
Juicio político
Más allá de las razones de oportunidad de estrenar la película (vía Netflix) en el periodo electoral usamericano, convengamos que, en esta película -su segunda tras las cámaras-, Aaron Sorkin quiere ir más allá de la lección de historia. A través de esta crónica judicial, plantea con voz clara una denuncia, concretamente sobre el modo en que los poderes fácticos (aquí, el FBI como prosecutor, el Gobernador del Estado de Illinois -que no aparece, pero sí la Guardia Nacional que depende de sus leyes-, así como la Alcaldía y el Cuerpo de Policía de la ciudad de Chicago) se dedican a aplastar las movilizaciones ciudadanas críticas con ese poder (en este caso, se enjuicia, entre otros, a Abbie Hoffman (Sacha Baron Cohen), Jerry Rubin (Jeremy Strong) y Tom Hayden (Eddie Redmayne), así como a Bobby Seale (Yahya Abdul-Mateen II), cofundador de los Panteras Negras). Sí, The Trial of the Chicago 7 habla del abuso de poder, de racismo y del ejercicio de la violencia por parte de las instituciones para anular diversos Derechos Civiles, principalmente los de reunión y manifestación. Es un filme de tesis, como lo era a nivel mucho más elemental Algunos hombres buenos (Rob Reiner, 1992), en el que se planteaba el conflicto entre Derechos Fundamentales y normas consuetudinarias castrenses que los minaban. Pero en 1992, Sorkin era un guionista joven, y ahora es un experto, en la escritura de libretos en general y en las temáticas asociadas a la política y lo público, merced de sus dos principales series, The Newsroom y, sobre todo, El ala oeste de la Casa Blanca. Sí, en 2020 Sorkin puede alardear de mucho más altas ambiciones como escritor, como narrador. Más que como “director” en el sentido habitual del término en Hollywood, como autor con todas las letras.

Aquí no se trata de hablar de política, de la legitimidad o no de las protestas, de la figura de Abbie Hoffman, de los movimientos en defensa de los Derechos Civiles o de la Guerra de Vietnam. Aquí se habla de cine, y por tanto de las estrategias de Sorkin para llevar a buen puerto su tesis. Vamos a ellas. Digamos, de entrada, que The Trial of the Chicago 7 bebe a tragos largos de los aprendizajes del escritor en The West Wing: en muchos sentidos, podría ser un episodio de lujo de aquella serie. Bastaría para demostrarlo el tour de force narrativo de la secuencia prólogo, en la que vía montaje propone, en apenas cinco minutos, un marco al relato -antecedentes, los asesinatos de Martin Luther King y de Robert Kennedy- y una presentación de las motivaciones y trayectos de los siete activistas a través de un ágil cross-cutting. Pero, más importante, la herencia de The West Wing respira en la definición de los personajes protagonistas. Todos ellos obedecen a patrones humanistas, o, expresado de otra forma, son o intentan ser héroes en el sentido clásico. Sorkin es Sorkin, y no va a cambiar de mirada: como Spielberg, es impermeable a los poros que trajo la modernidad, y no se dedica a levantar acta de lo oscuro, lo invisible, que subyace bajo las apariencias, no cuestiona ni matiza los valores que considera sólidos, sino que se entrega a ellos sin reservas. Por eso, incluso personajes asociados a la contracultura y a lo contestatario como Abbie Hoffman o Jerry Rubin terminan obedeciendo a ese patrón del relato clásico; Sorkin gestiona el aparente conflicto proponiendo una especie de enfrentamiento de formas entre aquellos dos activistas del Youth International Party y Tom Hayden, cabeza más visible del “Mobe”, National Mobilization Committee to End the War in Vietnam; los unos juegan su baza desde una trinchera popular y teatral, y el otro tiene una imagen más polite y una apariencia más sensata; a lo largo del relato, Sorkin se entretendrá en enfrentar esas formas para que el espectador comprenda que sólo se trata de eso, de formas, bajo las que subyace pareja ideología en lo que concierne al ejercicio de los Derechos Civiles y el antimilitarismo. Al fin y al cabo, tampoco estamos tan lejos de las disputas hawksianas de los compañeros de trabajo en el ala oeste de la Casa Blanca.

Como en The West Wing, hay un reparto coral y hay una intencionalidad muy marcada, diáfana, en la transcripción de la personalidad y actos de cada personaje. Es harto llamativo, por ejemplo, que en la primera secuencia del filme, tras el prólogo, el modo de presentar al abogado de la fiscalía que llevará el caso, Richard Schultz (Joseph Gordon-Levitt), sirva para caracterizarlo como un letrado de talento y sentido que se ve enfrascado en una persecución legal con la que no comulga; es una secuencia que narra, simple y llanamente, que va a tener lugar una persecución política utilizando de forma maliciosa la herramienta judicial, y que, por tanto, anticipa la farsa que tendrá lugar en la sala de vistas en lo sucesivo. La humanidad, la dignidad, de ese fiscal (no de su mentor, personaje servil con esa argucia sistémica que, como tantos otros, Sorkin deja “en las sombras”, sin apenas papel) a lo largo de la vista irá puntuando eso que, en esa primera secuencia, ya se había anunciado. Al otro lado procesal, el abogado de la defensa William Kunstler (Mark Rylance), caracterizado como el típico abogado desenfadado pero experto, al que le sobran tablas ante cualquier embate procesal, servirá para desgranar la diferencia entre las interpretaciones abiertas que proponen las leyes, esto es la labor de un jurista, y lo que hace inútil esa labor, y que por tanto hace del juicio una mera representación con una condena prevista de antemano: el debate interno de Kunstler tiene que ver con lo que es un “juicio político”: al principio, deniega que eso exista (“hay juicios civiles y penales”, dice, “pero no políticos”), y conforme avance el relato, viendo atropellados los paradigmas esenciales de un due process in law, irá acumulando acusaciones de desacato. Acusaciones que proceden del juez al que da vida Frank Langella, otro personaje de definición-finalidad categórica, retratado como una caricatura, entre la estupidez rampante y la pura estulticia, y que se cebará especialmente con otro personaje muy definitorio de las intenciones narrativas, el black panther Bobby Seale, que por razones no aclaradas en el relato fue imputado junto a los otros siete activistas hasta que la propia fiscalía renunció a continuar la acusación contra él, en un iter en el que Seale estuvo sin abogado (pues perdió una moción de aplazamiento solicitada porque el suyo estaba enfermo, y no designó otro), circunstancia de la que Sorkin le extrae, constantemente, el jugo.

