ROCKY III

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1982: La mirada del tigre

Cuando, tras el principio de la película -en el que se remontan, versión esquemática, diversos momentos del final apoteósico del filme anterior-, aparece el primer metraje filmado para Rocky III, se produce una transferencia muy notable en el seno de la saga, que es también, muy netamente, un cambio de las cuestiones éticas y estéticas implicadas en el cine de Hollywood en un trasvase de década, de los años setenta a los ochenta. Además, es un arranque fuerte, sonoro, potente, que reclama su condición inequívoca de cambio de rumbo: la fanfarria del tema clásico de Bill Conti se difumina bajo el sonido de los primeros compases de un rock electrificado, el popular tema “Eye of the Tiger”, de Survivor; y de la imagen del Rocky (Sylvester Stallone) recién proclamado campeón de los pesos pesados pasamos a un montaje que se inicia con unos fuegos artificiales, y que, en esos escasos dos minutos rockeros, se sirve de un montaje videoclipero para relatarnos cómo el personaje protagonista se convierte en una superestrella mediática, que defiende el título con una serie de combates que se antojan fáciles mientras anuncia coches y relojes, aparece en entrevistas y en el show de los muppets, se compra una supercasa y una moto de diseño y, en fin, materializa una noción obvia, aunque también coyuntural, del american dream. Pero esos dos minutos al son de Survivor también sirven para, en paralelo, presentarnos a Clubber Lang (Mr. T), un boxeador de maneras furiosas que noquea brutalmente a todos sus adversarios y que reclama su derecho a combatir por el título de los pesos pesados. Dos minutos que le dan absolutamente la espalda a las maneras narrativas de las dos películas anteriores, dos minutos en los que Stallone, director y escritor del filme amén de protagonista, presenta unas credenciales muy otras para la saga, empezando por su propia presencia, pues en los tres años que la distancian de Rocky II, el actor está mucho más flaco, e incluso su fisonomía ha variado mucho. Es, literalmente, otro Rocky.

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Todo esto no es anecdótico, y de hecho ilustra muchas virtudes de la película, una película que se suele considerar imbuida de los tics y dispositivos estéticos de una época pero que, quizá debería matizarse, más bien coadyuvó a fijarlos. Esto es así porque, filmada en 1982, recién iniciada la era Reagan, la película fue una enorme éxito de taquilla [la quinta película más taquillera del año en los EEUU; la cuarta, por cierto, fue Acorralado (Ted Kotcheff, 1982)], evidenciando que la fórmula escogida por Stallone halló una perfecta sintonía con el público de su tiempo. Es probable que el actor y cineasta se hubiera dado cuenta de las flaquezas evidentes de su anterior aportación tras las cámaras a la saga. John G. Avildsen había filmado, en 1976, un poderoso drama a la manera clásica, y Stallone carecía de esa habilidad como cineasta, razón por la que Rocky II resultó una copia claramente inferior a la original, que incurría en obviedades y excesos melodramáticos donde en la original Rocky había matices e indudable punch dramático. Pero Stallone tomó buena nota, y, al abordar esta segunda secuela, marcó severas distancias. Habían pasado apenas tres años de Rocky II, pero el cambio fue harto significativo.

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Redujo drásticamente el metraje (media hora), para, al fin y al cabo, narrar mucho más. Concentró las dosis de melodrama, y las supo balancear con el muy diferente feeling del relato deportivo al uso, con muchos compases desenfadados y otros de intensidad espectacular. Fio muchas cosas a la esmeradísima labor de planificación y montaje de los combates, de hecho ofreciéndole al espectador hasta tres (más diversas secuencias con breves montajes de muchos otros), sabiendo perfectamente que en esas secuencias es donde un filme de esta naturaleza se la juega. Se apoyó en una labor lumínica meritoria, la del veterano Bill Butler, importantísimo en la definición anímica del personaje atormentado en el pasaje central del filme. También en la contundencia expositiva de una buena labor de sonido. Pero, quizá especialmente, inició una transferencia (que iba a culminar con la labor con los sintetizadores de Vince DiCola en Rocky IV) del uso y sentido de la música como vehículos narrativos, otro elemento idiosincrásico de la saga al que le supo sacar mucho partido compaginando compases de la clásica partitura de Bill Conti con canciones, especialmente la antecitada “Eye of the Tiger”. En la planificación y puesta en imágenes más allá de las set-piéces de entrenamientos y combates, empezó a acercarse a los parámetros de lo televisivo, de montaje sencillo y con planos a menudo cerquísima de los rostros de los personajes (Mr. T, por ejemplo, siempre es mostrado en primerísimo plano, o desde una posición inferior a sus ojos, para fijar la hipérbole de su definición como personaje). Y en todo ese paisaje dejó, casi como anécdota, como reliquia del pasado, una única secuencia que sí está filmada, además con convicción, a la manera más clásica de los filmes anteriores: aquélla en la que, tras la disputa pública con Clubber Lang al recibir Rocky el homenaje y la inauguración de una estatua en su honor, el púgil trata de convencer a su manager de combatir una última vez: la cámara se mueve despacio en el interior de una habitación decorada con fotos de los combates de antaño y con viejos guantes de boxeo que cuelgan de una puerta; en esa suerte de hábitat del pasado, el boxeador y su entrenador que iban por caminos distintos, terminan por converger, reuniéndose en el mismo plano en una solución argumental que repite sus homónimas de las dos anteriores películas… Elocuentemente, el excelente actor de la vieja guardia Burgess Meredith, retiene la bandera del clasicismo. Y, sintomáticamente, muere a mitad del metraje, y desaparece de ese ADN en transformación de la saga.

