MATRIMONIO ORIGINAL

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¿Renovar los votos?

Quizá porque Hitchcock se sentía cómodo con su definición (incontestable) como auteur, y Matrimonio original no casaba para nada con lo que el más o menos pintado entiende como «hitchcockiano», no mostró nunca mucha estima por este título, que despachaba diciendo que había sido un encargo en el que Carole Lombard le metió. Y sí, ciertamente es  una rareza filmográfica, la única aportación del cineasta a la sophisticated comedy, un género que, en el año de realización del filme, ya llevaba largo tiempo en estadio de la más absoluta depuración. Pero eso, que no sea muy hitchcockiana o que sea una rareza, no le resta interés a la obra. Sin duda lo tiene.

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Matrimonio original exprime por el centro el esquema clásico de la comedia romántica, ése que habla del encuentro, desencuentro y reencuentro de la pareja,  focalizando sus señas en el desencuentro, en el «chico pierde chica». El ardid argumental parte de una sencilla premisa: tras años de convivencia, la pareja descubre que su licencia matrimonial es inválida, razón por la que deben «volverse a casar», algo que da lugar a dudas y reconcomios. Hitchcock explota bien el carácter del actor y la actriz que encarnan a la pareja protagonista, y de ahí extrae, más que otra, la insistente guerra de orgullos que escenifican, ingrediente noble y primordial del género. Con un buen timing, la mesura en la gestión de los gags, y el talento interpretativo implicado, Hitchcock articula un artefacto que funciona perfectamente, y que, sin descollar entre los títulos más antológicos del género que nos legaron los Lubitsch, Capra, Hawks, Cukor, Leisen o Sturges, ofrece sobradamente lo que promete.

Matrimonio_original-168029522-largePor otro lado, el filme destaca por su recurrente utilización de escenarios -de las escaleras y accesos del piso de la pareja (que ahora ella se ha apropiado) al club de Gentlemen, y la sauna donde dirimir las intimidades «de hombres»- con finalidad hilarante, en un crescendo cómico (para el espectador) que lo es dramático para el personaje encarnado por Robert Montgomery. Junto a ello, detalles exuberantes muy idiosincrásicos del cineasta, como la escena en la noria que está en las alturas, ese ascenso y movimiento vertiginoso que deja a Carole Lombard y su nueva pareja en una suerte de limbo… y bajo un chaparrón; o la utilización del los objetos-símbolos sexuales, como, al inicio, esos pies de ella colándose bajo las perneras del pantalón de él (y descendiendo ante un lance de la conversación que la desagrada), o, al final, plano de cierre, las dos tablas de esquí entrectuzadas bajo las cuales, escuchamos, acaece el happy end. A pesar de que Hitchcock jugaba en una liga que no era la suya, habría que poner seriamente en cuarentena que la ironía y electricidad de diálogos y situaciones propias de la comedia clásica no casaran bien con el estilo de un cineasta al que siempre le gustaba llevar al extremo las premisas más convencionales, y que destilaba mucho, muchísimo humor -a menudo negro- en su estudio de las relaciones de pareja, que años después, y en la atalaya de su serie televisiva, trascendería la ironía y llevaría a la mirada entomológica. 

PSICOSIS

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» Es un film puro, un film que nos pertenece a nosotros, cineastas, más que todos los que he rodado.

La gente diría que ‘es algo que no hay que hacer, el argumento era horrible, los personajes no tenían relieve…’,

y todo eso es cierto, pero la manera construir la historia y de contarla

ha llevado al público a reaccionar de una manera emocional.»

Alfred Hitchcock

Culminación expresiva

Hay diversas maneras de ver Psicosis (1960), y la más apasionante es la que va más allá de la ficción y, como viene sucediendo en la filmografía de Hitchcock desde siempre, pero especialmente y preclaro desde La ventana indiscreta (1954), interpela al público sobre el contenido de las imágenes, abre el relato en canal y reflexiona sobre sus significados, en un afán de experimentación con el medio que nos lleva a una definición pura de «modernidad». Pero, para llegar ahí, pasemos primero por los otros relatos, podríamos decir que tres, que corresponden a la ficción, que se compartimentan allí, al principio yuxtapuestos, después contaminándose unos a otros. Dos de ellos vienen protagonizados por mujeres, por dos hermanas, y podrían pasar, perfectamente, por relatos imaginados para un episodio del serial televisivo Alfred Hitchcock Presenta (1955-1961).

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Sin duda el más fascinante es el que abre el relato y ocupa  la primera media hora. Planteada en los contornos de un noir psicológico, la historia de Marion Crane (Janet Leigh) es tan triste como conmovedora: condenada a reunirse con el hombre al que ama de forma esporádica y clandestina, en hoteles de mala muerte, sin dinero para emprender una nueva vida con él, y sin expectativas tras diez años trabajando de administrativa, de repente ve una oportunidad de escapar, una salida, cuando se le entregan 40.000 dólares en efectivo para ingresar en el banco. Marion hace la maleta y huye con ese dinero, pero es incapaz de dejar de mirar atrás: el miedo y la culpa la persiguen mientras recorre la geografía del midwest en su coche, personificada en el rostro sin ojos -unas enormes gafas de sol- de un policía o de la lluvia que, como metáfora de sus sentimientos, le impide literalmente ver la carretera y la deja a merced de sus errores, devenidos en horrores. Esa primera media hora de Psicosis, modélica en su gestión de los elementos narrativos -la planificación, el montaje, la música de Bernard Herrmann, la sobreimpresión de la voz over en los primeros planos de Janet Leigh al volante- nos arrastra en la vorágine del sufrimiento de esa alma perdida: no se trata de que Marion sea la protagonista, sino de que el relato está profundamente subjetivizado. Por suerte, entre las luces distantes de ese parabrisas bajo el diluvio, distingue un refugio, un lugar que parece detenido en el tiempo, y en el que hallar resguardo de todas las tormentas. El joven timorato que regenta el motel, Norman Bates (Anthony Perkins), es, a pesar de su celosa devoción por su madre enferma, alguien en quien confiar, alguien que le ofrece una cena improvisada y una conversación tranquila, en la que Marion puede recuperar la temperatura del ánimo necesaria para terminar su pesadilla. Decide que mañana regresará a casa, subsanará su error, y se retira a descansar. Fin del relato.

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Lila Crane (Vera Miles), quien comparece más adelante, podría ser Marion, y no su hermana, si Hitchcock no hubiera decidido dinamitarlo todo a la media hora de metraje. Quiero decir que, en una ficción convencional, Marion hubiera descubierto algo extraño, algo sospechoso relacionado con la misteriosa Sra. Bates, y, con su novio, Sam (John Gavin), se hubiera atrevido a regresar al lugar y jugar a los detectives. En estos otros términos, Marion ya no está, y será su hermana quien, en una larga tradición del relato hitchcockiano (en el que la policía jamás saca las castañas del fuego a nadie, y el o la ciudadana de a pie deben buscarse la vida, asumiendo todos los riesgos), acuda al Motel Bates a descorrer el velo de la aberrante verdad. Este otro relato, más allá de sus prolegómenos, mediatizados por la presencia fuerte pero fugaz del detective Arbogast (Martin Balsam), se concentra en una larga secuencia, o dos si contamos el cambio de escenario -Sam se queda abajo, en el Motel, y ella sube al caserón a tratar de encontrar a la anciana Sra. Bates. Los descubrimientos de Lila en la habitación de la Sra. Bates resultan un prodigio de horror psicológico, una set-piéce despampanante en la que Hitchcock va engrasando el órdago que desatará en el sótano.

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En ese momento fatídico, que comparte pista musical con la escena de la ducha, también se produce la intersección, y también de forma traumática, con el tercer y relato central, en todos los sentidos, de la película, cuyo protagonista es Norman Bates, incluyendo en ese protagonismo, claro, su enfermedad, que -más allá de lo aclarado en el epílogo- es la presencia de una ausencia, la de su madre. Norman y el territorio Bates son, en primer lugar, fruto de la pluma de Robert Bloch, sustrato del guion de la película. Bloch se inspiró en el caso real de Ed Gein, un granjero de Wisconsin que se dedicaba a profanar tumbas y a asesinar mujeres, que destripaba, cuya carne llegaba a comerse y cuya piel utilizaba para adornar su cuerpo; Gein mantenía una relación tormentosa y posiblemente incestuosa con su madre, y su muerte desencadenó su paranoia. Con semejantes mimbres, Bloch edificó su relato de suspense, y Hitchcock, con otras armas, las suyas, utilizó esa historia macabra para cruzar las fronteras del relato psico(pato)lógico que venía estudiando desde El enemigo de las rubias (1927), que es lo mismo que decir que desde siempre. Si Hitchcock reconoció en diversas ocasiones la profunda influencia que en su visión del mundo había tenido Edgar Allan Poe, fue en su periodo de depuración más absoluta, con esta película, que terminó de yuxtaponer su imaginario con el de esa tradición literaria: en una de las más evidentes de las muchas metáforas del filme, quien mata a Marion Crane, el monstruo, es el territorio desconocido y rural en que se inmersa, un huis clos que se erige en vertedero de lo que la ciudad escupe. Esa conceptualización oscura del american gothic que se fragua en Psycho iba a tener probablemente la más prolija descendencia de la Historia del Cine, y no fue tanto por lo aberrante del relato cuanto por lo aberrante de las imágenes, ello resumido en la iconografía de la ducha, el cuchillo y la mujer desnuda que es brutalmente asesinada, una de las escenas más célebres del Cine.

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Dicho todo lo anterior, podemos por fin adentrarnos en esa otra mirada, ese otro y más denso contenido que se concreta en Psicosis, que parte de la pura idiosincrasia creadora de Hitchcock y que, como decía al principio, nos concierne como espectadores y nos arroja a un sinfín de inéditos significantes, a la manera de la también superlativa Vértigo (1958). A título preliminar, anotemos una cuestión industrial, pero de profunda relevancia en lo artístico: el concepto de low-budget y la economía de medios como acicate expresivo, algo que el cine fantástico y de terror ha evidenciado a menudo, y aquí de un modo categórico: Hitchcock venía del Technicolor, la VistaVision y la rutilancia de Con la muerte en los talones (1959), y saltó al blanco y negro (por aquello de que la película era demasiado sangrienta para filmarla en color), al rodaje con un equipo televisivo y al presupuesto que, de entrada, cifró en menos de un millón de dólares; el más mediático de los cineastas de Hollywood pasaba así, tranquilamente, de los oropeles de la MGM a la puerta trasera de la Paramount (filmó la película para cumplir su contrato con ella, bajo el paraguas de una pequeña productora propia, Shamley Pictures, y en estudios de la Universal), y todo por ver cumplido su deseo, el proyecto que lo había seducido, cuyo material, comprendió, resultaba más espinoso y comprometido que el habitual, y exigía medidas industriales de corrección que no menoscabaron en absoluto su fuerza expresiva. Al contrario.

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Una panorámica planea por los tejados de una ciudad cualquiera, Phoenix; la cámara identifica una ventana, se acerca y se cuela en su interior. Así arranca Psicosis, dejando a las claras su idiosincrasia e intenciones. Nos dice que en cualquier lugar podemos hallar una historia como la que va a empezar, que el azar no tiene reglas; también, al colarse en esa intimidad, que vamos a descorrer el velo de una aberrante realidad que late bajo la superficie. Y, relacionado con ello, lo más importante: que vamos a mirar, que vamos a ver, que el cine es por ende, una cuestión de mirada, y un espectáculo voyeurístico. Ahí está el beso apasionado de dos amantes, y ahí están los senos de Janet Leigh, apenas cubiertos con unos sujetadores blancos de aparatosa copa. A través de Marion Crane, la treintañera sin statu quo que opta por una opción desesperada para conseguirlo, Hitchcock prosigue con esa fricción en la representación de arquetipos que, en la década fifties, resultados tan rompedores cosechó. Nada menos que Janet Leigh, una guapísima exponente del dócil star-system, princesa de Hollywood, belleza intocable de la fábrica de sueños, pasa a ser aquí una desclasada, a la que vemos rebajar su existencia a un deseo inalcanzable, y, bajo la apariencia de mujer íntegra, degradarse, mentir, pasar miedo y, finalmente, ser aniquilada. Hitchcock la desnuda de buen principio, e insiste en desnudarla: poco después, cuando el sujetador cambia de color, ahora es negro, mientras prepara la maleta con el sobre lleno de dinero en su cama; más adelante, ya en el Motel Bates, y bajo la atenta mirada del voyeur, y, finalmente, claro, en la ducha, donde pretende darse un baño purificador una vez decidida a dejar atrás su absurdo plan de robo y huida.

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La semidesnudez, tan constante, de Marion tiene aspectos metafóricos asociados a ese desnudar aspectos poco amables de la vida, aparentemente estupenda, de la mujer en los EEUU de aquellos años. Pero también hay otra cosa, el morbo asociado a mirar a Janet Leigh desnuda, aspecto este que nos adentra en terreno pulsional, el que emerge en el cine de terror. Hitchcock (se la) juega en el fino alambre entre esos dos aspectos que, al fin y al cabo, conviven como algo, muy complejo y problemático, en la mirada. A través del relato de Marion, tan perdida, tan superada por las circunstancias, tan al límite de su dignidad, Hitchcock ya ha establecido el pacto secreto de la dualidad de la mirada con el espectador, porque la película va de eso, y el desdoblamiento se producirá cuando se produzca la transferencia del relato, de Marion Crane a Norman Bates, en el motel.

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Es una transferencia sugerente, y en muchos sentidos hermosa, como la calma que precede a la tormenta, como si Hitchock y Joseph Stefano (el brillante guionista del filme) quisieran redimir a los dos personajes ni que fuera por un breve instante. Marion y Norman comparten, en sus dos encuentros y conversaciones, algo esencial: el ocultar algo al otro; pero, oh ironía, ella termina encontrando una tregua a sus padecimientos anímicos en compañía del encargado del motel, ello y a pesar de que él -en un excelente diálogo donde se sublima lo que está a punto de derramarse de la forma más atroz- anticipe con sus palabras lo terrible de su condición, primero, comparando a Marion con esos pájaros disecados que contemplan la escena –come usted como un pajarito-, y después dejándole a las claras a la joven que quiere a su madre por encima de todas las cosas y no tolera ni una insinuación contra la anciana.
Y, entre uno y otro comentarios, queda ese pesimista speech de Norman, en el que refiere
que todos tenemos nuestra trampa privada. Estamos atrapados en ellas y ninguno de nosotros puede liberarse. Arañamos y rascamos pero sólo contra el aire, sólo contra nosotros mismos. Y a pesar de todo eso no nos movemos un solo centímetro. A veces, nos metemos en esas trampas a propósito. Yo nací en la mía. Ya no me importa. En esas palabras, no es que Norman tenga un momento de serenidad antes de ser devorado -escasos minutos después- por sus demonios, sino que también incorpora la mirada externa, del cineasta, sobre el relato que se propone al espectador, confesando que, al igual que Marion no es una mala persona por mucho que haya robado un dinero, Norman tampoco es un villano, sino un hombre atrapado, como tantísimos que pueblan la filmografía de Hitchcock, si bien aquí, traspasando los códigos del suspense para instalarnos en los del horror, ya no se trata de alguien atrapado por un mundo hostil, sino atrapado en la misma esencia de su psique torturada, en lo que al fin y al cabo puede verse como un paso más allá de lo relatado sobre los avatares vitales de Scottie (James Stewart) en Vertigo: si allí se relataba un proceso enfermizo, aquí la enfermedad ya ha deteriorado hace tiempo la razón del personaje, en una construcción psicopatológica en torno a conceptos freudianos, sobre el «ello» revelado.

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Constataciones que nos llevan a la suerte de  metáfora que el cineasta elucubra para dar presencia física a todos esos aspectos problemáticos de la psique: hablo del espacio, del escenario. Ya en El enemigo de las rubias, el cineasta se servía del uso de los espacios como territorio psicológico, de las puertas cerradas y desniveles como fronteras no solo perceptivas. De un modo u otro, filmes como Rebeca (1940), Sospecha (1942), La sombra de una duda (1943) o Encadenados (1946) trabajan estos conceptos con suma agudeza. En Vértigo, una ciudad entera, o aún extramuros, es un espacio anímico, la representación de los laberintos y subibajas de la mente, por no hablar del campanario como summa y compendio. En Psicosis, tenemos el motel horizontal, y, por encima, la mansión Bates, un caserón en sombras, un lugar tan terrible que sólo visitaremos de la mano (desde el punto de vista) de quienes no moran en él, el detective Arbogast y Lila Crane, o, a lo sumo, desde un plano cenital, extremo pero «externo», timorato de contemplar de frente el abismo -el plano en el que Norman le comunica a su madre que la va a ocultar en el sótano, y así lo hace, a pesar de las quejas de ella-. Arbogast paga cara su osadía de adentrarse en ese espacio, y a Lila, en cambio, se le concede la facultad de finalmente descubrir, ver lo oculto e inadmisible, en un antes citado y brillante pasaje del filme que precede al clímax. La fuerte impronta iconográfica que en el imaginario cinematográfico dejó el caserón Bates tiene que ver con lo atmosférico y estético, por supuesto, pero esa contundencia atmosférica es inescindible de todos esos significados subterráneos.

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Y si la casa es un museo de horrores sublimados y disecados que después -empezando por la extraordinaria La matanza de Texas (Tobe Hopper, 1974) o por el prólogo de la no menos crucial La noche de Halloween (John Carpenter, 1978)- el cine de terror explorará con tanta fruición, el motel de abajo, el lugar cuyo acceso no está vedado, es la antesala donde lo aberrante se manifiesta. Hablo, claro, de la celebérrima escena de la ducha, peaje obligatorio del Cine, y momento que obliga al espectador a cuestionárselo todo. En el tablero voyeurístico que Hitchcock propone, la monumental secuencia -planificada largamente por Hitchcock, trabajada con storyboards de Saul Bass, rodada durante una semana entera, utilizando hasta setenta emplazamientos de cámara distintos, montada a la manera de un prestidigitador que juega a forzar todos los límites- es la culminación de la transferencia del relato; la identidad de la Sra. Bates resulta escurridiza, y por tanto la mirada bloquea, se fragmenta hasta lo indecible, y al espectador no le queda otra que torturarse disfrutando de esa pieza de orfebrería visual, en cuyo seno muere el filme de suspense y nace el de terror, todo ello en menos de un minuto fugaz e interminable al mismo tiempo, pues Hitchcock no se conforma con mostrar un asesinato a la manera estilizada de, pongamos, Extraños en un tren (1951), sino que se detiene en el relato de la matanza, en los detalles de las puñaladas, el cuerpo desnudo, los gritos, la sangre, la cortina, el cuerpo que se desploma.

