EL IRLANDÉS

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«I remember
That night in May
The stars were
bright above…»
In the Still of the Night
En Malas calles hallamos la simiente, sin duda. Aunque allí Scorsese estaba forjando su camino, quizá perfeccionando su primer estilo, aún imprimiendo a las claras intenciones autobiográficas en el trazo naturalista con el que se acercaba al retrato de los bajos fondos de su ciudad natal. Pero en esa obra sí resulta fácil rastrear diversos elementos que iban a resultar característicos de su cine en general y de la trilogía que esta The Irishman completa.  Trilogía, sí, indudablemente, sobre biografías de personajes asociados a la Mafia, y que se inició con Uno de los nuestros y continuó con Casino. Frank Sheeran, el protagonista del filme que nos ocupa, comparte condición con Henry Hill y Sam Rothstein . Los tres son peones en esferas diversas del hampa, y sus historias sirven para hilvanar, desde el drama, crónicas históricas sobre la mafia en los EEUU. Pero, más relevante, son obras claramente renovadoras del cine de gángsters, y su huella estética en el imaginario del cine (no solo americano) es profunda. No es tan exagerado decir que en 1991 Uno de los nuestros inauguraba un subgénero, aunque, hablando con propiedad, más bien alardeó de unas reglas formales, visuales, que iban a calar en las miradas de muchos otros cineastas en la órbita de lo posmoderno, de Quentin Tarantino a Paul Thomas Anderson.
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 Pero las dos primeras obras de la trilogía quedan lejos: The Irishman llega un cuarto de siglo después. Sucede aquí, en cierto modo, algo parecido a lo que pasaba en El Padrino, Parte III (1991) respecto sus dos predecesoras (1972 y 1974) en la celebérrima trilogía mafiosa de Francis Coppola. Y más allá de razones creativas («The Irishman» es una apuesta personal de Scorsese que ha tardado años en poder concretar, y el tercer «Padrino» un filme al fin y al cabo alimenticio), el estado de las cosas en el cine en la distancia que va de 1972 a 1991 supuso muchos cambios, pero muchos menos que los que han tenido lugar entre 1991 y 2019. La edad del creador, Scorsese, 77 años al estrenar esta The Irishman, la clase de prestigio que atesora y su lugar actual en una industria cambiante también tienen cosas que ver con los resultados artísticos.
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Casino proponía más contenido introspectivo que Uno de los nuestros, un mayor anclaje narrativo en el dramatis personae, en algunos aspectos herencia de Toro salvaje. En ese sentido, la historia de Frank Sheeran queda más cerca de la de Sam Rothstein, y la introspección es aún mayor, en deriva hacia el intimismo. Lo interesante es que, de forma aún más acusada que allí y que en Good Fellas, el filme se centra en un personaje que es el fiel escudero de aquellos que manejan los hilos, y en ese retrato del personaje que vive a la sombra y en el silencio, al final arrojado por ello al conflicto, es donde el filme encuentra su insobornable motor dramático. The Irishman plantea, con voz queda donde en Casino había bullicio, severas reflexiones sobre la relación entre el poder/el dinero y la servidumbre humana, y si bien esos temas se planteaban en aquellos dos titulos anteriores, aquí hay menos rock’n’roll y mucha más filosofía. 

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 Eso supone una diferencia importante que despeja la ecuación de esa distancia entre 1991 y 2019. Aquí, el cineasta recurre a una reseñable economía expresiva y una aún mayor astucia expositiva, en un admirable equilibrio entre sus tan reconocibles señas idiosincrásicas (el recurso a los planos-secuencia y el aprovechamiento del fuera de campo, el uso del slow-motion, etc, y principalmente la cirugía brillante en la mesa de montaje) y una vis mucho más sobria en aspectos concretos como el uso de la música, los dispositivos de la dirección artistica y el aprovechamiento de los escenarios o la plasmación de la violencia, entre otras cosas. Del hiperrealismo expresionista de su cine pasado, hemos avanzado hacia una definición canónica de naturalismo. No es que se depure el estilo (Uno de los nuestros era redonda en sus propios términos), sino que cambian las intenciones, el angst que siempre bulle en Scorsese, y eso queda reflejado en la forma y en el tono. De la electricidad, la urgencia y la percusión, hemos pasado a la solemnidad de unas teclas de órgano entonando una elegía.
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La sintonía entre el guion de Steven Zaillian y este Scorsese-2019 es igualmente modélica. Zaillian, sin perder pie en los claroscuros dramáticos, efectúa un vaciado intenso del libro biográfico I Heard You Paint Houses de Charles Brandt. Por eso luce, superlativa, la labor de los intérpretes en esas tantas secuencias de diálogos y silencios que caracterizan el relato. Entre los segundos, significativamente, los que traducen la relación entre Frank y su hija, encarnada por Ana Paquin: de los conflictos de pareja de los dos anteriores títulos de la trilogía, pasamos al conflicto paterno-filial, factor decisivo en la edificación de ese cuento moral que Scorsese -diría que como casi siempre- nos plantea, las miradas y gestos y silencios de la chica como evidente sanción de un desasimiento de connotaciones éticas y cada vez más irreparables. La traslación de esos enunciados, entre muchos otros, en la puesta en imágenes nos ofrece lo más llamativo de The Irishman: la serenidad con la que se maneja ese material denso y que podía traducirse en términos mucho más efectistas. El cineasta los controla, y es una proeza especialmente reseñable atendiendo a la capacidad rítmica que atraviesa ese metraje de 210 minutos, el más largo de su trayectoria.

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Esa serenidad es la del sabio. Lo que en El lobo de Wall Street era caótico y sarcástico, porque así lo exigía aquel relato, aquí se vuelve recogido, pausado y clarividente. En The Irishman se nos hace más evidente que nunca ese estadio creativo del cineasta que ya solo rinde cuentas consigo mismo y ya se siente viejo para dejarse sobornar por la exuberancia. Y ello nos lleva a reflexionar conforme avanza ese visionado en el que sufrimos constantes cortocircuitos entre dos miradas (1991/1995 vs 2019) de un mismo cineasta: Scorsese está hablando de una forma de hacer cine de la que él fue referente moderno, pero ahora se sumerge todo en una pátina crepuscular que nos embarga. Ese arranque del filme desde el final del camino del protagonista es un aviso para navegantes, y también exige una lectura metanarrativa. The Irishman es, por supuesto, una recapitulación. Pero también contiene, en su misma entraña, una doliente reflexión, la de Scorsese, sobre una forma de hacer cine que considera en vías de extinción. Las declaraciones del cineasta sobre las películas de Marvel, sobre el statu quo del cineasta en la industria, reclaman su lectura aquí. SPOILER. Al igual que Frank Sheeran, al final del camino, acude en soledad a adquirir su propio ataúd, Scorsese propone algo así como una liturgia funeraria para su película «de cine» a aquellos que acudan a una sala a verla, en estos días de pases limitados de la obra antes de nacer donde, merced de quien financia, debe nacer: en la pantalla televisiva. Que Netflix sea la empresa que ha puesto los fondos para que el filme pueda ver la luz nos arroja a una apasionante paradoja y a una contradicción, otra más de estos tiempos en que vivimos. Y, si algo está claro, es que en esa paradoja y en esa contradicción, The Irishman es una auténtica reliquia.

SILENCIO

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Silence

Director: Martin Scorsese

Guion: Martin Scorsese, Jay Cocks, según la novela de Shusaku Endo

Reparto: Andrew Garfield, Adam Driver, Liam Neeson, Ciarán Hinds, Issei Ogata, Tadanobu Asano, Shin’ya Tsukamoto, Ryô Kase, Hiroyuki Tanaka, Nana Komatsu, Yôsuke Kubozuka, Yoshi Oida, Ten Miyazawa

Música Kim Allen Kluge, Kathryn Kluge

Fotografía Rodrigo Prieto

EEUU-Italia-México-Japón. 159 minutos. 2016

 

El fuego de la reflexión

El hecho de que Martin Scorsese arrastre el proyecto de Silencio, adaptación de la novela homónima (1966) de Shusaku Endo,desde finales de los años ochenta nos ofrece un puente entre dos momentos distantes en su filmografía y dos títulos que convergen por razón de la exploración sobre lo religioso que les da carta de naturaleza. Hablo por supuesto de La última tentación de Cristo (1988). Pero como bien asevera Quim Casas en su crítica de la película aparecida en la revista Dirigido por (enero de 2017), aquel título con guion de Paul Schrader encajaba de forma más armónica, en lo que a maneras fílmicas se refiere, con el corpus filmográfico de Scorsese de aquel periodo y Silencio, en cambio, aparece como un título más desgajado. Desgajado en parte, y lógicamente, por ser un proyecto que tantos años el cineasta ha tardado en sacar adelante; pero desgajado también por la deriva diría que muy libre, que no desconcertante, de obras del cineasta italoamericano en este último lustro, donde quizá el Scorsese más reconocible por el público comparece más a las claras en El lobo de Wall Street (2013) y en sus aportaciones a series de la HBO, pero junto a él hallamos títulos de tan dispar naturaleza como Shutter Island (2010) o La invención de Hugo (2011), así como alguno más de sus apasionantes documentales musicales, títulos que encajan en latitudes distintas de esa más reconocible que tiene, sin que ni unas ni otras permitan hablar de actitud acomodaticia o de renuncia a su vocación, inmarcesible, de cineasta experimental y enamorado del poder de la imagen. Sin embargo, quizá el dato que zanja el sentido de este párrafo es objetivo: Silencio es la primera película en la que Scorsese aparece como guionista desde Casino (1995). Significativo.

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La película nos ubica en el contexto de la persecución religiosa que a principios del siglo XVII sufrieron los cristianos japoneses. Para ponernos un poco en antecedentes de lo que atañe a la crónica histórica -pues la novela y la película, al igual que la primera versión de esa novela, filmada en 1971 por Masahiro Shinoda con guion participado por el propio Endo, proponen, amén de un ensayo sobre lo teológico, una lección de Historia-,el primer misionero católico, San Francisco Javier, llegó a Japón en 1549, y con mucha rapidez arraigó entre la población nipona, hasta llegar a convertirse, en menos de un siglo, en la mayor comunidad católica del mundo bajo gobiernos no europeos, con centenares de miles de fieles. Pero en 1614 empezaron las persecuciones del Estado contra los cristianos, persecución que se fraguó con el asesinato de un millar aproximado de fieles y una cifra aún más relevante por causas indirectas -la pobreza y la enfermedad- relacionadas con la confiscación de los medios de vida. En la secuencia prólogo, Silencio nos pone en antecedentes de esta situación al mostrar la tortura con agua hirviendo de diversos feligreses, tortura que es atestiguada por un desesperado Padre Ferreira (Liam Neeson), personaje cuya búsqueda constituye de hecho el hilo conductor del relato.

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Tras esa secuencia prólogo, el filme arranca en el momento en que dos jesuitas portugueses, Sebastiao Rodrigues (Andrew Garfield) y Francisco Garrpe (Adam Driver) convencen a su superior (Ciarán Hinds) para trasladarse a Japón, ello y a pesar de conocer la hostilidad que les espera, en busca del padre Ferreira, sobre el que corre el rumor que ha apostatado. Se ha equiparado esa expedición con el viaje al corazón de las tinieblas de la novela de Joseph Conrad (y la película de Francis Coppola), equiparación interesante tanto si atendemos a lo externo (ese desplazarse a un lugar extraño, con otra orografía, otro paisanaje y otras reglas de comportamiento, muy alejadas de las occidentales) como a lo interno (el desasimiento psicológico que genera ese marco tan distinto, irreconocible, en los expedicionarios). Aun siendo el segundo de esos aspectos, el anímico y espiritual, el que más interesa a Scorsese, el cineasta se guarda esa exposición para la segunda parte del metraje, y en esta primera, hora larga, prima la exposición desde lo descriptivo, narrando el viaje y el contacto de los misioneros con la población rural del sur del Japón. Se trata, después lo sabremos, de poco más que una contextualización y unos preliminares. Su objeto consiste en presentar los personajes en solfa (junto a los dos jesuitas, interesa el personaje de Kichijiro (Yôsuke Kubozuka), un católico que niega tal condición y que al principio hace las veces de guía de los misioneros en su expedición al Japón, así como el inquisidor Inoue (Issei Ogata), un tipo de maneras flemáticas y despóticas, astuto e implacable en su labor), incidir en cuestiones sobre contexto socio-cultural (los pequeños y miserables poblados donde resisten comunidades cristianas, cuya carencia de guía espiritual parece no hacer otra cosa que reforzar su condición devota, subrayándose al respecto la importancia que le conceden al paraíso, meta que les espera tras el sufrimiento en este mundo) y, no menos importante, fijar la fuente narrativa principal (la conversación constante entre la voz over del padre Rodrigues y lo que las imágenes nos muestran).

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Tan extensa exposición resulta atractiva por el encourage visual de esos paisajes rurales carente de luz y neblinosos, que viene a sugerir una cualidad ominosa, de tragedia latente, en un alambicado visual de cierta miga aventurera que termina en el claro punto de ruptura narrativo que supone la detención de Rodrigues. Los hechos, a partir de entonces, se relatan desde su cautiverio, y de los grandes espacios, desde el contexto y la mirada externa, nos vemos constreñidos a todo lo contrario: la dictadura del espacio reducido y el imperio de lo subjetivo, del punto de vista, cuyo filtro, ya fertilizado en la exposición de motivos de la primera parte del metraje, da lugar a una creciente abstracción, a un relato que, aunque movilizado a menudo en imágenes cruentas de asesinatos y torturas que el personaje atestigua (Scorsese no nos escatima ninguna, pues son fuente importante sobre la que edificar su tesis), va cerrando filas en torno al dilema que el Inquisidor y su ayudante presentan a Rodrigues y que, en otra secuencia de ruptura, la aparición de Ferreira y el testimonio de su apostasía al jesuita cautivo, terminará de zanjar. Si antes la voz over cumplía un propósito enfático, de subrayado descriptivo de las imágenes, en esta segunda parte del metraje esa dialéctica entre lo que se ve y se escucha fructifica en algo mucho más denso, elevando de paso una tesis, con firma de Thelma Schoonmaker, sobre la prioridad absoluta que el montaje reclama en la edificación del relato fílmico.

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Así avanzado el metraje de Silencio, el espectador es arrojado al fuego de la reflexión. Esa es, a la postre, la grandeza de la película, la proeza de Scorsese. Invitarnos a preguntar por qué Rodrigues debería o no debería ceder al chantaje que le propone el Inquisidor. ¿Hizo bien Ferreira, y después Rodrigues, apostatando? En esa decisión, ¿interviene o no la conciencia de que, tal vez, la labor misionera era un modo de colonización y, aunque con tácticas inmorales, las autoridades japonesas persiguen un fin lícito? ¿Qué camino de fe persigue, a esas trágicas alturas del camino, Rodrigues? Las interpelaciones afectan al personaje, pero la perspectiva de la película, aunque sostenida en su punto de vista, adquiere una mayor enjundia filosófica, de modo tal que termina siendo indiferente si el espectador es católico o no, pues los dilemas morales planteados atañen a cualquier punto de vista, interpelando de forma dramática, febril, pero nunca deshonesta.

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Esa es la proeza que logra Scorsese al finalizar el recorrido de dos horas y media que propone Silencio. Tras la primera hora podíamos sospechar que el material manejado le iba grande, que la película titubeaba en la ilustración de algo complejo; pero en el cierre debemos rendirnos a la evidencia de todo lo contrario: el cineasta consigue la implicación, principalmente espiritual, del espectador en eso tan complejo que está narrando, en los imponentes interrogantes teológicos que propone la novela de Endo. Y no se trata sólo de abstracciones, ni siquiera de austeridad o ascetismo en la acepción canónica del término. En ese sentido, atiéndase al hecho de que en la segunda y apasionante mitad del metraje la cinefilia del cineasta ha comparecido en un esfuerzo -bien integrado en el relato- por sumergirse en la imaginería visual de Japón a través de espejos y reflejos con formas visuales propias de maestros del cine de aquellas latitudes. Kurosawa, Kobayashi, incluso Mizoguchi comparecen en las imágenes de la película. No son apuntes desgajados, bien al contrario, son el equipaje visual que hace, en la lógica cinematográfica de Scorsese, plausible el discurso sobre el viaje físico y espiritual del personaje protagonista, una inmersión en una civilización extraña que no deja de ser un misterio que sumerge a otro, el gran misterio de la Fe. Scorsese lo lleva persiguiendo desde que decidió ser seminarista en Little Italy, o en términos fílmicos desde los tiempos de Who’s that Knockin’ at my Door (1971). En Silencio prosigue el viaje. Al fin y al cabo, podríamos pensar la película como una gran metáfora en la que Rodrigues personifica esa búsqueda interior en los más inhóspitos paisajes del alma, porfiando con ese silencio ensordecedor, con las contradicciones más febriles, y a la postre conservando la esperanza, el Gran Secreto, solo en el lugar más recóndito imaginable, el que aguarda al final de todas las dudas, de todas las cosas; ese que se revela en el último plano de la película. En Silencio, decía, prosigue el viaje de Scorsese. Y es apasionante.

