
The Wolf of Wall Street
Director: Martin Scorsese
Guión: Terence Winter, según las memorias de Jordan Belfort.
Montaje: Thelma Schoonmaker
Fotografía: Rodrigo Prieto
Intérpretes: Leonardo DiCaprio, Jonah Hill, Matthew McConaughey, Jean Dujardin, Kyle Chandler, Rob Reiner, Jon Bernthal, Jon Favreau, Ethan Suplee, Margot Robbie, Cristin Milioti, Katarina Cas, Joanna Lumley
EEUU. 2013. 179 minutos
Del pelotazo como una de las bellas artes
A nadie se le escapa a estas alturas que Terence Winter es uno de los grandes guionistas de la industria televisiva actual. Y de hecho podía pronosticarse que su reunión con Martin Scorsese sería muy jugosa apenas conociendo no sólo el episodio piloto (orquestado en imágenes por el realizador italo-americano) sino la completa serie de HBO Boardwalk Empire (Id, 2010-2014), la sofisticada y brillante epopeya sobre el gangsterismo durante la era de la Prohibición, de la que Winter ha sido creador, escritor y productor ejecutivo. Sin embargo, antes de la maravillosa serie protagonizada por Steve Buscemi (que, por cierto, aparece en El lobo de Wall Street en un curioso guiño, una imagen televisiva tomada de la serie ochentera El ecualizador, del mismo modo que encontramos un cameo de Shea Whigham, su hermano en Boardwalk Empire) podemos hallar en el currículo de Winter otra conexión scorsesiana, ésta que no pertenece a la órbita de la colaboración, sino de la influencia: Winter escribió o co-escribió veinticinco episodios de la inconmensurable Los Soprano (The Sopranos, 1999-2007), de hecho erigiéndose en el segundo escritor con mayor aportación al serial tras, por supuesto, David Chase, su creador. Y Los Soprano, entre muchas otras fuentes y apropiaciones de lo semántico y lo dramático, miraba de soslayo no pocas de las propiedades descriptivo-narrativas que convirtieron en un hito la película Uno de los nuestros (Good Fellas, 1990) y su particular revisión de las tipologías asociadas con el gangsterismo. En ese sentido, podemos decir que en la película que nos ocupa viene a cerrarse un círculo. Muy virtuoso.

Porque aunque El lobo de Wall Street es una película profundamente “de Scorsese”, donde cabe rastrear infinidad de signos que uno halla diseminados por su completa filmografía, la primera asociación que efectúa el espectador –y la efectúa apenas contemplar los primeros minutos del metraje– es indudablemente con la citada Uno de los nuestros más Casino (Id, 1995), dos obras complementarias y que para muchos constituyen un díptico sobre la vida en la Mafia desde dos escenarios –y diversos prismas– diferentes. No sólo o no tanto porque se trate de testimonios de las actividades delictivas de individuos de las que cabe extraer un elemento de crónica sociológica, o porque se estructuren según las reglas del clásico raise & fall, cuanto porque de ellas Scorsese (y su principal colaboradora, Thelma Schoonmaker, aunque cabe citar otros de relevancia) hereda(n) aquí reglas esenciales de puesta en escena y montaje que dotan a los respectivos relatos de una naturaleza exuberante, o quizá exorbitante, una suerte de storytelling que conjuga la virtuosidad técnica más incontestable con unas proposiciones electrizantes, hipertróficas, a ratos incendiarias a efectos de vestir no tanto un aparato ultraestilizado de propiedades magnéticas (que podría hacer de las tres citadas películas títulos interesantes, pero no las obras maestras que son) cuanto un entramado de conflictos dramáticos con unas densas, complejas reglas de establecimiento de mecanismos de identificación de los personajes con el espectador, densidad y complejidad que obedece indudablemente a la clase de disipación moral que dichos personajes exigen a ese espectador para asumir, como así lo hacen, un punto de vista propio que, a muchas galaxias de distancia de lo que rezan las convenciones, no adoptan la corrección ética (y política) del personaje arrepentido que confiesa o trata de expiar las iniquidades cometidas en su pasado sino todo lo contrario: una invitación tan seria como constante a nuestra complicidad con la delincuencia, la perversión y la indignidad. Si Jordan Belfort (excelente Leonardo Di Caprio) manifiesta de buen principio que escogió ser “el amo del universo”, las primeras palabras que escuchábamos decirle a Henry Hill (no menos inolvidable Ray Liotta) en Good Fellas eran “que yo recuerde, desde que tuve uso de razón quise ser un gángster”.

