LA ZONA DE INTERÉS

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El Bien y el Mal. Ayer y Hoy

Viendo la excelente película de Jonathan Glazer, los tan traídos y llevados conceptos sobre “la banalidad del mal” que definiera Hannah Arendt son solo un punto de partida. El filme, muy libre adaptación de una novela homónima de Martin Amis, se centra en la vida de la familia de Rudolf Höss (Christian Friedel), uno de los más relevantes artífices del Holocausto, que residen junto al tristemente famoso campo de concentración de Auschwitz. Como la tesis de Arendt, el recurso del fuera de campo es, en el filme, una premisa o punto de partida: mientras vemos de qué forma, la mar de apacible, discurre la vida de Höss, su esposa Hedwig (Sandra Hülle) y sus cinco rubísimos hijos, solo recibimos breves señales, indicios inquietantes –la magistral arquitectura del sonido, los ribetes sensoriales de la partitura de Mica Levi, los clarividentes emplazamientos de la cámara—  de lo que sucede justo al otro lado de aquella opulenta villa. Por supuesto, Glazer asume que todo el mundo está más que familiarizado con el horror de los campos de concentración nazi, con lo que el efecto del fuera de campo funciona de principio a fin como una caja de resonancia, un recordatorio perenne al espectador, y, por supuesto, una forma implacable de construcción desde el “a contrario sensu”.

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Sin embargo, decía, Glazer no se limita a proponer una crónica historia o siquiera una especie de nueva vuelta de tuerca al tema del Holocausto desde otra perspectiva. No. Lo que propone una obra fuertemente política. En una entrevista a El Cultural (19/01/2024), el cineasta explica: “Se trata de ver a esta gente como nuestros vecinos, no más misteriosos o inusuales. Trata de nuestra capacidad para la violencia y nuestra complicidad cuando nos disociamos de los horrores del mundo para proteger nuestra propia seguridad, e incluso nuestros lujos. […] Quería hablar sobre el Holocausto desde el presente y encontrar algo más primordial, algo que esté por debajo de todo, como la capacidad del ser humano para la violencia. Y también la “normalidad” de esta gente: no eran anómalos, eran normales que poco a poco se convierten en asesinos en masa.” La estrategia, realmente incómoda, es la de no acercar al espectador a las víctimas, sino a los perpetradores. Y al servicio de esa causa, que es menos radiográfica que alegórica (como buena parte del cine de Glazer), deben leerse casi todas las decisiones temáticas y estéticas de La zona de interés.

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Por un lado está la filmación de la vida en el interior de la morada de los Höss. La técnica de filmación, trabajada con el DP Łukasz Żal, consistió en colocar diversas cámaras por el set, utilizando fibra óptica para tener unos puntos de grabación discretos, de modo que los actores no conocían el emplazamiento exacto de la cámara. Como puede colegirse, es una estrategia formal que no se halla lejos de la órbita del reality show, lo que abunda en lo que el filme tiene de disección y, al mismo tiempo, conecta la naturaleza de las imágenes con la actualidad. Igual de deliberada es la cámara casi siempre estática, las composiciones muy geométricas –que son más llamativas en las escenas que discurren en exteriores o en los escenarios que recrean edificios o palacios donde se reúnen las cúpulas nazis—, o, muy importante, la proverbial ausencia de primeros planos. Todo en la puesta en imágenes redunda en la distancia con los avatares de los personajes, con sus motivaciones. Una distancia engañosa, porque interpela al espectador. Una distancia/plataforma de la objetividad solo aparente que propone la forma. Porque Glazer no deja nunca de sugerir sotto voce la violencia que subyace.

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En toda esa (falsa) asepsia escenográfica, Hedwig revela muchas veces su mezquindad en el trato, una superioridad de clase que se impone a cualquier moralidad. Pero mucho más apasionante resulta el personaje de Höss, a quien en el primer plano que le dedica la cámara aparece contemplando la belleza de un paisaje fluvial, y que no deja de ser caracterizado como un circunspecto emprendedor, un hombre que jamás pierde el foco, y cuya frialdad va pareja a sus escrúpulos para moverse en el entramado del partido nazi. De Höss, capaz de revelar emociones  sutiles (las caricias que le dedica a su caballo, por ejemplo), las imágenes revelan la monstruosidad mediante lo metonímico (el baño en el río que se llena de ceniza) o directamente se sublima: al final, escupe, siente náuseas, podemos pensar que somatiza su crueldad. Estrategias sui generis que se aplican al todo narrativo, incesantes cortocircuitos que Glazer propone al espectador, incesante, a lo largo del metraje, tensando esa constante interpelación al espectador que, en el cierre, recapitula su discurso abriendo la puerta del pasado al presente por arte y magia del montaje.

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Entre todas esas estrategias subterráneas, probablemente las más sugestivas son las que podríamos llamar “viajes a la noche” del filme, y que se caracterizan por una muy otra forma de filmar, de naturalizar la imagen, de forzar la iluminación o de mover la cámara en esos episodios o fugas nocturnas. Una, literal: la madre de Hedwig que, de repente, no soporta el peso o la carga de conciencia de vivir frente a los campos de exterminio, y una noche se fuga. Otra, alegórica: el uso de una imagen térmica nocturna que comparece mientras Höss le cuenta cuentos a sus hijos antes de acostarlos, y que reproducen la historia de una chica que intenta ayudar a los cautivos en el campo de concentración. Aunque a priori resulte una opción chocante, o incluso críptica, ese envoltorio onírico, a poco de pensarlo, nos ofrece literalmente el negativo a todo lo demás, una oposición que parte de la radical naturaleza de la imagen y se dirige a la miga del discurso: la presencia del Bien que se revela contra ese Mal campante y totalizador.

LA PRIMERA PROFECIA

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Oscurantismo y profanación

El cine de terror, que por naturaleza y motivos que convocan el expresionismo visual, es la cantera idónea para detectar cineastas inquietos, que aprovechan esas posibilidades expresivas para dar un do de pecho a través de la puesta en imágenes, la sintaxis cinematográfica, la edificación de planos y la construcción de atmósferas. Es el caso evidente de Arkasha Stevenson, cineasta de formación fotográfica y de breve recorrido previo en la televisión que firma su opera prima en esta La primera profecía (The First Omen, 2024), en la que además se responsabiliza, junto a un colaborador habitual, Tim Smith, de la manufactura del guion. La primera profecía es una precuela del clásico de Richard Donner La profecía (The Omen, 1976), y como tal es una obra que juega al encaje de bolillos y a los comentarios posmodernos que, por ende, habitan las obras que conversan con antecedentes. Lo hace bien, de forma argumentalmente correcta, y manejando con tiento los diversos e inevitables ardides en las tramas de este corte. Pero si nos cautiva mucho más allá de eso, si La primera profecía es una muy buena película, ello tiene menos que ver con el guion que con las maneras fílmicas de Stevenson.

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La directora juega de forma estupenda la baza retro, la de ubicar la historia en el pasado, concretamente en 1971, y en un escenario envolvente, Roma, de la que le extrae sumo partido narrativo. Las ciudades italianas, su vitriolo clásico, a veces sus apuntes decadentes, son lugares idóneos para la edificación de atmósferas, pero el uso específico de este lugar, Roma, en un relato que discurre mayoritariamente en un convento-orfanato y en el que la imaginería religiosa sostiene completamente el relato, funciona a la perfección. Y que la acción discurra en 1971 apuntala esos cimientos atmosféricos, pues el atento encourage de época del filme, e incluso ciertos apuntes sobre el clima social enrrarecido de la ciudad en aquellos tiempos, ecos revolucionarios en lo que sugieren de cuestionamiento de lo religioso, se estampan con efectividad e intención para construir una obra de indudables apuntes subversivos en su retrato de la institución religiosa. Ciertamente, ha pasado casi medio siglo desde 1976 y el cine de terror  ha ampliado mucho sus márgenes alegóricos, pero precisamente por eso no es fácil, a estas alturas, encontrar obras que consigan ir más allá de la forma, o de la estética –el jump scare y esas cosas-, y pongan esa estética al servicio de una ética genuinamente subversiva. La primera profecía lo consigue, y la incomodidad que resulta de diversos de sus pasajes –relativos, especialmente, a lo que de traumático anida en un parto, pero también a la complicidad de quienes visten hábitos religiosos con esa violencia— halla una correspondencia discursiva francamente reseñable.

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No es este el lugar para efectuar un análisis en detalle de la obra ni, por tanto, de destripar su argumento, pero sí es importante decir que, aunque el filme comente, revise y articule muchas de sus soluciones (ya desde la secuencia-prólogo) mirándose al espejo de La profecía, y especialmente de la mecánica de sus recordados pasajes más truculentos, La primera profecía es, mucho más, tributaria de La semilla del Diablo (Rosemary’s Baby, 1968). De hecho, tiene mucho de remake inconfeso de la obra maestra de Roman Polanski, con una astuta traslación de piezas, que se llevan del apartamento neoyorquino en la que Mia Farrow languidecía en el filme de 1968 a ese otro escenario, ya a priori más mistérico, del convento romano en el que va a recalar la sufrida protagonista, Margaret Daino (Nell Tiger Free). Stevenson, en su relato del huis clos al que se ve sometida Margaret (por cierto, estupenda interpretación de Nell Tiger Free, con diversas secuencias de mucha exigencia, algunas resueltas en un solo y largo plano), reconstituye la lógica del relato de Polanski; y, sin embargo, se distancia un poco de lo polanskiano en las maneras. Donde el cineasta polaco es más hermético, psicologista y sui generis, Stevenson da rienda suelta a un lienzo expresionista a partir de la excusa del punto de vista, que pronto se hunde en los territorios de la paranoia, la mirada esquinada, desquiciada. La directora sostiene la atmósfera en un trabajado juego lumínico, en una muy efectiva utilización del sonido para sugerir lo inquietante y, sobremanera, juega a placer, cámara y montaje, con soluciones hermosas, por plásticas, y de rotunda elocuencia expresiva, además en una gradación evidente, de la sugerencia a la constatación más pavorosa en el inexcusable crescendo de terror que las imágenes le deparan al espectador.

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El cine está hecho de imágenes. Por eso importa tanto lo que he querido aclarar en la primera línea de esta reseña. Después del somero análisis del filme, puedo aproximar algún significado, algunas de las cosas que esas imágenes, por potentes, turbadoras, expresivas en el sentido profundo del término, me han transmitido. La primera profecía es una película en muchos sentidos vitriólica, pero no efectista, porque logra sugerir muchas cosas, que van al meollo del horror. A fe de quien esto firma, es una película que se mueve sobre dos ejes que se retroalimentan: el primero, referido al contexto, nociones del oscurantismo religioso, de lo malditista e inexorable de nociones atávicas, folclóricas, de las tesis católicas, trabadas en la cerrazón del Medioevo; el segundo, la concreción punitiva de todo ello, la profanación del cuerpo de la mujer, esa violación en dos actos, el de la concepción por parte de la Bestia -el primer plano del rostro de ella cubierto por un velo negro, asfixiándose- y después el del parto implacable sancionado por la mirada colectiva, el fatídico ritual de dar luz a la Oscuridad.

ANATOMÍA DE UNA CAÍDA

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El cine y el Derecho Penal

Desde su mismo y premingeriano título, Anatomía de una caída nos intenta dar gato por liebre. Y sé que suena mal decirlo así; no me malinterpreten: no lo digo con ánimo de descrédito. Al contrario, la película ganadora de la Palma de Oro 2023 me ha parecido estupenda, llena de méritos cinematográficos. Lo que pasa, sencillamente, es que esos méritos, diversos, están al servicio de un relato donde los símbolos, subterráneos, se imponen netamente a la apariencia. Anatomía de una caída no cuenta exactamente lo que aparenta contar, sino otras cosas. Se mueve en el precario –y muy bien sostenido— equilibrio entre el dramatismo y lo ambiguo, y logra materializar ese doble rasero con suma astucia narrativa. Si he aludido a Preminger y a la cita de una de las mejores courtroom movies del Cine (¡Anatomía de un asesinato, of ocurse!) es porque la película de Justine Triet se plantea como un evidente exponente del cine de juicios. Relata el proceso judicial penal, causa por homicidio, que se sigue contra Sandra (Sandra Huller), una escritora alemana, a quien se investiga por el asesinato de su marido, Samuel (Samuel Theis), quien, estando en el chalé en medio de los Alpes franceses en el que la pareja vivía con su hijo ciego, Daniel (Milo Marchado Graner), fallece en misteriosas circunstancias, cayendo desde el altillo en el que estaba trabajando.  La defensa de Sandra –el abogado encarnado por Swan Artaud— defiende que se trató de un suicidio, pero diversas pruebas circunstanciales lo ponen en duda, y el proceso judicial pone en la picota la tumultuosa relación de la pareja, en una premisa que me recordó poderosamente al de la extraordinaria serie documental The Staircase (El asesino de la escalera) (Jean-Xavier de Lestrade, 2004), crónica del proceso penal que se siguió contra el novelista estadounidense Michael Peterson por el presunto asesinato de su esposa, muerta en semejantes, misteriosas, circunstancias, al caer por una escalera.