VINYL

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Vinyl

Director: Martin Scorsese

Creador: Terence Winter, Martin Scorsese, Mick Jagger, Rich Cohen

Guión: Terence Winter, Mick Jagger, Debora Cahn, Adam Rapp, Rich Cohen

Intérpretes: Bobby Cannavale, Olivia Wilde, Ray Romano, Juno Temple, Andrew Dice Clay, Max Casella, James Jagger, P.J. Byrne, Paul Ben-Victor, Joe Caniano, J.C. MacKenzie, Birgitte Hjort Sørensen, Jack Quaid

Montaje: David Tedeschi

Fotografía: Rodrigo Prieto

HBO. 2016. 112 minutos

 

El ruido y la furia

Debí, hace mucho tiempo, empezar a colgar en este blog, junto a las críticas de películas, críticas de series, o quizá de episodios de series. Su interés y relevancia está fuera de toda duda. Pensé en hacerlo desde los ya lejanos tiempos de Los Soprano, y le seguí dando vueltas durante años, mientras devoraba con afición muchísimas series de alta o más alta calidad que sin duda merecían estar aquí, donde suelo escribir sobre aquello que más me gusta, la narración audiovisual. El espaldarazo definitivo –tras una de aquellas tantas veces que me quedé  a medias, con Boardwalk Empire– me lo ha dado Martin Scorsese, uno de mis directores de cabecera, concretamente el episodio piloto de Vinyl, la serie sobre la industria discográfica co-creada y producida junto a Terence Winter y Mick Jagger, de la que Scorsese, como sucedió con Empire, se ha ocupado del primer episodio.

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A juzgar por la lógica de la serie televisiva actual, y más concretamente por el segundo episodio, dirigido por Allen Coulter, Scorsese, merced de su labor en la puesta en escena en ese piloto más las tareas de productor ejecutivo, ha dotado a la serie de un look propio, de una personalidad visual, bien notoria y que, en el desarrollo, se irá modelando, esperemos que (como antes hemos visto) con resultados brillantes, con el universo narrativo creado por el guion de Terence Winter. No es de extrañar que Scorsese actúe como gurú: él es un nombre mayúsculo del audiovisual contemporáneo y John Melfi, Winter, Coulter y el resto de nombres también mayúsculos de la ficción televisiva HBO implicados, le hallan sentido, como los espectadores, a esa suerte de apadrinamiento. Y conociendo la personalidad y entusiasmo del autor de Malas calles, es evidente que el cineasta también se halla encantado de verse reconocido, en este nuevo paisaje apasionante de la ficción televisiva, como un referente. De hecho, hay sin duda parte de visión y sentido de la oportunidad de Scorsese al haberse introducido en este medio, quizá consciente de que puede llegar a casar más con su personalidad que en el formato cinematográfico, no por otra cuestión que los target de público implicados.

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Pero si este blog inaugura referencias televisivas precisamente con Scorsese y Vinyl es porque la serie, o, más preciso, el piloto, es un transfer estupendo de uno a otro medio. Vinyl es un híbrido y compendio scorsesiano, entre las maneras episódicas de, por ejemplo, sus crónicas gangsteriles o su reciente El lobo de Wall Street (2014) y el narrar según reglas específicas del montaje de sus documentales musicales (edita David Tedeschi, aliado de Scorsese en el primer episodio de The Blues (2001), en No Direction Home (2005), Shine a Light (2008) y George Harrison: Living in a material world (2011)). Entre el dramatis personae bullicioso, febril, excesivo (a través del personaje-guía, Richie Finestra, encarnado por Bobby Cannavale, descubierto precisamente en Boardwalk Empire) y la coartada objetiva de estar hablando de la herencia del blues y la historia de la industria discografica, ese otro gran tema scorsesiano, aquí acodado junto a la cinefilia, materializado en esas imágenes en fuga onírica del creador o espectador, no del personaje, que nos muestran a artistas interpretando piezas del gran repertorio del imaginario derivado del rythm & blues.

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Ubicado el relato a mediados de los setenta (y, cómo no, en Nueva York), el filme/episodio relata el proceso de Finestra de estar a punto de finiquitar su sello, Polygram, a unos inversores alemanes para salvarse de la quiebra, a intentar reinventar la compañía y su labor a la búsqueda y promoción de talentos del panorama musical. El relato, que es una presentación, y que se halla lejos de los experimentos de, por ejemplo, los guiones de Oren Moverman, propone una senda convencional trufada de diversos y manidos tópicos como high-concepts en los que materializar la trama; pero el guion está bien escrito, los personajes se convocan con soltura, y, especialmente, las reglas de storyteller que explota Scorsese resultan tan exuberantes que no pueden dejar de agradar a cualquiera de sus seguidores, revirtiendo esos tópicos, o incluso los obvios símbolos que maneja –en ese clímax alucinado en un edificio que se derrumba literalmente– al ser capaz de reclamar el valor de la imagen y de la música a través de su fusión desacomplejada y virtuosa. Entre las sutilezas del guion y su eclosión casi en bruto de esas imágenes rutilantes progresa la personalidad de Vinyl, dejando, como estelas, detalles tan brillantes como esa asociación entre la criatura de Frankenstein –que un capitoste chiflado de la industria radiográfica visiona en una pantalla en su casa– y la simiente del lenguaje del videoclip.

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Vinyl es, en definitiva, también híbrido y recapitulación de las difusas diferencias entre el cine y la televisión actuales: es un piloto, parece un prólogo a la historia, pero es al mismo tiempo un relato con sus actos, su circularidad, su estructura de largometraje y dialéctica entre tiempos narrativos que se alternan, un largometraje edificado entre los lugares comunes de un impropio biopic, las puntuaciones de humor negro o el exceso de una fuga violenta, de thriller descarnado inclasificable. Vinyl es, pues, una película de Scorsese, sobre cualquier otra consideración. Consciente de y pactante con el medio televisivo sin por ello tener que renunciar a nada.

NEW YORK, NEW YORK

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New York, New York

Director: Martin Scorsese.

Guión: Earl Mac Rauch y Mardik Martin según una historia del primero

Intérpretes: Robert De Niro, Liza Minnelli, Lionel Stander, Barry Primus, Georgie Auld, Mary Kay Place, George Memmoli, Dick Miller, Leonard Gaines, Clarence Clemons

Música/Canciones: Ralph Burns/John Kander y Fred Ebb

Fotografía: László Kovács

EEUU. 1978. 136/155/163 minutos

 

Somebody loses and somebody wins

And one day it’s kicks, then it’s kicks in the shins

But the planet spins, and the world goes ‘round-

But the world goes ‘round

But the world goes ‘round

 

Ayer, hoy y siempre

 

Podríamos decir que New York, New York forma parte de esa categoría de filmes, fáciles de rastrear entre los directores que se apoderaron en el paisaje del New Holywood a mediados de los setenta, que podemos considerar inacabados, siempre pendientes de ser revisados, de admitir otro metraje, y de variar sus sentidos. Eso pasaría, teóricamente y por verdad de perogrullo, con cualquier película, pues el montaje es esencial en el lenguaje fílmico. Pero la especialidad aquí es que esas películas ya nacieron, o al menos fueron filmadas, con vocación de quedar inacabadas. Y ello debido a su propia, quizá desmedida, ambición. Es discutible si sucedió con Carga maldita (Sorcerer, William Friedkin, 1977) o con El cazador (Michael Cimino, 1978), pero sin duda sí sucedió, por ejemplo, con la película siguiente de Cimino, La puerta del cielo (Heaven’s Gate, 1980), con Apocalypse Now (1979) o con Corazonada (One from the Heart, 1982), estas dos últimas de Francis Ford Coppola. Pude revisar recientemente New York, New York en pantalla grande y me pareció una película extraordinaria: pero lo es, precisamente, por esas coordenadas extrañas, contra natura de la película, sostenidas en primera y última instancia en la tensión entre los requerimientos de una película de Hollywood y la apropiación peculiar e intencionada por parte de la mirada de su autor.

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De hecho esa tensión –que define todas las películas antes citadas– se lleva al extremo en esta propuesta concreta, pues Martin Scorsese pretendió sostenerla en ella con todas las consecuencias: como ha manifestado muchas veces, y puede deducirse claramente en las imágenes, en New York, New York quiso conjugar la codificación clásica de las películas de Hollywood de los años cuarenta hasta mediados de los cincuenta, a mayor abundamiento de género musical o que incorpora el artificio propio de ese género, con una mirada intuitiva y naturalista, hija de la modernidad fílmica –y del estilo ya depurado por Scorsese en sus diversos filmes precedentes– focalizada en el núcleo duro dramático: el relato de los conflictos de la pareja que protagoniza el relato. Scorsese, vemos, lo que quería era generar imágenes fruto de un conflicto estético constante de principio a fin, homenajear un estilo de hacer cine que despertaba sus pasiones y que ya no se estilaba (hoy aún menos, claro) sin por ello sacrificar sus señas de estilo. Quería experimentar, y en realidad, por mucho que la película se zanjó como un patinazo de prestigio tras los laureles de Taxi Driver (1976), el experimento es digno de verse y analizarse, pues resulta en muchos sentidos apasionante, sentidos que no se agotan, como se suele apuntar al respecto, en una galería de imágenes de poderoso efecto plástico, sino en la propia definición de las piezas que se engarzan y en el modo de engarzarlas, ese conflictivo, siempre chirriante, pero también fértil encaje en lo visual y narrativo. Además, debe tenerse en cuenta que algo de todas esas nociones barajadas en  New York, New York seguirían teniendo vigencia para Scorsese en cada aproximación (todas ellas cinéfilas) a los parámetros del filme de estudio en cada vertiente temática o genérica que con los años iba a firmar, del filme tributario a un actor (El color del dinero (The Color of Money), 1986) al policiaco (Infiltrados (The Departed), 2006); del biopic (El aviador (The Aviator), 2005) a los abigarrados thrillers El cabo del miedo (Cape Fear, 1991) y Shutter Island (2008).

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Pero adentrémonos en la historia de Jimmy Doyle (Robert DeNiro) y Francine Evans (Liza Minelli), en lo que cuenta la película. Y descubriremos que, al fin y al cabo, guarda muchos paralelismos con el modo en que lo cuenta. New York, New York relata la relación sentimental que a lo largo de diversos años mantienen un saxofonista outsider y apasionado del jazz con una cantante que trata de abrirse camino en la industria discográfica actuando como solista para una big band. Se aman, luchan por comprenderse, pero sus motivaciones les distancian irremisiblemente. Y esa historia de encuentros y desencuentros amorosos en el marco o contexto histórico de los años de las big bands se estampa sobre un marco escenográfico bien reconocible pero que bulle en inercias bien alejadas de lo retro, y revela el placer de experimentar con un aroma nostálgico que a veces se exprime hasta lo anacrónico y sintético pero que nunca desmiente esa otra clase de expresividad, tan moderna y profundamente scorsesiana, en la que dos personajes perdidos no pueden evitar una y otra vez golpearse de cabezazos contra su propia vida al ser incapaces de atravesar la distancia que les separa de a quienes aman. La dicotomía es doble: el conflicto cruzado entre un hombre y una mujer –y su personalidad, y su destilado artístico, y sus ambiciones dispares– se sobreimpresiona a ese conflicto que anida en lo formal, entre lo viejo y lo nuevo, o, en definición de Scorsese, “lo artificial y lo auténtico”, no entendiendo “lo artificial” por sus connotaciones negativas sino, simplemente, como la dimensión cinéfila fascinada por el cine de Hollywood de antaño, en la que esas codificaciones sobre las luces, los colores, los figurantes, los vestuarios o los decorados nos mostraban una irrealidad que los espectadores convenían (o convenimos los que aún las contemplamos) en aceptar como realidad. Por tanto, quizá con más propiedad podríamos hablar de “lo irreal y lo real” confundido en el opulento, refulgente y bullicioso aparato formal de la obra, una historia de personajes de edificación contemporánea y psicológicamente densa, a veces difusa, nunca cartesiana arrancada de un limbo creativo para ser plantada en un escenario socio-histórico de cartón piedra.

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Y en esa coda experimental –que descoloca en el primer visionado de New York, New York, y que posteriormente, a cada revisión, revela la experiencia de ese visionado como más fructífera y más fascinante–, posiblemente Liza Minelli y su personaje asumen una parte de la balanza más inclinada hacia lo nostálgico mientras De Niro, con su personaje menos de una pieza, más cargado de aristas e imperfecciones, más lleno de tics (algunos de los cuales recuerdan tanto a la precedente Taxi Driver como a la sucesiva Toro Salvaje (Raging Bull), 1980), asume la réplica contemporánea. Eso sobre el papel, en el esqueleto de las definiciones dramáticas; porque después, en la materialización escenográfica, en la acumulación de secuencias en las que de un modo tan asimétrico fraguan sus relaciones, la cámara se acoge gustosa al placer de dejar que los dos actores se enfrenten en ese enconado tablero sentimental de un modo intuitivo, logrado merced de constantes improvisaciones que, antes lo mencionábamos, hacen de la película un puzle interminable, pues, tal como puede apreciarse en el montaje de secuencias alternativas filmadas (en la lujosa edición en dvd de la película por MGM Video en 2005 hay un extra consistente en cuarenta minutos de esas secuencias alternativas), la (ir)realidad inmutable del paisaje y la luz y los colores pero se corrompe en los trasiegos, palabras, movimientos y gestos de los actores. Aunque, por otra parte, esa asimetría, a pesar de sostenerse en la ciencia inexacta de la improvisación, también está profundamente estudiada y cartografiada en el tono instalado en la obra: en la primera mitad del metraje deja espacio para una ironía simpática, como en esas secuencias que muestran los accesos impetuosos de uno contra la otra, como ese beso que la cámara recoge desde el lateral de un taxi, mostrando a Francine atrapada por Jimmy, sus pies descalzos incapaces de acomodarse en el suelo mientras él alarga su beso; y en la segunda mitad del metraje se va diluyendo esa hilaridad en la sensación de desconcierto, de pérdida, que atesoran los personajes tras las sombras de su bagaje juntos, como en la larga y extraordinaria escena en aquel local de fiestas en el que un promotor ofrece a Francine un contrato discográfico y Jimmy, incapaz de encajarlo, se emborracha y monta un altercado, para terminar siendo echado a patadas del lugar, o como en la posterior y terrible secuencia filmada desde el interior del Buick que conduce Jimmy, ella sentada en la parte trasera, en la que discuten acaloradamente y prefiguran la ruptura inevitable que tendrá lugar por mucho que la secuencia culmine con Francine rompiendo aguas y teniendo que dirigirse rápidamente al hospital para dar a luz.

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Todo lo anterior asegura la existencia de motivos creativos extraordinarios que algunos exegetas biográficos de Scorsese, como Peter Biskind, han asociado íntimamente con los momentos bajos que, por culpa de la adicción a las drogas y el cierre de una relación sentimental, el cineasta estaba pasando en aquellos momentos, sugerencia interesante por cuanto Scorsese no participa en la confección del guión, y por tanto la asociación enunciada emerge de la entraña narrativa estrictamente visual de la obra. Pero a lo extraordinario de esos motivos creativos, y para llevar a su culminación ética y estética la obra, hallamos una serie de colaboradores del cineasta que, bajo su arbitrio, y en facetas técnicas cabales para el look visual (y sonoro), terminan de culminar la condición memorable de la película. Estoy hablando del diseño de producción del legendario Boris Leven, del montaje de Irving Lerner (a quien está dedicada la película, pues murió durante el work in progress)  y de Tom Rolf, de la edición de sonido de Harry Keramidas, de la labor fotográfica de László Kovács o, por supuesto, de las canciones escritas para Minelli por John Kander y Fred Ebb, incluyendo la celebérrima pieza que terminaría siendo más recordada por la versión interpretada un par de años tras la realización del filme por Frank Sinatra a pesar de la memorable versión original que nos lega la actriz en los últimos compases de la película. Es New York, New York una película inacabada, pero esas ventanas creativas abiertas coadyuvan a hacerla inagotable. Una obra que reproduce en dos ocasiones el nombre de la ciudad de los amores del cineasta a pesar de estar mayoritariamente rodada en estudios angelinos, que agrede tanto como seduce por sus disonancias y por el inconformismo que acumula en sus entrañas tanto con el pasado que evoca como con el presente que lo convoca. Que embriaga por la belleza plástica de sus remembranzas a la gran tradición del musical americano pero aún más por la potencia expansiva de su descripción del artista en su hábitat anímico, inquieto, itinerante, eléctrico. Y que embarga de emoción soterrada, pues se esfuerza constantemente por torpedear el cliché emotivo, para no alcanzar el “acorde mayor” que deje aflorar esa emoción saturada bajo el envoltorio. Me parece a mí que New York, New York es una obra mayor de Scorsese, algo al fin y al cabo poco extraño dada su ubicación en aquel tan fértil momento de su excelsa filmografía.

EL LOBO DE WALL STREET

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The Wolf of Wall Street

Director: Martin Scorsese

Guión: Terence Winter, según las memorias de Jordan Belfort.

 Montaje: Thelma Schoonmaker

Fotografía: Rodrigo Prieto

Intérpretes:  Leonardo DiCaprio, Jonah Hill, Matthew McConaughey, Jean Dujardin, Kyle Chandler, Rob Reiner, Jon Bernthal, Jon Favreau, Ethan Suplee, Margot Robbie, Cristin Milioti, Katarina Cas, Joanna Lumley

EEUU. 2013. 179 minutos

Del pelotazo como una de las bellas artes 

A nadie se le escapa a estas alturas que Terence Winter es uno de los grandes guionistas de la industria televisiva actual. Y de hecho podía pronosticarse que su reunión con Martin Scorsese sería muy jugosa apenas conociendo no sólo el episodio piloto (orquestado en imágenes por el realizador italo-americano) sino la completa serie de HBO Boardwalk Empire (Id, 2010-2014), la sofisticada y brillante epopeya sobre el gangsterismo durante la era de la Prohibición, de la que Winter ha sido creador, escritor y productor ejecutivo. Sin embargo, antes de la maravillosa serie protagonizada por Steve Buscemi (que, por cierto, aparece en El lobo de Wall Street en un curioso guiño, una imagen televisiva tomada de la serie ochentera El ecualizador, del mismo modo que encontramos un cameo de Shea Whigham, su hermano en Boardwalk Empire) podemos hallar en el currículo de Winter otra conexión scorsesiana, ésta que no pertenece a la órbita de la colaboración, sino de la influencia: Winter escribió o co-escribió veinticinco episodios de la inconmensurable Los Soprano (The Sopranos, 1999-2007), de hecho erigiéndose en el segundo escritor con mayor aportación al serial tras, por supuesto, David Chase, su creador. Y Los Soprano, entre muchas otras fuentes y apropiaciones de lo semántico y lo dramático, miraba de soslayo no pocas de las propiedades descriptivo-narrativas que convirtieron en un hito la película Uno de los nuestros (Good Fellas, 1990) y su particular revisión de las tipologías asociadas con el gangsterismo. En ese sentido, podemos decir que en la película que nos ocupa viene a cerrarse un círculo. Muy virtuoso.

