The Strange One
Dirección: Jack Garfein
Guión: Calder Willingham, según su propia novela
Intérpretes: Ben Gazzara, George Peppard, Pat Hingle, Arthur Storch, James Olson
Música: Kenyon Hopkins
Fotografía: Burnett Guffey
EEUU. 1957. 98 minutos.
Garfein, Spiegel, Willingham
Hay muchos motivos por los que una película se convierte en invisible, motivos como parámetros que se van repitiendo. Así que, haciendo un juego de palabras fácil, no es nada extraño el caso de The Strange One. De ella podríamos decir que su desparpajo en el tratamiento de ciertos temas tabúes le labró enemigos con capacidad de maniobra suficiente en el establishment para ningunear sus hallazgos cinematográficos y escatimarle su posible trascendencia. Los hallazgos de la película y el talento de sus responsables, principalmente su realizador Jack Garfein. En estas líneas hablaremos un poco de la obra y de quienes la hicieron, y a través de ello(s) apuntaremos asimismo el análisis sobre esas probables causas por las que la película es poco o nada conocida incluso entre connaisseurs del cine norteamericano. Y algo más: como sucede con muchas otras películas olvidadas no son sólo sus valores artísticos intrínsecos los que la dotan de trascendencia: su invisibilidad también es trascendente desde el punto de vista de la radiografía cultural: rescatar del olvido una película no deja de ser, al fin y al cabo, reescribir la Historia. Así que reescribiremos humildemente la Historia incluyendo a The Strange One en ella.
Ya en su día, y el medio siglo largo que ha pasado no ha variado mucho las circunstancias, la película fue reseñada principalmente por las jóvenes promesas que poblaban el elenco interpretativo. Diversos actores procedentes del actor’s studio que carecían de experiencia –o la misma se limitaba a pequeños papeles en el cine y en la televisión– y que, por así decirlo, dieron el do de pecho en el filme de Garfein. Entre ellos podemos citar al pérfido protagonista de la función, a quien da vida con suma convicción Ben Gazzara, pero también resulta de relevancia la cita a otros nombres que cubren piezas secundarias pero importantes en el reparto, como los de George Peppard, Pat Hingle, Arthur Storch o James Olson. Sin embargo, y aun siendo una película de esas que llamamos “de actores”, el peso creativo está lejos de recaer sólo en ellos. Así que por una vez propongo obviar un tanto a quienes aparecen en la pantalla para centrarse en quienes se hallaban detrás de la cámara. Y son tres nombres los que merecen ser individualizados. El primero, el del guionista de la película, Calder Willingham; el segundo, el de su productor, Sam Spiegel; el tercero, el de su director, Jack Garfein.
Willingham fue un novelista, dramaturgo y después guionista de cine que inició su carrera literaria con una novela, End as a Man (1947), que causó controversia por la foribunda crítica que proponía de la cultura machista y represora institucionalizada en las academias militares. Tuvo incluso que enfrentarse a un juicio, una denuncia por parte de una de esas ligas de la decencia que tanto han proliferado siempre –y tanto ruido saben hacer– en los EEUU, la New York Society for the Suppression of Vice, que denunció por obscenidad la obra y pidió su retirada del mercado. Como también sucede a menudo, la causa es contraproducente, y la consecuencia de esa denuncia fue que la obra ganara popularidad y fuera prestigiada por la crítica progresista. No mucho después el propio Willingham adaptó la novela al formato de libreto teatral para el Actor’s Studio neoyorquino, y la obra fue un éxito en el off-Broadway, por el que dos de sus jóvenes intérpretes, James Dean y George Peppard, recibieron su primera cuota de celebridad. Fue entonces cuando Sam Spiegel se interesó por el material y encomendó al propio Willingham que lo convirtiera en guión cinematográfico, cosa que el escritor hizo modificando el título por el de The Strange One perorespetando sus aguerridas señas idiosincrásicas y el poco convencional armazón dramático. La película dirigida por Garfein abrió otras puertas artísticas a Willingham, quien el mismo año participaría, junto a Stanley Kubrick y otro escritor, Jim Thompson, en la elaboración del guión de Senderos de gloria (Paths of Glory, Kubrick, 1957) y que a partir de entonces iba a iniciar una no muy extensa pero sí prestigiosa carrera como guionista, firmando los libretos de obras como Los vikingos (The Vikings, Richard Fleischer, 1958), El rostro impenetrable (One-Eyed Jacks, Marlon Brando, 1961), junto a Buck Henry El graduado (The Graduate, Mike Nichols 1967) o Pequeño gran hombre (Little Big Man, Arthur Penn, 1970), amén de participar de forma no acreditada en los libretos de, nada menos, El puente sobre el río Kwai (The Bridge on the River Kwai, David Lean, 1957) y Espartaco (Spartacus, Stanley Kubrick, 1960), la primera de las cuales por mediación o conexión del productor Sam Spiegel.
