El juguete mágico
Aunque me temo que las nuevas generaciones no retrocedieron más allá de Grease a la búsqueda de clásicos musicales cinematográficos, la notoriedad que West Side Story tuvo y retuvo en su día es indudable. Quizá por eso, la crítica de nuestro país la contempló a menudo con cierto desdén, relativizando los méritos de la partitura (& lyrics) de Leonard Bernstein (& Stephen Sondheim), decisiva en la celebridad de la obra, y aún más la valía cinematográfica de la labor tras las cámaras de Robert Wise y Jerome Robbins (quien venía de ocuparse de la coreografía en Broadway). No sé qué sucede en otros países, pero aquí el éxito genera a menudo un perjuicio en la mirada del crítico, y existe la tendencia a menoscabar los méritos de lo exitoso, quizá para, con ello, afirmar cierta superioridad intelectual (por poner un ejemplo, un escritor de lo cinematográfico tan brillante como José María Latorre afirmó de ella, en el volumen de La Vanguardia “100 películas míticas”, que el filme “más que el poderoso drama que se ha querido ver, es un desconcertante discurso sobre la necesidad del matrimonio como sedante para jóvenes nerviosos”(¡!)). Digo todo esto para hablar de Spielberg. El cineasta afirma que, antes de ver la película, lo que le cautivó de niño fue la banda sonora, que tenía en su casa y que escuchaba en bucle, pero, en cualquier caso, la película de Wise y Robbins comparten con Spielberg, éste como personificación misma del éxito en los años ochenta, el ser objeto del citado perjuicio crítico (aquí no hace falta poner ejemplos: incluso a las alturas de Salvar al soldado Ryan, se le seguía acusando de “tener la culpa de todo”). De este modo se ha consumado el encuentro entre el cineasta y West Side Story, a priori tan desconcertante (¿Spielberg dirigiendo un musical?) pero a fortiori, a poco de pensarlo, tan lógico.
Lo anterior se afirma sin necesidad de haber visto la película, pues se refiere a sus presupuestos, no a sus resultados. Pero nos sirve también para entrar en materia, revelando la ironía que encierran el éxito + el paso del tiempo: su prestigio en la industria le permite materializar los proyectos que le interesan, pero el Rey Midas de Hollywood ya hace mucho tiempo que dejó de serlo; las fórmulas que le hicieron célebre han transmutado mucho con el paso de las décadas, de modo que Spielberg, sin variar en exceso su expresividad fílmica, se ha ido alejando de esos parámetros mutatis mutandi; llegó a firmar una obra, Ready Player One, donde proponía (apasionantes) reflexiones sobre esas derivas del cine (de masas) en la era tecnológica. Sin embargo, West Side Story encaja en otra parcela del imaginario spielbergiano, la misma que comparece en War Horse, Lincoln o El puente de los espías: Spielberg como último abanderado y celoso guardián de las formas clásicas del cine estadounidense, de sus nociones épicas y, muy y muy especialmente, de su carta de naturaleza romántica. Y esto último es lo que nos lleva de cabeza a West Side Story, acaso la mejor de todas ellas por la pasión que Spielberg le insufla a cada secuencia, a cada plano, a cada detalle, a segundo de metraje. A estas alturas, parece obvio hablar del sentimentalismo del cineasta (algo que también genera prejuicios, que el crítico expresa cambiando esa palabra por «sensiblería» o «exceso de melaza»), pero es que aquí lo sentimental es la vía de expresión, caja de resonancia, de la exacerbación romántica: Spielberg tiene ante sí un material largamente anhelado, y se entrega al mismo con todo lo que tiene, con todo el rigor y brillantez que le caracteriza, pero con el ingrediente añadido de imaginar algo así como un legado sabiendo que la mirada romántica es La (mayúscula, sí) característica idiosincrásica del cine de Hollywood, el ingrediente definitorio, más allá de tendencias e ideologías, de la mirada que esa industria cinematográfica ha propuesto siempre. De tal modo, cuando el filme arranca replicando los picados sobre la Gran Manzana del filme de 1961 con imágenes de runa y demolición, de manzanas enteras en derribo (en el lugar donde, es históricamente riguroso, se planificaba urbanizar la zona que ahora es Lincoln Center), uno se atreve a pensar que Spielberg propone una formidable metáfora de su lugar en el, ya tanto tiempo ha, extinto cine clásico americano. Incluso hay dos vertiginosas imágenes de las enormes wrecking ball de las grúas que derriban edificios. De esa nada, de ese cine que ya no existe, y como fantasmagorías que exhuma el suelo, emergen las figuras de los Jets, que viajan hacia la luz, el bullicio (las calles aquí llenas de gente), ¡hacia el baile y la música!, en una resurrección materializada en la dinámica y llena de algarabía secuencia inicial, secuencia ya suficiente para certificar la excelencia cinematográfica de la obra.