 Leonardo Dicaprio in The Wolf Of Wall Street

Porque aunque El lobo de Wall Street es una película profundamente “de Scorsese”, donde cabe rastrear infinidad de signos que uno halla diseminados por su completa filmografía, la primera asociación que efectúa el espectador –y la efectúa apenas contemplar los primeros minutos del metraje– es indudablemente con la citada Uno de los nuestros más Casino (Id, 1995), dos obras complementarias y que para muchos constituyen un díptico sobre la vida en la Mafia desde dos escenarios –y diversos prismas– diferentes. No sólo o no tanto porque se trate de testimonios de las actividades delictivas de individuos de las que cabe extraer un elemento de crónica sociológica, o porque se estructuren según las reglas del clásico raise & fall, cuanto porque de ellas Scorsese (y su principal colaboradora, Thelma Schoonmaker, aunque cabe citar otros de relevancia) hereda(n) aquí reglas esenciales de puesta en escena y montaje que dotan a los respectivos relatos de una naturaleza exuberante, o quizá exorbitante, una suerte de storytelling que conjuga la virtuosidad técnica más incontestable con unas proposiciones electrizantes, hipertróficas, a ratos incendiarias a efectos de vestir no tanto un aparato ultraestilizado de propiedades magnéticas (que podría hacer de las tres citadas películas títulos interesantes, pero no las obras maestras que son) cuanto un entramado de conflictos dramáticos con unas densas, complejas reglas de establecimiento de mecanismos de identificación de los personajes con el espectador, densidad y complejidad que obedece indudablemente a la clase de disipación moral que dichos personajes exigen a ese espectador para asumir, como así lo hacen, un punto de vista propio que, a muchas galaxias de distancia de lo que rezan las convenciones, no adoptan la corrección ética (y política) del personaje arrepentido que confiesa o trata de expiar las iniquidades cometidas en su pasado sino todo lo contrario: una invitación tan seria como constante a nuestra complicidad con la delincuencia, la perversión y la indignidad. Si Jordan Belfort (excelente Leonardo Di Caprio) manifiesta de buen principio que escogió ser “el amo del universo”, las primeras palabras que escuchábamos decirle a Henry Hill (no menos inolvidable Ray Liotta) en Good Fellas eran “que yo recuerde, desde que tuve uso de razón quise ser un gángster”.

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Sin embargo, aquí instalados aparece la principal diferencia entre la clase de crónica vital y radiografía socio-cultural de fondo que Uno de los nuestros frente a El lobo de Wall Street ponen en solfa. La primera se centra en tres décadas de vida en la Mafia que se inician en los años cincuenta y en el entorno más cercano a la educación sentimental del propio Scorsese, quien en más de una ocasión ha manifestado que en Little Italy, cuando era pequeño, las únicas personalidades eran los curas y los gángsters (y, de hecho, sabemos que durante un tiempo quiso ser lo primero). La segunda nos ubica en un pasado más cercano, iniciándose en 1987, en los años en los que el yuppismo de Wall Street empezaba a quemarse, pero también en los que las prácticas económicas ultraliberales extendidas en la era Reagan establecían la simiente de ese modelo de capitalismo cuya evidente insostenibilidad ha terminado de descifrarse en el descalabro financiero global en cuyas consecuencias aún estamos inmersos (y del que por ahora, en España, habida cuenta del nulo castigo a los poderes públicos por las muchas y graves renuncias sociales que nos han endosado, parece que poco hemos aprendido). En la primera, la hipérbole en el planteamiento de vida de los gángsters toma como punto de partida contextual, que de la nostalgia desciende progresivamente por todas sus grietas, que “en el barrio en el que crecí, en la vieja Nueva York, la gente buscaba desesperadamente la felicidad”, mientras que la segunda se refiere a una generación ya posterior para la que la búsqueda de la felicidad derivó en lo material, la cultura y pretensión de hacerse rico, lo que “creo que esa es la filosofía que ha predominado en los EEUU en los últimos treinta años, y eso es algo verdaderamente peligroso” (las dos citas corresponden a palabras de Martin Scorsese, entrevista publicada en la revista Dirigido por, nº 440, enero 2014, pág. 27).

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¿Y cómo se mide esa diferencia desde el punto de vista superior al de los personajes? En el tono, claro. Ningún remedo de nostalgia o deriva romántica existe aquí en los planteamientos del cineasta –ni siquiera en la lujosa edificación del encourage visual de una época–, como tampoco convicción alguna en la exposición de los hechos que venga a amparar o justificar de algún modo esos actos del personaje. Ni siquiera, por poner un ejemplo cercano, la clase de conmiseración sincera que Woody Allen mostraba recientemente por otro animal exótico de la cultura depredadora, la protagonista de Blue Jasmine (2013), de quien nos reíamos pero en ocasiones nos conmovía por las causas patéticas de su sufrimiento. Jordan Belfort es otra cosa bien distinta, y nuestro compromiso con su sufrimiento –que tarda en llegarle, pero le llega– no se acerca al que nos despertaba Henry Hill. Quizá porque “los crímenes que se cometen bajo el disfraz de la legalidad, como los que retrata esta película, suelen provocar un daño aún mayor (que el que causan los gángsters). […] Creo que los crímenes que se cometen en Wall Street suelen ser mucho más peligrosos que los que suele llevar a cabo el hampa” (op.cit, pág. 25). El tono, decía. Es lo que explica que Uno de los nuestros sea un drama y El lobo de Wall Street sea en cambio una comedia, por lo demás salvaje. O, planteado de forma más precisa, y son palabras del amigo Tomás Fernández Valentí, un continuo monumento al cinismo.

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El lobo Jordan Belfort es un vendedor nato. O más bien un engatusador nato. Una de las codas de la película son sus aparatosos, teatrales, tan sensibleros como desvergonzados speechs que dedica a los trabajadores de su compañía, la firma de inversiones Stratton Oakmont, a quienes invita a embaucar al prójimo con su misma eficiencia, parapetándose en la pretensión de ganar dinero a espuertas. Pues bien, de principio a fin de la película Scorsese concede la palabra a Jordan del mismo modo, invitando al espectador a prestarse al juego de formar parte de su parroquia de adláteres. Lo subraya desde muy al principio, mediante una llamativa apropiación que la voz en off efectúa de los términos de la imagen: se muestra un Ferrari de color rojo y Jordan, esa voz over, corrige la imagen, precisando que el coche no es rojo sino blanco, corrección que se materializa en imágenes al instante –en un detalle interesante, en una secuencia posterior  y a costa del mismo coche Scorsese jugará con el descalabro del punto de vista del personaje, ya incapaz de discernir la realidad de las ensoñaciones fruto de sus excesos con la droga: nos muestra su coche de una pieza manifestando que no sufrió ni un arañazo y después constatamos que no fue así–, advertencia para navegantes sobre quién define la naturaleza de las imágenes y el tono en el que se empapan. De tal modo, en la edificación narrativa de Scorsese no se trata simplemente de servir a aquel aforismo de George Bernard Shaw según el que «si vas a decirle a la gente la verdad, hazles reir, porque de lo contrario te matarán», sino de exprimir a través de la más descarnada ironía la distancia entre los valores que defiende el personaje protagonista y aquélla que nos incumbe como espectadores, lo que en última instancia supone una invitación al desasimiento moral más campante que se extiende durante tres horas para alcanzar el puerto de las constataciones al final del metraje, en el regreso a la realidad que se produce en esa breve (y deliberadamente anodina) secuencia que discurre en un vagón del metro neoyorquino, donde viaja el agente del FBI Patrick Denham (Kyle Chandler), que ejemplifica el modesto modus vivendi de aquél que obedece a la honestidad en sus planteamientos personales y profesionales.

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El zigzagueante recorrido entre esos dos extremos del metraje es un auténtico roller-coaster de los excesos, que cautiva por su potencia expresiva y por la soterrada violencia que emana de cada y acumulado planteamiento, por su atrevimiento y por los muchos riesgos que Scorsese asume como narrador de esa vorágine incesante de delirios. Los innumerables hallazgos –que, como el grueso de películas de su autor, hace necesario un estudio en detalle mucho más allá del que pueden proponer estas líneas– del guión de Winter y de las estrategias de mise en scène del cineasta pueden compartimentase o analizarse desde su focalización temática o de discurso. Podemos hablar, por ejemplo, de un retablo de personajes y caracterizaciones de lo monstruoso que se edifican a tono con la ralea del protagonista, en una danza de caracteres tan extravagantes y descabellados como las orgías que Jordan organiza en su oficina, incluyendo a su propio padre, al que apodan “Mad Max” (Rob Reiner), a su mentor Mark Hanna (un Matthew McConaughey estratosférico), quien de buen principio ilustra a Jordan sobre las reglas del éxito que el personaje llevará a las últimas consecuencias, a la niña pija de la que Jordan quedará prendado, Naomi Lapaglia (Margot Robbie), al hipócrita banquero suizo Jean-Jacques Saurel (Jean Dujardin) y, por encima de todo, a la caterva de colegas/comparsas de Jordan, con mención específica a su amigo del alma Donnie Azoff (un inmenso Jonah Hill), personaje desquiciado, de reacciones imprevisibles y presencia a menudo tan insidiosa como la de muchos secundarios en las películas de Scorsese que cumplen la función de erizar aún más los términos en la caracterización neurótica del personaje central (en ese sentido, los papeles de Joe Pesci tanto en Uno de los nuestros como en Casino nos darían el ejemplo más claro, pero habría muchos otros, como el conductor de ambulancias que encarnaba John Goodman en Al límite (Bringing Out the Dead, 1999) o como el matarife carismático al que daba vida Daniel Day-Lewis en Gangs of New York (2002), y es que de hecho en filmes como Who’s that knocking at my door? (Id, 1967), Malas calles (Mean Streets, 1973) o Taxi Driver (Id, 1976) Scorsese ya revela que el ingrediente crispado es fundamental en las definiciones tipológicas de los personajes secundarios de sus obras).

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Podemos hablar, o más bien celebrar, no pocas imágenes de impacto y memorables set-piéces que nos regala la película. Algunas asociadas con diálogos cargados de una cualidad acerada que desarma al espectador, ya desde aquella comida que Jordan comparte con el personaje encarnado por McConaughey a las disputas domésticas del primero con Naomi, pasando por el encuentro preparado por Jordan en su yate con los agentes del FBI. Pero la mayoría de ellas vienen marcadas a fuego por las reglas escenográficas que Scorsese pone en solfa, como es el caso de las prodigiosas planificaciones y juegos con movimientos de cámara laterales y frontales (otra vez esa marca de fábrica que nos recuerda a Uno de los nuestros o Casino) para coreografiar las secuencias inundadas de gente que discurren en las oficinas de Stratton Oakmont. Llamativas resultan también las derivas absurdas de las secuencias que relatan viajes, como aquella fiesta en un avión que termina con Jordan atado a su silla o, principalmente, el alucinado pasaje que discurre en alta mar, en el que de súbito nos encontramos ante una tormenta marítima poco menos que perfecta y una reformulación sarcástica hasta límites insospechados del trance que para los personajes supone la posibilidad de un naufragio [donde se puede encontrar hasta un malévolo comentario a costa del filme que lanzó al estrellato a DiCaprio, Titanic (Id., James Cameron, 1997)]. Podemos hablar de la absoluta brillantez de la secuencia en la que, por haber ingerido unas pastillas de metacualona caducadas, los efectos de las mismas se demoran y multiplican, lo que da de resultas una parálisis corporal que impide a Jordan hablar y apenas moverse (avanza penosamente por el suelo del vestíbulo del hotel en el que se halla, se deja caer por las escalinatas, sigue reptando como puede por el suelo hasta alcanzar su coche y abrir la puerta, ya en un detalle de puro slapstick, con el pie…), para después rizar el rizo de su patetismo cuando trata de enfrentarse por los suelos con Donnie en lo que parece una pelea a cámara lenta en la que uno y otro se enredan con el cable del teléfono, para terminar salvando la vida de su amigo, que se ha atragantado con una loncha de jamón (¡!).

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En los últimos compases de la función, necesariamente, los términos expositivos se oscurecen. La gran broma en la que se erige la existencia de Jordan empieza a revelarse macabra. Llama la atención allí una secuencia a añadir a la auténtica antología scorsesiana de escenas descarnadas en su descripción de enfrentamientos domésticos [con parada obligada en Toro salvaje (Raging Bull, 1980)], en la que se muestra el desesperado, patético e irresponsable intento del personaje de huir de su casa secuestrando a su hija Jordan. Y finalmente, la fantasía termina. Con una sonora sentencia judicial y la delación de los amigos (la sombra de Uno de los nuestros de nuevo). Y en el epílogo de la función, Jordan vuelve al ruedo de las arengas, su trabajo favorito. Actúa como conferenciante. Pero, como le pasaba a Henry Hill en el cierre de Uno de los nuestros, aquello ya no tiene gracia alguna para él. El personaje no se ha redimido, simplemente e inevitable, ha perdido. Invita al público a que les venda un boli, pero, a diferencia de uno de sus nauseabundos colaboradores en una secuencia muy anterior -que rápidamente replicaba “escribe lo siguiente”, forma gráfica de evidenciar que de lo que se trataba era de generar en el comprador una necesidad-, aquí nadie sabe improvisar una respuesta convicente. Para Jordan se trata de la constatación de que los viejos tiempos ya no volverán. Para el espectador, la constancia es otra: Belfort no merece ser escuchado. Implacable apreciación final de esta película que en ningún momento esconde sus intenciones reales: entre risas asesinas, por la vía subterránea de los retortijones tras la salvaje y nociva ingesta, a la manera de El rey de la comedia (King of the Comedy, 1982), El lobo de Wall Street plantea diversas trágicas constataciones sobre no pocos comportamientos culturales que definen la nuestra como una sociedad no sólo mediocre, sino en clara decadencia.

LA INVENCIÓN DE HUGO

 

Hugo

Dirección: Martin Scorsese

Guión: John Logan, según la novela de Brian Selznick

Intérpretes: Ben Kingsley, Sacha Baron Cohen, Asa Butterfield,

Chloë Grace Moretz, Ray Winstone, Emily Mortimer, Christopher Lee

Música: Howard Shore

Fotografía: Robert Richardson

Montaje: Thelma Schoonmaker

EEUU. 2011. 128 minutos.

Cinefilia, técnica, espectáculo, emoción y trascendencia

 

Aunque no todo el mundo se ha dado cuenta –aún a estas alturas uno puede leer críticas o pseudo-críticas que, más o menos subrepticiamente, vienen a desmerecer los méritos de Hugo por tratarse de una obra que puede ir destinada a un público infantil, lamentable apriorismo que, esta película como muy sonoro ejemplo, desmiente de raíz-, no cabe duda de que La invención de Hugo supone un punto y aparte, que no capítulo aparte, en la filmografía de Martin Scorsese. Punto y aparte por evidentes razones que atraviesan tanto la naturaleza del proyecto como la sustancia argumental cuanto la expresiva. En esta adaptación de una novela de Brian Selznick (apellido que, lo apunto por curiosidad, no por azar reverbera en la memoria cinéfila, pues se trata efectivamente de un pariente, primo concretamente, del mismísimo David O’Selznick), Scorsese puede colmar desde un formato de ficción que incorpora personajes y acontecimientos históricos su siempre enarbolada condición cinéfila (que sus seguidores pueden conectar sobre todo con sus crónicas como historiador del cine, los muy recomendables documentales Un viaje personal con Martin Scorsese a través del cine americano (Martin Scorsese: A Personal Journey Through American Movies, 1995) – también presentado en lujoso formato libro- y Mi viaje a Italia (Il mio viaggio a Italia, 1999), pero que también puede y debe rastrearse en muchas otras facetas desempeñadas por el cineasta, como productor de documentales o promotor de restauraciones o redistribuciones –se me ocurre por ejemplo el caso de El fotógrafo del pánico (Peeping Tom, Michael Powell, 1970)-) revisitando nada menos que el universo creativo de uno de los más renombrados pioneros del cine, Georges Méliès (1861-1938), por lo demás con un relato cuyos mimbres guardan, aunque sea indirectamente, algunas concomitancias con su primera formación como espectador cinematográfico, la simiente de esa aspaventada y contagiosa pasión por el cine que, a través de la película, vuelve a reivindicar y tratar de contagiar como siempre ha hecho, y con singular poderío expresivo.

