ORGULLO DE ESTIRPE

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The Horsemen

Director: John Frankenheimer.

Guión Dalton Trumbo, según la novela de Joseph Kessel

Intérpretes: Omar Sharif, Leigh Taylor-Young, Jack Palance,

 David de Keyser, Peter Jeffrey, Mohammad Shamsi

Música: Georges Deleure

Fotografía: André Domage, James Wong Howe y Claude Renoir

Montaje: Harold F. Kress

  EEUU. 1971. 112 minutos.

 

El arduo proceso

Ya en la fecha de estreno de The Horsemen en 1971, a John Frankenheimer le cayeron algunos varapalos (muchos, bien peregrinos: por ejemplo, Vincent Canby, en The New York Times, establecía un nexo entre el filme y otros dos títulos pretéritos recientes del director, Grand Prix y Los temerarios del aire/The Gypsy Moths, para acabar… acusándole de misoginia), y, como sucede con muchos otros títulos del cineasta, Orgullo de estirpe ha quedado devorada por el olvido. Ello y a pesar de tratarse de una cinta de aventuras arropada por la calidad del sustrato literario, una bastante conocida novela, Les Cavaliers, 1967, de Joseph Kessler, y una adaptación de la misma rubricada por el entonces ya reivindicado Dalton Trumbo. De hecho, la película ya sufrió problemas de presupuesto –de hecho, empezó a rodarse en 65 mm, SuperPanavision, y terminó recurriendo a los 35 mm anamórficos del Panavision estándar, contundente prueba de lo anterior-, y tuvo una carrera comercial más bien discreta.

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Emociones verdaderas

Y eso que vista entonces The Horsemen vestía, bajo su magníficamente urdido retrato de conflictos vitales –lo psicológico y en arrebujada pugna con lo social y el statu quo de las tradiciones-, una aventura genuína que perfectamente podía suponer una réplica contemporánea al mortecino western. Rodada íntegramente en exteriores –entre Afganistán y España-, la propuesta narrativa mixtura la pasión por el espectáculo cinético –los caballos y sus chapandaz, jinetes, que ya habitan en el título- con un muy trabajado estudio de personajes –magníficamente matizado, por lo demás, en las interpretaciones de Jack Palance y Omar Shariff, padre e hijo en la ficción- y con, y resulta muy reseñable, el intento de imbuirnos a fondo de las señas de identidad de un pueblo, sus costumbres, sus tradiciones, la forma de pensar y actuar. De tal modo, y merced de la generosidad expositiva -talento impreso en las elecciones argumentales (o el modo de utilizar esos usos locales como instrumento narrativo) y en la escenografía-, The Horsemen erige una personalidad propia y muy fuerte, unos propios códigos esenciales a la luz de los cuales transita la historia. Sólo los más talentosos de los narradores –y podemos hablar tanto de quienes urden los relatos en papel como los que los llevan a imágenes- son capaces de llevar a buen puerto la gesta más loable del cine de aventuras –del que esta película es sin duda un magnífico exponente moderno-, la de llevarnos de la mano en un viaje en el que lo exótico y/o lo fantástico, por ser creíble, sirven de marco para emociones verdaderas.  El Afganistán rural, profundo, que se describe en la película se puede palpar. Yo lo hice, y eso que estaba sentado en mi casa, ante la pequeña pantalla. El efecto en el cine debía de magnificarse muy notablemente.

