EL CABALLO DE HIERRO

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La (primera) conquista del Oeste

En los (no tan) viejos manuales de historia del cine, algunos tan referenciales como el de Tag Gallagher (publicado en español por Akal, en 2007), se mencionan los diversos problemas asociados al visionado de El caballo de hierro por la existencia de dos versiones distintas, la peor de las cuales, la montada para el mercado británico, es la que históricamente se había visto por Europa y la que en su día se editó en DVD en España. Ventajas de la era digital, hogaño puede accederse a una copia restaurada en alta definición de la película y que se puede ver gratuitamente por internet, la cual, y no es dato irrelevante, incorpora una banda sonora distinta y sensiblemente mejor, mucho más afinada -con uso de melodías folclóricas irlandesas, y una rigurosa afiliación con las imágenes y sus tonos en toda la miríada de posibilidades que propone el filme-. Sirva de nota para navegantes y amantes del western: si vieron El caballo de hierro hace años, probablemente deban volver a verla en estas nuevas y muy mejoradas condiciones. Este apunte, a menudo, aparece al final de la reseña, pero yo prefiero que sirva de advertencia al principio, por si a alguien se le hace apetecible acudir a dicha copia internauta en lugar de seguir leyendo, lo que, evidentemente, es la decisión más juiciosa.

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Planteada por la Fox como una respuesta al primer western de grandes vuelos épicos, la filmada en el año anterior en sede de la Paramount La caravana de Oregón (James Cruze, 1923), El caballo de hierro fue en su día un rotundo acontecimiento cinematográfico y una de las obras más celebradas de Ford; hoy es, sin duda, el primer gran título de su filmografía y su primera aportación decisiva al western (iba a superarse poco después, con la superlativa Tres hombres malos (1926), que, sin embargo, no tuvo el éxito de ésta), una de las obras más categóricas de la esencia fordiana -antes de que la influencia del Murnau de Amanecer (1927) se dejara sentir, y mucho, en su cine- y, probablemente, aún la película de John Ford más célebre de la era silente.

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El espejo de la obra de Cruze se percibe claramente en una película de desmesurado metraje para su época, 150 minutos en los que Ford se atreve a adentrarse en ese territorio de pura épica con todos los medios a su alcance. El rodaje del filme podría verse como una especie de antecedente de las premisas del Fitzcarraldo (1982) de Herzog: durante varios meses, se extendió en paisajes helados de Nevada, donde se filmaron todos los exteriores, ante unas temperaturas inferiores a diez grados bajo cero, inclemencia que no impidió un despliegue de medios nunca visto (e inicialmente no planeado por la productora), que Ford manejó con sumo talento para concebir la infinidad de imágenes espectaculares del filme, llegando a manejar miles de figurantes, jiinetes, cabezas de ganado y una logística que llegó a construir hasta dos localidades en aquellos páramos. Todo ello para reconstruir la historia de la construcción del primer ferrocarril transcontinental, que unió la ciudad de Omaha (Nebraska) con Sacramento en los años 1860, uniendo así la red de ferrocarriles del Este de los Estados Unidos con California, en la costa del Pacífico, creando una red de transporte mecanizada de escala nacional que revolucionó la población y la economía del Oeste estadounidense, dejando obsoletas las famosas caravanas de galeras (o wagon trains) del llamado viejo oeste.

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Astutamente, en los dos extremos del relato se zanja la cuestión historiográfica con mayúsculas: al inicio, con la aparición del mismísimo Abraham Lincoln (Charles Edward Bull), promotor último de la línea de ferrocarril, y, en el cierre, evocando la famosa ceremonia Golden Spike (Clavo de Oro) celebrada el 10 de mayo de 1869 en Promontory (Utah), cuya instantánea presente en los manuales de Historia de los EEUU se reproduce con mimo en la última imagen del filme. Sin embargo, la fábula ya ha emergido desde el principio, pues la figura histórica se funde con los personajes de ficción en un prólogo de lo histórico a lo mítico, en el que los jóvenes pequeños Davy y Miriam (que en su edad adulta serán interpretados por las dos stars del filme, George O’Brien y Madge Bellamy) juegan juntos en Springfield mientras el señor Brandon, agrimensor y padre de Davy, cuenta a un joven Abraham Lincoln su sueño de unir las dos costas de los Estados Unidos mediante el tren. La anécdota sirve para proyectar el relato hacia la épica más desatada: el relato de la construcción del ferrocarril como el relato de las hazañas enormes de ingeniería y trabajo para cruzar llanuras y altas montañas, y a nivel dramático alinea dos personajes llamados a estar separados por circunstancias diversas, como paráfrasis de la propia nación americana, hasta que en el cierre alcancen su reunión, forma de zanjar sentimiento con la lección de historia en los altos vuelos cinematográficos propuestos.

