La modernidad, la inquietud y la vis combativa agitan, en la misma dirección, la filmografía de Jean-Luc Godard. Ya fue así en esta temprana El desprecio (1963), adaptación (libre, multiforme) de la novela homónima de Alberto Moravia, en la que nos movemos en constantes abstracciones en las que el cineasta expone, a las claras, principios éticos con respecto al cine, a través del relato de la depredación que ejerce un productor (un Jack Palance en vena histriónica) en el círculo de colaboradores que tienen que lidiar con él, entre ellos el viejo cineasta alemán, Fritz Lang himself (omaggio, claro, pero también asunción metanarrativa), que tiene que dirigir la adaptación de la Odisea, y Paul, el guionista encarnado por Michel Piccoli, personaje central de la función junto a su mujer, Camille, a la que da vida Brigitte Bardot.
Desde el mismo arranque, el retrato de la pareja alberga una tensión entre la sensualidad y el vacío emocional, lo segundo que tiñe constantemente, crispa, marchita lo primero. Godard, absoluto dominador del lenguaje, recurre a una escenografía estática, planos cercanos a los personajes que se alargan en conversaciones intrascendentes pero elocuentes de la clase de relación que mantienen, encuadres en los que uno y otra entran y salen, y otros que habilitan la mirada entre diversas estancias del piso que comparten, lentos movimientos de cámara que van del rostro de uno al de la otra en repetidas ocasiones, insistiendo en esas idas y venidas que son desencuentros, puntos de vista opuestos, constancias de una malaventura de lo íntimo (subrayada en monólogos interiores que complementan la labor escenográfica vía collage-montaje) que es espejo de esa otra malaventura en el estado de las cosas del movie-making. «¿Qué harías si no te quiero?», pregunta ella. «Vender el piso y no escribir el guion», le responde él: el dinero, la necesidad (ese martilleo del teclear la máquina de escribir), es el mismo eje de ese desencuentro.
Una metáfora, la de la naturaleza de la Odisea y las motivaciones de Ulises, fija la abstracción , a menudo a través de los estimulantes debates entre Lang y Paul, otras con esos insertos, que hoy se ven superfluos, de las estatuas griegas con los ojos pintados. El amor perdido de Penélope, el sentido o sinsentido de un viaje o destierro, lo perenne de los clásicos versus la neurosis del hombre moderno, … ideas todas ellas que fluyen y densifican el relato, como también lo hace esa constante presencia de motivos clásicos (esculturas, fotos de libros, desnudeces de piedra que, en ese mundo de las ideas que edifica el relato, se parangonan u oponen al cuerpo desnudo de Camille).
Los ideales del artista vencido por los tiempos (Paul, contemplado por el viejo sabio que venció al tiempo, Lang) se desmoronan en el idílico pero irredento paisaje de Capri, en el caserón en el acantilado del productor, donde Paul se rebela inútilmente por última vez, se enfrenta a ese desprecio aludido en el título. La redención posible se anticipó en esa hermosa (y malévola) cita cinéfila que precedió al viaje, en la secuencia que discurre ante la marquesina del cine donde proyectan Viaggio in Italia, Te querré siempre, el viaje a Nápoles de ese matrimonio cansado, Ingrid Bergman y George Sanders, que filmara Roberto Rossellini una década antes, cuando ya terminaba la prehistoria de la modernidad, cuando los accidentes se podían prever, cuando cabía buscarle un sentido a las cosas, cuando Ítaca era un puerto al que llegar.