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Todos esos aspectos funciona bien en ese artefacto, insisto, de metraje mucho más comedido (95 minutos, frente a las dos horas de metraje de los dos filmes anteriores). Y, a través de la forma, de esa superficie, Rocky III se muestra pletórica de ritmo y espectacularidad. Pero en todo ello también interviene algo más importante: el plot. Stallone nunca fue un gran escritor de diálogos, pero sí que a veces, en esta película por ejemplo, supo elucubrar buenas tramas. A nivel argumental, fue lo suficientemente astuto para seguir explorando con fruición el eje o naturaleza carismática del personaje Rocky Balboa, llevándolo a un periplo vital por la vía de la fábula. Una fábula tan hipertrófica y esquemática como quieran, pero perfectamente válida. Rocky III nos habla de las contingencias de un posible segundo acto de la vida. Si en las dos primeras películas de la saga se exploraba el periplo (principalmente espiritual) de un hombre humilde y fracasado que, sin saber cómo, tiene la oportunidad de llamar a las puertas de la trascendencia, en esta tercera película pasamos página, y se relata cómo el personaje, amodorrado en sus laureles, de repente pierde todo lo que tenía y todo en lo que creía, debiéndose enfrentar al resto de su vida atenazado no solo por el miedo sino también por la culpa. De nuevo, naturaleza del personaje, no es una cuestión de inteligencia ni siquiera de talento, sino de instinto de supervivencia y, especialmente, de coraje (los dos elementos que se hipertrofian en el combate final, donde no es baladí que Rocky se deje golpear por ese boxeador de fuerza inaudita, hasta cansarlo, estrategia que, a poco de pensarlo, lo hace invencible de partida: lo hace sobrehumano, porque ha vencido sus miedos y sentimientos de culpa). En semejante dispositivo argumental, las imágenes de bullicio y descontrol, muy constantes, desvelan esa realidad que se le está yendo de las manos al personaje, personificando su enemigo, Clubber Lang, esos demonios que, sin saberlo, se están apoderando de su espíritu (así, hay rifirafes y peleas siempre que los dos personajes se encuentran, antes de los combates, pero también en la calle, así como, más allá de Clubber Lang, está el combate marciano con el luchador de wrestler Thunder Lips (Hulk Hoogan), aparentemente una broma o juguete narrativo pero que, contemplado en perspectiva narrativa, precede ese desmoronamiento de las estructuras vitales de Rocky).

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Sin embargo, posiblemente el hallazgo argumental más feliz de la película, y el que generó más adhesiones del público convertido en fan de la saga, fue la reunión de Rocky con su enemigo de antaño: Apollo Creed (Carl Weathers) no es un simple recambio deportivo, no es un nuevo entrenador: enseña a Rocky a empezar de cero, le entrena siguiendo otras normas, otras prioridades -más en el movimiento y el ritmo que en la mera pegada-  en esa especie de purgatorio que es el gimnasio angelino donde Rocky se prepara para el combate decisivo.  Si al principio hablábamos de la transfiguración, incluso física, del actor a tono con el cambio en el personaje, la relevancia de Apollo en esa transfiguración resulta crucial, y si el personaje de Mickey (Meredith) acumulaba las mayores dosis de emotividad, el de Apollo consolida una amistad entre iguales, entre dos genuinos campeones, en una coda final (que incluye el hermoso epílogo del relato: un amistoso ajuste de cuentas) que redondea la transformación, la solidez de ese segundo acto en la vida de Rocky Balboa.