Y esta vis culminante de la cinefilia de Scorsese, esta mirada de exuberante amplitud nostálgica a los orígenes del cine, se da la mano, diré que de forma poética, con la mirada al otro extremo, el futuro, ello traducido en el afán de experimentación y desarrollo de su medio de expresión artística con el que fragua la película: estoy hablando, por supuesto, del cine estereoscópico, el denominado 3D, método para la plasmación audiovisual que de hecho es tan antiguo como el propio cine, pero sobre la que Scorsese, aprovechando los desarrollos tecnológicos de última generación proporcionados por la industria (concretamente, el sistema de grabación en Real 3D Cameron Pace, de la compañía propiedad de James Cameron y Vince Page), ha trabajado de forma harto escrupulosa para sacar el máximo partido narrativo, de modo tal que, se puede decir ya, La invención de Hugo, pasa a erigirse sin paliativos en un puntal referencial del formato tridimensional en el presente (y cada vez más avanzado) estadio de su desarrollo. Transcribo de una muy interesante entrevista publicada en la revista Dirigido por del mes de febrero de 2012 (nº 419), diversos aspectos en los que el propio Scorsese desgrana su experiencia con el formato: “lo que me interesaba era darle profundidad a la película […]. A la hora de colocar la cámara, era como si estuviera redefiniendo mi manera de hacer cine […]; teníamos que ordenar todas las cosas que iban a aparecer en la escena según su importancia […]. Mi mayor sorpresa en este proceso fue ver que el sistema realza el trabajo de los actores […], el cine deja de ser cine y comienza a parecerse un poco más al teatro […]; es como si (los rostros de los actores) se salieran de la pantalla. […] Después de la experiencia, puedo decir con seguridad que se puede utilizar el formato para contar cualquier historia, porque simplemente reproduce nuestro campo visual, la forma en que miramos la vida real. El relato de Selznick, fielmente adaptado a guión por John Logan, propicia la metodología que el formato precisa, ya que el grueso de la narración discurre en un único y gran escenario, la estación de tren, reproducido en grandes platós que permiten la ubicación y funcionamiento de la plataforma con diversas cámaras que habilita el rodaje en esteroscópico. Desde aquel largo y vertiginoso movimiento de cámara con el que arranca el filme, que se introduce en la estación y atraviesa sus vestíbulos y andenes hasta terminar mostrando el rostro de Hugo (Asa Butterfield) escondido tras un dígito de un formidable reloj, las elecciones escenográficas nos invitan a introducirnos en un lugar cuasimitológico que revela los propios mimbres de la dramaturgia puesta en liza con su fértil territorio de significados metafóricos, casando una fábula de ecos dickensianos o chaplinianos (a través del retablo de personajes y sus quehaceres diarios en incidencia con las idas y venidas del niño protagonista) con ese relato de tintes claramente obsesivos que anida en las entrañas mecánicas del lugar (los pasajes interiores plagados de formidables mecanismos de relojería) donde el niño vive y trabaja para intentar hacer funcionar un viejo autómata que su padre fallecido encontró tiempo atrás, labor por la que, accidentalmente, entrará en contacto con un anciano vendedor de juguetes que esconde igualmente secretos que pertenecen al pasado. Porque, es cierto, lo obsesivo es un motivo central en la filmografía del cineasta, y en ese sentido Hugo ocupa un lugar harto consecuente en esa filmografía. Lo que sucede, simplemente, es que, por poner el ejemplo más cercano, si en Shutter Island el cineasta nos proponía un viaje a los confines más oscuros de un alma enferma, la obsesión nos dirige en Hugo a latitudes diametralmente opuestas; que, empero, vuelven a despreciar las contriciones de lo racional, en esta ocasión llevando más lejos que nunca la apuesta merced de las opciones formales.

Y si ese gran escenario-marco de la estación de tren reproduce la vida y una suerte de vértigo –o quizá progreso en ebullición- desde el temperamento de un niño, lo escenográfico reclama igualmente su trascendencia simbólica en el resto de escenarios accesorios, cuatro concretamente, mucho más reducidos, que al cineasta le sirven al mismo tiempo para comprobar el efecto visual desde otros parámetros, con la cámara principalmente estática. Me refiero al piso de la familia Méliès, la librería regentada por el personaje encarnado por Christopher Lee, la biblioteca en la que Hugo y Isabelle (Chloë Grace Moretz) investigan sobre el pasado del tío de la segunda y, muy especialmente, el estudio-plató donde el pionero del cine filmaba sus películas, fragmento narrado en flash-back y en el que Scorsese (que en aquella secuencia se regala un gozoso cameo) alcanza la casación de lo narrativo al mismo tiempo que la auténtica summa prodigiosa en el despacho formal, entre la plasmación de una forma de hacer cine en los albores de ese lenguaje (en la que el filme describe de forma harto escrupulosa, fruto de una concienzuda investigación, multitud de detalles, como la distancia a que se ubicaba la cámara, el empleo de la luz, el diseño de escenarios y vestuarios supeditados a la impresión monocromática, algunos de los trucajes…) y su plasmación a través de las técnicas más avanzadas para conferir una singular temperatura visual, pletórica de fuerza, refulgencia, expresividad, en definitiva poesía, a lo que, desde un punto de vista historiográfico, sería meramente (aunque eso no sea poco, pero lo es en comparación con el ropaje visual urdido por Scorsese) un sustrato arqueológico.

Ese encuentro, esa fusión, entre pasado y futuro de la tecnología del movie making aparece como una fascinante parábola metanarrativa de Scorsese en la médula de esta historia que, esencialmente, narra un encuentro, de juegos especulares que atraviesan ciencias y épocas, entre un niño que cree que puede arrancarle vida a un ser inanimado, el autómata (aferrado a la creencia de que, cuando funcione, le revelará un mensaje de su padre, fallecido en trágicas circunstancias), y un anciano que, tiempo atrás, logró algo parecido, darle forma a los sueños, llenar de magia los imaginarios del público a través de su alquimista realización de películas. Hugo y Méliès, pues, comparten esa misma obsesión por la téchne como vía posible para algo improbable pero que forma parte de la naturaleza humana: la trascendencia.  Y, a través de esa paráfrasis metanarrativa a la que hacía alusión más arriba, se forja una ecuación en la que el nombre del director de La invención de Hugo pasa a equipararse con esos dos personajes principales de la película, el primero, de ficción, y el segundo, a caballo entre la realidad y la ficción. Scorsese, desde este lado, tras la cámara aquí y ahora, en el acto de filmar la película, deja constancia desde una vis rayana en lo legendario sobre los legados del Primer Cine, y rubrica lo que parece su definitiva declaración de amor incondicional por el Séptimo Arte. Pero al mismo tiempo, quizá más importante, no empece en su formidable afán de acuñar imágenes que resulten per se poderosas, exprime a fondo las posibilidades expresivas de las tecnologías actuales aplicadas al cine estereoscópico en pos de una novedad, algo que el espectador nunca haya visto antes. El propio concepto es rabiosamente moderno, y la cartografía iconográfica de la película, prestada de esa fusión liberada y desprejuiciada entre la vida y los sueños, es exultante, emotiva, inolvidable.

http://www.hugomovie.com/

http://www.imdb.com/title/tt0970179/

http://rogerebert.suntimes.com/apps/pbcs.dll/article?AID=/20111121/REVIEWS/111119982

http://www.sfgate.com/cgi-bin/article.cgi?f=/c/a/2011/11/22/DDKU1M2M35.DTL

http://www.latimes.com/entertainment/news/la-et-hugo-20111123,0,4493243.story

Todas las imágenes pertenecen a sus autores

SHUTTER ISLAND

Shutter Island

Director: Martin Scorsese.

Guión:  Laeta Kalogridis, basado en la novela de Dennis Lehane

Intérpretes: Leonardo Di Caprio, Mark Ruffalo, Ben Kingsley, Max Von Sydow, Michelle Williams, Emily Mortimer

Supervisor musical: Robbie Robertson

Fotografía: Robert Richardson

Montaje: Thelma Schoonmaker

EEUU. 2010. 134 minutos.

 

Apariencias

Vaya de entrada que Dennis Lehane y Martin Scorsese no nos lo ponen nada fácil a la hora de reseñar esta película. Y me refiero a hablar del argumento, pues aparenta ser uno y en realidad es otro bien distinto. Y sí, puede que esté hablando de la existencia de un twist final; sin embargo, no se trata de la mera vuelta de tuerca final al uso que el cine de género americano ha ido estandarizando durante los últimos años (hasta el punto que ya se hace raro ver películas en las que no concurra). Nos situamos en otros parámetros, sin duda más intensos, más asimilables a la edificación del relato que a su resolución, a la elaboración que a la habilidad; parámetros de distorsión narrativa en la esencia del relato, distorsión totalmente calculada y bien mesurada. Y Shutter Island es, en ese sentido, hija de su tiempo, pues hay otros cineastas –de generaciones posteriores a Scorsese- que lo han planteado en otras obras tan deliciosas al paladar cinematográfico (tan relevantes en el legado de esta época) como sin duda lo resulta ésta. Caso del M. Night Shyamalan sobretodo el de The Sixth Sense, y en menor medida también el de Unbreakable y The Village; caso del Bryan Singer de The Usual Suspects; caso del Christopher Nolan de Memento y de The Prestige. Aunque la fórmula no es siempre la misma, en algunos casos se trata de una deconstrucción (especialmente Nolan), en otras de un motivo oculto que origina los acontecimientos y permanece velado al espectador (que se mueve en la superficie aparente) hasta esa revelación final. Pero todos los casos tienen algo en común: es absolutamente imprescindible regresar al relato, volver a ver la película, cuando uno ya conoce esa revelación final, porque esa revelación trae consigo un replanteamiento radical del relato, ello abrazando el significado de todas las secuencias o incluso, en algunos casos –como éste-, el tono del filme y el sentido de una determinada ilustración visual.

 

         Expresionismo scorsesiano

Así que, para no destripar el contenido del relato (y fíjense que no digo “el desenlace del relato”), los comentarios deben limitarse a una presentación de rasgos generales y abstractos. Incluso en esos términos debo ir con cuidado, por ejemplo si digo que la novela de Dennis Lehane de que parte la película (y cuya conversión en libreto rubrica Laeta Kalogridis) supone un cambio de tercio narrativo bastante radical respecto de las otras que han cimentado su fama, caso de Mystic River o Gone baby gone; o si se me ocurre comentar que Leonardo Di Caprio parece por momentos que está pasado y al final resulta que ha rubricado una interpretación magistral. Puedo decir que Scorsese no hace lo que muchos creen que viene haciendo los últimos años, que es ofrecer meros productos industriales de esmerado aunque hipertrofiado envoltorio; de hecho, soy de los (¿pocos a los?) que les gusta Gangs of New York, The Aviator y The Departed, así que mi argumento sigue siendo el mismo: Scorsese hace lo que le viene en gana, básicamente lo que ha venido haciendo desde antaño, probar formatos y registros diversos, retratar mundos muy distintos (y es que Scorsese es muchísimo más que un director de pelis de gángsters, o el brazo ejecutor del gusto por lo introspectivo de Paul Schrader), siempre de forma fervorosa, urgente, grandilocuente… Scorsese sigue levantando acta de su capacidad para contagiar su incalculable pasión por el Séptimo Arte. Y en Shutter Island, cierto es, semejante premisa se muestra de forma especialmente diáfana, pues hay mucha cinefilia impresa tanto en la definición estética cuanto a lo que atañe a los resortes del relato. Scorsese echa la vista atrás, a sus años de mocedad, y nos ofrece un thriller anclado a los cánones de la inolvidable serie B policíaca del periodo clásico. De entrada, disfruta con la ambientación en 1954, y deja muchos rastros de su afición por la estética retro. Se introduce gustoso en el sugerente microcosmos geográfico en el que discurre la acción, y propone un vendaval atmosférico, una ópera en la que el terror gótico de remembranza clásica se funde con evocaciones o pasajes oníricos articulados a modo de tours de force visuales, todo ello calibrado en un relato cuya contenido contemporáneo (que proviene de su articulación y estructura) es a menudo refutado en su obstinada, a menudo genial, ilustración. Son tantas y tan apasionadas las teclas que el realizador acciona (lo que relaciona directamente la película con las tres obras precedentes del autor citadas) que cuando el alambicado manierista revela sus resortes y decide la solución dramática quedan, como flotando en el ambiente –en esa tormenta que acaba de pasar-, infinidad de aristas, sugerencias que proceden del expresionismo scorsesiano, relacionadas con las sendas que la película pareció tomar y después dejó (las secuelas de la guerra y la visión del Holocausto, la paranoia anticomunista…), o con el subtexto, con esa cinefilia impenitente que abriga los sentimientos cinematográficos del director de Bringin’ out the Dead.

 

         Paranoia

A partir de aquí, ruego que aquéllos que no hayan visto la película que se guarden mucho de seguir leyendo, pues algunas frases incurrirán sin duda en el spoiler, y lamentaría que por mi culpa alguien se perdiera la experiencia de degustar la película de la forma en la que es debido, sin un conocimiento previo del argumento oculto. Si al inicio me he referido a la necesidad de un total replanteamiento de todas las piezas narrativas, me estaba refiriendo al hecho de que Scorsese filma una ficción dentro de su ficción, esto es un experimento que unos psiquiatras han realizado para tratar de lograr que uno de sus pacientes alcance una catarsis que le libere de sus padecimientos mentales. Sin embargo, la gracia del invento, lo que edifica el tono y la textura de las imágenes, no radica en el hecho de que Scorsese filme una farsa –según la cual el paciente no es tal, sino que es un agente judicial que investiga un caso de fuga-, sino en el hecho de que la filme siguiendo los parámetros subjetivos del paciente en cuestión (circunstancia que relaciona la película con  Das Kabinett des Doktor Caligari, la obra filmada por Robert Wiene en 1919, que también, por así decirlo, reproducía la paranoia de una mente enferma), para, conforme avanza el relato, ir desligando de forma lenta esa subjetividad, cediendo cada vez más margen a la realidad que convive y al mismo tiempo se opone a esa paranoia, integrándolo todo en una última evocación en la que, como corresponde al hecho de que el personaje haya sanado, el recuerdo es nítido y reproduce la realidad de forma fiel. Así, el espectador encaja las piezas al mismo tiempo que lo hace el enfermo. Y la locura desaparece, pero la cordura resulta no ser muy diferente, pues la tristeza, inapelable, es tan profunda que es imposible de cicatrizar, de sanar. Así las cosas, cuando la película termina queda una reflexión de cierto calado -que también admite una lectura metacinematográfica- sobre el mismo objeto del relato, sobre lo difusa que es la línea que divide la capacidad de discernir con claridad de su imposibilidad. Una tesis hermosa.

 

         Exhuberante

Es legítimo pensar que uno de los elementos que más atrajo a Scorsese del material de partida era la posibilidad de dar rienda a una imaginería muy libre, pues está claro que la forma que tiene el realizador de acercarse a los esquinados pensamientos y sentimientos del personaje obedece muy poco a parámetros que quepa identificar con la clásica proposición más o menos anclada a cierta noción de realismo, lo que hubiera allanado un tono más recogido y unas mayores ínfulas psicologistas, y en cambio se entrega a la articulación de lo exuberante, de lo excesivo. Compromete para ello a todos sus colaboradores, cada uno en su parcela técnica, a quienes a menudo exige el subrayado más exacerbado. El caso más evidente es el de la utilización de la música (cuyas codas amenazantes remiten a la labor que Elmer Bernstein llevó a cabo en Cape Fear, uno de los diversos puntos de contacto entre estos dos thrillers scorsesianos), pero también debe citarse la iluminación virada a tonos azulados (obra de Robert Richardson) que acentúa lo que ya de por sí tiene de inhóspito el escenario, la isla y esos diversos espacios que Dante Ferretti diseña y Scorsese, con sus alardes de puesta en escena, convierte en ora laberínticos ora tenebrosos (da igual si se trata de exteriores, como los acantilados o los aledaños de un cementerio, que interiores, de los cubículos donde moran los internos o residen los celadores/enfermeros a la opulenta residencia de los médicos, del lóbrego edificio de los enfermos peligrosos a la cueva iluminada con la luz de una hoguera, sin olvidarnos del interior del faro en el que el cineasta rubrica, en el clímax de la función, el más feliz de sus muchos guiños hitchcockianos). Mención aparte merecen las sensacionales set-piéces evocadas o soñadas por el protagonista, unas referidas al trauma familiar y caracterizadas por un hálito surreal que esconde una explicación macabra que se va intuyendo hasta que se corre el velo en el recuerdo-explicación final, las otras centradas en los traumas derivados de la participación del personaje en la guerra y su experiencia en el campo de exterminio de Dachau, secuencias en las que Scorsese nos invita a presenciar lo que podríamos calificar de fascinación por el horror, dejando en la retina la imposible belleza de un intento de suicidio frustrado, una munión de cuerpos apilados y congelados, o una visceral y expeditiva ejecución en masa.

http://www.imdb.com/title/tt1130884/

http://www.verticecine.com/shutterisland/

http://rogerebert.suntimes.com/apps/pbcs.dll/article?AID=/20100217/REVIEWS/100219980/1023

http://www.calendarlive.com/movies/reviews/cl-et-shutter-island19-2010feb19,0,2149008.story

http://action-films-thrillers.suite101.com/article.cfm/shutter-island-2010—film-review

http://hollywood-elsewhere.com/arthouse/2009/12/isolated-trauma.php

http://moria.co.nz/index.php?option=com_content&task=view&id=4628&Itemid=0

http://opinion.labutaca.net/2010/02/22/shutter-island-en-el-laberinto-de-la-culpa/

http://www.metacritic.com/film/titles/shutterisland

http://www.soundonsight.org/shutter-island-review-2/

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EL AVIADOR

The Aviator

Director: Martin Scorsese.

Guión: John Logan.

Intérpretes: Leonardo DiCaprio, Cate Blanchett, John C. Reilly, Alec Baldwin, Alan Alda, Kate Beckinsale, Ian Holm, Danny Huston.

Música: Howard Shore.

Fotografía: Robert Richardson.

EEUU. 2004. 148 minutos.

