ACERO PURO

Real Steel

Director: Shawn Levy

Guión: John Gatins según un argumento de Dan Gilroy

y Jeremy Leven, asimismo según un relato corto de Richard Matheson

Intérpretes: Hugh Jackman, Dakota Goyo, Evangeline Lily, Anthony Mackie, Kevin Durand Musica: Danny Elfman

Fotografía: Mauro Fiore

2011. EEUU. 126 minutos

El marasmo mainstream

A la hora de analizar las películas mainstream, y más las pensadas para públicos de los que etiquetamos (por etiqueta, por supuesto, impuesta por las políticas industriales y presiones comerciales del establishment) como “familiares”, hay que andarse con cierta cautela, sea para detectar por donde van los tiros de esas tendencias comerciales (pues, instalados como estamos en la llamada cultura de masas, es evidente que dan lugar a trascendentes comentarios sociológicos), sea para, en el intrínseco análisis de lo artístico, separar el grano de la paja, extraer lo que puede ser relevante de lo que no. Quiero decir, aplicados a este ejemplo titulado Real Steel, que podría quedarme muy ancho diciendo que es una película que tira de fórmula y arquetipo manido, que celebra gustosa sus inconsistencias dramáticas y argumentales, y que utiliza como plataforma del entertainment más esperable los lugares comunes del cine de boxeo de toda la vida, articulados con generosas dosis del sentimentalismo spielbergiano más obvio, y, faltaría más, todo ello barnizado con efectos especiales vistosos, en este caso consistentes en unos aparatosos robots que hacen las veces de púgiles en rings y espectáculos de feria diversos. Me quedaría, insisto, muy ancho, y no hubiera falseado la realidad, pues en la definición se identifican los elementos superficiales que constituyen el producto (porque, así identificados, hablamos más de producto que de película). Pero, incluso con una obra dirigida por un cineasta tan impersonal como Shawn Levyv (responsable de las dos partes de Noche en el museo (2006 y 2009), y de Noche loca (2009)), a veces uno puede llevarse alguna sorpresa, y no está de más consignarlas.

El factor Matheson

Los elementos que elevan el interés de la propuesta radican más en cuestiones argumentales que en su lectura visual, pero resultan cruciales en la edificación sustantiva del relato, y en ese abordaje en imágenes Levy ofrece algunas secuencias dignas de interés, si bien es cierto que en otras malbarata mucho las posibilidades metafóricas en pos del mero espectáculo de catálogo. Para hablar de esas cuestiones me apetece remontarme al sustrato original del guión escrito por John Gatins según un argumento de Dan Gilroy y Jeremy Leven: hablo de un relato corto escrito por Richard Matheson, Steel (1956), que el mismo convirtió en libreto de un episodio homónimo de la quinta temporada de la mítica serie The Twilight Zone protagonizado por Lee Marvin (Steel, Don Weis, 1963); aunque Matheson entregó a la serie de Rod Serling muchos episodios memorables –The Invaders, Little Girl Lost, Nightmare at 20,000 feet, Night Call…–, el autor de Soy leyenda siempre manifestó su predilección por este episodio en el que, según la misma premisa en la que en un futuro posible (que en el filme de Levy será más bien un presente alternativo, por mucho que se cite el año 2020) los robots han substituido a los boxeadores en el ring; en él, el mecánico es incapaz de reparar el robot que debe protagonizar un combate y, para no perder el dinero de las ganancias, el propio manager que encarna Marvin se esconde bajo la caracasa del androide, libra el combate y lo pierde por KO. De aquel magnífico episodio me sedujeron especialmente tanto la extrañeza de su premisa y atmósfera (ese elemento extraño de robots, por lo demás de generaciones obsoletas, insertado en el contexto del mundillo de los combates de boxeo de baja estofa) cuanto la audaz asociación, por la vía de la condición anacrónica de ambos, entre el personaje humano y su suerte de réplica robotizada. Aunque el argumento de Real Steel nada tiene que ver con ese desarrollo argumental, sí que se sirve un poco tanto de esa atmósfera exótica y bizarra (la primera secuencia del filme, en la que Charlie Kenton (Hugh Jackman) lleva a su robot a competir nada menos que con un toro en un espectáculo de feria local; el combate nocturno de NoisyBoy en aquel recinto en el que Finn (Anthony Mackie) organiza peleas ilegales; la primera pelea de Atom, que se celebra en una especie de jaula de leones de un zoológico…), y, más relevante, trata constantemente de extraer un jugo dramático a esa asociación entre seres vivos y sus réplicas inertes que se sugería en el relato de Matheson y su versión televisiva dirigida por Don Weis: si en el cierre del episodio de la Zone Marvin, físicamente muy castigado en el vestuario, miraba al robot, le hablaba como si de un compañero de fatigas se tratara, y un contraplano lo confirmaba, en la película de Levy esta asociación se lleva, a menudo de forma intuitiva, bastantes pasos más allá.