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El plano del paisaje desolado, del ojo de Marion , es terrible en muchos sentidos, pero sobre todo porque la cámara, el relato, se aleja literalmente de ella: Marion ya no cuenta, y todo el peso recae sobre Norman, que increpa a su madre –¿Qué has hecho? ¡Sangre!– y acude a contemplar, con y como nosotros (y eso es lo que hay que subrayar: como nosotros), la escena del crimen. La secuencia de su intervención en el lugar es, por las metódicas descripciones de los actos de Norman y las intenciones naturalistas que la sostienen, aún más perturbadora: Norman, apenas llegar, contempla horrorizado la escena, y la cámara, de repente pudorosa, no se recrea volviéndonos a mostrar lo que él ha visto; el hombre recobra la compostura y, como buenamente puede, empieza a limpiarlo todo, a blanquear las manchas de sangre en la ducha, en el mármol, en el suelo; a retirar el cadáver con cuidado, y envolverlo con la cortina caída de la ducha como si fuera una manta; a vaciar el lugar, sin olvidarse de los dichosos 40.000 dólares envueltos en un periódico, un objeto más a erradicar del paisaje, acto de desprecio a la coda narrativa previa aparente (que se subraya con el olvido precedente: Norman regresa a la habitación para dar una última ojeada, halla ese periódico y lo arroja, con el resto de cosas, al maletero). Lo perturbador es la mirada: de súbito, somos cómplices del asesinato, como Norman, el sufrido Norman, que tiene que arreglar el estropicio que ha hecho su madre.

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El espectador hitchcockiano está perfectamente familiarizado con el talante malcarado, cínico, incluso malévolo e implacable, de las madres de tantos personajes de sus ficciones, y ese trauma aludido con las madres en su cine finalmente se hace manifiesto, evidente y contundente, en Psicosis. Por eso, el espectador sufre con Norman, más un esforzado hijo que un cómplice de asesinato, en la escena en la que contempla cómo el coche se va hundiendo en un lodazal y, por un momento, deja de hacerlo; Hitchcock alarga la tensión de esa forma tan proverbial y reconocible, hasta que incomodar al espectador con el alivio de descubrir que finalmente el coche se ha hundido en las aguas negras. Cuando Arbogast acuda a interrogarlo, seguiremos, en cierto modo, tomando partido por Norman, a quien el detective no deja de pillar en renuncios, y se le ve visiblemente desbordado, asustado, casi incapaz de impedir que ese extraño acuda, como pretende, al caserón a interrogar a su madre. Anthony Perkins entrega una interpretación mayúscula, matizadísima, y eso también coadyuva a la adhesión del público, por condicional que sea. Sam, el novio de Marion que aparece con Lila poco después, actúa con aún más arrogancia que Arbogast, arrinconando cada vez más a Norman, al buen hijo de la madre malvada. Incluso al revisar (una y otra vez) la película, conociendo perfectamente su desenlace, uno no deja de sentir conmiseración por el personaje, porque Hitchcock así lo quiere, porque ha decidido explicarnos que en el abismo no rige la razón, sino los sentimientos, y por tanto debemos dejarnos llevar por esos sentimientos, debemos penetrar y empatizar con… la mente del asesino. Incluso en el clímax, cuando comparece en el sótano travestido, con el cuchillo en la mano, queda una imagen más patética que amenazante, y Sam lo desarma sin apenas dificultad, mientras Norman, el pobre Norman, se revuelve indefenso y vencido por las circunstancias, algo tan patente como la otra tesis, la de ser desenmascarado, fruto de la otra y más convencional lógica del relato; insisto: la dualidad de la mirada: la relación entre el sexo y la culpa, la lectura de las desviaciones socio-culturales, el trasfondo de los monstruos que genera el puritanismo, muestran su faz más esquinada en el memorable personaje de Norman Bates; pero eso es en el relato (el hombre que espía a las mujeres guapas desde una mirilla secreta y después sufre (y hace sufrir) las abominables consecuencias de la paranoia asociada; otra cosa, nos dice Hitchcock, es las plateas de los cines y los sofás frente al televisor: eso nos concierne a nosotros, espectadores, que también contemplamos, y en ese contemplar, a través de esa asociación intrínseca al lenguaje cinematográfico, Hitchcock traumatiza literalmente nuestro punto de vista.

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Y eso es una culminación expresiva.  A través de la plantilla del relato de horror, y de ese viajar a una mente perturbada, Hitchcock halló finalmente en Psicosis el raíl expresivo para afirmar lo que antes sólo podía sugerir, para mostrar lo que antes sólo podía dejarse en la neblina de lo sui generis. Y todas esas barreras derribadas por la película son uno de los ejemplos más elocuentes del poder del cine de terror, de su importancia como medio expresivo más idóneo que ningún otro para cuestionar, sin ambages, de la forma más exacerbada, las estructuras psico-sociales (y por supuesto económicas) en las que habitamos. En clave autoral, ya se anotaba antes, Psycho se define a partir de ese asunto tan complejo y problemático de la mirada, como antes sucedía con La ventana indiscreta y Vértigo. La primera reflexionaba sobre nuestra naturaleza voyeurística; la segunda hacía dar vueltas a esa mirada sobre ejes fascinantes e inestables, desafiando la lógica y la cordura; aquí, finalmente, la mirada alcanza el abismo y, como decía Nietzsche, el abismo le devuelve la mirada.

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Atrévete a mirar: Psicosis es, huelga decirlo, una película plagada de planos de ojos y miradas que inquieren a la cámara. Como esos largos primeros planos a Marion conduciendo, los ojos fijos en la nada, en su suerte, o luchando por ver algo en la inmensidad de la tormenta. Como ese agresivo primer plano del policía con sus gafas de sol, que es la inclemencia, la cerrazón a la mirada. O la mirada-amenaza de Martin Balsam, avanzando en sus pesquisas en otro primerísimo y absorbente plano del rostro del actor. El ojo que mira a escondidas, el primerísimo plano del ojo de Anthony Perkins puesto en la mirilla para espiar a la joven tan hermosa que ha aparecido esta noche en el motel, mirada de deseos, de líbido sexual desatada… Una mirada pletórica de todo aquello que, poco después, carece la mirada inerte de Janet Leigh, muerta en el suelo de la ducha, la cámara retrocediendo lentamente a partir de ese óculo que ya no ve ni volverá a ver nada. Ha visto el abismo, y el espectador también, y quien le devuelve la mirada son las cuencas vacías de Norma Bates, cuando Lila la descubre en el sótano, grita y golpea la bombilla, para que la danza de la luz y la sombra realce esas cuencas vacías, esa mirada del abismo. Y, tras ese dantesco desenlace, Hitchcock aún se guarda la más furibunda de sus tesis, la que habita en la última mirada de la película, la del asesino, que nos guiña el ojo, completando lo contrario a cualquier catarsis imaginable, reventando  -con fina ironía: pensarán: ella es incapaz de matar a una mosca– cualquier norma admisible de pacto con el público. Cruzando, en definitiva, al otro lado. Y cambiando, en definitiva, los derroteros de la Historia del Cine.

ENVIADO ESPECIAL

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Los filmes de Hitchcock en la Gaumont-Britsh, de El hombre que sabía demasiado (1934) a Alarma en el expreso (1938), supusieron una fulgurante progresión del estilo e idiosincrasia del cineasta. Sus dos filmes siguientes, ambos adaptaciones de Daphne Du Maurier, frenaron esa progresión. Posada Jamaica (1939) fue un título de transición, tras el que llegaría la celebérrima Rebeca (1940), desembarco del cineasta en los EEUU de la mano (pero también estrictas reglas) de David O’Selznick. Sin embargo, aquel mismo año 1940 (y llegaría a competir con Rebeca para el Oscar a la Mejor Película), Hitchcock filmó una segunda y muy diferente película  a la producida por O’Selznick, esta Enviado especial, que tiene la virtud, desde un punto de vista lógica y desde otro sorprendente, de hacernos reencontrar con el universo Hitchcock de aquellas películas que filmó en su país de origen la década anterior, dejando la impresión de que esas dos y tan diferentes adaptaciones de novelas de Du Maurier hubieran supuesto impasses y, por fin, viéramos emerger al reconocible autor de todas aquellas películas con elementos propios del folletín de espionaje, aventuras y suspense.

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En el canje, Hitchcock pasó del patronazgo de O’Selznick al de Walter Wanger, esto es de la primerísima fila industrial a parámetros mucho más cercanos a la serie B (como lo demuestra el hecho de que Gary Cooper y Joan Fontaine, los actores pretendidos por el cineasta para encarnar los papeles protagonistas, declinaran, por gusto -Cooper- u obligaciones contractuales ajenas -Fontaine- la oferta). Wanger había comprado varios años antes los derechos del libro Personal History al periodista Vincent Sheean, y tardó años, y la mano de diversos guionistas -la nómina es llamativa: Robert Benchley, Charles Bennett, James Hilton, Joan Harrison, Harold Clurman, Ben Hecht, John Howard Lawson, John Lee Mahin, Richard Maibaum y Budd Schulberg; sólo los cuatro primeros finalmente acreditados-, antes de dar con un guion que le satisfizo, y que Hitchcock aceptó dirigir. De la opulencia visual y la ritualidad ceremoniosa de Rebeca, el cineasta volvió a la narración ágil, eléctrica, para narrar las peripecias de John Jones (Joel McRea), periodista del  New York Morning Globe al que su editor, harto de la previsibilidad de sus corresponsales en Europa, envía allí para a la búsqueda de noticias candentes en el contexto del inminente inicio de la Segunda Guerra Mundial. Si Wanger adquirió los derechos de la autobiografía de Sheehan es porque tenía mucho interés en la política internacional, y en una lectura metanarrativa, el productor equivaldría al editor que, en el arranque del filme, anima al personaje encarnado por Joel McRea a viajar a Europa; y en esa lectura, el invitado a realizar el filme, Hitchcock, hace exactamente lo contrario que el personaje: si aquél «americaniza» la mirada a los espinosos conflictos en los que se adentra, el cineasta hace buenas sus claves narrativas trabajadas en su país de origen para robustecer un género, el thriller, que en los EEUU se consideraba de poca ralea.

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Con semejante material, Hitchcock entrega un relato donde desaparece ese contraste industrial que tanto había pesado en Rebeca, pule con pasmosa facilidad un tono en imposible equilibrio entre lo grave y lo irónico y regresa a su metrónomo, que ametralla con una sucesión de peripecias, secuencias de enredo que se solapan con peligros, engaños, falsas apariencias, momentos de suspense, astutos salpimentos de humor y aparatosos clímax. Jones, el protagonista que encarna McRea, secundado por la que devendrá su pareja, Carol (Laraine Day) y a ratos por un partner al que da vida un George Sanders igual de irónico pero mucho menos despreciable que en Rebeca, es un personaje-receptáculo propio del serial de toda la vida, un tipo sin dobleces, honesto y tan aparentemente ingenuo como intrépido, que se ve envuelto en el auténtico espiral de una maraña de espionaje internacional en un momento decisivo de esa preguerra. Como ya le sucedía al padre de familia de El hombre que sabía demasiado (1934), Jones no pretendía meterse en la boca del lobo, pero no la teme, se enfrenta al formidable enemigo de forma resuelta, sin miedo al abordaje o las consecuencias, descubre el ardid del falso asesinato y secuestro de un político holandés, escapa milagrosamente de atentados contra su vida, se enfrenta al “enemigo interior” (el honorable padre de la mujer de la que está enamorado) y consigue huir del territorio hostil in extremis… Por desgracia, el tono aventurero, a menudo desenfadado, de esas citadas películas del Hitchcock thirties ha quedado atrás, como la inocencia y aunque Hitchcock nos proponga el viaje de la mano de un tipo simpático pero distante (McRea), detectamos signos de ansiedad de una forma más preclara que en sus obras british: el violento asesinato del falso Van Meer, un balazo en la cara resuelto en dos contundentes planos; la angustiosa secuencia de intriga que tiene lugar en el interior del molino de viento; las diversas formas de tortura del anciano (y esta vez verdadero) Van Meer… Tampoco no hay una melodía redentora y una receta de final feliz como en Alarma en el expreso (1938), y en el cierre, en su referencia a los bombardeos en Londres, Hitchcock se mira al espejo de la horrible realidad, convirtiendo su película en una valiosa muestra de cine propagandístico.

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Cenicienta en el fin del mundo

Aunque se cuente entre sus títulos más mitificados, Hitchcock no sentía muchas simpatías por Rebecca, título que no sentía muy propio. Sin embargo, muchos elementos del filme remiten al universo hitchcockiano, algunos que revelan su gran destreza como narrador y otros que remiten a su imaginario; pero, probablemente, de estos últimos hay mucho en bruto en el filme que nos ocupa, que sin duda es un título de aprendizaje para el realizador, en su primera, y ambiciosa, aventura tras las cámaras en Hollywood. Como Truffaut le sugiere en la famosa entrevista-ensayo, en Rebecca Hitchcock tuvo que esforzarse por encontrar su mirada en un tablero narrativo diferente, trabajar la psicología de los personajes a través de la imagen en un margen de maniobra inferior, y, en definitiva, asaltar el lenguaje canónico según la crême de la producción de Hollywood  desde dentro, en un camino a la depuración y perfección que ya no tendría marcha atrás.

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La raigambre novelesca del filme, el sustrato de Daphne Du Maurier, podría haber tentado a cualquiera a firmar una obra pulcra, de aderezo romántico y poco más. Los oropeles que el todopoderoso David O’Selznick quiso imprimir al filme  -el esmerado encourage de los interiores de la villa de Manderley, el diseño de producción, la partitura musical- dotaron de un innegable encanto añadido a esa pulcra sinfonía visual. Pero Hitchcock echó el resto, adentrándose sin miedo en los laberintos de lo sui generis en lugar de quedarse en la tierra firme de la mera ilustración, para cimentar un relato que no habla tanto de la alargada sombra de una ausencia, como el título predica, sino del tormentoso enfrentamiento con los estigmas, propios o ajenos.

Rebeca

La lucha sin cuartel entre esa mujer ausente del título y la pareja protagonista, Max de Winter (Laurence Olivier) y su nueva esposa, que llamativamente no tiene nombre (Joan Fontaine), se personifica en Manderley, ese lugar-ensoñación que, el prólogo no engaña, arrojará los personajes al abismo, y, claro, también en las pieles de la fantasmagórica ama de llaves del lugar, la Sra Denvers (Judith Anderson), celosa guardiana del pasado que llegará a incitar al suicidio a la nueva Sra de Winter. Un lugar, pues, parecido al caserón de Psicosis (1960), donde las reglas de una taxidermia del ánimo desprecian el oxígeno, la vida.

DISFRAZ


Tras un ameno y breve prólogo en la costa francesa, el filme desvela su primer pulso en el relato de cómo esa joven inocente y sin alcurnia debe enfrentarse a un statu quo que la sobrepasa, en un territorio, Manderley, lleno de obstáculos y hostilidades. Es profundamente hitchcockiana la exposición de esa claustrofobia, ese sentimiento de estar atrapada que embarga a esta cenicienta en el suntuoso, hasta lo lúgubre, palacio de su príncipe. El cineasta describe de forma a veces morosa, a veces solemne y ritual, el divagar de la chica por aquel no-hogar y el progresivo oscurecimiento de su inocencia. Pero en la pulcra estructura del relato, los compartimentos son estancos, y justo cuando ella llega al límite de sus fuerzas, el peso de la angustia pasa a recaer en Max, quien, en la larga secuencia y diálogo en el embarcadero, revela la verdad sobre Rebecca a su esposa, asumiendo lo antes sólo insinuado, la hipérbole de ese horror, esa monstruosidad que edifica, vía fantasmagoría, el presente y la infelicidad de la pareja. Tras ello, queda la larga resolución de la trama, defendida con magnífico pulso por el cineasta pero carente del punch narrativo, de la posibilidad de exprimir la miga psicológica, que Hitchcock precisaba para llevar al extremo, tal como le gustaba, sus premisas. Pulcritud y Oscar a la Mejor Película.

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Y, en las imágenes, caligrafía de oro, y algo más, algo idiosincrásico y más profundo que pulcro en vena: el contraste entre opuestos que, hasta pasado medio metraje, las imágenes desprenden de la personalidad y maneras de Olivier y Fontaine, reunidos en besos y abrazos cada vez más accidentales, como en la magnífica escena del amor interruptus al contemplar las filmaciones de la luna de miel; la ambigüedad de Max, y su tormento sotto vocce que desespera a su joven pareja, ya desde su primer encuentro. El mar, las olas que se estrellan furiosas en las rocas, diván de los instintos llevados al límite de la pareja, como sucederá en Vértigo (1958), pero aquí sojuzgados por una sombra. La Sra Danvers y su estatismo-hieratismo, digno de la muerte que venera (en un encadenado, su rostro se funde con un reloj), y creciente amenaza sin dejar de ser otra víctima de la antigua Señora del lugar. La habitación prohibida, el tristón cooker negro sin su ama, la torpeza de Joan Fontaine al enfrentarse con los elementos, tantos, que la apabullan, de una figura de porcelana que se rompe a una cortina que se levanta cual fatídico velo. El citado prólogo adentrándonos en los predios neblinosos de Manderley y el epílogo, ya en sus entrañas, tan corroídas que arden literalmente en llamas, unas llamas que, en primerísimo plano, cierran la función con su subrayado virulento y purificador. 

POSADA JAMAICA

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Película-bisagra en diversos sentidos, Posada Jamaica pasa por ser el cierre, digno pero no particularmente brillante, de la filmografía de Hitchcock en su país de origen antes de embarcarse en la aventura americana, de la mano de David O’Selznick y Rebeca. Diversas circunstancias, vastamente bibliografiadas, convierten el filme en una obra de transición, incluso de impasse, y la que más interesa aquí es la que nos habla de su naturaleza y hechura fílmica.

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Hitchcock dejó una huella tan idiosincrásica en las películas que fue firmando a lo largo de los años 30, la personalidad que destila su ciclo para Gaumont-British es tan marcada, que esta Posada Jamaica sorprende por puro contraste. Contemplándola, uno piensa en Fritz Lang, en Ulmer, en el posterior De Toth, … en muchos otros cineastas que podían estar tras las cámaras. Y es porque, a diferencia de esas anteriores obras de Hitchcock, ésta sí se impregna de las señas de lo genérico: un relato fijado en una época, oscuro y gótico, con una progresión dramática más convencional, un estudio de personajes con ciertas aristas, pero que, sin ser lejanas al universo hitchcockiano (al fin y al cabo este no deja de ser un relato claustrofóbico, y que refleja un universo de pespuntes a veces sádicos), no está tratado según sus códigos, su humor, su ironía, su falsa distancia, su sutileza.