Sin embargo, aquí instalados aparece la principal diferencia entre la clase de crónica vital y radiografía socio-cultural de fondo que Uno de los nuestros frente a El lobo de Wall Street ponen en solfa. La primera se centra en tres décadas de vida en la Mafia que se inician en los años cincuenta y en el entorno más cercano a la educación sentimental del propio Scorsese, quien en más de una ocasión ha manifestado que en Little Italy, cuando era pequeño, las únicas personalidades eran los curas y los gángsters (y, de hecho, sabemos que durante un tiempo quiso ser lo primero). La segunda nos ubica en un pasado más cercano, iniciándose en 1987, en los años en los que el yuppismo de Wall Street empezaba a quemarse, pero también en los que las prácticas económicas ultraliberales extendidas en la era Reagan establecían la simiente de ese modelo de capitalismo cuya evidente insostenibilidad ha terminado de descifrarse en el descalabro financiero global en cuyas consecuencias aún estamos inmersos (y del que por ahora, en España, habida cuenta del nulo castigo a los poderes públicos por las muchas y graves renuncias sociales que nos han endosado, parece que poco hemos aprendido). En la primera, la hipérbole en el planteamiento de vida de los gángsters toma como punto de partida contextual, que de la nostalgia desciende progresivamente por todas sus grietas, que “en el barrio en el que crecí, en la vieja Nueva York, la gente buscaba desesperadamente la felicidad”, mientras que la segunda se refiere a una generación ya posterior para la que la búsqueda de la felicidad derivó en lo material, la cultura y pretensión de hacerse rico, lo que “creo que esa es la filosofía que ha predominado en los EEUU en los últimos treinta años, y eso es algo verdaderamente peligroso” (las dos citas corresponden a palabras de Martin Scorsese, entrevista publicada en la revista Dirigido por, nº 440, enero 2014, pág. 27).

¿Y cómo se mide esa diferencia desde el punto de vista superior al de los personajes? En el tono, claro. Ningún remedo de nostalgia o deriva romántica existe aquí en los planteamientos del cineasta –ni siquiera en la lujosa edificación del encourage visual de una época–, como tampoco convicción alguna en la exposición de los hechos que venga a amparar o justificar de algún modo esos actos del personaje. Ni siquiera, por poner un ejemplo cercano, la clase de conmiseración sincera que Woody Allen mostraba recientemente por otro animal exótico de la cultura depredadora, la protagonista de Blue Jasmine (2013), de quien nos reíamos pero en ocasiones nos conmovía por las causas patéticas de su sufrimiento. Jordan Belfort es otra cosa bien distinta, y nuestro compromiso con su sufrimiento –que tarda en llegarle, pero le llega– no se acerca al que nos despertaba Henry Hill. Quizá porque “los crímenes que se cometen bajo el disfraz de la legalidad, como los que retrata esta película, suelen provocar un daño aún mayor (que el que causan los gángsters). […] Creo que los crímenes que se cometen en Wall Street suelen ser mucho más peligrosos que los que suele llevar a cabo el hampa” (op.cit, pág. 25). El tono, decía. Es lo que explica que Uno de los nuestros sea un drama y El lobo de Wall Street sea en cambio una comedia, por lo demás salvaje. O, planteado de forma más precisa, y son palabras del amigo Tomás Fernández Valentí, un continuo monumento al cinismo.

