MY BLUEBERRY NIGHTS

 

 

My Blueberry Nights

Director: Wong-Kar Wai.

Guión: Wong-Kar Wai y Lawrence BLock

Intérpretes: Norah Jones, Jude Law, Rachel Weisz, David Strathain, Natalie Portman, Katya Blumenberg.

Música: Ry Cooder.

Fotografía: Darius Khondji

EEUU. 2007. 102 minutos.

 

        La primera película americana de Wong-Kar Wai

 

        A pesar de que Wong-Kar Wai es uno de los cineastas de culto con mayor público, o dicho de forma parecida, uno de los cineastas minoritarios más mayoritarios (desde el estreno y ulterior boca-oreja del díptico formado por In the Mood for Love y 2046, diría que películas intocables por crítico alguno en su sano juicio), My Blueberry Nights ha tardado más de un año en encontrar un hueco en la cartelera española. Quizá aprovechando el filón navideño, las cosas parecen haberle ido bastante bien en nuestro box-office, de lo cual me alegro.  Como es bien sabido, la película supone el aterrizaje del realizador hongkonés en la tierra de las barras y las estrellas, definición que abraza más conceptos que el geográfico o anecdótico, no porque suponga, como a menudo se teme, una supuesta capitulación del realizador, sino por otros motivos que pasaré a desgranar. La película supone un eslabón coherente del realizador con su filmografía previa, aunque a mí me da la sensación de que My Blueberry Nights es más un apunte que otra cosa. Me explico. El relato parte de una premisa tan sencilla como su ulterior desarrollo y como su resolución; es una historia de todo punto previsible, pero es que el encanto de Wong-Kar Wai jamás radicó en la sofisticación en la creación de historias, sino de atmósferas, y en la plasmación de los hilos invisibles que encauzan el sino emocional de sus personajes. Y en ese sentido, My Blueberry Nights sigue la senda marcada por sus ilustres antecesoras, si bien el margen de experimentación es muy inferior al que le glorificó como cineasta, resulta más bien tímido, e incluso afectado en algunos momentos, por mucho que en otros deje patente el innegable talento y la marcada idiosincrasia del director. Aunque la historia del Cine contiene no pocas machadas cinematográficas que rebaten mi argumento, pienso que no resulta fácil para un realizador –y para un tipo de cine como el que promueve Wai- cambiar de escenario geográfico y de equipo técnico de un modo tan radical, predicado más rotundo cuando ese cambio le lleva de una cinematografía de la que es auténtico gurú a los mares del reino de la industria cinematográfica, y además incorporando a un plantel de intérpretes consagrados (e incluso rizando el rizo del reto al intentar –creo que con buena nota- consagrar como actriz a una estrella de la canción, la protagonista de la película, Norah Jones –de hecho, el realizador explicaba en algunas entrevistas que fue él quien exigió a la cantante, pues adoraba su voz y, tras conocerla personalmente, decidió que su rostro tenía mucho potencial expresivo-).

 

       

 

Descubrimiento y redención

 