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En todo ello tiene que ver otro aparato de producción, con la impronta de Erich Pommer, pero aún más su servidumbre al sustrato literario: nos hallamos ante la primera de las tres adaptaciones que  Hitchcock realizaria de obras de Daphne Du Maurier, la siguiente e inmediatamente posterior en su filmografía Rebeca (1940). El cineasta se entrega a esa ilustración con un talento concentrado en la atmósfera, pues entrega a la obra, al drama, la aventura y la intriga, un trasfondo siniestro. Cautiva, en ese sentido, la
representación de ese lugar maldito, y la impecable utilización del blanco y negro para resaltar la importancia de lo telúrico.
Y, en clave hitchcockiana y psicoanalítica, también resulta interesante la gestión de los espacios escénicos en los pasajes que discurren en la posada, donde el cineasta expone muy bien en imágenes el enfrentamiento entre dos mundos (el de Maureen O’Hara, con quien nos identificamos, que se introduce en el lugar) y el universo sórdido, oculto, que esconde; una geografía física para la anímica, mediado por el inevitablemente trágico personaje de la tía Patience .

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La citada O’Hara, joven pero muy capaz de firmar una vigorosa composición, y el histriónico Charles Laughton, que pese a lo que se suele decir firma una espléndida labor interpretativa,, logran llevar a su terreno parte importante de la personalidad de la obra que provoca cortocircuito en el espectador que busca la impronta del cineasta, toda vez que no es la sutileza el grado expositivo del relato, y Hitchcock no lleva a su terreno a los dos actores, o, dicho de otro modo, su carisma se impone no a la manera hitchcockiana, sino a la suya propia. En cualquier caso, podemos verlo como una prueba, un foguearse el cineasta antes de introducirse en el star-system de Hollywood, donde sí terminó imponiendo sus reglas. 

SABOTAJE (1936)

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Inside out

La más contenida de las obras realizadas por Hitchcock en aquella franja filmográfica, el relato que propone Sabotage (también conocida como La mujer solitaria) pivota sobre dos aspectos principales que sustancian la intriga. Uno, de tema: el encargado de cine, el tipo común, que desempeña labores de peón para una organización terrorista. La película se basa en El agente secreto (The Secret Agent), una novela política escrita por Joseph Conrad, publicada en 1907, que discurre en el Londres de finales del S. XIX, y que retrata los grupos anarquistas o revolucionarios antes de las revueltas sociales del siglo XX. En el guion se deja atrás esa conceptualización, y Hitchcock se asienta, como hará siempre, hasta Topaz, en el contexto abstracto. Y de eso resulta que el énfasis recaiga en ese retrato de la ordinary people y de un cotidiano que, bajo la apariencia tranquila, está recorrido por algo angustioso, violento y terrible. En lugar de centrarse en las peripecias de un personaje, como el resto de las obras del periodo, aquí hay un estudio motivacional y dramático sostenido en lo plural, algo que revierte en el ritmo y la introspección en el tono. Digamos que nos alejamos del folletín y nos acercamos a lo psicológico en la macroplantilla del cine sobre espías.

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El otro aspecto  sobre el que pivota el relato es de lenguaje puro: la expresión del peligro, la suma de lo urgente y lo fatídico, glosado a lo largo de la investigación que el agente de policía infiltrado lleva a cabo a lo largo de esa carrera contra el tiempo para evitar un atentado, y especialmente resumido en el largo pasaje en el que Stevie, el niño que lleva, sin saberlo, una bomba en sus manos se entretiene más de la cuenta en un contrarreloj que, al final, se resuelve de forma inesperada y trágica. Hitchcock, siempre tan preocupado por la reacción del público, entendió que mostrar ese asesinato de un menor suponía cruzar un límite de lo que el público era capaz de tolerar, pero incluso analizado desde ese punto de vista la secuencia resulta interesante. Y le sigue una de las imágenes más perturbadoras que nos legó el cineasta, cuando Sylvia Sidney despierta, tras desvancerse al descubrir que su hermano pequeño ha muerto, y se ve contemplada por multitud de niños entre los que va apareciendo  el rostro de ese hermano muerto.

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Al final, de forma coherente y brillante, a través de primeros planos sinuosos y lentos movimientos de cámara, el filme enfrenta a esos dos miembros de la unidad familiar que esa invasión sutil representada por los actos de sabotaje, ha venido contraponiendo de principio a fin. El subtítulo del filme, esa condición de «mujer solitaria», queda consumada. Tras la resolución de ese enfrentamiento, los dos pájaros en la jaula cantan, recurso metafórico hermoso y proverbial detalle de un Hitchcock aquí más circunspecto y replegado, que no menos brillante, pues entrega una película muy sólida, bien interpretada, de dosificado dramatismo, excelente tempo y espléndidos resultados visuales.

EL AGENTE SECRETO

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En aquel momento y lugar, y al abrigo de la Gaumont-British, Alfred Hitchcock estaba asentándose en el profile del relato de espionaje y aventuras que inició dos años antes con The Man Who Knew Too Much (1934) y que había proseguido con 39 Steps (1935) y Sabotage (1936). Aquí, siguiendo con la complicidad del libretista Michael Bennett, tuvo como curioso sustrato un crossing entre dos cuentos del libro de W. Somerset Maugham Ashenden: Or the British Agent, “The Traitor” y “The hairless mexican”, y una obra teatral de Campbell Dixon, en una operativa en realidad muy propia del autor, gustoso de analizar y desmenuzar materiales de partida (a menudo, de menor prestigio que aquí) para extraer los aspectos que más interesaba llevar a su territorio narrativo-visual. A pesar de que no se cuenta entre sus títulos más celebrados y de que el propio cineasta, siempre tan severo en la autocrítica, no recordaba con agrado, El agente secreto es una película interesante, cabría decir que incluso fascinante en diversos aspectos, todos ellos de encaje en la definición de lo que llamamos hitchcockiano.

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El relato sigue las peripecias de Edgar Brodie (John Gielgud), comisionado durante la Primera Guerra Mundial por el servicio de espionaje británico para identificar y matar a un espía alemán, a cuyo efecto se le proporciona una falsa identidad. En su misión recibe el auxilio del «General» (Peter Lorre) y de la espía Elsa Carrington (Madeleine Carroll, que repetía con el cineasta un año después de 39 escalones). Y a semejante trío se les une, si lo podemos decir así, un cuarto en discordia, Robert Marvin (Robert Young), un bon vivant que pretende los favores de Elsa, y que, sin conocer la misión en juego, tiene intervención en la trama. Aquí comparece, vemos, el juego de identidades interpuestas que tanto interesó, de tantas maneras, explorar al cineasta, aquí en un auténtico juego de pistas, pues esos cuatro personajes conforman una curiosa y de todo punto asimétrica convivencia en la que las personalidades en fuga deben convergir en pos de un objetivo explosivo, lo que da lugar, a menudo, y en la genial modulación tonal propuesta, a una especie de vaudeville de espionaje, con constantes equívocos, contubernios y dobles sentidos que Hitchcock subraya a través de intencionados, perfectamente reconocibles, primeros planos.

El_agente_secreto-552548917-largeEn El agente secreto prosigue, en muchos sentidos, el agitado de la fórmula vigorizada en 39 escalones, con una progresión de acontecimientos y juegos de gags al límite de lo inverosímil: atiéndase, por ejemplo, a la trama del botón que los protagonistas hallan en manos de un enlace al que hallan muerto, botón que termina en la mesa de la ruleta por azar, mismo azar que convierte el botón en ganador (sale el 7, y el botón estaba sobre ese número), y equívoco que da lugar a la identificación del presunto propietario de ese botón, y por tanto presunto asesino del enlace (sic). Hitchcock afina sin complejos, pero con sumo esmero, lo rocambolesco; lo filma según reglas irónicas, de intrigante prestidigitador, como si el cineasta dijera al espectador: «venga, juega, que será divertido». Y lo es. Porque lo que importa no es lo que se cuenta, sino el cómo se cuenta. Esa misma secuencia del casino prosigue con una conversación a la mesa entre los espías y el presunto asesino del enlace, al que, con ardides, convencen para trasladarse a un lugar apartado, donde lo asesinarán: cuando acepta la propuesta, Hitchcock recurre a una metonimia, el primer plano de la mano de Gielgud apagando con energía el cigarrillo en el cenicero. Una solución que no es tan estilizada como más bien exuberante, y que resume bien la electricidad que el cineasta le confiere al relato.

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Sin embargo, tras la vorágine del peligro, aguarda la tragedia: el asesinato al que hacemos mención, que después se sabrá que se ha cometido por error: anticipándose a ese descalabro que el guion después revelará, el cineasta lo filma con una fina puntuación dramática (recurriendo a un montaje en paralelo en el que, mientras vemos al hombre acercarse al abismo en compañía de Peter Lorre, lo alternamos con la secuencia en su casa, donde su perro, que huele el peligro, se arracima a la puerta, ladra, y se desconsuela). El relato aguanta el pulso en la secuencia del pursuit en la fábrica de chocolate-tapadera, pero es cierto que, en sus últimos compases de la función, y en su aparatoso clímax, se apaga un poco la vistosidad y capacidad de la sugerencia precedente. Da la sensación de que el cineasta prefería la escenificación de las sugerencias y extrañamientos que los hechos consumados, ese desenlace que, a pesar de toda su tramoya, se resuelve de una forma más mecánica y convencional. En el último plano de la película uno recuerda la que sirvió para cerrar 39 escalones y queda esa sensación de relato incompleto. No termina de raílarse al estilo más característico del autor, y quizá la distancia pueda compendiarse en el rol, tan distinto, que Madeleine Carroll asume aquí respecto al anterior título, una exigencia más dramática para una metáfora (el amor por el protagonista como sacrificio y dolor en un contexto de violencia) de raigambre más literaria, más encorsetada, de lo que a Hitchcock le gustaba expresar.

39 ESCALONES

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Planeta Hitchcock

Nos hallamos ante una película celebérrima, que el Instituto Británico de Cine situó en cuarto lugar en su ranking de las mejores películas (británicas) de la historia,​ y la revista Total Film ponderó en más amplios márgenes, en el vigésimo primer puesto de los films más grandiosos de todos los tiempos. Eso tiene una razón de ser: en 39 escalones se desatan del todo muchas quintaesencias del director. Sí, el planeta Hitchock podría perfectamente compendiarse en películas como ésta, de hombres perseguidos sin razón aparente, macguffins, villanos con apariencia de honorables, una mujer rubia tan sensual como escurridiza, un paisanaje que fuerza lo cotidiano hasta la extrañeza, motivos inverosímiles que se sirven con convicción de prestidigitador (y que, por tanto, funcionan, implican, maravillan). Impacto, espectáculo, ironía, acumulación, urgencia y temperamento.

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Basada en una novela de aventuras homónima escrita en 1915 por John Buchan, la película se sostiene en lo episódico y folletinesco para desarrollar un ejercicio de puro suspense, protagonizado por un tipo corriente, Richard Hannay (Robert Donnat, ) quien, sin comerlo ni beberlo, se ve involucrado en una trama de espionaje y es perseguido por propios (la policía, que lo cree autor de un asesinato) y extraños (esa red de espionaje, que lo cree conocedor de sus secretos) en un incesante pursuit que lo lleva de Londres a la Escocia rural y de nuevo a la capital británica. Aparte de la temática del falso culpable, el cineasta desarrolla aquí del todo lo esbozado en su anterior El hombre que sabía demasiado (1934), esto es el relato del tipo de a pie que se ve involucrado en un asunto extraordinario con el que debe lidiar para salvar su vida, es decir la vorágine del peligro que aguarda a cualquiera y que lo arrastra a un trance vital, temática que se extenderá hasta el final de su filmografía y que, huelga decirlo, hallará el cum laude y paroxismo en Con la muerte en los talones, 1959.

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En los constructos narrativos del filme, y en relación con lo anterior, aparece también la temática igualmente recurrente en su autor de  la denuncia de los enemigos interiores y los (peligrosos) juegos de falsas apariencias, donde personas o grupos de intachable reputación revelan su vis malvada o su pertenencia a conglomerados al puro estilo “mabuse” languiano. En 39 escalones, todo es urgente, todo es profundamente grave, y al mismo tiempo, todo es risible. Alrededor del hombre perseguido por todos (atentos a ese plano sostenido del puente en el que Hannay se ha refugiado-huido del tren, mientras se escucha el sonido de teletipos, audaz forma de mostrar cómo se expande la orden de captura al personaje), danzan todo tipo de peculiares personajes que van modulando el incesante subibaja de emociones y emergencias que se acumulan en el relato. Atiéndase, por ejemplo, a los dos caballeros que comparten asiento con él en el tren a Edimburgo y que comentan cuestiones relacionadas con la lencería femenina o cualquier otra guasa; atiéndase al lechero que le presta su atuendo a Hannay para su primera fuga convencido que le echa la mano a un seductor en apuros; atiéndase a la parada en la granja en la que Hannay se enfrenta a un granjero celoso y a una indefinida tensión erótica con su esposa, que quiere ayudarle; atiéndase a la casera que regenta una posada y se empeña en facilitar un encuentro romántico entre extraños, Hannay y su partenaire forzosa, Pamela (Madeleine Carroll), que, unidos por unas esposas, protagonizan una secuencia estupenda, entre el slapstick y la alta comedia, en la que la actriz, (por supuesto rubísima), ofrece una fantástica réplica a un Robert Donat que encaja con su cierto estatismo en la partitura de expresividades ambiguas que propone el cineasta. La de 39 escalones es una historia folletinesca al estilo de los primeros cómics de Tintín, y su sucesión de trances improbables o directamente inverosímiles se resuelven, además de con la métrica imparable del cineasta, con ese recurso de ironía constante a costa de personajes secundarios, que le sacan yerro al asunto, con lo cual el filme es un constante cabalgar por el eje del peligro y la intriga, pero salpimentado con generosas dosis de humor, todo ello en un equilibrio muy frágil, casi imposible, totalmente carismático de su autor, bien capaz de organizar otra lógica, un mundo propio, tan peculiar como apasionante.

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Otro personaje peculiar hasta decir basta, el Señor Memoria, o más bien sus asombrosos poderes, evitan, en el último minuto del filme, que el macguffin termine de consumarse, en una solución rocambolesca que, por un lado, tiene la gracia de cerrar un círculo (pues esa última secuencia es un calco, con la tramoya ya visible, de la primera del filme) y, por otro, interesa mucho menos que el gag genial del plano que cierra la película, que recoge a la pareja protagonista de espaldas y el detalle de sus manos cogiéndose, liberadas ya de la coartada de esas esposas que aún cuelgan de la mano de él: economía de medios para un happy end o toque Hitchcock: llámenlo como quieran sin miedo a equivocarse. 

EL HOMBRE QUE SABÍA DEMASIADO (1934)

 

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Hitchcock y la British-Gaumont, primera parte

La película que nos ocupa nunca puede librarse de su condición, por un lado obvia y por el otro discutible, de esbozo de una obra posterior que no se conforma con ser un remake, sino que hereda su llamativo título. Incluso Hitchcock le dijo a Truffaut que «la versión de 1934 era obra de un aficionado, y la de 1956, de un profesional», aseveración que, modestia del cineasta aparte, hay que poner en cuarentena, en tanto que es evidente que el director británico dominaba, en 1934 y en aquella obra en particular, sobradamente las riendas de su oficio; mucho más, era (fue) bien capaz de conferirle a la obra un estilo y un carisma creador. Dicho lo anterior, y más allá de los juegos de concomitancias, no parece tener demasiado sentido comparar el filme con el realizado veintidós años después, en otro lugar y contexto, en la cresta de su éxito y, en lo creativo, en la inercia de su periodo de absoluta depuración por la abstracción.

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Aunque, bien mirado, la abstracción (y, por supuesto, ¡el Macguffin!) comparece(n) ya claramente en este El hombre que sabía demasiado, que fue el primero de los filmes que Hitchcock realizó para Gaumont-British y que supuso el primer éxito internacional del cineasta. En su génesis, la intención del director, junto a la de su colaborador Charles Bennett, era la de adaptar una de las historias de Hugh «Bulldog» Drummond, un popular personaje de folletín creado por H. C. McNeile, veterano de la 1ª Guerra Mundial devenido en gentleman aventurero. El guion terminó derivando en esta historia protagonizada por la ordinary people, el matrimonio Lawrence, que, hallándose de viaje en Suiza con su hija Betty, se ve inesperadamente involucrado en una conspiración para asesinar a un diplomático. Y en ese transfer de idea primigenia a relato consumado vemos emerger un tema hitchcockiano lindante con el de la falsa culpabilidad, cual es el del tipo de a pie que se ve involucrado en un asunto extraordinario con el que debe lidiar para salvar su vida, es decir la vorágine del peligro que aguarda a cualquiera (y aquí el que se abstrae y metaforiza es quien escribe, en la convicción de que eso es de lo que en última instancia habla Hitchcock en su cine) y que lo arrastra a un trance vital. Poco después, con 39 escalones (1935), tendremos una nueva exploración de una temática que se extenderá hasta el final de su filmografía (y que, huelga decirlo, hallará el cum laude y paroxismo en Con la muerte en los talones, 1958).

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Pero, más allá de esos considerandos (sobre una temática, eso sí, aún en esbozo para el autor), lo que importa aquí es que con semejante material de partida, queda un proverbial thriller à lá Hitchcock cuya principal diferencia con su remake es su pertenencia bien demarcada a unos determinados parámetros genéricos, en este caso el folletín aventurero-de espías sin necesidad de coartadas. Ello revierte en un tono donde, lejos del dramatismo de la versión de 1956, hallamos una inercia de urgencias y peligros que se acumulan en el ritmo y se sirven con exuberancia e ironía a partes iguales (incluyendo las caracterizaciones de los personajes: ¡compárese el rol de Leslie Banks con el que dos décadas después encarnará James Stewart!). Cierto es que se ha anotado que el argumento sirve de paráfrasis de la sutil  invasión ideológica del nazismo (esa organización criminal que causa estragos en la tranquila Londres, la comparación que el agente del gobierno efectúa con el asesinato en Sarajevo que marcó el inicio de la Gran Guerra), pero no lo es menos que toda esa tramoya sobre el terrorismo y sus motivaciones queda en off, y no es, al fin y al cabo, más que una plataforma de la intriga y la acción como la que proponen hoy las películas de James Bond o de Misión imposible.

