NEBRASKA

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Nebraska

Dirección: Alexander Payne

Guión: Bob Nelson y Alexander Payne

Intérpretes: Bruce Dern, Will Forte, Stacy Keach, Bob Odenkirk, June Squibb, Missy Doty, Kevin Kunkel, Angela McEwan, Melinda Simonsen

Música: Mark Orton  

Fotografía: Phedon Papamichael

EEUU. 2013. 116 minutos.

 

Hijo de mi padre

En la crítica que escribí para The Descendants (2012) mencionaba elementos motrices que recorren y caracterizan el grueso filmográfico de Alexander Payne, y que aquí siguen vigentes. Decía y puedo repetir que a Payne le interesan los relatos contemporáneos, ubicados lejos de la metrópoli, centrados en crisis -personales, sentimentales, existenciales-, y siempre protagonizados por hombres -si descontamos la lejana Citizen Ruth (1996)-, generalmente de mediana edad, que vienen llevando una existencia bastante anodina y a los que ahora toca enfrentarse con una encrucijada, evidente o que late bajo la aparente. Y a los que el cineasta se acerca con voluntad de descripción aferrada en lo verista y lo psicologista, de modo tal que se pretende asentar un discurso, una voz propia desde el foro cinematográfico, que medita en voz alta sobre cuestiones que tienen que ver con nuestra inteligencia y sensibilidad, pero mucho más con el modo en que nos definimos como seres sociales, cuál es nuestra relación con nuestro entorno inmediato, pues en él nos movemos y él condiciona nuestros actos, sea el modo en que afrontamos una oportunidad o una frustración. Todo ello se respira en las obras del realizador de origen griego, que desde ese punto de vista relacionado con lo temático reclama su condición de auteur en el sentido más extendido del término. Y también por ello, relacionado con razones industriales y de oportunidad para colarse en un determinado espectro de ese paisaje en el establishment estadounidense, sus películas se pasean por festivales, suelen estrenarse “en tiempo de Oscar” y gozan de una clase de prestigio que siempre obedece a semejante patrón.

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Empero, a quien esto suscribe Payne le parece un cineasta irregular. Tras una película que considero magnífica, Entre copas (2006), el ejercicio anterior presentó otra, la citada Los descendientes, que, aunque igual de laureada que la anterior, a mí me pareció un descalabro, precisamente porque las aspiraciones psicologistas antes referidas no lograban quedarse más allá de los meros enunciados –bien trágicos, cierto-, y el filme no sabía transmitir el poso de inquietudes, reflexiones y/o redenciones que sobre el papel transmitía, bien al contrario de lo que sí se lograba en el filme protagonizado por Paul Giamatti y Thomas Hadden-Church. Felizmente, con Nebraska Payne recupera la forma, o más bien el tono, en la edificación visual del relato, una edificación pausada, por lo general minimalista, y que oxigena un elaborado drama a partir de la gestión lacónica de sus elementos, lo que a menudo da de resultas fugas que algo tienen de cómicas pero de comicidad congelada por el contexto, o más bien por el trasfondo. La verdad es que la vocación temática antes aludida, en este caso merece un plus o definición añadida de apropiación estilística, pues Nebraska emerge de un libreto no escrito por Alexander Payne (que sí revisó, aunque al parecer poco) sino por un tercero, Bob Nelson, que por lo demás llegó a manos del realizador mucho tiempo atrás, cuando preparaba A propósito de Schmidt (2002), y al que Payne finalmente regresó tras Los descendientes. Afinidad o apropiación natural entre el material de partida y el relato cinematográfico resultante que, en todo caso, abona esa teoría sobre lo autoral.

