1982: La mirada del tigre
Cuando, tras el principio de la película -en el que se remontan, versión esquemática, diversos momentos del final apoteósico del filme anterior-, aparece el primer metraje filmado para Rocky III, se produce una transferencia muy notable en el seno de la saga, que es también, muy netamente, un cambio de las cuestiones éticas y estéticas implicadas en el cine de Hollywood en un trasvase de década, de los años setenta a los ochenta. Además, es un arranque fuerte, sonoro, potente, que reclama su condición inequívoca de cambio de rumbo: la fanfarria del tema clásico de Bill Conti se difumina bajo el sonido de los primeros compases de un rock electrificado, el popular tema “Eye of the Tiger”, de Survivor; y de la imagen del Rocky (Sylvester Stallone) recién proclamado campeón de los pesos pesados pasamos a un montaje que se inicia con unos fuegos artificiales, y que, en esos escasos dos minutos rockeros, se sirve de un montaje videoclipero para relatarnos cómo el personaje protagonista se convierte en una superestrella mediática, que defiende el título con una serie de combates que se antojan fáciles mientras anuncia coches y relojes, aparece en entrevistas y en el show de los muppets, se compra una supercasa y una moto de diseño y, en fin, materializa una noción obvia, aunque también coyuntural, del american dream. Pero esos dos minutos al son de Survivor también sirven para, en paralelo, presentarnos a Clubber Lang (Mr. T), un boxeador de maneras furiosas que noquea brutalmente a todos sus adversarios y que reclama su derecho a combatir por el título de los pesos pesados. Dos minutos que le dan absolutamente la espalda a las maneras narrativas de las dos películas anteriores, dos minutos en los que Stallone, director y escritor del filme amén de protagonista, presenta unas credenciales muy otras para la saga, empezando por su propia presencia, pues en los tres años que la distancian de Rocky II, el actor está mucho más flaco, e incluso su fisonomía ha variado mucho. Es, literalmente, otro Rocky.
Todo esto no es anecdótico, y de hecho ilustra muchas virtudes de la película, una película que se suele considerar imbuida de los tics y dispositivos estéticos de una época pero que, quizá debería matizarse, más bien coadyuvó a fijarlos. Esto es así porque, filmada en 1982, recién iniciada la era Reagan, la película fue una enorme éxito de taquilla [la quinta película más taquillera del año en los EEUU; la cuarta, por cierto, fue Acorralado (Ted Kotcheff, 1982)], evidenciando que la fórmula escogida por Stallone halló una perfecta sintonía con el público de su tiempo. Es probable que el actor y cineasta se hubiera dado cuenta de las flaquezas evidentes de su anterior aportación tras las cámaras a la saga. John G. Avildsen había filmado, en 1976, un poderoso drama a la manera clásica, y Stallone carecía de esa habilidad como cineasta, razón por la que Rocky II resultó una copia claramente inferior a la original, que incurría en obviedades y excesos melodramáticos donde en la original Rocky había matices e indudable punch dramático. Pero Stallone tomó buena nota, y, al abordar esta segunda secuela, marcó severas distancias. Habían pasado apenas tres años de Rocky II, pero el cambio fue harto significativo.
Redujo drásticamente el metraje (media hora), para, al fin y al cabo, narrar mucho más. Concentró las dosis de melodrama, y las supo balancear con el muy diferente feeling del relato deportivo al uso, con muchos compases desenfadados y otros de intensidad espectacular. Fio muchas cosas a la esmeradísima labor de planificación y montaje de los combates, de hecho ofreciéndole al espectador hasta tres (más diversas secuencias con breves montajes de muchos otros), sabiendo perfectamente que en esas secuencias es donde un filme de esta naturaleza se la juega. Se apoyó en una labor lumínica meritoria, la del veterano Bill Butler, importantísimo en la definición anímica del personaje atormentado en el pasaje central del filme. También en la contundencia expositiva de una buena labor de sonido. Pero, quizá especialmente, inició una transferencia (que iba a culminar con la labor con los sintetizadores de Vince DiCola en Rocky IV) del uso y sentido de la música como vehículos narrativos, otro elemento idiosincrásico de la saga al que le supo sacar mucho partido compaginando compases de la clásica partitura de Bill Conti con canciones, especialmente la antecitada “Eye of the Tiger”. En la planificación y puesta en imágenes más allá de las set-piéces de entrenamientos y combates, empezó a acercarse a los parámetros de lo televisivo, de montaje sencillo y con planos a menudo cerquísima de los rostros de los personajes (Mr. T, por ejemplo, siempre es mostrado en primerísimo plano, o desde una posición inferior a sus ojos, para fijar la hipérbole de su definición como personaje). Y en todo ese paisaje dejó, casi como anécdota, como reliquia del pasado, una única secuencia que sí está filmada, además con convicción, a la manera más clásica de los filmes anteriores: aquélla en la que, tras la disputa pública con Clubber Lang al recibir Rocky el homenaje y la inauguración de una estatua en su honor, el púgil trata de convencer a su manager de combatir una última vez: la cámara se mueve despacio en el interior de una habitación decorada con fotos de los combates de antaño y con viejos guantes de boxeo que cuelgan de una puerta; en esa suerte de hábitat del pasado, el boxeador y su entrenador que iban por caminos distintos, terminan por converger, reuniéndose en el mismo plano en una solución argumental que repite sus homónimas de las dos anteriores películas… Elocuentemente, el excelente actor de la vieja guardia Burgess Meredith, retiene la bandera del clasicismo. Y, sintomáticamente, muere a mitad del metraje, y desaparece de ese ADN en transformación de la saga.
