LOS FABELMAN


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  • The story of my life

Este es un filme autobiográfico que habla, yuxtapone y llega a cortocircuitar el amor por la creación cinematográfica y la narrativa conflictiva de la vida familiar. Si Steven Spielberg hubiera abordado el proyecto a mediados de los años noventa, aparte de ser, seguro, una obra distinta, quizá el análisis se hubiera centrado más en lo referido a lo primero, el cine, que en lo segundo, lo psicoanalítico. Ahora el peso recae mucho más en este segundo aspecto, y es así por varias razones. La esencial es que el peso de Spielberg como cineasta en el paisaje audiovisual ha decaído muchísimo, igual que su influencia; las maneras a la postre clásicas de su cine ya están muy lejos de sentar cátedra, su prestigio se ha solidificado en los manuales de historia (versión 2.0), y por tanto ya sólo alguien muy despistado puede caer en la tentación de señalar un afán mesiánico, o pensar que en The Fabelmans Spielberg pretende afirmarse como guardián del Séptimo Arte o algo parecido. Bien lejos, al Spielberg de hoy, y en su escasa capacidad de maniobra industrial (en comparación con la que tuvo), lo que le queda, y ha aprovechado, es la oportunidad de hacer un filme intimista en el que recapitular, con las mismas herramientas de siempre, sobre aspectos biográficos que planearon largamente en su filmografía (especialmente, claro, el trauma de la separación de sus padres) y que esta obra septuagenaria eleva a lo exorcístico.
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Como sucede a menudo con directores veteranos, la obra engarza piezas donde se reconocen pasajes tonales diversos de su bagaje filmográfico, aunque ese engarce, en el trabajado guion de Tony Kusher y el propio Spielberg, esté muy afinado y el filme respira en una cadencia insobornable, quizá morosa, pero sin apenas altibajos, sostenida en lo introspectivo y reflexivo. Hay cierto acartonamiento en el primer tercio de metraje, un afán de pureza escenográfica que recuerda el de ciertos pasajes de(l inicio de) A.I. Inteligencia Artificial (2001), aunque aquí esa ciencia escenográfica se vuelque sobre un cuadro costumbrista, un relato cotidiano sobre una familia middle-class fifties y esa cirugía chirríe más que la que aplicó en un receptáculo visual scifi al continuar el proyecto de Stanley Kubrick. Aquélla terminaba con una mujer abandonando a su hijo-androide en un plano desde el retrovisor; aquí, el trauma sólo se anticipa a través de una secuencia-fuga: la madre (Michelle Williams) abandona al marido (Paul Dano) y a su bebé para llevarse a sus otros hijos a ver un tornado, situación más propia de lo onírico que del relato cotidiano, y crucial para sostener la estructura que en lo sucesivo se apuntalará.
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Cuando, tras una hermosa elipsis -el niño ya filma, en este caso la llegada de su familia al segundo hogar, alza la mano y, al descenderla, Sam (Gabriel Labelle) ya es adolescente-, nos adentremos en el segundo tercio largo de metraje, el relato se oxigena, y hay un estupendo balance entre el desenfado y salero en el narrar los avatares de los rodajes de las primeras películas en super8 de Sam Fabelman y una crónica implosiva de la crisis familiar, que va ganando densidad y que se relata con tanto mimo como capacidad de sugerencia, quizá con la única excepción de la secuencia-interludio de la visita del tío de Sam, donde quizá se acusa la poca necesidad que el relato tenía de literalizar en una conversación lo que las imágenes ya nos estaban exponiendo con suma eficacia, por mucho que la gestión de los elementos (los dos personajes en el reducido espacio de una habitación, la sapiencia en el manejo de la cámara) doten de fuerza a ese segundo momento de ruptura del relato.
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Al alcanzar el tercer y último tercio del metraje -tras el que sólo quedará ese epílogo-omaggio a John Ford que, de nuevo, los despistados pueden confundir con una especie de recogida de un testigo que no existe-, Los Fabelman termina de afirmarse como la estupenda obra que es, pues la caja de resonancia del balanceo previo se multiplica, y mientras se nos narran los avatares adolescentes de Sam y su problemático encaje con el paisanaje del instituto con tanta soltura como sentido del humor, al puro estilo de comedia de Atrápame si puedes (2003), el otro relato, el de notas graves, se lleva a su solución a través de una planificación y elecciones visuales a cuál más extraordinaria, y que tienen como coda esa transferencia psicoanalítica que al principio era de lo externo (el miedo a un choque de trenes) y ahora es de lo más íntimo (la majestuosa solución visual que culmina la secuencia en la que el matrimonio Fabelman comunica a sus hijos que se va a divorciar: Sam se ve a sí mismo filmando ese instante crítico devenido en secuencia cismática, sugiriendo una fuga de sí mismo, un refugio final, elemento que la gestión previa de los puntos de vista ya nos venía anunciando, por ejemplo en la secuencia precedente, la del traslado a la casa californiana que el padre ha adquirido, mostrada como una filmación casera).
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Más allá de todo lo anterior, más allá de lo autobiográfico, para el Cine queda la secuencia, de quieto desgarro, en la que Sam Fabelman monta el video familiar de la excursión y, en el ralentí de las imágenes, descubre el secreto que terminará por separar a la familia. No es solo el afirmar que el cine, las imágenes en movimiento, tienen un poder freudiano; no es convenir que la distancia entre el blanco de los sueños y el negro de las pesadillas se difumina cuando una herramienta creativa se afina con los sentimientos. Eso sería sólo la temática, la poderosa idea de los guionistas. Aquí, mucho más allá, es una cuestión de puesta en imágenes, de enunciación y cadencia, que es -a pesar de lo que dicen algunos- lo que hace rotunda la mirada de Spielberg: el cineasta filma la secuencia casi como si quisiera acompañar la melancolía del adaggio de John Williams que, en el relato, su madre está interpretando al piano: hay un montaje que alterna cuatro focos: el rostro de Sam al montaje de su película casera; lo que las imágenes de esa película revelan; el interpretar Midge al piano la pieza; y la atenta contemplación por parte de su marido: Spielberg condensa esos cuatro enunciados en una armonía, la de la música, que, al alcanzar la solución de la escena, dará por fragmentarlo todo, y convertir a tres personajes/focos (marido, mujer y su hijo) en agentes perdidos en una nada abominable oculta bajo la apacible apariencia, siendo el cuarto elemento/foco, el cine, el ángel exterminador de la apariencia, y el acompañante sonoro, el subrayado del naufragio.

