Nebraska
Dirección: Alexander Payne
Guión: Bob Nelson y Alexander Payne
Intérpretes: Bruce Dern, Will Forte, Stacy Keach, Bob Odenkirk, June Squibb, Missy Doty, Kevin Kunkel, Angela McEwan, Melinda Simonsen
Música: Mark Orton
Fotografía: Phedon Papamichael
EEUU. 2013. 116 minutos.
Hijo de mi padre
En la crítica que escribí para The Descendants (2012) mencionaba elementos motrices que recorren y caracterizan el grueso filmográfico de Alexander Payne, y que aquí siguen vigentes. Decía y puedo repetir que a Payne le interesan los relatos contemporáneos, ubicados lejos de la metrópoli, centrados en crisis -personales, sentimentales, existenciales-, y siempre protagonizados por hombres -si descontamos la lejana Citizen Ruth (1996)-, generalmente de mediana edad, que vienen llevando una existencia bastante anodina y a los que ahora toca enfrentarse con una encrucijada, evidente o que late bajo la aparente. Y a los que el cineasta se acerca con voluntad de descripción aferrada en lo verista y lo psicologista, de modo tal que se pretende asentar un discurso, una voz propia desde el foro cinematográfico, que medita en voz alta sobre cuestiones que tienen que ver con nuestra inteligencia y sensibilidad, pero mucho más con el modo en que nos definimos como seres sociales, cuál es nuestra relación con nuestro entorno inmediato, pues en él nos movemos y él condiciona nuestros actos, sea el modo en que afrontamos una oportunidad o una frustración. Todo ello se respira en las obras del realizador de origen griego, que desde ese punto de vista relacionado con lo temático reclama su condición de auteur en el sentido más extendido del término. Y también por ello, relacionado con razones industriales y de oportunidad para colarse en un determinado espectro de ese paisaje en el establishment estadounidense, sus películas se pasean por festivales, suelen estrenarse “en tiempo de Oscar” y gozan de una clase de prestigio que siempre obedece a semejante patrón.
Empero, a quien esto suscribe Payne le parece un cineasta irregular. Tras una película que considero magnífica, Entre copas (2006), el ejercicio anterior presentó otra, la citada Los descendientes, que, aunque igual de laureada que la anterior, a mí me pareció un descalabro, precisamente porque las aspiraciones psicologistas antes referidas no lograban quedarse más allá de los meros enunciados –bien trágicos, cierto-, y el filme no sabía transmitir el poso de inquietudes, reflexiones y/o redenciones que sobre el papel transmitía, bien al contrario de lo que sí se lograba en el filme protagonizado por Paul Giamatti y Thomas Hadden-Church. Felizmente, con Nebraska Payne recupera la forma, o más bien el tono, en la edificación visual del relato, una edificación pausada, por lo general minimalista, y que oxigena un elaborado drama a partir de la gestión lacónica de sus elementos, lo que a menudo da de resultas fugas que algo tienen de cómicas pero de comicidad congelada por el contexto, o más bien por el trasfondo. La verdad es que la vocación temática antes aludida, en este caso merece un plus o definición añadida de apropiación estilística, pues Nebraska emerge de un libreto no escrito por Alexander Payne (que sí revisó, aunque al parecer poco) sino por un tercero, Bob Nelson, que por lo demás llegó a manos del realizador mucho tiempo atrás, cuando preparaba A propósito de Schmidt (2002), y al que Payne finalmente regresó tras Los descendientes. Afinidad o apropiación natural entre el material de partida y el relato cinematográfico resultante que, en todo caso, abona esa teoría sobre lo autoral.
Su premisa mínima –el viaje que realizan un padre alcohólico y su hijo desde Montana a Nebraska para recoger lo que el primero cree que es un premio de un millón de dólares y en realidad es una típica estafa publicitaria- nos sirve para presentar un elemento añadido a esos elementos configuradores del corpus del cine de Payne: el hecho de tratarse de un relato itinerante (road movie, diran algunos, aunque a mí no termina de parecérmelo), como el de las citadas About Schmidt o Sideways. El hecho de venir protagonizada por el anciano Bruce Dern llevará a muchos a asociarla con la que protagonizara en su día Jack Nicholson, pero creo que se hace evidente, en la textura dramática esencial del relato, que el auténtico protagonista de la función no es Woody (Dern), sino su hijo David (Will Forte), quien asume el punto de vista narrativo. La robustez tipológica y descriptiva de Nebraska, acaso el puntal de Nelson, se halla en la radiografía de la senectitud que tan bien borda Dern y otros personajes satélites en la trama –especialmente su mujer Kate (June Squibb) y el viejo amigo que encarna Stacy Keach– y que se sirve en un trabajado contexto que absorbe con el manto de la decrepitud y las viejas heridas del tiempo un relato sobre lo comunitario nada complaciente (las diversas pesquisas sobre el pasado de Woody en el pasaje central de la película, que discurre en Hawthorne, su ciudad natal, donde se produce el reencuentro con familiares, amigos y, sobremanera, recuerdos). Pero la esencia del relato, acaso el puntal que prefiere Payne, termina radicando en esa mirada que sobre todo ello arroja David, el hijo de Woody –y en menor medida, Ross (Bob Odenkirk), hermano del primero e hijo del segundo-, quien efectúa un viaje de reencuentro con su padre donde, por la vía del sacrificio, y por el profundo sentimiento de amor que le une a él, hallará la forma de dar cauce a una redención a los términos de su relación con él que servirá asimismo como catarsis sanadora que cierra las muchas heridas por sombras heredadas del pasado sobre la personalidad del personaje encarnado por Dern.
De Nebraska destaca la solidez del guión, pero también la rotunda capacidad de Payne para sostener y compensar un ritmo narrativo muy preciso para alcanzar esas cotas entre la introspección psicológica y la fuga a la emotividad sobre la que está edificada la obra. Destaca el buen hacer del completo reparto. La idoneidad de la fotografía en blanco y negro del colaborador habitual de Payne, Phedon Papamichael, y el valor narrativo añadido de esos contrastes paisajísticos que la cámara recoge con planos largos para contrapuntear con la vis íntima de la narración. No se trata de una obra totalmente redonda, pues algo chirría en el guión: se aprecia un cambio de tornas en el devenir argumental a partir del nudo del relato en el que los enunciados sobre las complejas y enquistadas relaciones en el seno familiar se desatrancan de forma acaso demasiado obvia en una coda de confianza mutua que, por mucho que halle una motivación pertinente (en la progresiva hostilidad que hacia Woody y los suyos revelan los familiares y amigos de Hawthorne por causa de ese supuesto millón de dólares), no deja de resultar una acomodación a los términos redentores que caracterizan ese final (ese suave beso que Kate le dedica a su marido), lo que como digo chirría un poco con los enunciados precedentes. Pero ello no empece el calado y la credibilidad sociológica y antropológica de una película sin duda hermosa, que en última instancia habla con voz serena sobre la imperfección de los sentimientos y, a tono con ello, las muchas clases de amor que puede destilar el ser humano.