        La película nos narra una historia de redención a diversos niveles, canalizado a partir de la distancia sentimental entre/a recorrer por los personajes que encarnan la Jones y Jude Law, Lizzie y Jeremy, dos personajes con heridas abiertas que encuentran una oportunidad de cerrarlas mediante su improvisada reunión –enmarcada en la dulzona metáfora que da título a la cinta y planos leit-motivs a los clímax de la película, los del helado de vainilla derritiéndose sobre la tarta de arándanos-, y que finalmente lo consiguen tras pasar el peaje de la distancia y el tiempo. La película empieza y termina en el modesto bar que regenta Jeremy en Queens, Nueva York, pero los personajes permanecen separados durante el grueso central del filme, porque Lizzie se marcha de la ciudad; y aunque el relato no pierde de vista a Jeremy y su espera (y el cierre de su antigua herida, resuelta en una sola y magnífica secuencia), el grueso de los esfuerzos narrativos se concentran en el viaje emprendido por la chica (que precisamente decide ganarse la vida como camarera, franca y deliberada oposición a su caracterización como cliente privilegiada en el bar de Jeremy), y ese dato tan cabal nos da la medida del sentido del todo que el realizador compone en imágenes: Lizzie es el alter ego del realizador, quien nos lleva consigo en su viaje de descubrimiento por un lugar por el que se siente fascinado, la vasta geografía americana, con diversas paradas de las que el filme escoge dos en concreto, que sirven en parte para identificar a los personajes que habitan en ellos y a la vez como marcas de idiosincrasia puramente americanas que marcan la fascinación que siente el autor por aquella tierra. Por un lado, el viejo sur, Tenessee, cuna de la música negra a la que el autor concede tanta trascendencia como vehículo de lo sentimental en sus narraciones; por otro, Las Vegas, el colmo del sistema, el espectáculo interminable del neón y el poso más abrumante de la soledad, la condición enajenante del dinero y la opulencia.

 

       

 

Retrato fascinado

 

        Ahí llegamos al meollo de la cuestión. Fascinación. La misma que sentía Wenders y que, tras el viaje iniciático de Alicia en las ciudades, se hizo poesía sublime en París, Texas (para acabar de cuadrar la ecuación, anoten que Ry Cooder participa en la confección de la banda sonora de My Blueberry Nights). Como Lizzie tras la barra de un bar, el realizador lo escruta todo con una curiosidad mezclada con un ápice de timidez. Mira, escucha y más bien calla ante los conflictos que los personajes con los que se cruza deben resolver (y del modo tan diverso en que lo hacen), consciente de que la información que recibe –que percibe– le resultará valiosa para el autoconocimiento y la proyección de los actos propios futuros. La composición del plano, ciertos encuadres al ralentí, la elaborada tarea fotográfica, los continuos insertos del montaje, el complejo entramado lírico que tanto aspaventa la crítica del realizador hongkonés erigen en esta película un retrato fascinado de un lugar, una luz y una temperatura emocional que no son las propias, pero en las que se pretende ingresar: las idas y venidas vertiginosas del metro sobre las calles de Queens, las fachadas de los edificios, el haz de luz borroso que vemos de la calle desde el interior oscuro del bar nocturno de Memphis, el prototípico diner en el que la joven trabaja durante el día, el montaje vertiginoso de los rótulos de hoteles y casino en Nevada, el desierto a ambos lados de la carretera en el momento en el que Lizzie se separa del personaje encarnado por Natalie Portman, secuencia climática por cuanto, al adquirir Lizzie su modesto Chevy (cosa que hace sin regatear, porque no lo lleva en las venas como su amiga americana), se hermana esa adquisición, el coche propio que le llevará a donde ella decida, con la victoria sentimental de Lizzie, la aniquilación de los propios fantasmas. No podía ser más categórica la definición de la película como road-movie vocacional (que no real).

 

       

Dos besos

 

         A la vista de semejante bagaje, los escuetos planos que dirimen la historia de amor (y en las que, como sucede en los mejores pasajes de la filmografía del autor, no se trata de lo que se ve –el beso que limpia los restos de vainilla de los labios de Liz- sino de la conjunción de elementos previamente hechos visibles y que alcanzan una cierta conjunción virtuosa: la soledad en el bar en esa noche cerrada, las lágrimas que antecedieron al sueño, el careo delimitado por la separación de la barra, el cuenco en el que se guardaban las llaves que no tenían amo…) no deben verse tanto como un ejercicio de autocomplacencia o de reinvindicación de una escuela propia (puesto que, en realidad, carecen de toda sofisticación) como una consecuencia, la última, de la vacilación y modestia que da carta de naturaleza al tono de esta, al fin y al cabo tan hermosa, película.

http://www.imdb.com/title/tt0765120/

http://www.myblueberrynights.es/

Todas las imágenes pertenecen a sus autores.

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