Les Misérables
Director: Tom Hooper
Guión: William Nicholson, según el relato de Victor Hugo y la obra musical de Claude-Michel Schönberg y Alain Boublil
Fotografía: Danny Cohen
Intérpretes: Hugh Jackman, Russell Crowe, Anne Hathaway, Amanda Seyfried, Eddie Redmayne, Samantha Barks, Helena Bonham Carter, Sacha Baron Cohen, Aaron Tveit, Isabelle Allen
EEUU/GB. 2012. 156 minutos
El discurso del teatro musical
Sentimientos encontrados. Una película irregular, llena de altibajos, que en los mejores momentos emociona y en los peores invita a la fría condescendencia. Sentimientos encontrados en el esfuerzo, hasta cierto punto inútil, de desentrañar si lo que nos gusta son simplemente las canciones de Claude-Michel Schönberg que los actores declaman y cantan ante las cámaras, o si la apuesta de la película de dejar los diálogos en su mínima expresión de modo tal que las melodías se apoderen por completo del relato es una experiencia especial, apabullante, que puede relativizar los problemas, evidentes, tanto en lo narrativo como en lo escenográfico. Conceptos de lo espectacular, o bigger than life, que en ocasiones resultan inspiradores y en otras rozan el despropósito artificioso. La celebración de lo folletinesco que acuna una gran historia o como mera excusa para dejar al pairo las costuras de un relato y rebajar su complejidad. Emociones genuínas arrastradas al límite o la fastidiosa conciencia de la trampa, el cartón-piedra (infográfico o no) que las sostiene. Todo eso se condensa en el largo y revuelto metraje de Les Misérables, la adaptación de la novela de Victor Hugo y el musical de Schönberg y Alain Boublil que firma Tom Hooper.
A diferencia del western, género sobre el que algunas obras cinematográficas o televisivas actuales demuestran que aún quedan cosas por decir y hacer una vez superado el letargo de la defunción oficial del género, el género musical no logra remontar el vuelo. Experimentos que algunos tildan de posmodernos, como Moulin Rouge (Id, Bazz Luhrman, 2001) o Nine (Id, Rob Marshall, 2011), son en realidad otra cosa. En muchos casos, como el de Chicago (Id, Rob Marshall, 2002) o el filme que nos ocupa, se aprecia que la industria de Hollywood se esfuerza en insuflarle nueva vida al género, invirtiendo dinero y promoción de la clase laudatoria (esto es entregar nominaciones y premios durante los primeros meses del año), algo del todo lógico en el contexto de la crisis asumida por el propio establishment sobre qué nuevos formatos visuales pueden liderar la maquinaria comercial de una industria en realidad cada vez más interdependiente en su propia diversificación. Incluso las honrosas excepciones de la estupenda Sweeney Todd (Id, Tim Burton, 2008) y la interesante pero muy vilipendiada El fantasma de la ópera (The Phantom of the Opera, Joel Schumacher, 2004) nos advierten claramente que lo que hoy queda del musical es más bien la trasposición a lo fílmico de las exitosas fórmulas del teatro musical, que aún conserva sus paraísos en el Broadway neoyorquino y el West End londinense; de esa no inagotable pero sí bien surtida batería de clásicos del music theatre es de donde los responsables del filme que nos ocupa han sacado el material que, por haber demostrado durante más de un cuarto de siglo poseer la fórmula del éxito constante y consonante, pretenden convertir en experiencia-filón cinematográfico. Pero sin duda algo falla en ese trasvase, y no sé hasta qué punto tiene que ver con las decisiones de los profesionales cinematográficos implicados (el realizador y los productores a la cabeza) o más bien se trata de una constante que evidencia que uno y otro lenguajes, y el modo en que es aprehendido por el público, es distinta. De ahí comprender los problemas no resueltos por el musical, el género cinematográfico.
