THE LAST PICTURE SHOW

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The Last Picture Show

Director: Peter Bogdanovich.

Guión: Peter Bogdanovich y Larry McMurtry, según la novela del segundo.

Intérpretes: Jeff Bridges, Ben Johnson, Cloris Leachman, Timothy Bottoms, Cybill Shepherd, Ellen Burstyn, Randy Quaid, Sharon Taggart, John Hillerman

Musica: Phil Harris, Johnny Standley, Hank Thompson

Fotografía: Robert Surtees

EEUU. 1971. 129 minutos.

 

Nostalgia, al fin y al cabo

 Escrita en 1955 por Larry McMurtry, y probablemente –por el tono y la naturalidad descriptiva es difícil imaginar que no sea así– incorporando muchos elementos autobiográficos, The Last Picture Show es una novela brillante, harto sugestiva, de una potencia impar en la radiografía psicológica que se conjuga con una partitura lírica que emerge de la sencillez y la más aparente minucia narrativa. En ella se relata un curso –de invierno a invierno- en una pequeña localidad texana dejada de la mano de Dios, Thalia, relato en realidad cosmogónico sobre el funcionamiento social y cultural (ambas cosas enquistadas en los vicios fruto del fatídico cóctel entre la rigurosidad del acato a las tradiciones/dogmas religiosos y la ignorancia) focalizado a partir del seguimiento de la vida de principalmente tres jóvenes del lugar, Sonny, su íntimo amigo Duane y la niña bien de la que los dos están enamorados, Jacy. De desarrollo episódico en el que se balancean magníficamente los periplos sentimentales y vitales de todos los personajes –a los tres citados debe sumársele, por su peso narrativo, el de un hombre, Sam el León, regente de diversos locales de recreo en la zona, y tres mujeres, Genevieve, que sirve de camarera de noche en uno de esos locales; Lois, la madre de Jacy; y Ruth, mujer del entrenador del equipo del instituto con quien Sonny mantiene un idilio–, The Last Picture Show es una novela honesta, muy sincera, absorbente que penetra con absoluta lucidez en el sino de unos personajes todos ellos perdidos y que, a través principalmente del relato de sus avatares sentimentales y sexuales, perfila una mirada más universal, de temperatura sociológica, que arroja un balance francamente desolador, desolación que punza aún más al lector pues es fruto de constataciones muy francas y realistas.

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Peter Bogdanovich logró, en 1971, salir de la cantera de Roger Corman –para quien, amén de colaboraciones en diversos aspectos técnicos, había firmado un par de películas, el hoy título de culto Targets (1968) y Voyage to the Planet of Prehistoric Women (1968)— merced de la realización de este primer proyecto realmente personal de su carrera, al que, está bien anotarlo, accedió merced de un consejo de quien entonces era su esposa y mano derecha, Polly Platt, quien, según muchas fuentes, también participó en la elaboración del guión y, oh ironía de las ironías, fue abandonada por Bogdanovich cuando, en el curso del rodaje del filme se enamoró perdidamente de Cybill Shepherd, la actriz que en la película encarna a la neurótica joven rubita que no sabe qué hacer con su vida y para paliarlo se dedica a enamorar a todo el que se le pone a tiro.

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Detalles rosas aparte, Bogdanovich, que por entonces contaba con 31 años, logró una de sus mejores –sino su mejor- película con esta The Last Picture Show, efectuando un ejemplar trabajo de preparación y planificación del relato, ello concretado en una serie de decisiones que después se tradujeron en imágenes poderosas y de indudable capacidad para la evocación lírica, algo que logra de otra manera (esto es cine) pero no muy alejada del modo en que lo hace la novela. Si McMurtry en aquella novela había sabido pulir a la perfección el relato para narrar con el preciso detalle los acontecimientos que, a menudo bajo apariencia banal, resultaban claves para la introspección psicológica, otro tanto puede predicarse del guión de la película, que –no es de extrañar- escrito por el propio McMurtry junto a Bogdanovich, efectúa un trabajo de pulido sobre pulido, limando los elementos que resultaban accesorios a las intenciones atmosféricas del cineasta –ello consistente básicamente en eliminar los viajes y salidas del pueblo de los protagonistas, en ocasiones con inspiradas elipsis, como aquélla que nos muestra la salida nocturna de Thalia de Sonny (Timothy Bottoms) y Duane (Jeff Bridges) para, tras un corte, mostrarles de regreso a la luz de la primera mañana, con el rostro descompuesto por el cansancio y un gorro mejicano sobre la cabeza de Duane, detalle que basta para confirmar que nos hallamos en un regreso–; esa decisión no hace otra cosa que enfatizar, agravar en cierto sentido, la sensación alienante que planea sobre los personajes de hallarse encerrados en una existencia en un pueblo que es una suerte de bucle existencial; en la secuencia de la ida-regreso de México que acabamos de mencionar, atiéndase al detalle de cómo esa elipsis sirve para enfatizar la desaparición del personaje de Sam (extraordinario Ben Johnson): un primer plano del rostro del personaje había marcado la salida del pueblo de los chicos, y cuando al regresar conocemos la noticia de su fallecimiento aquel plano reciente cobra un sentido solemne y trágico. Ello es un ejemplo de la clarividencia en la sincreción del guión, y al mismo tiempo de su instrumentalización visual –el sentido de aquel plano–, la sapiencia narrativa indudable de Bogdanovich.

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En esa labor de guión Mc Murtry y Bogdanovich rebajan un poco, sin en absoluto desnaturalizarlos, los aspectos más relacionados con la sexualidad –en los que la novela se recrea más, ya se ha dicho, para a través de ellos alcanzar constataciones del desnorte emocional y vital de los personajes–, de manera que el relato termina funcionando más bien como una coming-of-age movie barnizada, merced del trabajo escenográfico y la coda lánguida de esas proposiciones visuales (el magníficamente esculpido blanco y negro que rubrica Robert Surtees; el recurso a grandes planos horizontales a compaginar con la sobria, a veces elegante, edificación de las secuencias de careo entre personajes; la renuncia a la música extradiegética y, en cambio, constante utilización de piezas musicales de country añejo que los espectadores escuchan a la par de los personajes, sonando en una radio en el coche o en el bar) por una mirada que algo tiene de elegíaco, de sentido de pérdida, no nostálgico en el sentido de la añoranza por un tiempo y lugares perdidos sino por el hecho, más denso, de que el tiempo lo devora todo sin que los personajes, peones de una absurda existencia, puedan hacer nada para remediar la repetición de los mismos errores que sus mayores. Citando una vieja canción de Joaquín Sabina, “no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió”. McMurtry lo escribió, Bogdanovich lo filmó. Ambos de forma excepcional.