA

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Gone Girl

Director: David Fincher.

Guión: Gillian Fynn, según su propia novela

Intérpretes: Ben Affleck, Rosamund Pike, Neil Patrick Harris, Tyler Perry, Kim Dickens, Patrick Fugit, Carrie Coon, Missi Pyle, Kathleen Rose Perkins, Scoot McNairy, Sela Ward, Emily Ratajkowski, Lee Norris, Casey Wilson, Lyn Quinn, Lola Kirke, David Clennon, Lola Kirke

Música: Trent Reznor, Atticus Ross

Fotografía: Jeff Cronenweth

EEUU. 2014. 143 minutos

The Missourian Man vs Amazing Amy

 Aunque más de uno cuestionó el prestigio de David Fincher cuando se puso tras las cámaras tres años atrás para adaptar un best-seller literario, Millenium: los hombres que no amaban a las mujeres (The Girl with the Golden Tattoo, 2011) –con el argumento prejuicioso de tratarse de un mero artesano, que según qué convenciones críticas se asimila a ser una suerte de mercenario del film making–, parece que las aguas regresan a su cauce a la vista del entusiasta recibimiento de crítica (y público) de esta Gone Girl, a su vez adaptación literaria, aunque de un título no tan famoso, escrito por Gillian Flynn, también firmante del libreto de la película. En este prestigio recuperado quizá tenga que ver también la intervención de Fincher como productor ejecutivo y realizador del piloto de House of Cards (2013-      ), una de las series recientes cuyo marchamo de alta calidad es poco cuestionado. En todo caso, peregrino resultaba el argumento de denostar a un cineasta que acumula en su bagaje filmes como Seven (Se7en, 1995), Zodiac (Id, 2007), El curioso caso de Benjamin Button (The Curious Case of Benjamin Button, 2008) o La Red Social (The Social Network, 2010), pero tanto Millenium, como House of Cards como esta Perdida pueden ayudar a perfilar una serie de contornos creativos y contextuales en torno a los cuales se edifica el prestigio en el cine de Hollywood actual. Por lo que hace y por cómo lo hace; o por lo que decide filmar y por cómo lo filma, Fincher es uno de los realizadores actuales que mejor sirve de barómetro para analizar cuestiones que relacionan la ética y la estética de una determinada obra hija de una determinada época y un determinado pabellón. La que vivimos y el cine americano de target de público adulto.

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Y tras hablar de prestigio, hablemos de personalidad: a pesar de que la emotividad a flor de piel de Benjamin Button puede despistar a alguno, ni siquiera aquella película se libraba de un elemento ominoso, sombrío, de trasfondo trágico en su radiografía de la soledad inherente al ser humano, elemento que vertebra, junto a otros que se armonizan con aquél, un para mí bastante férreo discurso cinematográfico, el que Fincher con los años ha ido acumulando a través de sus películas, ya desde su debut con la tantas veces discutida, interesante Alien 3 (1993). Aunque en sus primeras obras, y hasta La habitación del pánico (Panic Room, 2002), la indudable habilidad de Fincher para la puesta en escena y la ciencia del montaje era compartida con una vocación manierista que a veces saturaba el propio voltaje atmosférico, en todas esas películas, en los temas manejados y en las fórmulas visuales que los sintetizaban, ya se detectaba ese angst, esa mirada percutante y asfixiada sobre determinados ejes del funcionamiento socio-cultural que definen al individuo en la sociedad moderna. Pero felizmente, Fincher ha ido limando esa tendencia a los excesos efectistas, ha ido sofisticando sus maneras –un poco, también debe decirse, como correspondencia con la sofisticación que ha sufrido la narrativa en Hollywood merced, entre otras cosas, de la sana contaminación de las fórmulas televisivas actuales–, sin que por ello se haya resentido un determinado estilo que ha evolucionado de forma coherente película a película y a través del cual el abordaje de esos determinados temas, esa mirada, ese discurso, han ido ganando densidad y potencia alegórica o reflexiva, según los casos. El alcance corrosivo indudable de filmes como Seven, The Game (Id, 1997) o El club de la lucha (The Flight Club, 1999) no queda desmentido, sino depurado, en las claves de maduración estilística que se detectan en Zodiac o La Red Social.

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Y para los amantes del Cine, el cineasta norteamericano es a su vez uno de los más competentes, incisivos y constantes discípulos contemporáneos de la clase de modernidad que, desde múltiples puntos de vista, encarnaron creadores como Alfred Hitchcock y Fritz Lang (aunque sobre este último me estoy ciñendo a su aportación a la industria de Hollywood, especialmente en el noir). Esta relación de correspondencia, en realidad compleja y difusa como lo es la lectura de los signos cambiantes de tiempos cambiantes a través de estéticas cambiantes, daría para un largo estudio que excede la ambición de estas líneas, donde lo que sí podemos hacer es centrar en esos términos el análisis de lo que da de sí esta muy estimulante Perdida. No para sugerir (hay que ser cautos con estas cosas) que Fincher se halle a la altura de Lang o Hitchcock (para quien esto firma dos de los mayores talentos de la Historia del Cine, sin discusión), pero sí para, bien al contrario, celebrar la importancia, y vigencia, de ciertas herencias.

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David Fincher himself: “Perdida es la vivisección de un matrimonio”. “Es una historia de misterio que pronto se convierte en un thriller del absurdo, hasta que queda claro que en realidad se trata de una sátira” (de la entrevista publicada en Dirigido por, nº 448, octubre 2014, págs. 30-33). De entrada, semejante aseveración se caracteriza por su voluptuosidad, por su ambición, una ambición que –seamos francos– difícilmente encaja en las fórmulas narrativas que se estilan en el cine mainstream. Que esa declaración, que lo es de intenciones, cristalice –como realmente creo que cristaliza– en los resultados fílmicos ya nos revela la inteligencia e indiscutible habilidad de Fincher para condensar y exprimir temas a través de sus capacidades como narrador cinematográfico. Lo que sucede, en un primer visionado de Perdida, es que precisamente esas ambiciones, que revierten en una multiplicidad de registros y estructuras narrativas coexistentes –no necesariamente convergentes–, descoloca al espectador, pues sus expectativas son torpedeadas en diversas ocasiones obligándole a una reasimilación que le hace avanzar titubeante en la asimilación de lo narrado durante toda la segunda mitad del metraje, concretamente desde el momento en el que el filme destapa su incógnita sobre qué sucedió realmente la mañana de 5 de julio con Amy (Rosamund Pike).

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Hasta ahí la película se sostenía en la narración tanto de los antecedentes del caso como, mediante narración en dos tiempos, el periplo que aguarda a Nick Dunne (Ben Affleck) desde aquella misma mañana de la desaparición de su esposa. En esa primera hora larga de metraje uno no puede por menos que descubrirse el sombrero ante la meticulosidad escenográfica de Fincher, que logra concretar la historia y las sinuosidades del conflicto puesto en solfa en una brillante danza de montaje a partir de estilizadas estampas, que ya le conocíamos al cineasta de Zodiac y de, más depuradas, set-pieces aislados de Benjamin Button y la coda narrativa de La Red Social, en aquel caso atribuyendo parte del mérito a Aaron Sorkin, en esta ocasión también al andamiaje sincrético de Gillian Flynn, por mucho que no podamos por menos que rendirnos a la evidencia de que es en la clarividencia descriptiva, visual, de esas siempre breves escenas contrastadas unas con otras en el relato en dos tiempos que Perdida alcanza una intensidad indiscutible. Y en esta primera hora del relato, y merced de esa perspicacia expositiva de las motivaciones de los personajes, es donde aflora la vena hitchcockiana de la película, explorada a través de las tan estimulantes líneas de ambigüedad que van dehojando este relato sobre un falso culpable (o no): un juicio imposible, cada vez más turbio, cada vez más desconcertante por la naturaleza de las reacciones del personaje que tan bien encarna Affleck, cada vez más contaminado por elementos externos, donde se impone la muy hitchcockiana mirada cínica ante los personajes satélite de la trama, de lo que se deduce una suerte de entomología del comportamiento social, pues hay una mirada demiúrgica que se impone por encima de las sombras de la duda de las pesquisas policiales, los esfuerzos asimétricos de Nick y de los padres de Amy por solicitar el auxilio comunitario, las descalabrantes confesiones de Nick a su hermana melliza Margo (Carrie Coon)… Un demiurgo, Fincher, que juega con la crispación del espectador de principio a fin, aunque se reserve para el último tercio de metraje, cuando la trama ya haya merecido un par de vueltas de tuerca, para afianzar su diagnóstico.

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Hasta ahí teníamos lo que Fincher definió como “historia de misterio”, tras la que espera el “thriller del absurdo”. Primer y principal requiebro de tono del relato, en la asunción del punto de vista de la desaparecida, que da lugar a un retrato sobre lo psicopático pletórico de extravagancias y apuntillado con un clímax grandguiñolesco. Este segundo tramo narrativo, (diría que deliberadamente) menos metódico en su exposición, y participante de buena parte de las convenciones del thriller contemporáneo (principalmente merced de los juegos con lo subjetivo que descascaran los axiomas que el espectador aceptaba: el cuestionamiento de la naturaleza de los flashback que habían tenido lugar en lo precedente, pues obedecían a una escritura de diario cuya veracidad ahora es severamente puesta en cuarentena), funciona asimismo, y resulta chocante,  como modélica trenza en el devenir que es dable esperar de las reglas esenciales del drama, las que nos arrojan al clímax del nudo del relato (spoiler: por supuesto, la imagen del regreso a casa de una ensangrentada Amy), pues aunque esas líneas de ambigüedad en el estudio psicológico se han diluido (ese cambio de tono, que de hecho invierte los mecanismos de identificación del espectador con Nick y Amy), esos personajes protagonistas se han visto arrojados al callejón sin salida de su iter en el relato: Nick es detenido por la policía y pesa sobre él un cargo de homicidio de su esposa; (spoiler) Amy sufre un irónico percance (le roban su dinero) y ve cómo su plan pluscuamperfecto se desmorona, siendo obligada a improvisar una nueva salida en adversas condiciones.

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Ese reencuentro del matrimonio mal avenido, que terminaría de finiquitar el relato de misterio, no resuelve sin embargo la trama en sus multiformes términos. Quedan cabos por atar, y al hallarse el espectador instalado en la inercia del thriller las expectativas pasan por ahí: ¿habrá un último acto sangriento? ¿Se hará justicia? Pero, antes lo mencionaba, la Justicia es un concepto demasiado difuso, imposible en los vericuetos del cine de Fincher, y si al cineasta en ocasiones se le ha tildado de polémico es precisamente porque no hace concesiones en ese sentido. Así, las segundas expectativas, las del último y contundente estertor del thriller se trocan en otra cosa, una solución argumental antipática y malditamente coherente, una disolución lenta y pesimista de las piezas de convicción que edificaban el conflicto central de los personajes, quienes terminan siendo devorados por el estereotipo que el entorno había construido de ellos. Nick y Amy, convertidos en carnaza para la opinión pública, asumen su rol como tales y se entregan al juego, entendiendo que pueden (o incluso que deben) sacar partido de su posición. Como dice Fincher, a la postre “queda claro que en realidad se trata de una sátira”, pero Fincher es un demiurgo triste (aunque a veces confundan esa tristeza por frialdad), y sus sátiras son tirantes, crudas, caracterizadas menos por su aderezo irónico que por su objeto, la censura, la disección implacable, en este caso de la institución del matrimonio en la sociedad en la que vivimos.

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Así que Perdida termina hablando de lo que queda cuando ya no queda nada, de la apariencia que no sólo maquilla la circunstancia sino que puede sobrevivirla. Nos habla de un circo mediático que convierte en grotescas todas las premisas que maneja, y nos interpela sobre las razones por las que así sucede: ¿no es ese circo mediático la justa medida, la reverberación precisa de la hipocresía como coda de las relaciones humanas a todos los niveles? Y así alcanzamos las latitudes del Lang de Furia (Fury, 1936) o Mientras Nueva York duerme (While the City Sleeps, 1957). Pues todos estos elementos, me parece a mí, merecen categorizar la película dentro de los parámetros del cine negro, y me estoy refiriendo a sus parámetros más densos y atmosféricos, los anímicos, los que proponen radiografías feroces de la monstruosidad en el comportamiento social y cultural. Ésta, fruto del desconcierto final que deja en el espectador, termina siendo la baza más majestuosa que guarda bajo la manga Fincher en esta Perdida, sobre la que no me apetece discutir si es o no la obra más redonda de su autor pero sí defiendo como una de las que revela de modo más diáfano sus tesis como cineasta, o, dicho de otra forma, sus conclusiones como ilustrador/radiógrafo de una determinada época, la suya. Y me parecen valiosas.