Tras las esmeradas opciones escenográficas que puso en solfa en la oscarizada El discurso del Rey (The King’s Speech, 2010) y, especialmente, en la magistral miniserie de la HBO John Adams (Id, 2008), parecía que Tom Hooper podía ser un metteur en scène apropiado para imaginar y materializar los escenarios parisinos de la primera mitad del siglo XIX en la ebullición anímica del relato de partida. ¿Es, pues, una sorpresa comprobar que el trabajo que certifica Hooper en Los Miserables está mucho menos logrado que el que rubricó en los dos citados trabajos precedentes? Sólo hasta cierto punto; de hecho es la constatación de que el género musical precisa de unos recursos narrativos y formales muy precisos y difíciles de intercambiar con los de, en este caso, el drama convencional. Tras estudiar sus opciones, Hooper confió en que la inercia narrativa se podía sostener en las piezas musicales que se van sucediendo (y repitiendo con variaciones de letra o arreglos) y decidió apuntalar lo visual en la interpretación de los actores de esas canciones, decisión que, en su resolución específica, relegaba a lo excepcional el trabajo coreográfico y asumía como figura de estilo un formulario compositivo basado principalmente en planos cortos de los actores cantantes. Ello encuentra mucho sentido en alguna secuencia, como aquélla interpretada de forma vibrante por Anne Hathaway, pero llega a hacerse cansino en la reiteración de idéntica composición mediante travellings frontales en muchos pasajes interpretados por Hugh Jackman o Russell Crowe.
Dejando de lado las canciones e interpretaciones de las mismas, el resto era contexto y pasajes transitivos, que se podían glosar con formidables panorámicas o movimientos de cámara improbables que mostraran de forma fastuosa el encourage de época, contando con un diseño de producción que le debe mucho al CGI (imágenes generadas por ordenador); al respecto, quizá le debe demasiado al CGI, o quizá ese CGI no termina de estar logrado, o tal vez la cierta sensación de fuga irreal de esos escenarios digitales es deliberada, pero, en cualquier caso, para quien esto suscribe resulta una fórmula claramente poco idónea para el relato, pues le resta temperatura dramática. Pero, más allá de ese hándicap localizado (y que no desmerece algunos escenarios espléndidos o pletóricos de expresividad, como el astillero que aparece en el mismo arranque del filme), el problema principal radica en que un filme musical no puede fundar su eficacia en la mera concatenación de situaciones y canciones: importa la métrica y la lógica expositiva, cuyas descompensaciones y fluctuaciones aquí se hacen patentes a lo largo de todo el metraje e incluso se incrementan en el largo clímax y desenlace, lo que pone en serio peligro los enunciados dramáticos y el compromiso del público, que en el musical se basa en una frágil y virtuosa inercia de imagen, movimiento y música que acerca la suspensión de la incredulidad al mecanismo de identificación con el relato, por supuesto por lo instintivo/emotivo. A la luz de lo expuesto, Los Miserables nos evidencia de forma indudable que las melodías de Schönberg sintonizan con el público, certifica la calidad interpretativa de un puñado de buenos actores, lo uno y lo otro que se conjuga para atrapar la atención, y a veces concitar la emoción, del espectador. Pero, más allá de que no exista ni rastro o indicio de una apropiación fílmica determinada por parte de Hooper del noble sustrato argumental de partida (lo que es de lamentar, teniendo en cuenta que el discurso de Victor Hugo admitía muchas interesantes lecturas a aplicar a los tiempos que corren), a esta para mí, y a pesar de sus virtudes, fallida película le falta algo tan esencial como la armonía narrativa y visual, que de haber concurrido hubiera dado lugar a una adaptación, no por impersonal, menos válida ni indigna de ser ensalzado como lo que, a la postre, el filme de Hooper no termina de ser: un buen musical.
http://www.lesmiserablesfilm.com/splashpage/
http://www.imdb.es/title/tt1707386/
http://www.austinchronicle.com/calendar/film/2012-12-25/les-misrables/
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