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Como antes se ha apuntado, son constantes, y la matriz del relato, las secuencia de aire documental, en las que hoy se confunde el doble testimonio histórico: el de la proeza de aquellos pioneros avanzando el tendido ferroviario y el de la proeza de la manufactura de semejante superproducción. La utilización de los planos generales descriptivos es una norma métrica que calibra la epopeya en la que el filme quiere convertirse.  Pero, a pesar de poderío visual de ese aparato grandilocuente, El caballo de hierro no se caracteriza por eso sino por el modo en que Ford, junto a ello, y en constante yuxtaposición, despliega un relato de personajes y conflictos al estilo que venía consolidando desde que, siete años antes, se pusiera tras las cámaras por primera vez. Así, El caballo de hierro, aparte de una crónica histórica tamizada por el aliento del romanticismo (Davy y Miriam), es también, y quizá especialmente, el relato de lo particular, la historia de los tres inmigrantes irlandeses que se entregan con cuerpo y alma a su labor a cambio de una recompensa en el saloon, personajes que son la quintaesencia de lo fordiano tal como la conocimos hasta su última película; el relato, que hoy se nos aparece muy acartonado, de una venganza, la que Davy emprende contra el hombre blanco de dos dedos que lidera la tribu india hostil; de la lucha de clases implícita, de nuevo entre el intrépido e idealista Davy y el ingeniero Jesson (Cyril Chadwick), que es a su vez un retrato tan gráfico como elocuente de los conflictos de intereses, pues Jesson ha sido sobornado por el terrateniente Bauman (Fred Kohler), propietario de las tierras por las que tendría que pasar el ferrocarril en caso de que no existiera paso alguno entre las montañas y por tanto interesado en sacar réditos de la necesidad; y, a renglón seguido, una mención específica a diversos grupos de trabajadores llanos pertenecientes a minorías, e incluso a la intervención providencial de los pawnees en el last-minute rescue de la diligencia rodeada por los cheyennes…

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De El caballo de hierro sugestiona la ambición formal de las grandes y espectaculares escenas, especialmente el larguísimo clímax, y la poética que Ford insiere, sin immutarse, a lo trepidante, como esa imagen de las sombras de los jinetes indios que se posan sobre el paisaje en paralelo al paso del ferrocarril. Pero también la destreza en la conjunción de tantos mini-relatos (en un guion que, dicen los anales, se fue concretando durante el rodaje a partir de nada más que una mera sinopsis) que Ford, con las ideas clarísimas, edifica con no otra intención que llevarlos, todos, de la mano de la misma inercia, construyendo esa mítica de la construcción colectiva, de lo comunitario, por la que siempre nos cautivará su cine, en una plantilla expresiva colosal en la que la velocidad, el tránsito y la urgencia son la sustancia que nutre el drama.

HELL BENT

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Las superficies arquetípicas de Straight Shooting vuelven a comparecer en  Hell Bent (1918), empezando por el personaje que encarna Harry Carey. Pero, la verdad, es que en este nuevo periplo de Cheyenne Harry nos hallamos más cerca del vitriolo -la mujer en peligro que debe ser rescatada, el villain de opereta con bigotito incluido- que de los parámetros historicistas y realistas que informaban Straight Shooting. Hay un humor más gráfico en el despliegue -igualmente estudiado, férreo- de elementos a balancear en la ecuación narrativa, más concesiones, menos densidad argumental y una explosión dinámica menos sostenida en razones que en anécdotas argumentales.
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Todo ello coadyuva a su calificación de filme menor respecto de Straight Shooting, lo que no significa que sea un título inane. Ni mucho menos. Si echamos la vista atrás y nos fijamos en los anales, Hell Bent fue saludada como una obra, otra acumulada, en la rápida progresión de ese joven cineasta que se estaba apropiando de un apellido que el amante del western venía asociando a otro nombre. Y ello tiene que ver, especialmente, en otra imaginativa y absorbente exhibición de dinamismo, la que se concreta especialmente en un largo tramo final en el que llaman tanto la atención las estudiadas composiciones visuales desde ángulos múltiples, que llegan a convertir el paisaje en un personaje (atentos a ese inmenso plano en picado), cuanto soluciones visuales de exultante plasticidad (las sombras de los jinetes recortada en el suelo: la iluminación como motivo), todo ello en deriva hacia un final en el que el blanco de la arena del desierto desmantela la acción y personajes de todo atributo, en un huis clos que, por supuesto, se resolverá in extremis.
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De Hell Bent siempre se cita el principio y el uso de un cuadro de Frederic Remington («A Misdeal») como pivote narrativo que, en una hermosa solución visual (el cuadro cobra vida), Ford utiliza para convertir el completo relato en una evocación que es, al mismo tiempo, una celebración romántica. La ironía de todo ello es que la excusa narrativa para la evocación es una carta que recibe un escritor por parte de su editor pidiéndole que no cree un héroe de una pieza, porque el público está cansado de ellos, sino con aristas. Es, por supuesto, el carismático Cheyenne Harry (Carey) quien encarne esas virtudes en balance con debilidades que manufacturan ese otra tipología de héroe. Así, el filme, ya de entrada, reivindica el valor de una plantilla propia que se maneja frente a otras fórmulas (Tom Mix?). Pero, más allá de eso,  es un instante cinematográfico hechicero, de esos capaces de servir por sí solos de contenedor de la completa mitología del género. Eso, que parece obviedad en la cita de Remington, mundialmente famoso por sus variadas descripciones de la vida en el Oeste de Estados Unidos, deviene en esa imagen en una tan respectuosa como neta transferencia de lenguaje: Ford (¡quién sino!) se apropia del legado cultural para materializarlo en el movimiento de las imágenes del cinematógrafo. Bien mirado, si Straight Shooting es el Largometraje Uno, la imagen comentada merecería precederlo, ser la Imagen Uno