ROCKY

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Director: John G. Avildsen

Guión: Sylvester Stallone

Música: Bill Conti

Fotografía: James Crabe

Reparto: Sylvester Stallone, Talia Shire, Burt Young, Carl Weathers, Burgess Meredith, Thayer David, Joe Spinell

EEUU. 1976. 121 minutos

 

“…los últimos serán los primeros”.

Evangelio según San Mateo 19,30.20,1-16.

La fe mueve montañas

Nada menos que un pantocrátor es la imagen con la que se abre Rocky. Un pantocrátor que preside la sala de eventos del club de baja estofa en el cual se celebra el combate que enfrenta a Rocky Balboa (Sylvester Stallone) con Spider Rico (Pedro Lovell); en el arte bizantino y románico, con el término pantocrátor se designa la imagen con que se representa al Todopoderoso, Padre e Hijo, es decir, Creador y Redentor. En una pared del piso-habitación de Rocky se puede ver una reproducción de La vocación de San Mateo de Caravaggio, cuyo tema es la llamada de Cristo que lleva al apóstol de una existencia oscura a la luz. ¿Son detalles anecdóticos? No lo creo. Pero focalicemos la cuestión en otro aspecto: el filme se inicia el 25 de noviembre de 1975, y termina unas semanas después, el día de Año Nuevo de 1976; recorre por tanto el Adviento y la Navidad, teniendo las festividades una importancia especial: la noche del Día de Acción de Gracias Rocky besa a Adrian (Talia Shire) por primera vez, e inician su historia de amor; el día de Navidad, se produce un enfrentamiento doméstico importante entre la pareja y el hermano de ella, Paulie (Burt Young), a resultas del cual Adrian se traslada a vivir al piso de Rocky; si Rocky le dice a Adrian en una ocasión que “para ti es Acción de Gracias, pero para mí solo es jueves”, sucede poco después que, si para la mayoría es Nochevieja, para él es la vigilia del combate, noche en la que deambula solo por las calles de Filadelfia y visita el escenario, vacío y silente, en el que pocas horas después se enfrentará con Apollo Creed (Carl Weathers). ¿Sigue todo esto siendo anecdótico? Para nada, y de hecho son precisiones que abonan esa teoría sobre la condición de fábula capriana de la película: Rocky habla, principalmente, de una lucha por la dignidad que lo termina siendo por la redención, lucha tocada por un acontecimiento que, para el protagonista, tiene indudables visos religiosos: es un Don Nadie, pero se convierte en el Elegido en el territorio que -esta es una película de boxeo- metaforiza su existencia.

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Todo ello, por supuesto, puede ponerse en contexto socio-histórico, y sirve para explicar las razones del formidable éxito de la obra. A quien redime Rocky Balboa, y su proeza, es al ciudadano de clase trabajadora en unos años en los que la crisis económica, la derrota en Vietnam, la inestabilidad política y el hundimiento de los emblemas contestatarios de la década anterior habían desestabilizado de raíz los esquemas de funcionamiento socio-culturales de los EEUU. Rocky ejemplifica como pocas películas la receta del cambio posible, del tímido renacer de un optimismo, o apenas un remedo de dignidad, propugnada por las transitoriales administraciones republicana (Gerald Ford, 1974-1977) y demócrata (Jimmy Carter, 1977-1981) que terminaron dando paso a la Era Reagan. Rocky es representativa de los valores implicados en ese inicio de rearme ideológico, y de hecho su propia simiente redobla el sentido de esas anotaciones alegóricas: a Stallone se le ocurrió la idea de la película visionando el combate en el que el campeón Muhammad Ali a punto estuvo de ser derrotado por un boxeador del montón, y blanco, Charles «Chuck» Wepner, quien finalmente perdió por KO técnico en el decimoquinto y último asalto; todos los signos de rebeldía y contracultura que cabe asociar con Ali -que fue mucho más que un gran campeón del boxeo- aparecen metamorfoseados en la película en el talante mercantilista y fanfarrón del campeón Apollo Creed, un showman verborreico que no se toma en serio a su rival hasta que recibe un contundente gancho de izquierda en el primer asalto del combate-evento que ha organizado para alardear de su narcisismo a costa de los grandes valores que se asocian a esa América como “tierra de las oportunidades”.