EL SUEÑO DE ELLIS

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The Inmigrant

Dirección: James Gray

Guión: James Gray y Richard Menello

Intérpretes: Marion Cotillard, Joaquin Phoenix, Jeremy Renner, Angela Sarafyan, Antoni Corone, Dylan Hartigan, Dagmara Dominczyk

Música: Chris Spelman

Fotografía: Darius Khondji

EEUU. 2013. 118 minutos

Un lugar en el mundo

 Desde la imagen de la estatua de la libertad con la que se abre la película, The Inmigrant se erige, en primer lugar –no en importancia, me refiero a su sondeo por parte del espectador conforme avanza el metraje– en una cita y declaración de pleitesía al cine de Francis Ford Coppola, concretamente a los pasajes de El Padrino, Parte II (1974) que discurrían en la Nueva York de principios de siglo, el flashback protagonizado por el joven Vito Corleone que encarnó Robert De Niro. James Gray no cuenta con ese De Niro –el de entonces, que indudablemente sería muy conveniente para sus causas narrativas; el de ahora no le serviría–, pero es capaz, con ayuda de su operador lumínico y del responsable del diseño de producción, de evocar las imágenes, sin duda para Gray míticas –para mí también, no lo vamos a negar– de aquellos pasajes a menudo sublimes del segundo Padrino. En la secuencia de arranque, la cámara efectúa movimientos laterales y frontales entre las colas de inmigrantes que se hallan a la espera de cruzar esa misma puerta de acceso por la que Vito Andolini, de Corleone, terminó ingresando en los EEUU. Lo mismo trata de hacer Ewa Cybulska (Marion Cotillard) y su hermana Magda (Angela Sarafyan), que, enferma de tuberculosis, será puesta en cuarentena en un sanatorio de la isla. Pero la cita no se agota en las semejanzas entre esas secuencias de apertura. Las primeras imagenes de Nueva York diríase que emergen cuales tableaux vivant de la cosmogonía visual que Coppola, con el inestimable apoyo de Dean Tavoularis, cimentó de una determinada imagen de aquella ciudad y aquel momento. La sensación sigue acrecentándose cuando accedemos al interior del piso de Bruno Weiss (Joaquin Phoenix), el empresario judío de farándula que ha sacado a Ewa de aquella pesadilla burocrática, y reconocemos un decorado muy parecido al de la vivienda del joven Vito y su esposa, donde terminarían poniendo una alfombra para que el pequeño Santino jugara en el suelo. Y aún se acrecienta cuando las imágenes nos trasladan a aquel modesto cabaret en el que tiene lugar un espectáculo barato de burlesque del mismo modo que en El Padrino, Parte II tenía lugar una opereta melodramática, que terminaba con la fatídica interpretación del Senza Mamma. Y en todo lo que se ha dicho, por supuesto, la sombra más alargada es la de Gordon Willis, esa iluminación algo desvaída, de tonos algo virados en sepia, que comparece en aquellas imágenes para hacer evidente la cita o más bien omaggio, pero permanecen a lo largo del metraje para sedimentarse en el alma del relato.

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Pero Coppola en buena medida utilizaba esa estética de Willis para contraponerla con las imágenes del otro foco narrativo del filme, el que protagonizaba Al Pacino, y para dotar a las imágenes de una sensación de fotos antiguas, de algo añejo, que en última instancia podían asociarse, por esa vía, con otra entraña narrativa, cierta cualidad nostálgica, otra musicalidad. Gray y su operador Darius Khondji, en cambio, no oponen nada a esa luz algo mustia, a esa cualidad del contraste que se respira en las imágenes del primer al último suspiro del filme, y su función dramática es otra, que tiene menos que ver con el hecho de estar relatando una historia del pasado que con la miga dramática, con una determinada, febril, temperatura de los sentimientos de los personajes que se ponen en solfa melodramática. Y ése no deja de ser un pertinente ejemplo para ilustrar qué hace Gray con sus (muchos) referentes: los acoge en el seno de su relato de forma armónica, con una determinada intención que escarba en lo esencial del relato y no en lo anecdótico, en la maraña de conflictos entre personajes y no en el mero juego o pastiche de citas y puntos de sutura. Digamos que, en cierto modo, cabría decir por ello que Gray es un director moderno, pero no posmoderno.

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Sin ir más lejos, los Padrinos de Coppola ya expandían su alargada sombra en diversas de las obras precedentes de Gray, pero no por sus matrices genéricas –por mucho que los tres primeros títulos de su breve filmografía, Little Odessa (1994), La otra cara del crimen (The Yards, 2002) y La noche es nuestra (We own the night, 2007) se imbriquen en el género policiaco y perfilen asuntos relacionados con los bajos fondos de la zona de Brighton Beach, en el Brooklyn neoyorquino–, sino por la exploración dramática que halla su eje en conflictos en el seno de la familia, y eminentemente por su resonancia trágica. Incluso había citas explícitas: en La noche es nuestra, por ejemplo, Gray escribió, planificó y filmó la secuencia de la disolución de la pareja allí protagonista de idéntico modo a como filmó Coppola la secuencia de El Padrino, Parte II en la que Michael discutía con Kay por causa del aborto que ella provocó de su tercer hijo. Sin duda que los Padrinos de Coppola obsesionan a Gray, pero es por su vocación de gran relato, por su vis universal, por su meollo trágico, campo abonado para la siempre floreciente expresividad de este gran cineasta. Coppola estaba lejos de agotar los referentes de Gray en sus citados filmes policiacos. Tanto en ellos como en Two Lovers (2011) hay otras sombras, y algunas también tan alargadas como la de Luchino Visconti. Y en esta The Inmigrant sucede lo mismo, aunque por su formato, ubicación geo-cronológica e ingredientes tipológicos (muy marcados, muy trabajados por el cineasta en todo momento) podría decirse que el realizador retrocede en sus juegos referenciales, y disemina su mirada sobre los melodramas criminales con apuntes sociales que proliferaron en los años veinte y treinta en el cine norteamericano, esto es en las raíces del género noir cinematográfico, en un condensado de nociones visuales en el que, y resulta pasmoso constatarlo, esporan incluso apuntes visuales de maestros como King Vidor o Frank Borzage.

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Todo lo que se ha anotado hay que tomarlo en su justa medida en una época, la actual, en la que esas nociones visuales y arquetipos narrativos ya dejaron de estilarse hace tiempo. Quiero decir que esa bandera tan atenta y deudora del clasicismo que enarbola Gray es la que le define hoy precisamente como autor a la contra, personalidad incorruptible en sus formas y en unos contenidos a los que el cineasta da cuerda una y otra vez, haciendo bueno ese aforismo de que un cineasta filma una y otra vez la misma película, aforismo que nada tiene de malo cuando, como es el caso, media un gran talento, pues cada nueva obra no hace otra cosa que depurar el estilo, hacer notoria la evolución dentro de unos parámetros que, sin dejar de estar acotados, se pueden enriquecer más y siempre, ad infinitum, pues en el Cine no hay tema ni argumento que se agote, antes bien miradas que estimulan o que no lo hacen, y en el caso de un cineasta como éste, con reglas tan férreas e insobornables y a las que se entrega con tanta elegancia como fervor visual, cada nuevo título –éste es su quinto– no hace otra cosa que fortalecer los cimientos sobre los que se sustenta su universo, que por lo demás tiene ese aliento perenne de los grandes relatos que nos hablan de la búsqueda o la pérdida del equilibrio que ennoblece o macula el devenir de los seres humanos.

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¿Y de qué señas de estilo estamos hablando? De patrones tonales y dramáticos. De guiones trabajados para perfeccionarse en una ciencia escenográfica en la que prima la labor del actor, realzada con todos los medios al alcance del lenguaje visual, primordialmente la graduación de la luz y la importancia del escenario, factores que por otra parte determinan la preferencia de Gray por el plano fijo o en leve desplazamiento, pues el cineasta forma parte de ese hoy poco nutrido grupo de realizadores que opinan que el contenido del encuadre es sagrado, pues la historia puede plantearse en situaciones y diálogos, pero sólo cristaliza, bulle y conmociona merced de su transcripción viva, escenográfica, en la que, por tanto, todo merece estar bajo control. Y acorde con lo anterior, a nivel de contenidos, Gray también rehuye las tramas enrevesadas o siquiera sofisticadas, pues es en la introspección y el censo psicológico donde trabaja la densidad, y para cuyos fines debe sacrificarse toda opción a lo anecdótico o baladí (no digamos ya cualquier asomo de efectismo, que no puede encontrarse en ninguna película del autor), ello encauzado en las citadas opciones de puesta en escena y apuntalado en la métrica última que dirime el montaje. Y en el epicentro espiritual de esas tramas y conflictos de personajes siempre aparece, como corresponde a la noción más esencial del drama, un proceso de transformación, un espinoso (y a menudo indeseado) camino a recorrer por parte de los personajes y que Gray dirige hacia una solución en la que sólo cabe la redención a coste de mucho dolor o la condena irremisible.

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En The Inmigrant, respecto de las cuatro obras precedentes de Gray, llama la atención un elemento distintivo que, sin menoscabar la sumisión a unas mismas reglas y estilo, sin duda resulta cabal: hablo de tratarse de la primera de sus películas que está protagonizada por una mujer y, aún más, que se desarrolla según su punto de vista. Habría otro elemento igualmente llamativo, y es que por primera vez Gray abandona el relato contemporáneo y ubica su relato en no en otro lugar, pero sí en otro momento, pretérito. En mi opinión, ambos elementos se complementan en esta historia, el segundo contextualizando el primero y sirviendo para elucubrar los términos de una suerte de fábula melancólica, pues aunque el guión de The Inmigrant trabaja mucho y bien los trazos naturalistas en la definición de personajes, situaciones, lugares y roles sociales (edificando, de hecho, una reseñable crónica del crudo papel que correspondía asumir a la mujer en aquella “tierra de las oportunidades” en los años veinte del siglo pasado), no es menos cierto que todo ese equipaje está al servicio de lo introspectivo, prioridad absoluta, aquí como siempre, de Gray. Existiendo un enfrentamiento entre dos hombres, Bruno y su primo Emil (Jeremy Renner), por el amor de Ewa, ese enfrentamiento se pasa, a diferencia de otros conflictos parangonables en filmes precedentes de Gray, por el filtro de las fortalezas y flaquezas del personaje que tan bien encarna Marion Cotillard, de hecho edificando una suerte de reverso del aparato romántico sobre el que se edificaba la formidable Two Lovers (2010).

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Ewa halla en Bruno un protector y a la vez un tipo sin escrúpulos que saca a relucir lo que ella precisa pero también más detesta de sí misma, el instinto de supervivencia y la capacidad para lo amoral (“te odio, tanto como me odio a mí misma”, le dice), y en cambio ve en Emil (que es también Orlando el Mago, a cuya literal levitación asiste en la primera ocasión en que aparece en escena, momento mesmerizante que define al personaje de Emil desde el estricto punto de vista de Ewa, como alguien capaz de elevarse por encima de las circunstancias) una receta vital, alguien a quien asociar con la pureza y con la pretensión ideal de la felicidad, lejos y a salvo de los males de la realidad insalvable en la que le toca vivir. Con un ritmo magníficamente sostenido a través de la dosificación en breves secuencias, a menudo que desaguan en elaborados fundidos y elipsis, las imágenes austeras de The Inmigrant prestan siempre atención a los personajes, cuyas necesidades deciden la razón de ser de estudiados planos o escasos y nunca estridentes movimientos de cámara, dejando que la antes citada labor lumínica esculpa las luces y sombras como exteriorización de los sentiminentos y sinsabores de la protagonista, en una sinfonía visual brillante que progresa sobre la fibra sensible que relaciona y a la vez opone los significantes dramáticos y simbólicos de esos dos hombres entre los que Ewa queda atrapada, que personifican al mismo tiempo la realidad y su negación ensoñada, los miedos y los deseos, la obligación y la devoción, la condena del presente y la promesa de un posible futuro. Balanzas todas ellas que se disolverán tras la formidable secuencia en la que Emil y Bruno se enfrentan en el rellano de la escalera –otro comentario sutil que planea sobre El Padrino, Parte II–, llevando el relato a su clímax y el sino del personaje a su encrucijada final, donde los antes citados ingredientes del melo criminal elevan la temperatura del relato y terminan de ensombrecerlo en esa vis trágica tan formidable e idiosincrásica que, al fin y a la postre, empaña la apariencia de un final feliz.

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En este angustioso trance y duros sacrificios asociados con Magda, la hermana retenida en la isla de Ellis al inicio del filme, con quien Ewa trata de reencontrarse de todos los modos y en todo momento, el filme proyecta –y quizá el aquí imaginativo traductor del título original pensó en ello– no otra cosa que el arduo proceso de redescubrimiento del propio personaje principal, siendo en el tapete narrativo el personaje ausente de Magda un espejo en el que reflejar ese espinoso trayecto que debe recorrer la inmigrante –del título en VO–, la joven polaca que dejó atrás su vida en otro lugar y debe buscar su lugar en este nuevo y desangelado mundo que son las calles más desfavorecidas de esta Nueva York. Y en este sentido, si hablamos de espejos podemos y debemos detenernos en la importancia que Gray arranca precisamente a ese objeto, los espejos, en un elemento que emerge de la noble herencia del melodrama –Sirk, por supuesto, aunque no sólo él– y al que, como en el resto de elementos predefinidos, de filiación cinéfila, que el realizador maneja, se estampan en el relato con un sentido que va a la par de su potencia expresiva. Podemos hablar por ejemplo de esos espejos del camerino que fragmentan una realidad que se descompone en la secuencia en la que, ciega de absenta, Ewa es pretendida por su primer cliente. Podemos citar ese espejo marchito ubicado en el cubículo donde se halla retenida en la isla de Ellis, a la espera de ser deportada, donde Ewa, que apenas puede ver su rostro reflejado, intenta reinventarse de forma desesperada pinchándose en el dedo y utilizando la sangre como improvisado cosmético para dar algo de color a sus facciones. Podemos citar o pensar en las ideas que emergen a lo largo del metraje de esos espejos (o a veces son el cristal de una ventana en el interior de un piso, que cumplen idéntica función y sensación selectiva) que reflejan el alma, la voluntad, la fortaleza o la fragilidad, y de entre todos sin duda retendremos para siempre, pues es un plano que sólo puede calificarse de memorable, el que cierra la película, imagen que, una vez perfeccionado el iter de los personajes, resuelve su destino –su futuro o su negación, la ida que finalmente se produce para una y la vuelta a la que se ha condenado el otro– mediante un prodigioso encuadre en el que un celaje y un espejo generan dos reflejos opuestos, atestiguando de forma contundente, harto poética, el modo en que dos vidas que se encontraron en el camino se distancian irremisiblemente, una para alcanzar el mar liberador, la entelequia de un futuro mejor, el otro para ser tragado por los pulsos implacables de la ciudad impía.