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Jack Ford Rising

Aunque la mayoría de anales citan The Soul Herder (también de 1917, en referencias bibliográficas españolas conocida como «El pastor de almas») como la primera película en la que John Ford -por aquel entonces Jack Ford- se puso tras la cámaras, a fecha de hoy es esta Straight Shooting (de título a veces traducido al español como “A prueba de balas”) la obra más antigua del cineasta a la que podemos tener acceso. Un elemento harto reseñable es que, a diferencia de los previos filmes  del tándem Ford-Carey, Sraight Shooting no es de dos, sino de cinco bobinas, con una duración extensa, ya de largometraje, de unos 65 minutos, razón por la que debe considerarse el primer largo dirigido por el director, al que tenemos la suerte de poder acceder merced de que en 1996 se encontró una copia en una filmoteca checa, tras muchos años considerado como título desaparecido. Cosas de la divina providencia. En 1917, el hombre que terminaría dirigiendo Centauros del desierto era un joven de 23 años, que poco tiempo antes había iniciado su trayectoria en el cine como ayudante en diversos roles y actor secundario para su hermano Francis. Es probable que no estuviera escribiendo, ni tú leyendo, esto si Straight Shooting no fuera esa primera obra visible del cineasta, pero, en este caso, hablar de John Ford es hablar de contexto. Principalmente de Harry Carey y de los derroteros del western en aquellos primeros tiempos del cinematógrafo.   

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Actor de fuerte carisma, a mediados de la segunda década del siglo XX Harry Carey se fue consolidando como un actor en la estela del adusto William S. Hart, y en una plantilla de relatos western en los que, en contraposición a los que capitalizaba la figura y otro carisma de Tom Mix, se caracterizaban por un mayor afán de realismo y profundidad en el acervo dramático. Carey protagonizaría muchos mediometrajes western para la Universal hasta que, en 1921, Carl Laemmle, capitoste de la compañía, decidió derivar la política narrativa en el género hacia los oropeles y fantasías al estilo Mix, más del gusto del público mayoritario, razón por la que Carey dejó el estudio, aunque siguiera durante muchos años siendo una superestrella del género. Cuatro años antes de que eso sucediera, en 1917, Carey, que conocía a Jack a través de su hermano Francis, influyó en el director de Universal Studios, el citado Laemmle , para que lo usara como director, y nació una asociación que se extendió en cerca de una treintena de películas, la mayoría westerns, y muchas de ellas, como esta Straight Shooting, en la que Carey encarna un personaje arquetípico y muy celebrado por el público, «Cheyenne Harry», a menudo acompañado por la adolescente Olive Golden como comparsa amoroso y por Hoot Gibson como su joven compañero.

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De tal guisa, no sorprende la presentación de Carey en el filme que nos ocupa: alguien estampa en un tronco de árbol una de esas estampillas que ofrecen una recompensa por Cheyenne Harry, y, acto seguido, el rostro del personaje aparece, como por arte de birlibirloque, del interior del tronco. Cheyenne Harry, outlaw justiciero paradigmático, se adentra en Straight Shooting en un contexto muy realista, el del conflicto entre ganaderos y granjeros por el uso de las tierras (temática que, seguro, les recuerda a la de El hombre que mató a Liberty Valance, 1962). Harry, inicialmente contratado por el capataz de los malvados ganaderos para atemorizar, y si es preciso aniquilar, a los granjeros, cobrará conciencia de la injusticia y cambiará de bando para defender los intereses de los más desfavorecidos, los granjeros, representados por Ted Sims (Ted Brooks) y su familia.

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 A lo largo del metraje, el lucimiento del actor-personaje Carey capitaliza buena parte de los esfuerzos narrativos, donde la acción pura y cinemática se conjugan con vistosas filmaciones en exteriores y segmentos entre lo distendido y lo grave. Los tropos del cine de aquellos años se armoniza con una ironía que hoy reconocemos como muy fordiana en infinidad de pasajes, por ejemplo aquél en el que Harry entra en contacto con otro pistolero en el saloon, se emborrachan y se desmadran ante la impotente mirada de un sheriff que poco puede hacer cuando comparece en escena el capataz de los ganaderos, poder fáctico evidentemente superior al del representante de una ley lejos de consolidar su imperio.  Aquel encuentro precede, anuncia, un pasaje posterior, el inevitable encuentro hostil entre Harry y el mismo pistolero, clásica secuencia de duelo a tiros cuya tensión Ford dilata con el bullicio exterior, los movimientos coreográficos de los actores en la geografía reducida del escenario, e insertos de los rostros en tensión de los dos pistoleros.