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El filme relata este proceso con suma convicción, mucha efectividad narrativa y una indudable capacidad para generar atmósfera, tensión, suspense, suspicacia, dudas, teorías y demás batería intelectual-emotiva que, por ende, pone en juego en la mente del espectador el cine de juicios. Tras un arranque breve, que concluye con el descubrimiento del cadáver de Samuel en la nieve, a película se aferra a una descripción lo más realista posible de los avatares de la investigación y, sobre todo, del desarrollo de la vista oral del juicio. En algunos foros se ha acusado que su mecánica (en la que peritos, abogados y investigado se carean libremente) es poco rigurosa si pretendemos que el filme sea una crónica naturalista, verista, de un juicio; y es cierto, no lo es, pero, en realidad, no es necesario que lo sea: la representación es lo que importa, y la película representa bien lo que se cuece en un juicio.

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Hay breves, aunque relevantes, secuencias que sirven de interludio para ese corpus narrativo digamos “de lo externo”, el juicio oral, secuencias en las cuales se detalla la relación entre Sandra y su hijo, entre cliente y abogado, o cómo el niño se enfrenta al traumático proceso. Secuencias que, en fin, sirven de caja de resonancia del drama que se escenifica y que, mucho más que suturar, a la postre sirven para explicar qué nos está narrando Triet cuando, en apariencia, nos ofrece una crónica judicial. Y lo que nos está narrando pertenece a la esfera de, vuelvo a entrecomillar, “lo interno”, la angustia de una madre y un hijo en una auténtica encrucijada. Esas secuencias que se focalizan en la intimidad de los personajes contrastan fuertemente con otras que también lo hacen pero que, en cambio, se desgranan a partir del juicio: principalmente, una discusión entre Sandra y Samuel que el segundo grabó en su teléfono, pero también otras imágenes que evocan recuerdos de testimonios, imágenes que describen lo que la acusada o algún testigo o perito está relatando. En este mosaico narrativo, Triet juega con la atractiva baza de la ambigüedad: en esos flashbacks o evocaciones no sabemos si lo que se escenifica realmente pasó, porque sólo se trata de una referencia. El cine, nos sugiere Triet, no pontifica “lo que pasó”, sino que ilustra lo que se dice en la vista judicial.

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SPOILER. Y todo esto es muy importante porque, a la postre, revela el ardid narrativo que propone Anatomía de una caída. La constancia clara la tenemos en una decisión narrativa importante: tras la filmación en detalle del juicio (largas secuencias con largos parlamentos de los abogados, largas intervenciones de peritos, testificales, declaraciones…), nos llama la atención que el momento climático, el de dictarse sentencia, queda en off: la cámara no está en la sala ni se filma al juez dictando su veredicto, como suele ser canónico en las películas de juicios; en su lugar, vemos a Sandra junto a su abogado abandonar los juzgados, feliz por haber sido absuelta, y ya nos centramos en la reacción final, en lo que narrativamente se considera la resolución, que es diferente del clímax. El clímax, insisto, ha quedado eludido si de lo que se trata es de un filme en el que interese saber si Sandra es inocente o culpable. El clímax que escoge Triet es mostrar cómo cierra las heridas con esa comida con sus abogados y, por supuesto, en el reencuentro con su hijo. Y ahí, aplicando las rigurosas reglas de presentación-nudo-clímax-resolución, entendemos lo que está pasando ante nuestros ojos.

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SPOILER. ¿Y qué está pasando? Que la película no pretende dejar claro si Samuel se suicidó o Sandra lo asesinó. A pesar de las pistas diseminadas, la ventana de la duda no se cierra, no se resuelve. La presunción de inocencia se impone. Y el filme desprecia cerrarla, porque eso le basta. Y entonces sabemos que Anatomía de una caída narra, exclusivamente, cómo una mujer y su hijo se enfrentan al infierno de un proceso judicial y mediático y, aún más, cómo logran, entre los dos –la intervención de Daniel en su explicación final en la que asimila a su padre con su perro Snoop al testificar sobre una conversación que el niño tuvo con su padre cuando el perro enfermó— sobreponerse a ese trauma, o, si quieren, «vencer» al sistema. Indudablemente, y aunque resulte incómodo, el subtexto de la película habla de un enfrentamiento abierto en el seno de una pareja, y la muerte del hombre, Samuel, funciona como hipérbole de un proceso mucho más denso, íntimo, que queda velado. Porque, nos dice Triet, la justicia (y mucho más las rondas mediáticas a costa de la justicia) no alcanza a saber la verdad profunda de las cosas.  Una película tampoco, pero al menos ésta nos lo deja claro, revelando sus cartas y su punto de vista. Que, por supuesto, es el de ella. Y, de paso, así revela a las claras los artificios que siempre, siempre han acompañado el cine sobre lo judicial. Esa falacia que tanto atrae a los espectadores, por lo que este subgénero tiene de, por así llamarlo, interactivo, pues a esos espectadores les encanta jugar a ser jueces, aunque -a menudo sin saberlo- terminan ejerciendo de abogados (de la defensa) porque el cine manipula convenientemente el punto de vista.

SECRETOS DE UN ESCÁNDALO

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La labor de Marcelo Zarvos, compositor de la música de Secretos de un escándalo, es una adaptación y re-orquestración de la partitura que Michel Legrand escribió para El mensajero (The Go-Between, Joseph Losey, 1971). Es un ejemplo del proceder creativo de Todd Haynes. Es un trazo posmoderno, un collage, una declaración de intenciones formales, del mismo modo que, por ejemplo, las alusiones a Persona (Ingmar Bergman, 1966) en diversas imágenes de la película. Pero de gratuito no tiene nada; al contrario, va a la esencia misma de lo que se quiere contar. O más bien del cómo se quiere contar, porque en Haynes el qué y el cómo se samplean desde su primera película. Volvamos a esa música de Zarvos según Legrand, llamativa desde el mismísimo arranque-créditos iniciales del filme y que ofrece raros, extravagantes subrayados-cierre a determinadas secuencias, como si le advirtiera al espectador que, oh, aquí se ha narrado algo solemne e ineluctable, aunque no te hayas dado cuenta. Un manto oscuro, propio de una ópera negra.

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Y eso va a la misma entraña de lo que Secretos de un escándalo es de principio a fin. Aunque en algunos foros leo que se trata de una “comedia negra” o de una “sátira”, maldita la gracia de un relato que, se mire por donde se mire, resulta incómodo, desasosegante, de una cerrazón psicológica que cala, inusual en el cine americano (si nos evoca a algo, por tono, es a los Short Cuts que Robert Altman materializó en cine a costa de los relatos de Raymond Carver) y, normalmente, servida con atavíos rimbombantes por diversos popes del cine europeo de última hornada (obvio dar nombres). La propia premisa del relato es extraña: la narración se vehicula a partir de la estadía de una famosa actriz televisiva, Elizabeth (Natalie Portman), en la morada de los Atherton. Grace Atherton (Julianne Moore), o “Gracie”, protagonizó, veinte años atrás, un escándalo en una pequeña comunidad sureña por el romance que mantuvo con un alumno (ella tenía treinta y tantos años, el alumno, quince), romance que terminó con ella en la cárcel y, después, con la reunión de la pareja, que tuvieron varios hijos. Elizabeth, pronta a protagonizar una versión fílmica de aquellos acontecimientos, pasa unos días en el pueblo y mantiene conversaciones con Gracie, su marido Joe (Charles Melton), y otros personajes de la comunidad, como el ex marido de ella y el hijo de aquel primer matrimonio.

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Así planteados los términos, Secretos de un escándalo se definiría como una investigación, el relato del análisis, exorcístico o no, de unos hechos traumáticos que pertenecen al pasado. Y cómo afectan al presente. Per se es una materia interesante, no muy transitada por el cine (bastante más por la literatura: el recuerdo es uno de sus grandes temas). Sin embargo, esa superficie se le queda corta a Todd Haynes, especialista en narrar varias cosas a la vez, a moverse entre superficies diversas y trasfondos que laten con fuerza bajo aquellas superficies o apariencias. Aquí lo decisivo es que Elizabeth (formidable Portman) no es un personaje de una pieza, no es un canal objetivo desde el que adentrarse en todo ese trauma familiar. Es la quintaesencia de lo mediático y lo sensacionalista, aunque oculte sus ansias depredadoras en el savoir faire, la amabilidad e incluso una presunta vulnerabilidad que, nos revelan algunos pasajes del relato, esconde bajo su apariencia un narcisismo obsesivo.

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Con semejantes piezas, Haynes construye un relato de impresionante capacidad atmosférica, hermético y magnético, sostenido en una dirección de actores soberbia (apuntalada por experimentos formales con la cámara, como los repetidos careos de las dos actrices-personaje no mirándose una a la otra, sino mirando al espectador como un espejo), en unos diálogos excelentes que exprimen más por lo que no dicen (sugieren) que por lo que dicen, y por una deriva analítica que apuesta con fuerza por lo implosivo, dejando un reguero de constancias como heridas abiertas en lo que concierne a la relación presente entre Gracie y Joe al tiempo que otras (constancias) como incendios en lo que atañe al papel que en la trama juega la oportunista y sibilina Elizabeth, en cuyas diversas mascaradas, fantasías y simulacros (la escena de cierre) culmina el discurso, implacable, de la película. Un discurso que –otro subrayado que, como la música, funciona como advertencia desde los créditos iniciales— equipara la explotación sensacionalista de vidas ajenas con una labor entomológica, vidas como mariposas en cautividad que, aunque lo intenten, ya no podrán alzar el vuelo.  

AMERICAN FICTION

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Prestigiado con un Oscar, el guion de American Fiction juega bien diversas bazas, pero probablemente lo que hace mejor es suturarlas. Su autor, y también director del filme –su opera prima—, Cord Jefferson juega con una interesante premisa: un escritor y profesor universitario, Thelonious “Monk” Ellison, quien, harto de ver que la superficialidad, los estereotipos y la ramplonería se imponen en los gustos comerciales (y, añado, en el abordaje de los avatares de la gente que, como él, es de piel negra), escribe una novela satirizándolo todo y se lleva la sorpresa de que la novela se convierte en un best-seller instantáneo, se le hace una oferta multimillonaria para la adaptación del material al cine y, en fin, la obra –-“Fuck”, se titula— se convierte en un fenómeno de masas. Semejante premisa sirve al guionista y director a proponer una serena reflexión sobre cómo maneja el mercado una cuestión tan importante y tan sensible. Me parece, en estos tiempos de maximalismos e hipérboles que corren, una labor francamente encomiable y muy honesta. Pero, más allá de eso, me parece una obra rigurosa, que desde su escritura, muy pulida, y asumiendo ciertos riesgos, desvela una personalidad.

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Lo digo porque hay diversas opciones a la hora de abordar esa cuestión, y probablemente la más lógica es la de la sátira. Jefferson no la rehúye, pero la dosifica y la ensambla con otros considerandos. Y, con suma agudeza –más que astucia, que también—, deja que esa sátira sea a menudo un runrún de fondo a un relato que algo tiene de alleniano, la deconstrucción, abiertamente dramática e introspectiva, de una crisis vital del personaje. Para ello, construye una serie de personajes secundarios, satélite al principal, que sirven para que el espectador se plantee las preguntas y  extraiga, si puede, sus propias reflexiones, de lo particular (el relato dramático, la crónica personal y familiar, el desasimiento de Monk) a lo general (la obra y sus estereotipos que el mercado ensalza). Es una cuestión de espejos, muy bien escrita, llena de apuntes sutiles, densa en la radiografía del personaje a través de una esmerada escritura de la relación que establece con los personajes que le rodean (su madre, su hermano, la mujer con la que tímidamente inicia una relación; y, frente a ello, su editor o, especialmente, otra escritora, también de piel negra, a la que él criticó por escribir sobre estereotipos pero que resulta que parece ser la única que, como él le ve las costuras a la novela Fuck).

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Con semejantes mimbres, y siempre con esa perspectiva, densa, del planteamiento de dilemas y dudas (ideológicas y existenciales, en una misma deriva) que no se resuelven, las diversas secuencias y diálogos que Jefferson nos sirve se caracterizan casi siempre por los cabos sueltos que dejan, por su quedar interrumpidas, por la duda que las atraviesa, por las nubes que no se disipan. En los últimos compases, en una maniobra genial, American Fiction literaliza lo que antes venía sublimado, escenificando posibilidades de finales de la historia de la novela polémica y oponiéndolos a eso tan poco climático que llamamos vivir. Es una solución sorprendente, efectiva, contundente y, especialmente, coherente con un planteamiento complejo. Es cierto que no alcanzamos el estadio de lo que identificamos como una gran película, pero es porque la puesta en imágenes de Jefferson, aunque funcional, operativa, nada pretenciosa, sí que dista mucho de la excelencia que sí atesora su guion. Pero eso no le resta interés ni deja de hacer de esta una película muy recomendable.