El lobo Jordan Belfort es un vendedor nato. O más bien un engatusador nato. Una de las codas de la película son sus aparatosos, teatrales, tan sensibleros como desvergonzados speechs que dedica a los trabajadores de su compañía, la firma de inversiones Stratton Oakmont, a quienes invita a embaucar al prójimo con su misma eficiencia, parapetándose en la pretensión de ganar dinero a espuertas. Pues bien, de principio a fin de la película Scorsese concede la palabra a Jordan del mismo modo, invitando al espectador a prestarse al juego de formar parte de su parroquia de adláteres. Lo subraya desde muy al principio, mediante una llamativa apropiación que la voz en off efectúa de los términos de la imagen: se muestra un Ferrari de color rojo y Jordan, esa voz over, corrige la imagen, precisando que el coche no es rojo sino blanco, corrección que se materializa en imágenes al instante –en un detalle interesante, en una secuencia posterior y a costa del mismo coche Scorsese jugará con el descalabro del punto de vista del personaje, ya incapaz de discernir la realidad de las ensoñaciones fruto de sus excesos con la droga: nos muestra su coche de una pieza manifestando que no sufrió ni un arañazo y después constatamos que no fue así–, advertencia para navegantes sobre quién define la naturaleza de las imágenes y el tono en el que se empapan. De tal modo, en la edificación narrativa de Scorsese no se trata simplemente de servir a aquel aforismo de George Bernard Shaw según el que «si vas a decirle a la gente la verdad, hazles reir, porque de lo contrario te matarán», sino de exprimir a través de la más descarnada ironía la distancia entre los valores que defiende el personaje protagonista y aquélla que nos incumbe como espectadores, lo que en última instancia supone una invitación al desasimiento moral más campante que se extiende durante tres horas para alcanzar el puerto de las constataciones al final del metraje, en el regreso a la realidad que se produce en esa breve (y deliberadamente anodina) secuencia que discurre en un vagón del metro neoyorquino, donde viaja el agente del FBI Patrick Denham (Kyle Chandler), que ejemplifica el modesto modus vivendi de aquél que obedece a la honestidad en sus planteamientos personales y profesionales.

El zigzagueante recorrido entre esos dos extremos del metraje es un auténtico roller-coaster de los excesos, que cautiva por su potencia expresiva y por la soterrada violencia que emana de cada y acumulado planteamiento, por su atrevimiento y por los muchos riesgos que Scorsese asume como narrador de esa vorágine incesante de delirios. Los innumerables hallazgos –que, como el grueso de películas de su autor, hace necesario un estudio en detalle mucho más allá del que pueden proponer estas líneas– del guión de Winter y de las estrategias de mise en scène del cineasta pueden compartimentase o analizarse desde su focalización temática o de discurso. Podemos hablar, por ejemplo, de un retablo de personajes y caracterizaciones de lo monstruoso que se edifican a tono con la ralea del protagonista, en una danza de caracteres tan extravagantes y descabellados como las orgías que Jordan organiza en su oficina, incluyendo a su propio padre, al que apodan “Mad Max” (Rob Reiner), a su mentor Mark Hanna (un Matthew McConaughey estratosférico), quien de buen principio ilustra a Jordan sobre las reglas del éxito que el personaje llevará a las últimas consecuencias, a la niña pija de la que Jordan quedará prendado, Naomi Lapaglia (Margot Robbie), al hipócrita banquero suizo Jean-Jacques Saurel (Jean Dujardin) y, por encima de todo, a la caterva de colegas/comparsas de Jordan, con mención específica a su amigo del alma Donnie Azoff (un inmenso Jonah Hill), personaje desquiciado, de reacciones imprevisibles y presencia a menudo tan insidiosa como la de muchos secundarios en las películas de Scorsese que cumplen la función de erizar aún más los términos en la caracterización neurótica del personaje central (en ese sentido, los papeles de Joe Pesci tanto en Uno de los nuestros como en Casino nos darían el ejemplo más claro, pero habría muchos otros, como el conductor de ambulancias que encarnaba John Goodman en Al límite (Bringing Out the Dead, 1999) o como el matarife carismático al que daba vida Daniel Day-Lewis en Gangs of New York (2002), y es que de hecho en filmes como Who’s that knocking at my door? (Id, 1967), Malas calles (Mean Streets, 1973) o Taxi Driver (Id, 1976) Scorsese ya revela que el ingrediente crispado es fundamental en las definiciones tipológicas de los personajes secundarios de sus obras).