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Por todo lo anotado, podemos decir que estamos en el extremo opuesto de un relato de perdedores como el de Fat City, ciudad dorada (John Huston, 1972), a pesar de la escasa distancia de tiempo transcurrido entre uno y otro títulos, y en cambio no tan lejos de las latitudes redentoras (y también metaforizantes) de La ley del silencio (Elia Kazan, 1954), con cuyo protagonista, Terry Malloy (Marlon Brando), Rocky Balboa guarda diversas semejanzas de carácter. El anecdotario añade un elemento curioso a ese parentesco con el filme de Kazan: al parecer, inicialmente el personaje del hampón para el que Rocky trabaja, Gazzo (Joe Spinell), era el hermano de Rocky, circunstancia que, si se analiza, daría más fuerza al conflicto que inicialmente separa al púgil de su entrenador, Mickey Goldmill (Burgess Meredith), quien le acusa de haber sacrificado una carrera prometedora por culpa de una mala vida y un trabajo al servicio de un indeseable. Sin embargo, Rocky subvierte esas anotaciones naturalistas, o las interpreta de un modo inverso: el protagonista de la película no es un ángel caído ni una representación de la disonancia del funcionamiento del lumpen, sino un ángel herido, atrapado en ese contexto, que esconde (poco) su candor en su oficio y su palabrería un punto juglaresca, al fin y al cabo corazas con los que intenta protegerse del desamparo que campa a sus anchas en el deprimente entorno en el que le toca vivir. En ese sentido, quizá los mayores peligros del trasfondo ideológico de la película, aunque bien soterrados bajo la apariencia de un drama intimista, sean la sugerencia sotto vocce de que reclamar la dignidad (no ser, como dice Rocky, “un idiota más del vecindario”) pueda equivaler a ascender en el escalafón social.

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Y esa constatación resulta curiosa habida cuenta de que es el resultado de una transformación bastante radical de las iniciales premisas que manejó Stallone en la confección del guion. Según testimonio del propio escritor-actor (que puede verse en los extras de la edición especial en DVD para el 25 aniversario de la película), escribió el primer draft en apenas tres días, que era una versión mucho más desencantada y turbia que la que terminó materializándose: en su desenlace, Rocky abandonaba el ring antes de terminar el combate con Apollo, hastiado de ese mundillo de falsos ídolos y artificios. Lo que el testimonio de Stallone sugiere es que ese draft proponía un retrato naturalista pero de acento mucho más pesimista (¿algo más cercano a Fat City, podemos suponer?). En las muchas posteriores versiones que fueron jalonándose de ese material acabó quedando más bien poco de las definiciones de ese primer borrador: básicamente se mantuvo esa idea central sobre una pugna boxística de David contra Goliat que había extraído del combate de Ali contra Wepner, pero los aspectos luminosos terminaron decantando la balanza hasta zanjar esa historia de amor y superación. Así que, siguiendo las premisas analíticas antes propuestas, podríamos decir que el propio work in progress creativo de la película conoció ese tránsito o muda ideológica que fue a la par, o quizá incluso anticipó, la de los tiempos y el lugar de realización de la obra.

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Siguiendo con ese testimonio de Stallone, la inicial construcción del personaje protagonista debía ser la de un antihéroe en la estela de los tantos que exploraba el cine norteamericano mid-seventies. Pero a la postre, los atributos de Rocky Balboa no terminan de casar para nada con los que definen usualmente el antihéroe, porque la película no termina hablando tanto de una derrota como de una victoria en términos simbólicos. Rocky no solo logra el objetivo de mantenerse en pie los quince asaltos ante el campeón, sino que termina el combate dejando a Apollo exhausto y contra las cuerdas, salvado in extremis por la campana final y por una decisión arbitral -la victoria por los puntos- discutible. El trasvase de la anécdota deportiva (Wepner) al mito (Rocky Balboa) terminaba, como es dable esperar, ampificando tanto los términos que la realidad era desnaturalizada. Así funcionan los mitos, así que tampoco hay nada en ello que deba criticarse. Pero sí constatamos que la definición antiheroica, por la misma razón, queda sepultada, y el potro italiano termina entregando su proeza a unas plateas donde infinidad de espectadores comprendieron que ese pírrico pero también innegable (y poético) esplendor (la dignidad, la resistencia y esa imagen final que culmina el relato en un éxtasis) ennoblecía sus propios esfuerzos y fracasos; Rocky, el paria, el desclasado, el hombre de procedencia humilde que daba la cara y se dejaba la vida en el ring era el vencedor en la pugna que el espectador podía asimilar mejor a su experiencia, la sentimental. La veda a la relectura que Stallone propuso poco después en Rocky II quedaba abierta, aunque eso ya es otra historia.

