BOYHOOD

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Boyhood

Director: Richard Linklater

Guión: Richard Linklater

Intérpretes: Ellar Coltrane, Patricia Arquette, Ethan Hawke, Lorelei Linklater, Jordan Howard, Tamara Jolaine, Tyler Strother, Evie Thompson, Tess Allen, Megan Devine, Fernando Lara, Elijah Smith, Steven Chester Prince, Bonnie Cross, Libby Villari, Marco Perella, Jamie Howard, Andrew Villarreal, Shane Graham, Ryan Power, Sharee Fowler

Montaje: Sandra Adair

Fotografía: Lee Daniel, Shane Kelly

EEUU. 2014. 166 minutos

 Elipsis trascendentales

 Recibida por la prensa y el público (y el Festival de Berlín de 2014, entre otros) como un filme-acontecimiento, un no va más creativo sin precedentes, quizá lo primero que deba decirse de esta por otro lado magnífica Boyhood es que si bien su filmación prolongada (a lo largo de doce años, cada uno de ellos durante una semana aproximada) es un elemento formal tan categórico que resulta primordial para adentrarse en la sustancia analítica desde cualquier punto de vista, ello no significa que el filme de Richard Linklater suponga panacea alguna en la Historia del Cine. Partiendo, por un lado, de la base que el propio Linklater desarrolla en esta película macro-conceptos (principalmente la mella o huella del paso del tiempo en el devenir de la existencia) elocuentemente visitados en un experimento formal distinto –algunos dirán no tan radical, yo más bien lo confrontaría en términos de compresión– pero con el que comparte señas de identidad [hablo por supuesto de la trilogía –por ahora- que conforman Antes del amanecer (Before Sunrise, 1995), Antes del atardecer (Before Sunset, 2004) y Antes del anochecer (Before Midnight, 2013)]. Y partiendo, por otro, del hecho que a lo largo de la Historia del Cine se han realizado (algunos han visto la luz, otros no) otros diversos experimentos de semejante índole, caso del drama Everyday (Michael Winterbottom, 2012), sobre la vida de cinco prisioneros y sus familias a lo largo de cinco años, de 2007 a 2012; del monumental documental The Children of Golzow/Die Kinder von Golzow (Winfried Junge, 2008), que sigue las señas de diversos personajes de la ciudad del título a lo largo de la friolera de cuarenta y cinco años (1961-2007); de Hoop Dreams (Steve James, 1994), que relata el devenir de dos afroamericanos en los cinco años formativos de acceso a las ligas mayores de baloncesto norteamericanas; o, dentro de los proyectos interesados pero no realizados, Dimension, en el que Lars Von Trier pretendía experimentar con fragmentos de tres minutos rodados a lo largo de treinta años.

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Otro tipo de parangones serían los que relacionarían la obra con la serie de diversas películas sobre Antoine Doinel que François Truffaut filmó a lo largo de los años (antecedente bastante directo de la antes citada trilogía protagonizada por Ethan Hawke y Julie Delpy) o con la lista larga de relatos sobre lo que los críticos literarios identifican como bildungsroman y la terminología llana anglosajona define como coming-of-age stories, relatos sobre el crecimiento, paso de la infancia a la madurez, género o temática de la que Boyhood  sin duda participa en su definición más pura y que hallaría, por ejemplo, en la formidable Trilogía de Apu de Satyajit Ray [compuesta por Pather Panchali (1955), Aparajito (1956) and Apur Sansar (1959)] un relato-río con el que parangonarse. Aunque, cierto es, a diferencia de los filmes de Ray y tantos otros coming-of-age films, Boyhood es un filme en el que, desde su planificación y forma de filmación y montaje (aunque tengo dudas de cómo se montó, si a lo largo del tiempo para terminar de ensamblarlo todo al final o, según postulados más convencionales, cuando ya se disponía de todo el metraje filmado), continente y contenido convergen en una dialéctica de la que emergen las reflexiones del espectador o receptor de la obra: nuestro interés por e implicación en los avatares vitales de Mason Evans jr (Ellar Coltrane) no se desligan de una percepción sobre el transcurso del tiempo que no es fruto de caracterizaciones de personajes cuanto de la propia realidad cronológica del rodaje de la película, de modo tal que esa percepción se hace fuerte poniendo en conflicto la ficción que se relata y el anclaje de la realidad cronológica en la que respira dicha ficción, algo que revierte de un modo peculiar en nuestra percepción emotiva de la obra.