LOS DELINCUENTES

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El blues de la Gran Salina

Película en muchos sentidos contenedor, que narra a la vez que disgrega, que se sirve de una línea argumental en principio muy simple para desgranar desde la disparidad, y que ambiciona (nada menos que) proponer una reflexión, en el fondo muy serena –muy bressoniana en espíritu, si quieren–, sobre la libertad. Rodrigo Moreno, su escritor y director, escoge, de entre todos los caminos, uno poco habitual, y que justifica la larga duración de la obra, para relatar cómo dos hombres se enfrentan a un mismo reto: el de liberarse de una vida que sienten como una condena para entregarse a una fórmula posible de evasión a máximos, a la chance de un cambio radical de vida.

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Hay, en muchos aspectos, un realismo expositivo y una cualidad impresionista –que en los pasajes bucólicos algunos han asociado a la mirada rohmeriana– en la ordenación de las piezas del relato y en el lustre de su superficie. También unos contrastes categóricos a partir de los escenarios:  la frialdad metálica, el montaje corto, metrónomo abrasivo, planos de detalle, en las secuencias que discurren en el interior del banco; la fragmentación de otra ralea, la atención a los cuerpos, la composición visual más aparentemente anárquica, el juego con el fuera de campo, en las escenas que discurren en los interiores de vivienda, especialmente la de Román (Esteban Bigliardi), uno de los dos protagonistas; el recurso a la split-screen para fundir en una misma conclusión (la cerrazón) una aparente oposición, la de alguien encerrado en la cárcel, el otro protagonista, Morán (Daniel Elías), y alguien que está en su casa, Román; y, por supuesto, el peso de lo telúrico, los planos largos, la sensación de espacio, de liberación en la naturaleza, pero también la cierta rugosidad aprovechando los elementos del paisaje, en los pasajes que discurren en la zona rural.

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Por su premisa, podría parecer que nos hallamos ante un filme sobre robos, y por los términos más mecánicos de su exposición, sobre una intuitiva reflexión psicológica en torno a esa circunstancia, esa afirmación rebelde hiperbólica de robar a la todopoderosa máquina del dinero lo que se necesita para vivir de otra manera. Pero, a los hechos consumados, Moreno está lejos de conformarse con eso, y termina construyendo una pieza llena de abstracciones (que juega con nombres de personajes –e intérpretes con papeles doblados– como espejos, con determinadas sensaciones asociadas al uso de la música…) que quiere buscar a través de la forma el sentido más denso, extenso, de lo que propone el contenido, y que para ello termina contando una historia que en realidad se incardina en la larga tradición de relatos sobre la búsqueda de un tesoro, con la gracia de que ese tesoro no es ese formidable fajo de billetes-dólares que se evaden del banco, localizados desde los pocos minutos de metraje del filme, sino algo mucho más inconcreto, la aspiración de una vida plena.

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De guion libremente inspirado en Apenas un delincuente, un policíaco dirigido por Hugo Fregonese (1949), en Los delincuentes, más allá del estandarte espiritual bressoniano antes aludido -y que a mí me gusta imaginar que el cineasta rinde homenaje en las escenas en las que Morán lee poesía en la penitenciaría-, resuenan otras poderosas referencias, como la de Oro en Barras (The Lavender Hill Mob, Charles Chrichton, 1951) o la de Atraco a las tres (José Maria Forqué, 1962). Películas todas ellas, película ésta, que desde su propia premisa, sátira o romance (en el sentido clásico) implicados, reflejan una inquietud, un asalto alegórico a la coyuntura psico-social de la que emergen.  En el caso de Los delincuentes, obra planeada en los tiempos de la pandemia y estrenada poco antes de la llegada a la presidencia de Argentina de Javier Gerardo Milei. Que semejantes contextos alumbren, o acompañen, un relato que, en el fondo, habla sobre el tiempo y asocia la idea de la libertad como conquista de tiempo para vivir, no parece nada ocioso.

LOS QUE SE QUEDAN

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Los libros, la bola de nieve y el Jim Beam

En la muy interesante, aunque a veces errática, trayectoria de Alexander Payne Los que se quedan supone un cierto retorno a un universo descriptivo, unas maneras formales, estampadas con suma fuerza en la filmografía del cineasta desde A propósito de Schmidt (2002), y depuradas en su posterior y laureada Entre copas (2004), que tuvo su continuidad en Nebraska (2013), pero no en un título previo, Los descendientes (2011), ni en otro posterior, Una vida a lo grande (2017). Es sobre todo una cuestión de tono o, si utilizáramos el lenguaje musical, de elección de escala, y que, dicho en otros términos, tiene que ver con una voz más queda, un desarrollo cotidiano y episódico, de trazo impresionista, para la búsqueda de una introspección psicológica que revela esferas poco complacientes, a menudo crudas, de las tipologías de personajes que interesan a Payne, tipologías a menudo invisibilizadas pero muy representativas en un análisis sociológico. Aflora, en ese sentido, una mirada a la postre realista, de calado dramático no por implosivo menos contundente, y que hacen de este breve corpus de Payne una valiosa pieza en el paisaje del cine estadounidense de los últimos años, que podría compartir esfera creativa con nombres como los de Spike Jonze o Todd Field.

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Aunque lo que más se suele mencionar de Los que se quedan es la reunión, casi veinte años después, de Payne con Paul Giamatti, a mí me interesa más otro dato, que tiene que ver con la no participación de Payne en el guion (la película está escrita por David Hemingson), algo que ya sucedía en Nebraska, pero no en la forja del estilo del cineasta en las dos previas y citadas A propósito de Schmidt y Entre copas. Payne, que por temas y miradas viene asociado con la figura del director-guionista, se entrega en esta –digámoslo ya, excelente– Los que se quedan a la tarea de ilustrador visual, a la enunciación puramente fílmica, al contenido y la métrica visual. No es un dato irrelevante; al contrario, diría que sirve para constatar que, a pesar de ser un cineasta poco prolífico –probabilísimamente, por razones industriales más que creativas–, Payne logra demostrar aquí que ha depurado su estilo, siendo Los que se quedan probablemente su mejor película hasta la fecha a pesar de que, quizá –es, por supuesto, opinable–, Entre copas tenía un guion más redondo.

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Así, en la puesta en imágenes de Los que se quedan comparecen elementos que van más allá de lo obvio. Lo obvio, perfectamente trazado, sería la relación de amistad que se fragua entre Paul (Giamatti), un profesor de historia cascarrabias en un internado de Nueva Inglaterra, y Angus Tully (Dominic Sessa), el estudiante  que se ve obligado a permanecer en el campus durante las vacaciones de Navidad. Y, también, cómo el desangelo vital de esos dos personajes se comparte con un tercero, el de la cocinera Mary Lamb (Da’Vine Joy Randolph), que también permanece en el instituto y que trata de afrontar la pérdida de su hijo, caído en combate en Vietnam. Lo que no es tan obvio es lo mejor del filme. Primero, y ya que hemos citado Vietnam, cómo ese conflicto, y lo que de fatídico tiene para la nación entera, sobrevuela a lo largo de todo el relato, merced de la sempiterna tensión entre la clase dirigente (la mayoría de alumnos del instituto) y los representantes de la clase trabajadora (el hijo de Mary). Payne, sin subrayados en los diálogos innecesarios, valiéndose de la estoicidad de la madre desolada y de los reflejos con los antecedentes estudiantiles del propio Paul que se van revelando conforme avanza el metraje, va trazando una intensa línea de contexto anímico (y sociológico) que se posa en el corazón del relato. También aprovecha a la perfección –a mí me recordó el modo en que lo hizo Ang Lee en la estupenda La tormenta de hielo (1997)— lo telúrico, ese escenario nevado como huis clos, como manifestación externa del frío devorador que consume a los personajes y que sólo pueden aplacar con alcohol y pastillas antidepresivas.

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El rigor expositivo de Payne, la fuerza expresiva de sus composiciones, le hace justicia a un guion modélico, que desarrolla los conflictos de los personajes con excelente mesura, que los balancea a la perfección en situaciones siempre elocuentes en la exposición de lo anímico, y que dosifica los elementos, las piezas del drama, la información de un modo harto efectivo para que la intensidad en la exposición dramática no se resienta ni un solo instante a lo largo del metraje. Así, por ejemplo, la relación de Angus con su padre, circunstancia argumental que el guion sostiene maravillosamente a través de un elemento elíptico (la bola navideña), y que Payne convierte en imágenes con una elocuencia muy superior a la que sería dable esperar de un mero ilustrador (ese plano marciano, primerísimo plano de la bola de nieve, Angus mirándola embelesado, mientras una inesperada melodía subraya un poso melancólico que sólo después, con los elementos argumentales consumados/revelados, cobrará todo el sentido). El ejemplo es representativo. Es la caja de resonancia visual que engrandece un buen guion. En este caso, el de una historia que habla de la pérdida, del implacable parentesco que existe entre la orfandad y el fracaso, y que se arbitra en los esfuerzos por sobrevivir de tres personajes perdidos en su soledad, dos de los cuales –el maestro y su alumno– serán capaces de hallar una pírrica receta, o más bien transferencia del veterano al pupilo, para alzar los brazos y, simplemente –y no es poco—, resistir y no perderle la cara ni al pasado ni al futuro.

PEARL

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Bailando con lobos
Desconozco si Ti West y Mia Goth (co-guionista del filme, así como actriz protagonista) trataron de buscar en esta película la explicación/antecedentes del personaje más apasionante de X, el de la anciana Pearl, o si en realidad de inicio se planeó como díptico (o hasta trilogía, contando Maxine (2024)). El caso es que en esta genealogía del comportamiento humano, contemplado desde las zonas oscuras que investiga el terror, a West le ha salido un corpus artístico soberbio, tan atento a esas abstracciones psico-patológicas como a una lectura integrada en un contexto socio-histórico. En ese diorama narrativo, la labor de West -su búsqueda del contenido a través de la cirugía con la forma- nos recuerda a la de dos de los grandes directores contemporáneos, Paul Thomas Anderson y, especialmente, Todd Haynes. Y localizamos en Haynes la especialidad porque West escoge, en esta Pearl, dispositivos específicos del melodrama para suturar lo macabro, la lectura densa de horror. PEARL_4

Pearl narra el progresivo desasimiento de la realidad que sufre una chica joven, Pearl, para quien la vida en una granja texana es a todas luces insuficiente para colmar su felicidad. Como enuncia estupendamente el arranque-créditos, Pearl vive colgada de una ensoñación glamourosa, la de ser bailarina y triunfar enHollywood, pero esos sueños chocan frontalmente -del mismo modo que en esa secuencia de inicio el sueño se desvanece abrupto- con una realidad que no es otra que la de ayudar a su madre a llevar la granja y a cuidar de su padre tetrapléjico, y una única expectativa, la de esperar el regreso de su marido y repetir, en cierto sentido, la vida de su madre. Así, la película avanza en su primera mitad en la tensión de ese contraste entre una realidad castrante (personificado en su madre, una mujer dura y orgullosa, que quiere transmitir a Pearl un estoicismo que a ella repugna) y las fugas a la ensoñación, en las que, atención, el dispositivo onírico revela a la vez las pulsiones malsanas, destructivas de la joven, en enunciados al principio sutiles (el asesinato de un ganso o la dionisiaca experiencia con el espantapájaros -estupenda secuencia de oscura rosca cinéfila a costa de El Mago de Oz-), cada vez menos (el amago de asesinato del padre en el embarcadero), hasta quebrarse en una secuencia central de choque, donde esos pulsos destructivos finalmente hallan su cauce, precipitando el fatídico devenir de las cosas cuando los sueños dorados de Pearl colapsan (el amor bohemio que le promete escapar, el fracaso en la prueba como bailarina) y ella arremete con furia contra todo.

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West maneja con suma astucia, disfrazada de mimo escénico y una fotografía colorista, ese descensus ad inferos. Agita el enunciado del melodrama a través de dos soberbios y muy largos soliloquios (primero de la madre, luego de la hija, que por cierto guardan inquietantes concomitancias) que desvelan el padecimiento psicológico y que contrastan con los arrebatos de seca violencia y diversos apuntes sobre lo pavoroso, apuntes que convergen en una monstruosidad que West literaliza: ese caimán que, ahora terminamos de entenderlo, viene a sublimar la otredad del personaje, el ello oscuro y salvaje, que necesita saciar sus frustraciones retroalimentando las pulsiones violentas, en una coda sin final (o con final circular, resuelto en el clímax de X, cuando Maxine culmina su herencia envenenada ajusticiando a la anciana).