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Diversos de estos apectos contextuales, metafóricos y simbólicos han despertado, a lo largo de los tiempos, cierta animadversión contra la película. También, a nivel más estrictamente cinematográfico pero en continuidad con esos trasfondos ideológicos, no despierta simpatías que se alzara con el Oscar a la Mejor Película de 1976 desbancando, por ejemplo, al Taxi Driver de Martin Scorsese (y sus muy otras anotaciones psico-culturales); o que fuera el primer título de una saga que, en los años ochenta, se convirtió en icónica por razones y con herramientas que muchos consideran nefastas. Pero todas esas anotaciones no deberían hacernos perder de vista, o no me han hecho perder de vista a mí tras revisar la película, que Rocky es una buena película, una obra bien escrita y bien madurada en lo escenográfico por John G. Avildsen, que con sumo tino actualiza a lo contemporáneo un poderoso drama y una poderosa fábula, los dos mimbres que desglosan la tradición del relato fílmico boxístico.

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La película, que arranca en un club de mala muerte y progresa en las calles y escenarios de una zona deprimida de Filadelfia (lugares, por lo demás, recogidos en imágenes a menudo con técnicas de cine de guerrilla, dado el bajo presupuesto de la obra, un millón de dólares), grava en su propia esencia un rasgo naturalista muy propio de los dramas de aquellos tiempos, y se beneficia de una inspirada fotografía un punto brumosa de James Crabe. Avildsen aprovecha esa cualidad estética para edificar una descripción anímica, recurriendo en diversas ocasiones a planos generales, estáticos, que muestran una perspectiva callejera, perspectiva que recorre, como en un ritual de camino a ninguna parte, el protagonista de la película.  De esa manera, y con un sostenido ritmo, Avildsen va sedimentando en esas definiciones ambientales un dramatis personae que prima lo sentimental, trabajando la planificación de las secuencias en pos de un intimismo descriptivo, replicando con atentas composiciones buenas ideas de guion. Recojo cuatro que me parecen llamativas: 1/ el reflejo de los rostros de Rocky y Adrian en un espejo en la primera conversación que mantienen -aunque ella más bien no dice nada- en la tienda de animales; 2/ el recurso al transfoco para pasar de un plano general de Adrian en la puerta de su casa a un primer plano del rostro de Rocky cuando éste le confiesa que le ha molestado con qué autosuficiencia le tratan en la televisión, elocuente ejemplo de la insistente idea manejada en el relato sobre los estigmas de indignidad que arrastra Rocky; 3/ el largo plano de Mickey, humillado por el trato desidioso -fruto del rencor que le guarda- que le dispensa Rocky, encerrándose en su propio lavabo y dejándole solo, rebajándose a suplicarle hasta que su dignidad le impide continuar y se marcha, no sin antes dejarse el sombrero y recogerlo, momento en el que Rocky abre la puerta y al ver que Mickey sigue allí vuelve a encerrarse; y 4/ la planificación de la completa secuencia del encuentro amoroso entre Rocky y Adrian, donde pasamos de la vastedad de una pista de hielo desierta (sus dos figuras poblando como un borrón el inmenso paisaje, avanzando en círculos y de forma descompensada, él sin patines en el suelo resbaladizo) al escueto espacio del habitáculo de Rocky, espacio que se va reduciendo conforme se acercan el uno a la otra, hasta que él la acorrala literalmente contra la pared y un simple gesto -quitarle las gafas y el gorro de lana- ilustra de la forma más hermosa la intimidad y la desnudez sentimental, ese encuentro entre dos bichos raros que asumen su condición y que por tanto, al besarse, le dan la espalda al mundo y al desamparo que les tenía reservado.

