Great Day in the Morning
Director: Jacques Tourneur
Guión: Lesser Samuels, según la novela de Robert Hardy Andrews.
Intérpretes: Virginia Mayo, Robert Stack, Ruth Roman, Alex Nicol, Raymond Burr, Leo Gordon, Regis Toomey, Carleton Young, Donald MacDonald
Música: Leith Stevens
Fotografía: William Snyder
EEUU. 1956. 92 minutos
La fiebre del odio
Los rótulos de arranque de Una pistola al amanecer nos ubican en 1861, esto es a las puertas del inicio de la Guerra de Secesión, y en Colorado, un lugar donde, rezan esos rótulos, “los indios combaten con los blancos y los blancos combaten entre ellos por el oro”. Esos mismos rótulos refieren después un paisanaje de héroes silenciosos opuestos al bullicio de los mediocres adoradores de banderas y banderías. Semejantes rótulos no engañan: Una pistola al amanecer, basada en la novela homónima escrita seis años antes (1950) por Robert Hardy Andrews, es una película densa en su glosa historiográfica de un momento particularmente tóxico, un retrato ávido, muy expresivo, y a menudo doliente, del clima de odio que se vivía en el país de las barras y las estrellas y que desembocó en la Guerra Civil.
El protagonista del relato es un pistolero sureño, Owen Pentecost (a quien Robert Stack confiere un porte señorial que se pone en sabio parangón con su frialdad, y al mismo tiempo en contraste con su carencia de escrúpulos), que llega a Denver, por entonces una ciudad en periodo de crecimiento, y logra establecerse como suerte de cacique local al arrebatarle, en una partida de cartas victoriosa (¡!), el salón y otros bienes a quien hasta entonces ejercía de tal, el orondo Jumbo (otro actor de conexiones catódicas: Raymond Burr). El clima social en Denver está marcado por los estigmas de esa guerra en ciernes (hallándonos en el norte, los sureños están en minoría, y son cada vez más hostigados por los unionistas), pero también por la necesidad o escasez de recursos de la mayoría, a quienes Owen logra poner a trabajar en diversas concesiones mineras en busca del preciado oro. El filme retrata con inteligencia la relación entre el clima prebélico que se vive en el lugar y los condicionantes económicos, todo ello resumido en una trabazón oro-violencia, reflejo de los intereses que sostienen la explotación y transporte de ese preciado recurso natural, y en los que Owen ocupa un lugar que es al mismo tiempo preeminente (por ser el cacique) y revelador del trasfondo individualista más nihilista (pues el pistolero y empresario no comprende otra causa que no sea la propia).
El discurso sobre lo ideológico queda así bien servido, pero este ávido retrato de lo general a través de lo particular se complementa con la presencia de tres personajes en la órbita íntima de Owen. Por un lado, dos mujeres que se enamoran de él: la empleada del saloon del que pasa a ser propietario, Boston (Ruth Roman), y una emprendedora que llega al pueblo con la intención de abrir una tienda de ropa femenina, Ann Merry (Veronica Mayo). Esas dos mujeres, de diferentes y marcados caracteres –bien enfatizados por las diferentes caracterizaciones de cada una de ellas, y especialmente por el temple expresivo de Roman–, vienen a espesar la mirada entorno a las rugosidades de carácter, de comportamiento, de actitud del misterioso protagonista (en una película que merece tantos clímax, uno de ellos, espléndido, es el diálogo que mantienen Boston y Mary tras ver herido a Owen; cada una expone sus motivos, y mientras Boston, una mujer castigada por el entorno, acentúa su necesidad, Mary, cuya biografía no tiene esos condicionantes, revela su verdad: “le amo, pero también me compadezco de él”). Y la ecuación íntima termina de complementarse con un tercer personaje, un niño, hijo de un minero a quien Owen ha asesinado, y a quien adopta como propio: en una situación de excelente planteamiento, Owen decide enseñar al niño a disparar, aún a sabiendas de que es un niño corroído por el odio y que, como le manifiesta, cuando crezca buscará al hombre que asesinó a su padre para consumar su venganza…
Con el advenimiento de la guerra, que corresponde al último tercio del metraje, las imágenes se vuelven más sombrías, a tono con esos conflictos que han dejado de estar latentes y finalmente han estallado. Este tramo climático arranca con la secuencia del tiroteo en el bar, culminada con el asesinato del pacificador, un reverendo, solución de obvios significados contextuales. Habrá espacio para el desencanto (la despedida de Owen y su confesión al niño que había adoptado), pero también para la violencia más descarnada (la secuencia en la que el malcarado Jumbo, enemigo de Owen en las sombras, asesina a sangre fría a su mujer amada). Y haciendo buenos los tópicos, habrá una persecución final, que dará por resolver el relato dejando una cierta sensación de circularidad en la estructura tanto como en la definición, incierta, del personaje central. Pero antes de que eso suceda, no puede por menos que llamarse la atención sobre la larga secuencia del asedio al saloon ocupado por los sudistas, que intentan huir con el oro de las minas: Tourneur aplica de forma excelente la métrica de la intriga, y va dilatando un crescendo de suspense que recubre como un manto atmosférico las razones argumentales puestas en solfa hasta la inevitable, estruendosa, literalmente explosiva solución.