X-MEN: DÍAS DEL FUTURO PASADO

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X-Men: Days of Future Past

Dirección: Bryan Singer

Guión: Simon Kinberg, Matthew Vaughn, Jane Goldman, Bryan Singer, según una línea argumental del cómic de Chris Claremont y John Byrne

Intérpretes: James McAvoy, Michael Fassbender, Jennifer Lawrence, Nicholas Hoult, Ian McKellen, Patrick Stewart, Hugh Jackman, Ellen Page, Shawn Ashmore, Omar Sy, Peter Dinklage, Evan Peters, Halle Berry, Lucas Till, Daniel Cudmore, Booboo Stewart, Bingbing Fan, Adan Canto, Josh Helman, Larry Day, Amelia Giovanni

Música/Montaje: John Ottman

Fotografía: Newton Thomas Siegel

EEUU. 2014. 131 minutos

 

Historia(s) mutante(s)

 El discurso sobre la diferencia y especialmente la apelación a la tolerancia que se erige en seña de identidad quintaesencial de La Patrulla X de toda la vida, y que tanto sedujo al público en el bautizo cinematográfico de la serie que dirigió Bryan Singer (X-Men, 2000, obra sin duda referencial para comprender la fenomenología del cine superheroico de lo que llevamos de siglo), se espesó en consideraciones sobre lo ideológico en las dos secuelas directas que se sucedieron, X-Men 2 (X2, Singer, 2003) y X-Men: la decisión final (X-Men: The Last Stand, Brett Ratner, 2006), bifurcó lógicamente en otros planteamientos en los spin-off sobre uno de sus personajes protagonistas –X-Men Orígenes: Lobezno (X-Men Origins: Wolverine, Gavin Hood, 2009) y Lobezno: inmortal (The Wolverine, James Mangold, 2013)– y se removió y replanteó con suma audacia, proponiendo un juego ucrónico, en la aportación de Matthew Vaughn a la saga, la precuela X-Men: primera generación (X-Men: First Class, 2011). Singer, que nunca se apartó del serial –a punto estuvo de dirigir X-Men: la decisión final y fue productor de X-Men: primera generación y del primer spin-off sobre Lobezno– vuelve a retomar las riendas tras las cámaras –dicen algunos que tratando de quitarse la espina de su aportación fallida al universo superheroico, Superman Returns (Id, 2006)– con esta quinta (o si prefieren séptima) película de la franquicia, X-Men: Days of Future Past (2014). Y se nota.

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Escrita por Simon Kinberg con la colaboración de Matthew Vaughn, Jane Goldman y el propio Singer, X-Men: Días del pasado futuro emerge de una línea argumental del cómic del mismo nombre de Chris Claremont y John Byrne. En el relato se produce un encuentro entre los personajes de (y actores que los interpretaron en) los tres primeros títulos (Patrick Stewart, Hugh Jackman, Ian McKellen y Halle Berry, incluyendo cameos de Anna Paquin, Famke Janssen, James Marsden y Kelsey Grammer) y aquellos mismos personajes (pero otros actores) y otros que fueron presentados en el título de Vaughn (James McAvoy, Michael Fassbender, Jennifer Lawrence, Nicholas Hoult). Encuentro que tiene lugar merced de un viaje en el tiempo asumido, en buena lógica idiosincrásica, por el personaje-bisagra y a menudo también protagonista Logan/Lobezno (Jackman), quien se teletransporta al pasado en una premisa bastante clásica –reconocibles ecos de Terminator (Id., James Cameron, 1984) o Regreso al futuro (Back to the Future, Robert Zemeckis, 1985)– consistente en la necesidad de variar un acontecimiento decisivo del pasado para que no se produzcan las perniciosas consecuencias futuras del mismo, concretamente el asesinato por parte de Mística (Lawrence), en 1973, de un científico experto en tecnología securitaria que desarrollará unos soldados-robots, los llamados Centinelas, que incorporan poderes mutantes y por tanto son capaces de enfrentarse sin margen de error (esto es de forma implacable e invencible) a los mutantes.

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Al final zanjaremos razones por las que esa premisa admite mucha más miga de la que aparenta. Por ahora aseverar que esa premisa condiciona sólo en los matices al espectador, arrojado a un relato que en su 90% de metraje discurre en el año 1973, en buena medida sirviendo de continuación para elementos planteados en First Class, el filme inmediatamente precedente. Pero, por otro lado, claro, los matices importan, pues la motivación de los personajes, el sentido de su reencuentro y de sus actos se hallan sojuzgados por la información suministrada sobre su futuro, algo que incide de pleno en ese mismo discurso de fuerte componente político del que hace gala la saga X-Men desde el principio. Empero, a nivel dramático es donde ese juego transtemporal reclama probablemente su mayor jugo: podemos hablar, por ejemplo, de una evolución de los roles entre cuyos datos más significativos se halla esa asunción de jerarquía por parte de Logan, quien llega a intercambiar los papeles con Xavier en un pasaje del filme; podemos hablar de ese jugoso apunte en que se erige el encuentro telepático entre la versión joven y la provecta del profesor; hablamos en fin de fluidez, de matizaciones en las edificaciones de cada personaje y sus conflictos, algo que sin duda suponía uno de los hallazgos argumentales del filme de Vaughn, y aquí, merced tanto de las roscas hábiles de guión como de la indudable intensidad que logra arrancar Singer a diversas secuencias de diálogos, se magnifica.

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La verdad es que el guión de X-Men: Days of Future Past no tiene desperdicio. El relato que propone, cargado de pespuntes, establece brillantes espejos con el grueso de elementos definidores de la saga, de lo icónico y recreativo a lo dramático y alegórico. Si el filme de Vaughn varió las premisas al introducir contextos y personajes históricos en el relato –la crisis de los misiles de Cuba en el mandato de JFK–, aquí saltamos de década y nos hallamos en los tiempos de la crisis económica, el descalabro de las promesas de la revolución social de los sixties y la capitulación en Vietnam. Al igual que Kissinger, Nixon llega a comparecer in person, una secuencia muy relevante discurre en la firma en París de la paz en el conflicto del sudeste asiático, otras dos tienen lugar en las entrañas del Pentágono. La crónica socio-histórica, ese tránsito de lo cultural y anímico por parte de toda una nación tiene un elocuente reflejo especular en la presentación del personaje de Xavier (McAvoy), deprimido, recluido en su casa, drogodependiente, renuente a utilizar su potencial, sólo pendiente de su dolor; un hombre, en fin, que ha perdido todas sus convicciones y por tanto motivaciones para llevar adelante sus planes, su misión, de aglutinar, formar y unir a los de su especie; y, como siempre, complemento de Xavier lo hallamos en Erik/Magneto (Fassbender), quien tampoco puede asumir liderazgo alguno por hallarse cautivo en una prisión de alta seguridad tras, otro apunte político, haber sido condenado (en secreto, of course) por el asesinato de Kennedy (hay aquí una impagable broma a costa de la teoría de la “bala loca” de la Comisión Warren).

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Semejante equipaje le sirve a Singer para construir un relato muy consciente de sus bazas y que sabe explorarlas con profusión y talento. Un relato que se balancea entre, por un lado, el ágil trasiego dramático y la movilización de las piezas en ese tablero alegórico y de nutriente ideológico y, por otro, la efervescente celebración de lo aventurero desde fórmulas desenfadadas, que buscan la complicidad del espectador y se apuntalan con algunas secuencias de (literalmente) colosales dimensiones que buscan y logran la aportación mesmerizante al subgénero. En el primer apartado narrativo, Days of Future Past se acoge a algunas reglas de vena thriller que armoniza con su propia cosmogonía con la total complicidad del íntimo colaborador de Singer, John Ottman (doble: firma la partitura musical y el montaje: algo tiene eso que decirnos sobre la ciencia de la métrica escogida para el relato, para muchos relatos de Singer), al tiempo que sabe anclar la progresión narrativa en lo segundo, en los entresijos dramáticos de estos x-men arrojados inevitablemente al vacío de la incertidumbre, mediante secuencias en las que se producen vigorosos careos entre los personajes que definen a la perfección esas incertidumbres, esa sustancia de la que está hecha la intriga (algunos de los citados diálogos entre Logan y Xavier, o ese encuentro entre Magneto y Mística entre la multitud en una boca de metro). En el segundo aparato del relato, se hace muy reseñable la imaginación que los responsables del filme demuestran para sacarle el mayor partido al catálogo de habilidades y superpoderes que atesoran los mutantes; se pueden citar al respecto diversas y magníficas secuencias en las que Magneto luce sus poderes y su inteligencia ladina (más que el aparatoso traslado de un ¡estadio de football!, me quedo con la espléndida secuencia en la que asalta el convoi férreo en el que son trasladados los primeros prototipos de los Centinelas y los sabotea), o esa set-piéce desternillante que muestra el rescate en el Pentágono, en el que la cámara coreografía con sumo detalle un ralentí para identificarse con la hipervelocidad de uno de los mutantes, que inutiliza la reacción de las fuerzas de seguridad que tratan de evitar ese rescate (secuencia antológica de puro divertida, pero porque además contiene elocuentes aseveraciones metanarrativas, sobre la exploración de los límites del lenguaje visual, por muy anecdótico –y, horror, de vocación mainstream– que sea su parapeto). Singer, en fin, domina sobradamente ambas parcelas, y entrega un relato muy equilibrado, que con más o condensos elementos que las dos primeras películas de la serie (las que dirigió en la década anterior), funciona con idéntico ritmo y clarividencia expositiva. Algo que, al fin y al cabo, tampoco debe extrañar viniendo del firmante de películas como Sospechosos habituales (1998) o Valkiria (2008).

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SPOILER. Antes hemos hablado sobre la miga de la estructura y progresión narrativa de ese viaje al pasado para modificar el futuro. Atiéndase que su resolución, el cambio de términos de la Historia, se basa en una elipsis que el espectador debe integrar con base al sempiterno discurso no ya de la película, sino de la completa saga, el que al fin y a la postre marca la diferencia de perspectiva entre la voluntad dialéctica, contemporizadora, integradora y optimista del Profesor Xavier y aquella otra irascible, radical, reactiva y pesimista de Magneto. La elipsis revela la distensión, vía para la finalización de esa guerra fría entre humanos que ven a los mutantes como amenaza y viceversa. La elipsis nos habla de lo mismo que tantas premisas de las cuatro películas previas, y su alcance dramático es anecdótico comparado con su calado alegórico. Que los actores de la política decidan finalmente comprender la, al fin y al cabo, humanidad de los mutantes (quedando la beligerancia en manos de radicales, como Magneto, por supuesto, o también como Striker, cuya aparición en la película a la postre sólo cumple la función de “cuadrar” en términos de congruencia el devenir del personaje de Lobezno, a la luz de lo que el propio Singer exploró en X-Men 2) no se limita a servir un discurso luminoso sobre los valores de la conciliación, la cooperación, la paz y la tolerancia sino, más allá, un reconocimiento a las cualidades de lo superheroico, una entelequia idealista que, al fin y al cabo, uno puede entretenerse en integrar en las razones culturales por las que los moldes, estructuras y definiciones narrativas de estos nuevos Dioses han calado, desde ya hace muchos años, en el imaginario cultural estadounidense. Y todo ello, insisto, en una elipsis.

GODZILLA (2014)

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Godzilla (2014)

Dirección: Gareth Edwards

Guión: Max Borenstein, Dave Callaham y Frank Darabont, según un argument de David S. Goyer

Intérpretes: Aaron Johnson, Ken Watanabe, Elizabeth Olsen, Juliette Binoche, David Strathairn, Bryan Cranston, Sally Hawkins, CJ Adams, Richard T. Jones, Al Sapienza, Patrick Sabongui

Música: Alexandre Desplat

Fotografía: Seamus McGarvey

EEUU. 2014. 127 minutos

 

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Cineasta británico forjado en el documental –fue muy aclamado su En la sombra de la Luna (In the Shadow of the Moon, 2006), sobre las misiones tripuladas a la Luna llevadas a cabo en el marco del Programa Apollo estadounidense, aunque quizá es de recibo citar aquí que antes dirigió para la BBC Cuatro formas de acabar con el Mundo (End Day, 2005), sobre cuatro hipotéticas situaciones de destrucción mundial –, y con un pie o parte de formación en el territorio de los efectos visuales, Gareth Edwards se consagró en medio globo merced del inopinado éxito de Monstruos (2010), filme independiente que versaba sobre una invasión alienígena y que, haciendo de necesidad virtud, el director y guionista relataba de forma sui generis, haciendo pivotar el interés en lo sugerido y sugestivo. El éxito de Monstruos le abrió las puertas de Hollywood para realizar este filme con vocación blockbuster que, sobre el papel, nada debe tener de sui generis en su aproximación (en jerga de Hollywood se le llama reboot) al mito de Godzilla. Si Monsters tenía un presupuesto de medio millón de libras, éste lo tiene de 160 millones de dólares, con lo que la envergadura fílmica varía radicalmente términos y exigencias. Pero Edwards ha querido marcar su impronta, su personalidad, en este proyecto mainstream, y debe decirse que este nuevo Godzilla cuenta sus virtudes y defectos, bien nutrido tanto de unas como de los otros, en el reflejo de esa declinación en unos determinados parámetros narrativo-visuales, una lectura que se pretende en la medida posible personal y novedosa al cine apocalíptico y las monster movies.