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Aunque la banda sonora de Bill Conti se terminaría haciendo célebre por sus fanfarrias pugilísticas, el compositor trabaja una partitura que se ajusta muy bien a esos trazos intimistas que definen el devenir dramático, piezas de pocas notas al piano o con instrumentos de viento cuya lenta cadencia eleva el poso melancólico de esas definiciones dramáticas: se recuerda, por ejemplo, la famosa pieza Gonna Fly Now que acompaña la secuencia del definitivo entrenamiento de Rocky (y es lógico que así sea, pues se trata de una secuencia culminante, además corolada con esa poderosa imagen del boxeador contemplando a sus pies su ciudad), pero no es menos importante en el relato la pieza musical que sirve de esbozo afligido de aquella para ilustrar el mismo trayecto al inicio del entrenamiento, Rocky moviéndose pesadamente por las calles aún anochecidas de la ciudad y subiendo torpemente, al límite de la flaqueza, esas escalinatas que después no se le resistirán (en unas imágenes capturadas por una steadicam por aquel entonces de incipiente uso, manejada por su creador, Garrett Brown). El reflejo, o trayecto recorrido, que cubre la distancia entre esas dos secuencias (y su puntuación musical) ejemplifican de un modo categórico cómo se articula el relato de Rocky, de forma sencilla, sin estridencias ni sofisticaciones, tampoco sutilezas, que podrían confundirse con titubeos expositivos y menoscabar las también sencillas conclusiones –el discurso- que la película plantea. Volviendo por un instante a Rocky II, y parangonando las estrategias que en aquella Stallone (director de la secuela) pone en solfa para ilustrar semejantes ejes temáticos y anímicos, comprobamos la crasa diferencia entre un cineasta que sabe lo que hace y otro que no: de la sencillez y el empaque del título original a la simpleza y obviedad de parangonables pasajes en el segundo título de la saga.

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Probablemente, el propio Stallone se dio cuenta de ello y por eso en las sucesivas Rocky III y Rocky IV (ya no me adentro en comparaciones con las siguientes y, digamos, más crepusculares continuaciones) creó un nuevo corpus narrativo y una nueva estructura, a tono con muy otras estrategias de puesta en escena y montaje, no sé si consciente de que no debía volver a replicar con sus armas directoriales el trabajo de Avildsen o de que la fórmula estaba agotada y había que buscar otros caminos. Aunque su gusto por lo hipertrófico desde todo punto de vista (incluido el dramático), sus servidumbres al lenguaje del videoclip y sus entrañas ideológicas también nos revelan que aquel tercer y cuarto título son hijos de otra época (aunque -no olvidemos todo lo apuntado al principio- época que es, si me permiten, hija de un producto cultural como Rocky), no conviene olvidar que la película de John G. Avildsen también marcó época por su manera de filmar un combate de boxeo, aspecto éste que Stallone comprendió que era primordial para explotar la veta comercial de la saga y que mantuvo en esos tres sucesivos títulos, incluso repescándolo en el sexto. En ese combate, las reglas del naturalismo impuestas en lo dramático se soslayan en pos de un espectáculo de violencia hiperrealista, lindante –ahí está el detalle- con lo hipertrófico. Los pocos medios disponibles exigieron mucha imaginación (de nuevo es decisiva la aportación de la steadicam de Garrett Brown, en una filmación con dos cámaras, una dentro del ring y otra en las plateas, después conjugada en el montaje), pero no el sacrificio del detalle, razón por la cual Stallone escribió nada menos que una coreografía de golpes que el actor y su partenaire en ese baile, Carl Weathers, tuvieron que reproducir en una filmación larga, al parecer dolorosa (pues se llevaron algunos golpes) y extenuante. Pero los resultados, de una intensidad indudable -magníficamente subrayada por el dramático score de Conti-, avalaron las decisiones tomadas, y sería absurdo restar esos logros técnicos y artísticos de la ecuación cualitativa e idiosincrásica de la película.

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El fatídico intercambio de golpes entre Rocky y Apollo en los dos últimos asaltos es una elocuente definición de esa máxima que dice que el boxeo es un deporte muy cinematográfico, y lo es precisamente por su poca credibilidad desde un prisma realista: en ningún combate de boxeo los contendientes serían capaces de aguantar semejante paliza de golpes, pero precisamente ese énfasis hipertrófico es el que termina de configurar los espacios mitológicos por los que Rocky Balboa accedió al imaginario cultural de su era. Y precisamente porque en los títulos siguientes un Stallone embravecido por el éxito rizaría el rizo incluyendo ralentíes y coreografías aún más irreales, el combate final de Rocky sigue siendo la más perfecta definición, la que no se hunde en sus fisuras, de esa construcción mitológica que -y cierro estas líneas regresando al punto de partida- tiene en el sacrificio sobrehumano, en una resistencia solo al alcance del más devoto (Rocky es poco menos que torturado en el ring desde el primer asalto, y tiene que pedirle a su entrenador que no tire la toalla, pues quiere seguir recibiendo golpes y demostrar así su valía),  la representación más formidable de que no se puede derrotar a aquel a quien le mueve la fe. Y esa es al fin y al cabo la infalible receta de Rocky Balboa desde el primero al último de los actos de su estruendosa fábula. Y por eso la receta perduró, y perdura en el recuerdo, más arraigada que la de Rambo u otros action heroes e iconos coyunturales de la era Reagan: porque aunque su trasfondo es conservador, sus mimbres son universales.