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Y esa secuencia de cuasisolemne liturgia da paso al plato fuerte de la función, el esperado showdown o asalto de los ganaderos a la granja de Slim, que Harry protegerá con ayuda de una gang de vaqueros aliados. Aquí es donde se juega la baza decisiva, el absoluto desparpajo de los tiroteos y la anarquía de vaqueros saturando el paisaje y disparando y cayendo de sus caballos. Amén de insistir en sacarle partido a un par de escenarios de innegable plasticidad visual y a la luz natural que se filtra en las imágenes (uno y otro elementos que nos hablan, ya, de la clarividencia compositiva del cineasta, capaz de crear marcos precisos para el relato con casi nada), Ford le imprime todo su categórico dinamismo, una velocidad expositiva que arranca con una alternancia de montaje entre los diversos focos de tensión y que, deprisa deprisa, casan en esa rendición de cuentas que tendrá el final que el público exige.

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Tras ello, cuando regresa la calma, la cámara, al igual que la chica, terminan de enamorarse del héroe. La legendaria gestualidad de Carey -que no histrionismo, pues el actor se muestra comedido, como el grueso del reparto-, echa el resto. El espectáculo termina lleno de energía, esperanza, en la luz entre el follaje, y con un beso. Un final feliz que, según los anales, fue impuesto por la Universal (o por la presión del público) frente a otro que nunca veremos pero que fácilmente podemos imaginar, pues es tan categóricamente fordiano como típico del arquetipo que Carey personificó: el del lonesome cowboy negándose a permanecer con la comunidad y fundiéndose con el paisaje de camino a un inalcanzable horizonte. En cualquier caso, y en una constancia de conjunto, como bien afirma Tag Gallagher en su libro sobre el cineasta (John Ford, el hombre y su cine, Akal, 2009), «Straight Shooting refleja un periodo de transición en la historia del territorio y la vida de los personajes; como muchas películas posteriores de Ford hace hincapié en el tránsito y no en la permanencia«. Y a esa constancia sobre el subtexto, cabe añadir otra sobre lo industrial: en general, los filmes de la Universal, y los westerns de forma acusada, tenían un estándar de calidad acorde con su modestia presupuestaria, y Ford, en este su primer largometraje, trascendió con mucho ese estándar, al punto que fue comparada con filmes de mucha mayor ambición y reverenciada. Jack Ford, sin aspaviento alguno, desde su modesto casillero, empezaba a imprimir el caudal de talento y personalidad que le convertiría en el mejor director de westerns (por ejemplo) del Cine.

 

TERMINATOR 2: EL JUICIO FINAL

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Frankenzenegger, el arcángel líquido y el apocalipsis sólido

Cuando en otoño de 1991 Terminator 2: el juicio final se estrenó en España, éramos jóvenes, nos llevaba la corriente, la pirotecnia más cara de Hollywood impresionaba y los Guns n’ Roses interpretaban “You could be mine”, así que no había lugar a hacerle demasiado caso al experto aguafiestas que decía que la buena era la primera, que tenía la mala leche y la imaginación que en esta secuela se embotellaba, y se iba al cine (algún jovencísimo multisala llamado Waldorf, por ejemplo, hoy ya “terminado”) a disfrutar del gran espectáculo. Treinta años después -¡lo rápido que se dice!-, cuando uno revisa Terminator 2, lo hace con otros anteojos, claro; quien esto rubrica, por ejemplo, no puede sustraerse del análisis en perspectiva histórica. Porque, al fin y al cabo, tampoco se trata tanto de que un filme como este sea mejor o peor, sino de que, indudablemente, es un título importante, un título harto comercial que, hogaño, nos sirve para desentrañar un poco los signos de los tiempos. De los tardo-eighties en deriva a los ninetees, concretamente.