Todos esos aspectos funciona bien en ese artefacto, insisto, de metraje mucho más comedido (95 minutos, frente a las dos horas de metraje de los dos filmes anteriores). Y, a través de la forma, de esa superficie, Rocky III se muestra pletórica de ritmo y espectacularidad. Pero en todo ello también interviene algo más importante: el plot. Stallone nunca fue un gran escritor de diálogos, pero sí que a veces, en esta película por ejemplo, supo elucubrar buenas tramas. A nivel argumental, fue lo suficientemente astuto para seguir explorando con fruición el eje o naturaleza carismática del personaje Rocky Balboa, llevándolo a un periplo vital por la vía de la fábula. Una fábula tan hipertrófica y esquemática como quieran, pero perfectamente válida. Rocky III nos habla de las contingencias de un posible segundo acto de la vida. Si en las dos primeras películas de la saga se exploraba el periplo (principalmente espiritual) de un hombre humilde y fracasado que, sin saber cómo, tiene la oportunidad de llamar a las puertas de la trascendencia, en esta tercera película pasamos página, y se relata cómo el personaje, amodorrado en sus laureles, de repente pierde todo lo que tenía y todo en lo que creía, debiéndose enfrentar al resto de su vida atenazado no solo por el miedo sino también por la culpa. De nuevo, naturaleza del personaje, no es una cuestión de inteligencia ni siquiera de talento, sino de instinto de supervivencia y, especialmente, de coraje (los dos elementos que se hipertrofian en el combate final, donde no es baladí que Rocky se deje golpear por ese boxeador de fuerza inaudita, hasta cansarlo, estrategia que, a poco de pensarlo, lo hace invencible de partida: lo hace sobrehumano, porque ha vencido sus miedos y sentimientos de culpa). En semejante dispositivo argumental, las imágenes de bullicio y descontrol, muy constantes, desvelan esa realidad que se le está yendo de las manos al personaje, personificando su enemigo, Clubber Lang, esos demonios que, sin saberlo, se están apoderando de su espíritu (así, hay rifirafes y peleas siempre que los dos personajes se encuentran, antes de los combates, pero también en la calle, así como, más allá de Clubber Lang, está el combate marciano con el luchador de wrestler Thunder Lips (Hulk Hoogan), aparentemente una broma o juguete narrativo pero que, contemplado en perspectiva narrativa, precede ese desmoronamiento de las estructuras vitales de Rocky).
Sin embargo, posiblemente el hallazgo argumental más feliz de la película, y el que generó más adhesiones del público convertido en fan de la saga, fue la reunión de Rocky con su enemigo de antaño: Apollo Creed (Carl Weathers) no es un simple recambio deportivo, no es un nuevo entrenador: enseña a Rocky a empezar de cero, le entrena siguiendo otras normas, otras prioridades -más en el movimiento y el ritmo que en la mera pegada- en esa especie de purgatorio que es el gimnasio angelino donde Rocky se prepara para el combate decisivo. Si al principio hablábamos de la transfiguración, incluso física, del actor a tono con el cambio en el personaje, la relevancia de Apollo en esa transfiguración resulta crucial, y si el personaje de Mickey (Meredith) acumulaba las mayores dosis de emotividad, el de Apollo consolida una amistad entre iguales, entre dos genuinos campeones, en una coda final (que incluye el hermoso epílogo del relato: un amistoso ajuste de cuentas) que redondea la transformación, la solidez de ese segundo acto en la vida de Rocky Balboa.