2 pensamientos en “LOS FABELMAN

  1. Siempre he tenido un problema (si lo queremos llamar así) con el cine de Steven Spielberg. Sus películas pueden gustarme, entretenerme e incluso, por momentos, deslumbrarme por su brillantez formal (en ocasiones algo relamida), pero nunca han conseguido emocionarme por la sencilla razón de que las considero perfectos facsímiles; ejercicios brillantes de un alumno atento y aventajado que supo -desde su voraz cinefilia- absorber provechosamente las lecciones narrativas de los grandes maestros que ha ido aplicando a lo largo de su filmografía. Ahí reside su talento, o así lo veo. Ah, dicho lo cual, tengo que referirme a una gloriosa excepción considerada por el que suscribe como su mejor trabajo: la impresionante e inmisericorde MUNICH (2005).
    En cuanto al título que nos ocupa, LOS FABELMAN, me parece un ejercicio cargante y reiterativo y por ello de estructura algo desequilibrada. Es lo que tienen algunas películas “autobiográficas”. En ésta se manifiesta por un acusado ombliguismo y de ahí la escasa capacidad de síntesis narrativa que exhibe. Eso sí, me encantó, imagino que como a la mayoría de cinéfilos de la vieja guardia que hayan visto la película, la última secuencia con ese parco y expeditivo John Ford dando una lección rotunda al fascinado neófito.

  2. Gracias, Teo, por tu comentario! En realidad, lo que consigue o no emocionar a cada cual es, en efecto, tan crucial como espectadores (amaremos lo que nos emociona) como en el fondo lindante con muchos azares, o en realidad afinidades o experiencias de cada cual que le hacen sintonizar más o menos con una obra. En Spielberg esto se acusa mucho, porque es un director dado a cierto sentimentalismo, amén de un marcado idealismo, señas demasiado rayanas en lo subjetivo como para que no chirríen a quien no las comparte. Por la alusión que haces, te diría que incluso una obra como «Munich» (para mí, una gran película, aunque no más que otras suyas, como, no sé, «Tiburón», «El arca perdida», «El imperio del sol», «A.I.», «War of the Worlds» o «Atrápame si puedes») destila esa mirada sentimental, en una tesis expositiva hija claramente de Schindler y Ryan y que se concreta en esa secuencia final en el que hacer el amor deviene una experiencia dolorosa. Al fin y al cabo, justo ahí reside la personalidad del cineasta.

    Por otra parte, y en cambio, lo que sí es objetivo es la capacidad de Spielberg de «absorber provechosamente las lecciones narrativas de los grandes maestros», algo que, descontado Clint Eastwood -con otros referentes, en realidad, pero clasicismo al fin y al cabo-, creo que no lo hace, o al menos no lo hace (ni de lejos) tan bien ningún otro cineasta estadounidense en activo, y eso ya, per se, señala la grandeza y el valor, hoy, en estos tiempos tan líquidos y audiovisuales tan en sintonía, del cine de Spielberg. ¿No crees?

    En el caso de Los fabelman, más allá de las percepciones de conjunto, yo insisto en que sólo por la secuencia a la que aludo en el último párrafo, la peli merece el visionado. De hecho, en mi caso, mereció la revisión en el cine.

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