 

Periplos vitales

Es bien conocida la pasión de Martin Scorsese por el cine clásico de Hollywood, y por aquellos gloriosos –al menos en lo cinematográfico- años treinta y cuarenta. Son esas las dos décadas de la vida del magnate Howard Hughes sobre las que se desarrolla este fastuoso y falso biopic que el director de origen italiano se saca de la manga. En cerca de tres horas de metraje, The Aviator centra su mirada, para nada complaciente, a diversos de los acontecimientos que marcaron la vida de Hugues, ora su adquisición de la TWA y la actividad de I+D de la misma –relacionado ello con la pasión que sentía el empresario por la aviación y los aviones-, ora la pugna en nombre de dicha empresa con los chanchullos (mono)polí(s)ticos de la Pan Am, ora sus megalómanos (y a menudo revolucionarios) pinitos como productor cinematográfico al margen de las majors, ora su relación con las mujeres (en muy inferior medida de lo que su legendaria trayectoria en ese aspecto podría haber auspiciado). En base a esos items temáticos vitales, The Aviator no ceja en tratar de indagar motivos de sus actos, calificables tanto de pretenciosos como de imaginativos o de dignos de un loco irresponsable. Y lo que efectúa es un constante juego entre las arriesgadas, valientes decisiones y trayectos tomadas y emprendidos por Hughes en su faceta sentimental y empresarial, y un contrapunto referido a su intimidad, al dolor psicológico sufrido por el personaje por mor de antecedentes patológicos familiares y, en mayor –por sutil que sea- medida, por los lances de ese periplo vital situado al límite constante de la norma.

 

Cine sobre el cine

Scorsese y el guionista John Logan ponen sobre el tapete un auténtico abanico de reflexiones subyacentes a los acontecimientos vitales de Hugues, y el primero dispone en imágenes tal magnitud y densidad de discursos con su habitual pericia, que en este caso nos deja muchos ecos de sus anteriores obras, a menudo perfeccionados, como son el uso del travelling en la descripción minuciosa de ambientes –apoyado en la dirección artística del no menos solvente Dante Ferretti-, el tratamiento de la violencia –en la única e inolvidable secuencia en la que es explícita: el accidente de aviación- o de la patología emocional del magnate –en algunas secuencias despachadas con un gran sentido de la intensidad dramática, como las que corresponden al encierro de Hughes en la sala de proyección de su estudio-. Junto a ello, Scorsese también sabe transitar con su cámara de la intimidad más contagiosa –en momentos tan felices como el vuelo nocturno con la Hepburn o la escena de seducción- al mega espectáculo –servido en gloriosa visión panorámica- del vuelo de los aviones. A todo ello, se une el peculiar tratamiento fotográfico de la historia patrocinado por Robert Richardson -al principio saturado de rojo y azul, para después ir abriendo matices cromáticos-, que revela el empeño del realizador de obligarnos a compartir su nostalgia por los viejos tiempos del cine americano. Mención aparte merece el brillante reparto, encabezado por el DiCaprio más matizado y metido en las pieles de su personaje que hemos visto jamás -y dando síntomas de una madurez visible incluso para sus curiosos detractores-, y continuando con el habitual (en filmes de Scorsese) magisterio de secundarios de la altura de Ian Holm, John C.Reilly, Alan Alda, Alec Baldwin, Willem Dafoe y Jude Law en sendos cameos, Kate Beckinsale, y una superlativa Cate Blanchett agarrando los tics de Katherine Hepburn por los cuernos.

 

Camino al futuro

No fue Howard Hugues un héroe, o al menos Scorsese no lo retrata así (Scorsese sabe demasiado para dejar que los personajes de sus dramas sean de una pieza), y la empatía del espectador con el personaje no proviene del manido caldo de cultivo de un biopic cualquiera, antes bien de la fiereza con la que aquel individuo maniático, misántropo y que a menudo es intruso de sí mismo, se revuelve contra su miseria y contra las ajenas en pos de, únicamente, sus superlativos caprichos. La empatía del público con el personaje proviene, insisto, de la pasión y desenfreno con la que Hugues se lanza y consagra su vida a esos caprichos. Así que, aunque las estrategias comerciales puedan señalar lo contrario, nada tiene esta The Aviator de rendición a las servidumbres de la industria: Scorsese dota la película de su personalísima impronta personal, y saca el jugo de un personaje que vivió una visión, fue víctima de la misma en muchos sentidos –hasta el punto de condenarle a la soledad-, pero también de esa misma visión y esos ideales logró extraer grandes logros. Y a cualquier precio. ¿No suena eso a la vida de un artista?

http://www.imdb.com/title/tt0338751/

http://www.warnervideo.com/theaviatordvd/

http://www.rottentomatoes.com/m/aviator/

http://www.theasc.com/magazine/jan05/aviator/page1.html

http://www.brightlightsfilm.com/47/aviator.htm

http://dir.salon.com/story/ent/movies/review/2004/12/17/aviator/index.html

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MALAS CALLES

Mean Streets

Director: Martin Scorsese.

Guión: Martin Scorsese y Mardik Martin, basado en una historia del primero.

Intérpretes: Harvey Keitel, Robert De Niro, David Proval, Amy Robinson, Richard Romanus, Cesare Danova, David Carradine.

Música: Eric Clapton.

Fotografía: Kent L. Wakeford.

EEUU. 1973. 93 minutos.

 

Fiebre en Little Italy

Podría decirse que, sin ser la opera prima de Scorsese, esta Mean  Streets es la realización en la que el realizador neoyorkino imprime por primera vez la impronta de estilo que ahora se le reconoce tan fácilmente. A menudo se habla de esta película como un esbozo de su ulterior y brillante Good Fellas, refiriéndose con ello al empleo de las estrategias narrativas basadas en el steadycam, la cámara lenta y los juegos con el montaje, o a la utilización de la música diegética. Otra visión, muy simplificada, nos dice que en Malas calles Scorsese fusiona dos de sus pasiones cinematográficas, el neorrealismo italiano –apareciendo el filme cual trasunto neoyorquino y contemporáneo del Rocco e suoi fratelli de Visconti- con el cine negro americano. Simplificada o no, es cierto que Scorsese rompe muchas reglas en la concepción y ejecución de esta magnífica película, fusionando un escrupuloso afán descriptivo de las calles y gentes del Little Italy con una sucesión de tramas que tiene algo de serie negra, si bien en todo caso se encauzan desde el punto de vista dramático, del protagonista que encarna Harvey Keitel, al que vemos luchar por encontrar un equilibrio imposible entre los elementos que le estigmatizan –Dios, su posición en la Familia, el amor a una prostituta, el amparo a su amigo descarriado-, ítems que aparecen fuertemente relacionados pero más concretados que en Who’s that knockin’ at my door, la interesante obra primeriza del autor.

 

Estoicismo narrativo

A la luz de la narración, parecen obvios los tintes autobiográficos que el director le imprime a la cinta, que en definitiva puede verse más que nada como una lúcida rendición de cuentas con su pasado. El desenlace, rozando la tragedia, aparece así como una suerte de catarsis particular. Scorsese no concede más espacio que el soterrado al lirismo, y desarrolla los acontecimientos, a menudo sórdidos, con estoicidad, con un marcado sentido de la sobriedad. De ahí extrae toda su fuerza y personalidad la película, y por ese tamiz pasan las argucias visuales a las que ya nos hemos referido, y que Scorsese domina, ya aquí, a la perfección.

http://www.imdb.com/title/tt0070379/

http://en.wikipedia.org/wiki/Mean_Streets

http://www.film.u-net.com/Movies/Reviews/Mean_Streets.html

http://www.awesomefilm.com/script/meanstreet.html

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LA EDAD DE LA INOCENCIA

The Age of Innocence

Director: Martin Scorsese.

Guión: Martin Scorsese y Jay Cocks, basado en la novela de Edith Warton.

Intérpretes: Daniel Day-Lewis, Michelle Pfeiffer, Winona Ryder, Alexis Smith, Geraldine Chaplin, Melissa Margolyes, Mary Beth Hurt, Robert San Leonard.

Música: Elmer Bernstein.

Fotografía: Michael Ballhaus.

EEUU. 1993. 126 minutos.

 

Adaptando a Edith Warton

Entiendo que el primer acierto de esta The Age of Innocence es atribuíble a Jay Cocks y a Scorsese en su encomiable tarea en la transcripción argumental de la novela homónima de Edith Warton, atentos a desarrollar el auténtico tapiz de relaciones sociales que se hallan en la esencia de la novela de la autora decimonónica, en una narración que se despliega, en vasos comunicantes, tanto hacia afuera (en la radiografía de un tiempo, un lugar y una clase social) como hacia adentro (en la introspección del sino vital de Newland Archer y su relación, extramuros del noviazgo y matrimonio con la bella May, con la Condesa Olenka).

 

Alardes y intensidades

Scorsese se viste de Scorsese en la puesta en escena de tan compleja arquitectura narrativa, y ya de principio detectamos una apuesta decidida del realizador por el alarde formal (las secuencias consecutivas de la ópera y de la fiesta en sociedad, sazonada por incesantes travellings, grúas, picados, y demás complicados encuadres que buscan y consiguen transmitir la opulencia material de los actores en liza; además, retengo un plano fijo de gran belleza, en el que mientras la sempiterna voz en off femenina explica que la sala se mantiene cerrada durante todo un año y que sólo se utiliza para la recepción anual que tanta solera ha adquirido, el plano general del salón vacío y lóbrego va edificando todos sus aderezos y adquiriendo luminosidad hasta mostrar el inicio de la secuencia del baile). Este alarde formal, sin abandonar su importancia constante el metraje –el filme se detiene y se recrea en la descripción preciosista de cada decorado, de cada festín, y puntúa la suntuosidad de las obras de arte expuestas en los refinados inmuebles, así como hace especial hincapié en las delicatessen que sazonan los banquetes-, cede un espacio a los primeros planos de los protagonistas cuando la narración va alcanzando su clímax dramático, segmento en el que el realizador rubrica algunos de los momentos más brillantes de su filmografía, logrando, con el auspicio de la irreprochable labor actoral de los protagonistas, unos momentos de una intensidad lírica realmente subyugante.

 

Indemnidad social

En el clímax de la película, May (Winona Ryder) suplica a su marido que no se marche de viaje y le anuncia su estado de gestación, y ello supone para Newland la puntilla definitiva a su progresivo descubrimiento de que el frágil equilibrio que creía podía mantener se le había escapado de las manos desde hacía mucho tiempo. La narración culmina, pues, su descripción de forma inductiva: en el ambiente de las máscaras y la hipocresía, May sabe más de lo que Newland suponía –lo certificará después su hijo-, todo el mundo sabe la verdad incestuosa de Newland, e incluso la condesa acaba adoptando una solución en la que empeña su pasión por el bien de la indemnidad social de su amante. La derrota de la voluntad es total y demoledora, y con ello el fin de la inocencia. No en balde los posteriores acontecimientos se narran en off y en unos breves instantes, y la historia sólo se retoma para conciliar un epílogo en el que Archer, ya en su senectud, es incapaz de reencontrarse con la mujer a la que más admiró y amó, es incapaz de enfrentarse con el que fue su sentimiento más puro, y que las circunstancias se encargaron de amordazar y después amputar. A Newland sólo le queda el recuerdo, la idealización de esa belleza, y en la renuncia se mantiene en el último plano de la película, cuando la renuncia viste esa idealización, y se revela como el tesoro más preciado de su corazón.

http://www.imdb.com/title/tt0106226/

http://en.wikipedia.org/wiki/The_Age_of_Innocence

http://www.rottentomatoes.com/m/age_of_innocence/

http://www.wideanglecloseup.com/innocence_defina.html

http://archive.sensesofcinema.com/contents/cteq/03/25/age_of_innocence.html

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ALICIA YA NO VIVE AQUÍ

Alice doesn’t live here anymore

Director: Martin Scorsese.

Guión: Robert Getchell

Intérpretes: Ellen Burstyn, Alfred Lutter III, Kris Kristofferson, Billy Green Bush, Leila Goldoni, Diane Ladd, Jodie Foster.

Fotografía: Kent L. Wakefold

Montaje: Marcia Lucas

EEUU. 1974. 112 minutos.

 

El Padrino

        Historias del Cine. Cuando a Francis Ford Coppola le ofrecieron realizar la segunda parte de The Godfather, Coppola, que había estado sometido a grandes tensiones durante la confección de la película, propuso a los estudios asumir sólo las tareas de escritura y producción, y dejar la dirección en manos de otro realizador, un amigo suyo que no conocía casi nadie y cuyo nombre propuso a los ejecutivos de la Paramount, Martin Scorsese. Huelga decir que los estudios no aceptaron, y Coppola dirigió The Godfather Part II. Por aquellos mismos tiempos (estamos en 1973-74), Ellen Burstyn se había consagrado como actriz tras el rotundo éxito de The Exorcist, de William Friedkin, y estaba buscando un proyecto a su medida, una película en la que explotar sus prestaciones dramáticas (operación común en la industria, de entonces y de ahora); Burstyn, buscando una Woman’s Picture de ese perfil, se interesó por un guión de Robert Getchell que se titulaba Going Home (y que se acabaría titulando Alice doesn’t live here anymore), y, asumiendo que ella debía ser la estrella del proyecto, buscó a algún realizador no consagrado, joven, que se pusiera tras las cámaras. Nos dicen los historiadores que fue Coppola quien le dio el nombre de Martin Scorsese, y ella lo planteó a la Warner. Tras la realización de Who’s that knockin’ at my door, Boxcar Bertha y Mean Streets (esta última, que le había dado el necesario prestigio para obtener la confianza de los estudios), Scorsese filmó el primero de sus proyectos no personales y también la que sería su primera obra dentro del engranaje de la industria de Hollywood. Su Padrino, digo, fue Francis Ford Coppola. Historias del Cine.

 

Otra vida

        El filme narra la historia de una ama de casa de clase media baja residente en Socorro, una ciudad anodina de Nuevo México, una mujer que lleva una existencia no menos gris, lidiando con las dificultades de educar a su hijo adolescente o sufriendo los problemas de incomunicación con su esposo Donald, cuando no las dos cosas a la vez; su vida cambia de súbito y radicalmente cuando Donald fallece en un accidente de circulación y ella y su hijo tienen que iniciar una nueva vida en otro lugar… Al parecer, el metraje original de la cinta, de duración mucho más longeva (unos doscientos minutos) que la finalmente estrenada (de ciento doce) detallaba mucho más las circunstancias familiares y los problemas del matrimonio entre Alice y Donald, en un metraje aproximado de una hora que después quedó reducido a cuatro cortas secuencias. Planteados los términos del modo en que quedaron en el montaje definitivo da la sensación de que los (certeros) esbozos de aquellas cuatro secuencias no son tan importantes en la definición argumental como la secuencia prólogo, que nos muestra a Alice veintisiete años antes, siendo una niña, paseando cerca de la granja familiar y cantando una canción –You’ll never know– que suena en la radio, secuencia interrumpida cuando su madre la llama a regresar a casa para cenar. En la referida secuencia, el alarde visual más notorio de la película, Scorsese utiliza una luz irreal y unos colores muy vivos, rojizos, que recuerdan los experimentos con el technicolor del cine de Hollywood de la década de los cuarenta. La secuencia remite a The Wizard of Oz, aunque en un contraste inverso: los años de la infancia quedan como una ensoñación –del que se recuperará, en el desarrollo dramático, la pasión de Alice por cantar-, contrastada con un presente anodino, desapacible e insustancial en la urbe: el blanco y negro utilizado al inicio de la película de Victor Fleming es aquí el las texturas, digamos, naturalistas de las panorámicas que nos muestran el lugar en el que Alice vive, en Socorro, en 1974, en oposición a la explosión colorida de la secuencia prólogo.

 

Ilustrador

        La verdad es que Alice doesn’t live here anymore dista bastante de ser una película con empaque ni fuerza suficiente como para trascender del corsé de su sentido y momento de realización (su éxito fue en taquilla –e incluso inspiró una miniserie sobre Alice-, el Oscar a la mejor actriz que Burtsyn efectivamente logró, y, en consecuencia, la demostración por parte de Scorsese de su capacidad para moverse en el seno de la industria). Dista mucho, pues, de contar entre el surtido número de obras imprescindibles que nos ha legado el director. Scorsese venía de rodar Mean Streets, y su siguiente proyecto sería Taxi Driver, lo cual nos da una ligera idea del momento de avidez creativa del director, lo que francamente distorsiona con los resultados cinematográficos, tan justitos, del filme que nos ocupa. Quizá la distorsión se difumina si atendemos al dato relativo a la condición de “director contratado” del autor de New York New York en esta ocasión, lo que nos lleva a situar la obra en el mismo lado de la balanza que, por ejemplo, El Color del Dinero y El Cabo del Miedo, otras dos películas en las que Scorsese asumió proyectos ajenos, en las que, al igual que aquí, pretendió dejar su impronta con alardes formales diversos o con modificaciones puntuales en los guiones, pero que, en cualquier caso, pudieron dar de resultas elementos de interés pero no cohesionar en una película redonda. Al respecto, recuerdo haber leído una entrevista a Scorsese en la que comentaba su profunda admiración por los directores del sistema clásico de estudios de Hollywood, a quienes se les ofrecían las películas y ellos se limitaban a dirigirlas; esa admiración, confesaba Scorsese, parte de su asumida incapacidad de ser de ese modo, sintiendo siempre la necesidad de implicarse en los proyectos a un nivel superior, para dar rienda suelta a sus inquietudes creativas sin el corsé de la mera ilustración.