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El corazón de una historia

Y al hilo de lo anterior, si antes hablábamos del efecto de ver la película en el momento de su estreno, ahora podemos referirnos al hecho de verla hoy, y sacar a colación el concepto de espectáculo. The Horsemen nos propone un espectáculo mayúsculo, y totalmente distinto del que se estila en el Hollywood actual. No es este lugar para discernir uno de otro en profundidad, pero sí podemos incidir en la particular naturaleza del espectáculo que la película de Frankenheimer –y muchas otras del director de El Tren– nos propone. La secuencia, extraordinaria, del buzkashi que se celebra en Kabul ante el rey, a la par que desencadenante dramático de la historia de acre purgatorio y redención que atañe al personaje encarnado por Shariff, nos envuelve por su brutalidad, por ese soberbio poderío sostenido en lo visual –que volverá a aturdirnos en la cabalgada final del hijo pródigo-, que transmite los sentimientos más exacerbados del ser abocado a una experiencia límite. Poco importa que después en muchos encuadres y secuencias la mirada escrupulosa pueda ver la escasez de medios en la que se movió el equipo de producción. Lo intrépido, lo indómito, el peligro, el miedo, ya se nos ha transmitido de la forma más convincente, y nos dejamos llevar por la vorágine de esos sentimientos, de esos conflictos dramáticos llevados al límite, canalizados en lo exterior, pero que habitan en lo más profundo del ser. Esa es una definición esencial de espectáculo que, hoy, sigue vigente. Y lleva implícita su subordinación a otras reglas, intrínsecas de dramaturgia y sintaxis cinematográficos. Porque cada elemento suma y se condensa en un todo. Que, en los casos felices, como es el de la película que nos ocupa, nos puede llevar a un estadio mucho más elevado que el del entertainment. Puede emocionarnos. Calar hondo. La mayor virtud de la película de John Frankenheimer es convencernos de que es sencillo alcanzar el mismo corazón de una historia, cuando es evidente que es tarea harto compleja.

SIETE DIAS DE MAYO

Seven Days in May

Director: John Frankenheimer

Guión: Rod Serling, basado en la novela de

Fletcher Knebel y Charles W. Bailey II

Intérpretes: Kirk Douglas, Burt Lancaster, Friedric March, Ava Gardner, Edmond O’Brien, Martin Balsam.

Música: Jerry Goldsmith.

Fotografía: Ellsworth Fredericks

Montaje: Ferris Webster

EEUU. 1963. 114 minutos.

 

Golpe de Estado

La Historia tiene a menudo azares en los que no cabe por menos que invocar la ironía. Seven Days in May fue realizada en 1963, y por tanto su estreno fue coetáneo al magnicidio de Dallas, el asesinato –acaecido en aún turbias circunstancias- del Presidente John Fitzgerald Kennedy. La obra adapta una novela escrita por Fletcher Knebel y Charles W. Bailey II que narra la perpetración de nada menos que un golpe de Estado en los EEUU, promovido por los altos mandos del Ejército con el apoyo de una facción del Congreso que quiere evitar que el Presidente de la nación lleve a cabo sus planes de iniciar la distensión en la Guerra Fría mediante la firma de Tratados recíprocos de desarme nuclear. Aunque desconozco ese sustrato literario, y por tanto su discurso, en su traslación a esta formidable película queda delimitada de forma nítida, diría que ejemplar, la fina línea que en ocasiones sapara una democracia del fascismo, las exigencias de respeto a las reglas del juego contra la exaltación patriótica más visceral que siempre anida sobre los totalitarismos. Y todo ello puesto en un contexto de política-ficción, sí, pero nada hiperbólico ni alejado de la realidad representada. Seven Days in May está perfectamente contextualizado en las crestas más turbulentas de la Guerra Fría, y llega a mencionar textualmente el nombre de algunos de los personajes cuya actitud y métodos denuncia. El más célebre de ellos, el infame senador McCarthy, que llevó a cabo la tristemente célebre caza de brujas, un intento de purga incompatible con la democracia, y sin duda un primer paso en el camino a la erradicación de los valores consagrados en la Constitución de los EEUU. Uno de los principales méritos de Seven Days in May es, como digo, la forma tan diáfana y valiente de articular esa denuncia. Un objetivo narrativo-discursivo que se impone, limpiamente, sobre los –por otro lado magníficamente perfilados- conflictos de los personajes.