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Casi huelga apuntar a estas alturas datos del monstruo más popular de la cultura japonesa del siglo XX; baste recordar que Godzilla, un enorme dinosaurio mutante de aliento atómico radioactivo, capaz tanto de sembrar el caos (en Tokio o en todo el mundo) como de regenerar milagrosamente una situación dantesca, es uno de los íconos más representativos del cine japonés, y el más importante del subgénero kaiju eiga, derivado del género tokusatsu. Aquí no hace falta glosar las diversas etapas que ha vivido Godzilla en sede del tratamiento fílmico, televisivo y en el mundo del cómic y los videojuegos, pero sí se hace interesante apuntar que Edwards, con la complicidad de los guionistas de la película, actualiza los parámetros originales de la criatura. Para ello se sirve de un argumento en el que se efectúa una relectura adaptada a los tiempos actuales de muchas de las premisas del título fundacional, Godzilla, Japón bajo el terror del monstruo (Ishiro Honda, 1954). De hecho el homenaje queda patente en unos bonitos créditos iniciales con imágenes de archivo o falso documental añejo que nos muestran pruebas nucleares y avistamientos del monstruo (y en el que los créditos juegan con la existencia de información clasificada). Pero si Honda presentó a Godzilla como una suerte de metáfora sobre el ataque nuclear que el pueblo japonés había padecido en Hiroshima y Nagasaki en verano de 1945 (cita explícita al respecto que, no anecdóticamente, hallaremos en la película), en esta nueva versión se juega –con habilidad en la disposición de las piezas argumentales– a un juego ucrónico según el cual, por ejemplo, no existieron las recordadas pruebas nucleares de los años cincuenta, sino que fueron enfrentamientos contra el monstruo. Y tirando de ese hilo, el filme edifica un discurso de fondo en el que la metáfora sobre lo apocalíptico se enhebra a partir de una lectura de bienes naturales en conflicto y desorden por mor de un cientificismo que no alcanza a comprender las reglas superiores de la naturaleza, uno de cuyos eslabones supuestamente perdidos –el mito se hace ciencia–, Godzilla, marcará decisivamente el estruendoso y desbordado reto de una humanidad de nuevo en peligro. Para ello, incluso se sirve de un par de personajes, científicos en la tradición y lugar común del género, que en su condición visionaria de los acontecimientos, acaban deviniendo una suerte de emisarios humanos del poder, sin duda sobrenatural (¿divino?) de la criatura, especialmente el director de operaciones que encarna Ken Watanabe.

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Accionar semejantes teclas funciona como magnífico acicate de la función, y el largo arranque de la película, en el que se suministran esos datos mientras se sigue una historia-prólogo muy intensa, la protagonizada por Brian Cranston (Joe Brody, padre del que después se erigirá en el protagonista de la función, Ford Brody (Aaron Johnson) –¿será, por cierto, ese apellido un homenaje velado a Tiburón (Steven Spielberg, 1975)?–), hace elevar las expectativas en torno a lo que puede dar de sí este nuevo Godzilla. Por desgracia, después las piezas empiezan a descalabrarse. Y para explicar por qué regresamos a lo apuntado al inicio de esta reseña sobre la personalidad de Edwards. El cineasta se empeña en narrar una historia desde un pulso visual muy marcado, y sacrifica un tanto el oficio. Pero el cine comercial de los últimos tiempos demuestra de forma preclara que es harto difícil, mucho más que ser un mero o buen artesano de cine de Hollywood o un cineasta con una visión propia y apoderada en lo fílmico, ser las dos cosas. Edwards lo intenta, pero su éxito es dudoso.

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Es en el apartado visual donde la película alcanza sus mejores logros. Edwards demuestra algo que ya sabíamos, que un presupuesto holgado puede servir para confeccionar un producto muy vistoso en su creación de imágenes de impacto. Digo que ya lo sabíamos, lo que no significa que siempre sea así, y de hecho es un indudable activo del filme lo muy cuidadas, excelentes imágenes de recreación de los tres monstruos que comparecen en la función, su morfología, sus movimientos, el modo en que causan estragos a formidable escala, ello visualizado con generosos planos generales y panorámicas donde felizmente no brilla el nervio del movimiento tanto como el interés por describir, por mostrar macroescenarios de conflicto o devastación. Y en relación con lo anterior, el cineasta también sabe jugar la baza de edificar set-piéces atmosféricas y deslumbrantes, herederas de cierto clasicismo en la elucubración de la intriga, planificadas con imaginación y resueltas con potencia expresiva. Estos elementos seguro que bastarán para que muchos defiendan legítimamente el savor faire que destila lo aparatoso de la película, e incluso le concedan cierto valor poético a algunas atinadas soluciones visuales que comparecen en la obra.

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Pero frente a ello, Godzilla adolece peligrosamente de un devenir narrativo irregular y de un personaje central –el que, inevitablemente, según las convenciones del género, sirve al espectador de guía o ancla dramática ante los exuberantes acontecimientos que ha lugar– que no sólo está interpretado de forma más bien abúlica sino que sirve de rail para una trama familiar que rebasa lo convencional para abrazar la causa, siempre menos defendible, del tópico. Y ello es debido en parte a una indefinición narrativa: Ford Brody no evoluciona como personaje, sólo es un testigo primero mediato (su biografía) y después inmediato de los estragos del que a la postre se reivindica como auténtico protagonista de la función, la criatura. Pero no se trata sólo de eso. El progresivo filtrado argumental de las imaginativas premisas en las casillas adocenadas de los tópoi del género queda absolutamente fuera de control del cineasta, quien, atento como está a la gestación de imágenes formidables, olvida calibrar un tono determinado, una mesura rítmica, lo que desarma el empaque de la historia y termina invitando a cierto aburrimiento, del que el más difícil todavía de algunas secuencias climáticas sólo libera de forma provisional, efímera, dejando tras el (de nuevo encomiable, o más bien cabría decir entrañable) cierre esa sensación agridulce que a uno le queda cuando intuyó la existencia de una posible buena, quizá gran, película que no se llegó a materializar.

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Noah

Dirección: Darren Aronofsky

Guión: Darren Aronofsky y Ari Handel

Intérpretes: Russell Crowe, Jennifer Connelly, Emma Watson, Anthony Hopkins, Ray Winstone, Logan Lerman, Douglas Booth, Marton Csokas, Nick Nolte, Mark Margolis, Leo McHugh Carroll, Kevin Durand, Madison Davenport, Dakota Goyo, Gavin Casalegno, Nolan Gross, Skylar Burke

Música: Clint Mansell

Fotografía: Matthew Libatique

EEUU. 2014. 135 minutos

Dioses y hombres

Aunque he leído en un foro atento a tales cuestiones que Noe recoge más elementos de la tradición judía que de la cristiana a la hora de poner en solfa cinematográfica la historia por todos conocida del hombre que fue llamado por Dios a construir un arca con la que capear el diluvio universal y así iniciar un segundo y purificado comienzo, esos datos me parecen poco relevantes. Sí es cierto que Darren Aronofsky, judío ateo, declaró su intención de “no molestar a nadie” con la película, cosa que creo que logra –porque lo dicen las imágenes y también el silencio de ciertos lobbies que en ocasiones levantan la mano acusadora buscando el descrédito por razones ideológicas o religiosas–, de lo que cabe alegrarse, porque las polémicas, aunque ayudan a vender las películas, siempre distorsionan las percepciones y los juicios. Lo que se me aparece fuera de toda duda es que Aronofsky y su fiel aliado (coproductor de sus cuatro últimas películas y co-guionista con el propio Aronofsky en La fuente de la vida (2006) y esta Noah) Ari Handel han focalizado la lectura del mito/acontecimiento bíblico en determinados aspectos que les resultaban de interés, por lo que la definición de entrada de lo que es o da de sí esta película es, aunque quizá sorprenda a algunos, que se trata de una obra donde se aprecia una determinada personalidad y, más que eso, la honestidad de railar esa personalidad, esas intenciones por encima de los considerandos industriales.

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Digo que puede sorprender mi argumento, y es que en efecto un relato de poros tan evidentemente mesiánicos como éste se presta, a priori, a poner en solfa diversas convenciones del cine mainstream más espectacular. Pero una de las cosas que más seducen de Noah es precisamente que, siendo efectivamente una película cara (130 millones de dólares de presupuesto) y, sí, espectacular, se pliega poco a esas convenciones, dando de hecho la espalda a diversos de los lugares comunes o tipologías de personajes y conflictos que resulta dable esperar del actual cine de Hollywood. Me explico. Si cabía esperar un relato que mixturara elementos del peplum con, especialmente, convenciones del cine apocalíptico, no hallamos aquí ni lo uno ni apenas lo otro; el universo que nos presenta Aronofsky en imágenes es una lectura telúrica de espacios eminentemente míticos, del mismo modo que efectúa una visualización mítica, fantastique, de los pasajes específicos del Génesis que ilustra, así como de personajes fabulosos como los Vigilantes, esos gigantes de piedra que auxilian a Noé en su misión y que así sellan su propia paz entre lo Divino y lo Humano. Hay un magnífico trabajo de balance entre la escenografía digital y la caracterización de los personajes para vestir de suntuosidad los diversos presupuestos del relato, pero lo espectacular tiene siempre la coartada de lo dramático, y lo que en cambio Noé se niega a ofrecer son imágenes despampanantes del diluvio universal, sencilla y pertinentemente ilustrado, pero menos enfatizado que la crónica, a veces onírica, de la causalidad divina –pienso, por ejemplo, en el pasaje en el que Noé acude a la aldea improvisada de los hombres y descubre que su realidad, el mundo, arde en las llamas del infierno, algo que las imágenes evocan durante un instante sobrecogedor-. A tono con lo anterior, seamos francos, si Noé fuera una película que se plegara a las convenciones de Hollywood, tendríamos en Noé algo parecido a un superhombre en pugna contra los elementos (humanos, por supuesto) para dar cauce a la voluntad de Dios, y no en cambio el personaje a menudo petrificado por sus visiones y angustias que viste este relato. Y a tono con lo anterior, el proceso de la construcción del Arca y el acaecimiento del diluvio universal se relatarían haciendo buenos los tópoi de las intrigas aventureras, algo que aquí se omite en buena medida partiendo de idéntica consideración que la citada sobre la naturaleza del personaje principal, menos proactivo –no personifica la voluntad divina, sino que, en parte, le viene dada, y en parte, como analizaremos en el próximo párrafo, no es capaz de aprehenderla del todo– y mucho más complejo y hermético de lo que las definiciones al uso de lo heroico aconsejan.

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Y es que en definitiva, lo que tenemos aquí es un relato que, a pesar de su lustrosa visualización de unos tiempos arcaicos y arcanos y unos sucesos mesmerizantes (la llegada de las aves, de los reptantes y de los mamíferos al arca; el advenimiento del diluvio que culmina con ese reingreso de los vigilantes o ángeles caídos al cielo), se centra en lo introspectivo y le saca punta a un argumento que gira en torno a una duda, un interrogante, que contiene bajo lo enigmático y lo temible nada menos que la revelación del misterio de la Fe. ¿De qué estoy hablando? De que Noé (Russell Crowe) es, en lugar de ese héroe de una pieza, ante todo un personaje atormentado por la propia y radical naturaleza de la misión que lleva a cabo: aunque es un hombre de fe y convicciones profundas, en el seno de su familia (y creo que aquí se produce la disensión con el texto bíblico) se fraguan diversos conflictos que no hacen otra cosa que ejemplificar la naturaleza de esas dudas; básicamente, podemos decirlo, Noé considera que Dios ha perdido la fe en el género humano, y que sólo las bestias deben salvarse, pero aceptar eso supone por ende condenar el destino de su propia familia, y esa pugna obsesiva es la que ocupa la centralidad de los conflictos dramáticos, ello enfatizado merced de la presencia de un personaje ajeno a la familia, un rey, Tubal-Cain (encarnado por otro actor de carácter, Ray Winstone), quien se rebela contra Dios y aboga por obedecer los patrones del voluntarismo, personificando así no sólo o simplemente al villano de la función, sino el contrapeso radical a la visión, de hecho igualmente radical –por mucho que esté legitimada por la bondad y el espíritu de sacrificio– del protagonista. De forma para mí bien alambicada en el guión, serán los diversos miembros de la familia de Noé, empezando por su esposa Naameh (Jennifer Conelly) y continuando por su hijo Ham (Logan Lerman) y su hija adoptiva Ila (Emma Watson) –por cierto, los tres espléndidos en sus roles, al igual que los antecitados y que Anthony Hopkins, quien da vida al abuelo de Noé, Matusalén– quienes logren equilibrar la balanza entre esas percepciones opuestas que, y de ahí que hablemos de un relato más denso de lo esperable, que no representan la mirada de la deidad frente al escepticismo humano, sino dos miradas humanas atribuladas por sus propias obsesiones (por mucho, insisto, que esas obsesiones tengan raíces tan distintas como la propia naturaleza de las mismas).