 NEBRASKA

Su premisa mínima –el viaje que realizan un padre alcohólico y su hijo desde Montana a Nebraska para recoger lo que el primero cree que es un premio de un millón de dólares y en realidad es una típica estafa publicitaria- nos sirve para presentar un elemento añadido a esos elementos configuradores del corpus del cine de Payne: el hecho de tratarse de un relato itinerante (road movie, diran algunos, aunque a mí no termina de parecérmelo), como el de las citadas About Schmidt o Sideways. El hecho de venir protagonizada por el anciano Bruce Dern llevará a muchos a asociarla con la que protagonizara en su día Jack Nicholson, pero creo que se hace evidente, en la textura dramática esencial del relato, que el auténtico protagonista de la función no es Woody (Dern), sino su hijo David (Will Forte), quien asume el punto de vista narrativo. La robustez tipológica y descriptiva de Nebraska, acaso el puntal de Nelson, se halla en la radiografía de la senectitud que tan bien borda Dern y otros personajes satélites en la trama –especialmente su mujer Kate (June Squibb) y el viejo amigo que encarna Stacy Keach– y que se sirve en un trabajado contexto que absorbe con el manto de la decrepitud y las viejas heridas del tiempo un relato sobre lo comunitario nada complaciente (las diversas pesquisas sobre el pasado de Woody en el pasaje central de la película, que discurre en Hawthorne, su ciudad natal, donde se produce el reencuentro con familiares, amigos y, sobremanera, recuerdos). Pero la esencia del relato, acaso el puntal que prefiere Payne, termina radicando en esa mirada que sobre todo ello arroja David, el hijo de Woody –y en menor medida, Ross (Bob Odenkirk), hermano del primero e hijo del segundo-, quien efectúa un viaje de reencuentro con su padre donde, por la vía del sacrificio, y por el profundo sentimiento de amor que le une a él, hallará la forma de dar cauce a una redención a los términos de su relación con él que servirá asimismo como catarsis sanadora que cierra las muchas heridas por sombras heredadas del pasado sobre la personalidad del personaje encarnado por Dern.

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De Nebraska destaca la solidez del guión, pero también la rotunda capacidad de Payne para sostener y compensar un ritmo narrativo muy preciso para alcanzar esas cotas entre la introspección psicológica y la fuga a la emotividad sobre la que está edificada la obra. Destaca el buen hacer del completo reparto. La idoneidad de la fotografía en blanco y negro del colaborador habitual de Payne, Phedon Papamichael, y el valor narrativo añadido de esos contrastes paisajísticos que la cámara recoge con planos largos para contrapuntear con la vis íntima de la narración. No se trata de una obra totalmente redonda, pues algo chirría en el guión: se aprecia un cambio de tornas en el devenir argumental a partir del nudo del relato en el que los enunciados sobre las complejas y enquistadas relaciones en el seno familiar se desatrancan de forma acaso demasiado obvia en una coda de confianza mutua que, por mucho que halle una motivación pertinente (en la progresiva hostilidad que hacia Woody y los suyos revelan los familiares y amigos de Hawthorne por causa de ese supuesto millón de dólares), no deja de resultar una acomodación a los términos redentores que caracterizan ese final (ese suave beso que Kate le dedica a su marido), lo que como digo chirría un poco con los enunciados precedentes. Pero ello no empece el calado y la credibilidad sociológica y antropológica de una película sin duda hermosa, que en última instancia habla con voz serena sobre la imperfección de los sentimientos y, a tono con ello, las muchas clases de amor que puede destilar el ser humano.

LOS DESCENDIENTES

The Descendants

Dirección: Alexander Payne

Guión: Alexander Payne, Nat Faxon y Jim Rash, según una novela de Kaui Hart Hemmings

Intérpretes: George Clooney, Shailene Woodley, Amara Miller, Matthew Lillard, Beau Bridges, Robert Foster

Fotografía: Phedon Papamichael

Montaje: Kevin Tent

EEUU. 2011. 114 minutos.

Cine de crisis

Crisis personales, crisis sentimentales, crisis existenciales. El cine de Alexander Payne siempre pivota sobre ese eje motriz. Siempre en relatos que se ubican en la actualidad, y, también es de señalar, en entornos más o menos alejados de la gran metrópoli. Faltaría añadir que se trata en todo caso de hombres, si descontamos la lejana Citizen Ruth (1996). Hombres generalmente de mediana edad (Schmidt iría aparte, aunque su paradoja es también la de empezar una nueva vida), que vienen llevando una existencia bastante anodina, y a los que ahora toca enfrentarse con una encrucijada, evidente o que late bajo la aparente. Y a los que el cineasta se acerca con voluntad de descripción aferrada en lo verista y lo psicologista, de modo tal que se pretende asentar un discurso, una voz propia desde el foro cinematográfico, que medita en voz alta sobre cuestiones que tienen que ver con nuestra inteligencia y sensibilidad, pero mucho más con el modo en que nos definimos como seres sociales, cuál es nuestra relación con nuestro entorno inmediato, pues en él nos movemos y él condiciona nuestros actos, sea el modo en que afrontamos una oportunidad o una frustración. Todo ello se respira en esta nueva obra del realizador de origen griego, esta Los descendientes que, en el momento de escribir estas líneas, se halla nominada al Oscar a la Mejor Película tras haber obtenido esa misma categoría de galardón (Película Dramática) en los Globos de Oro.

