
Monsieur Verdoux
Director: Charles Chaplin.
Guión: Charles Chaplin.
Intérpretes: Charlie Chaplin, Martha Raye,
Alda May, Marilyn Nash.
Música: Charles Chaplin.
Fotografía: Ira H. Morgan, Roland Totheroh.
EEUU. 1947. 118 minutos.
La sonrisa declina
1947. Sin duda, un gran año. Jacques Tourneur dirigía Out of the Past. Orson Welles, The Lady from Shangai. Hitchcock, The Paradine Case. Mankiewicz, The Ghost & Mrs Muir. Y Charlie Chaplin, tras siete años sin dirigir una película (The Great Dictator es de 1940), sumaba a su corta y tan valiosa filmografía esta Monsieur Verdoux, obra que descolocó al más pintado en el momento de su realización, precisamente porque marcaba (diría que con fuego) un cisma en el seno de esa propia filmografía. Chaplin siempre fue un mago de la exacerbación de las emociones. En The Kid (1921), el propio subtítulo ofrecía al espectador “un filme que arrancará una sonrisa, y quizá una lágrima”, es decir que se introducía el elemento melodramático en mixtura con lo cómico; en Modern Times (1936), la sonrisa tenía que pugnar duramente con la tristeza, y al final lograba una pírrica e inopinada pero gloriosa victoria; pero a partir de 1947, con la declaración cinematográfica de Monsieur Verdoux, esa sonrisa se declara vencida, y se inicia la cuesta debajo de la melancolía, la nostalgia y la amargura vital.
Inadaptado
Todo ello tiene bastante que ver con la larga distancia recorrida por el autor a todos los niveles, el rodaje vital y la progresiva asunción (bien patente en sus dos obras previas) de una conciencia social, por la que algunos le acusaron de “pose intelectual”, entre otras descalificaciones entre las que se cuenta esa bien conocida, la de comunista, que le estigmatizó de por vida en el país que a principios de siglo le dio acogida y cuya industria cinematográfica Chaplin tanto había ayudado tanto a cimentar. Dejaré la concreción de esta materia –que da para mucho- para los biógrafos, y me centraré en comentar que la idea original de Monsieur Verdoux fue de Orson Welles, fan acérrimo de Chaplin, que se la ofreció, y el propio cineasta escribió el libreto de esta “comedia con asesinatos” (el subtítulo del filme), que narra los avatares de un hombre que perdió su empleo y decidió dedicarse a engatusar mujeres ricas de edad avanzada para después asesinarlas y usurparles su dinero y patrimonio. Lo más chocante resulta que partiendo de tan inopinable premisa Chaplin tome partido, más que nunca, por su personaje. En sus filmes, el director de The Golden Rush fue configurando una clase muy determinada de ética (y de dignidad) al personaje por el propio Chaplin encarnado, del tramp primerizo y más malcarado a las latitudes de la simplicidad, la prestancia y el gran corazón. Y, voilà, Verdoux no rompe dicha regla: precisamente el mantenimiento de la misma es lo que hace virar el tono hacia lo dramático, amén de suponer el gran reto del autor, reto asumido hasta sus últimas consecuencias y resuelto con la maestría del genio. Porque si algo emparenta al viejo Charlot con Verdoux pasando por la completa galería de personajes interpretados y dirigidos por Chaplin es su condición de inadaptado social, su acusada indomeñabilidad. En las enseñas impostadas y casi circenses del primer slapstick, ese ir a contracorriente parecía un mero mecanismo para generar gadgets. Pero después aprendimos que no, que Charlot no podía regirse por las normas de la sociedad, que para él, desde el instinto o lo intuitivo, esa coda de comportamiento aceptado socialmente le era de todo punto hostil. Probablemente la mayor enseñanza del discurso chapliniano es que los valores de humanidad casan mal con este mundo. Escalón tras escalón, Chaplin se enfrenta desde sus parámetros a retos cada vez más concretos: la paternidad (The Kid), la ciudad (City Lights), los conflictos obreros y la Depression (Modern Times), la vileza del nazismo (The Great Dictator)…
Contra el mundo
Y esa oveja negra, sin perder aún del todo su proverbial gestualidad, no sea caso que no le reconozcamos (esa sonrisa picarona cuando se encuentra acorralado, esa mirada en el fondo descentrada, algunos ademanes, alguna payasada extemporánea, algún rastro en sus andares), aterriza finalmente en la cruda realidad de la mano del protagonista de la obra que nos ocupa, y nos ofrece cuantiosa información para abonar su tesis: era un buen trabajador que lo perdió todo por una razón de oportunidad empresarial, y se convirtió en un monstruo como mecanismo eminentemente defensivo: mi mujer (imposibilitada), mi hijo y yo… contra el mundo. Ni una sola de las mujeres que Verdoux trata de engatusar despierta simpatía en el espectador, y en el caso de la mujerona encarnada por Martha Raye, que en el fondo es quien codifica por oposición la personalidad fingida de Verdoux, el ejemplo es particularmente grotesco y sangrante. Y cuando Verdoux, que en el fondo es muy desprendido (siempre que paga algo, deja propina), se encuentra con una joven desamparada, con una figura al contraste con las viudas ricas (Alda May), su corazón humilde se abre y le procura alimento y dinero para que pueda hacer lo mismo que él: sobrevivir (en esa secuencia en concreto, el contraste a que me refería se agudiza aún más considerando sus intenciones aviesas en el momento de llevarse a la chica a su casa).

Final de trayecto
En el desenlace de la función, en el speech del personaje cuando se le concede el derecho a una última palabra en el juicio, se destapan las cartas. Alude a las guerras –dice, más o menos, que si un hombre mata a unas pocas mujeres se le llama asesino, si comete asesinatos en masa se le ensalza como a un genio-, pero también indirectamente a la depredación económica. Verdoux, Chaplin arremete contra los burócratas. La realidad le ha vencido, pero no le ha domeñado; la tiene bien calada. El puesto de flores y el sentido de los pedidos que allí efectúa es una perversión de aquella mágica entelequia de la vendedora ciega de City Lights. La prosperidad que alcanza la joven interpretada por Alda May es parangonable a la que alcanzaba Edna Purviance al final de The Kid, pero en la realidad se conocen las razones del éxito: su marido es un empresario de la industria armamentística (y al saberlo, Verdoux responde sarcásticamente: “yo debí dedicarme a eso”). Sí, la realidad le ha vencido, pero también debe quedar claro que el mundo no. Porque si atendemos al desenlace del filme, a pesar de que en los últimos compases da la sensación de que su modus vivendi (o más bien operandi) se está desmoronando (el detective que le acosa, la bolsa que se hunde, la boda frustrada por la indeseada aparición de la mujer encarnada por Martha Raye), la narración se rompe en una elipsis, y al retomarse sabemos (sin obtener mayor información) que la esposa y el hijo de Verdoux murieron. Así es comprensible que agache la cabeza, que no le encuentre sentido a nada, e incluso que se entregue a la policía (pues en definitiva eso es lo que hace en la aparatosa secuencia a la salida del restaurante). Es comprensible que admita sus crímenes, y que afronte la muerte con tanta entereza, quizá esperando que el otro mundo sea mejor que éste, o tal vez apenas celebrando que su larga penitencia termine de una vez.
http://www.imdb.com/title/tt0039631/
http://www.thefilmdesk.com/Export7.htm
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