DEJAME SALIR

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Get Out

Director Jordan Peele

Guion Jordan Peele

Música Michael Abels

Fotografía Toby Oliver

Reparto Daniel Kaluuya,  Allison Williams,  Catherine Keener,  Bradley Whitford,  Betty Gabriel, Caleb Landry Jones,  Lyle Brocato,  Ashley LeConte Campbell,  Marcus Henderson, LilRel Howery,  Gary Wayne Loper,  Jeronimo Spinx,  Rutherford Cravens

EEUU. 2017. 107 minutos

 

Adivina quién viene esta noche

Firmada por un director debutante, Jordan Peele, Déjame salir se convirtió rápidamente, desde su aclamado paso por el Festival de Cine de Sundance, en una de esas piezas definitorias de una temporada, en tanto que etiquetadas como “imprescindibles” por los connaiseurs y aficionados al cine de terror –del mismo modo que lo fue el en 2015 otra opera prima, La bruja (Robert Eggers, 2015) o, el año anterior, It Follows (David Robert Mitchell, 2014)–. Menos entusiasta que su recepción en los EEUU, la crítica europea ha hallado cierto consenso en considerar algo para mí clarísimo, y es que en Get Out funcionan mejor sus premisas de partida que el modo en que Peele, también guionista, las gestiona en el desarrollo argumental, especialmente a partir del momento en el que se desencadena lo terrorífico. Pero, aunque malbaratada en parte, esa originalidad de las ideas de partida es algo valioso; valioso per se y valioso aplicado a un género, el cine de terror, al que demasiado a menudo le cuesta librarse de arquetipos y lugares comunes. Así, Get Out ofrece jugosas metáforas, que merecen ser analizadas. Y no todo se agota con la más obvia de entre ellas, esto es la relativa a la segregación racial, aspecto que, más allá de en lo argumental, Peele trabaja a fondo en su tramoya visual, alcanzando un admirable nivel de frescura y atrevimiento (la abstracción sobre la depredación psico-social, y el modo en que perpetúa las diferencias económicas, ello materializado en una posesión, casi literal, del alma de aquellos devenidos en esclavos, por supuesto negros, por parte de la clase dirigente, por supuesto blanca). En estas líneas, propongo analizar esa metáfora desde más amplios márgenes. Para hacerlo parto de un pequeño experimento, basado, precisamente, en analizar el relato elidiendo ese elemento primordial referido al comportamiento racista, para centrarme en otros términos: los núcleos familiares y las definiciones del hogar.

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Semejante abordaje me llama la atención por considerar que no son pocas las obras que, en los últimos tiempos, se han centrado en aspectos relacionados con esas macro-temáticas. Dejando de lado lo que al respecto también se podría apuntar de The VVitch (que, más allá de razones contextuales y de ubicación histórica del relato, nos cuenta, básicamente, cómo se produce la desintegración de una familia), hay diversas e interesantes películas del género que, como La invitación (Karyn Kusama, 2015) oThe Gift (Joel Edgerton, 2015), han trabajado, desde focos diversos y/o complementarios, definiciones nocivas asociadas al hogar y al statu quo familiar. Su abordaje a menudo me recuerda los que proponía The Twilight Zone, el serial de Rod Serling, en sus títulos centrados en cuestiones semejantes: entre otros, The Chaser (T.1, Ep. 31), Long Distance Call (T.2, Ep. 22), It’s a Good Life (T.3, Ep. 8), Young Man’s Fancy (T.3, Ep. 34), Spur of the Moment (T.5, Ep. 21) o The Bewitchin’ Pool (T.5, Ep. 36); títulos todos ellos en los que se producía una distorsión –esa sustancia nociva categórica de la serie– en lo relativo a las relaciones sentimentales/familiares en la que esporaba, en correlación lógica, un conflicto tanto identitario como social, un discurso sobre nuestro problemático encaje con el mundo, en este caso en un nivel tan elemental, tan esencial, como la pareja o la familia.

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De eso, entre otras cosas, habla Get Out: del peaje demasiado alto que Chris (Daniel Kaluuya) debe pagar para satisfacer a su familia política, devenidos en auténticos monstruos por cuanto pretenden, literalmente, aniquilar su identidad. Sin necesidad de adentrarnos en la hipérbole terrorífica, la película expone con elocuencia el difícil pasaje que para cualquier joven supone entrar en contacto con los padres (y hermano) de su novia, en tanto que competidores con aquél en el corazón de ella, y que juegan con la ventaja de que, a diferencia del novio, elegido y por tanto sobrevenido en la existencia de la novia, son quienes la concibieron, la educaron (o, en el caso del hermano, crecieron con ella) y, en definitiva, con quienes ella tiene, y tendrá siempre, los lazos más profundos.