LOS MERCENARIOS

 

The Expendables 

Director: Sylvester Stallone

Guión: M Sylvester Stallone y Dave Callahan.

Intérpretes: Sylvester Stallone, Jason Statham, Jet Li, Eric Roberts, Mickey Rourke, Randy Couture, Steve Austin, Terry Crews, Dolph Lundgren

Música: Brian Tyler

Fotografía: Jeffrey L. Kimball

Montaje: Ken Blackwell y Paul Harb

EEUU. 2010. 104 minutos

 

Genio y Figura

Sylvester Stallone y Arnold Schwarzenegger fueron los dos máximos exponentes de un determinado cine de acción (o actioner) que proliferó en los años ochenta del siglo pasado, de calidad más bien baja (entiéndase: algunas de las películas que realizaron afiliables al género no son tan despreciables; como siempre, hay que analizar título por título, y generalizar lo justo); pero fueron algo más, de hecho mucho más: su fórmula fue tan exitosa que la industria cinematográfica y televisiva la explotó ad nauseam; los dos actores, mostrando sus montañosos pectorales (robando el epíteto “montañoso” de una frase que Danny De Vito le dedica a Schwarzenegger en Los Gemelos golpean dos veces/Twins, 1988), se erigieron en probablemente los más célebres iconos del mainstream de aquella completa década, fotos de Rocky Balboa, John Rambo o Terminator retenidos en la memoria colectiva de aquellos años del mismo modo que, por citar algunas, la imagen de ET asomando su rostro en una puerta blanca, Eddie Murphy sentado en un coche en una calle de Beverly Hills o Kim Basinger a punto de efectuar un strip-tease para Mickey Rourke en Nueve Semanas y media (1986). Su peso en la industria alcanzó tales niveles que sus películas se convirtieron en las más caras de aquellos años: la por entonces pornográfica cantidad de 63 millones de dólares que costó Rambo III supuso el presupuesto récord en Hollywood en 1988, récord que tres años más tarde sería superado por los 100 millones que costó otra secuela, Terminator 2. A la manera de Ronald Reagan, Schwarzie, casado con una periodista estadounidense de la dinastía Kennedy (Maria Shriver), se abrió camino en la política y en el año 2003 se convirtió en el mismísimo Gobernador de California; en cambio, Sly, que creara Rambo, el icono más politizado de los últimos tiempos (visto por muchos como la representación de los valores ultraconservadores y fascistoides de la Administración Reagan), quiso seguir vinculado con la industria cinematográfica, aguantando mecha como action-hero hasta la llegada del nuevo milenio (con títulos como Get Carter y Driven) , para, al alcanzar la condición de sexagenario, y contra todo pronóstico, reinventarse de nuevo al resucitar las dos sagas que le encumbraron, con Rocky Balboa (2006) y Rambo (2008), ambas escritas y dirigidas por él mismo, para después embarcarse en el proyecto de esta The Expendables que aquí nos ocupa. ¿Les suena la expresión “genio y figura hasta la sepultura”?

 

¿Prescindible?

Mucho se ha comentado sobre el hecho de que esta Los Mercenarios es una reunión entre amigos (Tomás Fernández Valentí, en la crítica de la película publicada en su blog, explicaba muy bien la condición de la película de guilty pleasure), actuando por supuesto Stallone como aglutinador, reuniendo, aunque sólo sea para un breve y jocoso cameo a sus compañeros de generación, Bruce Willis y Arnold Schwarzenegger, recuperando a Mickey Rourke (para darle además un papel con ínfulas líricas, tal y como corresponde a la imagen que el actor siempre ha tenido y que con la dramática The Wrestler se ha subrayado) y a Eric Roberts (cuya cara de pocos amigos sigue otorgándole la convicción necesaria para actuar de malo malísimo); convocando a Jet Li y a Dolph Lundgren como representantes de una generación posterior, y a Jason Statham (coprotagonista de la película con Sly) en representación de los referentes actuales junto con los secundarios Randy Couture, Steve Austin, Terry Crews y Gary Daniels. Sin embargo, hay que añadir algo más, que en realidad transcribe la (escueta, sí) entraña dramática de la película, y que la convierte en una secuela inconfesa de Rambo en la que todos los actores citados son poco más que meros comparsas del héroe (a Statham, para disimular, le inventan una más que tópica subtrama relacionada con sus problemas sentimentales, y a Rourke le erigen en una suerte de guía espiritual y voz de la conciencia del héroe, Barney, el personaje que Stallone encarna). Me baso en una célebre quote de Rambo (First Blood part II, George Pan Cosmatos, 1985), en la que el guerrillero conversaba con una mujer de la que se había enamorado, una chica vietnamita que le había ayudado a fugarse del fortín en el que se hallaba recluido; Rambo le comentaba a la chica que todo lo que él era o representaba era “prescindible”, “expendable” en v.o., queriendo expresar tanto su condición de peón sacrificable en la guerra como su condición de marginado social. Se trataba probablemente del único (¡y también escueto!) apunte dramático de la celebrada película, que halla su evidente reflejo en esta otra ya desde su mención en el título, pero sobretodo al construir la trama, más allá de la operación negra por la que el personaje de Church (Willis) contrata a Barney, a partir del anclaje emocional que despierta en Barney la situación personal de Sandra (Giselle Itié), hija del gobernador títere y miembro de la Resistencia en la región en conflicto a la que el grupo de Barney son enviados. Evidentemente, los tiempos han cambiado, y si en John Rambo el protagonista prestaba su ayuda a una oenegé, ahora es el turno de reivindicar el valor de las vidas humanas individualmente consideradas como forma de salvación del alma (redacción no caprichosa de este cronista, sino que recoge el speech decisivo que el personaje encarnado por Rourke le espeta al atribulado Barney).