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También hay, cierto es, una alusión al sitio de Sidney Street de 1911 (también conocido como batalla de Stepney), único anclaje con un contexto historicista reconocible, y que encaja con las motivaciones hitchcockianas, más escoradas hacia lo traumático que hacia lo ideológico. Esa secuencia sirve de largo e intenso clímax de la función (y sucede con posterioridad a la secuencia, siempre víctima del agravio comparativo, pero bien ejecutada, del concierto en el Royal Albert Hall); pero, a gusto de quien esto firma, la escena más despampanante, por extravagante y fascinante, es aquélla que sucede cuando el protagonista y su acompañante entran en la capilla del Tabernáculo del Sol, momento de extrañeza secuestrado literalmente por la hipnosis y, después, dinamitada por esa aparatosa batalla campal con sillas volando. Y, ante una película realmente espléndida, ¿qué tal terminar invirtiendo el agravio y diciendo que en el remake se echa de menos un villain del carisma de Peter Lorre? 




EL ENEMIGO DE LAS RUBIAS

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En El enemigo de las rubias hay un ruido de fondo que es como el subtítulo de la película. Hablo de la trama de los asesinatos extraída de la novela de Belloc-Lowndes y su parentesco con las historias tan traídas y llevadas sobre Jack el Destripador.  Toda esa tramoya, con imágenes tintadas de azul en las versiones restauradas de la película, ofrece vistosas fugas y soluciones visuales de impacto, pero no deja de ser una “London fog” que poca trascendencia termina teniendo sobre la trama, una que transcurre mayoritariamente en una casa de diversos pisos, la de los Bunting, y que nos habla de la relación que éstos mantienen con el joven y misterioso inquilino que les alquila una habitación. En este aspecto de miga psicológica, que es el central, es donde reconocemos, y muy claramente, los impulsos creadores y la avidez expresiva de Hitchcock. El propio cineasta reconocía que en este su tercer largometraje -y el primero de cierta enjundia industrial- fue la primera vez en la que encontró un territorio de exploración creativa afín a sus intereses, y donde empezó a fraguar eso que dan en llamar “un estilo propio”, que, si me permiten al hablar de Hitchcock (y de pocos más), más bien deberíamos terminar definiendo como “un lenguaje propio”.

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Hitchcock era, aparte de muchas otras cosas, un cineasta exuberante, y basta el inicio del filme para adverarlo: el plano de arranque, impacto puro, de una mujer que chilla, apertura de un largo pero absolutamente brillante prólogo del relato que nos pone en situación: la existencia de un asesinato;  el hecho de que no es el primero, sino el séptimo que lleva el sello de idéntico ejecutor; el hecho de que todas sus víctimas son mujeres rubias; la resonancia mediática; la clase de histeria colectiva que genera;… No estamos a la altura de Spione (Fritz Lang, 1928), pero la vibratio y electricidad expositiva es singular. De ese retrato de lo general pasamos a lo particular, al domicilio de los Bunting. Allí se halla un policía, que mantiene una relación sentimental con la hija del matrimonio, Daisy, que es rubia y modelo, para más señas. Los Bunting, él camarero y ella ama de casa, alquilan una habitación, a la que va a parar el lodger o inquilino del título original, Jonathan (Ivon Novello) un hombre bien apuesto y misterioso, que muestra unas actitudes extrañas,  que despiertan el recelo de los Bunting.

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A partir de ahí, el relato se abre hacia dos sentidos complementarios. Uno es más convencional (que no por ello menos hitchcockiano): la sombra de una duda en torno a la posible condición de asesino del misterioso inquilino; para sugerir misterio, Hitchcock hace buenas ciertas soluciones expresionistas (sombras inclinadas que devoran una perspectiva, la imagen de una cruz oscura que se sobreimpresiona en el rostro del personaje, efecto del reflejo en la ventana, …) e ingenia otros detalles expresivos, como mostrar el contrapicado de unas piernas caminando sobre un cristal, forma de transmitir al espectador que los Bunting escuchan los pasos del inquilino en el piso superior. El cineasta, como podemos comprobar, está articulando un relato sobre temas centrales en su filmografía posterior; por un lado, la sospecha; por el otro, la falsa culpabilidad: Novello, el actor que da vida al inquilino, era un galán de la época, y las reglas del star-system ya estaban bastante claras hace un siglo, así que el espectador no tarda en percibir que, aunque Jonathan sea un tipo atormentado, no es de ningún modo el asesino que los Bunting sospechan que es, pero eso trueca el misterio por contenido puramente dramático; el misterio no se desvanece del todo, pues no sabemos los motivos por los que Jonathan está atormentado, o qué y por qué guarda en ese maletín que tiene guardado bajo llave en un arcón, pero, en cualquier caso, la implicación dramática de esa falsa culpabilidad, el peligro y la injusticia que se ciernen sobre él, edifican suficientes mimbres para dar solidez al drama.

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Sin embargo, el segundo de los sentidos hacia los que se abre el relato, más oculto, es el que termina de configurar el poderío narrativo y expresivo del cineasta tras la cámara. Y éste tiene que ver con el voyeurismo y fascinación por las rubias, porque, si hemos dicho que los Bunting recelan de la identidad misteriosa del inquilino, nos falta añadir que ese inquilino queda prendado de la hija del matrimonio, Daisy, empieza a cortejarla y es correspondido por ella. Semejante atracción sentimental es filmada con el pulso de un soñador que se muere de ganas por traspasar el umbral a lo sexual: la escena en la que Jonathan asiste al desfile de modelos de Daisy es un primer apunte de lo que algún día será la mirada de Scottie (James Stewart) viendo a Judy (Kim Novak) probarse los vestidos de Madeleine en Vertigo (1958), la escena de la partida de ajedrez tiene significaciones claramente eufemísticas y, a modo culminante, tenemos la secuencia en la que ella está desnuda, bañándose, y él llama a la puerta insistentemente, resuelto por la cámara mediante un careo constante desde dos escenarios distintos (los separa la puerta) donde el filtro es unos reiterados y desconcertantes insertos de planos de las piernas de ella… Y todo este voltaje sexual está, en el tablero narrativo, contrastándose durante todo el metraje con la sospecha de los padres de Daisy, en un constructo narrativo sui generis pero exorbitante que nos hace ver el relato como la crónica de una descomposición familiar, donde la hija abandona el orden (el novio policía) para lanzarse en brazos de lo dionisiaco, derrumbe de las estructuras tradicionales que tiene lugar en el propio seno del hogar. La verdad es que, a la luz de lo expuesto, un relato argumentalmente a lo Frenesí sobre Jack el Destripador lo tenía difícil para resultar más subversivo e inquietante que el que Hitchcock dio por urdir en esta su tercera obra y primera obra maestra.

LA SOGA

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Paradojas hitchcockianas

Tres personajes se reparten el protagonismo de LA SOGA: están Brandon (John Dall) y Phillip (Farley Granger), los dos universitarios pijos que asesinan a un compañero y está su viejo profesor Rupert (James Stewart), que dará por descubrir lo que ha sucedido. Entre unos y otro, hay dos personajes inanimados, a los que Hitchcock, o mejor dicho las imágenes, poco menos que elevan al statu quo dramático: la cuerda blanca que da título original a la película y el arcón o baúl donde Brandon y Phillip esconden a David, el joven asesinado. Después están los secundarios, claro, que sirven para reforzar los conflictos entre Brandon/Phillip y el profesor Rupert, aunque no tienen –ni siquiera alguna de las tres mujeres que aparecen en pantalla– peso dramático alguno en la función que nos depara el cineasta británico, y de hecho, en la puesta en imágenes de la obra, tienen mucha menos relevancia que esos dos aludidos objetos.

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El ejemplo basta para hablar de la condición experimental de este título que el realizador firmó en 1948, unos cuantos años antes de alcanzar el que la crítica suele considerar su periodo de depuración estilística. Pero es precisamente a través de lo peculiar de la forma –ese concatenación de larguísimos planos-secuencia, ese desafío al montaje como herramienta narrativa de primer orden– que ROPE ya revela no pocas de esas señas de depuración y, especialmente, abstracción que caracterizarán al Hitchcock de las siguientes décadas. Hay cierta paradoja en ello, en ese supino empeño por la planificación basada casi en su totalidad en lo q        ue pueda dar de sí un corsé autoimpuesto –el movimiento de la cámara por el espacio escénico– procediendo de un cineasta tan exuberante en el manejo de todas las herramientas escenográficas y de montaje posibles. Pero un atento visionado revela las intenciones del creador. Y no hay en ellas nada perverso, nada maquiavélico. Solo un evidente, rotundo compromiso con su propio imaginario y el modo en el que puede hallar acomodo en imágenes. El cineasta encapsula su relato en unidad de lugar y de tiempo, lo que no hace otra cosa que asfixiar a los tres personajes que pone en liza (y subrayar la relevancia de esos casi personajes, los objetos) y permitir una exploración diría que entomológica de su comportamiento. Luz y taquígrafos sobre la psicopatía, el miedo, la culpa y la paranoia.

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Porque, vamos a ver, de qué va LA SOGA. Es, podríamos decir, un anti-whodunit, como tampoco hay aquí implicada la ciencia del macguffin. La primera imagen tras los créditos nos revela que se ha cometido un asesinato, quienes son los asesinos y a quién han asesinado. Después se desgranará el contexto, tanto familiar y social, de esos tres personajes, como filosófico que sostiene el acto atroz de los dos asesinos: esa creencia en la selección natural nietzschesiana que permite al hombre brillante saltarse los códigos de conducta socialmente aceptados e imponer su propia ley. Pero, más que ese contexto, interesa al autor poner el foco en lo psicológico. Regresemos a la perversidad del argumento: LA SOGA no intenta explicar por qué Brandon y Phillip hacen lo que hacen, sino cómo reaccionan tras hacerlo; en su retorcido plan, organizar una fiesta supone la forma idónea para asumir sus propios actos: no basta con la frialdad para asesinar, hay que saber guardar las apariencias después, con el cadáver en un baúl sobre el que se dispone el aperitivo y en presencia de la familia del muerto, su prometida, el ex novio de esta y un viejo profesor y mentor de los jóvenes. Así alcanzamos el arma estratégica de la forma hitchcockiana: los asesinos están atrapados en esa hora y veinte escasa que durará la fiesta que han organizado, y los antes aludidos secundarios no dejan de ser hándicaps, que ponen a prueba la pericia de Brandon, más frío y calculador, y la entereza del arrepentido Phillip, cada vez más paranoico.

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A esos hándicaps se les suma, por supuesto, los objetos. Por un lado está la dichosa soga, que aparece por primera vez aún en la garganta del chico asesinado, que después vemos, juguetona, sobresalir del arcón cerrado –lo que eriza los nervios de Phillip–, para, un rato más tarde, ser utilizada por Brandon para atar unos libros que le ha dejado a, nada menos, el padre del chico asesinado, en un detalle genial de la malevolencia del personaje; Rupert, al final, la tendrá entre sus manos: el investigador ya tiene el arma criminis.. Por el otro, la sempiterna presencia en lo que podría ser un epicentro escénico del muerto, del baúl, ese baúl que al principio se protege con su utilización como mesa de cena, pero incluso bajo ese paraguas es un objeto con una funcionalidad extraña, como así insisten machaconamente los diálogos; precediendo al clímax, hay una secuencia en el que la asistenta de los jóvenes a punto está de abrir el baúl para guardar unos libros, momento fatídico que Brandon logra evitar con aparente normalidad. Cuando al final Rupert abra el baúl para encontrar al chico asesinado, la cámara se acerca a su parte superior al ser abierta, para poder efectuar un fundido en negro y un reenganche de montaje, pero, de todos esos reenganches forzosos (a los que se les debe sumar dos cortes, muy intencionados, en los dos casos de primer plano de uno a otro personajes), éste reclama una relevancia dramática indudable, además subjetiva: fundir a negro es descubrir Rupert, literalmente, la negrura de los actos de sus discípulos. En imágenes vemos el fundido en negro, pero imaginamos al cadáver en el interior del arcón y la mirada aterrorizada de Rupert al constatar lo que tanto temía…

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Vemos que, a pesar de que las apariencias  sean otras –y de la cansina etiqueta de “maestro del suspense”–, el relato no se preocupa tanto de cómo llegará Rupert a descubrir lo que han hecho Brandon y Phillip, sino que lo que realmente analiza Hitchcock es cómo esos dos personajes resisten, o se desmoronan, ante esa sucesión de hándicaps que ellos mismos, en su autosuficiencia psicopática, se habían deparado. Hitchcock les contempla, la cámara les sigue, les mira departir con este o aquella, se acerca a sus rostros para revelar sus signos de flaqueza, les hace moverse por los escuetos espacios de un salón, quizá desaparecer en una habitación para volver a aparecer en breve, les obliga a dar la cara y, exprimiendo la mirada de Rupert (que no sospecha solo por lo que ve, sino porque les conoce: Rupert ha tenido años para conocerles; a diferencia de él, los espectadores tenemos ochenta minutos)… les desenmascara. A la postre, LA SOGA relata cómo, a dos velocidades, dos mentes criminales se desmoronan.

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Lo realmente despampanante de LA SOGA es la compleja relación, rayana en un obtuso juego metanarrativo, que se establece entre personajes, mirada del cineasta y espectador. Brandon y Phillip están representando una mascarada, a priori el primero con mucha más astucia que el segundo, quien, desde el primer momento, hemos visto que no soporta bien la presión. Ellos dos, y nadie más, comparten información privilegiada con el espectador. El espectador analiza su representación de un modo distinto a como lo hacen los invitados a la fiesta, a excepción de Rupert, que se va afianzando cada vez más en su posición de intercesor entre la información que el exterior (el espectador) tiene de los dos personajes y la que no tiene el interior (el resto de personajes, el mundo dentro de la ficción). Existe abundante literatura sobre los elementos que hiperbolizan la sustancia psicopática del relato, como la metáfora del fascismo o la alusión velada a la relación homosexual de los dos asesinos, pero en estas líneas me ha interesado más analizar cómo Hitchcock, a través de la forma y el manierismo, incide en esas parábolas y cualesquiera otras que el espectador logre escrutar. Cómo el cineasta busca la depuración expresiva desde la abstracción. Invitando al espectador a moverse en fronteras enmarañadas de la representación.

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No es de extrañar que en el largo plano final, una vez Rupert les ha descubierto y ha avisado a la policía, Hitchcock les libere de su cometido representativo. El profesor ya ha hecho su trabajo: puede sentarse y descansar. Los actores (dentro y fuera de la historia), también han terminado, aunque su simulacro se ha saldado en fracaso. Pero ello no es óbice para que dejen atrás lo divino, sus esquinadas motivaciones, y se relajen con lo humano: Brandon, tan ocupado todo el metraje tratando de marear la perdiz, puede al fin tomarse una copa tranquilamente. Phillip, que finalmente ha dejado de sufrir, puede sentarse al piano y tocar una serena pieza mientras espera a los agentes que vendrán a detenerlo. Si no fuera una obscenidad poner un símil futbolístico, diría que la imagen recuerda a los comentarios de los futbolistas a la prensa una vez el partido ha terminado y las pulsaciones han bajado: “son noventa minutos, y lo que pasa en el campo se queda en el campo”. La película termina entonces, pero el telón de su representación se había ya cerrado antes, con ese fundido en negro antes mencionado en el momento en que Rupert abre el baúl.

 

DE ENTRE LOS MUERTOS (VERTIGO)

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Vertigo

Director: Alfred Hitchcock.

Guión: Alec Coppel y Samuel A. Taylor, basado en la obra de Pierre Bouleau y Thomas Narcejac.

Intérpretes: James Stewart, Kim Novak, Barbara Bel Geddes, Tom Helmore, Henry Jones, Raymond Bailey.

Música: Bernard Herrman.

Fotografía: Robert Burkes.

EEUU. 1958. 114 minutos.

 

“Lo que me interesaba más eran los esfuerzos que hacía James Stewart para recrear una mujer a partir de la imagen de una muerta”

Alfred Hitchcock

 

 La emoción según Hitchcock

En 1957, un año antes del estreno de Vertigo, una novela de Richard Matheson y una adaptación firmada por el propio escritor –El increíble hombre menguante (Jack Arnold)– nos presentaban a un personaje, Scott Carey (Grant Williams en el filme), que venía a representar la mediocridad más campante del americano medio, metáfora en la que progresaba, idóneo, el relato terrorífico de Matheson; era ese ser dócil, dichoso de la mediocridad de su vida, que inevitablemente veía desmoronar sus expectativas cuando su tamaño menguaba hasta desalojarlo del amor, del sexo, del statu quo, del orden apaisado en la feliz apariencia de la vida americana. La asociación viene por el sobrenombre que recibe el protagonista de Vertigo (1958), Scottie. Su nombre real es otro, John Ferguson, pero “Scottie”, además en diminutivo, tiene algo de coloquial y doméstico, de tipo del que te puedes fiar; “Scottie para los amigos”, asevera el personaje. Hitchcock no requirió a Cary Grant, sino a James Stewart, como jalón añadido a la tipología que ya había trabajado en dos obras anteriores con él. En la piel de Stewart, Scottie era, amén de lo expresado, el ciudadano recto y honesto, y alguien llamado a sufrir por causa de circunstancias… ¿ajenas a su voluntad?

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Ahí se produce la encrucijada. Más allá de la rectitud sin tacha que le caracterizaba en La soga (1946), los periplos de Stewart en las respectivas La ventana indiscreta (1954) y El  hombre que sabía demasiado (1956) proyectaban, en un caso, los peligros de ejercer el vicio de la mirada voyeur, y en el otro, la angustia causada por el secuestro de un hijo en las condiciones más inversemblantes, algo así como una variación del falso culpable. Stewart resultaba idóneo para encarnar ese perfil tan del gusto hitchcockiano, el del tipo del montón que, sin comerlo ni beberlo, se ve abocado a un brete terrible. Pero quizá el público, en las citadas dos películas, aún no había sido capaz de profundizar en el elemento interno, el de la obsesión, y permanecía fijado en lo externo, el peligro. O quizá no, quizá era el propio Hitchcock quien titubeaba ante el dilema de cruzar esa línea. En cualquier caso, la cruzó, y con total convicción, en Vertigo, obra en la que el examen sobre la debilidad y sus consecuencias iba a desaguar en algo mucho más complejo y quizá aberrante.