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Tras la trágica y patética confusión entre realidad y sueños (en la audición fallida, Pearl ve a su madre, con el rostro desfigurado, a su padre y a su marido condenarla como jurado), queda el clímax, la litúrgica preparación del banquete familiar, en la que West recurre a efectos ópticos (la split screen o esos planos que reflejan una mitad en el opuesto del encuadre) para describir cómo se desata, ya del todo, la locura del personaje. Es un momento memorable del cine, pues en él el cineasta logra la intersección exacta entre la forma de melodrama del relato y la sustancia de puro horror. Cuerpos jóvenes diseccionados, progenitores como embalsamados, la podredumbre nauseabunda a la mesa, que aguarda sus frutos, y esa sonrisa de bienvenida que la cámara sostiene tozuda con los créditos, para subrayar cómo la expresión de la chica, cual maquillaje bajo la lluvia, colapsa al fin, tras cubrir la formidable distancia entre los sueños y las pesadillas.

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La primera secuencia decisiva de X (2022), y que explica bien lo que pone en juego, inteligente y sibilino, Ti West es aquélla en la que se alternan imágenes de la película porno que se está grabando, la del encuentro arquetípico-preliminares entre el macho follador y la rubia cachonda con la secuencia en la que la joven Maxine (Mia Goth) -y, con ella, nosotros, espectadores- conoce a la anciana Pearl (también Mia Goth, muy caracterizada para lucir decrépita), se adentra en su casa, Pearl le ofrece una limonada y después, con Maxine distraída mirando viejas fotografías, la anciana aprovecha para tocar la piel de la joven, ataviada con un mono tejano sin nada debajo. La líbido o las ansias de sexo irrefrenables son el tema sobre el que versa la obra, y su tratamiento perturbador -la muy vieja Pearl y su chocante actitud concupiscente-, la sustancia genuina del horror que West pone en la picota. Al final de ese juego especular-secuencias alternas, las imágenes recapitulan: vemos una filmación en la que aparece Maxine tentando al macho alfa y su rostro pícaro, por corte, se transforma en las efigies siniestras de unas viejas muñecas de porcelana.
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En el filme de Ti West -cineasta de inquietud expresiva y cinefilia ya revelada en La casa del diablo (2009), su opera prima-, la plataforma narrativa es, bajo la apariencia, densa, y lo que a menudo son circunstanciales aquí reclama su intención
alegórica, su comentario socio-histórico y su entramado ideológico. Hablo de la ubicación del relato en una granja del deep tejano en 1979 o de las alusiones contextuales al incipiente mercado del porno videográfico, pero también de los reflejos especulares que el filme establece con sus (o los) grandes referentes, Psicosis (1960) y La matanza de Texas (1973). Sin embargo, y a diferencia de tantas miradas recreativas, West trabaja situaciones y diálogos con sentido, y aunque la plantilla o vitriolo terrorífico es, aunque poderoso en lo visual, más o menos convencional -aspecto que en la inmediata y complementaria Pearl (2022) llevará a la novedad-, trasciende la cita posmoderna y, al contrario, trabaja la relación de estas imágenes del presente con las del pasado. Así por ejemplo, la cita obvia a Psicosis (el coche enterrado en la laguna) sólo es una marca, un aviso para navegantes, que nos invita a adentrarnos desde esa superficie a lo más profundo: el hecho de que en X también tenemos una Norma Bates, una mujer-sombra salvaje que centrifuga la relación liminar entre sexo y muerte.
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Y, siguiendo con los espejos, el escenario y la época (y la furgoneta y los jóvenes que viajan en ella) citan a La matanza de Texas, pero es en algo mucho más sustantivo y profundo donde hallamos la búsqueda expresiva a costa del universo del filme de Tobe Hooper: en la constancia de los pulsos malsanos de la relación que mantiene esa pareja de ancianos y su no menos esquinada instrumentalización de (y absoluto desprecio por) la vida de quienes se acercan a su morada. En La matanza de Texas, la brutal metáfora era sobre lo socio-económico. Aquí, nos adentramos en aspectos más sensibles: los monstruos que emergen bajo la moral ultracatólica y castrante (esa imágenes televisivas que muestran las inflamadas peroratas de un predicador, y que a través de un recurso de repetición-careo vía montaje West enfatiza): el anciano que ajusticia al macho alfa tras condenarle por su actitud promiscua, la anciana que convierte a la rubia de bote en pasto de un caimán porque no le gusta, mientras, en cambio, se acuesta desnuda junto a Maxine, cuya belleza admira o, más bien, añora.
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En ese cortocircuito entre la belleza y la decrepitud a través de una experiencia sexual mórbida y traumática reside la clave de X, una obra  poderosa, enigmática, y un exponente del mejor cine de terror de nuestra era,  plagado de arrebatadoras imágenes. Entre ellas, por citar algunas, la sombra de la anciana tridente en ristre concretándose en el fondo de un granero, con una víctima a sus pies; el plano picado del sexo entre los ancianos bajo el que, literalmente, Maxine -cuyo magnetismo, de algún modo, ha propiciado ese encuentro sexual- trata de escabullirse; o ese momento de extraña lírica espectral en la que la cámara, en filtro rojo fruto de un asesinato, nos muestra a la anciana ensayando unos pasos de bailarina, una imagen chocante, horrible y cautivadora a un tiempo, así como uno de los geniales engarces entre esta X y la, aún más memorable, Pearl (2022).

EL ASESINO

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Vendetta

Casi treinta años después de la carismática Seven (1995), David Fincher vuelve a asociarse con el -bien poco prolífico- guionista Andrew Kevin Walker en esta El asesino (2023). Más allá de su misma adscripción genérica, las dos películas, si quieren jugar al contraste, se complementan en diversos aspectos. Y el principal de ellos, la súbita invasión en la intimidad que padece el personaje protagonista, un asalto a terceros, a seres queridos, en un tablero que presuntamente iba a quedar en el terreno de lo profesional. En Seven suponía un giro tremendo que abría el último acto. Aquí más bien funciona como premisa, convirtiendo la película en un relato de venganza y lucha contra los elementos por parte del asesino sueldo al que da vida, de forma tan hermética como lo es toda la obra, un extraordinario Michael Fassbender.

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Si hay un tema que se impone de forma central en el imaginario de David Fincher, éste no es otro que el del individuo arrastrado a una realidad oscura (que quizá siempre estuvo allí, y ahora se ha revelado), y que le pone contra las cuerdas, en un conflicto interior de visos, a menudo, existenciales, y donde espora cierto nihilismo. Ello es obvio cuando nos movemos en los territorios en los que su cine es más avezado, como el thriller; sin embargo, late con igual de fuerza, y el discurso que emerge termina siendo más contundente en ese sentido, cuando Fincher se mueve fuera de aquel género: El curioso caso de Benjamin Button, La red social o incluso Mank. Y en ese paisaje filmográfico, El asesino resulta, al mismo tiempo, una recapitulación y una vuelta de tuerca. La película, contrariamente a lo que leo en algunos foros, no narra el cotidiano de un asesino a sueldo, sino una vendetta que lleva a cabo cuando (spoiler, aunque forme parte de la premisa del relato), como represalia por un error que ha cometido, la mujer a la que ama es atacada por unos sicarios. El armazón argumental de  Andrew Kevin Walker y la potencia expresiva que Fincher imprime a las imágenes ponen al espectador en una tesitura incómoda. Estoy hablando del mecanismo de identificación con el personaje, por supuesto. Que resulta más conflictiva que nunca, porque el cine de Fincher suele tener diversos protagonistas con los que no es fácil empatizar, pero aquí la cosa se complica: ¿es aceptable por parte del espectador el ojo por ojo de alguien que se dedica a asesinar, civiles si es necesario, sin contemplación alguna? El asunto roza la perversidad langiana.

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Fincher, uno de los últimos grandes directores del cine americano, traduce toda esa conflictividad narrativa en un ejercicio visual depuradísimo, uno de los más herméticos y estilizados de su completa filmografía (que ya es decir), que se articula desde el absoluto mimo a la relación entre espacios escénicos casi siempre en movimiento y una labor quirúrgica con el montaje. Al principio de El asesino –que arranca con una larga secuencia de presentación en un ático de Paris donde escuchamos la voz en off del personaje–, uno teme que esas descripciones de la voz en over se adueñen del relato y lo lleven a sesudas abstracciones, pero eso se revela, deprisa, un mero ardid: la voz en off puntúa y complementa (a veces, dejando aflorar una negra ironía), pero la película se edifica de imágenes tan percusivas como la banda sonora de los colaboradores habituales de Fincher, Trent Raznor y Atticus Ross, imágenes que se organizan como largas set-piéces concatenadas, diferenciadas por los saltos de escenario pero uniformadas por esa métrica implacable que no deja al azar, ni a la ambigüedad, nada, pero lo condensa todo en el menor número de planos posible y la duración mínima imprescindible para servir a la vocación descriptiva.

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The Killer. (Featured) Michael Fassbender as an assassin in The Killer. Cr. Netflix ©2023

Semejante vaciado escenográfico sirve, por supuesto, a lo abstracto y alegórico, que es el territorio que atrae siempre los relatos sobre asesinos a sueldo (me ahorraré citar ninguno: hay una buena nómina, de Melville a Jim Jarmusch), de los que El asesino es un exponente modélico. Pero Fincher lo arrastra todo al territorio espiritual que le interesa, cabría decir que le obsesiona: el individuo perdido en la fría y metálica opacidad del mundo. Más allá de comentarios concretos –y nada anecdóticos– sobre el funcionamiento económico actual (compras por Amazon, reservas telemáticas en el McDonalds, pagos con el móvil, etc), la película se sostiene, de principio a fin, sobre la deslocalización: Fassbender va de un lado a otro sin parar, la película es una interminable sucesión de viajes en coches de alquiler, idas y más idas (solo una vuelta), oficinas vacías, lugares de encuentro fríos, y hogares imposibles (una, el del protagonista, una fastuosa mansión que ha sido asaltada, mancillada; y la otra que aparece en el relato, en Florida, la del sicario que vive con su feroz rottweiller y donde el protagonista se enfrenta en una brutal batalla cuerpo a cuerpo).  Es lo exterior, lo que vemos –o donde habitamos– como reflejo de lo interior, lo que somos. Destilado a la manera que Fincher insiste una y otra vez desde el primer día: el angst vital soterrado bajo la violencia y la metáfora hiperbólica y asfixiada sobre los ejes del funcionamiento socio-cultural que definen al individuo en la sociedad moderna.

LOS ASESINOS DE LA LUNA

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La maquinaria implacable

Si echamos la vista a la filmografía de Martin Scorsese durante la última década, uno de los elemento más llamativos -para mí sorprendente,- es que este cineasta octogenario no haya renunciado ni un ápice a la ambición cinematográfica en el sentido más amplio, el que incluye el formato, el contenedor de producción y el contenido narrativo. Es verdad, sólo ha firmado cuatro obras, pero son cuatro obras excelentes, y de gran envergadura a todos los niveles. Y si hablamos de cine, también hablamos de los usos en la producción y distribución de largometrajes, y en ese sentido es harto encomiable la capacidad de Scorsese de haber sabido capitalizar su prestigio y reacondicionarse a los cada vez más radicales cambios de tornas en la industria para poder sacar adelante tamaños proyectos que, además de por su fuerte personalidad, se caracterizan por el aroma de un cine de gran aparato y manufactura comme il faut, algo cada vez más inédito de encontrar en un paisaje industrial donde algunos directores van quedando condenados al ostracismo, otros se reciclan en lo catódico, otros buscan un nicho independiente y otros se atrincheran en territorios genéricos. Scorsese, no. Sigue filmando películas, una vez despejadas las incógnitas industriales, como la hizo siempre que, diría desde Taxi Driver (1975), empezó a disponer de medios económicos de enjundia. Vaya todo eso por delante, pues no es un asunto baladí.

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Ya entrando al trapo de esta Los asesinos de la luna, y -si se me permite- haciéndolo en clave estrictamente scorsesiana, me da la impresión de que, a pesar del atavío clásico, de aparatoso drama sureño, que le imprime el guion de Eric Roth a este relato de lo particular sobre lo general (el genocidio sobre la población india en territorio estadounidense), Scorsese traduce su aparato intimista en otro aspecto que siempre le ha interesado más, el documentalista, resultando de ello un poderoso artefacto narrativo híbrido que bascula, sin apenas resentirse de ello en ningún momento a lo largo de 210 minutos, entre la crónica socio-histórica de primer orden (esos ejercicios de infrahistoria del Scorsese de los «filmes gangsteriles», o de El lobo de Wall Street, o de la producción de Boardwalk Empire, pero también de diversos documentales, como el que dedicó a Bob Dylan o el que habla de los orígenes del blues) y la ópera negra densa y más desatada, la que ya tanteaba en sus primeras obras, empezó a traducir adaptando a Edith Warton, intensificó en algunos pasajes de Gangs of New York, de Infiltrados o de la siempre infavalorada El aviador, y se apodera de buena parte del trasfondo narrativo de El irlandés.