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Creo que ahí termina radicando el quid del entusiasmo que despierta Boyhood: ese puente entre la realidad y la ficción, ese ancla en el ineluctable paso del tiempo que comprobamos en el crecer/envejecer de los actores que encarnan a los personajes que protagonizan el relato de ficción sobre la vida del niño (y después joven) Mason. Y este elemento, de hecho, coadyuva a que la focalización sea múltiple, y preste atención no sólo a Mason sino también a sus padres, Olivia (Patricia Arquette) y Mason Evans, Sr. (Ethan Hawke), o a la hermana de Mason, Samantha (Lorelei Linklater, hija del director), así como a otros personajes-satélite, de lo que termina emergiendo, o prevaleciendo, una sensación doble que en última instancia converge en un único concepto: por un lado, que la película no se ocupa tanto (o tan solo) de la infancia y juventud de Mason cuanto del devenir de su completa familia, de cada miembro que la conforma, a la que la cámara presta atención bien balanceada ello y a pesar de partir siempre del punto de vista del niño o después adolescente; por el otro, que sobre los avatares dramáticos que se van escenificando se impone con potencia expresiva en crescendo imparable la noción del paso del tiempo que lo crea, modifica, reconfigura, repercute, cuestiona y al final devora todo.

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Otro quid de la cuestión narrativa (y emotiva) de Boyhood –quid de la manera que Linklater define el relato, lo filma y lo monta desde determinadas intencionalidades- emerge precisamente de ese citado relato de los acontecimientos sólo a priori, o formalmente, desde el punto de vista de Mason: es cierto que el filme sólo relata lo que Mason ve o vive en primera persona, pero no lo es menos que se invita al espectador –adulto- a efectuar su interpretación de los hechos conforme a su bagaje receptor –adulto-, que por tanto difiere del de Mason. Precisamente por ello termina resultando, y no es irónico sino idiosincrásico de la película, que Boyhood no sea (no pretenda ser) un relato sobre el modo de alcanzar la madurez, no sea una película en la que Linklater quiera ceder realmente el punto de vista a un niño. Más bien un retrato del contexto socio-cultural y familiar en el que esa madurez se alcanza, una película en la que Linklater conserva en todo momento las riendas esenciales de lo que relata desde su óptica, que transfiere al espectador adulto a quien indudablemente va dirigida la película. Podemos expresarlo de otra manera: cuando Linklater captura los determinados y determinantes pedazos de la vida del chico que le parecen relevantes, no lo hace pensando estrictamente en ese proceso de aprendizaje vital, cuanto pensando en un recorrido emocional que atañe al completo entramado familiar y que también, merced de los determinados signos que estampa –especialmente alusiones políticas a través del padre del chico–, funciona como una mirada sobre un determinado contexto histórico y geo-sociológico en el que ese pedazo de vida (del chico, de sus padres y hermana) tiene lugar.

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Una vez establecidos estos parámetros discursivos, interesa analizar el modo en que, con esos medios de producción tan peculiares como modestos manejados por Linklater, el cineasta edifica esos mimbres en lo narrativo. Linklater controla magníficamente el tono y el ritmo del relato de principio a final mediante una apuesta escenográfica poco estridente o invasiva, subjetiva pero sin una sola concesión efectista, de lo que revierte una mirada naturalista que funciona por sí sola y con tanta sinceridad (u honestidad) como intensidad. Pero, indudablemente, lo mejor de la película es su continuo avance mediante elipsis, elipsis que a menudo –por no decir siempre- funcionan de un modo harto intencionado en lo dramático. Elipsis que no necesariamente –lo que resulta llamativo- tienen lugar tras un acontecimiento que se considere culminante según las convenciones (v.gr. la secuencia en la que visita con su madre la clase en la que departe quien en la siguiente secuencia ya veremos convertido en marido de ella). Constantemente se invita al espectador a prestar la máxima atención pues son muchos los datos que se le escatiman, y aún unos cuantos otros que se le sugieren, algo que a veces revierte en un llamativo cambio de tornas vital de un personaje que descoloca visiblemente al espectador hasta que, por así decirlo, en sus adentros cuadra las piezas desgajadas que el relato textual le ha escatimado pero le ha invitado a recomponer (v.gr. la secuencia en la que Mason y su hermana viajan a la casa de la nueva mujer de su padre y conocen a su familia redneck). La verdad es que, dados los presupuestos y ambiciones de la obra, Boyhood se erige de principio a fin en un monumento a la capacidad ubicua de la elipsis como herramienta narrativa del Cine.