 

Nervio

El ritmo de la película está bien mesurado (ello y a pesar de los sustanciosos cortes), la escenografía es interesante, las interpretaciones, cuanto mínimo correctas, pero falla en esencia, porque se enfrenta con el terrible hándicap de un guión que se queda en la indefinición entre la introspección psicológica, la radiografía socio-cultural (o, si quieren, en el contexto del momento en que fue realizada, desde los parámetros de los movimientos feministas) y los aderezos de comedia situacional. Conforme progresa el metraje del filme, el espectador empieza a saturarse de una repetición de mini-estructuras (secuencia laboral-secuencia con el hijo) construidas en base a parámetros que, más allá de la puntual anécdota jocosa, no albergan nada más que estereotipos y fórmulas cansinas. Baste citar lo forzadas que resultan dos secuencias climáticas (la de la discusión entre Burtsyn y el novio encarnado por Kris Kristofferson, o aquélla otra en la que “se hace amiga” de la camarera Flo, encarnada por Diane Ladd) para exponer la patente incapacidad de la película para subvertir la convención y funcionar a nivel dramático. Scorsese, ante semejante coda argumental y tonal, se dedica a imprimir su irreductible nervio (citemos por ejemplo un travelling en retroceso a una barra de bar, que termina en la puerta, en la que aparece Alice; o especialmente la secuencia de la prueba como cantante, rodada con imaginativos movimientos de cámara y recursos de montaje que logran edificar el sentido de la escena, la fragilidad del equilibrio del personaje en el centro de las miradas, en el alambre de su futuro soñado), o planifica algunas escenas de forma voluntariosamente heterodoxa (la secuencia en la que Burtsyn y Ladd están tomando el sol y charlando amistosamente: la cámara muestra únicamente primeros planos de los rostros inundados de sol de las dos actrices, y cierra la secuencia con una plano muy largo, que muestra las dos figuras en la lejanía). Hallazgos diversos, pero insuficientes para ataviar la película más allá de los corsés en los que se instala.

http://www.imdb.com/title/tt0071115/

http://www.rottentomatoes.com/m/alice_doesnt_live_here_anymore/

http://www.geocities.com/classics4ever/alice/movie/movie.htm

Todas las imágenes pertenecen a sus autores.

¡JO, QUÉ NOCHE!

After Hours.

Director: Martin Scorsese.

Guión: Joseph Minion.

Intérpretes: Griffin Dunne, Teri Garr, Rossana Arquette, Verna Bloom, John Heard, Cheech Marin, Catherine O’Hara.

Música: Howard Shore.

Fotografía: Michael Ballhaus

Montaje: Thelma Schoonmaker

EEUU. 1985. 103 minutos.

 

Noche sin fin

     No se trata de una simple mala noche, jo, qué noche (título en español que, aunque lamentable, tiene la gracia que otorga la perspectiva temporal, de situar la película en su contexto: “jo”, interjección coloquial –eufemística de “joder”- muy en boga allá por los ochenta). Pero, insisto, no se trata de una simple mala noche, sino del juego de palabras que promueve el título, que designa –en un anglicismo de uso común en España- los locales que abren cuando cierran los nocturnos, y que por tanto denotan una continuación/continuidad de la fiesta, jolgorio, borrachera… o pesadilla. Con ese mapa rotular, Scorsese narra las tribulaciones de un prototípico ciudadano medio, de vida y trabajo de lo más monótono, sin ningún signo de identidad especial (una avanzadilla, quizás más burocratizado, de los young urban professionals que coparán Wall Street en aquella década salvaje de los ochenta), que vivirá, como pez fuera del agua, una noche de horrores en las calles del Soho neoyorquino.

 

        Bajo la gris superficie

       Curiosa premisa argumental, sin duda, que le vino al dedo a Scorsese para filmar una pieza low-budget sin perder un ápice de sus constantes narrativas, de sus improntas visuales, de su mayúsculo talento. El guionista y realizador nos lleva de paseo cinematográfico a caballo entre lo lúdico y lo desatadamente sórdido, enfrentando a su sufrido protagonista, cual falso culpable hitchcockiano, por las veleidades de la noche y sus monstruos en el barrio bohemio por excelencia de NY, en un espiral de acontecimientos que –aunque paradójicamente (o no) acaben dotando la película de una coda circular- rizarán el rizo de lo kafkiano, por su absurdidad, y a la vez nietzschesiano, por la revelación del atribulado protagonista del abismo que late bajo la epidérmica capa gris que lo cobija.

        

Inquietante

Las desopilantes circunstancias que van alambicando la narración de esta inclasificable comedia de horror van desgranando un tratado de lo psicopatológico, y Scorsese afina su mirada dejando bien grabadas sus señas de identidad como cineasta: siguiendo un crono limitado –una única noche-, viajamos a una ciudad que puede ser cualquiera y que a la vez es diferente de la imagen que de ella tenemos; conocemos una inagotable cantera –especialmente femenina- de almas perdidas en sueños profanos, cuya propia coyuntura ya es un peligro, de urbanitas situados en las antípodas de lo que a priori conceptualizaríamos como tal. En ese temible cóctel de seres y acontecimientos inverosímiles, magníficamente tamizados por un habilidosísimo guión, la cámara persigue la velocidad, dibuja a la perfección la tensión del protagonista –con esos primeros planos de su rostro, sus manos, sus actos-, y arranca un prodigioso pulso rítmico que contagia al espectador, y no lo suelta hasta ese desenlace a la vez absurdo y tan lúcido…

http://www.imdb.com/title/tt0088680/

http://www.panopticist.com/2008/05/the_scandalous_origins_of_martin_scorseses_after_hours.php

http://movies.nytimes.com/movie/review?res=9C07E7DD153AF930A2575AC0A963948260

Todas las imágenes pertenecen a sus autores.

GANGS OF NEW YORK

Gangs of New York.

Director: Martin Scorsese.

Guión: Jay Cocks, Steven Zaillan y Kenneth Lonergan, basado en una historia del primero.

Intérpretes: Leonardo Di Caprio, Daniel Day-Lewis, Cameron Díaz, Brendan Gleason, Liam Neeson, John C. Reilly, Jim Broadbent.

Música: Howard Shore.

Fotografía: Michael Ballhaus

Montaje: Thelma Schoonmaker

EEUU. 2002. 167 minutos.

 De lo descomunal 

     Resulta acaso temerario para quien suscribe acercarse a una obra tan monumental como es esta propuesta de Scorsese con la limitación de la palabra y del lapso de tiempo que pueda durar elaborar esta reseña. Más todavía si tenemos en cuenta lo que es obvio: que el engranaje de la industria de Hollywood, con la sempiterna excusa comercial, nos ha birlado (y se dice demasiado rápido) más de una hora de metraje de este brillante fresco sobre la historia de la ciudad de Nueva York y de la gente que forjó (y a qué precio) lo que es ahora.

 

Hiperrealismo mítico

   Así que el maestro Scorsese y su filme, que resultó ser tal vez la película más esperada de la década, fue traicionado por sus responsables económicos, en un acto de bajeza muy común pero no por ello menos deleznable. Pero celebremos que el realizador –con la inestimable ayuda de su montadora Thelma Schoonmaker- no corriera la misma suerte que el Reverendo y el Carnicero. La traición no fue mortal: es cierto que Gangs of New York ha visto claramente desmerecido el desarrollo del grueso de sus personajes, y en su segmento central, el propio devenir de la trama; pero ha conservado su grandeza, su majestuosidad, una majestuosidad que invade la retina ya desde los megalómanos decorados de Cinecittá, que encuadran ese hiperrealismo mítico con el que Scorsese disfruta barnizando su historia y otorgándole ese rebato epopéyico, donde del primer al último plano del metraje los protagonistas (todos ellos resueltos con solvencia por los actores, aunque se lleve la palma un impresionante Day-Lewis) viven como fieras salvajes, llevados al límite por unos sentimientos e impulsos tan primarios que dan miedo, tanto miedo como Five Points, ese mestizado barrio del Manhattan primigenio.

 

Retrato socio-histórico

     Resulta más bien improbable casar la densidad y ambición del relato con los escasos 170 minutos de este metraje comercial. Pero la mirada de Scorsese, aun mutilada, sabe compaginar por la vía simbólica la descripción panorámica de un tiempo y un lugar (incesante la primera y última hora de metraje, alcanzando momentos sublimes de belleza formal) con la percepción subjetiva, la visceralidad de que participan los protagonistas de la función. Así, los diálogos y situaciones que desgranan la relación entre los personajes están perfectamente engrasados (también los que dibujan el romance entre DiCaprio y Díaz, a pesar de lo vomitado por ciertos críticos miopes), y su único hándicap es su falta de un mayor desarrollo. Tal vez una consecuencia de esta concentración de la historia sea la forma quizá abrupta en que se alcanza la abstracción narrativa que jalona los últimos compases de la película: los personajes ceden su protagonismo a la propia ciudad de Nueva York, y el filme envoca, aunque sin perder su concepción visual, la senda del retrato socio-histórico puro y duro, con continuos enlaces de planos generales y múltiples montajes paralelos, sobre los altercados acaecidos a raíz de aquel amotinamiento que obligó al ejército a intervenir de forma sanguinaria contra la ya maltrecha población civil. Es en ese desenlace donde aparece ya desatada la visión nada complaciente del realizador sobre la oscura realidad de la ciudad, los crueles subterfugios del poder reinante y los terribles acontecimientos acaecidos en la que ahora está erigida, aun sin sus Torres Gemelas, como capital del mundo occidental.

 

 Masterpiece

    Y en ese desenlace, aunque saturado de imágenes, tienen éstas tal fuerza que producen una indescriptible desazón en el espectador, quien, a pesar de tantos pesares, al terminar la función -con la hermosa melodía que habla de las manos que construyeron América, puntuando una progresiva puesta al día del escenario real, en una bella transición de la imagen que no cumple una función meramente estética-, debe reconocer que el maestro Scorsese ha despachado otra obra maestra, quizá desde las entrañas, quizá la más difícil.

http://www.imdb.com/title/tt0217505/

http://www.herbertasbury.com/gangsofnewyork/

http://www.rottentomatoes.com/m/gangs_of_new_york/

http://www.zinema.com/pelicula/2003/gangsofn.htm

Todas las imágenes pertenecen a sus autores.

EL REY DE LA COMEDIA

The King of the Comedy.

Director: Martin Scorsese.

Guión: Paul D. Zimmerman.

Intérpretes: Robert De Niro, Jerry Lewis, Diahnne Abbott, Sandra Bernhard, Shelley Hack, Lou Brown.

Fotografía: Fred Schuler.

EEUU. 1983. 109 minutos.

 

Rupert, estrella de TV

En uno de los momentos formalmente mejor logrados de esta película, Rupert Pupkin se grava en una cinta magnetofónica que debe entregar en la productora de Jerry Langford, y, tras las inevitables interrupciones de su madre, que no entiende a qué viene tanto jaleo (y que, fíjate, nunca aparece en pantalla), el indómito aspirante a cómico (o debería decirse mejor, a estrella televisiva) recita su monólogo cómico, que resulta inaudible al fundirse con el efecto grabado de risas de teleespectadores que el artista inserta en su montaje sonoro. La cámara, en medio del estruendoso ruido de risas prefabricadas, encuadra, en un lento travelling hacia atrás, al  laborioso Pupkin, que nos da la espalda para concentrarse en un enorme póster que preside la pared del salón y en el que únicamente aparece un público multitudinario en expresión jocosa. Al final del plano, Pupkin está en el centro de la imagen, pero unas geométricas paredes azules nos alejan de él y dejan, a pesar del eco histérico, una sensación de silencio, y una imagen de vacuidad terrible.

 

Bajos instintos

  Esta corta secuencia, amén de ser un ejemplo de la portentosa puesta en escena del maestro Scorsese, resume perfectamente lo que se narra esta comedia trágica llamada The King of Comedy: el patético intento de un fan desquiciado de trascender en su vida emulando a su ídolo, un famoso cómico televisivo (interpretado con enorme sobriedad por Jerry Lewis, que se interpreta a sí mismo en el que sin duda es el papel más amargo de su carrera, dejando patente su innegable talento allende los histriónicos roles que lo hicieron famoso). Rupert Pupkin representa los instintos más bajos que despierta la televisión, y que son la negación de la propia vida en pos de las bambalinas de una fama que se necesita como el oxígeno (en el primer tercio de la función eso ya se plasma con un desvergonzado desgarro en escenas tan tremendas como la comida imaginada de Pupkin con Langford, o sobretodo el diálogo mantenido por el primero con sendos cartones de Liza Minnelli y el propio Langford).

 

Psicología

  Siempre atenta a la mirada fanfarrona y a los movimientos compulsivos de su protagonista, The King of Comedy rehúsa encauzar su discurso en una visión, digamos, social de la fama televisiva y del componente drogoadictivo que sin duda reviste, para convertirse en un fiero retrato psicológico del patetismo y la frustración. Pupkin es un personaje patético, mentiroso compulsivo a resultas de su monomanía, y que –sea real o ficticio el epílogo del filme- lleva a cabo con toda normalidad un acto tan salvaje como el rapto de su ídolo televisivo conciente de que esa puede ser una vía útil al fin pretendido de … ser famoso. Entiendo, asimismo, que la construcción de ese personaje se refuerza de forma decisiva en pantalla merced de la superlativa composición de Robert De Niro, que nos regala una de las mejores interpretaciones de su carrera.

 

Hechizo televisivo

  Como sucede en el contenido de The King of Comedy, su continente, que somos los espectadores, los que estamos fuera, no podemos evitar el terrible sentimiento de desasosiego que, a pesar de las carcajadas que nos roba la película, finalmente nos deja. Y no podemos evitarlo porque entendemos que ésta es la sociedad en la que estamos condenados a vivir, y hay que esforzarse cada vez más para no dejarse vencer por los rayos somníferos e idiotizantes que emanan del televisor, y acostumbrarnos a que sin duda hay un montón de Ruperts Pupkins esperando su oportunidad a la estela de esa otra plaga, la de programas de corazón amarillo  que seduce y aletarga mentes y conciencias desde la pequeña pantalla.

http://www.imdb.com/title/tt0085794/

http://en.wikipedia.org/wiki/The_King_of_Comedy_(1983_film)

http://thisdistractedglobe.com/2007/03/03/the-king-of-comedy-1983/

http://www.rottentomatoes.com/m/1011623-king_of_comedy/

Todas las imágenes pertenecen a sus autores.

LA ULTIMA TENTACION DE CRISTO

 

The Last Temptation of Christ

Director: Martin Scorsese.

Guión: Paul Schrader, adaptando la obra de Nikos Kazantzakis.

Intérpretes: Willem Dafne, Barbara Hershey, Harvey Keitel, Harry Dean Stanton, Barry Millar, Andre Gregory, David Bowie.

Música: Peter Gabriel.

Fotografía: Michael Ballhaus.

EEUU. 1988. 149 minutos.

 

Fariseos

 

Los fariseos que boicotearon en la medida de sus posibilidades (que no fueron pocas) el rodaje del filme, y que después censuraron el estreno pidiendo la  cabeza del realizador blasfemo y los negativos de la película quizá desconocían que Martin Scorsese fue educado en el catolicismo y que, en su temprana juventud, sintió la vocación del celibato (por suerte para el Séptimo Arte, terminó cambiando de foro en el que canonizar). Son los mismos que excomulgaron a Nikos Kazantzakis cuando en 1955 publicó su personal exégesis del Nuevo Testamento, los mismos que repudiaron la obra maestra de Pasolini. Mal que les pese, no quedan lejos de los integristas de otras religiones, como los que han condenado a Salman Rushdie o han prometido terror contra el atrevimiento de dibujar al Profeta Mahoma. Todos ellos anatemizan la libertad de expresión en nombre de un Altísimo iracundo. A mí me recuerdan a Caifas y su cohorte de sacerdotes judíos en Jerusalén.

 

Conflictos espirituales

 

Porque no se trata con comulgar o dejar de comulgar con esta The Last Temptation of Christ. Scorsese no se alinea con los propósitos de Mel Gibson, que quiso rendir una hagiografía doliente del contenido evangélico, pero tampoco se instala a la contra. No se pretende estandarte de las Palabras Sagradas, pero sí le interesa ahondar en conflictos espirituales de primera magnitud, y ello sirviéndose de una narración por todos conocida e identificable (método seguido por otros artistas tan poco discutibles como Norman Mailer, que en 1997 publicó aquella hermosa y lúcida parábola titulada El evangelio según el hijo –The Gospel according to the Son-). Scorsese no nos dice “escuchadme, que la Historia Sagrada se escribió como yo os digo”. Ni siquiera lo intenta, porque eso queda bien lejos de sus intenciones. Baste con leer el primer rótulo de la película, donde se deja a las claras que “ésta es una narración de ficción”, donde se identifica el interés de la obra de Kazantzakis, y de esta adaptación, por ahondar en esos conflictos feéricos, y en rendir una visión que en cierto modo acerque la figura de Jesús a los estigmas humanos.

 

Sacrificio, duda, dolor

 

En la adaptación de la longeva obra de Kazantzakis colabora el más celebrado guionista de Scorsese (y gran cineasta) Paul Schrader, otro personaje al que los fariseos fácilmente desacreditarían por la metodología narrativa que utiliza para convertir en piedra angular de su obra la lucha del hombre por su redención a través del amor (ahora mismo, no se me ocurre ninguna película del autor de Hardcore que no contenga ese telón discursivo). Schrader comparte con Scorsese una infancia aferrada a una estricta educación religiosa, en este caso calvinistas. No es dato baladí, pues, conocer los antecedentes personales e intereses religiosos insertos en los pensamientos y obra de ambas personalidades, y desde esa óptica no sorprende que el tándem guionista-realizador despacharan con esta The Last Temptation of Christ una aguda parábola que nos habla del precio máximo que la espiritualidad exige al cuerpo, pero sobretodo de la constante amenaza del Mal en la conciencia y los sentimientos del hombre bueno. Con sintaxis extraída directamente de los pasajes bíblicos y en otras ocasiones abundando en elementos historiográficos o directamente ficticios, Schrader y Scorsese no cejan en su empeño de hablar del constante sacrificio, de la duda y del dolor. Su tesis, esa “tentación” inserta en el título y que hizo rasgar tantas vestiduras, habla del deseo de Jesús –deseo además promovido con malas artes por el Diablo- de nada más (ni menos) que formar una familia, deseo de renunciar a su Divino cometido en pos de vivir una vida humana, deseo humano pues, que no llegará a consumar al entregarse devotamente a su Destino (tesis compendiada en la larga secuencia del sueño, pero presente en toda la construcción dramática, en el particular énfasis en que se tratan pasajes conocidos de los Evangelios, como por ejemplo el que acontece en el jardín de Getsemaní, una de las más poderosas secuencias de la película).