Al citado productor independiente sí se le recuerda aún, o más bien se recuerdan muchas de sus obras. Spiegel, hombre de existencia y carrera itinerante, alcanzó la gloria con el Oscar a la Mejor Película para su producción La ley del silencio (On the Waterfront, 1954) –a cuyo realizador, Elia Kazan, produciría asimismo su última película, El último magnate (The Last Tycoon, 1976)–, pero se le recuerda igualmente por sus felices asociaciones en los epics de David Lean El puente sobre el río Kwai y Lawrence de Arabia (1962), así como por otras películas de características bien distintas, y de un modo u otro hijas de su tiempo, como De repente, el último verano (Suddenly, Last Summer, Joseph Leo Mankiewicz, 1959) o La jauría humana (The Chase, Arthur Penn, 1966). Y en esta categoría también debemos incluir The Strange One, obra en la que Spiegel hizo buenas sus sintonías ideológicas con la progresía cultural neoyorquina y proyectó la primera película realizada íntegramente por actores y staff técnico del Actor’s Studio. Dato éste que sirve para explicar la idiosincrasia concreta de la producción, sus pocos escenarios trabajados desde el minimalismo, o el poso teatral que indudablemente la película atesora, pero desde otros parámetros también nos habla de su vocación lindante en lo underground, que prefigura, desde el seno industrial –Spiegel firmó la producción para la Columbia Pictures–, una escena creativa cinematográfica, la neoyorquina, que la década siguiente iba a reclamar su apoderamiento, independencia y bandera de modernidad en oposición al declive cada vez más evidente que sufría Hollywood.
Llegamos a Jack Garfein, cineasta de origen checoslovaco que durante su infancia sobrevivió a Auschwitz y que llegó a Estados Unidos una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, a la edad de quince años. De Garfein podríamos decir que fue un hombre de teatro, y por razones diversas –algunas, es de presumir, ajenas a su voluntad–sólo puso un pie en el cine. Había debutado en Broadway en 1953 y poco después se unió al Actor’s Studio, llegando a contraer matrimonio con una de sus estudiantes, Carroll Baker. Ese dato encaja con el hecho de que, tras algunas rúbircas televisivas, hiciera su debut tras la cámara con esta The Strange One, y también que su segunda y última película, el turbio drama Something Wild (1961), fuera protagonizada por Baker. Tras este poco menos que fugaz paso por el cine, en 1966 regresó a sus antiguos fueros, los del teatro, co-responsabilizándose –junto a nombres como los de Lonny Chapman, Lou Antonio, Clyde Ventura, Mark Rydell o Martin Landau– del West Actor’s Studio, la implantación en Los Angeles de la asociación; tras cuarenta años como instructor, fue y sigue siendo considerado uno de los más prestigiosos maestros del método Stanislavski.
Con semejantes credenciales, que afilian a Garfein a las enseñas espirituales (y veremos que visuales) tanto de creadores como Elia Kazan o Nicholas Ray como a elementos distintivos de diversos cineastas de la llamada generación de la televisión, uno está muy tentado a afirmar que en su labor tras las cámaras para The Strange One Garfein priorizó la labor con los actores, algo de hecho connatural, como se ha apuntado, a la naturaleza específica del proyecto. Puede y debe verse así, pues la película se edifica radicalmente a través de una concatenación de secuencias marcadas por las cortas distancias entre los intérpretes y una labor, de diálogos y silencios, que va condensando un caldo psicológico absorbente. Sin embargo, Garfein demostró no sólo entusiasmo, sino también rigor y pericia como storyteller cinematográfico, y bien respaldado por la labor de contrastes y sombras del operador lumínico Burnett Guffey y por la partitura jazzie de Kenyon Hopkins, entregó un ejercicio visual en el que las densas constataciones psicológicas en solfa iban a la par de la temperatura de las imágenes, elevando una atmósfera empañada por lo problemático, lo opaco, lo inquieto, lo mórbido, ingredientes todos ellos enraizados a la perfección en las diversos comentarios/denuncias/ideologías que la película propone o enarbola.