 

La mirada implacable

Sin ánimo de exagerar, opino que la puesta en escena de Frankenheimer es una absoluta proeza cinematográfica, que iguala los méritos de la obra con los de los títulos más sobresalientes del cine político norteamericano de todos los tiempos, como puedan ser All the King’s Men de Robert Rossen o Advice & Consent de Otto Preminger. La primera apariencia nos dice que la composición de Frankenheimer tiene algo de caligráfica, por su proverbial economía narrativa, y algo de teatral, sobretodo por el modo como delega el peso narrativo en los actores en las secuencias de diálogo, donde a menudo recurre al plano fijo general o a los convencionales careos. Pero sucede que constante el metraje hay muchos momentos, y son decisivos, en los que no son varios sino un único personaje quien aguanta las riendas del relato (el Coronel Casey, encarnado por Kirk Douglas en primera instancia, después los diversos aliados del Presidente, el senador Ray Clark –encarnado por ese secundario fordiano de lujo que es Edmond O’Brien- y el ayudante Paul Girard –Martin Balsam-). Y en esas ocasiones, que desgranan nada más y nada menos que las iniciales sospechas y ulteriores indagaciones sobre asuntos secretos del Jefe del Estado Mayor (el General James M. Scott, encarnado por Burt Lancaster) –es decir, el meollo de la cuestión-, la cámara de Frankenheimer asume el lugar de la suspicacia, se convierte en la mirada puesta en perspectiva de los personajes (la secuencia en la que Cassey se acerca con el coche al despacho de su jefe y se detiene a espiar el coche que está abandonando el lugar: la cámara recorre, cauta, la distancia de su mirada); ilustra a la perfección cada recelo (el modo en que un lento travelling nos muestra la entrada del Coronel en la estancia en la que acaba de producirse una reunión entre los altos mandos del Ejército, y el plano de detalle sobre aquel papel arrugado cuyo contenido después nos será mostrado porque Cassey lo ha cogido), levanta acta de tantas intuiciones y miedos que luego se materializarán (una de las secuencias más brillantes de la película, aquélla en la que Cassey mira por televisión el discurso que su jefe da ante la Asociación de Veteranos: la cámara se planta frente al televisor para mostrarnos el encendido discurso del senador que presenta a Scott, y acto seguido carea diversos planos que enfrentan las exacerbadas alabanzas del público que la cámara televisiva recoge con la mirada estupefacta de Cassey: el Coronel ya ni siquiera necesita escuchar el speech del General para ver constatados sus miedos, y acto seguido pide audiencia con el Presidente de la nación).

 

Conspiranoia

Y es que Frankenheimer, moviéndose sobre los cartesianos hilos de un guión ejemplar (firmado por Rod Serling –el creador de The Twilight Zone-), captura a la perfección la esencia de la función –en buena medida, avanzadilla en el tiempo de la materia conspiranoica que dejará grandes policiacos en la siguiente década-. ¿Y cómo lo hace? Calculando al milímetro los movimientos de los actores y de la cámara para transmitir, con toda contundencia (y ya desde los primeros compases de la cinta), la inquietud, los malos hados y sobretodo la impotencia de los personajes que, como el espectador, descubren que se halla inmersos en un laberinto en el que todas las maniobras ajenas están demasiado bien calculadas como para dejar un poco de margen, y la consecuente sensación de asfixia que, como Casey, como Clark, como el mismísimo Presidente Jordan Lyman –encarnado por otro nombre de contrastada solvencia: Fredric March-, el espectador que se arroje al visionado de esta intensa película a buen seguro le invadirá.

 

Personalidad

La riqueza sustantiva de la historia y la implacable escenografía de Frankenheimer articulan un más que remarcable relato que machihembra con presteza el relato de política-ficción (y la exposición de los argumentos liberales) con los mimbres del más avezado thriller. El autor de Black Sunday llega a recurrir, en secuencias culminantes de la narración –el espionaje de la reunión secreta que Scott mantiene con sus aliados en la trastienda de un garaje-, a estilemas del noir. El pulso narrativo también se extiende a la sugestiva utilización de los espacios, como atestigua la sensación claustrofóbica que dejan las dependencias del Pentágono, a menudo puestas en contraste, por las idas y venidas del personaje-puente entre el ejecutivo y el poder militar que encarna Casey, con las salas de reunión en la Casa Blanca (de carácter civil, ello enfatizado con la decoración de la estancia de la piscina que vemos al principio del filme). Los mecanismos de relojería que Serling concibe en palabras y Frankenheimer en imágenes pueden equipararse al proceso de pulimento de una escultura geométrica. La resolución, parca y hasta reservada, de los conflictos de los personajes –el adiós de Casey a Eleanor Holbrook (Ava Gardner) o la última aparición de Scott, diciéndole a su chófer que le lleve a casa-, esa ausencia de fáciles subrayados finales, son una buena muestra de la honestidad, entereza y personalidad de esta película.