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En ese sentido, Ernest Burkhart, el personaje encarnado aquí por Leonardo Di Caprio, guarda algunas concomitancias con el que Robert De Niro interpretaba en el anterior fresco épico del cineasta, la citada El irlandés: ambos sin personajes que se aferran de puntillas al ambiente en el que quieren medrar, pero que carecen del talento maquiavélico que ostentan quienes en realidad manejan los hilos. Ambos -al fin y a la postre, como Henry Hill en Uno de los nuestros o Sam Rothstein en Casino– se erigen en protagonistas casi involuntarios de un entorno viciado, inhumano. Como personajes que en el fondo soportaban su resistencia en su falta de tiento, terminan sucumbiendo bajo la rueda de ese pacto fáustico al que se entregaron sin pensar, de rodillas, quizá por razones de mero determinismo social, o porque ya estaban cansados y no les quedaba otra. Scorsese oponía al protagonista de El irlandés una sucesión de personajes de un largo y complejo mosaico de ilegalidades; aquí el antagonismo es muy diferente, y se concentra en el personaje de William Hale, el tío del protagonista, un Robert De Niro extraordinario que acumula bajo su piel y maneras la sangre de la inmundicia que el relato pretende sacar a la luz. Amén de la interpretación de Robert De Niro, sencillamente impresionante, Hale es un personaje importante en el imaginario scorsesiano, pues acumula en sus pieles, en su despotismo, en su falsedad y en todo lo que oculta lo que, en la mayoría de obras del cineasta, queda impreso no en un personaje sino en un entorno: la maquinaria implacable del funcionamiento depredador de la sociedad.

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También a diferencia de El irlandés, Scorsese depara al protagonista otra clase de antagonismo, sutil pero febril, en el personaje de Mollie (Lily Gladstone), su esposa india, a la que ama sin saber sustraerse de la consigna sobre el enemigo íntimo insuflada por su tío. En ese sentido, quizá donde a mayor altura brilla Los asesinos de la luna, más allá de su formidable recreación de época, más allá de sus fogonazos de thriller despiadado, más allá de su contundente repliegue luctuoso en el último tramo del metraje, es en el trabajo escenográfico a partir del careo de esos diversos puntos de vista, que Scorsese armoniza de un modo tan despampanante que el filme merecería un estudio escena a escena: la mirada de la víctima, Mollie; la de la víctima propiciatoria, Ernest; y una externa, de narrador omnisciente, que nos invita a ir desentrañando, lento pero seguro, el mefítico tablero de juego que el capitoste de la comunidad Hale despliega para esquilmar, desvalijar y, en fin, aniquilar la comunidad Osage en ese pueblo de Oklahoma devenido en una antesala de este, uno de tantos infiernos sobre el que se construyó la nación de las barras y las estrellas.

GOLPE DE SUERTE

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Azares y trenes de juguete

Cambiando radicalmente de tercio respecto de su película precedente, la divertida aunque algo desaliñada Rifkin’s Festival, Woody Allen regresa con esta Golpe de suerte (Coup de Chance, su título original, pues es una producción francesa) a una arena creativa y a unos motivos que atraviesan su filmografía desde los tiempos (dorados) de Delitos y faltas (1989): hablo de la inclusión de una subtrama criminal en el retrato, entre dramático y de rosca irónica, de parejas y matrimonios en crisis. El filme que nos ocupa, amén de ser claramente el más chabroliano de toda su filmografía (¿tendrá en ello que ver el pabellón?), engarza de forma muy directa con la soberbia Match Point (2005): como allí, hay una crónica –por supuesto despiadada– de los usos y roles de la alta burguesía (allí londinense, aquí parisina). La gracia de la comparativa es que aquí se anula el elemento “dostoyevskiano”, referido a la culpa (¿y el castigo?) relacionados con la comisión de un acto deleznable –el quitar de en medio a una persona que “sobra”–, quedando un retrato en ese sentido mucho más despiadado, pues funde en su voz narrativa la psicopatía pura del personaje que comete esos actos atroces. En ambas obras, como en muchas otras, Allen insiere un tema importante en su imaginario, el de la importancia del azar, de esa suerte aludida en el título, en el devenir de esos personajes personajes puestos en liza, sus decisiones y las consecuencias de las mismas. Una resolución deliberadamente afinada al deus ex machina funciona como ironía negra o constatación última del (a poco que lo piensen, pavoroso) paisanaje que el cineasta quiere describir.

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Aunque en la Mostra de Venecia la película fue muy aplaudida por la crítica, no nos hallamos, ni de lejos, entre lo más trufado de su filmografía. Diría que Allen está, desde hace años, instalado en un nirvana creativo (paradójico, como lo es la neurosis alleniana, pues tiene que buscar financiación y cambiar de partners constantemente para levantar un proyecto: en esta ocasión ha tenido que rodar en francés, un idioma que no habla), y mantiene su lucidez intacta (no así su mordacidad, un poco a la baja). Sin embargo, hay dos elementos que, generalizando un poco el último tramo de su filmografía, le restan poderío expresivo a sus obras. Por un lado, esa repetición, a menudo, recapitulación o levísima variación de temas ya explorados. Por el otro, y lo que nos ocupa aquí, una cierta tendencia al esquematismo que, en ocasiones, es propia de los cineastas que continúan filmando a muy avanzada edad, cuando ya no están en las condiciones creativas más pletóricas, y que a menudo (ay) la crítica tiende a confundir con la depuración o pureza expresiva, en un acto de benevolencia analítica que bienvenido sea (Woody Allen no tiene que demostrar nada, su filmografía lo avala en lo más alto), pero que, seamos francos, carece de cierto rigor. No todos los cineastas que están en las últimas postrimerías de sus carreras filman Siete mujeres o La trama.

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En Golpe de suerte se aprecia una labor de puesta en escena más esmerada de la media habitual en las últimas obras del realizador, en buena medida fruto de un trabajo excepcional de Vittorio Storaro en la fotografía: el cineasta, que ya benefició, y mucho, los resultados de Wonder Wheel (2017) dibuja lo anímico a través de un trabajo cromático que se mueve entre lo cálido y lo frío, el amarillo y el azul, de forma tan plástica como gráfica en sus constataciones. Se aprecia, sin embargo, una evidente irregularidad en el desarrollo del relato. Allen mima, y mucho, la puesta en imágenes en la primera mitad del metraje, ya desde ese plano secuencia en steadycam que abre la película pasando por la labor en exteriores en la que filma el encuentro amoroso en ciernes entre la protagonista,  Fanny (Lou de Lâage), y el viejo compañero de escuela con el que se reencuentra, Alain (Niels Schneider), unos exteriores luminosos y una cámara suelta, que se mueve con los personajes y a menudo muestra espacios muy abiertos, en abierto contraste con la frialdad azul metálica de los planos en el interior de la vivienda de Fanny y el marido al que engaña. A mitad de metraje, la crónica de un adulterio, o si prefieren de un romance, se quiebra con un giro de guion que realmente impacta por la naturalidad con la que el cineasta sabe inserirlo en la trama. Y, sin embargo, a partir de ahí, en ese segundo acto del relato, los acontecimientos se suceden de forma más mecánica, a menudo confiando en exceso en la complicidad del espectador en detrimento de la congruencia dramática, y en una exposición y resolución que, aunque no carezca de capacidad expresiva (Allen es Allen, y con poco es capaz de sugestionar o interpelar al espectador, máxime a aquél que ya le conoce tanto su imaginario como sus estrategias), no resulta del todo convincente y, sin duda, hace lamentar que no existiera una mayor depuración en la escritura o, especialmente, una apuesta escenográfica más a tono con la contundencia del discurso.

INDIANA JONES Y EL DIAL DEL DESTINO

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Formas de volver a casa

En el inevitable juego de las comparaciones odiosas, hay una de la que nadie se librará: ¿es esta quinta aventura de Indiana Jones mejor que la cuarta entrega? O, incluso, ¿está a la altura de las cuatro precedentes? Pero, para pensar en ello, antes me decanto por otra comparación, en realidad menos odiosa: lo que Indiana Jones y el Dial del Destino tiene que ver con Star Wars, Episodio VII: El Despertar de la Fuerza (2015). En ambas, la mano primordial (Steven Spielberg aquí, George Lucas allí) se caen de la ecuación creativa, aunque en ambas, las franquicias bajo control de la Disney, queda el engarce-enlace en la figura de la productora Kathleen Kennedy (que, curiosidades del cine, tuvo sus primeros créditos como associate producer en 1981 en la película… En busca del arca perdida). James Mangold se respalda en guionistas ya expertos y relacionados con la franquicia (David Koepp), al igual que J. J. Abrams (Lawrence Kasdan). En ambas, los cineastas recogen el testigo de una saga en la que son muy conscientes de que no se trata de filmar una aventura más, sino de integrar lo que se narra en una cosmogonía que es patrimonio del gran público y que incorpora una iconografía pop de primer orden, y que parte importante del riesgo asumido tiene que ver con el negociado o tributo a ese acervo previo de celebridad estratosférica.

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Es muy interesante analizar el modo casi complementario que Abrams y Mangold han tenido de acercarse a las respectivas sagas. En el caso de Abrams, convirtió su Episodio VII en la fan fiction más aparatosa de la historia, hilvanando una trama-plantilla del filme que George Lucas  dirigió en 1977 para, a la postre, culminar un sueño en el subconsciente colectivo de diversas generaciones: tras superar todos los obstáculos, hallar al héroe superlativo, Luke Skywalker, y devolverle su espada láser. En apariencia, Mangold es un cineasta mucho menos posmoderno, que no pretende jugar la baza metanarrativa con la exuberancia de Abrams, y sin embargo en su filmografía encontramos películas como (las, todas ellas muy sólidas,) Identidad (2003), En la cuerda floja (2005) o El tren de las 3:10 (2007) que se erigen en elaboradas relecturas de lo genérico, lo cual ya indica el cierto grado de autoconciencia al que somete la apuesta escenográfica; y en otras, como Copland (1997) o especialmente Logan (2017), el cineasta demostró que esa solidez narrativa ganaba muchos enteros cuando la mirada se afinaba hacia lo crepuscular. Y en Indiana Jones y el Dial del Destino se ponen en juego, en un perfecto balance, esas dos señas de identidad creativa. Digamos que si Abrams es capaz, o prefiere, el metarrelato para deshojar la margarita del material con el que trabaja, Mangold opta por una vía más contenida, y deshoja esa misma margarita, esa autoconciencia y ese vitriolo posmoderno, desde dentro del relato.

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Es, en ese sentido, incluso irónico que Mangold haya sido el elegido para dirigir esta quinta entrega (y primera sin la firma de Spielberg) de la saga de Indiana Jones si tomamos en consideración que, en la cuarta, Spielberg jugaba la baza de la autoparodia hasta el extremo, quedando a menudo la sensación de que, más que una aventura de Indiana Jones, asistíamos a un encuentro entre amigos (Lucas, Spielberg, Harrison Ford), que exprimían los tropos de la saga sacrificando incluso el más elemental rigor narrativo. Como si Mangold fuera consciente de que no se podía (o debía, o le apetecía) ir más allá en ese sentido, lo que propone en Indiana Jones y el Dial del Destino es el relato de una versión limpiamente crepuscular de, si debemos parangonarla con una, En busca del arca perdida (en ese sentido, el papel del villano (espléndido Mads Mikkelsen) en el imaginario de los villanos nazis –alguien que pretende “volver a empezar” el desastre– y algunas declaraciones de intenciones como, sin ir más lejos, el formato de los títulos de crédito).

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Lo mejor, lo que hace de Indiana Jones y el Dial del Destino una muy buena película, es la capacidad de Mangold de poner en juego todas las piezas superficiales que, según los cánones del gusto del gran público/mecanismos de reconocimiento/autoguiños, resulta dable esperar de una película de Indiana Jones sin por ello sacrificar algo tan encomiable como las ganas de narrar una historia propia y, muy especialmente, llevar la caracterización del personaje un poco más allá. O, dicho de otra forma, aportar algo novedoso y, además, congruente que engrandece la épica asociada al más eminente arqueólogo del Cine. De tal modo, en el filme se despliega un mosaico de personajes-satélite reconocible (una partner de Indiana, Helen  (Phoebe Waller-Bridge), con carisma –y heredera, en lo narrativo, del carácter fuerte de Marion Ravenwood (Karen Allen)–, e incluso un chavalín, Teddy (ethan Isiddore) que replica tímidamente el papel de Short Round (Ke Huy Quan) en El templo maldito; un aliado que entronca con lo arqueológico (Toby Jones), y un viejo amigo, Sallah (John Rhys-Davies), al que añadimos uno de nuevo cuño (el breve papel de Antonio Banderas), y, en fin, la cohorte de villanos exigida entorno al malo-malísimo antes mencionado), despliega infinidad de set-piéces de acción, desparpajo y humor (aspecto objetivamente bien resuelto por mucho que sea en el que, probablemente, más echemos de menos la alquimia de Spielberg y su montador Michael Kahn), y, por supuesto, se entrega a los elementos superficiales categóricos de la trama en lo que a escenarios y atrezzo se refiere, alguna vez de forma desganada (la comparecencia de bichos en un brevísimo pasaje), pero a menudo con el empaque e incluso solemnidad (la tumba de Arquímides) que el seguidor de la saga exige.