En una época en la que, aunque algunos relatos sobre lo castrense incorporaban combativos análisis psicologistas –sin ir más lejos es del mismo año 1957 Amarga victoria (Bitter victory, Nicholas Ray)–, las historias que discurrían en escuelas militares no habían elucubrado sus propios clichés, The Strange One supuso un auténtico golpe sobre la mesa, por su valiente focalización en la radiografía de las prácticas deshumanizadas que tienen lugar en un entorno, el militar, en el que las reglas son tan rigurosas como estáticas y asimétricas. Aunque la trama refiera los excesos de un personaje poco menos que sádico, el cadete sargento Jocko DeParis (Gazzara), esa historia sirve para hilvanar feroces comentarios sobre temas puestos en ese contexto: el supuesto “código de honor” no deja de ser un pacto de silencio que DeParis maneja a su conveniencia como la omertà, del mismo modo que las prácticas que tienen lugar en la intimidad de esa academia militar se asemejan demasiado peligrosamente a los excesos que pueden tener lugar en el interior de un centro penitenciario. El relato supone una acerada crónica del inside out de esa existencia cuartelaria, elocuentemente presentada en el mismo arranque del filme, en el que un plano general nos muestra la fachada del cuartel mientras se escucha el toque de corneta que marca el retiro nocturno de la actividad y acto seguido vemos a un celador comprobando que cada cadete se halla en su cubículo, práctica formularia tras la que arranca esa existencia subterránea, que se halla más allá del reglamento, que tiene lugar cuando De Paris y su acompañante Koble (Hingle) emergen literalmente de las sombras y se dirigen a la habitación de dos novatos para llevar a cabo los inquinos planes del primero, resueltos en una larguísima y brillante secuencia que sirve tanto para presentar con sumo detalle el conflicto y los matices de cada personaje cuanto para instalar el clima desasosegante que los cadetes aceptarán como inevitable rutina hasta el cambio de tornas final.
El escrutinio íntimo de semejante microcosmos humano sirve a Willingham y Garfein para trabajar un clima de hostilidad, sumisión, depredación y manipulación en el que no son los temas tratados –por ejemplo el clima de homosexualidad latente, o en algún personaje patente– los que resultan subversivos, antes bien los comentarios, bien deprimentes, que subyacen de semejantes temas. En ese sentido, y aunque uno tienda a pensar que aquel contenido era demasiado “fuerte” para su época, el comentario apropiado trasciende las épocas, y las espinosas constancias de The Strange One incomodan per se, por abordar asuntos incómodos que en última instancia se refieren a las relaciones humanas y por tanto son universales. Al respecto, basta aproximarse al modo en que se aborda un asunto semejante en el filme de Hollywood rodado treinta y tantos años después, Algunos hombres buenos (A Few Good Men, Rob Reiner, 1993), para adverar, al contraste, que la sustancia tóxica impresa en el filme de Garfein no era sólo incómoda por razones de contexto socio-cultural concreto.
De la impecable manufactura de The Strange One hay poco que reprochar. Y de su guión, trufado de un mosaico de situaciones planteadas con inteligencia y diálogos resueltos con genio, poco más. Quizá cause extrañeza la solución narrativa escogida por Willingham, y ese final que, interpretado literalmente, se nos aparece como abierto y algo abrupto. Empero, y teniendo en cuenta todos los antecedentes y perfiles de los responsables del filme, se hace patente las ansias de edificar un final desde el poso abstracto y alegórico, premisa que de ser aceptada convierte ese desenlace en idóneo para contextualizar la obra en esa suerte de caldo de cultivo intelectual que, a finales de los fifties, empezaban a concretar una, por utilizar la expresión de la novela de Richard Yates, “via revolucionaria” contra las constantes adormecidas del tan cacareado american way of life de la presuntamente dichosa posguerra mundial.