Al final del filme, la cámara regresará a ese espacio urbano en proceso de destrucción para recapitular su metáfora, e incluso se entretendrá en el plano que se aleja en el cierre mostrando esas figuras-fantasmagorías regresar a la nada, desaparecer. Sin embargo, la metáfora nos está diciendo que vamos a ver renacer algo que ya no es, y a esa suerte de alquimia se entrega Spielberg de principio a fin, incorporando infinidad de matices en la apuesta estética, llevando la historia, el archiconocido relato de estos Romeo y Julieta del ghetto, a su terreno. Y su terreno, que emerge de la puridad de la ciencia escenográfica, alcanza el mundo de las ideas: la cabal diferencia de la versión Spielberg respecto de la obra original no tiene tanto que ver con traslaciones concretas de piezas musicales u ornamentos argumentales cuanto a la disposición anímica respecto al material que se pone en imágenes: el filme de Wise/Robbins fiaba su inercia a la constante tensión en todos sus significantes (empezando por la música) y significados narrativos; aquí esa tensión es solo parte de algo más grande, y la disección en imágenes del material y música originales busca más bien motivos de trascendencia que se van agotando en cada set-piece, pero acumulando en una experiencia armónica, que nos habla… sí, del romanticismo del cine americano sélon Spielberg. Si el filme de 1961 suturaba lo clásico desde apuestas modernas, éste se entrega a un clasicismo que, a la vez, incorpora un incesante comentario sobre lo clásico aprovechando la ventaja de tener al espectador avisado (perfecto conocedor de la historia y de las canciones) desde el principio.
En la bonita dialéctica argumental que el filme establece con el filme de 1961, se adentra en los matices en el retrato de los personajes, aspecto en el que las sutilezas de la labor del guionista Tony Kushner resultan valiosas: por poner un ejemplo: el papel que juega lápiz de labios en la secuencia en la que conocemos a Maria (Rachel Ziegler) y Anita (Ariana De Bose), cuando Bernardo (David Alvarez) llega a casa: Maria se pinta los labios, pero se los limpia por temor a que su hermano se lo recrimine; pero se lleva el lápiz de labios y vuelve a pintárselos al llegar al baile, rebeldía anecdótica con el statu quo que anticipa la que está por llegar. En la presentación del otro protagonista, Tony (Ansel Elgort), sus tensiones se edifican en el tránsito entre compañías: de su amigo Riff (Mike Faist) a su protectora Valentina, personaje que en el filme original era masculino y que aquí gana importancia y aclara intenciones: nada menos que Rita Moreno, la Anita del filme de 1961, encarna a esa mujer, que en el filme es mucho más que un mero testigo inerme de los trágicos acontecimientos: Valentina, casi un supra-personaje, personifica el mestizaje y el alma herida por el odio de las comunidades enfrentadas. De ahí el hálito de trascendencia (no reñida con el apunte/omaggio metanarrativo) de su inesperada, muy coherente con los planteamientos de la película, interpretación, voz y poca instrumentación, del «Somewhere». El diálogo inicial entre Tony y Valentina inciden en la cuestión del racismo (ya anticipada en el atentado con pintura a la bandera de Puerto Rico en la secuencia inicial); pero West Side Story no quiere limitarse a ese aspecto coyuntural, y Valentina, con su sabiduría, su nostalgia y sus dolientes constataciones nos arrastran a un lugar común spielbergiano: el subtexto religioso. Si está ahí, en la propia historia, Spielberg lo subraya: Maria rezando en su pequeño relicario; el modo ritual, bíblico, en la llevanza del cadáver en el cierre. Y, si no lo está, lo propone ex novo: la secuencia del filme original que bromeaba con la celebración del matrimonio en la trastienda deviene aquí una escena en la que los dos amantes viajan al Bronx (salen de su pedazo de ciudad-laberinto) y se aman en el marco inimaginable de los Cloisters, el monasterio románico que Rockefeller mandó llevar a Nueva York piedra a piedra, motivo religioso y fuga literal a otro mundo (¿el genuino del amor de Romeo y Julieta?), que es mucho más que un mero escenario: de la ironía amable pasamos a la solemnidad y la elevación casi religiosa en esos primeros planos y la luz del DP Janusz Kaminski sobre y entre los rostros de María y de Tony.