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Junto a esta, ya digo, cabal herramienta para comprimir en menos de tres horas el largo alcance cronológico del relato, Linklater se sirve de ciertas constantes escenográficas que subrayan y a la vez que contrastan con el paso del tiempo, algo que se hace patente en la repetición de ciertas estructuras de encuentros o reencuentros y, especialmente, en ese leit-motiv consistente en secuencias que discurren en la carretera, al principio con el padre manteniendo conversaciones con sus hijos, o sólo con Mason, al final mostrando el viaje del joven por primera vez sólo ante el primer reto de su edad adulta, la universidad. En relación con lo anterior, los vehículos también se nos aparecen como símbolos de la fungibilidad de todo –ese bólido de Mason padre cuya venta a un tercero es causa de reprobación por parte del hijo, que lo reclamaba como herencia–, algo que también puede extenderse a la definición del núcleo físico esencial de la vida, la propia casa, diversas de las cuales son referenciadas en una película en la que las mudanzas, algunas traumáticas, y los hogares provisionales de una primera mitad del metraje terminan contrastando con esa casa grande que Olivia finalmente logra comprar cuando su estatus se lo permite pero que termina siendo igualmente causa de cuestionamientos, especialmente cuando descubre que se queda sola entre esas demasiado grandes cuatro paredes al final de un camino, el de ver crecer a sus hijos, en esa maravillosa secuencia que cierra la presencia en la película de una memorable Patricia Arquette.

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Si antes se ha apuntado que, más que sobre una determinada época de la existencia (“boyhood” o incluso el subtítulo en España, “momentos de una vida”), la película acaba articulándose como un mosaico que desde lo subjetivo se apertura hacia lo más generalizante (y más bien son “momentos de la vida”, la de padres e hijos, también la de amigos y enemigos, parientes, gente cercana y extraños que entran y salen de la vida de cualquiera en el constante tránsito), lo cierto es que una de las virtudes principales de Boyhood radica en su potencial desmitificador de la vida americana a través de tantas «foto-fijas» de sus cotidianos. A pesar de algún que otro subrayado innecesario –ese fontanero que, años después, agradece a Olivia el consejo que le dio pues le llevó a estudiar y cambiar su vida para, como suele decirse, “labrarse un porvenir”–, Boyhood propone un retrato de fuerte componente social, en el que no sólo los condicionantes adversos (la familia desestructurada, el alcoholismo flagrante del segundo marido de Olivia) lanzan una mirada atenta a un determinado contexto socio-cultural, sino que las constataciones en ese sentido se elevan de igual manera cuando se refiere un presente, un determinado momento de la vida, en aparente equilibrio.

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Linklater se acerca en ese sentido y capacidad descriptiva-alusiva, aunque sin las intenciones densas (ni los diálogos densos a tono), a los mejores pasajes radiográficos de Antes del atardecer y Antes del anochecer, y demuestra su genio e independencia por encima de etiquetas. Etiquetas que empero sí que comparecen cuando, en el último tercio del metraje, la película se centra en el cierre adolescente de Mason. La verdad es que ese último tercio del metraje, a pesar de acumular algunas secuencias inspiradas, probablemente marca la distancia entre la magnífica película que Boyhood es y la grandeza cinematográfica sin paliativos: a diferencia de lo que sucede en lo precedente, en esos últimos pasajes, a la hora de describir los pulsos adolescentes del personaje, el cineasta cae y se empantana en ciertos y cansinos clichés tipológicos del cine indie en su definición más anodina, los mismos que, al fin y al cabo, lastraban un tanto la frescura de Antes del amanecer, primero y sin duda peor de los tres filmes sobre Jesse y Celine, que allí también eran adolescentes. Ese borrón, en cualquier caso, no debería alejarnos de la evidencia: el visionado de Boyhood trasciende los parámetros de lo apetecible o agradecido, y en sus premisas y su caligrafía atenta y valiente hallamos definiciones valiosas sobre lo que nos define como seres humanos y lo que define la clase de vida que vivimos bajo el arbitrio de las reglas socio-culturales en las que nos hallamos inmersos. No sé si pensar que el aroma que deja al final tiene un poso melancólico, y agridulce, o si eso es una percepción personal que depende en realidad de la experiencia y punto de vista del receptor del relato, y que por tanto fue mi reacción al visionado pero no necesariamente la de otro. Lo que no depende de ese receptor es la rotunda definición que la película propone sobre la provisionalidad de todo lo que vivimos y somos, colofonado en ese cuestionamiento que Mason y su amiga universitaria plantean en el cierre de la película sobre si somos los amos del tiempo que se nos ha dado o más bien es el tiempo quien nos gobierna irremisiblemente. Palabras mayores. Tampoco inéditas, por supuesto, pero puestas en celoso y a la vez emotivo contexto por Richard Linklater con herramientas útiles para el espectador de cine de principios del siglo XXI.