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Podemos empezar, por ejemplo, por la voz de quien dobla a Arnold Schwarzenegger, Constantino Romero. Inevitablemente, esa voz conecta en el imaginario del espectador con la de otro personaje célebre del policiaco (no del actioner, que en los setenta aún no se había inventado): hablo de Harry Callahan.  Todo parte de una anécdota, si quieren, pero nos ayuda a pensar algunos derroteros del thriller urbano (porque Terminator 2 lo es indudablemente, más allá de sus premisas cienciaficcionescas y de time travelling) a lo largo del tiempo. Dirty Harry también era un personaje lacónico, aunque (¡era fácil!) más poliédrico que el T-800 que Arnie interpreta en el filme. Cuando se estrenó Harry, el sucio en 1971, muchos críticos, con Pauline Kael a la cabeza, tildaron de fascista la ideología del filme. En el actioner más aparatoso de la historia (al menos a nivel presupuestario), Terminator 2, todo eso está diluido ello y a pesar de que la violencia es constante, explícita y, a menudo, mera fuente de espectáculo; claro, Harry Callahan era un policía devenido en justiciero, y aquí los únicos policías que hay son personajes de relleno, sin caracterización, que recibirán estopa de uno u otro androides; no hay discusión sobre ley natural, o al menos es otra (el niño exigiéndole a su robot que no mate a la gente, porque no está bien), pero lo interesante es el desplazamiento de términos, que deja los conceptos en torno al fascismo velados, astutamente protegidos, para estampar toda esa violencia recreativa en un espectador, es de suponer, ávido de ver muerte, destrucción y batallas campales que causan severos estragos en el mobiliario de la ciudad. Los filmes de acción hipertrófica ochentera, de los que Schwarzenegger fue el máximo exponente (no tanto Stallone, que en sus tiempos dorados solo probó esa suerte con Cobra (1986) y le salió rana en taquilla), dieron por volver banales todas esas discusiones ideológicas, pero hicieron al público (y aquí, al gran público) partícipe de un fascismo más soterrado pero, a la postre, evidente. Este elemento reluce mucho al contemplar hoy el filme y puesto en comparación con thrillers de altos vuelos y también con la deriva del actioner puro. En ambos casos, y salvo cuando la violencia es irónica o posmoderna, haya más o menos se sirve con dosis nihilistas y un ingrediente de crudeza que en Terminator 2 retrocede.

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Por otro lado, e integrado en esta plantilla, James Cameron desarrolla, como casi siempre, un argumento más o menos interesante que se malogra por la obviedad de la concreción en diálogos y situaciones. La falta de sutileza (o directamente torpeza) de algunos soliloquios de la protagonista, el trazo grueso del humor y lo gráfico de los diálogos le restan valor a argumentos, los de Cameron, en realidad sencillos y hasta simples, pero no tramposos, y que se sirven en imágenes de forma efectiva. En lo argumental es interesante, por ejemplo, el foco en el personaje enajenado de Sarah Connor (Linda Hamilton); es poderoso el planteamiento de las cosas en el centro psiquiátrico en que se halla recluida, además de trufado de momentos turbadores, como la imagen del celador que lame su rostro cuando está atada en una cama; es sugestivo el concepto de opuestos entre la actividad transformadora del futuro (la destrucción de los chips en Cyberdine Systems) y la fuga sin fin, contraste en el telón de un destino trágico que se va a ir diluyendo; y es interesante también la caracterización del niño John Connor (Edward Furlong), alejada, al menos al principio, del maniqueísmo y el tópico. Todos estos elementos, sin embargo, deberían haber vestido un relato más crudo, donde la mala leche que destila Sarah Connor dirigiera el tono; algo que, a sabiendas del presupuesto que manejaba, Cameron hizo balancear con la relación de amistad de Connor con ese Terminator devenido en casi literal mascota (¡levanta la pierna! No problemo).

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Probablemente, lo que más interesaba al cineasta, pues a la postre es el caramelo visual de la función, era la naturaleza visual infográfica del T-1000 que encarna, cuando no es líquido, Robert Patrick, concreción y sanción mainstream de lo trabajado en la interesante Abyss (1988). En esa coda, el filme es una sucesión de imágenes que en 1991 resultaron abracadabrantes del transformismo del personaje, muchas de las cuales cualquier lector, seguro, retiene en la memoria. Y en esa mirada en perspectiva, esto resulta harto curioso por dos razones. Primero, porque, en definitiva, aunque fuera el malo de la película, y no fuera una estrella de Hollywood sino un efecto especial, el T-1000 fue la estrella indubitada (y además cacareada) de la función, un portavoz literalizado del devenir inforgráfico, sintético, de la imagen y, aún más, una visionaria metáfora hollyoodiense y espectacular de una deriva de las cosas líquida sobre las que Zygmunt Baumann diría (y acertaría) muchas cosas. Por otro lado, está la gran paradoja del nacimiento del cine digital: si poco después, y en otro filme decisivo de la era digital, Jurassic Park (1993), Steven Spielberg utilizaría la infografía precisamente para mostrar a los ojos del público algo extinto hace muchos años (criaturas antediluvianas, dinosaurios), Cameron juega su paradoja de otra forma, relatando cómo un cada vez més andrajoso androide sólido, con rasgos de animatronic, un Prometeo cyberpunk devenido en ángel de la guarda,  trata hasta su último aliento cibernético de doblegar al todopoderoso androide líquido del futuro, enfrentamiento que se resolverá con sumo dolor (el T-800 debe arrancarse el caparazón de un brazo, después se le va desfigurando la apariencia, el rostro le es aplastado repetidamente por una biga, al igual que el brazo animatrónico) en una victoria pírrica que, a la luz del porvenir que llamaba a la puerta (y no solo del cine), no fue tal.

Nota final. “You could be mine” sigue siendo una pieza de rock duro maravillosa, y un clásico más sólido, en términos artísticos absolutos, que la propia película. Pero incluso esa forma de hacer música, y la distorsión de la guitarra eléctrica, se la llevó la corriente. Fit ta burn.