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Para edificar todos esos conflictos, Aronofsky estructura el relato en cuatro grandes movimientos, más un prólogo y otro interludio en los que nos ofrece una, especialmente la segunda, apabullante glosa cinematográfica del libro del Génesis. Los propios excesos del planteamiento, o más bien del mito del que trae causa el relato, hacen ineludible la presencia de elementos que resultan presa fácil para el espectador o crítico despiadado. Pero lo único cierto es que Aronofsky parece, conforme avanza el metraje, ser bien capaz de moverse con soltura, clarividencia visual y equilibrio en ese paisaje narrativo por definición frágil. Y, así, es capaz de integrar en lo externo (la historia por todos conocida) lo interno y psicológico o espiritual a través de esa estructura bien trabajada que llama la atención por detenerse, más que en la tormenta o desencadenante sobrenatural que lleva al segundo origen –que era lo esperable–, en, primero, una pausada presentación del universo que se pone en la mira radiográfica y alusiva y, después, las inquietantes tribulaciones entre personajes que tienen lugar cuando el arca ya se halla navegando: en ningún momento, insisto, tememos por el éxito de esa empresa, porque esté arreciando la tormenta o un tsunami amenace embestir la embarcación de madera, y en cambio la auténtica tormenta que tiene lugar ante el espectador es la que tiene que ver con los puntos de vista opuestos y prestos al enfrentamiento entre los moradores humanos del arca. Incluso en la amenaza de lo epatante Aronofsky sabe arrancar imágenes poderosas –el vertiginoso movimiento de cámara descendiente que correspondería al seguimiento imposible de la trayectoria de la primera gota de agua, que caerá de los cielos al interior del arca para depositarse en el rostro de Noé–, pero su incontestable fuste como narrador visual queda más patente en otras imágenes que contienen la quintaesencia de los conflictos desbordantes de los que nos habla la película; por ejemplo esa coda visual consistente en mostrar la figura de Russell Crowe encuadrado en la entrada superior del arca, coda visual que cruza dos puntos de vista, desde el interior de la nave (su figura recortada contra el pedazo cuadrado de cielo) y desde el exterior de la misma (donde el grueso de la imagen nos muestra la embarcación de madera pero el personaje encuadra la entrada cuadrada oscurecida): la cámara mira desde dentro (la mirada de su familia, o lo humano) o desde fuera (la mirada divina) al personaje en la encrucijada de actuar como nexo entre ambos.

EL VIENTO SE LEVANTA

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Kaze Tachinu

Dirección y producción: Hayao Miyazaki

Guión: Hayao Miyazaki, según una novela deTatsuo Hori

Música: Joe Hisaishi

Dirección artística: Yōji Takeshi

Sonido: Michael Miller y Koji Kasamatsu

Japón. 2013. 132 minutos

Y el espíritu se eleva

 El legado de Hayao Miyazaki es inconmensurable. Su larguísima trayectoria consagrada al cine de animación (como guionista, director, ilustrador y productor) quedará para siempre asociada a las maravillosas películas que ha firmado para el estudio del que él mismo fue co-creador en 1985, Studio Ghibli, arrancando aquel año con Nausicaä del valle del viento y que con el tiempo nos ha dejado auténticas gemas cinematográficas del valor de Mi vecino Totoro (1988), La princesa Mononoke (1997) o El castillo ambulante (2005). Si Mononoke Hime fue la obra que puso su nombre en el circuito internacional, su consagración definitiva se produjo con la simpar El viaje de Chihiro (2002), película cuyo argumento impregnaba lo sobrenatural y mágico en una desarmante expresividad lírica y que se alzó con el Oso de Oro de la Berlinale y el Oscar a la mejor cinta animada en aquel año. Con la perspectiva que ofrece el tiempo, Miyazaki queda, junto a John Lasseter y las películas de la Pixar, como uno de los dos principales puntales de la –tan necesaria, tan largamente aplazada– reivindicación del cine de animación que se ha producido con el cambio de milenio. Según un comunicado del propio realizador, El viento se levanta (2013) supone su última película. Y aunque existen en la película algunos tintes elegiacos que parecen adverar esa decisión, sobreimpresionándose en la batería de elementos que constituyen la quintaesencia del imaginario que el autor ha edificado –el tránsito de la niñez a la vida adulta, el discurso ecologista y antibelicista, el apoderamiento individual y la inspiración desde una perspectiva lírica, etc–, confiemos en que el cineasta la reconsidere. Pero hasta entonces, o si eso no sucede, siempre nos quedará el absoluto deleite para los sentidos que supone contemplar sus películas, entre las cuales El viento se levanta no sólo no desmerece sino que alcanza cotas de auténtica majestuosidad creativa.

El viento se levanta estudio ghibli 5 El viento se levanta estudio ghibli 5

Cinco años –el tiempo transcurrido desde el estreno de la entrañable Ponyo en el acantilado (2008)– ha tardado Hayao Miyazaki en alumbrar el filme que nos ocupa. Filme que supone la traslación cinematográfica de un manga del propio Miyazaki (publicado en la revista mensual Model Graphix en 2009), a su vez basado libremente en la novela corta El viento se alza de Tatsuo Hori (1936-37), y que nos propone un relato en torno a la figura de Jirō Horikoshi (1903-1982), el ingeniero aeronáutico nipón que diseñó el avión de combate Mitsubishi A6M Zero, que fue usado durante Guerra del Pacífico de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, ni termina de ser ésta Kaze Tachinu un filme biográfico ni se sirve de convenciones del cine bélico ni, podemos afinar, propone dejar una huella ideológica concreta a la hora de radiografiar unos tiempos pasados. Y es que de hecho uno de los aspectos fascinantes del visionado de El viento se levanta radica en atestiguar cómo Miyazaki lleva a su propio terreno diversas proposiciones de partida que al menos a priori auguraban una clase de anclajes narrativos de los que el autor se desmarca con pasmosa facilidad para instalarnos en su tan codificado imaginario y relatar una historia muy personal, que propone una relectura profundamente humanista de la Historia, y que para lograrlo remite tanto a su propia cosmogonía como aporta elementos nuevos y vitales a la misma, aportaciones que acaso quepa analizar desde esa constancia de que se trata del título que va a poner punto y final a su carrera.

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En la espectacular secuencia de apertura, esas primeras imágenes que nos muestran al niño Jiro subiéndose a un artilugio volador ubicado sobre un tejado, y concretamente ese plano en contrapicado que realza la silueta de las alas del avión redondeándolas como si de alas de un pájaro se tratara parecen pronosticar que Miyazaki va a jugar la baza de la fantasía escapista, el pespunte infantil y juvenil y el trasfondo ecologista. Pero, compareciendo todos esos ingredientes de un modo u otro en el relato, no se puede decir que lo caractericen. Por mucho que la película relate los años de juventud de Jiro, y que se sirva de –visualmente soberbios– pasajes oníricos para ir trufando el relato de los avatares del joven ingeniero, El viento se levanta se desplegará desde una perspectiva adulta, y aferrada siempre a un rigor introspectivo que maneja con raro equilibrio la atención a lo descriptivo/objetivo (los avatares estudiantiles y profesionales de Jiro) y la vena simbólica y lírica que filtra esas descripciones recogidas de la realidad y sirve para edificar el discurso o legado narrativo del filme. Y en ese equilibrio se balancea el completo relato en pos de una idea que lo domina todo: el compromiso de un ser humano con sus sueños. Y este tema puede interesar a Miyazaki per se, por supuesto, pero también como balance autobiográfico, y de ahí el valor del filme como testamento fílmico: al relatar la historia de un joven que se entrega a lo que le apasiona, al centrarse en sus progresos como ingeniero, y dando absolutamente la espalda al uso militar por el que la Historia recordará esos aviones que él diseñó, el cineasta nipón está reclamando de forma muy enfática, a veces febril, el valor (individualista) de la creación como canalización de las propias pasiones, como el jugo que la realidad puede extraer de la imaginación o que la cultura puede extraer de la emoción. En un momento de la película, el mentor italiano de Jiro –que no es tal, corresponde a sus visiones, sus sueños: se trata de un ingeniero cuyo rostro vio en una revista de aeronáutica que llegó a sus manos cuando aún era muy joven– le menciona que “lo importante es la inspiración; el futuro emerge de la inspiración; la tecnología ya llegará después para adaptarse”. Sin duda que elocuente declaración de intenciones.

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Declaración de intenciones que, a su vez, se encaja en otro aforismo, el que da título al filme, que aparece rotulado al inicio y que sirve de, nada menos, diálogo con el que se presentan Jiro y la que será su mujer amada, Nahoko. Aforismo de Paul Valéry que reza “el viento se levanta, hay que pensar en vivir” (“Le vent se lève!…il faut tenter de vivre!”) y que Miyazaki convierte en auténtica coda del relato no sólo para desentrañar su significado, sino para utilizar su significante como motor de las emociones que se ponen en solfa, esa pasión de Jiro por las cosas que mece el viento, las cosas que pueden volar. Si en Porco Rosso (1992) ya comparecían y tenían un peso relevante en la narrativa y cinética visual los (hidro)aviones, aquí se convierten en unos animales mitológicos que nutren la emotividad del protagonista de modo equiparable a como sucedía con Jim Graham (Christian Bale) en la formidable El imperio del sol (Steven Spielberg, 1987), si bien Spielberg (según Ballard) se servía de esa retórica lírica para definir algo netamente inverso a lo que Miyazaki propone: ambos nos hablan de la misma pasión o necesidad motivacional y emocional, pero la distancia entre lo traumático (en el filme de Spielberg) y lo que no lo es (en el de Miyazaki) alientan una oposición palmaria entre ese niño que se aferra a esa pasión para huir de una realidad terrible (Jim) y este otro convertido en adulto (Jiro) que pretende, nada menos, materializar sus sueños en la realidad, o, expresado de otra forma, hallar en sus actos un cauce a sus sueños para realizarse como persona.

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El relato biográfico progresa mediante dos grandes bloques temáticos, a menudo engarzados de forma brillante mediante esas transiciones antes enunciadas que corresponden a pasajes oníricos, y que sirven para encadenar esos acontecimientos anclados en la realidad o biografía del personaje con lo sobrenatural, la materia caliente de la inspiración, los sueños y deseos de Jiro. Uno de esos bloques es el profesional, y el otro es el sentimental. El primero tiene que ver con su proceso de aprendizaje, el desarrollo de su trabajo en la empresa Mitsubishi, sus viajes por el mundo para empaparse de las últimas tecnologías aeronáuticas y las pruebas de los artefactos en cuya construcción colabora; en ese primer apartado, a pesar del afán radiográfico, prosaico, del día a día laboral de Jiro, Miyazaki no puede evitar sustantivar ese cotidiano trascendiendo la mirada grisácea que aparentemente lo sustenta, algo que logra por un lado prestando especial atención a la condición de observador de la realidad por parte de Jiro –insistiendo en ese concepto de que es una realidad que filtra con sus conocimientos– y por otro presentando una serie de personajes –su jefe gruñón, su colega– con los que Miyazaki edifica una visión de lo comunitario que tiene algo de la mirada fordiana sobre el tema, ecos a ese plus entrañable en la codificación de lo anodino que informa a obras como Cuna de héroes (1955) o Escrito bajo el sol (1957).

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El otro bloque, que probablemente nos depara los pasajes más hermosos de El viento se levanta, se corresponde a aquellos pasajes que relatan los encuentros entre Jiro y Nahoko, la mujer de la que se enamora, relación que está narrada a modo de culminación espiritual, para nada escindido del resto de conceptos introspectivos que Miyazaki pone en la picota. En este sugestivo, tan vibrante, al final doliente, relato del amor de Jiro, veremos que es el viento quien lleva al personaje hasta la que será su mujer amada (su sombrero es arrancado de su cabeza por el viento, y ella lo recoge), y después quien moldeará el azar en ese retiro veraniego –que uno de esos secundarios enigmáticos que pueblan el cine de Miyazaki describe como “la montaña mágica” en alusión a la obra de Thomas Mann– como si fuera el destino que llama a esa unión sentimental, ello resuelto en dos secuencias casi consecutivas modélicas: la primera en la que la sombrilla que la resguarda a ella es llevada por el viento y cae sobre Jiro; la segunda, inolvidable, aquélla en la que ambos personajes, en el balcón de sus habitaciones, poco menos que se juegan la vida para recuperar un avión de papel que Jiro ha construido y que, volando por donde quiere y entre quienes lo pretenden, podría estar perfectamente personificando la trayectoria de la flecha de Cupido.