 

Austeridad

 

En el apartado cinematográfico, la obra participa de una escenografía que no por austera (diríase que en ocasiones –como el tránsito por Jerusalén de camino a la crucifixión- buscando la estela de Passolini) deja de ser vistosa, y donde el realizador de Raging Bull imprime la fuerza de su drama y su discurso mediante abundantes planos subjetivos, o de detalle (que coayuvan con mucho a convertir en memorable la interpretación de Willem Dafoe), más diversos experimentos con la planificación, con el sonido y con el montaje que pretenden vestir en imágenes, a veces radicalmente, lo trascendente del texto. La caligrafía es arriesgada, contiene instantes de gran cine, si bien decae en algunas soluciones que no alcanzan a exprimir el sentido pretendido, o en un ritmo en ocasiones deslavazado. Son cosas que suelen suceder cuando uno tarda muchos años en poder sacar adelante una película, cuando te apedrean constantemente para obligarte a cancelar el rodaje, cuando los dedos largos llegan a bloquear la financiación de la obra y uno no puede más que recurrir a la improvisación para parchear los problemas sobrevenidos. Supongo que los fariseos pueden sentirse satisfechos, pues lograron amputarle a The Last Temptation of Christ la condición de masterpiece. Que no la fuerza expresiva de su discurso y su indudable interés filosófico.

http://www.imdb.com/title/tt0095497/

http://www.rottentomatoes.com/m/last_temptation_of_christ/

Todas las imágenes pertenecen a sus autores.

EL CABO DEL MIEDO

 

Cape Fear

Director: Martin Scorsese.

Guión: Wesley Strick, basado en un guión previo de James R. Webb y en una novela de John D. McDonald.

Intérpretes: Robert De Niro, Nick Nolte, Juliette Lewis, Jessica Lange, Joe Don Baker, Illeana Douglas, Robert Mitchum.

Música: (Bernard Herrman).

Fotografía: Freddie Francis

EEUU. 1991. 121 minutos.

 

Guiones y Box-office

 

Aunque Cape Fear es probablemente la peor película de Martin Scorsese, el box-office la saluda como una de las contribuciones más lucrativas de su autor. Bienvenidos a Hollywood. Y sí, algunos podrán aprovechar mi introducción para arremeter contra las películas alimenticias, o contra la inoportunidad artística de los remakes (ésta lo es de un filme, homónimo en su título original, dirigido por J. Lee Thompson en 1962 y protagonizado por Gregory Peck y Robert Mitchum, actores que efectúan sendos cameos en esta versión de 1991). Yo no estoy de acuerdo. No tengo nada contra los remakes ni contra los filmes de pura artesanía -siempre que esa artesanía no se revele como desganada, desgana que aquí no concurre-. El motivo por el que esta película cae en la mediocridad más campante me parece evidente, y radica en el libreto del filme, guión escrito por Wesley Strick -basado en la novela negra “The Executioners”-, que fracasa en su intento de sofisticar unas ideas sencillas y efectivas, que incurre en algunos problemas de planteamiento a los que no sabe poner remedio, y que por tanto se van haciendo cada vez mayores, revirtiendo en la absoluta falta de credibilidad argumental de la película, y, con ello, del interés del espectador más allá del puro espectáculo: hablo de la supuesta ambigüedad que viste la descripción de los personajes (la relación entre abogado y cliente, o la estabilidad en entredicho del matrimonio Bowden, o incluso de su estuctura familiar), ambigüedad que sólo se revela aisladamente, demasiado textualmente, y en incongruencia con una mecánica demasiado convencional (hasta telefílmica en el texto) de desgranar los acontecimientos: se puede asumir riesgos o no hacerlo, pero hay que ser coherente con las decisiones que se adopta, porque de lo contrario se corre el peligro de caer y provocar desconcierto.

 

Moderno grand guignol

 

Quizá consciente de esas flaquezas argumentales, quizá dando comba a su reputación de director intrépido, espídico y bullicioso, Scorsese decidió convertir la película en un moderno grand guignol, un espectáculo manierista, de vocación en ocasiones malsana, basado en el juego constante con encuadres recargados y hasta barrocos, gustoso de utilizar trucos de montaje para inducir la intriga, efectos expresionistas basados en  la saturación de luces y colores (iluminación que rubrica un nombre legendario: Freddie Francis), y, claro está, el abuso concienzudo del leit-motiv musical compuesto por Bernard Herrman para el filme original. La aritmética salvaje de la cámara de Scorsese puede gustar más o menos, pero no es gratuíta, y no puede discutirse  que proporciona el mayor interés de la película (mucho más que la interpretación exacerbada de De Niro, que fue lo que más se destacó en su momento, y que en efecto coadyuva a la propuesta de excesos, pero no más que la de Nick Nolte, del que nadie dijo nada). El ojo de Scorsese sabe recoger la violencia con mucha más capacidad para la sugestión de la que el texto jamás llega a atesorar, y al decir esto no pienso tanto en los pasajes sanguinarios que rubrican el largo desenlace del filme (resueltos de un modo nada más que correcto), sino a la vía escogida para mostrarnos el modo tan frágil en que puede quebrarse la seguridad y la integridad (conceptos en íntima relación en la película): atiéndase sobretodo a la célebre secuencia entre Max Cady y la adolescente Danielle en el teatro de la escuela, planificada con aparente sobriedad, la cámara súbita y arteramente contenida, matizando los diálogos con planos de detalle que agravan el sentido de lo morboso, del miedo y del deseo, las tensiones de la violencia psicológica. Eso precisamente, un estimulante tratado sobre la violencia psicológica, es en lo que hubiera podido convertirse esta Cape Fear si hubiera contado con un libreto más valiente y afinado. Sin él, a duras penas supera el artificio.

 

 

 

 

http://www.imdb.com/title/tt0101540/

http://www.washingtonpost.com/wp-srv/style/longterm/movies/videos/capefearrhinson_a0a719.htm

Todas las imágenes pertenecen a sus autores.

EL ULTIMO VALS

 

The Last Waltz

Director: Martin Scorsese.

Productor Ejecutivo: Robbie Robertson, Jonathan Taplin.

Intérpretes/Música: The Band, Bob Dylan, Eric Clapton, Doctor John, Neil Young, Neil Diamond, Van Morrison, Joni Mitchell, Emmylou Harris, Muddy Waters, Paul Butterfield, The Staples y Ronnie Hawkins.

Fotografía: Michael Chapman, Laszlo Kovacs,

 Vilmos Zsigmond y otros

EEUU. 1978. 117 minutos.

 

De lo glorioso…

 

Hay quien dice que The Last Waltz es “la mejor película de rock jamás realizada”. No estoy yo por suscribir ni enmendar la plana a ese ni ningún otro de los muchos comentarios axiomáticos que versan alrededor del filme, para empezar porque resulta complicado delimitar una definición tan abierta –que abrazaría cualquier concierto en cualquier tipo de escenario, documentales, rock-operas, biopics, etc-, esto es porque a la hora de acercarse a la música desde el formato visual existen muy diversas y a menudo muy interesantes opciones, como nos ha enseñado, sin ir más lejos, el propio Scorsese. Sin embargo, sí que puedo enumerar varias razones que convierten esta película del director de No Direction Home en una experiencia superior e inolvidable. La primera, sus razones de oportunidad, el hecho de tratarse de algo no muy frecuente, un concierto de despedida, lo que sin duda alienta un rico interlineado de reflexiones que van de lo abstracto a lo histórico-cultural, pues el filme, grabado en 1976 y estenado en 1978, merece su calificación de retrato, en vivo, de un final más amargo de lo que aparenta, pues si los dieciséis años de carretera que cierra The Band representan una etapa que se abrió con la cultura beatnik de Kerouac y Ginsberg y en la que se produjo la eclosión de las grandes bandas de rock y los multitudinarios conciertos (cultura que alcanzó su cenit en Woodstock, concierto en el que, recordemos, Scorsese se forjó como montador), tras el concierto, a las puertas de la década de los ochenta,  nos situamos cronológicamente en la antesala de grandes cambios en la industria discográfica (que podríamos simplificar hablando del advenimiento de la era MTV) que envilecieron con mucho el panorama musical masivo y desmerecieron la concepción de la música popular como expresión artística pura en aras a una potencialidad principalmente comercial basada en la más infame uniformidad. Lo digo porque lo pienso, o más bien porque lo siento. La segunda, que ese concierto fuera de un grupo tan carismático como The Band (banda canadiense de rock con resonancias country que, a pesar de no ser muy conocida en España, alcanzó las mayores cotas de éxito en los EEUU a mediados de la década de los sesenta y hasta la fecha de este concierto), y trufado de colaboradores como, agárrense, Bob Dylan, Eric Clapton, Doctor John, Neil Young, Neil Diamond, Van Morrison, Joni Mitchell, Emmylou Harris, Muddy Waters, Paul Butterfield, The Staples y Ronnie Hawkins, con más la aparición casi testimonial de dos representantes de los principales grupos iconos probablemente del siglo, Ringo Starr y Ron Wood (Robbie Robertson, tan atinado en la interpretación musical como en los comentarios que van apuntalando la cinta, comenta en un momento dado que se trata de los más influyentes miembros de una generación inolvidable; sin duda que a una generación tan prolífica como aquélla le podríamos añadir unos cuantos nombres más, pero qué duda cabe –en los libros de historia de la música- de que el surtido es glorioso).

 

 

El concierto de Scorsese

 

Tercera, y ya entrando en materia más estrictamente cinematográfica, el partido escenográfico que Scorsese –y su apoyatura técnica- extraen del local (la famosa sala Winterland de San Francisco) y escenario de celebración del concierto. Cuarta, y en extensión de la anterior, la disposición y utilización de los elementos cinematográficos por Scorsese para buscar la esencia lírica, la emotividad, la espriritualidad y la pureza interpretativa presentes en escena. El propio Scorsese, en los extras de la edición en DVD de la obra, nos explica que si inicialmente su único interés era el del mero documentalista (quería dejar constancia en imágenes de aquel momento), poco a poco fue tomando cuerpo la idea de tratar de exprimir desde lo cinematográfico el meollo del evento musical, para lo que pidió a la banda que le cediera el set-list a efectos de poder analizar –tanto en lo musical como en lo relativo a las letras- cada pieza a interpretar de modo que pudiera recibir un pormenorizado tratamiento cinematográfico. Se trata de un esfuerzo diría que sin parangón en la realización de conciertos, y que demuestra tres cosas que, además, considero complementarias: una, la fervorosa pasión de Scorsese por los movimientos musicales convergentes en el rock; dos, su colosal ambición narrativa; y tres, el superlativo talento del realizador para llevar a buen puerto su visión cinematográfica. En The Last Waltz importa tanto el continente, la música y sus intérpretes, como el contenido, la selección de entre los infinitos elementos y texturas efectuadas por el ojo del realizador: es una soberbia labor de montaje, pero antes que la postproducción está la planificación y después la ejecución –que no admite errores, pues el concierto sólo se celebra una vez-: la disposición de la luz en cada segmento –el director de fotografía es Michael Chapman, pero hay otros seis operadores colaboradores, entre ellos Laszlo Kovacs y Vilmos Zsigmond-, el encuadre, la composición de los planos y, en fin, la cohesionada definición estética de la obra. Todo ello para convertir al espectador del filme en espectador preferente de aquel concierto inolvidable… por muchas razones. Tomando en consideración las posibilidades expresivas que se hallan en cada pieza interpretada (y músico interpretando) constante el concierto, creo que la opción óptima para la visualización de la obra es conocer poco o nada las canciones que van conformando el repertorio, para de este modo, en progresivas revisiones de la película, apercibirse en lo objetivo/analítico de la inmensa y feliz labor llevada a cabo desde el lenguaje cinematográfico a la vez que desde el lenguaje musical, y apercibirse en lo subjetivo –que funde lo visual y lo sonoro- de cuán fascinante resulta asistir en primerísima fila (desde los ojos del cineasta) al espectáculo de Robbie Robertson, su banda y sus colegas. Y la representación que propone Scorsese está lejos, muy lejos de cualquier efectismo o sofisticación: todo ese arduo trabajo deja una impronta de todo punto sobria, donde se recurre exclusivamente al retrato de los protagonistas (sin contraplano alguno al público, a excepción de las panorámicas frontales o las tomadas desde el backstage, donde vemos recortadas las figuras de los músicos por la munión de espectadores, nunca iluminados), y más concretamente se propone un estudio de sus rostros y expresiones (con contados planos de detalle a los trastes de la guitarra: quizá sólo un par en la pieza interpretada por Eric Clapton), para hacer hincapié en esa emotividad, entre lo festivo y lo solemne, que acaba recorriendo el completo metraje.

 

 

Convergencia de estilos

 

Como corolario de la labor llevada a cabo en el estricto directo, en el filme se recogen tres grabaciones en estudio. Digo corolario en doble sentido, tanto porque se trata del vals climático más dos piezas cabales –Evangeline, interpretada con Emmylou Harris, y sobretodo The Weight, con The Staples- como en lo concerniente a la labor formal, pues el realizador dispone en estudio de un mayor control sobre el que será el resultado en imágenes: tanto en Evangeline como en The Weight, mencionar que, allende su perfección formal, se propone un careo entre los miembros de The Band y la/los artista/s invitada/os, que supone al mismo tiempo un encuentro entre dos formas de entender la música, o más bien el tributo a las raíces del rock, en este caso representadas por el country añejo y el gospel. Ese tributo a las raíces también se halla bien presente en la actuación en el Winterland Arena, donde, amén de las diversas canciones de The Band, cada músico aporta una (o tres, en el caso de Dylan) pieza carismática de su repertorio, y por tanto aporta su granito de arena para ir dotando a la obra una personalidad musical que nada tiene de heterogénea, sino habitada por una profunda riqueza de estilos y matices convergentes, perfecta definición de lo que es el rock’n’roll: del blues carismático de Buddy Waters, la armónica de Paul Butterfield y el toque brit de Van Morrison a la herencia folk acústica de Joni Mitchell o Emmylou Harris o al folk-rock de Neil Young o Dylan, del crooner Neil Diamond al chocante Such a night del gran Doctor John.

 

 

“It’s a damn imposible way of life”

 

Scorsese propone pequeñas transiciones entre canción y canción (opción narrativa que después repetirá en Shine a Light) que recogen diversos testimonios de los miembros de la banda sobre el anecdotario vivido en los largos años de carretera, a veces sketches conversados que sirven para meditar sobre esas raíces del rock a que antes hacía mención (no tiene desperdicio la explicación del batería de la banda de la génesis de los celebérrimos movimientos pélvicos de Elvis) o sobre la profesión en general, que a su vez funcionan a modo introductorio de la siguiente pieza en directo (por ejemplo, el segmento en el que se habla de los compositores del Tin Pan Alley neoyorquino –antes de la entrada de Diamond- o aquel otro donde aflora una elegía por Sonny Boy Williamson, calificado como el mejor intérprete de armónica de blues de todo los tiempos –antes de la entrada de Butterfield-); pero sobretodo destacan aquellas secuencias en las que la reflexión se funde con las impresiones sentimentales y se confunden con el desconcierto al hablar de las razones de este final forzado o la incierta puerta que el porvenir debe abrir (roza lo turbador la secuencia en la que Scorsese acompaña a Rick Danko por entre los habitáculos en penumbra del estudio de grabación Shangai-La y el bajista, al ser preguntado sobre sus planes de futuro, responde sin mayor convicción que compondrá canciones y tratará de estar ocupado). Scorsese es un cineasta según su propia definición (el cineasta es aquél que realiza sus propios proyectos, contrapuesto al director de cine, aquél que dirige películas por encargo, al estilo de los viejos tiempos del Hollywood clásico; Scorsese tiene manifestado que “me falta valor para ser director de cine, sólo soy un cineasta”), y ninguna de sus películas, aun los documentales, carecen de su particular tesis. Aquí, a poco de pensarlo, vemos que el realizador, que rodó la película justo antes de New York New York y la montó simultáneamente, incide desde otros parámetros en temáticas presentes en aquella otra (y también espléndida) película: recorre, desde lo hiperbólico, el camino entre la grandeza del acto de crear e interpretar música y la miseria que espera al músico tras la bajada del telón; la creación de mitos perdurables contrapuesta a lo efímero de sus creadores; Scorsese se muestra fascinado por la música rock, pero el modo de vivir de sus representantes, esa vida en la carretera, está definida más allá del vértigo: se señala el abismo como destino (“It’s a damn imposible way of life”, lo define con cierta acritud Robertson, citando a algunos de los muchos artistas precedentes o contemporáneo que murieron jóvenes víctimas de la autodestrucción). Scorsese prepara su tesis durante todo el metraje –al final entenderemos porqué la cámara se centraba tanto en el rostro de los músicos- y, como hiciera en la magistral No Direction Home, la apuntala en un final soberbio: el vals que cierra la película, los cinco miembros de la banda tocando instrumentos de otro tiempo, y la cámara que, al irse alejando lentamente, les va dejando solos, les va difuminando, hasta que sólo queda un poderoso hálito fantasmagórico. Que se trata de una reflexión más bien trágica lo demuestra el hecho de que Scorsese, treinta años después, escogiera a los longevos Rolling Stones para volver a filmar un concierto (Shine a Light): sin duda que quería refutarse a sí mismo. Y casi lo logra, aunque eso ya es otra historia.

http://www.imdb.com/title/tt0077838/

http://theband.hiof.no/videos/last_waltz.html

Todas las imágenes pertenecen a sus autores.