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Pero todo eso, superficies, es menos relevante que el subtexto del relato, que Mangold no pierde de vista en ningún momento y que dirige todos los sentidos de la trama: el hecho de que Indiana Jones es un personaje del pasado, que ya está demasiado viejo para casi todo, y que la labor a la que ha consagrado su vida (la búsqueda de reliquias del pasado) no hace otra cosa que desalojar, cada vez más, de lo contemporáneo. En esa sutileza progresa el aparato metanarrativo y alusivo que Abrams en Star Wars manipulaba más arrás de lo perceptivo, y aquí los resultados son extraordinarios: la exhumación digital de una aventura del personaje en 1944 (el estupendo prólogo, a pesar de las limitaciones de la recreación digital), la crónica desangelada de un retiro, una persecución por las calles neoyorquinas en la que Indiana termina ¡a caballo! en el metro de la ciudad, los escenarios de la aventura que remiten siempre a lo antigüo (Tánger y sus callejuelas laberínticas, las islas griegas, los villaggios sicilianos) y, por supuesto, un elemento sobrenatural que a punto está de desencadenar algo así como un pacto fáustico del personaje con el destino (y perdonen que me exprese de forma vaga: no quiero hacer spoilers). Aunque in extremis los guionistas rescaten al personaje del destino que él escogió y lo entreguen a un final convencional, queda la fuerte impronta de esa anotación romántica de alto voltaje que nos recuerda por qué razón, más allá del látigo y el sombrero, admiramos al personaje que, añadámoslo para cerrar, con tan infinito carisma ha dado vida Harrison Ford.

BABYLON

Lo grotesco, lo elefantiástico y lo sublime

Cineasta joven,  de indudable talento y fuerte personalidad, Damien Chazelle eclosionó en la percutante Whiplash (2014), y, poco después, con La La Land (2016) alcanzó el estatus de director-estrella. Dos años más tarde, asumió riesgos con First Man (2018), pero su  salto mortal y sin red es indudablemente esta Babylon (2022), filme de vocación épica en la que lleva al extremo sus postulados creativos y que, ay, vistos los malos números en el box-office, la tibia recepción crítica y los pocos éxitos que cosecha en la arena del prestigio en Hollywood, esto es la temporada de premios, tiene visos de convertirse muy rápido en un film maudit que, probablemente, hipoteque el futuro del cineasta en demasía. Es una lástima, porque Babylon, obra hipertrófica y sin duda imperfecta, sí tiene muchos elementos de interés, amén de reflejar diversas de las paradojas de la primera división del cine de Hollywood actual y de arriesgar en lo narrativo desde un balance ético y estético que sirve, como en realidad la completa filmografía de Chazelle, para explicar los tiempos que corren para el cine comercial de target adulto en una era en la que la sombra o impronta de lo televisivo cada vez es más patente.

Chazelle juega con esa fricción trazando un retrato del paso de la era silente a los talkies en Hollywood, temática sobre la que ya mucho se ha dicho (o filmado), desde esa Cantando bajo la lluvia (Stanley Donen, 1952), que se cita en dos ocasiones en el filme hasta, hace apenas una década, la celebrada (aunque después olvidada) The Artist (Michel Hazanavicius, 2012), por citar dos ejemplos significativos. Se trata de una temática que por supuesto obsesiona a la Meca del Cine, por lo que revela de los cambios de tornas cardinales en su sintaxis (el contenido) y también por lo que de febril tiene en una lectura sociológica (el continente, que es en lo que más hincapié efectúa el filme). Chazelle marca las cartas desde el mismísimo principio (esa secuencia prólogo que relata el extravagante traslado de un paquidermo a una mansión hollywoodiense, seguida por la crónica de la orgiástica y salvaje fiesta para la que el animal fue requerido), y nos aboca a un relato categórica y decididamente excesivo sobre los oropeles de aquel Hollywood aún en construcción durante la década de los veinte que cedió paso a muy otros tiempos cuando, con la llegada del sonoro, o poco después, también cambiaron las tornas en términos económicos (la Depression) y de moralidad (el advenimiento del código Hays).

Semejantes contextos se citan poco o nada en el relato, pero están ahí, indudablemente, en una construcción narrativa que Chazelle arma a fuerza de acumulación de escenas para exacerbar sus metáforas. En Babylon los personajes encarnan arquetipos, figuras representativas de unos tiempos, y en ese sentido -volveremos sobre ello más adelante- su desprecio de la narrativa convencional es, además de deliberado, paradójico. No he leído en ningún lugar pero se me hace muy evidente que el cineasta parte de una cuestión de punto de vista que recuerda poderosamente a El Gran Gatsby, la obra maestra de Francis Scott Fitzgerald. Como en ella, el espectador va de la mano de una mirada externa a lo que acaece, en este caso el inmigrante Manuel (Manny) Torres (Diego Calva), que acumula sentimientos encontrados pero en una deriva de pura fascinación por lo que acaece ante sus ojos, que en este caso no son las fastuosas fiestas de Gatsby sino la gran fiesta del movie-making, una maquinaria de los excesos donde, y la mirada que imprime Chazelle en la primera mitad del metraje nos impregna de ello, aflora algo inaudito, algo mágico, que después se materializa en el celuloide. Probablemente, y al respecto, no hay pasaje en el filme más brillante que la larga secuencia que relata un día de filmación en uno de los estudios primigenios. La fuente de embelesamiento que aturde a Manny es la joven actriz Nellie La Roy (Margot Robbie), una auténtica fuerza de la naturaleza revelada por esa época de febriles constancias que terminará siendo devorada por el cambio de los tiempos y los propios excesos; pero, en el tapete argumental, Brad Pitt, en las pieles de Jack Conrad, reproduce idéntico patrón en masculino. Estos sosías de, pongamos, Cara Bow y Douglas Fairbanks, son el meollo de un paisaje que cortocircuita con un paisanaje y que eleva la nota de ese viejo Hollywood entre la Babilonia del título y una Atlántida a punto de desaparecer.

En esas caracterizaciones y en esa mirada de un testigo -enfatizado en todo momento, pero incluso solemnizado en el, por supuesto muy discutible, epílogo de la función- Chazelle alcanza las paradojas antes mencionadas. Aunque, como se ha dicho, el afán expresivo es una épica hiperbólica, en no pocas ocasiones (demasiadas para considerarlo un accidente) Chazelle abona lo escatológico donde un Bazz Luhrmann (sin ir más lejos, el excelente transcriptor posmoderno de El Gran Gatsby) se comprometía con el barroquismo. Donde un Scorsese (el de Gangs of New York (2002) o El aviador (2005), por ejemplo) plantaba la bandera de su cinefilia como prisma y celofán de su crónica, Chazelle insiste en la fuerza motriz de unos arquetipos de los que emergen fragmentos concatenados (al actor y la actriz antes mencionados, hay que sumarle el trompetista negro Sidney Palmer (Jovan Adepo), o la cronista de Hollywood, testigo que a su vez forma parte de la maquinaria, Elinor St. John (Jean Smart), así como diversos personajes-satélite tan peculiares como el lugar en el mundo que habitan); y de todo ello emerge una narrativa que colapsa la posibilidad de lo clásico, de la lógica del raise & fall por todos conocida: todo se diluye, no hay historia que contar, a la postre, solo esas grandes secuencias, filmadas desde lo elefantiástico o, menos, desde una buscada contención narrativa, pero que en todo caso se acumulan y que pretenden (y a ratos consiguen), por encima de todas las cosas, no contarnos algo de nuevo, sino hacer nuevo el contarnos lo de siempre, cobijándose definitivamente en las metáforas y en la fuerza centrífuga de lo más llamativo, lo que imprime una leyenda en el siglo XXI. Es, en definitiva, una mirada impregnada, rabiosa, de actualidad que, recapitula la paradoja, celebra el poder del cine diluyendo muchas de las propiedades esenciales de su narrativa, escudándose en un vanguardismo que, a la luz de la recepción del filme, muchos críticos han condenado como pretenciosidad.  Lo rutilante de algunas de las secuencias citadas, lo percutante de muchas soluciones visuales y lo extraordinario y despampanante de la banda sonora de Justin Hurwitz quizá no han sido suficientes, pero Chazelle lo ha intentado, y ha ido con todo. Eso, en el Hollywood de hoy como el de ayer y el de siempre, debería bastar, pero nunca bastó. A diferencia de lo que sucede en Europa, y en el circuito de los festivales, donde a menudo mucho menos basta. Paradojas hasta el fin.

SPENCER

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El simulacro y el tormento

De forma aún más acusada que La casa Gucci (Ridley Scott, 2021), estrenada el mismo día, Spencer es una obra que desconcertará a quienes acudan a las plateas («o al streaming», debemos ir añadiendo la coletilla) esperando radiografías al uso según el patronazgo de las revistas del corazón. Lady Di fue, sin duda, una de las figuras más relevantes -y lucrativas- de los anales de ese periodismo, y su triste final no hizo otra cosa que alimentar el mito, un poco a la manera de Marilyn Monroe en su justa traslación de paisajes, entornos y épocas. El trailer de la película puede anticipar que se trata de un retrato desmitificador, sí, pero solo el conocedor del cine de Pablo Larraín puede ir preparado para ver la clase de relato que se condensa, de principio a fin, en Spencer.
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Digo Larraín, y podría añadir al afamado guionista Steven Knight, dos personalidades que se armonizan en este relato de los tres días navideños que Diana pasa con la familia real británica en la Casa de Windsor situada en su finca de Sandringham en Norfolk, Inglaterra. Del director de Jackie podíamos esperar ese minimalismo desesperante, esa coda de introspección dramática que eleva la nota a lo psiconalítico, llegando a plantear paralelismos (y fantasmagorías) con el personaje, también trágico, de Ana Bolena. Larraín es un cineasta que también tiene demostrada sus facultades para rasgar el drama desde una ambientación de lo opresivo, y Knight, escritor y cineasta con habilidad para la concentración dramática y la pieza de cámara oscura y paranoide (Shutter Island, Locke…) termina de aportar el ingrediente, primordial, de lo claustrofóbico que da carta de naturaleza al relato.
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Spencer es una película construida a partir de metonimias defendidas desde lo poético (principalmente esa chaqueta de un espantapájaros, pero también los faisanes, las cortinas, el vestuario desprogramado, un collar de perlas, una bola de billar y otros muchos objetos contemplados como símbolos, fetiches narrativos) que se tensan contra una descripción de una realidad -la opulencia de la monarquía británica- plasmada como una mortaja, una refulgente pero insoportable inanidad. En ese torbellino progresa el one woman show incesante de una ajustada Kristen Stewart, que da vida a una Diana que sólo vive cuando pasa unos ratos con sus hijos (que acaban sirviendo la catarsis necesaria del cierre) y que, en cambio, vive martirizada por todos y cada uno de los exquisitos protocolos que impone la tradición. Unos protocolos que la cámara, inteligente, retrata con frialdad y un detalle que incide en la cosificación constante,  mientras la trabajada métrica que imponen guion y montaje dan caja de resonancia a lo reiterativo y exasperante de horarios, obligaciones y requerimientos de esa vida entendida como figuración tanto hacia afuera como hacia adentro.actores-spencer-película

El resultado es un retrato asfixiante, denso en su circularidad viciosa, el retrato de una condena en una jaula dorada que sirve, claramente, como denuncia a la decadencia de la figura de la monarquía. Diana, perdida ya al inicio del relato, agobiada, melancólica, bulímica y paranoica, acumula el tormento que subyace al simulacro. El filme, a pesar de algunos excesos y concesiones a lo convencional (la fuga de Diana a la casa de su infancia, el epilogo amable), transmite de forma muy poderosa la pasoliniana noción de pornografía en que se erige la monarquía en una sociedad moderna.