 

¿El factor Jim Taylor?

La mala noticia es que The Descendants, sin dejar de ser un título interesante en diversos aspectos, brilla con mucha menos luz propia que la obra precedente, y aún la mejor de Payne, Entre copas (Sideways, 2004). En ello intervienen diversas razones, pero creo que la principal pasa por las veleidades argumentales y de definición de personajes heredadas de la novela en la que se basa el filme, escrita por Kaui Hart Hemmings. No la he leído, pero existen algunas premisas que en buena lógica deben de obedecer al sustrato y que afectan al calado expresivo de la propuesta cinematográfica, ya en sede de la materialización de un guión en el que Payne co-firma con otros dos guionistas, Nat Faxon y Jim Rash. No puedo discernir si es un dato decisivo en los resultados artísticos o no, pero sin duda que resulta relevante y de mención que Payne, por primera vez, no cuente como co-guionista con Jim Taylor, el que fuera su único colaborador en esa faceta desde su primera película hasta Sideways. En cualquier caso, centrándonos en materia, expliquemos que The Descendants se centra en unos días decisivos en la vida de Matt King (George Clooney, más aferrado a una vis doméstica de lo acostumbrado en él, lo que no significa que esté mejor que en otros títulos donde explora la vena dramática, caso de, por citar algunos ejemplos recientes, Michael Clayton o El americano); su mujer ha sufrido un grave accidente de lancha, y se halla en una situación de coma que parece irreversible. Matt tiene que lidiar con esa trágica tesitura asumiendo además el cuidado de sus dos hijas, una de ellas adolescente, Alexandra (Shailene Woodley), y la otra de diez años, Scottie (Amara Miller), mientras, por otro lado, se halla en puertas de terminar una larga negociación por la venta de un importante caudal patrimonial de su familia (una herencia que comparte con diversos primos pero en la que, por razones de consanguineidad, él asume la voz cantante y la decisión última), unas formidables extensiones de territorio virgen en diversas zonas de las islas hawaianas en las que discurre el relato. Con apenas el enunciado de esas premisas ya podemos plantear diversos de los conflictos que se deshojarán en lo narrativo, pero a pesar de ello el filme nos obliga a dar por sentadas diversas cuestiones de trascendencia, poco o mal apuntadas en la presentación, principalmente, por qué motivo(s) parece que el pasado le está reclamando a Matt un precio, y, especialmente, cuáles son los déficits en su relación con sus hijas que debe rehabilitar; es cierto, tirando de cliché se nos dice que trabajaba mucho, y ello debe explicar esa distancia emocional, de incomunicación e incomprensión para con su núcleo familiar. Ese detonante dramático se explorará más o menos con profundidad en lo relativo a su esposa –el enterarse de que le era infiel con otro hombre-, pero no en cambio en lo que atañe a sus hijas, que, por lo demás, vienen acompañadas por un tercer personaje joven, un amigo de Alexandra, Sid (Nick Crause) que aún no termino de entender qué pinta en la concreción dramática del relato. El problema es que aunque Matt, se dice, trabajaba tanto, no hay improntas de su carácter o actitud que así revelen lo distante en el trato con sus hijas (ah, sí: le cuesta controlarlas, especialmente a la pequeña, según se consigna telegráficamente en algunos y obvios pasajes del arranque del filme).