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Por otro lado, lo que Scottie, Stewart, da de sí como personaje se halla tan lejos de cualquier convención admisible por el star-system como la distancia insalvable que existe entre cualquier definición de “película de Hollywood” y los experimentos que el maestro británico propone en Vertigo. James Stewart, el antaño caballero de Capra, representa en Hitchcock, igual que en los westerns de Mann, el agotamiento de determinadas fórmulas representativas asociadas al star-system, crisis (o quizá intento de mutación) de ese modelo por cuanto el arquetipo reacciona contra su condición y, de hecho, presenta una evidente renuncia como modelo de conducta para el público. Algunos cineastas, como Douglas Sirk o Nicholas Ray, trasladaban la renuncia a las premisas de los relatos. Hitchcock, cuya etiqueta de entertainer aún estaba por ser debidamente revisada, se sirvió de un argumento “del público”, los mecanismos de identificación propios del star-system, para darle una vuelta de tuerca a su discurso, ése que trocaba la extravagancia de los argumentos en exuberancia, que advertía al público de los renglones torcidos de la aparente lógica y que extendía la sombra de una oscura ironía en su dialéctica sobre el placer voyeurista de las plateas.

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Pero regresemos a Scottie. Hitchcock se sirve de la secuencia de presentación para herir de gravedad al personaje, convirtiéndole en un ser profundamente vulnerable: pierde su rango como policía –no porque se lo quiten, sino porque se siente culpable por la muerte de un compañero– y hereda además un trauma, ese vértigo o miedo a las alturas que, por lo demás, pronto será explotado por alguien sin escrúpulos con fines ruines. Pero, si quizá la novela de Boileau y Narcejac va de eso, ciertamente Vertigo, de entre los muertos, la película de Hitchcock, no. Poca importancia tienen los obtusos tejemanejes de Gavin Elster (Tom Heimore) para librarse de su esposa con la involuntaria complicidad de Scottie. Porque cuando eso suceda, Hitchcock ya ha plantado la semilla de la historia que le interesa, y que es muy otra. Una historia que nos habla de un hombre que, a la deriva en lo vital y lo profesional, desclasado y noqueado por la culpa y el miedo, encuentra una razón para vivir en la sublime imagen de la belleza de una mujer, Madeleine (Kim Novak). Tan sublime que, al fin y al cabo, no parece de este mundo, como las circunstancias, extravagantes pero fascinantes, parecen confirmar a cada nuevo descubrimiento de Scottie.

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Con un ritmo en claro contraste con la coda hitchcockiana por todos reconocible –donde la sensación de velocidad, incluso frenesí, se transfigura en un ritmo pausado, cadencioso, hipnótico–, el cineasta filma el progresivo enamoramiento de Scottie, cada vez más embelesado por esa mujer, o quizá por la entelequia que anida en su rostro tan bello como frágil, su cuerpo de bandera, su gesto sofisticado, su mirar ausente, su peinado, tantas cosas que evoca su misterio: Madeleine es como ese mundo que empieza a hacerse literalmente grande hasta desbancar al protagonista de la ficción de Richard Matheson. Pero, y ahí radica la mirada de Hitchcock, Scottie no es una persona mediocre, sino alguien que ha logrado trascender esa mediocridad precisamente merced de su herida y de la conciencia de su imperfección y lo que esa nueva óptica le ha invitado a ver. Scottie reacciona, sin textualizarlo, de forma convulsa contra su existencia cuadriculada dejándose atrapar en la telaraña de la más formidable evocación romántica imaginable, que es capaz de poner el mundo del revés y el Golden Gate o los secuoyas milenarios a sus pies a cambio de la promesa de un contacto físico.

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La cuadrícula de la apaisada existencia americana viene personificada por la otra chica, Midge (Barbara Bel Geddes), la que tiene los pies en la tierra, la devoción atenuada en una mirada serena y una inteligencia calculadora. Hitchcock la asocia con el aborrecible estatismo de los planos frente a la cuarta pared de un apartamento, y la cámara sólo se acerca en tímidos planos cortos para mostrar la caída de una mirada, el tímido anhelo de la empatía. Midge sería la esposa perfecta para Scottie si Scottie asumiera que la felicidad puede hallarse en la cuadrícula del american way of life. Es una buena chica y él sería un buen marido para ella, vivirían felices y Hitchcock nunca se hubiera dignado a mirarles. Por ello es trascendente en la película el papel de Midge, personaje a través del cual se perfila claramente la distancia entre la sensatez, la lógica y el statu quo, por un lado, y el abismo que escoge recorrer, a pesar de/a causa de su acrofobia, Scottie, por el otro. La realidad desdoblada de Scottie está fuera del alcance de Midge, y Hitchcock filma la estrepitosa derrota de la chica. Primero, por la cotidianidad en el trato que le dispensa él, carente de toda dialéctica entre sexos, el mismo trato que se le conferiría a un viejo amigo, algo que para ella supone una condena. Segundo, tras la evidencia de sospechar que el hombre al que ama tiene una amante, en aquella secuencia en la que halla a Madeleine en la puerta del apartamento de Scottie. Tercera, y sonoramente, desbancándola literalmente de la fantasmagoría que alimenta los sueños húmedos de Scottie, en una solución de negra ironía, en la que ella se autorretrata en la pose de Carlotta Valdés (el cuadro misterioso que Madeleine contempla hechizada), lo que supone una grave afrenta para Scottie, quien comprueba así que, al fin y al cabo, Midge no es otra cosa que una farsante, la evidencia de cuán prosaica resulta la vida real en comparación con esa otra existencia, etérea y misteriosa, en la que ha escogido vivir.

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Hitchcock condena a Midge de forma tan contundente como redime a Scottie para su causa. Que es una causa rebelde, de alto voltaje emotivo, patológica, dolorosa, obscena incluso, como los vaivenes más románticos (o como los sueños más inconfesables) de la existencia contemporánea. Y todo este argumentario referido a los contrastes entre lo anodino de la realidad y su quebranto mediante un apoderamiento subjetivo hiperbólico, funciona también, fundiendo la sintaxis con la semántica, para contrastar la crasa diferencia entre las reglas estandarizadas de la narrativa fílmica y lo que José María Latorre definiría como la “narrativa total” de Hitchcock. Si decimos que Hitchcock fue un director moderno (y podríamos añadir díscolo), aquí tienen una definición posible. A lo largo de su filmografía hay infinidad más. El placer para cualquier cinéfilo es, por supuesto, buscarlas. Quizá más que nunca –aunque esa depuración absoluta tendrá continuidad filmográfica–, Hitchcock expone en las imágenes de Vértigo las reglas de otro lenguaje, uno propio, caracterizado por la disparidad con lo reconocible y por la desarmante sinceridad con la que nos familiariza con lo, a menudo, inadmisible.

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Así, y a través de su protagonista, permanecemos en la butaca contemplando embelesados, aturdidos, inermes, a una mujer. Aunque el propio cineasta manifestó en ocasiones reticencias a la labor de Kim Novak –quien de hecho sustituyó a Vera Miles, la actriz que él había escogido inicialmente y que no pudo asumir el papel por razón de un embarazo–, la actriz ha quedado para la posteridad como la imagen que contiene el formidable caudal de belleza que la mirada de Scottie, la película, acumula. El rol que le tocó asumir a Novak, por lo demás, no era sencillo; bien al contrario, probablemente más complejo que el de ninguna otra actriz hitchcockiana, quizá con el permiso de Tippi Hedren (aunque jugando ésta con la ventaja de participar en dos títulos). Novak debía ser y en efecto fue la contundencia de una imagen bella, pero magnificada por dos apariencias distintas, Madeleine y Judy, la primera de ellas que, por lo demás, debía desdoblarse para acarrear con la presencia de una ausencia, Carlotta Valdés, quien, siempre siguiendo las reglas de lo aparente (el punto de vista, casi omnipresente en las imágenes, de Scottie), fue una antepasada de Madeleine que se suicidó siendo joven y cuyo espíritu se hallaba en proceso de posesión de aquélla.

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Desarmantes ironías subyacen de la asimétrica relación que Scottie y Madeleine establecen; él, que se cree en posesión de la racionalidad y la lógica, va perdiendo cada vez más el control de sus impulsos y sus actos y va entregándose cada vez más a la insurgencia a esa razón que impone el móvil aparente de Madeleine, en pugna con un fantasma; ella no es quien dice ser y de hecho no sabemos con certeza si realmente se enamora de Scottie cuando así lo aparenta o si, al fin y al cabo, está ofreciendo una memorable interpretación. La ironía, por supuesto, radica en el reflejo contrastado entre los deseos cada vez menos reprimidos de uno y las motivaciones espurias de quien finge ser víctima y es verdugo. Pero, como antes hemos anotado, esa trama tiene interés secundario, subsidiario del principal, porque el cineasta nos arrastra por los términos de la mirada de Scottie. Por ello, probablemente, esta trama conspirativa termina interesándonos más por sus propiedades metanarrativas: Novak es Judy, del mismo modo que Judy es Madeleine, del mismo modo que Hitchcock es Gavin, quien orquesta la imaginativa (y mezquina) trama, y Scottie… somos nosotros, porque así lo dicta el febril subjetivismo del relato.

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Pero, dejando de lado esas consideraciones metanarrativas, y regresando al meollo del asunto que nos concierne como espectadores, lo que nos subyuga es cómo filma Hitchcock el enamoramiento. Con qué delicadeza, y carga hipnótica, van concatenándose las secuencias de ese devenir inevitable que es también un roller coaster de las emociones más desatadas. Y una forma idónea para desglosar ese proceso subjetivo y de alto voltaje emocional (que a la vez nos sirve para insistir en esa fusión virtuosa de significantes por estrategias formales y significados por imágenes) consiste en la atención específica a los escenarios donde discurre la acción, unos escenarios que, en balance de desarrollo, parecen proyectarse de exterior a interior haciendo buenos los apuntes alucinados de los títulos de crédito de Saul Bass. En un primer estadio, tenemos la perspectiva de San Francisco en la habitación de Midge; la ciudad aparece como una postal, una panavisión estática. Pero la vida de ese wanderer que es Scottie no se define desde la distancia: está llamado a adentrarse en esa ciudad, a su inclinada geografía, como quien avanza desnortado por el laberinto de la propia mente; así alcanzamos el segundo estadio, esa sucesión de viajes en coche siguiendo a Madeleine, donde no sólo vemos la ciudad de cerca, sino la vemos en constante movimiento, un movimiento además, y no es baladí, que suele ser descendiente: vemos al coche del furtivo investigador descender las empinadas avenidas de San Francisco y la alusión prefigura un descenso que no es tanto a los infiernos (como la trama detectivesca abonaría) como a la esencia ensombrecida en la psique del personaje.

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Pasamos al tercer estadio: la cámara subrepticia, como los actos del personaje, cuando éste se cuela en lugares extraños: el cementerio, el museo, el hotel donde Madeleine entra para después desaparecer (una de las secuencias más desconcertantes, y a poco de analizarlo reveladoras, del filme, pues traslada los términos de la fantasmagoría: ya no se trata de que Madeleine esté siendo poseída por un fantasma que contempla en una lápida o en un cuadro; aquí ya es el propio Scottie quien cae en la maraña de lo irreal, al entrar en el hotel siguiendo a Madeleine para descubrir que Madeleine no está allí…). El cuarto estadio corresponde a la cámara tímida, pero extraordinariamente curiosa, fascinada, cuando Scottie y Madeleine ya han trabado contacto: no deja de ser significativo que no sea hasta entonces cuando, como espectadores, accedamos por primera vez al apartamento de Scottie: se trata de la secuencia posterior al rescate en las aguas del Pacífico, frente a la estampa del Golden Gate; este cuarto estadio, que se prolongará en los sucesivos encuentros entre Scottie y Madeleine, ya marca una diferencia importante en las reglas sintácticas, pues aunque los términos visuales siguen asociados a la perspectiva de Scottie, ahora ya no es un mero observador, sino que se produce una interacción, y la cámara de Hitchcock modula debidamente esa dialéctica, entregándose a una planificación aún más fragmentada para expandirla, de buen principio, desde lo eminentemente sexual: ella se despierta desnuda (ergo, Scottie la ha desnudado), y debe ponerse una bata de él porque su vestido lila se está secando; la necesidad de él del contacto físico es superior a su voluntad de permanecer como un tipo educado y prudente: es incapaz de resistirse a cogerle la mano y mostrarse como alguien que está llamada a protegerla, que es otra forma de decir que está llamado a poseerla. Esta cierta crispación, en deriva abierta a lo romántico, tiene continuidad en los sucesivos encuentros de la pareja, quedando imágenes tan llamativas como aquéllas que los muestran en plano fijo (interior), pero en movimiento (exterior), sentados uno junto al otro en el coche: en la metáfora antes referida del vagabundear motorizado por las calles de la ciudad como tránsito inconcreto por el laberinto de la mente hemos alcanzado un destino: el subconsciente ha liberado la líbido, Madeleine ya está a su lado, dentro de él, e incluso verbaliza el proceso cuando le dice: “uno sólo vaga cuando está solo; si dos vagan juntos, ya se dirigen a algún lugar”. Pero todo este proceso, se tuerce como un fatídico revés del inclemente destino  en el clímax en la misión de Santa Ana, que es el quinto estadio, donde la cámara se vuelve frenética a tono con el aflorar del trauma que tiene atenazado a Scottie, su vértigo, que le condena a asistir impotente a la pérdida de su ser querido. Estrategia que después Hitchcock y su operador repetirán en el segundo clímax, que no deja de ser una deliberada variación del primero en casi todos sus términos y que por tanto invita a esa reiteración de los mecanismos de puesta en escena (incluyendo el famoso efecto del vértigo logrado combinando en la misma imagen travelling de retroceso y zoom de aproximación).

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Tras aquella secuencia, auténtico cisma del relato, éste se deja llevar por la marea de las divagaciones. Divagaciones como esa especie de juicio que es más bien una ceremonia de humillación institucionalizada a Scottie, que recibe el escarnio de forma estoica o, quizá, apenas pasiva. Divagaciones inanes como los intentos de Midge de rescatar a su amado de la depresión nerviosa que le ha llevado a ser ingresado en un sanatorio mental. Hitchcock no filma proceso o signo alguno de sanación, porque la mirada no escruta el relato en tales y convencionales términos: tras abandonar el hospital, vemos al personaje deambular, desnortado, por las calles de noche, cubriendo un trayecto a ninguna parte. Sabemos que no busca redención, pero probablemente que tampoco ofrece su rendición: está buscando un fantasma, consciente de la condición bigger than life de sus aspiraciones sentimentales. Si Carlotta pervivió en el cuerpo de Madeleine, ¿por qué no puede pervivir en otro cuerpo? Se trata de pretensiones obtusas del ánimo, sí, pero que encierran al mismo tiempo –chocante contraste– un acto de fe.

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Que se verá recompensado en la deriva más romántica de la completa filmografía de Hitchcock cuando aparezca, de la nada, la chica de pelo castaño y vestido verde, Judy. De esta manera alcanzamos el sexto estadio en la progresión que tiene al escenario como reflejo exterior de lo interior: el hotel y la habitación inundada por la luminiscencia del neón verde. Si conocimos el apartamento de Scottie cuando Madeleine se introdujo en él (para ser desnudada por primera vez), el relato de la insana ambición necrofílica de Scottie se culmina de forma opuesta: es él quien se cuela en el apartamento de ella, en su intimidad más absoluta. El filtro verde substituirá los filtros vaporosos, de niebla, de las secuencias de los primeros contactos: ahora ya todo se ha desencadenado, las aguas tranquilas han alcanzado los rápidos, y ya nos aproximamos inevitablemente al torrente, a la cascada. Esa luminiscencia verde, efecto superlativo en su capacidad de confundir lo romántico y lo extravagante, exacerba la celebración de lo irracional, de lo arrebatado, del hechizo y el éxtasis del personaje: la exhumación se culmina; Scottie ha desposeído a la mujer de todo atributo real, la ha transformado literalmente en su sueño y su fetiche. El movimiento más arrebatado de la excepcional partitura de Bernard Herrmann puntúa esa elevación extática del personaje. Scottie, ni que sea por ese instante que la retina retiene para siempre, ha logrado elevarse por encima de lo trágico, ha vencido la mediocridad, el conformismo, los miedos. Y la muerte.

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Hay en todo ello resonancias por supuesto universales, aunque por otro lado encarnadas en unos códigos psicológicos fuertemente impregnados de lo contemporáneo. En esa ecuación reside probablemente la magia de Vértigo. En la década anterior, los años cuarenta del siglo pasado, el cine había prestado atención al psicoanálisis, tratando de desentrañar en la narrativa intrínseca del relato fílmico los elementos de esas tesis psicológicas que empezaban a generalizarse en el funcionamiento socio-cultural. Al igual que Fritz Lang, Robert Siodmak, Lewis Milestone y otros, el propio Hitchcock aportó algún título a aquella corriente, título que el atento lector sin duda recuerda. Pero en los códigos convencionales del cine de la década de los cuarenta, y quizá por lo contraproducente de exprimir el elemento sofisticado asociado con la superficie de lo psicoanalítico, el grueso de aquellas obras se quedaron a medio camino a la hora de ahondar en la pretendida tesis. En cambio, una década más tarde, con Vértigo, Hitchcock sí logra la proeza de adentrarse con rigor y la infinita complejidad requerida al tema del subconsciente, tema que, en puridad, nada tenía de superficial, del mismo modo que nada tenía de cartesiano. Y la proeza se midió en términos de modernidad, pues Hitchcock estimula las inquietudes de varias generaciones de cineastas y de espectadores hacia todo tipo de disparidades que revertirán en… otra Historia del Cine. Se puede decir que, con el tríptico consecutivo formado por el filme que nos ocupa, Con la muerte en los talones (1958) y Psicosis (1960), Hitchcock traza de forma preclara una frontera de máximos en el devenir del Cine. Con la posterior Los pájaros aún dará unos pasos más allá, pero eso es otra historia.