LOS FABELMAN


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  • The story of my life

Este es un filme autobiográfico que habla, yuxtapone y llega a cortocircuitar el amor por la creación cinematográfica y la narrativa conflictiva de la vida familiar. Si Steven Spielberg hubiera abordado el proyecto a mediados de los años noventa, aparte de ser, seguro, una obra distinta, quizá el análisis se hubiera centrado más en lo referido a lo primero, el cine, que en lo segundo, lo psicoanalítico. Ahora el peso recae mucho más en este segundo aspecto, y es así por varias razones. La esencial es que el peso de Spielberg como cineasta en el paisaje audiovisual ha decaído muchísimo, igual que su influencia; las maneras a la postre clásicas de su cine ya están muy lejos de sentar cátedra, su prestigio se ha solidificado en los manuales de historia (versión 2.0), y por tanto ya sólo alguien muy despistado puede caer en la tentación de señalar un afán mesiánico, o pensar que en The Fabelmans Spielberg pretende afirmarse como guardián del Séptimo Arte o algo parecido. Bien lejos, al Spielberg de hoy, y en su escasa capacidad de maniobra industrial (en comparación con la que tuvo), lo que le queda, y ha aprovechado, es la oportunidad de hacer un filme intimista en el que recapitular, con las mismas herramientas de siempre, sobre aspectos biográficos que planearon largamente en su filmografía (especialmente, claro, el trauma de la separación de sus padres) y que esta obra septuagenaria eleva a lo exorcístico.
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Como sucede a menudo con directores veteranos, la obra engarza piezas donde se reconocen pasajes tonales diversos de su bagaje filmográfico, aunque ese engarce, en el trabajado guion de Tony Kusher y el propio Spielberg, esté muy afinado y el filme respira en una cadencia insobornable, quizá morosa, pero sin apenas altibajos, sostenida en lo introspectivo y reflexivo. Hay cierto acartonamiento en el primer tercio de metraje, un afán de pureza escenográfica que recuerda el de ciertos pasajes de(l inicio de) A.I. Inteligencia Artificial (2001), aunque aquí esa ciencia escenográfica se vuelque sobre un cuadro costumbrista, un relato cotidiano sobre una familia middle-class fifties y esa cirugía chirríe más que la que aplicó en un receptáculo visual scifi al continuar el proyecto de Stanley Kubrick. Aquélla terminaba con una mujer abandonando a su hijo-androide en un plano desde el retrovisor; aquí, el trauma sólo se anticipa a través de una secuencia-fuga: la madre (Michelle Williams) abandona al marido (Paul Dano) y a su bebé para llevarse a sus otros hijos a ver un tornado, situación más propia de lo onírico que del relato cotidiano, y crucial para sostener la estructura que en lo sucesivo se apuntalará.
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Cuando, tras una hermosa elipsis -el niño ya filma, en este caso la llegada de su familia al segundo hogar, alza la mano y, al descenderla, Sam (Gabriel Labelle) ya es adolescente-, nos adentremos en el segundo tercio largo de metraje, el relato se oxigena, y hay un estupendo balance entre el desenfado y salero en el narrar los avatares de los rodajes de las primeras películas en super8 de Sam Fabelman y una crónica implosiva de la crisis familiar, que va ganando densidad y que se relata con tanto mimo como capacidad de sugerencia, quizá con la única excepción de la secuencia-interludio de la visita del tío de Sam, donde quizá se acusa la poca necesidad que el relato tenía de literalizar en una conversación lo que las imágenes ya nos estaban exponiendo con suma eficacia, por mucho que la gestión de los elementos (los dos personajes en el reducido espacio de una habitación, la sapiencia en el manejo de la cámara) doten de fuerza a ese segundo momento de ruptura del relato.
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Al alcanzar el tercer y último tercio del metraje -tras el que sólo quedará ese epílogo-omaggio a John Ford que, de nuevo, los despistados pueden confundir con una especie de recogida de un testigo que no existe-, Los Fabelman termina de afirmarse como la estupenda obra que es, pues la caja de resonancia del balanceo previo se multiplica, y mientras se nos narran los avatares adolescentes de Sam y su problemático encaje con el paisanaje del instituto con tanta soltura como sentido del humor, al puro estilo de comedia de Atrápame si puedes (2003), el otro relato, el de notas graves, se lleva a su solución a través de una planificación y elecciones visuales a cuál más extraordinaria, y que tienen como coda esa transferencia psicoanalítica que al principio era de lo externo (el miedo a un choque de trenes) y ahora es de lo más íntimo (la majestuosa solución visual que culmina la secuencia en la que el matrimonio Fabelman comunica a sus hijos que se va a divorciar: Sam se ve a sí mismo filmando ese instante crítico devenido en secuencia cismática, sugiriendo una fuga de sí mismo, un refugio final, elemento que la gestión previa de los puntos de vista ya nos venía anunciando, por ejemplo en la secuencia precedente, la del traslado a la casa californiana que el padre ha adquirido, mostrada como una filmación casera).
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Más allá de todo lo anterior, más allá de lo autobiográfico, para el Cine queda la secuencia, de quieto desgarro, en la que Sam Fabelman monta el video familiar de la excursión y, en el ralentí de las imágenes, descubre el secreto que terminará por separar a la familia. No es solo el afirmar que el cine, las imágenes en movimiento, tienen un poder freudiano; no es convenir que la distancia entre el blanco de los sueños y el negro de las pesadillas se difumina cuando una herramienta creativa se afina con los sentimientos. Eso sería sólo la temática, la poderosa idea de los guionistas. Aquí, mucho más allá, es una cuestión de puesta en imágenes, de enunciación y cadencia, que es -a pesar de lo que dicen algunos- lo que hace rotunda la mirada de Spielberg: el cineasta filma la secuencia casi como si quisiera acompañar la melancolía del adaggio de John Williams que, en el relato, su madre está interpretando al piano: hay un montaje que alterna cuatro focos: el rostro de Sam al montaje de su película casera; lo que las imágenes de esa película revelan; el interpretar Midge al piano la pieza; y la atenta contemplación por parte de su marido: Spielberg condensa esos cuatro enunciados en una armonía, la de la música, que, al alcanzar la solución de la escena, dará por fragmentarlo todo, y convertir a tres personajes/focos (marido, mujer y su hijo) en agentes perdidos en una nada abominable oculta bajo la apacible apariencia, siendo el cuarto elemento/foco, el cine, el ángel exterminador de la apariencia, y el acompañante sonoro, el subrayado del naufragio.

EXTERIOR NOCHE

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Deconstrucción de lo traumático

Hace veinte años, y con Buenos días, noche, Marco Bellocchio quiso rendir cuentas cinematográficas con uno de los acontecimientos decisivos de la vida política italiana durante el siglo XX, el secuestro y posterior asesinato del primer ministro italiano Aldo Moro por un comando de las Brigadas Rojas durante la primavera de 1978, a las puertas de la investidura del cuarto gobierno del democristiano Giulio Andreotti, esta vez con apoyo del Partido Comunista italiano. En aquella celebrada película, y con una pluma inspirada, aunque hija de su tiempo, Bellocchio refería aquellos acontecimientos desde la perspectiva de sus captores, principalmente Chiara (Maya Sansa), personaje libremente inspirado en Anna Laura Braghetti, terrorista que ejerció como anfitriona de la cárcel del pueblo donde Moro pasó su cautiverio durante cincuenta y cinco días antes de ser asesinado.

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Al contemplar, hoy, la extraordinaria miniserie Exterior noche (estrenada en Filmin en las Navidades de 2022), Buenos días, noche queda como poco más de un apunte en bruto, un ensayo parcial del extraordinario ejercicio deconstructivo que la serie propone. De hecho, en esa deconstrucción hay un episodio en concreto, el cuarto, centrado en un personaje intercambiable con aquella Chiara, Adriana Faranda (Daniela Marra), que podría verse como un remake en toda regla de la película de 2003, y que pretende adentrarse en la vivencia de aquella miembro de las Brigadas rojas y su paulatino cuestionamiento de las decisiones del grupo terrorista del que formaba parte conforme aquellos cincuenta y pico interminables días del cautiverio se sucedían. El episodio en cuestión, en buena lógica deconstructiva, y por razones aún más evidentes de duración (seis horas dan para mucho más que dos), puede hacer más hincapié en otros soldados de las Brigadas rojas, y especialmente en el compañero sentimental del personaje, quienes también comparecían en Buenos días, noche como personajes-satélite en la órbita descriptiva, narrativa y lírica que proponía el cineasta italiano.

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En ese dato quizá radica el parentesco, y a la vez opuesto, más íntimo entre uno y otros títulos: la película jugaba a fondo la baza del extrañamiento fruto de una captura a menudo impresionista, fragmentada, que engarzaba sus piezas con sumo talento para exponer una tesis abstracta, dejando a la reflexión (y ejercicio de memoria) del espectador la coyuntura política, o debería decir ideológica, en la que se produjo el trágico suceso. La serie, en cambio, sin abandonar algunos apuntes de raigambre impresionista, e incluso redoblándolos con set-piéces de deriva onírica e incluso surrealista (donde es fácil ver la huella de Paolo Sorrentino), se aferra a un relato de esencia realista, en la que incluso las fugas vitriólicas emergen como hipérboles tristes de unas constancias impregnadas fuertemente de realidad, en una búsqueda narrativa comprometida con ese análisis sobre lo ideológico que en la película quedaba velado: lo que en aquélla se relegaba a imágenes televisivas de archivo, aquí casi siempre se pone en escena, se filma al detalle y con exquisito celo descriptivo, búsqueda de mimetismo con lo que, tal como cotejamos con los archivos visuales periodísticos, tuvo lugar en ese episodio traumático de la historia italiana. Es como si, veinte años después, Bellocchio temiera que lo que le sucedió a su país los últimos días de la vida de Aldo Moro pudiera empezar a caer en el olvido entre las nuevas generaciones y, por tanto, fuera preciso exhumarlo todo.

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Así, como antes se ha apuntado, el relato se abre a una deconstrucción. El primer y el último episodio, en buena medida -pero no exclusiva- focalizados en la figura de Moro (Fabrizio Gufini), sirven a modo de presentación y desenlace. Y, en el meollo central, sucesivamente, el episodio segunda relata los avatares de Cossiga (Fausto Russo), el ministro del Interior y por tanto responsable de seguridad para intentar rescatar al primer ministro; el tercero se centra en el papel que corrió la intervención del Papa Pablo VI (Tony Servillo); el cuarto, la mirada de los terroristas, y concretamente de Adriana Faranda, antes mencionado; y el quinto, focalizado en la vivencia de Eleonora Moro (Margherita Buy).  Semejante arquitectura narrativa, en el que la deconstrucción no obvia un mantenimiento del avance cronológico, y que en cierto modo recuerda la de la serie española Patria (2020), funciona a la perfección en dos aspectos que la serie balancea de forma excelente: un crescendo dramático cada vez más abrasador (patente en los episodios cuarto y quinto, y especialmente en el que protagoniza Margherita Buy, en una caracterización inolvidable, que lleva al límite la expresión del dolor y el estoicismo) y la muy intencionada descripción sobre lo ideológico que se ha venido apuntando más arriba, es decir la denuncia, pues no se puede llamar de otro modo en los términos narrativos planteados, del inmovilismo tanto del partido demócrata cristiano, esto es los compañeros de partido de Moro, cuanto de la más alta esfera católica, de lo que se eleva una tesis de responsabilidad que Bellocchio engarza en el epílogo del relato, epigrafiando el devenir de la política en Italia y las trayectorias que devinieron para Giulio Andreotti (caracterizado de forma rayana en la caricatura por Fabrizio Contri) o el mentado Francesco Cossiga.

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Esa tesis es la que se apuntala en el final doblado de la serie, de hecho enfatizado por un apunte de entrada, en la presentación. Del mismo modo que hiciera en Buenos días, noche, Bellocchio filma dos finales. El que fue, y uno alternativo. En la película, menos densa en lo analítico, ese final-salvación de Moro, al que veíamos caminar por las calles de regreso a casa, se limitaba a constatar lo que debió ser y no fue. En la serie, y en buena lógica con todo lo apuntado, el final alternativo no se limita a expresar lo que debió ser, sino que, en la memorable secuencia en la que vemos a Moro recobrándose en la habitación de un hospital careándose, lleno de rencor y desconfianza, con sus compañeros de partido, eleva de forma precalara la expresión de un duelo colectivizado, generalizado a la sociedad que se retrata: cuando Moro, en esa secuencia, presenta su dimisión en off,  Externo noche está proclamando la denuncia, la categórica condena a la gestión del secuestro por parte del PDC. Sin duda, por su incidencia ideológica, esa tesis puede no ser compartida por algunos. Pero eso no debería impedir reconocer que el trabajo de Bellocchio merece ubicarse entre lo más selecto de la noble tradición del thriller político europeo.

TÁR

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La friolera de dieciséis años han transcurrido desde que Todd Field estrenara su anterior película, la poderosa Juegos secretos (Little Children, 2006). Antes, en 2001, su opera prima, En la habitación (In the Bedroom) le había revelado como un énfant terrible entre los círculos de la crítica cinematográfica. Tanto en una como en otra obras, el prestigio y los premios cosechados no hallaron correspondencia con el beneplácito del público. Eso explica el hiato y, supongo, la infinidad de proyectos frustrados hasta alcanzar esta Tár. Pero, ay, algunos patrones no cambian: la obra está siendo muy laureada, pero el público no acude a los cines a verla. Field es, pues, un ejemplo paradigmático de director de prestigio que, en modo alguno, halla el beneplácito de la audiencia. Las razones son obvias: las suyas son obras de tempo moroso,  que se toman mucho tiempo en las rugosidades de la exploración psicológica; tanto que, en realidad, ésa termina siendo la temática de sus obras, más allá de unos argumentos que, para más inri comercial, revelan aspectos bien incómodos, y a menudo dolorosos, del funcionamiento psico-social.

