La friolera de dieciséis años han transcurrido desde que Todd Field estrenara su anterior película, la poderosa Juegos secretos (Little Children, 2006). Antes, en 2001, su opera prima, En la habitación (In the Bedroom) le había revelado como un énfant terrible entre los círculos de la crítica cinematográfica. Tanto en una como en otra obras, el prestigio y los premios cosechados no hallaron correspondencia con el beneplácito del público. Eso explica el hiato y, supongo, la infinidad de proyectos frustrados hasta alcanzar esta Tár. Pero, ay, algunos patrones no cambian: la obra está siendo muy laureada, pero el público no acude a los cines a verla. Field es, pues, un ejemplo paradigmático de director de prestigio que, en modo alguno, halla el beneplácito de la audiencia. Las razones son obvias: las suyas son obras de tempo moroso, que se toman mucho tiempo en las rugosidades de la exploración psicológica; tanto que, en realidad, ésa termina siendo la temática de sus obras, más allá de unos argumentos que, para más inri comercial, revelan aspectos bien incómodos, y a menudo dolorosos, del funcionamiento psico-social.
En el caso de Tár llama la atención que, sin tomar como punto de partida lo literario (como sí hizo en los dos filmes anteriores), Field, guionista en solitario amén de director, abrace semejantes aspiraciones radiográficas más allá del artefacto one-woman show indudable de la obra (y al que Cate Blanchett entrega una de sus mejores composiciones tras las cámaras, lo que ya es decir). El arranque de Tár es casi el de un falso-documental. El filme se entretiene durante más de una hora en retratar, desde lo impresionista, cómo es la vida de una prestigiosa directora de orquesta que vive y trabaja a caballo entre Nueva York y Berlín, donde dirige una de las filarmónicas más reputadas del mundo. En un segundo segmento, esa descripción sobre lo profesional que en ocasiones había rozado lo periodístico, va mutando hacia un relato de lo introspectivo, de la vida personal y familiar de Lydia Tár, en un levantamiento del velo que, más que otra cosa, pretende revelar las fisuras de un personaje que de puertas afuera se muestra tan talentoso como autosuficiente. La senda progresa, y se acelera hacia lo ominoso en la última hora de metraje, hasta desaguar en la inevitable caída en desgracia del personaje, a la que, casi a forma de epílogo, seguirá una leve crónica de sus, probablemente frustrados, intentos de reinvención.
Hay algo de la frialdad cartesiana de Stanley Kubrick en la sintaxis de Field, de la densidad expositiva del Paul Thomas Anderson en sus obras sobre la depredación humana, y, en algunos pasajes aislados, los más introspectivos de la obra (el origen de esos sonidos que Lydia busca en su casa, el papel de los vecinos, los huis clos con los que se interrumpen diversas secuencias en las que ella está sola en las calles y parques de Berlín), algo de la atmósfera enrarecida de Roman Polanski. El cineasta busca términos de depuración visual, aquí con resultados estéticos reseñables merced de la fotografía de derivas azuladas del operador germano Florian Hoffmeister, y una labor escenográfica al servicio de abstracciones y discursos: véase por ejemplo la larga secuencia en la que Lydia Tár debate, o más bien censura, a uno de sus alumnos, que dice despreciar a Bach por razones relacionadas con el acervo biográfico del compositor, escena que llama la atención por su esmeradísima planificación y filmación en plano-secuencia; lo que no sabemos entonces es que será en los últimos compases del filme, cuando veamos un montaje manipulado de idéntica escena, cuando la decisión escenográfica precedente cobre todo su sentido y derive hacia lo metanarrativo.
La verdad es que Tár, en su ambición y tan arriesgado, también generoso, despliegue dramático-psicológico, adolece de una falta de solidez en la estructura argumental, quizá una desmesura o al menos descompensación entre enunciados y constataciones a las que nos llevan, donde no es fácil discernir qué ha quedado en zona de ambigüedad y qué en una indefinición narrativa. Esas líneas de ambigüedad parten de la disolución que Field opera entre puntos de vista externo e interno, y es un factor que sin duda tienen algo que ver con el escaso éxito del cine de Field, pues el público necesita mimbres sin los cuales avanza hacia el desasimiento. Pero ello no puede, o no debería, desmerecer ni los riesgos asumidos ni los muchos elementos de interés de la película (para mí, al fin y al cabo, la mejor de las tres que ha firmado hasta la fecha), o la riqueza de matices de un retrato de personaje cuyo pathos resulta a menudo desbordante, por mucho que en el cierre, algo abrupto, queda cierta sensación deslavazada.
En el cierre, quien quiera buscarlo, podrá ver un sutil homenaje a las máscaras de Eyes Wide Shut (Kubrick, 2000), obra en la que Field ejercía de actor en el rol del pianista amigo de Tom Cruise que le daba la clave para colarse en una orgía de la clase dirigente; pero quizá la solución no se limita al guiño, y, de nuevo por la vía de la abstracción, recapitula sobre ese algo obtuso en el funcionamiento del mundo y sobre las dinámicas de la élite de los guardianes del high-art, cuestiones que quedan mucho más allá de los actos, y eventuales faltas, de la protagonista. Al fin y al cabo, ése es el incómodo, e interesantísimo, subtexto del filme, un filme que, de haber tenido un protagonista masculino, sin duda hubiera sido tachado de reaccionario, porque en esa disolución antes referida de puntos de vista (entre la percepción subjetiva de Lydia y cómo es contemplada por su entorno) se difumina la distancia entre la denodada búsqueda de la virtud y el comportamiento monstruoso, entre la superioridad intelectual/moral y su instrumentalización espúrea. Entre la exploración artística y el abuso de poder más caprichoso. Entre las más altas aspiraciones y los más bajos impulsos del ser humano. Ninguna obra que se atreva a adentrarse en estos espacios, y que encima llegue a estrenarse en el circuito comercial en temporada alta, merece descrédito alguno. Todo lo contrario.