How the West Was Won
Director: John Ford, Henry Hathaway,
George Marshall (y Richard Thorpe).
Guión: James R. Webb, basado en los seriales
homónimos del Time Magazine.
Intérpretes: Carroll Baker, James Stewart, Karl Malden, John Wayne, Gregory Peck, Richard Widmark, Henry Fonda, Spencer Tracy, Lee J. Cobb, George Peppard.
Música: Alfred Newman.
Fotografía: William H. Daniels, Milton R. Krasner,
Charles Lang, Joseph LaSelle.
Montaje: Harold F. Kress
EEUU. 1962. 160 minutos.
Cinerama
No cabe ninguna duda de que el abordaje de un filme como How the West Was Won debe considerar, de entrada, las razones industriales. Corría el año 1962, el sistema clásico de los estudios ya se hallaba en pleno proceso de desintegración, la crisis financiera azotaba seriamente la industria, la televisión causaba estragos en las taquillas. Los estudios buscaron innovaciones tecnológicas para competir con lo catódico y reclamar, allende el entertainment, la patente de la espectacularidad. El más célebre y que tuvo más continuidad fue el cinemascope, implantado por la Fox, un sistema de descompresión de imágenes (partiendo de un objetivo anamórfico que previamente las había comprimido) que permitía proyectarlas en una pantalla panorámica. La Paramount probó suerte con la vistavisión, y la Metro Goldwyn Mayer fue quien estrenó por primera vez una película en formato cinerama, precisamente ésta que nos ocupa. El cinerama recogía la herencia de la polyvisión ideada por el pionero Abel Gance, situaba tres películas de forma contigua para ampliar horizontalmente el campo de visión de pantalla hasta un ángulo de unos 150 grados. La apuesta de la Metro, muy propia de aquel estudio, no puede calificarse de menos que mesiánica: un presupuesto de 15 millones de dólares, una obra de 162 minutos de duración, cuatro directores de contrastada solvencia en liza -John Ford, Henry Hathaway, George Marshall y, finalmente, no acreditado, responsable de las secuencias históricas de transición, Richard Thorpe-, cuatro fotógrafos, 400 técnicos y 38 departamentos del estudio, un millar de extras y 2.000 cabezas de ganado, y un reparto trufado de nombres de primera fila, muchos de ellos –James Stewart, Karl Malden, John Wayne, Gregory Peck, Henry Fonda o Spencer Tracy como narrador- representantes de la vieja guardia. La propia temática del filme es la imagen pura de la ambición, pues como el propio título indica, y siguiendo los avatares de una familia en particular, los Prescott, el filme pretende abarcar en su vastedad nada menos que el proceso de colonización del Oeste.
Hathaway
Henry Hathaway dirigió tres de los episodios, los correspondientes a Los ríos, Las llanuras y Los forajidos. Suya es la apertura y el cierre de la narración y la responsabilidad de la composición del tono exuberante –de color y movimientos de cámara- que queda en la retina tras el visionado del filme. A la encomiable tarea –compartida con los otros realizadores- de adaptar la puesta en imágenes a las complejidades técnicas inherentes a la utilización de las tres cámaras, en el caso de Hathaway se suma una acusada vocación y gusto por recoger lo telúrico, por aprovechar a fondo las prestaciones narrativas del paisaje, por imprimir la épica desde la fisicidad. Ahí quedan secuencias tan arriesgadas de rodar como la que transcurre en los rápidos, el lugar donde encuentran su hado los patriarcas de la familia Prescott, o la aparatosa secuencia climática del último capítulo, en el que Zeb Prescott (George Peppard) se enfrenta a un outlaw mientras está descarrilando un tren. En estas (y otras) escenas se detecta demasiado claramente la afectación de la puesta en escena para buscar el recurso espectacular, pero es una afectación que en realidad es la carta de naturaleza de esta gran epopeya narrativa y visual, patente en un guión demasiado enfático a la hora de caracterizar personajes y situaciones arquetípicas (aunque, también debe decirse, lo obvio a menudo convive con lecturas más sutiles que inciden en rigores históricos), pomposo en el subrayado épico que caracteriza la composición musical, y ávido por la acumulación y la opulencia en la planificación y composición de los encuadres (con la parcial salvedad, como diremos, del segmento fordiano). Hathaway, de hecho, prueba las prestaciones del cinerama incluso en primeros planos de actores acercándose a la(s) cámara(s), u otros parangonables con la steadycam actual, como la avanzadilla de una hueste de cheyennes a caballo o el avance del ferrocarril, ambos recogidos en semipicado desde una posición ligeramente alzada sobre los caballos/la locomotora. Hoy en día, y visionando el filme en dvd, resulta difícil elucidar el alcance, sentido y efectividad de estos artefactos visuales, y uno no puede evitar cuestionárselos en términos técnicos. En cualquier caso, su visionado merece mucho la pena incluso bajo esos parámetros, pues nos hallamos ante un auténtico hito de la evolución tecnológica del cine (y ni que decir tiene que a uno le dan ganas de poder acceder a una de esas ya extintas pantallas de cinerama para degustar el filme del modo en que fue concebido).