Sin perjuicio de lo anterior, la experiencia visual inolvidable de esta West Side Story, y lo que la convierte en una de las grandes películas de su director, se halla en las secuencias musicales, todas y cada una de ellas, planificada con el mismo mimo pero intenciones distintas, y todas ellas ejecutadas con mano maestra. Por hacer un somero repaso: el movimiento y posición de la cámara en la prodigiosa set-piece del baile en el instituto, sense of wonder, precisión descriptiva y puntería en cada foco dramático reunidos en una secuencia de gran complejidad. De ese charco que Tony pisa en la culminación de «María», que Spielberg recoge en un encuadre picado de formidable belleza plástica que resume en una imagen el enamoramiento a los juegos con las escaleras, rejas y obstáculos con las que lidian los amantes en la secuencia del balcón («Tonight»), momento culminante equiparable al vuelo de la bicicleta impreso en la redondez clara de la luna en E.T., el extraterrestre (1982). El desarmante juego con el montaje en «America», escena que empieza con Anita tendiendo ropa, transita por las calles, se cuela en un gimnasio, y termina en un gran cuadro panorámico en un cruce, todos llamados a participar, incluso los niños, que son como nosotros en los cálculos de Spielberg, para terminar en un beso en primerísimo plano. El escenario como literalización de lo traicionero, de las arenas movedizas en las que se hallan los Jets en «Cool», los personajes danzando virulentos sobre un suelo lleno de agujeros mientras Tony y Riff porfían por la pistola, para terminar aquí con una lágrima, fatídica, en el rostro de Tony. El mobiliario que rueda y los papeles que vuelan en la desternillante «Gee, Officer Krupke», que por momentos diríase una escenificación hiperbólica de la lógica sardónica de una peli de Billy Wilder e I.A.L. Diamond. El espejo multiplicador de lo extático en «I feel pretty», puro contraste con el espejo (o reflejo) acusador al principio de la sentida «A Boy Like That/I Have a Love», planificada como un crisol de emociones reunidas en el careo entre Maria y Anita, sus cuerpos, su rostro, su voz llamados a encontrar la ternura donde parecía no haberla…
El festín visual, pura cinemática, que propone West Side Story a través de la relectura de sus canciones y coreografías es colosal, agotador y adictivo. Pero terminaré citando un pasaje musical sin voz ni baile: el Scherzo en el despertar de Maria tras conocer a Tony. Escuchándolo mientras contempla la escena, uno diría que es John Williams hoy (y no Leonard Bernstein ayer) quien ha compuesto la música, y es por la manera de filmar de Spielberg, la musicalidad como temperatura de las imágenes, el dinamismo improbable pero cierto entre las cuatro paredes de una exigua habitación… Sin duda que Spielberg le debe mucho a John Williams, pero esa escena, ese pequeño ejemplo, revela que el Cine le debe muchísimo más a Steven Spielberg, aquí un septuagenario que, al final, le dedica su película «a papá», retándonos a entender que es, ha sido y será siempre un genio del cine con el corazón de un niño, al que le apasiona jugar -y jugar tal vez es soñar- con ese juguete mágico hecho de imágenes en movimiento.