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Una última noción (o más bien noción última) se acumula tras todos estos considerandos. A través de esta historia que mixtura de forma alucinante los rigores del trabajo científico y la inspiración que, para rubricar ese trabajo con éxito, debe buscarse en los propios sueños y pasiones, El viento se levanta utiliza sus metáforas para hablarnos de un enaltecimiento espiritual. Jiro, el héroe imaginado por Miyazaki, se eleva por encima de todo lo contextual y es por ello que, a pesar de que en el juicio de la Historia es nada menos que la sombra de la guerra la que atenaza sus actos, nunca dejará que esa sombra contamine su dedicación a aquello en lo que es virtuoso, el diseño aeronáutico. Esa sombra de la guerra comparece bien al principio en el relato, en la secuencia onírica de apertura, con esas bombas colgantes de un formidable aparato aéreo, manipuladas por criaturas negras, una de las cuales cae sobre el aeroplano de Jiro destruyéndole y haciéndole caer; pero atiéndase que conforme se acerca –en el desarrollo cronológico escrupuloso del que participa el relato– el inicio de la Guerra Mundial, la presencia de la guerra va difuminándose en el relato, pues Miyazaki la desaloja del mismo, pues desaloja todo lo que no le interesa, en la tradición de tantos grandes maestros del cine clásico (de Bresson a Ozu, de Renoir a Melville, de Wellman a Kubrick, de Sirk a Eastwood), ofreciendo una versión o visión unívoca, que comparte con el espectador sirviéndose de la portentosa y luminosa fuerza de las imágenes. Lo que hace el realizador japonés, lo que hace de El viento se levanta una obra maestra sin paliativos, es invitarnos a sobrevolar, trascender la realidad y la Historia, ofrecer una receta capaz de enaltecer el espíritu, el de quien vive su propia pasión por encima de los avatares de la Historia como el de quien contempla esa pasión materializada en símbolos, figuras, imágenes. Es un pacto íntimo entre creador y receptor de la obra creada. Un pacto que dura 130 minutos pero de ésos que uno se lleva consigo, de equipaje en el alma, tras la finalización del metraje. Un pacto zanjado en el convencimiento de que en el corazón humano late una verdad y una belleza en incorruptible armonía con la existencia.

EL GRAN HOTEL BUDAPEST

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The Grand Budapest Hotel

Dirección: Wes Anderson

Guión: Wes Anderson y Hugo Guiness

Intérpretes: Ralph Fiennes, Tony Revolori, Saoirse Ronan, Edward Norton, Jeff Goldblum, Willem Dafoe, Jude Law, F. Murray Abraham, Adrien Brody, Tilda Swinton, Harvey Keitel, Mathieu Amalric, Jason Schwartzman, Tom Wilkinson, Bill Murray, Owen Wilson, Léa Seydoux

Música: Alexandre Desplat

Fotografía: Robert D. Yeoman

GB-Alemania. 2014. 98 minutos.

El mundo del ayer que contempla Anderson

Escrita por el propio Wes Anderson junto a Hugo Guiness, The Grand Budapest Hotel, en la octava película del cineasta –que supone una obra no americana, una coproducción britano-germánica– caben muchas, muchas cosas. A juzgar por los rótulos finales, cabría decir que se cobijan en la literatura de Stefan Zweig, de quien en esos rótulos Anderson se confiesa tributario. Pero no sólo Zweig comparece en la película, pues la multirreferencialidad es connatural al cine del realizador. Influencias, referencias que no pueden o deben verse como un sustrato en el sentido canónico del término, pues en Anderson los motivos temáticos/argumentales/ambientales/radiográficos de partida se pasan por el túrmix de una determinada percepción/apropiación de las reglas narrativas y tonales, lo que redunda –y con el paso de los tiempos se ha ido sofisticando, refinando, perfeccionando– en una mirada que tiene menos de sintético/mimético de/alusivo a sus referentes que de apropiación personal de diversas temperaturas expresivas que, guste más o menos, Anderson tiende a uniformizar en un estilo. Aunque, también es cierto, a quien guste menos dirá que no es un estilo, sino una pose, del mismo modo que arbitrará la evidentemente bien legítima discusión sobre si el director de The Royal Tennenbaums articula de forma certera o fallida los referentes literarios –u otros- que maneja, y probablemente decidirá que yerra o banaliza.

Al fin y al cabo, todo termina siendo tan sencillo e indescifrable como creerse o no la historia, vivirla, ser convencido por las piezas puestas en solfa narrativa y escenográfica. Quien esto firma fue seducido y durante hora y media larga abducido por ese relato que se desplegaba desde sus propios y alambicados celofanes para extirpar un viaje de lo anímico (de los personajes) a partir de una sucesión incansable de peripecias donde la celebración folletinesca se da la mano con total (y brillante) desfachatez con un comentario sentimental, subjetivo (y, por supuesto, el temible epíteto: posmoderno) sobre latitudes socio-históricas. El relato se abre como una evocación dentro de otra y ésta de una tercera (viaje al pasado y a la idealización nostálgica que tendrá su puerta de salida simétrica en el cierre) para ubicarnos en el hotel del título, uno de esos hoteles sitos en enclaves formidables, en diversos sentidos inaccesibles, de las montañas de la Europa central, regentado por M. Gustave (un extraordinario Ralph Fiennes), de quien su aprendiz y asistente, el inmigrante Zero Moustafa (Tony Revolori/F. Murray Abraham), nos relata diversas peripecias compartidas, la mayoría de las cuales relacionadas con las pugnas entre el gerente del hotel y la familia de una acaudalada señora, Madame D (Tilda Swinton) por un cuadro que ésta dejó en herencia a M. Gustave.

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Semejante excusa argumental, y el sinfín de delirantes situaciones que da lugar (accidentados viajes, fugas de la prisión, juegos al gato y al ratón y pursuits diversos, tiroteos) son los acicates de una plataforma de aventuras y acción geométrica y cinética que en última instancia glosa la relación de interdependencia y lealtad que se establece entre Zero y su mentor, M. Gustave, personajes bisagra cuyos pintorescos periplos se enmarcan en esa tradición tragicómica consistente en recoger un personaje/anécdota para estampar un cuadro irónico sobre un determinado zeitgeist. En este juego de reflejos andersonianos de El mundo del ayer, entre los poros vaudevillescos, un toque culterano y otro naïve que atiborran imágenes, lugares, personajes y situaciones, The Grand Budapest Hotel termina hablándonos, a partir de hiperbólicos clichés, sobre la aristocracia europea en el periodo de entreguerras, sobre el ambiente de hostilidades y violencia que para el Viejo Continente supuso aquel periodo cancerígeno del advenimiento de los totalitarismos.

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Si la aspiración del cine de Anderson, palpable desde antaño, es la edificación de sus obras a modo de mecanismos de relojería visual, El Gran Hotel Budapest es probablemente su obra más depurada. Pero sólo alcanza su condición maestra por conjunción entre ese elemento formal y la clarividencia en la elucubración de ese coro emotivo que indudablemente envuelve el relato de amistad de la pareja protagonista, entre el hombre de mundo y el joven aprendiz, cuya fuerza atractiva va filtrando de forma harto convincente los enunciados de la función. Así, la película se caracteriza por esas composiciones visuales esmeradas para dotar de una rara credibilidad entre la objetividad en el retrato de una época (perceptible por ejemplo en la descripción de lo consuetudinario en el funcionamiento del hotel, o elementos externos como el vestuario) y la atención a codas llamativas y específicas que expanden la singularidad de la mirada, algo que puede anidar tanto en los objetos o en los suntuosos decorados como en el establecimiento de una determinada métrica a través del montaje, la marcada delimitación del espacio a través de la geometría escenográfica o la edificación pirotécnica de determinadas set-piéces: en ese sentido, por ejemplo, los pespuntes expresionistas en el relato de la persecución por parte del vampírico secuaz de Dmitri Desgoffe-und-Taxis (Adrien Brody) que encarna Willem Dafoe al abogado Kovacs (Jeff Goldblum); la secuencia de la evasión carcelaria a modo de circo de incesantes pistas; o ese encuentro de infiltraciones en un monasterio sito en lo alto de una montaña resuelto a la manera hitchcockiana. Pero todo ello se compagina y armoniza con una labor encomiástica con el formidable plantel actoral para resolver la fisicidad de muchos planteamientos de gags, y especialmente con unos diálogos magníficos, irónicos, jocosos, entrañables o trascendentes según requerimiento, que condensan desde la asumida anécdota algo siempre imprescindible para Anderson pero que el cineasta no siempre supo compaginar con tanta clarividencia con la forma y el ornamento: la credibilidad motivacional y el poso emotivo de los personajes.

ENEMY

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Enemy

Dirección: Denis Villeneuve

Guión: Denis Villeneuvey Javier Gullón, según una novela de José Saramago

Intérpretes: Jake Gyllenhaal, Mélanie Laurent, Sarah Gadon, Isabella Rossellini, Jane Moffat, Tim Post, Laurie Murdoch, Darryl Dinn

Música: Danny Bensi, Saunder Jurriaans

Fotografía: Nicolas Bolduc

Canadá-España. 2013. 91 minutos.

 

El íntimo enemigo 

Publicada en 2002 por el escritor portugués ganador del Premio Nobel José Saramago, El hombre duplicado (O Homem Duplicado) se adentra en uno de los territorios, el de la identidad, de los que la literatura de los dos últimos siglos ha levantado acta de las más apasionantes disquisiciones sobre inquietudes existenciales y motivacionales del ser. Lo hace, como el propio título sugiere, a través de un relato sobre un doble o doppelgänger, abundando a través de los periplos de un profesor de Historia que descubre accidentalmente la existencia de otro hombre igual que él en espacios filosóficos y psicológicos que también han interesado a autores de la talla de Robert Louis Stevenson, Guy de Maupassant, Edgar Allan Poe, Feodor Dostoyevski, Oscar Wilde, Ambrose Pierce, Miguel de Unamuno, Julio Cortázar, Jorge Luis Borges o Paul Auster. En la decisión de Denis Villeneuve de adaptar al cine la novela de Saramago (labor llevada a cabo antes que Prisioneros (2013), su desembarco en la industria estadounidense, por mucha que ésta se estrenara en España antes que Enemy), el cineasta canadiense afronta la que por ahora es probablemente su obra más ambiciosa en términos artísticos, e ingresa en una también nutrida nómina de (a menudo ilustres) creadores cinematográficos que hicieron de ese motivo, el del enfrentamiento con un doble, instrumento narrativo y alegórico en sus obras, entre ellos Alfred Hitchcock, Robert Mulligan, David Cronenberg, Kryzstof Kieslowski, David Lynch, David Fincher o Darren Aronofsky.

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Villeneuve, autor también de la adaptación junto a Javier Gullón, propone a través del relato puesto en solfa en este filme de elocuente título una pugna que perfectamente puede acomodarse a los pulsos del subconsciente. La trama nos habla de un tipo introvertido, hastiado de su trabajo y que padece un proceso depresivo, pero que encuentra un acicate a su gris existencia en el cambio de identidad que tiene lugar tras su encuentro fortuito con un hombre que, si en apariencia es idéntico a él, en realidad le complementa a través de un carácter extrovertido y un comportamiento obsesivo marcado por su apetito sexual. Utilizando un llamativo símbolo, una tarántula, para definir –en el arranque, en el cierre y en una poderosa imagen onírica plantada en el centro del relato– esta vis nociva, horrible, venenosa que define unos impulsos humanos que porfían por liberarse de la razón, las piezas de este relato-alegoría en que se erige Enemy se despliegan a modo de thriller psicológico de alto voltaje que debe progresar, y así lo hace, desde mimbres atmosféricos sórdidos.

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Polytechnique (2009) no se parece a Prisioneros, ni esta Enemy a Incendies (2010), pero todas ellas revelan algo indudable: el fuste de Villeneuve para la exposición de los temas que maneja, un esmero en el vaciado analítico del que se deduce una progresión dramática absorbente, una experiencia visual fuerte sostenida no tanto en imágenes de impacto –que sí le gustan al cineasta para culminar intenciones– cuanto en una edificación densa de los conflictos y sinuosidades del comportamiento de sus personajes. Aquí existe una sutil ilustración de un juego del gato y el ratón, un juego en el que no están sólo involucrados Adam Bell y Anthony St. Claire (Jake Gyllenhaal en ambos casos) sino las respectivas mujeres de éstos, Mary (Mélanie Laurent) y Helen (Sarah Gadon), y que, hábilmente, utilizando los resortes de un relato minimalista de suspense, Villeneuve traslada al espectador, que desde el mismo inicio de la función se verá obligado a tratar de atar piezas, información suministrada, por mucho que al final, cuando una llave nos suministre un último dato [imagen con claros ecos a una situación planteada por el gran maestro del cine contemporáneo en lo que al cuestionamiento de la identidad se refiere, David Lynch, en este caso concretamente tomada de Mulholland Drive (2004)] y la función sólo nos depare una última y angustiosa imagen, todas esas piezas funcionen como acicates del desarrollo intrínseco de la trama y no contagien –y eso es una virtud narrativa– la elucubración de sus pespuntes psicologistas y alegóricos.

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Para lograr esos efectos narrativos y esa carta de naturaleza expositiva Villeneuve se sirve de una atenta planificación en las secuencias que discurren en interiores, un trabajo escenográfico marcado por lentos desplazamientos de cámara y por ubicaciones de la misma que establecen un articulación subterránea del relato –la cámara a menudo parece que espíe a los personajes del mismo modo que se espían entre ellos– y una utilización del montaje para, a través de estrategias de alternancia o crosscutting, concatenar las existencias llamadas a converger/entrar en conflicto y a su vez para orquestrar codas repetitivas que vienen a proponer de forma sutil un cuestionamiento de la realidad y su(s) sentido(s). Todo ello sumerge las imágenes en un hado de inquietud, de incertidumbre, que magníficamente sostiene el pulso del relato a lo largo de todo el metraje, y que se apuntala con una labor con el sonido y la música que ribetea de forma gaseosa, abstracta, este relato sobre la búsqueda y la pérdida de identidad condicionada por aporías que en última instancia desaguan en cuestionamientos morales.