ESCUELA DE ROCK

The School of Rock

Director: Richard Linklater.

Guión: Mike White

Intérpretes: Jack Black, Joan Cusack, Jordan-Claire Green, Veronica Afflerbach, Miranda Cosgrove, Joey Gaydos Jr.

Música: Craig Wedren

Fotografía: Rogier Stoffers.

Montaje: Sandra Adair

EEUU-Alemania. 2003. 109 minutos.

 

Dewey (Jack Black) es un treintañero sin oficio ni beneficio, apasionado aficionado al rock, que vive de gorra en el piso de Ned, un amigo, ello y a pesar de que éste ya tiene pareja (que por supuesto, odia a Dewey y quiere verlo fuera del piso).  Al verse agobiado por todo tipo de deudas, decide suplantar la personalidad de Ned y acudir a una de las escuelas más refinadas de la ciudad a efectuar una sustitución, convirtiéndose en tutor de una clase de chavales de diez-once años. Dewey conserva a duras penas el protocolo ante la estirada directora del centro (Joan Cusack), pero ante los niños no tarda en mostrarse tal cual es, un tipo que aborrece y hasta desconoce el orden convencional de las cosas (y por tanto el cauce convencional educativo), y no tarda en decidirse por convertir a la clase en miembros y productores de una banda de rock al uso.

 

Lo que es bueno para los niños

La premisa, a primera vista, se incardina en los parámetros de la comedia bufa de toda la vida. La interpretación protagonista de Jack Black promete y entrega un histriónico one man show. Uno piensa en una sucesión de chistes más o menos acerados, más o menos delirantes, más o menos felices, a acumular en un corpus donde difícilmente, a fin de cuentas, se sorteará la corrección política (al fin y al cabo, la institución educacional está implicada). Sin embargo, las intenciones del relato –escrito por Mike White y edificado en imágenes por Richard Linklater- se afilian a parámetros algo más comprometidos (en diversos sentidos del término), no muy alejados a los que informaban la Election de Alexander Payne, de lanzar una mirada satírica, agresiva, sobre los engarces del sistema educativo, cuyo objeto de sátira es esencialmente las convenciones culturalmente aceptadas por unos y otros sobre lo que tiene que ser “bueno para los hijos/alumnos/menores”. Aunque aquí el riesgo asumido es quizá mayor que en Election, pues The School of Rock esconde la mano continuamente, es decir, lleva al límite la apariencia de comedia amable (comedia con niños, por lo demás), cuando, bajo aquella plácida y risible apariencia, está edificando un interesante cuestionamiento de lo generalmente aceptado. De modo del todo intencionado, pues así nos lo dice la habilidad y coherencia con la que trata (y después soluciona) cada uno de los conflictos y personajes puestos en liza.

 

¿Divertirse aprendiendo?