 

The Boys are back in town

De lo que es Cine, ni siquiera hemos hablado hasta ahora, y bien poco podremos decir en lo sucesivo. Que Stallone, cada vez más afianzado en su posición a la contra de los cánones actuales del cine de género, se rodea de diversos profesionales que ayudaron a cimentar o aplicaron las normas estéticas de las cintas actioner de hace veintitantos años, caso de los productores  Boaz Davidson, Danny Dimbort o Avi Lerner, o del operador lumínico Jeffrey Kimball (antaño responsable de películas como Top Gun, Superdetective en Hollywood II o Revenge), y pide a los responsables de efectos visuales y sonoros una implementación de motivos aferrados a una aparatosa fisicidad (que ofrece un buen resultado en la secuencia del ataque aéreo en el muelle y en cambio un aborrecible e interminable clímax final), recurriendo a la infografía sólo de forma puntual. Hasta ahí, la cosa tiene su gracia, pero todo se cae por la borda por culpa de un guión basado en una concatenación de frases lapidarias que definen a cada personaje de forma ultratópica, todo ello entre el inevitable catálogo de exabruptos canónicos, todo ello que da lugar a una suerte de guión-batiburrillo de todo punto infumable (que no inflamable, como cabría esperar si los postulados se hubieran llevado a un puerto coherente de ironía y mala leche), y es digno de mención que muchos de los actores apenas llegan a interpretar: salvando a Stallone, Statham, Roberts y Rourke, del resto se nos muestra apenas un plano corto de su rostro cuando pronuncia cada una de las cortas frases lapidarias que el guión le asigna. El resultado sería, en realidad, un auténtico despropósito si no fuera por la referida excusa de “broma semi-privada” del todo, y, en consideración cinematográfica, porque, al igual que (la mejor que ésta) John Rambo, esa trama argumental se atreve tímidamente a incidir en motivos relacionados con coyunturas bélicas reflejo de la realidad de este mundo (y alguna anotación relacionada con la actualidad mediática, como los piratas somalíes), ello incluyendo las razones que tienen el imperialismo económico de fondo, razones que, a fin de cuentas, el personaje de Eric Roberts expone a las claras en su última aparición en el filme. Por lo demás, y eso sí en sintonía con esa pátina de rebeldía y nostalgia adrenalítica arrebujada en este bizarro meeting, el filme está apuntalado por una serie de magníficas piezas rockeras de tiempos pretéritos, incluyendo  Keep On Chooglin’  y  Born on the Bayou de los Creedence, o, elección ciertamente muy a propósito, esa  The Boys Are Back in Town de Thin Lizzy que acompaña los créditos finales.

 http://www.imdb.com/title/tt1320253/

http://www.losmercenarioslapelicula.com/

http://www.salon.com/entertainment/movies/film_salon/2010/08/13/expendables/index.html?CP=IMD&DN=110

http://www.sfgate.com/cgi-bin/article.cgi?f=/c/a/2010/08/13/MVLF1ERS4E.DTL

http://dorkosphere.com/2010/08/19/review-the-expendables/

http://elcineseguntfv.blogspot.com/2010/08/un-placer-culpable-prefabricado-los.html

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