LA GRAN BELLEZA

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La grande bellezza

Dirección: Paolo Sorrentino

Guión: Paolo Sorrentino y Umberto Contarello

Intérpretes: Toni Servillo, Carlo Verdone, Sabrina Ferilli, Serena Grandi, Isabella Ferrari, Giulia Di Quilio, Luca Marinelli, Giorgio Pasotti, Massimo Popolizio

Música: Lele Marchitelli

Fotografía: Luca Bigazzi

Italia. 2013. 141 minutos.

La mirada fascinada, perdida y vencida 

Oscar incluido, La grande belleza parece haber cambiado, en el registro de la crítica cinematográfica, la consideración en torno a su artífice, el cineasta italiano Paolo Sorrentino. Al respecto cabe decir, quizá admirar, que Sorrentino lo haya logrado efectuando una indudable maniobra de fuerza desde su entraña creativa. El filme protagonizado por su actor-fetiche Toni Servillo no supone un cambio del estilo forjado por el cineasta en títulos como Las consecuencias del amor (2004), Il Divo (2008) o Un lugar donde quedarse (2011), y en él concurren diversos de los mismos atributos por los que el realizador solía ser vilipendiado, los que de hecho cabe decir que Sorrentino ha elevado a una summa de motivos desbordantes a través de una historia, eso sí, que ha tenido la virtud de sintonizar con el gusto de público y crítica sin que a priori ello resultara fácil de pronosticar.

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El filme, pretendido vástago de la monumental La Dolce Vita (Federico Fellini, 1960), nos habla como aquélla, aunque medio siglo después, de los pulsos de la vida aristócrata y bohemia romana. Como aquélla persigue a un personaje desnortado –aunque Gep Gambarella (Servillo) lo está más voluntariamente que Marcello Rubini– que transita por diversos, a menudo ocultos y a menudo grotescos paisajes de la existencia de esa clase alta y monstruosa cuyas miserias se ponen en solfa. Pero del mismo modo que no es lo mismo la modernidad que la posmodernidad, y aunque Sorrentino herede no sólo la estructura narrativa sino elementos temáticos, motivos argumentales y hasta peculiaridades que confieren el tono a la obra de Fellini –el halo fantasmagórico; los vicios de la jet-set a través del retrato barroco de sus fiestas; la irreverencia sobre lo que la sociedad ha sacralizado; la memoria como ensoñación; la presencia de la muerte…–, La Dolce Vita guardaba bajo su potencial lírico una capacidad radiográfica, una vis sociológica, que en cambio Sorrentino no es capaz de, o no quiere, dejar aflorar, quedando los enunciados, al fin y a la postre, enclaustrados bajo la piel del protagonista, consecuencia insalvable de un ejercicio que en última instancia –y no es tanto un defecto como una seña de carácter– se erige en un culto terapéutico al ego de Gep, asimismo el propio cineasta.

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El tiempo es el que termina decidiéndolo todo, por supuesto, pero ese hecho es el que me lleva a mí a pensar que si la película de Fellini es un título decisivo de la Historia del Cine, La grande bellezza probablemente será incapaz de ostentar en letras mayúsculas su tan pretendida condición de clásico. No porque se trate de una mala película, pero sí porque termina siendo, bajo tanta grandilocuencia esteticista y rigor en el aparato formal, más inane de lo que pretende. Hay diversos elementos de interés en el filme de Sorrentino, hay imágenes poderosas, hay secuencias de manufactura brillante. Pero cuando una película pretende de forma tan inequívoca cautivar y avasallar con su magnificencia en cada plano, en cada solución visual, en cada esquina del tenor argumental, resulta casi imposible que no se le aprecien las costuras, una clase de pretenciosidad asumida que no es mala per se (decía Coppola, y estoy de acuerdo, que pretencioso puede ser aquél que intenta innovar, hacer algo que no se ha hecho antes) sino que se convierte en molesta cuando el espectador es incapaz de canalizar de forma intelectual y/o emotiva los tantos enunciados enfáticos que se van concatenando, y por tanto se da cuenta de que no existe un hilo conductor –y no me refiero a hilo argumental; nada de malo hay en la dispersión narrativa cuando se sabe gestionar– en el discurso que pueda detectarse bajo la superficie impoluta, abigarrada y cacofónica de las imágenes.

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La gran belleza va deshojando la margarita de un viaje introspectivo que a su vez se pretende una radiografía exuberante de un determinado lugar y tiempo o, acaso, si buscamos una definición más ambiciosa, de unos signos de los tiempos. No obstante, y aunque probablemente sea ésta la mejor película de su director hasta la fecha, en su infinidad de encuadres que parecen poses y movimientos de cámara que retribuyen lo ornamental termina anidando demasiado material desechable y mucha menos sustancia lírica y corrosiva de la que aparenta y pretende enarbolar. En el trabajo fotográfico de contraste sombrío, agresivo, anida la espiritualidad de esta obra cuyos sentidos vendrían a converger en la crónica de dónde desaguan las incesantes treguas que este personaje, ya cerca del final de su camino, ha firmado con una vida disipada fruto de los alienantes vicios de una sociedad cosmopolita víctima de sus propias neurosis. Esas imágenes fugaces –que aparecen en y desaparecen en las sombras en únicos y reiterados planos– de las esculturas que Gep y su amante apenas vislumbran cuando transitan entre los suntuosos y penumbrosos pasillos de los palazzos de Roma resumen de forma poética esa tensión que Sorrentino filma entre la apariencia desenfadada de este personaje al que ya no sorprende ni casi agrede nada y el poso de angustia existencial que le atenaza, entre la herencia sublime del artista romano y el desperdicio patético al que los tiempos han arrojado esa herencia. Sin dejar de ser motivos que el cine de Fellini –y no sólo La Dolce Vita– enarboló con (incontestablemente) mayor contundencia que Sorrentino, en ellas, la partitura altisonante y orgullosa de La gran belleza deja de serlo para alcanzar sus constataciones más sinceras, más diáfanas, más hondas y hermosas.

OUT OF THE FURNACE

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Out of the Furnace

Dirección: Scott Cooper

Guión: Scott Cooper y Bad Ingelsby

Intérpretes: Christian Bale, Sam Shepard, Zoe Saldanha, Forest Whitaker, Casey Affleck y Woody Harrelson

Música: Bob Bowen  

Fotografía: Masanobu Takayanagi

EEUU. 2013. 108 minutos.

Carne de cañón

Hay diversas actuaciones francamente memorables en Out of the Furnace. Me quedo, a la hora de empezar a reseñar la película, con la de Casey Affleck, quien encarna menos un personaje que una determinada tipología, de sustancia socio-cultural, que resume bien las intenciones que sostienen esta película, sin duda la obra más ambiciosa hasta el momento de Scott Cooper, actor antes que cineasta que en esa segunda faceta hasta hoy era apenas conocido por aquella apreciable película en la que el protagonista, oscarizado Jeff Bridges, ensombrecía su labor, Corazón rebelde (Crazy Heart, 2009). En Out of the Furnace, película asimismo escrita por Cooper en colaboración con Bad Ingelsby, Affleck encarna al hermano menor del personaje encarnado por Christian Bale, y que encara la vida de otra manera por mucho que su entorno le condicione, a la postre, de un modo similar: Russell Baze (Bale) se gana la vida honradamente en una acería de la deprimida localidad de Braddock, Pennsylvania, y en cambio Rodney (Affleck) se dedica a hacer chapuzas, tiene el vicio de apostar y para ganar un sustento se entrega a participar en peleas de boxeo ilegales, controladas por pequeños hampones de la comunidad. El primero, por razón de un fatídico accidente de tráfico, termina pasando unos años en la cárcel del condado, y el segundo en ese ínterin sirve en el cuerpo de Marines en la guerra de Irak. Pero Russell sabe cómo sobrevivir, cómo encontrar el equilibrio, y trata arduamente de retomar su vida, mientras que Rodney está más desquiciado, noqueado anímicamente por los horrores atestiguados en el frente, y se adentra sin miedo a perder, porque no tiene nada que perder, en terrenos más pantanosos de ese submundo de peleas. Si digo que el personaje de Affleck resume bien los mimbres que sostienen la obra ello tiene que ver con razones de denuncia social: Out of the Furnace nos presenta la cara amarga, el reverso oscuro del sueño americano, y plantea una fábula negra efectuando severo hincapié en las condiciones ambientales de esa comunidad deprimida representativa de tanta población invisible usamericana, que reciben el azote de las políticas liberales y militaristas que el país de barras y estrellas destila y que por supuesto se ceban con la población de estritificación social medio-baja. Rodney es carne de cañón, y sólo encuentra en la desnudez de sus puños una herramienta con la que enfrentarse a una existencia miserable, sin saber por qué ni contra quién pelea, apenas sobreviviendo cada vez más maltrecho hasta que le llega el final.

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Scott Cooper dice tener en mente al Robert Altman de Nashville (1975), al primer Terrence Malick y a Michael Cimino (a cuya El cazador (The Deer Hunter, 1978) ofrece un claro homenaje en una secuencia de la película), aunque a mí la película me recordó también en no pocos resortes la opera prima de Sean Penn, Extraño vínculo de sangre (The Indian Runner, 1991), otra historia sobre lo fraternal en un entorno degradado, si bien no tan denigrante como el que Cooper nos perfila en su película. Bien auxiliado por un trabajo sobrio con la cámara, contando con un guión bien perfilado y ese elenco interpretativo potente, Out of the Furnace nos transporta con rigor al meollo de este retrato negro y suburbial que no efectúa concesiones en esa tesis última que nos habla de violencia y círculos viciosos, estampada sobre la trabajada atmósfera, oclusiva y sombría, en la que el relato progresa. Cooper propone en realidad, más allá de esa sustancia, un ejercicio que algo tiene de teórico, de metanarrativo, sobre lo que después nos detendremos, y que halla su declaración de intenciones evidente en el juego de ida y vuelta de una propuesta visual que convierte en circular el relato: el reflejo especular entre las imágenes que aparecen en la pantalla de un drive-inn al principio de la película y su traslado a la realidad en el clímax, solución ésta que nos habla de las ambiciones entre poéticas y de requiebro ideológico combativo a las que sirve el cineasta.

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Y esas ambiciones son encomiables no sólo por su contenido sino por su vehiculación cinematográfica, ciertamente intensa. Aunque probablemente más de uno detecte un problema narrativo en la obra, que no es otro que quizá Cooper no sabe perfilar a la misma altura la progresión y solución dramática que el planteamiento. La presentación de los personajes, bien sostenida por la labor de Christian Bale, Sam Shepard, Zoe Saldanha, Forest Whitaker y, especialmente, Casey Affleck y Woody Harrelson, es modélica. Pero tras la secuencia que parte por la mitad el relato (construida mediante un montaje en paralelo que funciona a la perfección), Out of the Furnace pasa a edificarse según los mimbres de una fábula sobre una venganza. Se aprecian esfuerzos por mantener el tono, la mala leche, el pesimismo, pero la coda ambiental que hasta entonces había predominado cede el testigo a una reducción de términos, el enfrentamiento dramático entre los personajes encarnados por Christian Bale y el malo malísimo que encarna Woody Harrelson, devenir de los personajes claramente deudor de los discursos psicosociales del western que ni invalida el interés de la propuesta ni carece de su propio empaque en la ilustración visual y rítmica, pero sí puede dejar un poso insatisfactorio en un análisis de conjunto, por la sensación de subversión del tono que supone una simplificación de términos que diluye un tanto la hechura y calado del discurso radiográfico social que parecía sostenerlo todo.

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Sin embargo, eso sólo sería una forma de verlo. Otra pasaría por una reflexión serena en torno a esas elecciones dramáticas y su encaje en el discurso, de la que cabría resolver su oportunidad y elocuencia alegórica, pues si el western era, en su definición pura, el relato del modo en que progresaba la civilización en un entorno salvaje, en Out of the Furnace se recorre un trayecto inverso y la ley del más fuerte y de la violencia es la única que puede dirimir las relaciones sociales y las cuestiones éticas en un entorno en el que la supuesta civilización se ha desmoronado por razones de dejadez política y miseria económica. De tal modo, para quien esto suscribe termina resultando acaso lo más interesante de la función ese vaciado teórico elocuente que, transitando territorios de radiografía social contemporánea, parte de un modelo perfectamente asimilable a los códigos del cine negro de toda la vida para, tras la fractura del relato en ese clímax central –por tanto, no en mixtura, sino en cohabitación concordante- vestir los ropajes del western. Me parece un lúcido diagnóstico sobre una forma posible, válida, de representación cinematográfica de esos determinados temas que maneja la obra.

DALLAS BUYERS CLUB

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Dallas Buyers Club

Dirección: Jean-Marc Vallée

Guión: Craig Borten, Melisa Wallack

Intérpretes: Matthew McConaughey, Jennifer Garner, Jared Leto, Steve Zahn, Dallas Roberts, Denis O’Hare, Griffin Dunne, Kevin Rankin, Lawrence Turner, Jonathan Vane

Música: Varios  

Fotografía: Yves Bélanger

EEUU. 2013. 116 minutos.