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La manera francamente sugerente que Peele tiene de filmar la sensación de extrañamiento, de otredad que rodea a Chris en aquella opulenta casa de la familia de Rose (Allison Williams), se sustenta en esa idea primordial. Y a nivel argumental abunda en ello: no es casualidad que sea Missy (Catherine Keener), su suegra en potencia, quien sea el brazo ejecutor de esa aniquilación premeditada del joven, y que lo haga nada menos que revelando un trauma freudiano referido a la pérdida de la propia madre, pues Missy le hipnotiza haciéndole hablar de aquel, y no cualquier otro, episodio del pasado, en el que el chico, entonces un niño de once años, permaneció viendo la tele mientras su madre, que había sufrido un accidente, moría en la calle. La maquiavélica Missy inhabilita a Chris como hijo, y es a través de su culpa que logra sus mefíticos propósitos.

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Y esto último transcurre en un pasaje que nos sirve para enunciar la asocación que la película establece con Twilight Zone desde otros parámetros, los categóricos de lo visual: la solución visual más llamativa de la película es probablemente la imagen de Chris literalmente sumergido en el limbo, que Peele visualiza mostrando en imágenes al joven flotando en un vacío oscuro, inerme al contemplar la realidad, que se ha convertido en un pequeño cuadro que está por encima de él, al que no puede acceder de ningún modo. ¿No es muy evidente que Chris se halla, literalmente, en una zona de penumbra, en una “Dimensión Desconocida”? ¿Qué es aquel limbo sinola materialización de sus miedos más terribles? Y en el subrayado argumental del filme, esos miedos de Chris se basan en ser destruido por la casta blanca, pero, atendiendo a ese nexo distorsionado sobre la familia y su carencia, ese miedo emerge del trauma asociado a la desaparición de una madre, y nadie más idóneo que otra, la de su novia, para sacarlo a colación.

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Tras este cisma narrativo, la película se atrinchera en nociones que algo toman prestado de las mujeres perfectas de Ira Levin (y Brian Forbes) y otro tanto del cultivo del terror desde lo alucinado y granguiñolesco: una operación para suplantar una parte del cerebro que implica, a la vez, la desposesión de la voluntad. El pater familias, por supuesto, es quien tiene encomendada esa labor ejecutora, sirviéndole su hijo de enfermero; pero esa labor no resultaría tan aséptica sin la debida preparación que, de forma tan sibilina, han articulado las mujeres de la familia, madre e hija. El cambio súbito de comportamiento de Rose, analizado desde parámetros narrativos, chirría un poco en esa edificación del extrañamiento que atenaza a Chris: lo que en uno es un descubrimiento sutil, en la otra es un cambio de tornas demasiado radical para resultar del todo convincente. Pero, siguiendo con las metáforas que maneja este texto, ese cambio súbito de comportamiento de la novia de Chris es un pertinente levantamiento del velo, la revelación final de que, enfrentado a la familia de ella, él va a ser indudablemente derrotado, y la persona que, antes de ese encuentro, él creía que era Rose es en cambio alguien muy distinto. “Huye”, reza el título original de la película: como en las poesías negras de Charles Beaumont o en las patéticas catarsis de los relatos de Matheson, la aspiración de encajar en lo que no se tiene, una familia convencional, es una quimera tras la que solo espera una insoportable condena…

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Si en el dantesco festín familiar del clímax de La matanza de Texas la carne y la sangre de una chica eran ofrendadas para insuflar un simulacro de vida a un anciano decrépito, cuarenta años más tarde la forma de vampirización se ha refinado: se conserva la carne y la sangre, pero se arrebata lo inmaterial: la monstruosidad de la familia blanca de Get Out reside en ese aderezo fantastique que moviliza el relato, esto es su siniestra fórmula para extender sus tesis conservadoras sobre la diferencia de clases usurpando literalmente la voluntad de los que están por debajo. Los pespuntes más envenenados del discurso sobre lo racial del argumento de Peele apuntan a la perpetuación del darwinismo social a través de la falacia de la apariencia: aparentemente esos cuerpos negros siguen siendo jóvenes, sanos, indemnes, pero solo son una carcasa bajo la cual no queda espacio para la conciencia. Lo escalofriante de ese esquema es que, de forma tan malévola, se utilice la movilización sentimental (el amor de Chris por su novia) como anzuelo y, evidentemente, el núcleo familiar como instrumento de lo implacable. Un detalle genial de la película es la sensación de alivio que le queda al protagonista en la última secuencia del filme, cuando ve que ha llegado a la finca un coche de policía: levanta los brazos y se conforma con ser, presumiblemente, acusado de un homicidio múltiple: es preferible una condena a la vieja usanza, aunque comporte la pena capital, que esa otra condena que la familia de Rose le había deparado. Y, colmo de la ironía, será nada menos que el amigo campechano y verborreico de Chris, un personaje sostenido en un arraigado arquetipo asociado a los negros en el cine y la televisión (sobre todo eighties), quien libere in extremis al sufrido protagonista; quien, por así decirlo, le abra la improbable puerta de salida de uno de los lugares más inhóspitos que uno puede hallar… en la Dimensión Desconocida.