 

Todo es eventual

Déjenmelo formular de otra manera. En The Descendants se detecta una evidente fractura entre el material narrativo con el que Payne trabaja y los pulsos, intenciones, marcas de estilo ya conocidas del realizador. A nivel argumental, el filme plantea una tesis catárquica –que el levantamiento del velo de datos desconocidos de su bagaje familiar llevan a Matt a modificar su decisión con respecto de la herencia- que en cambio recibe un tratamiento poco más que anecdótico (de nuevo, telegráfico) en el relato en imágenes, en el “cómo lo cuenta”, donde se aprecia un interés mucho más primordial por parte de Payne por explorar –de modo coherente con su bagaje cinematográfico previo- de forma intuitiva, nada afectada y aferrada a un fuerte subjetivismo el proceso de desmoronamiento psicológico del personaje ante la muerte anunciada de su esposa. Payne se muestra incapaz de compaginar los dos visos del relato, y ello revierte en evidentes problemas que no son tanto de descompensación dramática cuanto de carencia de convicción en el trazo psicológico (y eventuales componentes sociológicos), que era a priori precisamente el punto más fuerte del cineasta, donde reside su mayor agudeza y su patente personalidad en el tratamiento de lo cómico desde un prisma amargo.

 

Buena prueba o consecuencia de lo citado lo hallamos en lo muy chirriantes que a menudo resultan los insertos cómicos aquí (en secuencias como, por poner un ejemplo, aquélla en la que Julie (Judy Greer), la esposa del amante de su mujer, visita a ésta, y se dirige a ella, postrada en la cama, en presencia de Matt). De los términos de ese drama absurdo o comedia triste que se cocinaban, con mayor o menor tino y mordacidad, en Election, About Schmidt y Entre copas, pasamos a una forzada intrusión de un registro más liviano para, vanamente, dar calidez a una tesitura indubitablemente más trágica. A través de un cuidadoso montaje y de una insistente utilización de canciones de registro similar y aroma local como acompañante sonoro, Payne se sirve hacer avanzar el relato en tono implosivo y por lo general concordante. Y encuadra y dirige bien a los actores, de lo que resultan secuencias aisladas en las que emerge una apreciable entidad dramática, sobre todo al referir los sentimientos de estoicismo ante la pérdida. Diría, en fin, que a Los Descendientes no le faltan muchas cosas, pero sí que le sobran demasiadas. O que la ambición dramática y la lectura en clave regionalista que pretende incorporar exceden con mucho de la habilidad (o apenas convicción) que Payne demuestra cuando puede marcar márgenes más estrechos de estudio de personajes. Es quizá por ello que los mejores momentos de la película siempre pasen por aislar a un personaje con sus sentimientos (literalmente en la llamativa secuencia en la que vemos a Alexandra llorar en el fondo de la piscina, no tan radicalmente pero también explícita en ese desplazamiento de Robert Forster –que encarna al suegro de Matt- hasta quedarse en un primer plano rindiendo cuentas en angustioso silencio con la luctuosa noticia que acaban de darle), y que el colofón se alcance a través de una inversión de los términos subjetivos: hablo de aquel plano (spoiler!), casi al final, en el que la cámara contempla en contrapicado y primer plano a Matt como si las cenizas de su mujer le observaran a él y no a la inversa, y que se seguirá de otro plano en contrapicado desde el fondo marino contemplando los collares de flores que los miembros de su familia han depositado en el agua de forma ritual: es una bonita forma de capturar, desde la misma herramienta subjetiva que lo ha interpretado todo, el elemento redentor, liberador, catárquico que se rubrica del personaje, por mucho que la disposición cercana de esos tres collares en la superficie del mar venga a sugerir, también, la salvaguarda de unos valores (los de los padres para con sus hijas) que, en lo precedente, y más allá de la imaginación –no espoleada- del espectador, no se habían llegado a poner en entredicho.

http://www.foxsearchlight.com/thedescendants/

http://www.imdb.com/title/tt1033575/

http://www.washingtonpost.com/gog/movies/the-descendants,1206369/critic-review.html#reviewNum1

http://www.rogerebert.com/apps/pbcs.dll/article?AID=/20111116/REVIEWS/111119988/1023

http://reportajes.labutaca.net/los-descendientes-la-herencia-hawaiana/

Todas las imágenes pertenecen a sus autores

ENTRE COPAS

Sideways

Director: Alexander Payne.

Guión: Alexander Payne.

Intérpretes: Paul Giamatti, Virginia Madsen, Thomas Hadden-Church, Sandra Oh.

Música: Rolfe Kent.

Fotografía: Phedon Papamichael.

EEUU. 2004. 113 minutos.

