Tokyo Nagaremono
Director: Seijun Suzuki.
Guión: Yasunori Kawauchi
Intérpretes: Tetsuya Watari, Chieko Matsubara, Hideaki Nitani, Tyuji Kita, Tsuyoshi Yoshida, Hideaki Esumi, Tamio Kawaji, Eiji Go
Música: Hajime Kaburagi
Fotografía: Shigeyoshi Mine.
Montaje: Shinya Inoue.
Japón. 1966. 91 minutos
Si la película hubiera sido realizada hoy, diríamos de la secuencia prólogo que recoge motivos de tipos como Quentin Tarantino –música y su utilización, planos descriptivos-, Jim Jarmusch –construcción del tono desde la métrica del montaje- o Frank Miller –radicalización del uso del b/n-; pero, habiéndose rodado la película hace más de cuatro décadas, nos obligan a un planteamiento inverso. Ya se ha hablado de la influencia de Seijun Suzuki en la impresión de estilos de cineastas tan personales como los citados o muchos otros (Takeshi Kitano, Johnnie To, John Woo, Wong Kar-Wai…), así que quizá no es necesario alargarse más en buscar pormenores narrativos/visuales cuya herencia han recogido (en letra y espíritu) otros cineastas. Preferible resulta centrar los términos de la propia perspectiva de esta Tokyo Nagaremono y su relato fuertemente enraizado en el genérico yakuka eiga (cine de mafiosos japoneses).
Vagabundo
La película plantea su trama –densa en su presentación de personajes para luego diluirse en una repetición de motivos y situaciones en escenarios diferentes o mutados- alrededor de la tensión entre tradición y modernidad, una de las líneas alegóricas esenciales del género (y de la figura del yakuza en particular, cuya imagen idealizada ilustra a menudo la conservación de los valores más puros de la tradición, proyección de las reticencias provocadas por la occidentalización del país). Tetsu, el protagonista que encarna Tetsuya Watari -uno de los actores iconográficos del género- es ese “vagabundo de Tokio” al que alude el título de la función (y la letra de una cantinela que se repite muchas veces, a veces cantada por el propio Tetsu o su novia), y su condición desarraigada, desclasada, trae causa de la incapacidad de su jefe, Kurata (Ryuji Kita), de abandonar las armas y devenir un empresario honorable. Kurata quiere dejar de ser un gángster, pero no puede porque conserva los enemigos de antaño. Y, tal como nos anuncia la secuencia-prólogo (mostrando una situación que irá repitiéndose cual caja de resonancia, cada vez más magnificada), es a su fiel Tetsu a quien, por cubrirle las espaldas, le toca recibir todos los golpes. Aunque el relato no se caracterice por su sutileza en los diálogos y el desarrollo de los acontecimientos (por un lado, haciendo buenos los tópoi del género, y por otro, Suzuki utilizándolo para eregir su singular territorio estético), el filme va rubricando, de principio a fin, y sin fisuras, el retrato de un desmoronamiento anunciado, el de los valores que sostenían los actos y pensamientos del protagonista, el de esa tradición extinta, el de un tiempo pasado que fue mejor.
Prosa poética
La capacidad de sugestión de la película, realmente poderosa, procede tanto de la acumulación de alardes y experimentos escénicos y narrativos (lo que llamaríamos el ejercicio formal) cuanto de la prosa poética que esa extravagante retórica cinematográfica acaba alambicando. Suzuki juega las bazas estéticas de la por entonces muy en boga tendencia pop (los experimentos monocromáticos en diversos pasajes narrativos, los rótulos explicativos en transiciones), pero el principal combustible de la función visual, tonal y narrativa radica en la cosecha propia fundada en la búsqueda de la más hiperbólica interpretación de los actores (y el gusto por lo coreográfico en las secuencias corales), determinadas angulaciones de la cámara o la métrica basada en la repetición de encuadres, para construir una atmósfera llamativa, voluptuosa, fantástica, con ribetes irreales y hasta surreales. Y en esa sucesión de acontecimientos narrados y formas diversas de abordarlos en imágenes -desde ese prólogo desnudo en blanco y negro hasta ese final donde lo teatral y melodramático alcanza lo alucinado, pasando por las secuencias en la nieve, por las interpretaciones musicales de la comparsa del protagonista o incluso por el capítulo deliberadamente weird que narra una pelea a la usanza de las pelis del oeste en un saloon recreado-, Suzuki se sirve radicalizar cada vez más el aparato abstracto de su propuesta. De hecho, la filiación genérica, su condición de yakuza eiga, se va desnaturalizando conforme aparecen elementos de otros géneros (como el melo y el musical, pero también la comicidad casi slapstick) que no se limitan a barnizar el relato, sino que lo llevan a otros parámetros, dejando al descubierto lo fabulador del relato a la vez que se aposenta ese halo fatalista que define la obra. En realidad, el héroe (venido a antihéroe) suzukiano no anda muy alejado del tipo solitario melvilliano, si bien los abordajes de la deconstrucción son muy diferentes, del minimalismo del autor de Le Samouraï a la explosión vitriólica del cineasta que, un año después de la realización de esta obra, y con Branded to Kill dinamitaría definitivamente los lazos con las convenciones (y con la productora Nikkatsu, que le despidió por no limitarse a la caligrafía artesanal y realizar un cine que los ejecutivos calificaron de “incomprensible”).
http://us.imdb.com/title/tt0061101/
http://criterioncollection.blogspot.com/2005/09/39-tokyo-drifter.html
http://bryininberlin.blogspot.com/2008/02/tokyo-driftertokyo-nagaremono-japan.html
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http://www.deep-focus.com/flicker/tokyodri.html
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