Podemos hablar, o más bien celebrar, no pocas imágenes de impacto y memorables set-piéces que nos regala la película. Algunas asociadas con diálogos cargados de una cualidad acerada que desarma al espectador, ya desde aquella comida que Jordan comparte con el personaje encarnado por McConaughey a las disputas domésticas del primero con Naomi, pasando por el encuentro preparado por Jordan en su yate con los agentes del FBI. Pero la mayoría de ellas vienen marcadas a fuego por las reglas escenográficas que Scorsese pone en solfa, como es el caso de las prodigiosas planificaciones y juegos con movimientos de cámara laterales y frontales (otra vez esa marca de fábrica que nos recuerda a Uno de los nuestros o Casino) para coreografiar las secuencias inundadas de gente que discurren en las oficinas de Stratton Oakmont. Llamativas resultan también las derivas absurdas de las secuencias que relatan viajes, como aquella fiesta en un avión que termina con Jordan atado a su silla o, principalmente, el alucinado pasaje que discurre en alta mar, en el que de súbito nos encontramos ante una tormenta marítima poco menos que perfecta y una reformulación sarcástica hasta límites insospechados del trance que para los personajes supone la posibilidad de un naufragio [donde se puede encontrar hasta un malévolo comentario a costa del filme que lanzó al estrellato a DiCaprio, Titanic (Id., James Cameron, 1997)]. Podemos hablar de la absoluta brillantez de la secuencia en la que, por haber ingerido unas pastillas de metacualona caducadas, los efectos de las mismas se demoran y multiplican, lo que da de resultas una parálisis corporal que impide a Jordan hablar y apenas moverse (avanza penosamente por el suelo del vestíbulo del hotel en el que se halla, se deja caer por las escalinatas, sigue reptando como puede por el suelo hasta alcanzar su coche y abrir la puerta, ya en un detalle de puro slapstick, con el pie…), para después rizar el rizo de su patetismo cuando trata de enfrentarse por los suelos con Donnie en lo que parece una pelea a cámara lenta en la que uno y otro se enredan con el cable del teléfono, para terminar salvando la vida de su amigo, que se ha atragantado con una loncha de jamón (¡!).

En los últimos compases de la función, necesariamente, los términos expositivos se oscurecen. La gran broma en la que se erige la existencia de Jordan empieza a revelarse macabra. Llama la atención allí una secuencia a añadir a la auténtica antología scorsesiana de escenas descarnadas en su descripción de enfrentamientos domésticos [con parada obligada en Toro salvaje (Raging Bull, 1980)], en la que se muestra el desesperado, patético e irresponsable intento del personaje de huir de su casa secuestrando a su hija Jordan. Y finalmente, la fantasía termina. Con una sonora sentencia judicial y la delación de los amigos (la sombra de Uno de los nuestros de nuevo). Y en el epílogo de la función, Jordan vuelve al ruedo de las arengas, su trabajo favorito. Actúa como conferenciante. Pero, como le pasaba a Henry Hill en el cierre de Uno de los nuestros, aquello ya no tiene gracia alguna para él. El personaje no se ha redimido, simplemente e inevitable, ha perdido. Invita al público a que les venda un boli, pero, a diferencia de uno de sus nauseabundos colaboradores en una secuencia muy anterior -que rápidamente replicaba “escribe lo siguiente”, forma gráfica de evidenciar que de lo que se trataba era de generar en el comprador una necesidad-, aquí nadie sabe improvisar una respuesta convicente. Para Jordan se trata de la constatación de que los viejos tiempos ya no volverán. Para el espectador, la constancia es otra: Belfort no merece ser escuchado. Implacable apreciación final de esta película que en ningún momento esconde sus intenciones reales: entre risas asesinas, por la vía subterránea de los retortijones tras la salvaje y nociva ingesta, a la manera de El rey de la comedia (King of the Comedy, 1982), El lobo de Wall Street plantea diversas trágicas constataciones sobre no pocos comportamientos culturales que definen la nuestra como una sociedad no sólo mediocre, sino en clara decadencia.