LOS ANTICLÍMAX DE LA EXISTENCIA

Guste más o menos, el cine de Alexander Payne sirve para efectuar algunas constataciones difícilmente refutables sobre el funcionamiento de la maquinaria industrial de Hollywood. En 2004, cuando se estrenó el filme que nos ocupa, Entre copas, fue saludado con vítores por la crítica especializada, y nominada a cinco Oscar (incluyendo el de Mejor Película y Mejor Director), de los que se alzó con uno, el de Mejor Guión Original, que el propio Payne recogió junto con su estrecho colaborador –co-firmante de todos los libretos de sus películas hasta esta Sideways- Jim Taylor. Ese prestigio se ratifica en el hecho de que Payne se haya erigido en productor para, según él mismo reconoce, servirse del prestigio que acompaña a su nombre para que proyectos en los que cree puedan ver la luz (caso de El asesinato de Richard Nixon (Niels Mueller, 2004) La familia Savages (Tamara Jenkins, 2007) o El Rey de California (Mike Cahill, 2008), proyectos todos ellos que, de forma bien visible, participan de las esenciales enseñas narrativas del cine mal llamado indie americano que tiene al propio Payne en uno de sus baluartes (caracterizado, a grandes trazos, por la descripción de catarsis sentimentales propiciadas en un seno familiar en proceso de reformulación constante, contenido abordado desde un balance tonal entre el trasfondo dramático y su exposición en clave desenfadada, a veces irónica, otras hilarante). Todo ello parece sugerir una cierta posición de poder, o al menos influencia, del cineasta en el seno de la industria (porque, aunque en estos filmes se hable a veces del off-Hollywood, para desmarcarse del cine mainstream, se hace evidente que tiene un lugar y mercado controlado por las majors –nada que ver con los viejos adalides del cine indie, los Jarmusch o Hartley-). Pero, a pesar de todo lo anterior, resulta que Alexander Payne ha tardado la friolera de siete años en alzar su nuevo proyecto, Los descendientes, y ello nos obliga a formularnos ciertas preguntas: ¿se trata sencillamente de que Payne se ha tomado su tiempo, mucho tiempo, para preparar este nuevo proyecto? ¿Quizá se frustraron otros por el camino? ¿O, más bien, el prestigio por sí solo no efectúa equivalencia con la rentabilidad en esa maquinaria industrial en la que el cineasta se mueve? Preguntas sin respuesta clara, pero que invitan a muchas líneas de reflexión.

Desligándonos de esas consideraciones más allá de lo artístico, y centrándonos en lo que da de sí esta Sideways, se hace patente que en ella el estilo y las intenciones como narrador de Payne (y a menudo deberíamos añadir: “y Taylor”, ese co-guionista del que sólo en The Descendants no le acompaña en los créditos de la autoría del libreto) alcanzan un estadio de madurez y perfeccionamiento que elevan el interés de la propuesta por encima de cualquiera de sus (por otro lado, estimables) propuestas precedentes, caso por ejemplo de la ingeniosa pero más liviana Election o la sobria, pero algo enfática e irregular About Schmidt. Entre copas termina de afianzar (y Los descendientes continuará idéntica línea) unas señas de identidad aferradas a la cierta procacidad en el tratamiento de temas universales que convive con ciertos arrebatos líricos (que cabría calificar de “a la europea” sino fuera porque su contenido escarba en los valores y escorzas emocionales intrínsecas de los americanos), para abordar el núcleo duro de crisis personales, sentimentales y/o existenciales. El cine de Payne está poblado de hombres que vienen llevando una existencia bastante anodina, y a los que ahora toca enfrentarse con una encrucijada, evidente o que late bajo la aparente. Y a los que el cineasta se acerca con voluntad de descripción aferrada en lo verista y lo psicologista, de modo tal que se pretende asentar un discurso, una voz propia desde el foro cinematográfico, que medita en voz alta sobre cuestiones que tienen que ver con nuestra inteligencia y sensibilidad, pero mucho más con el modo en que nos definimos como seres sociales, cuál es nuestra relación con nuestro entorno inmediato, pues en él nos movemos y él condiciona nuestros actos, sea el modo en que afrontamos una oportunidad o una frustración.