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Así, regresando a Vértigo y a los significados de su intransferible narrativa, alcanzamos las líneas de ambigüedad múltiples que encierra el desenlace de la función. Una anagnórisis, el reconocimiento de un collar, desencadena la reacción no sensitiva, sino racional, de Scottie. Y ese yo racional, que se renueva con toda la agresividad, revolviéndose furiosamente contra lo otro, nos lleva a reeditar el clímax desde otra perspectiva, la de quien soñó convertirse en demiurgo del amor y ahora ha despertado y aspira a nada más que volver a ser un hombre. ¿Scottie, al fin y al cabo, se cura porque el objeto de su deseo muere? Muere otra vez, deberíamos decir, pero esta vez ya no hay espacio para creer en los fantasmas. Esta vez la acrofobia no le ha impedido alcanzar lo alto de la torre y contemplar la realidad en su crudeza: ver caer a Judy y contemplar, desde arriba, su cuerpo roto, sin vida. Pero no parece casualidad que Scottie culmine su curación de la acrofobia cuando la mujer que encarnaba su objeto del deseo desaparece de la faz de la tierra. Digamos que la culminación de Vértigo es trágica porque Judy muere y porque se consuma la imposibilidad del amor. Pero, desde el prisma hitchcockiano, es trágico porque la acrofobia de Scottie no dejaba de ser una puerta de acceso a un lugar elevado muy por encima de lo mundano y mediocre de la experiencia. Y al dejar de creer, al curarse, se da de bruces con la realidad (una realidad que le revela que Judy es una impostora). Y la realidad y las ensoñaciones románticas están llamadas a no poder convivir jamás.

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El beso que precede a la precipitada caída de Judy –tras esa visión fantasmagórica de la monja que aparece en el altillo de la torre, figura que se eleva sombría, como una visión turbia– parecía propiciar otra culminación distinta, un final feliz. Pero, analizada la cuestión con detenimiento, ese final feliz no tenía sentido. Sí para Judy, quien rebaja las expectativas románticas y en el fondo busca a un tipo normal y corriente, algo en lo que coincide con Midge. Pero no para Scottie, que no aprendería a amar a Judy porque ya nunca podría dejar de estar enamorado de otra, esa mujer de idénticas facciones pero muy diferente personalidad y naturaleza: esa que respondía al nombre de Madeleine y, quizá, también de Carlotta. La evidencia nos dice que, aunque Judy no hubiera caído, Scottie no podría encontrar lo que busca, aquello de lo que se ha enamorado. No podría porque sólo vive en su imaginación, en sus pulsiones más íntimas. Y ella no podría, por tanto, ser correspondida, a pesar de encarnar en carne y hueso a la mujer que Scottie tanto venera.

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Regresando a la relación, antes apuntada, del filme con las tesis sobre lo psicológico, podemos convenir que la solución argumental sintoniza con las definiciones freudianas de la neurosis como mal o enfermedad sobre la que hay que intervenir. Sin embargo, las imágenes de Vértigo no necesariamente abonan la teoría punitiva del argumento, y de hecho dejan abiertas muchas interpretaciones, entre las cuales destaca sobremanera la sensación de pérdida, de hado trágico, que culmina lo que no dejaba de ser una historia de frenesí romántico. Esa interpretación vendría a sintonizar más bien con las teorías de  Jung, para quien las neurosis no eran necesariamente malas, sino oportunidades de mejorar la experiencia, la vida. Así, con sobrada elocuencia, conecta Hitchcock con ese trasvase de teorías que impregnan fuertemente los constructos psico-sociales en la era contemporánea. Y la elocuencia -ética y estética- es por supuesto fílmica: el lenguaje de Hitchcock, su aludida “narrativa total”, se detiene en estos parajes que replantean los motivos por los que modelamos nuestro comportamiento de una determinada manera u otra, insistiendo en que –de nuevo Jung- el ser humano, los protagonistas de sus películas, pueden revelar lo oculto de sus pulsiones, canalizar lo que anida en su inconsciente, a través de imágenes, mitos y objetivos fantásticos. Y, no podía ser de otra forma, nos deja en la deriva, vagando solitarios como Scottie en la noche de su vida.

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El cierre de Vértigo resulta muy coherente con la idea central que con tanta potencia expresiva persigue la película: que la realidad se desvanece, no importa, o, aún más, no merece atención. La febril subjetividad del imaginario hitchcockiano nos invita a comprobar que es en ese estado lleno de turbulencias del ánimo y de los sentimientos, ese estado convulso, frenético e irracional, donde anida la experiencia del ser humano. De ahí que, en Vértigo como en el grueso de sus obras, los encuentros entre hombres y mujeres siempre se diriman como auténticos choques de trenes, de alto voltaje sentimental y/o sexual, y terminen condenados a la triste constancia de la imposibilidad de perdurar. El juicio es abstracto, pero tiene igualmente sentido si se concreta en la experiencia de las relaciones humanas en la era contemporánea. Hitchcock, pues, no sólo fue un genio, sino también un visionario. Que escogió perturbarnos en lugar de emocionarnos simplemente porque comprendió, siempre, que esa categoría oscura de la emoción y no una luminosa es la nota precisa que define el accidentado devenir humano. Y que transgredió las reglas de su medio de expresión para alcanzar un compromiso con esas inquietudes, buscando desesperadamente sintonizar con el público (en cuanto receptor de la obra, ni más ni menos), algo que logró con creces: adentrándose por espacios inéditos para capturar las esencias de su época capturó también patrones esenciales que el arte precisaba para avanzar, abrir nuevos caminos para nuevos tiempos. Caminos que, al fin y al cabo, medio siglo largo después aún mantienen mucha vigencia.

LOS PÁJAROS

The Birds

Director: Alfred Hitchcock.

Guión: Evan Hunter, basado en una obra corta de Daphne Du Maurier.

Intérpretes: Tippi Hedren, Rod Taylor, Jessica Tandy, Suzanne Pleshette, Veronica Cartwright.

Música: Bernard Herrman (mezcla de sonido).

Fotografía: Robert Burkes.

EEUU. 1963. 119 minutos.

 

De Du Maurier a Hitchcock

Uno de los misterios más sobrecogedores de la historia de la crítica cinematográfica es, para mí, que existan detractores a esta obra maestra del Cine que Alfred Hitchcock se sacó de la manga en 1962-1963, tras Psycho y antes de Marnie. The Birds parte de un solvente guión de Evan Hunter que Hitch lleva a su terreno en cada uno de los planos de la película. Las modernas, estilizadas, tan genuínas estratagemas narrativas del brillante realizador británico parecen llevadas al extremo en esta obra cuya multiforme y atravesada tensión no da tregua al espectador desde el primer al último instante de la película. Sus bazas son la adaptación de una short story de Daphne Du Maurier (adaptación tan libre que hereda simplemente el título y la idea del ataque de unos pájaros a una comunidad aislada); el juego entre dos géneros tan opuestos como la comedia romántica y la ficción de terror; la renuncia a la utilización de fondo musical alguno –Bernard Herrman sirvió para asesorar al director en el uso de los elementos electrónicos que reproducen los graznidos de los pájaros (sic)-; y el desarrollo del filme en un pequeño microcosmos, Bodega Bay, concentración espacial que también se corresponde con la temporal (toda la acción acontece en un lapso de cuatro días, un fin de semana largo).

 

La derrota del hombre

Todos estos elementos se convierten en ejes del juego cinematográfico, tan inspirado como cruel, tan brillante como despiadado, que Hitchcock propone al espectador. Sirviéndose de largos planos silentes para absorber el sentido clásico de la narración (y construir texturas muy diversas de suspense, logrando sobredimensionar el tono, al principio casi cómico, progresivamente más ominoso, hasta lo trágico), Hitch, cual demiurgo del tiempo y el espacio, consigue enjaular a los personajes en la inexplicable hostilidad: no sólo literalmente en la dantesca secuencia en la que Melanie está encerrada en la cabina telefónica, o aquélla en casa de los Brennen –al final del filme, cuando Mitch está tapiando todas las entradas para protegerse del foribundo ataque y Melanie, en la cocina, observa los dos lovebirds en su jaula, sugiriendo la equiparación entre los dos animales y los cuatro humanos, también enjaulados-, sino también en el propio bar donde quedan recluidos, y, en definitiva, en toda la extensión de aquel diminuto pueblo, cuya geografía se delimita perfectamente para que conozcamos lo difícil que resulta entrar o salir de él… Describir secuencias sobresalientes de la película daría para una lista demasiado extensa, prefiero recomendar al espectador que se libre de sus prejuicios, que se meta en la historia, que se enamore del personaje que encarna Tippi Hedren a pesar de que –a priori- sea su irresistible belleza lo único que le llame la atención, que se convierta en ciudadano de Bahía Bodega y que, cuando la ira de los pájaros despierte, se limite a hacer lo que todos hacen: sufrir y desesperarse. Hitchcock les pondrá todas las facilidades para ello. Aunó su inmenso talento en el encuadre y la construcción de atmósferas con un esfuerzo sin parangón en los apartados técnicos para dar credibilidad visual a tan dantesca coyuntura. Y el resultado está a la vista. La liviana, casí pícara, historia de un romance se quiebra cuando una gaviota hace algo más que despeinar a la protagonista, y de ahí… al Apocalipsis, a la derrota del hombre y de su lógica.

 

De redención

A diferencia de lo que solía ser habitual, en esta película Hitchcock no quiso contar con grandes estrellas. Tippi Hedren no tenía experiencia previa en el cine, pero Hitch le arrancó una esplendorosa interpretación. Por su parte –y con idéntica premisa de la brillante dirección de actores-, Rod Taylor, Susanne Pleshette y Jessica Tandy no le fueron a la zaga. Y es así porque, en un análisis que se atreva un poco más allá de lo evidente, que se fije en los abundantes y primorosos primeros planos que enmarcan actitudes y sentimientos de los personajes, se descubre que el pathos que vertebra esta The Birds se halla fundamentalmente en el paradójico trayecto de redención emocional de esos personajes –paradójico por cuanto el sufrimiento inherente al mismo no procede tanto de la voluntad antes bien de la inexplicable amenaza exterior-: sin la intervención de los pájaros rábicos, la posh juguetona y descarriada en la que en definitiva se erige Melanie Daniels al principio del filme no hubiera cedido el punto de vulnerabilidad que el personaje de Mitch, cínico abogado, precisaba para que la atracción meramente física entre ambos se convirtiera en algo más profundo y alcanzara cierto punto de equilibrio sentimental; lo mismo puede predicarse del personaje que encarna Jessica Tandy, la madre posesiva que revelará un cambio de actitud, un inesperado instinto maternal y una capacidad de comprensión ante la vulnerabilidad de Melanie (una actitud que, nos apunta el filme en no pocas situaciones, no cedió en el caso de la anterior novia de Mitch, Susan); ésta, por su parte, ya no necesita redención, pues vive arrojada a un calvario existencial –vivir cerca del hombre al que ama aunque no pueda conseguirlo-, y quizá por ello ese sacrificio incondicional se verá parangonado con su trágico final.

http://www.imdb.com/title/tt0056869/

http://www.filmsite.org/bird.html

 http://www.hitchcockfans.com/gallery_thebirds.php

http://billsmovieemporium.wordpress.com/2009/03/21/review-the-birds-1963/

http://monsterhunter.coldfusionvideo.com/TheBirds.html

http://www.dvdverdict.com/reviews/birdsce.php

http://www.miradas.net/2005/n36/clasico.html

http://www.terrortrap.com/creaturefeatures/birds/

Todas las imágenes pertenecen a sus autores

LA SOMBRA DE UNA DUDA

The Shadow of a Doubt.

Director: Alfred Hitchcock.

Guión: Thornton Wilder, Sally Benson y Alma Reville, basado en una idea de Gordon Mc Dowell.

Intérpretes: Theresa Wright, Joseph Cotten, Edna May Wonacott, Henry Travers, Hume Cronyn, Patricia Collinge.

Música: Dimitri Tiomkin.

Fotografía: Joseph A. Valentine.

EEUU. 1943. 109 minutos.

 

La forma sobre el fondo

Una de las más cacareadas improntas que la crítica ha destacado del maestro Alfred Hitchcock es sin duda la modernidad de sus propuestas, y suele referirse particularmente a las realizaciones de sus últimos diez años en activo cinematográfico, el que se suele llamar el “periodo de la abstracción”. Sin embargo, esta The Shadow of a doubt, película rodada muchos años atrás (es de 1943, y el periodo referido abrazaría desde mediados de los años cincuenta), es un genuino ejemplo de la capacidad del realizador de llevar sus propuestas a un paroxismo de intensidad y visualización en donde la forma, de lo más estilizada, es fuente inagotable de una riqueza conceptual y sugestiva que se sitúa mucho más allá de lo textual. Hitch era consciente de ello, y prueba de ello es que siempre consideró esta película como una de sus favoritas.

 

Complejidad psicológica

La premisa argumental del filme –desarrollada por el solvente novelista estadounidense Thornton Wilder- es el proceso de descubrimiento por parte de Charlie, una joven provinciana (Theresa Wright), de la villanía que se esconde tras la felina y adorable máscara de su tío favorito, con el que significativamente comparte nombre. Significativamente porque, vaya por delante, en The Shadow of a doubt se establece una prolija línea de conexiones entre los dos protagonistas, Charlie y Charlie, sobrina y tío, que confieren a la obra, mucho más allá de la convencionalidad de su desarrollo argumental (que el tío trate de asesinar a la sobrina cuando se ve acosado por lo que ella sabe, el climático desenlace en el tren), una ambigüedad y complejidad psicológica que en cierto modo equilibra la apriorística antagonía de los personajes (la inocente y el culpable); el trayecto que incumbe (y relaciona) a Charlie y a Charlie desde la primera aparición (por cierto, equiparada visualmente: ambos están tumbados en la cama, en una habitación solitaria, meditabundos) hasta su colisión final es rico en unos matices que progresivamente tienden a equilibrar la balanza de esa antagonía: ya desde la idea compartida (¿telepática?) de enviar un telegrama a la conversación en la cocina la noche de la llegada del tío en la que se equipara su relación con la de unos hermanos gemelos, el filme abona el juego a una extraña sincronía entre esos dos personajes opuestos, que en el desarrollo de los acontecimientos germinará por un lado en la progresiva pérdida de la inocencia por parte de la joven Charlie cuando ésta tenga que asumir, a espaldas de su madre y de la completa comundidad, y en riesgo para su propia vida, el funesto secreto que su tío esconde, y por otro lado en la descripción de los motivos (¿y su comprensión?) que atañen a la actitud criminal del personaje que tan maravillosamente encarna Joseph Cotten (antológica la secuencia de la explicación de la repulsa que al tío Charlie le despiertan las viudas, a las que denosta con la mayor virulencia y convicción, antes de terminar el speech en un primerísimo plano de su rostro que amenaza de igual modo a su sobrina como al espectador). La intimidad entre estos personajes, que no se resiente del tránsito entre el amor incondicional y el recelo o temor, marca una de las codas de la película.

 

Un extraño entre nosotros

Otra coda se halla en el contexto ambiental. Cuando realizó The Shadow of a doubt, Hitchcock llevaba poco tiempo viviendo en los Estados Unidos, y dicen sus biógrafos en esta película quiso dar rienda a uno de sus inquietudes temáticas primordiales: la descripción de una localidad provinciana típicamente norteamericana (en este caso, la villa californiana de Santa Rosa), y la exploración de su textura humana y comunitaria catalizada por la llegada de ese elemento foráneo, en este caso la personificación del peligro cerniéndose sobre la beatitud de una familia-tipo (idea enfatizada por el señuelo escogido por los detectives para acercarse a casa de los Newton: un estudio para no sé qué órgano gubernamental sobre una “familia típicamente americana”). Esto explica en parte que The Shadow of a Doubt fuera una de las pocas obras en las que Hitchcock no se mostró reacio al rodaje on location, y que sólo acudiera al estudio ulteriormente, para corregir algunas secuencias antes del inicio de la post-producción. En cualquier caso, resulta apasionante desgranar los resortes de esa suerte de mirada foránea con la que Hitch retrata las calles, edificios y personajes de Santa Rosa, el énfasis constante en la descripción del modo en que el tío Charlie convierte a todo quisque en su súbdito merced de su opulencia material tanto como de su personalidad –la escena en la que la Sra. Newton le quita el periódico a su marido para que sea su hermano, el tío Charlie, quien lo lea en la butaca del comedor, o aquella otra en el banco en la que Charlie se mofa de su cuñado en presencia de los demás empleados-… Otros apuntes, más cínicos (y en la quintaesencia narrativa hitchcockiana) abundan en ese sentido:  la introducción del personaje de Hume Cronyn y su afición –compartida con el padre de la joven Charlie-, de analizar de forma liviana y desenfadada los procederes criminales por antonomasia. Especial hincapié merece al tenor de lo apuntado la introspección visual en la residencia de los Newton, en esas cenas compartidas, en los recovecos de la cocina, de las habitaciones, del garaje, la escalera trasera (éstos dos últimos elementos, convertidos a la postre en escenarios organizados para el crimen). Podemos apreciar el gusto del realizador por los juegos con las sombras: tan y tan estilizadas en la visualización de los aposentos de la planta superior de la casa -los reflejos como rejas enmarcando al tío Charlie-, a menudo observados en contrapicado (subjetivos de la mirada de la sobrina al tío). Esas imágenes guardan cierto parangón con otro alarde con los claroscuros, despampanantes, en la nocturnidad que atañe al trayecto a contrareloj de la joven Charlie a la biblioteca en la secuencia que alcanzará su clímax en el descubrimiento de la pista definitiva sobre la culpabilidad de su tío (que Hitchcock resuelve con una grúa ascendiendo y alejándose de Theresa Wright, en una maniobra inversa a la anterior: el hado trágico que se cierne sobre Charlie Newton).

 

Adiós al mecenas

En la solución argumental –concretada en ese funeral y el diálogo entre Charlie y el detective que encarna Macdonald Carey-, la rúbrica sobre los dos temas puestos en la picota no puede ser más brillante: los lugareños no saben la verdad sobre la condición criminal de Charley Oackley, y celebran los responsos del que consideran un auténtico mecenas de su comunidad de acogida; en oposición, Charlie se confiesa al que a partir de ahora será su amante (¿sustituye el afecto perdido?), y se alza sobre lo que de beatífico tiene la escena, pues sólo ella (y ahora su confidente) sabe del peligro que se cernió, tan silente, sobre la comunidad, y el equívoco en el que se sostienen tantos honores (equívoco que no revelará, principalmente para mantener a su madre engañada y orgullosa del hermano al que no llegó a conocer del todo).

http://www.imdb.com/title/tt0036342/

http://www.rottentomatoes.com/m/1018688-shadow_of_a_doubt/

http://www.eyegate.com/cine/Shadow_of_a_Doubt/

http://www.reelclassics.com/Movies/Shadow/shadow.htm

http://www.imagesjournal.com/issue02/infocus/shadow.htm

http://www.filmsite.org/shad.html

http://www.cinemaforever.com/CF_Shadow_of_a_Doubt_1943_rev.html

Todas las imágenes pertenecen a sus autores

FAMILY PLOT (LA TRAMA)

Family Plot

Director: Alfred Hitchcock.