De tal modo, el ritmo que Linklater imprime a la función es espléndido; el tono, vivaz, simpático, alérgico al sentimentalismo al uso; el anecdotario de chistes y referencias rockeras, muy atinado y no menos efectivo; la interpretación de Black (que, lo reconozco, es tan exacerbada que puede despertar la misma afición que desprecio) de lo más convincente; pero todo ello obedece a unos parámetros narrativos superiores, más sutiles y complejos, que convierten la comedia entretenida y olvidable de sobremesa en una comedia virtuosa, pues, por ende, el objetivo de ese género es la radiografía incisiva de una realidad y/o sociedad, y las claves cómicas deben siempre obedecer esa máxima. Algo que concurre de sobras en esta magnífica The School of Rock, donde los lugares comunes del cine sobre educación (la existencia de ese profesor especialmente inteligente o sensible que es capaz de conectar, como nadie lo ha hecho antes, con un alumno o completo alumnato hostil) se utilizan, pero de un modo subvertido (y a poco de pensarlo, subversivo). Cuando el improvisado profesor se planta sólo ante los chavales, uno teme lo peor, claro, pero principalmente temiendo que la inmadurez y desmesurado ego que de Dewey nos ha mostrado el filme en la presentación, más que su falta de aptitudes como profesor, resulte pernicioso para el alumnato. Conforme se desarrollan los acontecimientos, el profesor pasa de pretender convertir a sus pupilos en dobles de sí mismo (o a utilizar a los más virtuosos instrumentistas en acompañantes de su voz en una canción que pretende llevar a un concurso), a trabajar, desde la pasión por el rock, los valores y actitudes que, según aprecia, puede fomentar en cada alumno por razón de su perfil. El profesor, como los alumnos, como el mismo público, lleva a cabo un procedimiento de aprendizaje, aprende enseñando, y, al moverse en una materia que domina y conoce, demuestra habilidad y mucha psicología, extrae lo mejor de sí mismo y, probablemente, de sus alumnos, que se sienten motivados, unidos, espoleados en la importancia de cada labor individual, capaces de asumir responsabilidades y, por lo demás, se divierten.

 

Let’s rock it!

Cualquier interesado en pedagogía puede hallar múltiples teorías que abonan las ventajas de aprender divirtiéndose, de armonizar esos dos conceptos tan a menudo y tristemente opuestos, la obligación de la devoción. Pero en The School of Rock ese discurso va unido a otro, casi contracultural, de ruptura y rebeldía, que aprovecha a fondo todas las connotaciones de ese concepto musical que también es fenómeno cultural, el rock, personificadas en el personaje de Dewey, y reflejadas no sólo en sus alumnos, sino también en la representación del establishment que encarnan los padres de los chicos y, especialmente, la directora de la escuela. Dewey se sirve emborracharla (y, dato trascendente, descubre que se desmelena al escuchar cierta pieza rockera) para llevar a cabo sus propósitos (poder llevarse a los chicos fuera del colegio para participar en el concurso), pero establece con ella una relación en la que no existen distancias instituidas en el celo, la desconfianza o el miedo, que es lo que ella despierta entre los profesores y lo que los padres despiertan en ella. Con ese sencillo ejemplo, Dewey (o el rock, ya instalados en estas alturas de la reseña) se sirven como receta contra los complejos y las muchas barreras que por razones profesionales y de statu quo atenazan las relaciones humanas. La verdad es que debo confesar que, sin alcanzar los niveles de fanatismo (y conocimiento) de Dewey, comparto con él mi afición por el rock. Pero no creo que fuera por ese motivo por el que esta película me sedujo del modo en que lo hizo. (Nota bene: tenga relación o no con ese cuestionamiento del establishment, el censor americano, la MPAA, le adjudicó a la película PG-13, fundamentado en «rude humor and some drug references«; una vez encontré a un tipo en la cola del cine que comentaba que las películas tienen que ser como mínimo “no recomendadas para menores de 7 años”, porque las aptas son perniciosas; por supuesto que no comparto su argumento, aunque está claro que la MPAA le da alas).

http://www.imdb.com/title/tt0332379/

http://www.schoolofrockmovie.com/

http://rogerebert.suntimes.com/apps/pbcs.dll/article?AID=/20031003/REVIEWS/310030304/1023

http://www.salon.com/ent/movies/review/2003/10/03/school_rock/index.html?CP=IMD&DN=110

http://www.aintitcool.com/display.cgi?id=16246

http://www.dvdverdict.com/reviews/schoolrock.php

http://www.rottentomatoes.com/m/school_of_rock/

http://themovieboy.com/reviews/s/03_schoolofrock.htm

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ANTES DEL AMANECER

Before Sunrise

Director: Richard Linklater.

Guión: Richard Linklater, Kim Krizan.

Intérpretes: Ethan Hawke, Julie Délpy, Andrea Eckhert, Hanno Pöschl, Dominik Kastell.

Música: Fred Frith.

Fotografía: Lee Daniel

EEUU. 1995. 105 minutos.