 

 

Y esta definición, si quieren, autoral del cine del director de origen griego no ha encontrado mejor representante que Miles, el personaje que (tan bien) incorpora Paul Giamatti. A través del personaje, Sideways concreta sus motivos al abrupto (y a menudo infestado de clichés en el cine) terreno de las crisis emocionales del individuo tipo de clase media en los albores de los cuarenta, o, en un plano más abstracto, del trance vital que supone el progresivo descubrimiento de la frustración de los propios sueños como coda inesquibable de la existencia humana. Pero el estilo no radica sólo en el contenido, sino también en la forma y el tono. Y en ese sentido, la quizá principal habilidad de Payne reside en la presente obra en su capacidad de hilvanar un complejo discurso por los intersticios de una comedia de situación. Payne consigue arrancar carcajadas en el espectador, y lo hace mediante diversos sketches cuya epidermis más o menos jocosa tiene mucho de grotesca, y grotesca en el sentido dramático del término(esto es si interpretamos esos gadgets en el contexto emocional narrado). Porque en el fondo, los diversos momentos de intensidad que respira el filme, y que convierten a Payne en un narrador genuino, son aquéllos cuya intimidad se hace plausible al espectador, y derrocha sensaciones en apariencia irrisorias o hilarantes, pero cuyo trasfondo guarda una espesura dramática y psicológica digna de admiración.

En esta segmentada y magníficamente estructurada Sideways, esa estampa autoral se revela a veces en una dialéctica entre lo íntimo y el marco escenográfico que encapsula, en diversos sentidos, al personaje principal: atiéndase la secuencia en la que Miles descubre que su ex-esposa se ha vuelto a casar y huye hacia la nada, hacia esos campos de vides, donde vence la propia resistencia de su rabia y desfallece cuando acaricia un racimo de uva. En otras secuencias, Payne entrega las claves de lo subjetivo a través de sugestivas estrategias de planificación y puesta en escena: el segmento que narra la primera cita nocturna entre Miles y Maya, la borrachera galopante del primero, y su desesperada lucha contra sus autodestructivos instintos, vividos tan calladamente a los ojos níveos de la chica que tan bien encarna Virginia Madsen. Se trata de clímax, o más bien anticlímax, emocionales, capturados con astucia y talento, y que revelan la naturaleza esquiva de esta Sideways: una buddy movie que no es tal, un perenne eje simbólico en el vino y sus propiedades y efectos, una comedia triste, una transgresión constante de los resortes genéricos que da de resultas una obra singular y a menudo brillante, capaz de alumbrar su única braza de optimismo en ese desenlace abierto, que cierra el círculo de lo anticlimático: Miles, tras la severa catarsis, se dirige finalmente a rendir cuentas con su futuro, ese interrogante que tanto le angustia, personificado en la mujer a la que ama. El optimismo no es otra cosa que la mera expectativa. Lo que pueda llegar a suceder. La puerta abierta que cierra la película.

http://www.imdb.com/title/tt0375063/

http://www.foxsearchlight.com/sideways/

http://www.rottentomatoes.com/m/sideways/

http://rogerebert.suntimes.com/apps/pbcs.dll/article?AID=/20041028/REVIEWS/40922017/1001

http://travel.nytimes.com/2006/06/04/travel/04journeys.html

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A PROPÓSITO DE SCHMIDT

About Schmidt

Director: Alexander Payne.

Guión: Alexander Payne y Jim Taylor, basado en la novela de Louis Begley.

Intérpretes: Jack Nicholson, Kathy Bates, Hope Davis, DErmot Mulroney, Howard Hesseman, June Squibb.

Música: Rolfe Kent.

Fotografía: James Glennon.

EEUU. 2002. 110 minutos.

 Jubilación

 La primera obra de Alexander Payne con cierta resonancia fue Election, acerada y brillante sátira de los entresijos entre maestros y alumnos en el sistema educativo, por ejemplo, americano, y por extensión de la debilidad humana y de la levedad del hombre frente al caos. El indómito realizador regresó a las pantallas con la película que nos ocupa, esta About Schmidt, que, sin abandonar el patrón sardónico (algo cínico, muy pesimista sin duda) que mueve sus intereses argumentales, presenta mucho más riesgo que su antecesora: por una parte, por disponer de más medios para la realización de su película, y de un actor tan decisivo en taquillas como Jack Nicholson, y por otra, por enfrentarse a un retrato de contenido mucho más escabroso y difícil de asir para el espectador medio, el de la post-jubilación de un ciudadano de la tan mediocrizada middle-class.