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En el caso de Tár llama la atención que, sin tomar como punto de partida lo literario (como sí hizo en los dos filmes anteriores), Field, guionista en solitario amén de director, abrace semejantes aspiraciones radiográficas más allá del artefacto one-woman show indudable de la obra (y al que Cate Blanchett entrega una de sus mejores composiciones tras las cámaras, lo que ya es decir). El arranque de Tár es casi el de un falso-documental. El filme se entretiene durante más de una hora en retratar, desde lo impresionista, cómo es la vida de una prestigiosa directora de orquesta que vive y trabaja a caballo entre Nueva York y Berlín, donde dirige una de las filarmónicas más reputadas del mundo. En un segundo segmento, esa descripción sobre lo profesional que en ocasiones había rozado lo periodístico, va mutando hacia un relato de lo introspectivo, de la vida personal y familiar de Lydia Tár, en un levantamiento del velo que, más que otra cosa, pretende revelar las fisuras de un personaje que de puertas afuera se muestra tan talentoso como autosuficiente. La senda progresa, y se acelera hacia lo ominoso en la última hora de metraje, hasta desaguar en la inevitable caída en desgracia del personaje, a la que, casi a forma de epílogo, seguirá una leve crónica de sus, probablemente frustrados, intentos de reinvención.

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Hay algo de la frialdad cartesiana de Stanley Kubrick en la sintaxis de Field, de la densidad expositiva del Paul Thomas Anderson en sus obras sobre la depredación humana, y, en algunos pasajes aislados, los más introspectivos de la obra (el origen de esos sonidos que Lydia busca en su casa, el papel de los vecinos, los huis clos con los que se interrumpen diversas secuencias en las que ella está sola en las calles y parques de Berlín), algo de la atmósfera enrarecida de Roman Polanski. El cineasta busca términos de depuración visual, aquí con resultados estéticos reseñables merced de la fotografía de derivas azuladas del operador germano Florian Hoffmeister, y una labor escenográfica al servicio de abstracciones y discursos: véase por ejemplo la larga secuencia en la que Lydia Tár debate, o más bien censura, a uno de sus alumnos, que dice despreciar a Bach por razones relacionadas con el acervo biográfico del compositor, escena que llama la atención por su esmeradísima planificación y filmación en plano-secuencia; lo que no sabemos entonces es que será en los últimos compases del filme, cuando veamos un montaje manipulado de idéntica escena, cuando la decisión escenográfica precedente cobre todo su sentido y derive hacia lo metanarrativo.

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La verdad es que Tár, en su ambición y tan arriesgado, también generoso, despliegue dramático-psicológico, adolece de una falta de solidez en la estructura argumental, quizá una desmesura o al menos descompensación entre enunciados y constataciones a las que nos llevan, donde no es fácil discernir qué ha quedado en zona de ambigüedad y qué en una indefinición narrativa. Esas líneas de ambigüedad parten de la disolución que Field opera entre puntos de vista externo e interno, y es un factor que sin duda tienen algo que ver con el escaso éxito del cine de Field, pues el público necesita mimbres sin los cuales avanza hacia el desasimiento. Pero ello no puede, o no debería, desmerecer ni los riesgos asumidos ni los muchos elementos de interés de la película (para mí, al fin y al cabo, la mejor de las tres que ha firmado hasta la fecha), o la riqueza de matices de un retrato de personaje cuyo pathos resulta a menudo desbordante, por mucho que en el cierre, algo abrupto, queda cierta sensación deslavazada.

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 En el cierre, quien quiera buscarlo, podrá ver un sutil homenaje a las máscaras de Eyes Wide Shut (Kubrick, 2000), obra en la que Field ejercía de actor en el rol del pianista amigo de Tom Cruise que le daba la clave para colarse en una orgía de la clase dirigente; pero quizá la solución no se limita al guiño, y, de nuevo por la vía de la abstracción, recapitula sobre ese algo obtuso en el funcionamiento del mundo y sobre las dinámicas de la élite de los guardianes del high-art, cuestiones que quedan mucho más allá de los actos, y eventuales faltas, de la protagonista. Al fin y al cabo, ése es el incómodo, e interesantísimo, subtexto del filme, un filme que, de haber tenido un protagonista masculino, sin duda hubiera sido tachado de reaccionario, porque en esa disolución antes referida de puntos de vista (entre la percepción subjetiva de Lydia y cómo es contemplada por su entorno) se difumina la distancia entre la denodada búsqueda de la virtud y el comportamiento monstruoso, entre la superioridad intelectual/moral y su instrumentalización espúrea. Entre la exploración artística y el abuso de poder más caprichoso. Entre las más altas aspiraciones y los más bajos impulsos del ser humano. Ninguna obra que se atreva a adentrarse en estos espacios, y que encima llegue a estrenarse en el circuito comercial en temporada alta, merece descrédito alguno. Todo lo contrario.

LLAMAN A LA PUERTA

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Los elegidos

Si en este mismo foro, año y medio atrás, decía sobre Tiempo (2021) que en ella Shyamalan recapitulaba, en forma y fondo, sobre las obsesiones creativas que cimentan ya no su obras, sino su indudable (mal que pese a algunos) condición de auteur, ahora, con esta Llaman a la puerta, aún se afianza más en las aguas más abstractas, en el vaciado temático, sobre el que se sostiene su imaginario. Es sorprendente, en ese sentido, que el filme, por primera vez desde The Last Airbender (filmada en 2010, en el periodo más errático de su trayectoria, y probablemente en el punto cualitativo más bajo), no parta de una historia propia, sino que suponga la adaptación de una novela ajena,The Cabin at the End of the World, de Paul G. Tremblay. No habiéndola leído, uno no sabe si pensar que se da la casualidad de que semejante material de partida le iba como anillo al dedo o bien que, a la manera de Hitchcock, el cineasta de origen hindú lleva furiosamente a su terreno semejante material. Probablemente sea un poco de lo uno y otro poco de lo otro, pero el caso es que no chirriaría en absoluto haber leído el nombre de Shyamalan acreditado como autor único del story by y del guion, pues el director se mueve a sus anchas en una historia que, de hecho, hereda diversos elementos, principalmente el núcleo narrativo focalizado en el modo en que una familia se enfrenta a un posible apocalipsis, de la muy previa e idiosincrásica Señales (2003). Pero el tiempo ha pasado y los complejos han caído (, más la capacidad de maniobra industrial, felizmente, se ha recuperado), así que, veinte años después, las ecuaciones sobre el artefacto y artificio narrativo disminuyen para dejar espacio a lo abstracto y simbólico.

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De forma aún más acusado que en la citada Señales, como en La visita (2016), o como en Tiempo, Llaman a la puerta se sirve de la unidad de espacio y de tiempo para desarrollar un relato de terror psicológico de señas reconocibles. Sin embargo, marcando algo de distancia con aquellas obras, y acercándose más a La joven del agua (2006) o a El bosque (2004), no son esas coartadas genéricas las que edifican el marcado microcosmos, extravagante hábitat narrativo que se despliega a lo largo de los 100 minutos de metraje. No, lo que se prioriza aquí es la labor con la cámara, la disposición de las piezas en el espacio escénico, el (muy constante) juego con el transfoco, la liturgia expositiva y los mecanismos de suspense a través del montaje, esto es los rigurosos atributos de puesta en imagen. Pero, y de ahí el parangón con los comsecutivos títulos que filmó en 2004 y 2006, Llaman a la puerta (sobre cuyo argumento omitiré detalle alguno) nos confirma que las proezas escenográficas del cineasta brillan más cuando Shyamalan más se atreve a adentrarse en las sinuosidades abstractas de su mirada fantastique (y sobre lo fantastique).
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Al fin y al cabo, Llaman a la puerta convence sobremanera por razones que poco tienen que ver con su argumento, ello y a pesar de que la progresión narrativa en este caso sea perfectamente coherente de principio a fin y no lo fíe todo a un twist inspirado(r). Convence porque parece una traslación al lenguaje cinematográfico contemporáneo de las cosechas narrativas y alegóricas de la mejor serie B de antaño, donde argumentos novedosos, extraños, pero a menudo también harto aparatosos e hiperbólicos, servían de cobijo para desplegar un potente discurso sostenido sobre cuestiones filosóficas; aquí, la tensión entre la fe y los límites de la resistencia humana, y especialmente una parábola sobre el sacrificio que apenas se disfraza de mecanismo de horror. Shyamalan en general, y Llaman a la puerta en particular, más allá de lo que tenga que contarnos, se disfruta y gana adeptos entre los que amamos el vehículo de la imagen pura porque se ubica claramente a la contra entre los estilemas y convenciones narrativas y visuales que resulta dable esperar de una obra de sus características y (presunta) afiliación genérica. En esos curiosos meandros y simbiosis extrañas del audiovisual contemporáneo, y centrados en la plantilla fantástica, diría que Shyamalan encarna como nadie la fusión o reunión en un todo (nada revuelto) de esas señas de la serie B clásica con una insobornable (y cada vez más difícil) definición de «auteur».

LOS CRÍMENES DE LA ACADEMIA

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Pálidos reflejos

Caracterizar a un personaje de la trascendencia artística de Edgar Allan Poe en lo audiovisual es una tarea que entraña muchos riesgos. Es bastante común en el cine contemporáneo (y aún más en las novelas que se catalogan de “ficción histórica” o asimilados) tomar como punto de partida un personaje célebre y proponer una aproximación donde algunos, normalmente pocos, aspectos del biopic se agitan y condensan con elementos extraídos del bagaje profesional del personaje en cuestión, buscando un jugo –a menudo superficial- a las señas de trascendencia cultural o artística más reconocibles del personaje. Semejantes especulaciones metanarrativas a través del careo entre realidad y ficción como binomio asimilable al de vida y obra, sin embargo, como decía, resultan siempre conflictivas, más cuanto mayor es la celebridad del personaje; el caso de Poe, nombre mayúsculo de la literatura norteamericana y de la literatura de terror universal, es particularmente resbaladizo. Recuerdo, por ejemplo, una olvidada (y perdón por el retruécano) película dirigida por James McTeigue en 2012, aquí titulada El enigma del cuervo, y que contaba por John Cusack en el papel del escritor, filme que se metía en esa camisa de once varas y no terminaba de salir bien parada. Aquí sucede algo parecido: la cita al transitado y tan genuino imaginario del escritor de Baltimore, y a su figura, por mucho que se disfrace de lo particular (un relato que acaece durante la juventud de Poe, en los años en los que estudiaba en la academia militar de West Point) es un elemento de sofisticación que sirve algunos aspectos de interés, pero no los suficientes para insuflar la fuerza necesaria a un relato de misterio que no acaba de encontrar su tono.

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Y es una lástima, porque Scott Cooper, el hombre tras las cámaras, tiene un bagaje cinematográfico (y a través de lo genérico) en el que a menudo sabe trascender el apunte. Aquí, sin embargo, y quizá como sucedía en Black Mass (2015), el cineasta no logra, a pesar de estar acreditado también como guionista, ir más allá de la ilustración atmosférica. El filme está basado en una novela, con firma de Louis Bayard y que desconozco, pero la adaptación adolece de ese mal bastante habitual en este tipo de producciones basadas en best-sellers: la dinámica literaria (de best-seller) se aprecia tan claramente que rebasa la lógica que es intrínseca al relato en imágenes, quedando precisamente eso: una ilustración más o menos llamativa, más o menos rutilante (aquí, esforzada: la labor con la luz neblinosa y los paisajes de un crudo invierno en las orillas del río Hudson, así como un encourage histórico irreprochable), pero que avanza, más que fruto de una edificación genuina de personajes (o ya no digamos a golpe de genio narrativo), a base de acumulación de información, con una sucesión de secuencias introspectivas y edificación en los focos dramáticos según reglas de alternancias de montaje que, sin merecer descrédito alguno, dejan en el espectador una sensación de convencionalidad, de dejà vu ingrato.

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Quizá las líneas precedentes lleven a error, así que quiero aclararlo: Los crímenes de la academia es un filme entretenido, quizá demasiado largo pero que sabe avanzar sin problemas en el tablero al que juega, el del whodunit, y que por tanto no debería defraudar al aficionado a dicho (sub) género. Lo que se quiere anotar es que tampoco hay mucho más allá, que la introspección en la figura de Poe, aunque respectuosa (a salvo de lo que digan sus biógrafos), y bien defendida por el actor que le da vida, Harry Melling, se termina agotando en la anécdota del antecitado tablero de juego, y que, en fin, al menos a quien esto firma le sabe mal que, viniendo con la firma de un director interesante, contando con un buen elenco actoral, y contando una historia en la órbita de Poe (sí, vuelvo al principio, ay), no logre ir más allá de un producto de consumo rápido y me temo que olvidable en la oferta avendavalada de la vida netflixera.  La ironía del todo es que, aquí, a la postre, quizá Poe es poco menos que the hook, la excusa para edificar un relato cuyo protagonismo recae en otro personaje. A la luz de los hechos consumados argumentales (que no destriparé), cabe imaginar que si el filme se hubiera centrado más exclusivamente en el personaje al que da vida Christian Bale, e incluso hubiera omitido la presencia del personaje de Poe y estableciera otra forma narrativa para la réplica en la investigación, Los crímenes de la academia podía tener mimbres para erigirse en un poderoso melodrama criminal, un retrato de coyuntura psicosocial más denso y, como filme hijo de su tiempo, una alegoría más definida e inequívoca, como la que comparece en la muy estimable Hostiles.