El guionista y director maneja sobradamente las convenciones de las court-room movies, sabe gestionar sus intrigas, sus sutilezas, las argucias jurídicas en el entramado de ese discurso que lo sostiene todo. En realidad, el cine de juicios es un territorio que casa bien con el fuerte de Sorkin, que son los diálogos, y en la ejecución visual recurre, también lógicamente, a la herramienta del montaje. El cineasta ya fio al montaje muchas cosas, y con talento, en su opera prima, Molly’s Game (2017), y aquí vuelve a poner en práctica, con auxilio de idéntico montador (Alan Baumgarten), sinfín de estrategias de cámara en movimiento-edición que dotan de dinamismo a un relato que, dada la coralidad de personajes en liza, lo exige mucho más que el protagonizado por Jessica Chastain. El montaje sirve para dar saltos en el tiempo en continuidad narrativa, para apreciar breves primeros planos de reacciones/emociones que definen a los personajes, para acumular puntos de vista, para mostrar la violencia… para exprimir, en fin, recursos habituales del subgénero en el que se mueve y subrayar convenientemente lo que le interesa. En ese sentido, el montaje está tan trabajado, tan bien trabado, como la escritura del guion, y eso redunda en lo cualitativo. En la puesta en imágenes también hay, cierto es, espacio para algunos inevitables tópicos, como ese plano final en el que la cámara se mueve en grúa por la sala de vistas, para mostrar una panorámica final, una foto de grupo, de recapitulación y cierre; por algún motivo, recordé idéntica estrategia en el clímax de Los intocables de Eliott Ness, que relataba un juicio que, también, acaecía en Chicago: ¿cita literal que incluye un guiño a David Mamet? Quien sabe.

Sorkin es, insisto, Sorkin, y al filme no le podía faltar el ingrediente de la puntuación dramática en secuencias aisladas, donde la película, haciendo buenas las enseñanzas clásicas, debe solidificar su discurso, incluso solemnizarlo. Podríamos citar muchas, pues, en el atento metrónomo rítmico que propone Sorkin, van sucediéndose cada diez o quince minutos. A título enunciativo, mencionar dos secuencias con protagonismo de Seale: aquella en la que tiene una conversación en la cárcel con Hayden y el abogado Kunstler tras la muerte de su compañero, o la posterior de la tortura por parte de la policía judicial, rodada casi toda ella en fuera de campo; podríamos citar las dos en las que interviene Michael Keaton, en las pieles de Ramsey Clark, el Fiscal General que fue cesado por la Administración de Lyndon B. Johnson; la evocación de algunos momentos de los altercados en las calles de Chicago, especialmente aquélla en la que Rennie Davis (Alex Sharp), uno de los activistas, es golpeado en la cabeza por la policía, o la que termina con la rotura de la vidriera de un local donde está reunida la gente pija de la ciudad, secuencia que Abbie Hoffman, en off, relata de forma gráfica: “fuera del local, eran los años sesenta; dentro, aún estaban en los años cincuenta”; o una secuencia interesante por lo que tiene de radiografía sui generis de los personajes: el encuentro accidental y la breve conversación que, en un parque, mantienen el fiscal Schultz y dos de los acusados, Abbie Hoffman y Jerry Rubin.

Entre esas secuencias, también podríamos citar, por supuesto, el emotivo cierre del relato, que Sorkin extrae de lo procesal, el derecho a la última palabra de los acusados. No es cuestión de efectuar aquí spoiler alguno, pero sí decir que resulta una magnífica solución-repliegue ideológico, y también un colofón de la mirada, insisto, autoral, de Sorkin. Es esa mirada, esa intención en lo narrativo, y no el trasfondo ideológico, la que en definitiva define filias y fobias a su cine. Al fin y al cabo, The Trial of the Chicago 7 sólo es una crónica ficcionalizada de un acontecimiento histórico, y está en manos (o en el bagaje previo, por supuesto) del espectador acudir a los libros de Historia para analizar, en detalle, lo que allí se evoca y extraer sus propias conclusiones. Quien esto suscribe no puede evitar recomendar otra crónica que, con relación al activismo en el país de las barras y estrellas en aquellos años, escribió Norman Mailer, y que elevó lo periodístico a la categoría de literatura: hablo de “Los ejércitos de la noche”, editado en España por Anagrama, y que se erige uno de los libros más valiosos sobre la década de los sesenta, sus mitos, sus héroes y sus demonios. Un libro calificado de «la biblia del Movement», según Jerry Rubin. No el de la película, sino el de verdad.