Guión: Ernest Lehman, basado en una novela de Victor Canning.

Intérpretes: Bruce Dern, Barbara Harris, Karen Black, William Devane, Ed Lautter, Catherine Nesbitt.

Música: John Williams.

Fotografía: Leonard J. South.

EEUU. 1976. 115 minutos.

 

Thriller y comedia

Rodada en 1975 y estrenada el año siguiente, recordamos principalmente esta Family Plot por ser el último filme que nos legó uno de los más grandes creadores de la historia del Cine, Alfred Hitchcock (quien, por cierto, no pretendía que así fuera, pues trabajó ulteriormente en otro material –Short night-, que nunca llegó a concretar). Lo que más llama la atención de este filme de apariencia liviana es el modo en que quiebra con la sobriedad (e incluso gravedad) que había caracterizado el tono de las precedentes obras del autor, para atreverse con una suerte de extravagante ópera policiaca, un filme en el que se dan la mano de un modo tan pasmoso como constante dos filiaciones genéricas tan diversas como son el thriller y la comedia, un filme en el que el espectador recibe la constante sensación de hallarse más allá de lo que pueda aparecer como trascendente para los cuatro personajes principales de la trama, porque la historia se mueve en unos parámetros formales y sobretodo conceptuales que la subvierten y se sitúan netamente en un plano muy distinto.

 

Trampas

Family Plot es un ejemplo paradigmático de cine de autor: Hitchcock –cuya salud empezaba a aquejarle, y al que poco antes de la realización del filme se le había tenido que poner un marcapasos- parece hacer balance de su propia obra y lanzarse de cabeza a una experimentación (arriesgada, como atestigua la tibieza con la que el filme fue recibido en su día) sobre los resortes que han cimentado su fama como genuino articulador de personajes en conflicto y situaciones sostenidas por la tensión mejor definida. Opta por la vía más complicada, la de jugar con dos géneros tan antagónicos como los dos citados, hallar el equilibrio entre ambos mediante la mostración de lo que ambos tienen de tramposo, esto es reflexionando sobre el gran, maravilloso artificio en que se erige su obra en el marco del lenguaje cinematográfico.

 

Demiurgo de las imágenes

En el apartado argumental, se habilita una doble historia protagonizada en ambos casos por una pareja, Bruce Dern y Barbara Harris por un lado, William Devane y Karen Black por el otro: por enésima vez, Hitch rehuye la presencia de actores consagrados, en otro ejemplo que permite apuntar lo que de liberador puede tener esa circunstancia para un creador de fuerte personalidad, o, a contrario sensu, lo que de limitador y hasta castrante puede resultar la pleitesía a un rostro conocido al que el público en todo caso sitúa en unos parámetros preconcebidos con los que la película, ya desde su concepción, estará condenada a acarrear. Aunque no de forma categórica, en la doble historia podemos reconocer esa dualidad genérica (los tira y afloja constantes en la relación sentimental de Bruce Dern y Barbara Harris representan la vertiente más hilarante, el temple casi hierático con el que William Devane y Karen Black llevan a cabo sus fechorías contiene un aura de lo más cool que sirve para esquematizar hasta la esencia los elementos del clásico thriller). En las antípodas del ardid argumental, constante el metraje el espectador casi siempre va por delante de lo que los personajes conocen (y que les hace reaccionar en todo caso de un modo distinto al que debieran en salvaguarda de sus intereses). Así, tan literalmente, abunda Hitchcock en su retrato del engaño, y por el mismo motivo deja que los personajes consigan lo que quieren con la mayor facilidad (los golpes perfectos de los secuestradores, la facilidad con la que Dern reúne datos importantes en sus pesquisas)… precisamente porque están en falso, porque no saben lo que quieren o con quién se la juegan. La maravillosa, hiperbólica, hasta grandguiñolesca partitura compuesta por John Williams abunda en el constante juego de engaños y máscaras que las imágenes proponen, se enhebra a la perfección en esas intenciones del realizador. Un realizador que convertirá en desopilante travesura el modo en que la doble pareja se verá abocada a converger, no sin antes recordarnos su posición de demiurgo en la secuencia clave que precede a la revelación del dato trascendente que favorecerá esa convergencia (en el cementerio, tras el entierro de John Mahoney, el secuaz de Eddie/Arthur, su viuda le revelará a George la identidad presente de aquél, y Hitch filmará el acercamiento de ambos personajes en una fabulosa panorámica en picado en la que George y la viuda avanzan por senderos opuestos del cementerio, que finalmente…convergen).

 

Guiño al espectador

Al igual que en el primer plano del filme Hitchcock muestra sus cartas a mostrar en transparencia el rostro de Barbara Harris (Blanche) sobre una bola de cristal –pronto sabremos que se dedica al engaño, finge ser una espiritista-, en el último plano atendemos a un plano medio de la misma actriz sentada en las escaleras de la residencia de los Adamson, una vez resuelta la trama, mientras su novio llama a la policía: con idéntico ardid profesional ha logrado engañar esta vez a su compañero, y dichosa de ello, saluda al espectador con una sonrisa cálida y un guiño: en una solución de una modernidad apabullante, Hitchcock está hablando por ella, nos guiña el ojo, nos recuerda la importancia de las apariencias, por falsas que éstas sean, en el despacho de las mejores historias.

http://www.imdb.com/title/tt0074512/

http://www.eyegate.com/cine/Family_Plot/

http://hitchcock.tv/mov/family_plot/fplot.html

http://fantomas-cinemascope.blogspot.com/2009/07/family-plot-la-ultima-cinta-del-gran.html

http://www.ldsfilm.com/movies/FamilyPlot.html

http://www.rottentomatoes.com/m/family_plot/

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FRENESÍ

Frenzy

Director: Alfred Hitchcock.

Guión: Anthony Schaffer, basado en una novela de Arthur LaBern.

Intérpretes: Jon Finch, Alec McCowell, Barrie Foster, Billie Whitelaw, Anna Massey, Barbara Leigh-Hunt.

Música: Ron Goodwin.

Fotografía: Gilbert Taylor.

EEUU. 1972. 111 minutos.

Crónica negra

Con setenta y tres años, y para filmar su penúltima película, Hitchcock regresaba a un terreno propicio: su país de origen, su Londres natal, y, aún más, la zona de Covent Garden, donde había crecido, pues su padre había trabajado en el mercado de abastos sito allí, lo que quizá expliqué lo mucho y tan meticulosamente retratado que ese escenario, e incluso sus motivos (bolsas de patatas, sin ir más lejos) están en el filme, en lo que se erige en un sincero homenaje.  Entre la oportunidad y la necesidad se cuentan los motivos para ese regreso: tras el más o menos sonado fracaso de su obra anterior, Topaz, Hitchcock recibió un toque de los executives de la Universal, que probablemente le solicitaron que en lo sucesivo se ajustara a un menor presupuesto y que quizá regresara a unos terrenos de ficción más propicios (o consagrados por su nombre) en la esfera comercial. Así rodó en Inglaterra, con un presupuesto mucho más bajo, sin ningún actor famoso, e hilvanó con el reputado guionista Anthony Schaffer una sobria versión una novela policiaca más o menos mediocre, Good Bye Picadilly, Farewell Leicester Square, a partir de la cual el cineasta construyó un relato de universo claramente reconocible, una historia sobre falsa culpabilidad derivada de una trama de un asesino en serie de mujeres. La especialidad está en el segundo aspecto: a pesar de las apariencias, Hitchcock nunca filmó en Hollywood un filme tan afinado a la crónica negra como éste; y, aclaro, no a filmes de componente criminal, que de esos sí que hay muchos, sino al true crime o crónica negra en estricto, vertiente genérica a la que sólo se aproximaría una excepción a la mayor como Psicosis (1960), una mirada externa, La ventana indiscreta (1954), o una aportación de prestaciones mucho más dramáticas, Falso culpable (1956). De las tres, probablemente la que más se asemeje, a nivel de trama, sea a Psicosis (con la que comparte la intención sonora del título, sin ir más lejos), pero aquí las intenciones eran, amén de más modestas, más afines a la cuadrícula de ese tipo de relatos, en los que se intenta reconstruir y contar de modo fiel, entre el raíl periodístico y el ritmo novelesco, unos acontecimientos criminales. Schaffer, en definitiva el otro nombre de prestigio de la película, trabajó codo con codo con el director para pulir el relato analizando aspectos criminológicos de semejante cariz: Hitchcock, al fin, iba a tratar de objetualizar su mirada. Aunque, por supuesto, con matices.

De tal modo, Frenzy se erige en una atractiva puesta en escena de los avatares de Robert Rusk (Barry Foster), un serial killer sexual que causa estragos entre la población femenina (¡y rubia!) de Londres, pero la narración se concentra también en la progresiva inculpación de un inocente, Dick Blaney (Jon Finch), personaje relacionado con dos de las víctimas y a la sazón amigo del asesino. Schaffer ofrece un inteligente guion, magníficamente estructurado y atento a los detalles descriptivos. Hitchcock se maneja con soltura en esos términos de raigambre policiaca, y hace suya la historia merced –cómo no- del portentoso despacho visual de no pocas secuencias y de la introducción de elementos temáticos de su cara idiosincrasia que resultan perfectamente reconocibles para cualquiera, priorizando, en una mirada con perspectiva global, el acercamiento complementario a Rusk y a Blaney, que podrían ser como un llamativo juego, e incluso inversión de los lugares comunes asociados a Jeckyll y Hyde: el asesino es un tipo del que la cámara resalta su elegancia, su savoir faire en el mercado de abastos, su simpatía y cordialidad, aunque todo ello quedará matizado en la secuencia del asesinato de Brenda (Barbara Leigh-Hunt), momento en el que entenderemos el constructo de lo psicopático que sostiene al personaje: esa elegancia se torna siniestra, su estampa terrorífica, sus actos, deleznables, subrayados en una secuencia larga y terrible, del acoso, violación y posterior estrangulamiento a la mujer; por su parte, Dick es un personaje de una pieza, y podemos pronto saber que tiene, como se suele decir, un código (no exige nada al ser despedido del bar, al inicio, a pesar de lo injusto de la situación), y, sin embargo, es un tipo sin oficio ni beneficio, que no hace otra cosa que vagar por las calles, pedir auxilio de forma abrupta a su paciente ex mujer, precisamente Brenda, o gastarse los cuatro duros que tiene impresionando a su novia, Babs (Anna Massey) llevándola a un hotel.

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En lo que se refiere a la escenificación, Hitchcock se interesa por el atractivo encourage londinense al que nos hemos referido, ya desde el espectacular plano aéreo sobre el Támesis en el que se van impresionando los genéricos iniciales, y la broma de puro humor negro con que sazona el prólogo: un político habla de limpiar las aguas del río, y aparece flotando el cadáver de una mujer. A través del perfil más bajo y balanceado con el que se acerca a los personajes (a los dos citados se le añadirá, conforme avance el metraje, un tercero, el del inspector que investiga el caso, encarnado por Alec McCowen), Hitchcock prefiere que el relato progrese desde los otros márgenes del relato ambiental, insistiendo en la variedad y repetición de escenarios reconocibles, filmando muchas escenas on location, de un modo muy alejado al que era habitual en su época hollywoodiense, aunque sin sacrificar su gusto por la geometría y la planificación pluscuamperfecta en las secuencias climáticas, que terminan de vehicular su historia con suma fuerza. La más célebre de esas secuencias es, sin duda, el citado asesinato de Brenda, auténtico prodigio de planificación parangonable al de la ducha en Psycho, de resultados igual de impactantes por el retrato de su virulencia instintiva, seguido por la escena en la que la secretaria regresa a la oficina y descubre el asesinato, en la que Hitchcock se permite el fuera de campo, dejar la cámara inmóvil en el exterior del edificio para que el espectador acuse esa pequeña demora que terminará invariablemente con un chillido, pero también para, como explicaba antes, puntuar desde las calles. Y esa secuencia contrasta con el relato del posterior asesinato, resuelto en contraposición al anterior, en off, en una magistral solución  basada en una pirueta formal, un largo retroceso de la cámara, que “deja sola” a la víctima con su verdugo tras mostrar que él le dice a ella que “eres el tipo de mujer que me gusta” (y dejar que el espectador reconozca la frase-fatal). También resulta digno de mención el modo en que Hitchcock se acerca al enjuiciamiento de Dick: conocida la afición del cineasta por rodar cada uno de los juicios de sus obras de forma diferente (de El proceso Paradine (1947) como plantilla completa al pasaje pesadillesco casi expresionista de Crimen perfecto (1954), pasando por los inquietantes cortes recogidos en Yo, confieso (1953) o Falso culpable), Hitchcock opta en esta ocasión por resolverlo en una breve pincelada filmada desde el exterior de la sala, apagando la pista de sonido en el momento en el que se pronuncia el veredicto, sugiriendo su iniquidad, su error, algo que se subraya acto seguido, con ese impagable plano del inspector sentado en la sala, solo, silencioso, escuchando el eco de los gritos del condenado. Y si analizamos el cierre del filme nos encontramos con un Hitchcock coherente con su renuncia al acercamiento psicológico, cuya distancia con los personajes es correspondida con una lacónica resolución de la trama, siendo suficientes escasos segundos de careo entre asesino, falso culpable y policía para dejar las cosas claras: el baúl en el que se iba a trasladar a la última víctima cae pesadamente, como el peso de la justicia, como el fin del periplo, no sin antes dejar una broma macabra: Dick, que clamaba venganza, se ha equivocado y ha golpeado mortalmente… a otra de las víctimas del asesino

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Y esa escena es una buena muestra de otro aspecto idiosincrásico de Frenzy: las ingeniosas muestras de ese humor entre irónico y negrísimo que gustaban tanto al realizador de Los pájaros (1963), ingrediente que sirve para desvelar el vitriolo del relato, su condición de representación, por mucho que Hitchcock las resuelva con suma capacidad para la sugestión del espectador. Desde la nimiedad aparente de las diversas secuencias en las que el inspector rehuye los sofisticados platos que le prepara su esposa y escucha las livianas inferencias de ésta sobre el caso (que aunque sean de amateur resultarán a la postre decisivas), a la aparatosa secuencia del asesino escondido en el camión de patatas tratando de encontrar el broche perdido de su corbata que le iba a inculpar, secuencia que disuelve el espacio entre lo macabro y lo humorístico, permitiéndose juguetonas bromas con el rigor mortis del cadáver; en un enésimo ejemplo de esa maliciosa afición del cineasta por poner al espectador del lado de lo prohibido.

http://www.imdb.com/title/tt0068611/

http://www.teako170.com/dial52.html

http://www.rottentomatoes.com/m/frenzy/

http://www.hitchcockwiki.com/forums/viewtopic.php?f=20&t=898

http://movies.nytimes.com/movie/review?res=EE05E7DF1730E565BC4A51DFB0668389669EDE

http://www.noripcord.com/reviews/film/frenzy

http://www.wildsound-filmmaking-feedback-events.com/frenzy_movie_reviews.html

http://www.squidoo.com/HitchcockFrenzy

Todas las imágenes pertenecen a sus autores

EL HOMBRE QUE SABÍA DEMASIADO

The Man who Knew Too Much

Director: Alfred Hitchcock.

Guión: John Michael Hayes, basado en una historia de Charles Benett y D. B. Wilham-Lewis.

Intérpretes: James Stewart, Doris Day, Brenda Da Banzie, Bernard Miles, Ralph Truman, Carolyn Jones.

Música: Bernard Herrman.

Fotografía: Robert Burks.

EEUU. 1956. 117 minutos.

Reescritura

No comparto, para nada, la aseveración del director del filme diciendo, en relación a la condición de remake de esta obra, que «la filmada en 1934 era obra de un amateur; la de 1955, de un profesional» (extraído de la célebre entrevista de Truffaut). Lo relevante es la pregunta: ¿por qué un auto-remake? Y la respuesta se halla en la sucesión de películas (obras maestras todas ellas, me atrevo a decir) que Hitchcock filma en los años cincuenta, caracterizadas por la depuración absoluta de su estilo, una depuración que, tanto de manera intrínseca (el avanzar imparable de un filmmaker de mirada visionaria) como contextual (su acomodo a la manera de producción hollywoodiense terminado, y ya en posición de dirigir totalmente la rienda de productos industriales de primera clase), revisten una indudable modernidad.

El hombre que sabia demasiado III

Veamos. Si el vitriolo de Crimen perfecto podía quedar justificado por su condición de rendez vous cinematográfico de una pieza de cámara (la obra teatral de Frederic Knott), en La ventana indiscreta ya no hay excusas, y el reto inédito al espectador queda descubierto: Hitchcock lo invita a traspasar la posición, a participar en el espectáculo voyeurístico. Después vienen dos aparentes entremeses que apuntalan esa mirada moderna, que se acerca a lo metanarrativo, y que a la vez presentan una ficción y un comentario sobre la representación: Atrapa un ladrón, con Cary Grant encarnando a un falso culpable, a la manera de sus ficciones de antaño, jugándoselas con el auténtico culpable (o ladrón) en un escenario y compañía recreativos, y después la simpar Pero, ¿quién mató a Harry?, ejercicio irónico donde Hitchcock juega a plantear el reverso tonal total de su representación. Vienen curvas: en 1958, Vértigo elevará a Hitchcock a una categoría aún inigualada de cronista poético de la pulsión humana, y en 1960, Psicosis será una culminación de su expresividad desde lo televisivo que llevará de suyo el replanteamiento definitivo de los géneros oscuros, a partir de la definición acabada del concepto del psycho-killer. Y entre medias, dos mayúsculos remakes, recapitulaciones de su obra pasada trasladados al escenario rutilante de su depurada sintaxis, y en el macroformato del cine estereofónico y a todo color. Porque el filme que aquí nos ocupa es un remake confeso de la -extraordinaria- película del mismo título filmada veinte años antes, pero que no se nos escape que Con la muerte en los talones es, a su vez, una reescritura, más libre en lo argumental pero equitativa a esta en tono e intenciones, de la formidable 39 escalones.