 

Sintonía

Primera parte del celebrado díptico sobre el amor fugaz (¿e imposible?) dirigido por Richard Linklater e interpretado –con libertad intuitiva, a juzgar por su intervención acreditada en la confección de los diálogos- por Ethan Hawke y Julie Delpy, esta  Antes del Amanecer (Before Sunrise, 1995), presenta idéntica situación que la de su continuación, Before Sunset (2003), si bien simplificada la pirueta del tiempo real (en este caso, se trata de una noche entera) y centrada la construcción de los personajes en la edad correspondiente de sus protagonistas, esto es nueve años menos (aprox.). Jesse y Celine, dos veinteañeros que comparten el interraíl, se conocen y entran en el gran tablero de juego que son las relaciones humanas, que se desgrana tanto en acertados diálogos –cuya intimidad alcanza cotas de lo más interesantes- como con situaciones de química sintonía que Linklater, con la complicidad de los protagonistas, resuelve con habilidad y las certeras pizcas de inspiración.

 

Suave sinfonía

En el Brief Encounter de David Lean se halla el paradigma narrativo de esta trama, si bien Linklater prefiere liberar de trascendencia y dramatismo ese poco tiempo que corre en contra de la pareja breveencontrada. Opta en cambio por una suave sinfonía de los estigmas y sentimientos desde el punto de vista de la relación sexual, apostillada con ciertas pinceladas generacionales que planean silentes sobre la trama de un filme que, a pesar de su temática y sus aparentes convenciones en el planteamiento, desarrollo y desenlace, puede jactarse de ser alérgico a esa convención.

http://www.imdb.com/title/tt0112471/

http://www.rottentomatoes.com/m/before_sunrise/

http://www.ew.com/ew/article/0,,295842,00.html

http://www.reverseshot.com/article/before_sunrise

http://www.moviemaker.com/directing/article/richard_linklaters_allnighter_3122/

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ANTES DEL ATARDECER

Before Sunset

Director: Richard Linklater.

Guión: Richard Linklater, Kim Krizan, Ethan Hawke, Julie Delpy.

Intérpretes: Ethan Hawke, Julie Delpy, Vermond Dobtcheff, Louise Lomine Torres.

Fotografía: Lee Daniel

EEUU. 2003. 100 minutos.

 

Nueve años después

Cuando acudí a los cines a visionar el filme que nos ocupa no tenía el placer de conocer la primera parte de este singular díptico rubricado por Richard Linklater, Antes del Amanecer (Before Sunrise, 1994), lo cual no me resultó óbice alguno para deleitarme con esta su continuación. En ella, Linklater retoma a la pareja protagonista, Jesse y Celine, nueve años más tarde, volviendo a ponerlos frente a frente, mirada a mirada, palabra con/tra palabra, y desgranando, con sumo dominio de la técnica dramática –y de los diálogos, a lo cual no es ajena, otra vez, la intervención creativa de los propios actores, Ethan Hawke y Julie Delpy-, las inquietudes, emociones y en definitiva los sentimientos íntimos que sobre la vida y el amor han adquirido con el paso de los años y los acontecimientos, y que, de un modo u otro, se enfrentan a la crítica recíproca mediante el juego incesante de confesiones, que sabe transitar con sabiduría –tratando con sencillez expositiva un esquema que, a pesar de la apariencia, reviste mucha complejidad y riesgos- de la banalidad a la trascendencia, de la generalidad al intimismo, de la abstracción filosófica a la interioridad, de la sonrisa al llanto. Y vuelta a empezar.

 

Compresión temporal

Resulta especialmente estimulante el modo escogido por el realizador para capturar el nuevo sino vital y relacional de los protagonistas: más allá del formato ya de por sí comprimido del original, Linklater se atreve aquí con la auténtica pirueta de la narración en tiempo real, convirtiendo los corsés narrativos inherentes a esa elección en auténticos beneficios del discurso que propone. Tras un breve prólogo, a los diez minutos de metraje ya nos vemos irremisiblemente inmersos en una coda narrativa sabiamente apoyada en tres únicos ejes: Jesse y Celine, el acompañante paisajístico de París, y el tiempo, que corre, espera y lucha por separarles.

 

¿Happy end?

Durante su hora y media de duración, Before Sunset no cae en la monotonía, no cae en el cliché, rehuye el convencionalismo, que aquí podría derivar en la lágrima efectista o la melaza excesiva, ambos elementos felizmente inéditos del metraje. Y por si fuera poco, la sobriedad logra apoderarse del propio desenlace, que se erige en un auténtico weird happy end a ritmo de Nina Simone.

http://www.imdb.com/title/tt0381681/

http://www.rottentomatoes.com/m/before_sunset/

http://www.reverseshot.com/article/before_sunset

http://arts.guardian.co.uk/fridayreview/story/0,,1266621,00.html

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