Aunque se trata del western más inclasificable de Tourneur, no es difícil establecer parangones con otros y pretéritos títulos suyos de adscripción a ese género, algo que es importante hacer para poner en valor la aportación del cineasta al western, a estas alturas aún más discutida que la que concierne al cine fantástico o incluso el noir y el cine de aventuras. Owen Pentecost, en la piel dura de Robert Stack, puede verse como un anatema, como un reflejo opuesto, del carismático personaje que llega a un pueblo para poner orden en uno de los argumentos arquetípicos del género; un reflejo opuesto, sin ir más lejos, del Wyatt Earp (Joel McRea) del western precedente de Tourneur, Wichita (1955); oposición obvia si reflexionamos sobre el hecho de que Wichita hablaba del nacimiento de una ciudad, del advenimiento de la civilización, y aquí en cambio de su desmoronamiento, al menos en lo anímico, fruto del veneno ideológico inherente a la guerra. Por otro lado, en ese interés del filme por explorar las razones de la violencia y sus manifestaciones a través de conflictos en deriva colectiva encontramos un parangón con otro western del cineasta, Tierra generosa (1946), que igualmente se servía de los avatares de un hombre, Logan (Dana Andrews), para describir más bien un entorno, una coyuntura socio-histórica, unas costumbres, y, claro, unos valores anudados a esa coyuntura. En las tres obras, esos valores se balancean entre los intrínsecos espacios épicos propios del género y una meditación sobre el mismo: la ponderación de lo intrincados que resultan los espacios de la moralidad tanto individual como colectiva.
Todo esto queda zanjado en una obra de riqueza expresiva pareja a la densidad de los enunciados, una obra de clima enrarecido y músculo alegórico que no desentona en el paisaje, tan fascinante, del género en aquella década de su madurez y replanteamiento. José María Latorre defendía la película aludiendo a los riesgos asumidos por el cineasta a la hora de volcar en pantalla todos esos temas: “lo más admirable radica en el hecho de que, a la hora de contar la historia, Tourneur optara por la elección más radical y difícil de llevar a cabo: conceder a todos los hechos la misma importancia dramática y exponerlos simultáneamente sin dar prioridad a unos sobre otros” (Dirigido por, enero 1994, nº 220). Latorre hablaba de razones de equilibrio en la exposición, pero aún más de la potencia de la imagen para dirimir esos diversos rasgos que van configurando una obra magnética, incómoda en muchos sentidos, cruel y no obstante melancólica. Con el apoyo de la meritoria labor fotográfica de William Snyder en technicolor, Tourneur maneja un cromatismo a veces irreal, tonos suaves pero que no desmienten fuertes contrastes si la ocasión lo precisa o juegos de atentos claroscuros con intencionalidad dramática de proverbial imaginería tourneuriana (por ejemplo en la secuencia del encuentro romántico entre Owen y Ann, fogoso e interrumpido, mitad luz mitad sombras, como proyección de los condicionantes morales). Imágenes tan aparentemente accesorias como esa secuencia de transición en la que se deja constancia del inicio de la guerra son una buena muestra de la idiosincrasia del director: le bastan unos segundos, en un montaje rápido que alterna la bandera de la Unión con primeros planos de la boca de un cañón que dispara; semejante sutura de imágenes revela la poética de una mirada, la violencia que se ceba contra la bandera literalmente por arte de la edición. Semejante ejemplo corresponde a, como hemos dicho, una secuencia breve y de transición (aunque importante porque anuncia la llegada del conflicto), pero el espectador atento recolectará, a lo largo del metraje, infinidad de figuras, imágenes, detalles pletóricos de expresividad, de capacidad para ilustrar y modelar dramáticamente esos férreos enunciados de guion: puede ser la figura de un personaje recortada contra el cielo o los enseres que aderezan una habitación; pueden ser planos cerrados o composiciones que juegan con el dinamismo y horizontalidad del scope y que legitiman los términos dramáticos del escenario o del espacio… Desde la trinchera de una serie B a punto de ser devorada por la televisión, Una pistola al amanecer se erige en un magnífico western que aborda con inteligencia, riesgo y ninguna complacencia un tema escabroso: es por derecho propio uno de los mejores westerns centrados en la Guerra de Secesión, y uno de los más prístinos ejemplos dirimidos desde lo cinematográfico del fratricidio que aquel conflicto supuso. Y también es, por supuesto, una magnífica película de un gran, grandioso director de cine.