La (primera) conquista del Oeste
En los (no tan) viejos manuales de historia del cine, algunos tan referenciales como el de Tag Gallagher (publicado en español por Akal, en 2007), se mencionan los diversos problemas asociados al visionado de El caballo de hierro por la existencia de dos versiones distintas, la peor de las cuales, la montada para el mercado británico, es la que históricamente se había visto por Europa y la que en su día se editó en DVD en España. Ventajas de la era digital, hogaño puede accederse a una copia restaurada en alta definición de la película y que se puede ver gratuitamente por internet, la cual, y no es dato irrelevante, incorpora una banda sonora distinta y sensiblemente mejor, mucho más afinada -con uso de melodías folclóricas irlandesas, y una rigurosa afiliación con las imágenes y sus tonos en toda la miríada de posibilidades que propone el filme-. Sirva de nota para navegantes y amantes del western: si vieron El caballo de hierro hace años, probablemente deban volver a verla en estas nuevas y muy mejoradas condiciones. Este apunte, a menudo, aparece al final de la reseña, pero yo prefiero que sirva de advertencia al principio, por si a alguien se le hace apetecible acudir a dicha copia internauta en lugar de seguir leyendo, lo que, evidentemente, es la decisión más juiciosa.
Planteada por la Fox como una respuesta al primer western de grandes vuelos épicos, la filmada en el año anterior en sede de la Paramount La caravana de Oregón (James Cruze, 1923), El caballo de hierro fue en su día un rotundo acontecimiento cinematográfico y una de las obras más celebradas de Ford; hoy es, sin duda, el primer gran título de su filmografía y su primera aportación decisiva al western (iba a superarse poco después, con la superlativa Tres hombres malos (1926), que, sin embargo, no tuvo el éxito de ésta), una de las obras más categóricas de la esencia fordiana -antes de que la influencia del Murnau de Amanecer (1927) se dejara sentir, y mucho, en su cine- y, probablemente, aún la película de John Ford más célebre de la era silente.
El espejo de la obra de Cruze se percibe claramente en una película de desmesurado metraje para su época, 150 minutos en los que Ford se atreve a adentrarse en ese territorio de pura épica con todos los medios a su alcance. El rodaje del filme podría verse como una especie de antecedente de las premisas del Fitzcarraldo (1982) de Herzog: durante varios meses, se extendió en paisajes helados de Nevada, donde se filmaron todos los exteriores, ante unas temperaturas inferiores a diez grados bajo cero, inclemencia que no impidió un despliegue de medios nunca visto (e inicialmente no planeado por la productora), que Ford manejó con sumo talento para concebir la infinidad de imágenes espectaculares del filme, llegando a manejar miles de figurantes, jiinetes, cabezas de ganado y una logística que llegó a construir hasta dos localidades en aquellos páramos. Todo ello para reconstruir la historia de la construcción del primer ferrocarril transcontinental, que unió la ciudad de Omaha (Nebraska) con Sacramento en los años 1860, uniendo así la red de ferrocarriles del Este de los Estados Unidos con California, en la costa del Pacífico, creando una red de transporte mecanizada de escala nacional que revolucionó la población y la economía del Oeste estadounidense, dejando obsoletas las famosas caravanas de galeras (o wagon trains) del llamado viejo oeste.
Astutamente, en los dos extremos del relato se zanja la cuestión historiográfica con mayúsculas: al inicio, con la aparición del mismísimo Abraham Lincoln (Charles Edward Bull), promotor último de la línea de ferrocarril, y, en el cierre, evocando la famosa ceremonia Golden Spike (Clavo de Oro) celebrada el 10 de mayo de 1869 en Promontory (Utah), cuya instantánea presente en los manuales de Historia de los EEUU se reproduce con mimo en la última imagen del filme. Sin embargo, la fábula ya ha emergido desde el principio, pues la figura histórica se funde con los personajes de ficción en un prólogo de lo histórico a lo mítico, en el que los jóvenes pequeños Davy y Miriam (que en su edad adulta serán interpretados por las dos stars del filme, George O’Brien y Madge Bellamy) juegan juntos en Springfield mientras el señor Brandon, agrimensor y padre de Davy, cuenta a un joven Abraham Lincoln su sueño de unir las dos costas de los Estados Unidos mediante el tren. La anécdota sirve para proyectar el relato hacia la épica más desatada: el relato de la construcción del ferrocarril como el relato de las hazañas enormes de ingeniería y trabajo para cruzar llanuras y altas montañas, y a nivel dramático alinea dos personajes llamados a estar separados por circunstancias diversas, como paráfrasis de la propia nación americana, hasta que en el cierre alcancen su reunión, forma de zanjar sentimiento con la lección de historia en los altos vuelos cinematográficos propuestos.
Como antes se ha apuntado, son constantes, y la matriz del relato, las secuencia de aire documental, en las que hoy se confunde el doble testimonio histórico: el de la proeza de aquellos pioneros avanzando el tendido ferroviario y el de la proeza de la manufactura de semejante superproducción. La utilización de los planos generales descriptivos es una norma métrica que calibra la epopeya en la que el filme quiere convertirse. Pero, a pesar de poderío visual de ese aparato grandilocuente, El caballo de hierro no se caracteriza por eso sino por el modo en que Ford, junto a ello, y en constante yuxtaposición, despliega un relato de personajes y conflictos al estilo que venía consolidando desde que, siete años antes, se pusiera tras las cámaras por primera vez. Así, El caballo de hierro, aparte de una crónica histórica tamizada por el aliento del romanticismo (Davy y Miriam), es también, y quizá especialmente, el relato de lo particular, la historia de los tres inmigrantes irlandeses que se entregan con cuerpo y alma a su labor a cambio de una recompensa en el saloon, personajes que son la quintaesencia de lo fordiano tal como la conocimos hasta su última película; el relato, que hoy se nos aparece muy acartonado, de una venganza, la que Davy emprende contra el hombre blanco de dos dedos que lidera la tribu india hostil; de la lucha de clases implícita, de nuevo entre el intrépido e idealista Davy y el ingeniero Jesson (Cyril Chadwick), que es a su vez un retrato tan gráfico como elocuente de los conflictos de intereses, pues Jesson ha sido sobornado por el terrateniente Bauman (Fred Kohler), propietario de las tierras por las que tendría que pasar el ferrocarril en caso de que no existiera paso alguno entre las montañas y por tanto interesado en sacar réditos de la necesidad; y, a renglón seguido, una mención específica a diversos grupos de trabajadores llanos pertenecientes a minorías, e incluso a la intervención providencial de los pawnees en el last-minute rescue de la diligencia rodeada por los cheyennes…
De El caballo de hierro sugestiona la ambición formal de las grandes y espectaculares escenas, especialmente el larguísimo clímax, y la poética que Ford insiere, sin immutarse, a lo trepidante, como esa imagen de las sombras de los jinetes indios que se posan sobre el paisaje en paralelo al paso del ferrocarril. Pero también la destreza en la conjunción de tantos mini-relatos (en un guion que, dicen los anales, se fue concretando durante el rodaje a partir de nada más que una mera sinopsis) que Ford, con las ideas clarísimas, edifica con no otra intención que llevarlos, todos, de la mano de la misma inercia, construyendo esa mítica de la construcción colectiva, de lo comunitario, por la que siempre nos cautivará su cine, en una plantilla expresiva colosal en la que la velocidad, el tránsito y la urgencia son la sustancia que nutre el drama.