Pregunta a Warren Schmidt

Quien firma la presente percibe que los riesgos asumidos, que eran muchos, pasaron factura en el resultado final de la función. Es bien cierto que la historia presenta diversos puntos de interés: el planteamiento, de una sequedad y concisión brillante; la narración en primera persona a partir de una carta con un niño apadrinado (N’dugu) a quien le ofrece en exclusiva (y con él, al espectador) la verdad de sus sentimientos; o la road-movie subvertida que constituye (o casi) la segunda mitad del metraje. No es menos cierto que Payne no hace concesión alguna a la comercialidad (ni a las muecas de Jack, que debió llevar a cabo el mayor ejercicio de contención de su larga carrera), y que lleva adelante su película, desatando sus inquietudes sobre la historia de, por ejemplo, Warren Schmidt, sabiendo despacharlas en palabras e imágenes.

Equilibrismo

Pero junto a ello –circunstancias sin duda trascendentes, y que dejan intacta la posición de Payne como solvente director-autor, autor de tragicomedias, y director de actores-, se aprecia en About Schmidt una cierta arritmia en el desarrollo de la trama, causado tal vez por el difícil equilibrio entre la sobriedad dramática como objetivo y el puro patetismo subjetivo, y que arroja resultados dispares en unas y otras situaciones (o soliloquios), los (las) cuales se resuelven, sólo a veces, con la sabiduría de que sabemos puede hacer gala Payne en algunos segmentos ya mencionados, o, por qué no decirlo, en un desenlace austero y muy bello, que sin duda trasciende la sátira o el cliché parabólico, para dibujar sentimientos tan reales y extraños como un dibujo de N’dugu. 

http://www.imdb.com/title/tt0257360/

http://www.labutaca.net/films/14/apropositodeschmidt.htm

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ELECTION.

 

Election

Director: Alexander Payne.

Guión: Alexander Payne y Jim Taylor, basado en la novela de Tom Perrotta.

Intérpretes: Matthew Broderick, Reese Witherspoon, Chris Klein, Jessica Campbell, Phil Reeves, Molly Hagan, Mark Hallerick.

Música: Rolfe Kent.

Fotografía: James Gleenon.

EEUU. 1999. 87 minutos.

 

Amargura

 

Las apariencias no engañan. Las obras que han dado prestigio crítico a Alexander Payne, About Schmidt y Sideways, son comedias tristes, o dramas con ribetes cómicos; en ambos casos, exploraciones nada complacientes en el devenir existencial, sea la crisis de los cuarenta o el momento de la jubilación. Las apariencias no engañan, digo, por mucho que el envoltorio de esta película primeriza de Payne fuera una película de/con teenagers, por lo demás producida por la MTV. Porque Election, de principio a fin, no escatima tras lo hilarante un punto de amargura en el trazo de los personajes.

 

 

Impertinencias

 

El guión original coescrito por el propio realizador con base a una novela de Tom Perrotta (más señas de interés: es el autor de quien Todd Field adaptó en 2007 su novela Little Children) sirve a un discurso impertinente, siempre acerado, a veces transgresor, promueve una acidísima mirada sobre el sistema educativo, las mentalidades estiradas, la falsa moral, los tejemanejes políticos y no sé cuantas cosas más que caben en la definición attractiva del establishment o del way of life (podría decir norteamericano y quedarme tan ancho, pero no soy tan cínico: lo que Election narra puede perfectamente enmarcarse en cualquier sociedad occidental). Matthew Broderick, Resee Witherspoon y Chris Klein dan a la perfección con el personaje-(estereo)tipo presto a ser diseccionado sin piedad. La servidumbre de la productora es la exigencia de que el filme funcione con un ritmo endiablado, cosa que hace sin desmerecer la retahíla incesante de clichés asesinos componen esta historia de un profesor enfrentado a tribulaciones de orden personal y profesional de tal calibre que dan al traste con la apariencia equilibrada de su existencia mediocre. Un filme tan inteligente y tan cabrón resulta sin duda vivificante. Payne revela con lucidez lecciones que tiene muy bien aprendidas.

http://www.imdb.com/title/tt0126886/

http://en.wikipedia.org/wiki/Election_(1999_film)

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