Breaking Good

Los grandes titulares y posibilidades de resonancia que acompañan y probablemente acompañarán siempre esta película del canadiense Jean-Marc Vallée tienen que ver con una, o quizá dos, actuaciones de esas de camaleón y órdago, las que se arrancan Matthew McConaughey y Jared Leto, ambos dando vida a enfermos de SIDA de procedencias psico-sociales bien distintas, sino opuestas, pero a quienes el destino terminará alineando en pos de una causa común superior a las que hasta entonces daban sentido a sus vidas. El caso de McConaughey es más o menos recurrente en el panorama del cine norteamericano: el de un actor que en sus tiempos mozos ejerció de galán (en este caso, de éxito cierto pero limitado) y tras dejar atrás aquella etapa regresa a los carteles con personajes menos estereotipados, que le ofrecen la posibilidad de registros interpretativos mucho más diversos, calados de matices; a ello suele ayudar, por supuesto, el sentido de oportunidad de las elecciones interpretativas de esos actores, y está claro que McConaughey, en sus alianzas con cineastas como William Friedkin, Jeff Nichols, Cary Fukunaga o Martin Scorsese ha sabido hallar un cauce para el riesgo y la excelencia. Jared Leto, menos importante en la película –su papel es secundario, frente a la omnipresencia del personaje que interpreta McConaughey-, no llegó a consagrarse del modo en que lo hizo su compañero de reparto, pero durante los años del cambio de milenio, con sus actuaciones en obras como Réquiem por un sueño (Darren Aronofsky, 2000) o principalmente papeles secundarios de cierta enjundia en La habitación del pánico (David Fincher, 2002) o Alejandro Magno (Oliver Stone, 2004), sí alcanzó cierta notoriedad que con el tiempo se fue diluyendo, y en ese sentido su trabajo en Dallas Buyers Club sin duda que le ha servido para volver a meterse en el ajo del establishment.

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Pero por formidables que resulten unas interpretaciones –y no seré yo quien niegue que éstas lo sean, aunque sí aclare que se trata por supuesto de esas interpretaciones que poco tienen que ver con el underplaying-, resulta difícil que las mismas, por sí solas, vistan de auténtico interés cinematográfico una película. De hecho, uno de los problemas de Dallas Buyers Club es su aceptación de tratarse de una de esas películas-tipo que se estrenan en temporada alta de premios para hacerse valer únicamente por la labor de sus actores. Aceptación nada tácita –bien patente en imágenes-, ratificada por el nombre poco conocido de su firmante y que, de hecho, halla su razón de ser, sobre cualquier otro considerando, en temas de limitación presupuestaria (5 millones de dólares, en este caso). Si esas películas constituyen, como propongo, una categoría (sui generis, si quieren), no resulta una categoría de mayor interés para quien esto suscribe. Y Dallas Buyers Club no supone una excepción a la regla, si bien existen diversos elementos en ella que la hacen cuanto menos de interesante visionado. Principalmente relacionados con su temática. No la temática en sí misma (que nunca será elemento decisivo para edificar el interés), sino por las marcas distintivas que se aprecian en el abordaje de la misma. Por un lado, sus ciertas disensiones con el territorio del biopic, en el que indudablemente se mueve. DBC nos habla de Ron Woodroof (McConaughey), un tejano de clase media-baja que, al descubrir que estaba enfermo del SIDA y que la Agencia Sanitaria estadounidense (la FDA, Food and Drug Administration) no estaba logrando dar réplica a su enfermedad, decidió viajar a México a iniciar otro tratamiento y, con el tiempo, se convirtió en un auténtico contrabandista de medicación que alcanzó notoriedad por el éxito de esos tratamientos alternativos que proponía –disminución de efectos secundarios y mejor de la calidad de vida de los enfermos- y por la dura pugna que mantuvo con la FDA, que por  intereses de patentes farmacéuticos superiores, torpedeó su labor en lo posible en un claro ejemplo de infamia político-legislativa ocasionada por la rendición de los derechos individuales a las prerrogativas de las corporaciones farmacéuticas.

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Pero aunque el filme adopte diversos elementos de partida de ese biopic, aquí invirtiendo los términos del raise and fall para hablarnos de una redención y toma de compromiso por parte de un tipo antes carente de toda virtud, digamos, ética (homófobo, estafador, alcohólico, drogaadicto, amante del sexo de riesgo,…), lo cierto es que, más allá de que esos enunciados típicos se hallen bien definidos por una exposición breve de los mismos –sin duda relacionada con la precariedad de medios, que Vallée resuelve en ocasiones mediante el recurso a lo elíptico– y por la convicción que hallamos en la labor interpretativa de McConaughey, lo que hace interesante DBC es indudablemente el hecho de dejar que la descripción de esa desigual pugna entre individuo (que es sociedad) contra el sistema (que es poder) conviva significativamente con el drama estrictamente humano que la película pone en solfa, habilidad y virtud que obedece en buena medida al patrón o libreto escrito por Craig Borten y Melisa Wallack y que Vallée en su apuesta escenográfica, funcional a pesar de algunas estridencias, comprende y observa en beneficio de los resultados.

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Y todo lo expuesto revierte en otro elemento diferencial de la obra, en este caso en relación con el abordaje del escabroso tema del SIDA en el cine: a diferencia de las obras aún referentes sobre la cuestión en el imaginario cultural estadounidense, Philadelphia (Jonathan Demme, 1993) y acaso la miniserie de la HBO Angels in America (Mike Nichols, 2003), cuyos términos dramáticos alentaban una serie de lecturas de corte social y de denuncia contra la estigmatización, en la película que nos ocupa ese discurso, que por supuesto también concurre (el papel del personaje transexual encarnado por Jared Leto viene a resumir en buena medida ese apartado narrativo), convive con otras constancias, reflexiones o exposiciones críticas que nos hablan de otros tipos de impactos de la enfermedad en la sociedad estadounidense, esa denuncia de la frivolidad implacable de la FDA que, nos dice la película, fue la causante (por omisión intencionada) de la muerte o empeoramiento de un número ingente de enfermos del virus. Si dicen que el tiempo es el juez más implacable probablemente una película como ésta sirve de ejemplo: más de un cuarto de siglo después se puede empezar a llevar a la clase de luz pública que es capaz de concitar el cine un asunto realmente muy turbio y aún más grave. De aquí otros treinta años podremos ver alguna película que hable de las barbaridades que las corporaciones de ese sector o cualquier otro llevan a cabo en la actualidad.

HER

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Her

Dirección: Spike Jonze

Guión: Spike Jonze

Intérpretes: Joaquin Phoenix, Amy Adams, Rooney Mara, Olivia Wilde, Scarlett Johansson

Música: Arcade Fire  

Fotografía: Hoyte van Hoytema

EEUU. 2014. 125 minutos.

 (S.)O.S.

Una premisa de ciencia-ficción sostiene esta Her. La mujer aludida en el título no es tal. Es un sistema operativo de nueva generación que, más allá de asistir oralmente a su propietario, tiene conciencia propia y sentimientos. La película, escrita amén de dirigida por Jonze, nos habla de inteligencia artificial, sí, y a través de la historia de un tipo introvertido, Theodore (Joaquin Phoenix), que se enamora de ese sistema operativo con vida propia, Samantha (la voz de Scarlett Johansson), traza una muy interesante, por pertinente, parábola sobre la relación creciente que mantenemos con la tecnología y las consecuencias que, a nivel de las relaciones humanas, ello conlleva. No deja de ser curioso que, a poco de pensarlo, Her se afilie de forma mucho más auténtica a los parámetros puros de ese género especulativo que el grueso de producciones mainstream que sobre el papel dicen hacerlo. Pues la película plantea acontecimientos posibles desarrollados en un marco puramente imaginario, pero verosímil, en este caso con fundamento narrativo en el campo del desarrollo tecnológico y las ciencias sociales. Acontecimientos, lugares, realidades socio-culturales que Spike Jonze se esfuerza por implementar en imágenes con elegancia y sentido, especialmente en la primera media hora de la película, y que raílan a la perfección la sustancia caliente del drama sobre relaciones personales que se pone en solfa.

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Exceptuando el cierre del relato, donde Jonze sí que deja esporar sus (pesimistas) constataciones de forma preclara, la película tiene la virtud de explorar las innumerables aristas de ese motivo parabólico con una avidez expositiva que no riñe, vía subrayado molesto del discurso, con la exploración dramática digamos convencional, de modo tal que el reto a la inteligencia del espectador se mantiene siempre activo, siempre atractivo, siempre presto a los matices, diversos focos y meditaciones que cada uno, a través de su experiencia o su visión del mundo, quiera o sepa extraer. El cine de Jonze –con o sin Charlie Kaufman– suele ser así, se define a menudo por la vertiente intelectual, volcada en la originalidad y agudeza de sus filamentos temáticos, y a menudo en riña con las reglas de estructura que resulta dable esperar de cualquier drama. Sus admiradores dirán que su cine, por ende de esa originalidad temática, no debe responder a las reglas de estructura consuetudinarias. Sus detractores dirán que, aunque así sea, no todo vale. Todos tienen razón. Quien esto firma les dirá, ante todo, que es harto recomendable el visionado de Her y que la película atesora, más allá de esos hallazgos argumentales-temáticos, otros reseñables que se refieren a la narración cinematográfica en estricto, por mucho que el resultado final no termine de ser tan redondo como uno desearía.

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No lo es, siempre desde mi humilde perspectiva, porque le sobra metraje y le falta intensidad, aunque lo segundo pueda quedar en cuarentena por cuestiones que ahora analizaremos. Le sobra metraje en su segunda hora, en la que, sin nunca caer en lo inane –algo que por ejemplo sí le sucedía a una película con ciertos elementos parangonables a ésta, Ruby Sparks, de Jonathan Dayton y Valerie Faris (2012)–, cierta sensación de reiteración sobrevuela el relato, ello en menoscabo de la fuerza (destructiva, en este caso) de un crescendo dramático que se intuye que Jonze quiere filmar por la vía implosiva pero sólo llega a materializarse en secuencias aisladas (pienso por ejemplo en aquélla que discurre en el interior de la cabaña en la que Theodore está pasando unas vacaciones “con” Samantha, y Jonze filma el primer síntoma de hastío por parte de la máquina –le presenta a Theodore a un filósofo cibernético con el que mantiene tratos– efectuando una atinada correlación de contraste entre lo moderno, esa inteligencia cibernética, y lo humano y caduco, personificado en el ruido de una cafetera en una vieja cocina de gas). El problema, en cualquier caso, tiene que ver principalmente con la cartografía visual. Trabajada, a menudo brillante, de Jonze, pero que termina dejándole a uno sin asideros a la hora de identificarse, más allá de lo obvio, con los personajes. Porque uno de los retos cinematográficos más indudables de la película tiene que ver con la edificación de un personaje invisible, al que la voz un tanto nasal, cavernosa, de la Johansson le otorga una personalidad, pero que Jonze indudablemente quiere edificar en imágenes más allá de ese asidero auditivo, desde lo mediato, algo que logra deforma intermitente, mediante una puesta en escena en la que, por mucho que la cámara se centre casi continuamente en el personaje de Theodore, ello no obedece necesariamente a su subjetividad,  y en los mejores momentos se aprecie una suerte de toma y daca visual entre lo visible y lo invisible, entre el cariacontecido Theodore y su réplica cibernética, que alcanza magníficos puertos por ejemplo en las secuencias de contenido sexual, no sólo ese memorable fundido en negro, apoderamiento de la imaginación, en la secuencia del encuentro sexual, sino también aquélla otra que puede verse como un momento opuesto, la secuencia en la que Samantha pretende utilizar a nada menos que un cuerpo interpuesto para materializar la carnalidad, intento que, a diferencia de ese apoderamiento de la imaginación se revela equivocado y nocivo.

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Her halla su atmósfera en la definición entre fría y naïve de los escenarios cosmopolitas fotografiados con un tono templado que contrasta con el apoderamiento cromático que hallamos en los decorados. En el puntuado musical de Arcade Fire, una coda de movimientos de sintetizador al que el cine indie recurre a menudo y en la que Jonze se siente cómodo para hacer avanzar, serenamente y sin estridencias, el drama. Con estos elementos Jonze trabaja la sustancia y el tono de un relato en el que, más allá del atractivo envoltorio sutilmente futurista, nos convence el determinado (y determinante) énfasis que las soluciones escenográficas otorgan al estado de ánimo de Theodore, y donde se hace obligatorio reseñar la absolutamente brillante composición de Joaquin Phoenix, cuya trabajada y nada ostentosa expresividad sostiene mucho más que a un personaje. Tres grandes bloques escenográfico-visuales se conjugan en la película: el primero, composiciones estudiadas y estilizadas, pero a menudo estáticas, para mostrar sus progresos en su hábitat natural –su puesto de trabajo, su piso o el de su amiga Amy (Amy Adams)–; el segundo, y en contraposición, aquéllas otras en movimiento, y a veces desconcierto, que tienen lugar en exteriores y revelan, a partir de la noción de inseguridad del personaje fuera de su hábitat-embrión, situaciones de crisis (llamativa por ejemplo es la secuencia en la que Theodore corre desnortado, no sabemos hacia adonde, cuando Samantha, el sistema operativo, está desconectado, secuencia que después termina con un interesante juego de transfoco para aislar al personaje, en la malhadada conversación que mantiene con Samantha, del bullicio humano que le rodea); tercero, y orilla de lo primero y lo segundo, las diversas secuencias en las que, para alcanzar sus tesis, la cámara permanece fija en primeros o primerísimos planos del rostro de Phoenix, secuencias en las que vienen a desaguar conceptos puestos en la picota narrativa desde ese careo íntimo que lo es tanto entre el espectador y el personaje de Theodore como entre ese hombre tímido e inseguro y la chica de unos sueños que anidan más allá de su imaginación pero no de sus sentimientos.