 http://www.imdb.com/title/tt0058576/

http://uk.rottentomatoes.com/m/seven_days_in_may/

http://www.dvdverdict.com/printer/sevendays.php

http://www.filmaffinity.com/es/reviews/1/586762.html

http://en.wikipedia.org/wiki/Seven_Days_in_May

Todas las imágenes pertenecen a sus autores

EL TREN

The Train

Director: John Frankenheimer.

Guión:Franklin COen y Frank Davis, basado en la obra de Rose Valland.

Intérpretes: Burt Lancaster, Paul Scofield, Jeanne Moreau, Suzanne Flon, Michel Simon, Albert Rémy, Charles Millot.

Música: Maurice Jarre.

Fotografía: Jean Tournier, Walter Wottitz.

EEUU. 1964. 107 minutos.

 

Intriga y aventura

Aunque su responsable artístico inicial fuera Arthur Penn, finalmente hay que atribuírle a John Frankenheimer la autoría de esta trepidante película de acción, por derecho propio ocupando un lugar privilegiado en la interesante carrera del realizador de El hombre de Alcatraz. The train, producción de 1964, narra los avatares de la resistencia francesa para impedir el traslado a Berlín desde Paris de una monumental colección de obras pictóricas, en el contexto de los últimos días de la ocupación nazi en nuestro país vecino. Con ese punto de partida nos hallamos con una narración que aúna lo austero con lo trepidante, que bordea continua y limpiamente la línea entre los géneros de intriga y de aventura (en un contexto bélico), y que opta en lo temático por una visión partidaria pero nada complaciente de la lucha encarnizada entre el ejército de Hitler y los reductos humanos más o menos organizados contra la invasión del Reich.

 

Antagonismos

Del propio sustrato argumental –y de las exigencias de Burt Lancaster, también productor, y que para la ocasión nos obsequia con otro de sus auténticos tour de force acrobáticos- emerge una narración marcada por su fisicidad, tangible en el planteamiento de las secuencias de acción, resueltas con envidiosa facilidad por Frankenheimer en ocasiones de forma expeditiva (la sumisión del oficial alemán que viaja en la locomotora, resuelta en tres cortos planos), otras de forma ostentosa y espectacular (los bombardeos, el choque de trenes). Pero The train no obvia otra vertiente, llamémosla intimista, de reflexión sobre los acontecimientos narrados –una vertiente que sí se obviaria, o aparecería falseada hasta el insulto en una producción similar realizada en la actualidad-, encauzada a través del atractivo que despierta el antagonista del héroe, el coronel alemán encarnado por Paul Scofield (cuyo talante se nos revela en la primera escena de la película, y llegará a la última consecuencia), y sobretodo a través del brutal desenlace de la historia, que no hace concesiones a la hora de retratar el horror y el nonsense que obligatoriamente conllevan las guerras.

 

Sugestión

Y es que The train rezuma la quintaesencia de todos los géneros por los que transita, y, en su poso discursivo, representa a la perfección el sentido de los actos de la Resistencia, esa lucha constante y pírrica contra los elementos. El realizador ostenta la pericia suficiente para manufacturar una epopeya bélica comme il faut, y al mismo tiempo no pierde nunca de vista esas consideraciones referidas al periodo histórico y a la tipología humana que retrata. Al espectador le queda la sensación de que las magistrales composiciones de la cámara y la luz para mostrar la locomotora y el vapor que emerge de ella bastarían para justificar el ineludible visionado de la película: es lo que sucede con las grandes películas: forman un todo tan homogéneo y poderoso que los detalles despiertan inequívocamente la sugestión o hasta la fascinación.

http://www.imdb.com/title/tt0059825/

http://www.thefilmjournal.com/issue12/thetrain.html

http://www.culturecourt.com/F/Nazi/Train.htm

http://en.wikipedia.org/wiki/The_Train

Todas las imágenes pertenecen a sus autores.