Atom en familia

Y para ello se sirve de la introducción de un punto de vista que precisamente se caracteriza por esa intuición, o más bien por una clase de subjetivismo aferrado a lo maravilloso, el que tiene que ver con el hijo de Charlie, Max (Dakota Goyo), el niño protagonista, catalizador dramático desde cuya perspectiva los elementos se desaferran total, libre, impúdicamente de la realidad, para imponer válidamente términos tanto dramáticos como simbólicos y alegóricos. En la película se da uno de esos tan manidos conflictos paternofiliales en los que un padre que en el pasado fue irresponsable descubre en sus adentros el amor incondicional por su hijo y sella con él unos renovados pero bien fuertes votos (de hecho, la premisa está erizada hasta lo nauseabundo: como sucedía, por poner, en Yo, el halcón (Menahem Golan, 1986), la custodia sobrevenida proviene de la muerte –allí era enfermedad, creo recordar- de la madre); y a lo anterior se anudas otras constataciones redentoristas, tanto las que tienen que ver con el propio Charlie, que finalmente saboreará las mieles del éxito que se le negaron en su carrera como púgil, como las relacionadas con Bailey Tallet (Evangeline Lilly), propietaria del gimnasio en el que –en lugar de entrenar- se ponen a punto los robots, hija del que fuera su entrenador, y chica con la que, en fin, Charlie mantiene una relación sentimental de esas algo volátiles. Todo este cargante paisaje sentimental tirando a sentimentaloide se tamiza, por suerte, merced de algo tan inopinado como la intercesión de la máquina, el robot Atom, que parece cobrar vida en momentos puntuales pero decisivos y, de este modo, imponer su voluntad, que es como un amuleto, a los frágiles sinos de los protagonistas: Atom, siendo nada más que un montón de chatarra, le salva la vida in extremis a Max cuando éste sufre una caída en un desguace en el que se había colado con su padre a buscar piezas de repuesto (situación francamente increíble, por mucha suspensión de la incredulidad que haya, aunque reclama, como vemos, su valor en otro sentido); reproduce los gestos de sus entrenadores merced de una aplicación tecnológica –imita los ademanes de éstos-, lo que le sirve para adquirir mayor sofisticación en el reparto de golpes y su encaje, pero también para hacer algo tan desenfadado para el público de los shows (deportivos y cinematográficos) como bailar al son coreográfico que le marca el niño, o en otra secuencia seguirlo corriendo por las calles como si se tratara de dos asimétricos amigos… La cámara plantea el canónico juego del plano–contraplano, sirviéndose de la caracterización del robot con menor frialdad o fiereza geométrica que sus equivalentes, acercando su figura a la fisonomía humana y utilizando líneas curvas en su diseño, especialmente el de su cabeza. Pero todo lo que estaba sublimado hasta el desenlace, entonces deja de estarlo (spoiler): en un momento del inicio del gran combate final, Atom se halla en el suelo, derribado por su formidable oponente, y no responde a los mandos electrónicos que Charlie Kenton maneja, y sí en cambio al grito de Max pidiéndole que se levante: pasa de este modo a tener una entidad que le alinea con el mismísimo ET de Spielberg, criatura que es una proyección de los sueños y deseos de un niño. Y, rizando el rizo de la cuestión, en un instante de ese mismo combate el sonido ambiental desaparece y, mientras la cámara acompaña el primer plano del robot-púgil danzando por la lona, se escuchan unos jadeos de resonancia metálica: es un plano subjetivo desde el punto de vista de la máquina.

Apoderamiento

Es a través de este ardid inesperado que se integrarán los resarcimientos de todas las viejas cicatrices del pasado así como las victorias morales (como en Rocky (John G. Avildsen, 1976), el adversario gana a los puntos, pero Atom es “el campeón del pueblo”). Pero las posibilidades expresivas no se limitan a esa cierta (aunque imaginativa en su planteamiento) complacencia redentorista en la línea de la citada Rocky o de el Campeón (1979) de Franco Zeffirelli. Hay, más allá, un aparato metanarrativo y de digresiones sobre las propias convenciones de la mixtura de géneros (cine de boxeo, ciencia-ficción) que cabe buscar entre las imágenes tan a menudo acartonadas de la película. Por ejemplo, los planteamientos de Real Steel en su clásica modulación de la pugna entre David y Goliat, entre el presuntamente débil y el todopoderoso (aquí, una literal deidad robótica), incorporan muy sutilmente una lectura en los no menos clásicos términos de la lucha de clases (Charlie Kenton es un paria, y el robot con el que compiten nada más, al menos en apariencia, que un robot de segunda o tercera mano que de hecho fue diseñado para –atentos a la metáfora- recibir y soportar golpes). Y lo anterior nos permite tirar el hilo de comentarios de otra pero permeable índole: Atom es, como todos los robots, un esclavo, un ejecutor de la voluntad de su amo, Max (que a veces delega en Charlie); pero si decimos que su funcionamiento viene más definido por componentes humanos, de intuición y estrategia, heredados directamente de sus amos-entrenadores (relacionado con su antes comentada humanización, que le hace ser un púgil menos dependiente de la fuerza bruta y maquinal), podemos convenir que nos hallamos en la antesala de esa inteligencia artificial sobre la que la literatura (Aldiss, Dick, Clarke) y el cine nos vienen hablando desde hace ya muchas décadas, aquí según un planteamiento bien mundano, aparentemente inofensivo; pero Atom encarna, no lo olvidemos, primero el padre que Max no pudo tener y después el éxito que Charlie no pudo conquistar. Puede interpretarse, como antes mencionábamos desde lo fantastique a lo espiritual, pero también cabe una visión en otros términos más abstractos, que nos hablan de apoderamiento y adquisición de una voluntad propia que logra imponerse. Si al principio hablábamos de tendencias, no es descabellado plantear, por ejemplo, concomitancias alegóricas entre este Atom y el simio protagonista de la reciente Rise of the Planet of the Apes

http://www.steelgetsreal.com/

http://www.imdb.com/title/tt0433035/

http://www.usatoday.com/life/movies/reviews/story/2011-10-06/real-steel-hugh-jackman/50682392/1

http://www.metacritic.com/movie/real-steel/critic-reviews

http://en.wikipedia.org/wiki/Steel_(The_Twilight_Zone)

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