WHO’S THAT KNOCKIN’ AT MY DOOR?

 

Who’s that knockin’ at my door?

Director: Martin Scorsese.

Guión: Martin Scorsese y Betzy Manoogian (diálogos adicionales).

Intérpretes: Harvey Keitel, Zina Bethune, Anne Collette, Lennard Kuras, Michael Scala, Harry Northup.

Fotografía: Richard H. Call y Michael Wadleigh

EEUU. 1967. 90 minutos

 

 

Opera prima

 

Nos hallamos ante la opera prima de un realizador italoamericano llamado Martin Scorsese. Una obra realizada en 1967, rompedora en su filosofía y fulminante transgresión de las normas narrativas. El auténtico embrión de Mean Streets (a la carne en el asador visual me remito) y, por extensión, de la completa filmografía del genial realizador.

 

 

¿Abolir el deseo?

 

     Who’s that knockin’ at my door pone en la picota temática la gran obsesión adolescente de Scorsese: la fe y los estigmas del catolicismo contrapuestos al deseo; con esa obsesión como objeto de su particular posicionamiento cinematográfico, enhebra una historia de primerísima persona (el protagonista, J.R., es el ater ego del director de una forma más que deliberada diría que muy acusada) en la que se narra la dificultad del protagonista por realizarse sentimentalmente con una chica por culpa del abismo que separa a uno de otra en lo concerniente a la percepción del amor y de las relaciones sentimentales. Con mucha más enjundia discursiva que, pongamos por ejemplo, el primer Allen, Scorsese da muestras de una extrema lucidez autocrítica (y digo autocrítica en referencia al espejo que el filme representa de sus propias vivencias), contraponiendo los puntos de vista liberales, desprejuiciados, de la chica, con esa abrupta barrera invisible en el modo de afrontar el amor por parte de J.R., una abrupta barrera que se hace visible en los muchos planos que muestran la sutil pero insuperable influencia a que el protagonista vive sometido a esa estatuilla de la Virgen María (en la primera secuencia del filme –¡la primera secuencia antológica de la filmografía de Scorsese!- ya queda consignada esa fuerza invisible/invencible: la madre prepara un pastel de carne, y lo reparte equitativa y religiosamente entre sus hijos, bajo la mirada impertérrita de aquel icono de mármol). Los amigos de J.R. se parecen mucho a los que posteriormente conoceremos a fondo en Mean Streets, y si bien el filme obvia el elemento mafioso, sí podemos saber que aquel grupillo de amigos se dedican a hacer chapuzas por aquellos bajos fondos de la ciudad de Nueva York, y el filme sí hace especial (brillante en lo formal) hincapié en la naturaleza bribona de esas amistades y costumbres. En una secuencia puente a ritmo del The End de The Doors –cuyo contenido erótico los biógrafos dicen que fue una imposición del productor- incluso se ve a J.R. mantener relaciones sexuales con diversas mujeres, lo que se anuda temáticamente con una conversación con su novia en la que J.R. explica la diferencia entre una mujer y una “tía”, designando esta última a las prostitutas (o más bien, en el sentido discursivo del filme, a la mujer-diablo que él contrapone a la mujer-ángel con la que no quiere acostarse para alcanzar el casto matrimonio: esa es la neurosis que golpea gravemente a J.R., que le convierte en una persona incapaz de relacionarse de forma sana con la mujer a la que ama, a la que nunca –ni en la última, dramática secuencia- logra comprender).

 

    

     Metrónomo

 

En la puesta en escena de tan sugestivo y bien cohesionado discurso, Scorsese nos sirve de un modo radical las enseñas que con los años se convertirán en célebres: el filme se divide en pequeños sketches, muchos de ellos mudos, de estudiada escenificación (que en ocasiones se sirve al ralentí), y dominados por una pieza musical que marca el tono (y a menudo el significado); Thelma Schoonmaker ya es la montadora de Scorsese (y ostenta no pocas claves de la capacidad para la sugestión del filme), y Who’s that knockin’ at my door se va desgranando cual metrónomo, en una narración a la postre lineal pero de prodigiosa originalidad y capacidad para la observación sugerente, donde, entre citas cinéfilas –a Ford y a Hawks, principalmente-, juegos de seducción, canalladas diversas con los amigos, y algunas lacónicas reflexiones (nunca en off), la aparentemente fría introspección en los sentimientos de J.R. va calando las imágenes hasta alcanzar la  tesis que bautiza en el sentido cinematográfico el camino de un maestro. El filme, por otra parte, significa la primera película de Harvey Keitel, el primer actor fetiche de Scorsese y que se convirtiera en uno de los iconos interpretativos de los majestuosos años setenta y del denominado “Nuevo Hollywood”.

http://www.imdb.com/title/tt0063803/

http://www.blogdecine.com/2008/04/08-whos-that-knocking-at-my-door-el-debut-de-martin-scorsese

Todas las imágenes pertenecen a sus autores.

NO DIRECTION HOME

 

No Direction Home

Director Martin Scorsese

Montaje  David Tedeschi.

EEUU. 2005. 193 minutos

 

  El documentalista

 

Bien conocida es la condición mitómana de Scorsese, que suele concretarse en interesantísimos documentales de los que este cronista tiene el placer de conocer algunos exponentes de las dos vertientes que ha transitado: en lo que a cinefilia se corresponde, Scorsese preparó, dirigió y presentó una minuciosa colección dedicada a los grandes nombres y títulos del cine italiano clásico, así como llevó a cabo su personal “Recorrido por el cine norteamericano” de todos los tiempos. El otro espectro de su empeño documental se relaciona con su vieja amistad con Robbie Robertson, proviene de su tarea como montador de Woodstock, tiene como piedra angular la mayúscula The Last Waltz, y en los últimos años se ha centrado en la colaboración preeminente (y dirección del primer capítulo) de un ilustrado fresco sobre la historia del blues, así como en un documental-concierto sobre los Rolling Stones estrenado en España en 2008 con el título Shine a light. En este afán historiográfico de la música contemporánea americana se centra el majestuoso documental que nos ocupa, este No Direction Home, que centra su dilatado metraje en la introspección en los primeros años de carrera artística de uno de los artistas más imprescindibles del siglo XX: Bob Dylan.

 

 

Flash-back

 

  Lo primero que llama la atención del filme es su vocación dramática, que deja patente su propio título –extraído del estribillo de la que probablemente es la canción más popular de Dylan, Like a Rolling Stone– relacionado con las primeras declaraciones del artista en la actualidad que emergen en pantalla: “la música es una continua búsqueda; desde el principio, siempre, estoy buscando el camino a casa”, y que articula la propia arquitectura del documental como un colosal  flash-back: No Direction Home empieza, transita y termina en los escenarios británicos, en la gira europea de 1965-1966, donde Dylan era abucheado por las plateas rebosantes de fanáticos de su ya abandonada condición de abanderado de la canción-protesta. Desde ese punto, erigido en leit-motiv (y sustento dramático) del documental, el filme va desgranando con precisión narrativa –y un profuso material de archivo combinado con entrevistas- los comienzos del cantautor, la historia de cómo y porqué Robert Zimmerman, aquel joven de provincias, viajó a Nueva York e inició sus pinitos en el mundillo del Village, hasta que consiguió un contrato para la Columbia, para después componer diversas folk songs erigidas como himnos de su generación, y transitar hacia la electricidad y el blues para mayor desolación de las ingentes muniones de seguidores que lo alzaron, con veintipocos años, como una especie de profeta o demiurgo de esos tiempos cambiantes.

 

 

Un hombre y su tiempo

 

Las líneas de esa exploración en la subjetividad de Dylan se acompasan, merced de una férrea estructura y diversos alardes de montaje, con una acerada radiografía del continente de esa historia: de los turbulentos años sesenta (con testimonios a menudo apasionantes de gente como Pete Seeger, Joan Báez o Allen Grinsberg), del completo movimiento de las canciones-protesta y otros movimientos culturales “de izquierdas” emergidos bajo la estela literaria beatnik y a la par que la caza de brujas de McCarthy, así como, en un segmento central bastante extenso, una lección de historia de la ciudad de Nueva York, centrada en la ebullición del Greenwich Village y el sinfín de actividades que allí se desarrollaban, caldo de cultivo de no pocos nombres ilustres de todas las artes.

 

 

Like a complete unknown

 

  Son 205 minutos de una intensidad irreprochable, labrados por Scorsese con el único e infalible apoyo de la fuerza de las imágenes, auténtico sustento de las voces participantes en esa historia –la de Dylan entre otras-, que hacen innecesario el más común de los recursos del cine documental: la voz en off. Pero si decía antes que la vocación de No Direction Home se revela dramática es porque el escrupuloso tamiz sociológico mostrado por las imágenes sirve a ese propósito instructivo, pero ello no empece que el filme culmine, con la fuerza de un ciclón, con el retrato de la desazón, la angustia y los estigmas de aquel joven prodigioso que, al parecer de los tiempos y gentes que le acompañaron o siguieron, cometió el imperdonable error de hacer lo que le apetecía. Sutiles pero contundentes, las tesis de Scorsese abrazan lo abstracto con lo concreto: por un lado, los corsés que el éxito puede infundir al arte, y, por otro, en su vertiente concreta o histórica, el precio que pagó un gran artista por negarse a erigirse en un adalid político.  Secuencias como los extractos de las ruedas de prensa en las que un Dylan se diría que agonizante confiesa con ese porte inaccesible que quiere irse a casa; aquel instante en el que entona al piano acompañado de Johnny Cash una melodía triste, o aquel “let’s play fuckin’ loud” con el que responde a los insultos del respetable irrespetuoso en el concierto de Manchester son documentos ya de por sí muy valiosos, pero, pasados por el filtro del punto de vista que Scorsese incorpora, cobran un nuevo sentido, rezuman épica y melancolía, y cierran de un modo mudo y trágico –que a mí me recuerda al desenlace de Raging Bull– esta memorable película.

http://www.imdb.com/title/tt0367555/

http://www.miradas.net/2005/n45/criticas/12_nodirectionhome.html

Todas las imágenes pertenecen a sus autores.

SHINE A LIGHT

 

Shine a light

Director: Martin Scorsese.

Intérpretes: Rolling Stones, Jack White,

Christina Aguilera, Buddy Guy…

Fotografía: Robert Richardson.

Montaje: David Tedeschi.

EEUU. 2007. 117 minutos.

 

El otro Scorsese

 

Aunque ni al miope se le escapa que Martin Scorsese es uno de los mejores realizadores que el cine americano nos ha dejado los últimos treinta años, lleva unos cuantos ninguneado y a menudo denostado por la crítica. Esa (numerosa, al menos en Europa) facción crítica le acusa de los excesos contenidos en filmes como Gangs of NY, The Aviator o The Departed; digo yo que excesos ya los había desde los tiempos de Who’s that knockin’ at my door, y que un realizador tan cinéfilo, neurótico y exuberante como Scorsese ha hecho del exceso una impronta de estilo; probablemente, su imperdonable error (a los ojos de esos críticos) sea haber puesto la exuberancia al servicio de productos con marchamo mainstream (y, para colmo de males, que un director al que en tiempos de Raging Bull se le consideraba “director pese a Hollywood” ahora sea un “director de Hollywood” ganador del Oscar por la tercera de las obras citadas). Por suerte, estoy curado del espanto de esa torvedad de miras, pero en cualquier caso debe censurarse a esos críticos el hecho de que Scorsese haya empeñado sus esfuerzos audiovisuales en otras causas aparte de las citadas películas auspiciadas por las majors. Estoy hablando, claro, de sus proyectos “musicales”, primero la producción –y dirección del primer capítulo- de una emocionante y genuína serie de largometrajes sobre el Blues, segundo de esa Obra Maestra sin paliativos que supuso No Direction Home, el documental sobre los primeros años de la carrera de Bob Dylan, y tercero, esta Shine a Light, nada más (y nada menos) que la lujosa realización cinematográfica de un (de hecho fueron dos) concierto(s) de los Rolling Stones, celebrado(s) en el Bacon Theater de Nueva York en otoño de 2006. Empeño e interés el de Scorsese que, por otra parte, no le viene de nuevo, pues bien conocida es su pasión por el rock y la íntima relación de su obra con el mismo, desde sus inicios como montador de Woodstock, hasta la realización de la mítica The Last Waltz. A ese documento sobre el último concierto de The Band ya no se atreve a toserle nadie, y en idéntica línea convendría  hablar de la serie sobre el Blues y No Direction Home, obras que, en mi humilde opinión, han dejado una fulgurante impronta en la filmografía de su autor, y, aún más, tienen un valor precioso en términos de radiografía cultural de su tiempo.

 

 

Palabra de fan

 

Cada una de las obras –que acuñaremos- rockeras de Scorsese es distinta de la anterior, cada una perfila unas intenciones diversas y se articula desde distintos formatos (y a la fecha de escribir esta reseña, que se sabe que el realizador está en preparación de sendos documentales referidos a las figuras de George Harrison y Bob Marley, uno se pregunta: ¿por dónde irán los tiros esta vez?). La que aquí nos ocupa, esta Shine a Light es una celebración de la música y sus señas; es, como su propio título indica, una refulgente mirada al que probablemente sea el grupo musical más mítico (y los mitos vivientes: Jagger, Richards, Wood y Watts) del fenómeno musical por excelencia de este siglo. Que Scorsese es un fan confeso de los Rolling Stones lo atestigua la impronta de las canciones de la banda en la pista sonora de diversas películas del realizador, ya desde los tiempos de Mean Streets –donde utilizó Jumpin’Jack Flash y Tell Me– a la reciente The Departed –cuyas imágenes empezaban con los poderosos arpegios de Gimme Shelter y después nos dejaban el reguero musical del Let it loose-, pasando por Good Fellas –donde también escuchamos Gimme Shelter, y Memo from Turner– y por Casino –la lista más larga: Long Long While, (I Can’t Get No) Satisfaction, Heart of Stone, Sweet Virginia, Can’t You Hear Me Knocking, y otra vez Gimme Shelter-.  Esa condición de fan es asumida en los jocosos sketches que sirven como prolegómenos del concierto –donde el propio Scorsese se marca bromas privadas y públicas del corte que le vimos en (la versión larga de) aquel divertido tráiler de Freixenet-, que no pretenden otra cosa que alisar el terreno al espíritu socarrón y optimista que debe presidir y de hecho preside la actuación de los Stones.

 

 

Aspectos técnicos

 

El set-list del concierto alterna los sempiternos clásicos de la banda (sobretodo en la apertura y el final) como Jumpin’Jack Flash, Start me up, Brown Sugar y Satisfaction con otras piezas menos esperables, caso de You Got the Silver o la entrañable As tears goes by; también hay espacio para los duetos, con Jack White interpretando Loving Cup, con Christina Aguilera en feliz aposición en la rítimica Live with me, y con el bluesman Buddy Guy, cuya interpretación compartida del Champagne and Reefer es probablemente el momento más apoteósico del concierto (o, al menos, del ojo de Scorsese). Y qué decir de su puesta en escena cinematográfica, simplemente que los alardes técnicos son tan visibles como esplendentes. Scorsese se sirve de infinidad de cámaras para dinamizar la música en las imágenes (me refiero a poner en movimiento el sonido, lo que de hecho es una marca de estilo del realizador desde sus primeros tiempos), enfatizar la esencia festiva del espectáculo y sobretodo su intensidad: los vibrantes duelos guitarrísticos y la deslumbrante electricidad gestual de Jagger; sin duda que el director debió de volverse poco menos que loco tratando de dar órdenes a los dieciocho cameramen que tenía a su servicio. Al impecable encóurage coadyuva no con poco la tarea lumínica de Robert Richardson, auténtico peso pesado de la fotografía que en esta ocasión parte de un férreo control horizontal de la luminosidad para progresivamente introducir algunos efectos que dotan de mayor densidad expresiva a algunas de las piezas interpretadas (como paradigma citaré el rojo que sobreimpresiona la actuación de Jagger en Sympathy for the Devil). En la que debió de ser una indómita tarea de postproducción, asiste al realizador David Tedeschi, el montador que ya demostrara sus excelsas capacidades en No Direction Home.

 

 

La herencia del blues

 

Entre las sucesivas piezas que van jalonando el concierto, el filme intercala algunos documentos televisivos pretéritos –algunos, de un anacronismo improbable- que contienen entrevistas a Mick Jagger, a Keith Richards o a Charlie Watts. Con ellas, Shine a Light se adentra en un terreno que se halla un poco más allá del aire eminentemente festivo y desbordante del concierto, de la joie de vivre salvaje que exhalan las interpretaciones musicales de los Rolling: aunque sea tímidamente, el filme se permite abonar ese pequeño espacio para enhebrar cierto discurso sobre la relación entre la mitología del rock y los procesos de madurez y hasta envejecimiento de algunos de sus puntales. Quizá Scorsese nos está diciendo que no es que los viejos rockeros nunca mueran, pero al menos tenemos asegurada su afiliación musical hasta el último de sus suspiros. Una lección bien aprendida de los viejos maestros, como Buddy Guy, como John Lee Hooker, como el propio BB King. De los padres fundacionales a estos hijos pródigos. La pregunta, ya no formulada en el filme, es: ¿tendrán descendencia?

http://www.imdb.com/title/tt0893382/

http://www.shinealight.es/

Todas las imágenes pertenecen a sus autores.