AMOR EN LA CIUDAD

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Lo Spettarore, nº 1

Suspendida en el tiempo poco menos que a medio camino entre el neorrealismo y la modernidad, el caso de L’Amore in città es sumamente interesante. Aunque las definiciones son resbaladizas en casos como este, se trata de un filme-ensayo nacido con vocación de ser una revista de divulgación, con la especialidad de que no hay escritores que firman los artículos, sino cineastas que los filman. Por ello, en los créditos aparece el sobretítulo de “Lo Spettatore nº 1”, pues se trataba de un primer “número” o volumen, que por desgracia no tuvo continuidad Su precursor fue Cesare Zavattini, teórico del neorrealismo (de tesis evidenciadas en su excelente fragmento, la desgarradora “Historia de Catalina”)  y guionista de prestigio que quiso de este modo dar la alternativa a jóvenes cineastas, convocatoria cuyos nombres, por sí solos, invitan al atento visionado de la obra.

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El título resulta algo engañoso, pues las seis historias que se relatan se enmarcan eminentemente en el trazo sociológico, en la captura de la vida en la ciudad, Roma, y mayoritariamente en una mirada sobre el rol de las mujeres que arroja constancias bastante pesimistas. Como ejercicio en buena medida sustentada en ese afán realista, y a pesar del acento en el dramatismo del que la obra hace gala en diversos aspectos, L’Amore in Città deviene un valioso tratado de historia, o, para decirlo más claramente, un documento de radiografía sociohistórica que nos permite adentrarnos en la realidad de aquel lugar y momento con mucha más inmediatez, verdad y contundencia que la que atesoran los manuales escritos, pues en los rostros, gestos, aspectos visuales poco o nada adulterados, y por supuesto ese rodaje en exteriores que nos muestra la cara menos glamourosa de la ciudad romana, se hace patente esa máxima, una imagen vale más que mil palabras, aplicada al documentalismo.

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La mayoría de episodios obedecen a un patrón periodístico. Los dos primeros, de forma clarísima. En el primero, “El amor que se paga” (por cierto que eliminado en diversas versiones comerciales del filme), Carlo Lizzani se adentra en la cruda realidad de la prostitución como forma de supervivencia, en un retrato demoledor, carente de embellecimiento alguno a no ser por el último plano, ese movimiento de cámara que se aleja desde el domicilio donde una mujer, vencida tras infinidad de horas deambulando por las calles tratando de vender su cuerpo a cambio de unas pocas liras, regresa a casa. Michelangelo Antonioni, en el segundo, “Intento de suicidio”, se ciñe más que nadie a la vis periodística pura, en un reportaje, de trasfondo algo fantasmagórico, con el testimonio de diversas mujeres que dejaron atrás un episodio suicida y ahora ofrecen su testimonio. Dino Risi, con “Paraíso por tres horas”, desarbola una poco esa coda fatalista, al posar su cámara en un salón de fiesta para mostrar los avatares de hombres y mujeres jóvenes que se reúnen en aquella liturgia de leve aparejamiento; sin perder la vocación de testimonio sociológico, Risi juega la baza de las breves caracterizaciones, y adereza su segmento con algunos destellos de humor.

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Acto seguido, Federico Fellini, con “Agencia matrimonial”, rompe la baraja de forma categórica, pues, si bien la premisa y arranque del segmento -la existencia de agencias matrimoniales y su función social- parecen encajar en el macroobjetivo del filme, el relato -porque este es el primero que así, como relato, puede definirse- rápidamente rompe el molde explicando una extravagante historia de un joven contratado para localizar una esposa para un tipo extraño, que define como licántropo (sic), alarde metafórico que se corresponde en imágenes con patentes muestras de abstracción (el joven adentrándose en los pasillos de un lugar que carece de señas, y siguiendo los pasos de unos mozalbetes que le llevan a destino) que llevarán el relato a un punto-límite en el que se abraza el filo (la mujer seleccionada está dispuesta a entregarse al hombre extraño, pero el joven intermediario lo impide finalmente) para retroceder la historia a su punto de partida, en un viaje en suspenso que revela, entre otras cosas, extrañeza. Tras ese muy personal episodio de Fellini toca el turno al ya mencionado de Zavattini, el más extenso de la función y que nada tiene que envidiar a los ladrones de bicicletas, umbertos D o cualesquiera otros magnas obras del neorrealismo que se les ocurran, pues su retrato de una mujer que, arrojada contra las cuerdas de su existencia decide abandonar a su hijo pequeño atesora de todos los elementos distintivos, de lo patético y conmovedor, en la fina línea entre el drama y la tragedia, que caracterizaron buena parte de las señas de aquel movimiento.