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En el imaginario hitchcockiano, las piezas van cambiando con el paso del tiempo y sus signos. En 1955, mientras en la televisión (arranca Alfred Hitchcock presenta) empieza a narrar negras crime fictions que ironizan sobre la sagrada institución del matrimonio, para la gran pantalla recoge esa vieja historia de los padres que luchan por la vida de su hijo (hija en el filme del 34), y propone un juego de pistas modulando lo dramático para comentar, desde esa premisa grave que lleva a los personajes al límite, las bondades del american way of life. Porque esos personajes son nada menos que James Stewart y Doris Day, no meros exponentes de la representación de la ordinary people de la clase media, sino exponentes avanzados: él, Ben, médico de prestigio al que da vida Stewart, y ella, Jo, ex cantante de éxito, a la que en un juego ficción-realidad da vida Doris Day, actriz y cantante especialista en comedia (antes y después del título que nos ocupa), y a la que aquí se exigieron prestaciones muy específicamente dramáticas (la secuencia en la que es sedada por su marido antes de que sepa del secuestro de su hijo, o el angustioso pasaje en el Royal Albert Hall de Londres, mar de lágrimas que culmina con un decisivo grito), por mucho que siempre se la recuerde por la interpretación de la canción “¿Qué será, será? (whatever will be, will be)”. Anthony Mann ya había llenado de rugosidades al personaje-tipo que el espectador esperaba de James Stewart, y Hitchcock iba a terminar de moldearlo en su lectura de arquetipo en crisis en Vértigo; con ella, el juego es diferente: su caracterización ayuda a pensar el filme como una de sus obras desenfadadas en las que, de súbito, todo se tuerce y enturbia. El matrimonio feliz, el pulido paradigma de ese american way of life, puesto en jaque al viejo estilo de los seriales hitchcockianos, un juego de distorsiones sutiles que es el que dota al filme de sus ciertas y brillantes extravagancias.

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Porque de eso se trata, al fin y al cabo, del modo ingenioso y a la vez cínico con el que el realizador británico consigue llevar a su terreno al espectador y jugar con él, trocando las armas esgrimidas en 1934 por las (en cierto modo, tan cercanas; en otro, tan alejadas) que tiene en 1956. Por ejemplo, está el arranque del filme en un lugar exótico, Marrakesh, y el tono de comedia barnizada de convencional amabilidad en que discurre el primer tercio del relato (la secuencia de la cena en el restaurante y los problemas de Stewart para acostumbrarse a los hábitos foráneos –después, y quién lo iba a decir a la vista del tono de la secuencia, sabremos que los protagonistas están compartiendo mesa… con los villanos-); está la gestión del subibaja del suspense, desde ese turbio y seco cambio de registro que supone la irrupción del asesinato del informador (punteado con ese glorioso plano en el que Stewart se ensucia las manos literalmente); la gravedad de todo lo que atañe al secuestro del niño se barniza, de forma a priori improbable, con elementos de pura comedia, como las repetidas apariciones de Ben y Jo en el hotel con los amigos de ella esperándolos sin conocer los motivos de sus constantes fugas, o, colmo de la astucia, la secuencia en la tienda del taxidermista Ambrose Chappell, pista falsa resuelta de forma grotesca, aparatosa y divertidísima. En las posteriores secuencias, comparece el cineasta de la set-piéce, de la tesis buscada: es curioso comprobar que el exceso de la secuencia de la capilla en el filme de 1934 aquí se resuelve, en cambio, por la vía inversa, de la tensión psicológica casi pura (por mucho que termine con otro chiste: Stewart colgando de la cuerda de la campana para huir del lugar), pero a cambio nos ofrece la secuencia climática, ese prodigio de escenografía, montaje y uso de la música en la celebérrima secuencia del Royal Albert Hall, en la  que Hitchcock alcanza esa tesis que buscaba, fusión genérica, recapitulación temática y genuino aderezo formal.

TOPAZ

Topaz.

Director: Alfred Hitchcock.

Guión: Samuel Taylor, basado en la novela de Leon Uris.

Intérpretes: Frederick Stafford, Dany Robin, John Vernon, Karin Dor, Michel Piccoli,  Philippe Noiret.

Música: Maurice Jarre.

Fotografía: Jack Hildyard.

EEUU. 1969. 127 minutos.

 

Agentes dobles

Calificada como obra menor de Hitchcock por motivos que tienen más que ver con razones coyunturales (tales como prescindir de actores conocidos) que con méritos cinematográficos, Topaz se erige como la penúltima de las grandes contribuciones que el director de Psycho nos dejó. Adaptando una célebre novela de Leon Uris, el filme se concentra en los años más candentes de la guerra fría, en cuyo escenario se nos narra una inspirada historia de espionaje a varios bandos, rehuyendo mayores consideraciones políticas (amén de denunciar, sin excesiva saña, el régimen castrista) para fijar la mirada en las consideraciones emocionales de los personajes y en el suspense que generan las incertidumbres de la trama.

 

Tours de force visuales

El argumento que la cobija no presenta ninguna inconsistencia hasta el tramo final de la ficción (y ello fue debido a cambios de última hora ocasionados por la presunta poca comercialidad del filme), y Topaz puede verse como una magnífica historia de espionaje, sazonada de momentos  escogidos y tan bien planificados y ejecutados como la huida inicial o el encuentro del informador del protagonista con un militar cubano en un hotel del Harlem neoyorquino. Más poderosamente se recuerdan hoy secuencias aisladas de una belleza plástica tan incontestable como la que nos muestra el asesinato de la agente doble amante del protagonista.

http://www.imdb.com/title/tt0065112/

http://www.eldigoras.com/eom03/2004/2/fuego34cgs20.htm

http://www.miradas.net/2006/n53/estudio/topaz.html

http://www.eyegate.com/showgal.php?id=517

http://en.wikipedia.org/wiki/Topaz_(1969_film)

Todas las imágenes pertenecen a sus autores

SABOTAJE

Saboteur.

Director: Alfred Hitchcock.

Guión: Peter Viertel, Joan Harrison y Dorothy Parker, basado en un argumento de Alfred Hitchcock.

Intérpretes: Robert Cummings, Priscilla Lane, Otto Kruger, Alan Baxter, Alma Kruger, Vaughan Glazer, Norman Lloyd.

Música: Charles Previn y Frank Skinner.

Fotografía: Joseph Valentine.

EEUU. 1942. 105 mins. aprox.

Ideologías y artificio

Es más que patente la intención política que reside en el argumento de esta Saboteur,: se nos habla de fascismo asociado al terrorismo (y de la maldad -en el rostro de Norman Lloyd-, o el despotismo más temible -en el rostro de Otto Kruger-), todo ello opuesto, principalmente, a la integridad del personaje que encarna Robert Cummings (secundado por su partenaire Priscilla Lane), quien incorpora las virtudes en mayúsculas de la persona-libre-de-un-estado-democrático (y, para el que quiera verlo, representante de las bondades de la working class, que queda bastante mejor parada que la high society, en el filme). El ataque a Pearl Harbour, 7 de diciembre de 1941, acaeció durante la fase de producción del filme, y nada, ni siquiera el artificio del cine, queda fuera de algo tan categórico como la guerra. En las intenciones iniciales de Hitchcock ya se hallaba la denuncia del fascismo infiltrado en el país, entonces neutral, de las barras y las estrellas, y tras el suceso en Pearl Harbour, la denuncia pudo dejar de quedar velada, el cine ya engrasado para convertirse, como le corresponde a un medio de comunicación de masas, en herramienta de propaganda política. Todo eso bulle en la obra, la interpreta como hija de su tiempo, y es el primer paradigma de la misma. Pero, al mismo tiempo, y según la mirada del cineasta, absolutamente nada debía quedar fuera del gran artificio que es el cine, y por eso Sabotaje es también más que nada, un ejercicio de intriga, que revela el interés de su creador por los mecanismos de tensión y los genéricos de la aventura, los que se despliega ese auténtico tour del protagonista por las carreteras de California y por el Medio Oeste, antes de alcanzar ese destino definitivo en NYC,

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La película, con su trama de conspiraciones de saboteadores y el ciudadano de a pie, perseguido por la justicia, que descubre y persigue a esos conspiradores mientras trata de salvar el propio pellejo, alinea clásicas constantes tonales y temáticas del realizador como son las persecuciones y la falsa culpabilidad, recogiendo el testigo de obras como The man who knew too much (1934) o The 39 steps (1935), de la que incluso podríamos decir que es casi un remake encubierto, pues comparten muchos presupuestos, definiciones de personajes e incluso situaciones. -Sin embargo, el pabellón habia cambiado, Hitchcock ya no estaba en Gran Bretaña, sino en Hollywood. y precisamente en esta obra, cedido por Selznick, firmaba una obra para la Universal, que era el estudio menos acaudalado de las majors, y donde Hitchcock ofreció trabajo del bueno, bonito y barato. Por supuesto que se aprecia la herencia british, pero también, y mucho más que en Enviado especial (1941) -el filme que siguió a Rebecca (1941) y que el cineasta firmó para Walter Wanger- la diferencia con aquellos efervescentes filmes de la Gaumont-British, una mayor mesura, un dejarse llevar menos por la inercia rocambolesca, suavizándolo con sutilezas o ironías (donde se aprecia la pluma brillante de Dorothy Parker, que participó en el guion).

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Como es recurrente en su cine pero también como matiz en este cambio de década y pabellón, el cineasta extiende la mirada o retrato de los villanos con apariencia de gente refinada y honorable a la interesante descripción de los «american fisters», el tejido fascista -infiltrado o no- pertrneciente a la clase dirigente, y que se erigen en auténtico y temible enemigo interior, concepto trabajado de forma espĺéndida en la secuencia del baile en la,mansión de Mrs Sutton, que algo anticipa, tímidamente, del angst presente en medio metraje de Encadenados (1946), por mucho que aquí Priscilla Lane y Robert Cummings tengan tiempo y temple para bailar y protagonizar la escena romántica de rigor. Que en esa misma escena, poco después, el protagonista tenga que improvisar un speech en público en una situación semejante a una protagonizada por  Robert Donat en un pasaje de 39 escalones nos ejemplifica el lugar que esta Sabotaje ocupa, contemplada en perspectiva filmográfica, como ejercicio de back and forth en el imaginario, siempre en movimiento, siempre exuberante, de Hitchcock, para quien electrizar una platea era el primer y último mandamiento del movie maker pero que, al mismo tiempo, y es una cuestión de profundidad en la mirada, reflexionaba sobre los desencadenantes de esa electricidad, algo que metaforizarán a la perfección sus obras posteriores -ya una década después- para la misma Universal pero que aquí también se puede intuir en la solución de la breve pero brillante, espectacular y moderna secuencia que discurre en una platea de cine, donde la ficción que Hitchcock narra y la que esa platea dentro de la ficción contempla en su pantalla se confunden a risas y balazos.

A menudo considerado un filme menor de Hitchcock (aunque tuviera mucho éxito),  la densidad de flujos narrativos que se proponen y la habilidad del autor para dar rienda suelta textual a los diversos planteamientos caros a su discurso –la intervención constante y decisiva de los equívocos y el azar, las apariencias cambiantes…-  ponen en entredicho esa aseveración, si bien la ponen siempre cuando se trata de Hitchcock. El realizador da las habituales muestras de su dominio absoluto de la planificación y de la puesta en escena –sin ir más lejos, el clímax final en la cumbre de la Estatua de la Libertad-, y su proverbial frialdad/ironía expositiva queda igualmente patente en secuencias tan memorables como la visita del héroe al tío ciego de la Lane, o en guiños tan agudos como aquel primer plano de la mujer barbuda en la que se queja de la extrañeza de los rostros de sus interlocutores.

http://www.imdb.com/title/tt0035279/

http://en.wikipedia.org/wiki/Saboteur_(film)

http://us.imdb.com/Reviews/107/10760

http://www.hitchcockwiki.com/wiki/1000_Frames_of_Saboteur_(1942)

Todas las imágenes pertenecen a sus autores

RECUERDA

Spellbound.

Director: Alfred Hitchcock.

Guión: Ben Hech, basado en la novela de Francis Beeding (pseudónimo).

Intérpretes: Ingrid Bergman, Gregory Peck, Leo G. Carroll, Michael Checkhov, Rhonda Flemming, Norman Lloyd, John Emmery.

Música: Miklós Rózsa.

Fotografía: George Barnes.

EEUU. 1945. 107 minutos.

 

Freud y Dalí

El primer comentario que suscita la presente película asocia el nombre de su realizador con unas inquietudes por (inter)disciplinas en cierto modo íntimamente ligadas, cuales son el psicoanálisis y el surrealismo, y personificables en las pieles de Sigmund Freud y Salvador Dalí, el primero mentado en diversas ocasiones a lo largo del filme y el segundo, más allá de simples referencias, que colaboró con Hitchcock en la plasmación visual del sueño que describe el personaje de Gregory Peck (a pesar de la marcada estética daliniana de los objetos que se muestran en aquel episodio onírico, parece ser que Dalí se limitó a la concreción de la dirección artística, pues los elementos ya se hallaban en el argumento del filme).

 

Hitchcock y el psiconálisis

El segundo comentario, algo menos habitual, cataloga esta Spellbound como producto “menor” del realizador de Lifeboat, y ello relacionado con el manejo más bien ingenuo de un material, el del psicoanálisis (psiquiatras, interpretaciones de sueños, incardinación de los mismos en la trama), rama de la psiquiatría muy en boga en aquellos tiempos y con la que al parecer el productor David O’Selznick quería subrayar la textura dramática del filme (dicen los historiadores que en efecto ése fue el germen de Spellbound). No seré yo quien remede estas apreciaciones: en efecto la trama, por enrevesada que pueda parecer en sus diversos jalones, obedece a unos parámetros de superficialidad en el tratamiento (o hasta falaz adoctrinamiento) de las tesis freudianas, si bien conviene hacer dos matizaciones: primera, que se trata de una materia muy cara a los propósitos universales del cineasta, y ello habilita sinfín de situaciones brillantes; segunda, que, como a menudo sucede en los filmes de Hitch, la trama no deja de ser una tabla sobre la que desplegar ese apabullante universo temático, el juego de la mirada del realizador, apartado en el que, una vez más, no defrauda su modernidad, la belleza plástica, la imaginería y el calado psicológico que radica más allá del contenido (y que en esta ocasión se focaliza principalmente en la majestuosa interpretación de Ingrid Bergman).

 

Hechizos cinematográficos

No son pocas las secuencias de Spellbound (mote que no designa el recuerdo sino que se traduce por “ensoñación”, o “hechizo”) que dan carta de naturaleza al enunciado del propio filme y a los propósitos narrativos de su autor. El dominio de los elementos cinematográficos no tiene mácula: los ágiles perfiles de los personajes (el primer encuentro entre Peck y Bergman, esos primerísimos planos), la proverbial velocidad de crucero rítmica (a los diez minutos ya estamos metidos de cabeza en la esquiva trama… diez minutos antes del final aún queda un último y decisivo twist), la utilización de ingeniosas y brillantes elipsis y transiciones (como el rápido montaje para narrar el encarcelamiento de Peck, parangonado con los primeros planos del sufrimiento de la Bergman), la envolvente descripción atmosférica, los tours de force visuales (la secuencia en la que el personaje de Peck desciende las escaleras con una cuchilla de afeitar en ristre, aquélla otra en la que el revólver del director del psiquiátrico apunta a la doctora, o los dos planos subjetivos –uno al inicio y otro al final- de ella subiendo las escaleras y visualizando la luz encendida del despacho del director, planos idénticos en su formulación visual pero bien distintos en su significado conceptual: amén de atesorar sendos clímax narrativos –el descubrimiento de una pasión, el descubrimiento del asesino-, supone una hiperbólica y genial anagnórisis para el espectador)… En el apartado técnico también cabe destacar la romántica partitura de Miklós Rózsa, quizá uno de los más majestuosos scores del maestro hungaro, y a pesar de ello (o quizá por conciencia de esa majestuosidad) una partitura de la que Hitchcock abusa quizá innecesariamente (huelga decir que es diferente la belleza objetiva de una banda sonora que su pertinencia en el punteo de imágenes: sinceramente creo que si en secuencias climáticas o en otras como el paseo en el campo la música resulta adecuada y capaz de aportar muchas cosas a la textura narrativa, en otros casos su utilización resulta un pelín caprichosa, y acaso promueve circunloquios innecesarios… máxime considerando la fuerza autosuficiente de las imágenes).

 

Sui generis

Con todo, Spellbound también permite abrir muchas puertas a lo sui generis (y utilizo un símil, el de abrir puertas, que me facilita el realizador de forma literal: las que se muestran en el hermoso plano que se inserta al primer beso de los protagonistas): a los equívocos sobre la falsa culpabilidad de Peck (que, no lo olvidemos, ha usurpado la personalidad de un muerto) y los juegos de ambigüedades que ese desconocimiento propone (la exponencial peligrosidad del personaje da mucho juego en no pocas secuencias); al cambio de postura sentimental de la Bergman (de lo cartesiano a lo intuitivo, que promueve ciertos comentarios cargados de sorna por parte de su mentor: “Freud decía que las mejores psicoanalistas eran las mujeres, hasta que se enamoran; una mujer enamorada es la mejor paciente del psicoanálisis”), o, en fin, a la ciertamente compleja estructura emotiva de esa heroína hitchcokiana por excelencia, en continuo devaneo entre la rectitud y un asomo de pasión desenfrenada, entre el titubeo vital y la fortaleza profesional (la excusa del psicoanálisis da mucho juego: no son pocas las secuencias en las que hace sufrir a Peck, para después, una vez le ha vencido, cuando Peck se desmaya incapaz de soportar la sobrevenida crisis, ella le abraza amantísima), entre la vulnerabilidad y la impasibilidad más supina (puesta en la picota en situaciones como aquélla, genial, en la que los dos amantes, a la sazón doctora y paciente, discuten quién tiene que dormir en la cama y quién en el sofá, y la Bergman rechaza la oferta del galán de compartir cama o de que él duerma en el sofá para decirle que corresponde al paciente dormir en la cama y a la doctora en el sofá; acto seguido veremos que Peck se despierta… en el sofá). En una de las últimas secuencias del filme, Gregory Peck le dice a Ingrid Bergman que ella es la mejor detective y la mejor psiquiatra. Asociación de perfiles que me viene muy a propósito para describir el sentido de las partituras visuales y psicologistas de Alfred Hitchcock, un auténtico detective de las pulsiones del alma humana, inagotable escrutador desde aquel ojo omnisciente en el que convirtió a la cámara.

http://www.imdb.com/title/tt0038109/

http://www.criterion.com/films/681

http://www.eyegate.com/showgal.php?postGrid=36&id=497

http://en.wikipedia.org/wiki/Spellbound_(1945_film)

http://www.imagesjournal.com/2002/reviews/spellbound/text.htm

http://blog.cine.com/hildy/2009/06/24/recuerda-spellbound-1945-de-alfred-hitchcock/

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