Ford
John Ford dirigió el capítulo central, sobre la Guerra Civil norteamericana y la batalla de Shiloh, segmento del filme en el que a menudo se coincide en señalar que se trata de lo mejor de la película, probablemente por el formidable prestigio de su realizador. La verdad es que, sin valoraciones cualitativas, sí debe decirse que el estilo impreso en el breve segmento de Ford se desmarca mucho de las enseñas espectaculares de la película y formato. Parece ser que al realizador le disgustó mucho tener que trabajar en cinerama, y lo cierto es que, descontando dos secuencias descriptivas y abstractas de un campo de batalla, no existe aderezo alguno en ese segmento que se desmarque del tono eminentemente intimista, reflexivo, buscado por el realizador. Se ubica en un capítulo sangrante de la Guerra de Secesión, la batalla de Shiloh (la noche del 6 de abril de 1862 una facción importante del ejército de la Unión, mandada por el Coronel Sherman, fue pillado por sorpresa por los Confederados en el pueblo de Shiloh Church, y se produjo una escabechina; a la mañana siguiente, el General Ulysses Grant creo una línea defensiva y planeó el contraataque; las batallas enfrentaron a 40.000 confederados contra 33.000 unionistas, y se produjo un total de 23.000 bajas, 10.000 del ejército del Sur y 13.000 del Norte), y Ford recrea, por un lado –en una corta y elocuente secuencia en el hospital de campaña que nos retrotrae a pasajes vistos previamente en obras como Drums along the Mohawk y The Horse Soldiers, o en el detalle hiperbólico del río de color rojo- el horror de la contienda (particular sin duda relevante atendiendo ese formidable número de bajas), y por otro intenta fundir, con una precisión que proviene de la más diáfana descripción, los conceptos históricos más difundidos (una conversación entre Sherman y Grant en la que se disgustan por el curso de los acontecimientos y Grant, harto de las acusaciones recibidas de sus detractores de ser alcohólico –dato rigurosamente cierto- le confiesa que está al límite de arrojar la toalla y dimitir del cargo) con el aparato dramático que incumbe a la familia Prescott (en este caso, el hijo de Linus Rawlings y Lilith Prescott, Zeb, evita, casi accidentalmente, un atentado contra la vida del mismísimo Grant); la narración se extiende por ambos lados en otras cortas secuencias, una que narra la partida de Zeb ante la consternada resignación de su madre, y otra que nos muestra el regreso del chico y el descubrimiento de que su madre falleció poco después de que Limus perdiera la vida –precisamente en la batalla de Shiloh-, momento en el que Zeb le revela a su hermano que no quiere quedarse en la granja familiar, que deja a su cargo, pues pretende regresar al ejército; Ford lleva a su terreno los postulados argumentales, y nos ofrece, con voz queda y sin aspaviento alguno (enraizando con su impronta de estilo correspondiente a los últimos años de su carrera), su particular visión de la Historia, los sacrificios inherentes a la Guerra y a la Colonización, el mayor de los cuales fue el desmembramiento de los núcleos familiares.
Marshall
George Marshall, dirigiendo el capítulo del ferrocarril, ofrece dos ítems visuales caros a los propósitos del cinerama: una secuencia en un saloon en la que unas coristas danzan sobre un trapecio, y, sobretodo, la larga y espectacular secuencia de la manada de búfalos que son arrojados por los indios contra las obras del ferrocarril. Más allá, en el apartado argumental, retoma el personaje de Zeb y le enfrenta al capataz de las obras de la Union Pacífic (encarnado por Richard Widmark), el primero que quiere pactar con los indios el lugar y modo en que debe ubicarse y desplegarse la vía ferroviaria, y el segundo que, por mor de sus intereses empresariales –que se corresponden con el advenimiento de la civilización-, sólo pretende la aniquilación de esa tribu de arapahoes, no por razones viscerales sino pragmáticas, entendiendo que ello supone un mal necesario. Aunque de un modo algo abrupto –y sazonado con un hálito nostálgico, cuando Zeb se encuentra con Jethro Stuart, el cazador de búfalos encarnado por Henry Fonda, viejo amigo de su padre-, el capítulo incide en una temática consolidada y plenamente vigente en 1962, el conflicto inherente al advenimiento del progreso y la consolidación de la colonización merced del ferrocarril, la destrucción del equilibrio con el entorno natural, representada por Stuart, por Linus Rawlings, y, claro, por los indios…
http://www.imdb.com/title/tt0056085/
http://members.cox.net/ralphhanson/HTWWW/frames.htm
http://www.hpl.hp.com/news/2006/apr-jun/movie.html
http://en.wikipedia.org/wiki/How_the_West_Was_Won_(film)
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