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Quizás para compensar tanta febrilidad, el último cuarto de hora del filme, el segmento “Los italianos dan la vuelta”, con firma de Alberto Lattuada, nos ofrece un cierre ligero y de deriva amable aún más acusado que el de Risi, consistente en una sucesión de sketches protagonizados por mujeres hermosas que desfilan por las vías romanas y hombres de toda edad y condición que las persiguen con la mirada, el gesto o, si lo ven posible, pasos acelerados, aunque sea escaleras arriba y sin la más mínima garantía de contacto. Hoy en día, semejante segmento no podría filmarse, y recibiría la censura que hace siete décadas recibió el de Lizzani, por razones de incorrección política asociada a la visión de los roles de cada género. Sin embargo, en la profundidad de una obra artística bulle mucho más que los signos ideológicos de los tiempos, siempre incapaces de trascender el arquetipo: las imágenes de Lattuada desengrasan con una ironía que, puesta al parangón con las constancias del resto de segmentos del metraje, se vuelve oscura y envenenada.

TÁR

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La friolera de dieciséis años han transcurrido desde que Todd Field estrenara su anterior película, la poderosa Juegos secretos (Little Children, 2006). Antes, en 2001, su opera prima, En la habitación (In the Bedroom) le había revelado como un énfant terrible entre los círculos de la crítica cinematográfica. Tanto en una como en otra obras, el prestigio y los premios cosechados no hallaron correspondencia con el beneplácito del público. Eso explica el hiato y, supongo, la infinidad de proyectos frustrados hasta alcanzar esta Tár. Pero, ay, algunos patrones no cambian: la obra está siendo muy laureada, pero el público no acude a los cines a verla. Field es, pues, un ejemplo paradigmático de director de prestigio que, en modo alguno, halla el beneplácito de la audiencia. Las razones son obvias: las suyas son obras de tempo moroso,  que se toman mucho tiempo en las rugosidades de la exploración psicológica; tanto que, en realidad, ésa termina siendo la temática de sus obras, más allá de unos argumentos que, para más inri comercial, revelan aspectos bien incómodos, y a menudo dolorosos, del funcionamiento psico-social.

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En el caso de Tár llama la atención que, sin tomar como punto de partida lo literario (como sí hizo en los dos filmes anteriores), Field, guionista en solitario amén de director, abrace semejantes aspiraciones radiográficas más allá del artefacto one-woman show indudable de la obra (y al que Cate Blanchett entrega una de sus mejores composiciones tras las cámaras, lo que ya es decir). El arranque de Tár es casi el de un falso-documental. El filme se entretiene durante más de una hora en retratar, desde lo impresionista, cómo es la vida de una prestigiosa directora de orquesta que vive y trabaja a caballo entre Nueva York y Berlín, donde dirige una de las filarmónicas más reputadas del mundo. En un segundo segmento, esa descripción sobre lo profesional que en ocasiones había rozado lo periodístico, va mutando hacia un relato de lo introspectivo, de la vida personal y familiar de Lydia Tár, en un levantamiento del velo que, más que otra cosa, pretende revelar las fisuras de un personaje que de puertas afuera se muestra tan talentoso como autosuficiente. La senda progresa, y se acelera hacia lo ominoso en la última hora de metraje, hasta desaguar en la inevitable caída en desgracia del personaje, a la que, casi a forma de epílogo, seguirá una leve crónica de sus, probablemente frustrados, intentos de reinvención.

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Hay algo de la frialdad cartesiana de Stanley Kubrick en la sintaxis de Field, de la densidad expositiva del Paul Thomas Anderson en sus obras sobre la depredación humana, y, en algunos pasajes aislados, los más introspectivos de la obra (el origen de esos sonidos que Lydia busca en su casa, el papel de los vecinos, los huis clos con los que se interrumpen diversas secuencias en las que ella está sola en las calles y parques de Berlín), algo de la atmósfera enrarecida de Roman Polanski. El cineasta busca términos de depuración visual, aquí con resultados estéticos reseñables merced de la fotografía de derivas azuladas del operador germano Florian Hoffmeister, y una labor escenográfica al servicio de abstracciones y discursos: véase por ejemplo la larga secuencia en la que Lydia Tár debate, o más bien censura, a uno de sus alumnos, que dice despreciar a Bach por razones relacionadas con el acervo biográfico del compositor, escena que llama la atención por su esmeradísima planificación y filmación en plano-secuencia; lo que no sabemos entonces es que será en los últimos compases del filme, cuando veamos un montaje manipulado de idéntica escena, cuando la decisión escenográfica precedente cobre todo su sentido y derive hacia lo metanarrativo.

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La verdad es que Tár, en su ambición y tan arriesgado, también generoso, despliegue dramático-psicológico, adolece de una falta de solidez en la estructura argumental, quizá una desmesura o al menos descompensación entre enunciados y constataciones a las que nos llevan, donde no es fácil discernir qué ha quedado en zona de ambigüedad y qué en una indefinición narrativa. Esas líneas de ambigüedad parten de la disolución que Field opera entre puntos de vista externo e interno, y es un factor que sin duda tienen algo que ver con el escaso éxito del cine de Field, pues el público necesita mimbres sin los cuales avanza hacia el desasimiento. Pero ello no puede, o no debería, desmerecer ni los riesgos asumidos ni los muchos elementos de interés de la película (para mí, al fin y al cabo, la mejor de las tres que ha firmado hasta la fecha), o la riqueza de matices de un retrato de personaje cuyo pathos resulta a menudo desbordante, por mucho que en el cierre, algo abrupto, queda cierta sensación deslavazada.

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 En el cierre, quien quiera buscarlo, podrá ver un sutil homenaje a las máscaras de Eyes Wide Shut (Kubrick, 2000), obra en la que Field ejercía de actor en el rol del pianista amigo de Tom Cruise que le daba la clave para colarse en una orgía de la clase dirigente; pero quizá la solución no se limita al guiño, y, de nuevo por la vía de la abstracción, recapitula sobre ese algo obtuso en el funcionamiento del mundo y sobre las dinámicas de la élite de los guardianes del high-art, cuestiones que quedan mucho más allá de los actos, y eventuales faltas, de la protagonista. Al fin y al cabo, ése es el incómodo, e interesantísimo, subtexto del filme, un filme que, de haber tenido un protagonista masculino, sin duda hubiera sido tachado de reaccionario, porque en esa disolución antes referida de puntos de vista (entre la percepción subjetiva de Lydia y cómo es contemplada por su entorno) se difumina la distancia entre la denodada búsqueda de la virtud y el comportamiento monstruoso, entre la superioridad intelectual/moral y su instrumentalización espúrea. Entre la exploración artística y el abuso de poder más caprichoso. Entre las más altas aspiraciones y los más bajos impulsos del ser humano. Ninguna obra que se atreva a adentrarse en estos espacios, y que encima llegue a estrenarse en el circuito comercial en temporada alta, merece descrédito alguno. Todo lo contrario.

LLAMAN A LA PUERTA

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Los elegidos

Si en este mismo foro, año y medio atrás, decía sobre Tiempo (2021) que en ella Shyamalan recapitulaba, en forma y fondo, sobre las obsesiones creativas que cimentan ya no su obras, sino su indudable (mal que pese a algunos) condición de auteur, ahora, con esta Llaman a la puerta, aún se afianza más en las aguas más abstractas, en el vaciado temático, sobre el que se sostiene su imaginario. Es sorprendente, en ese sentido, que el filme, por primera vez desde The Last Airbender (filmada en 2010, en el periodo más errático de su trayectoria, y probablemente en el punto cualitativo más bajo), no parta de una historia propia, sino que suponga la adaptación de una novela ajena,The Cabin at the End of the World, de Paul G. Tremblay. No habiéndola leído, uno no sabe si pensar que se da la casualidad de que semejante material de partida le iba como anillo al dedo o bien que, a la manera de Hitchcock, el cineasta de origen hindú lleva furiosamente a su terreno semejante material. Probablemente sea un poco de lo uno y otro poco de lo otro, pero el caso es que no chirriaría en absoluto haber leído el nombre de Shyamalan acreditado como autor único del story by y del guion, pues el director se mueve a sus anchas en una historia que, de hecho, hereda diversos elementos, principalmente el núcleo narrativo focalizado en el modo en que una familia se enfrenta a un posible apocalipsis, de la muy previa e idiosincrásica Señales (2003). Pero el tiempo ha pasado y los complejos han caído (, más la capacidad de maniobra industrial, felizmente, se ha recuperado), así que, veinte años después, las ecuaciones sobre el artefacto y artificio narrativo disminuyen para dejar espacio a lo abstracto y simbólico.

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De forma aún más acusado que en la citada Señales, como en La visita (2016), o como en Tiempo, Llaman a la puerta se sirve de la unidad de espacio y de tiempo para desarrollar un relato de terror psicológico de señas reconocibles. Sin embargo, marcando algo de distancia con aquellas obras, y acercándose más a La joven del agua (2006) o a El bosque (2004), no son esas coartadas genéricas las que edifican el marcado microcosmos, extravagante hábitat narrativo que se despliega a lo largo de los 100 minutos de metraje. No, lo que se prioriza aquí es la labor con la cámara, la disposición de las piezas en el espacio escénico, el (muy constante) juego con el transfoco, la liturgia expositiva y los mecanismos de suspense a través del montaje, esto es los rigurosos atributos de puesta en imagen. Pero, y de ahí el parangón con los comsecutivos títulos que filmó en 2004 y 2006, Llaman a la puerta (sobre cuyo argumento omitiré detalle alguno) nos confirma que las proezas escenográficas del cineasta brillan más cuando Shyamalan más se atreve a adentrarse en las sinuosidades abstractas de su mirada fantastique (y sobre lo fantastique).
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Al fin y al cabo, Llaman a la puerta convence sobremanera por razones que poco tienen que ver con su argumento, ello y a pesar de que la progresión narrativa en este caso sea perfectamente coherente de principio a fin y no lo fíe todo a un twist inspirado(r). Convence porque parece una traslación al lenguaje cinematográfico contemporáneo de las cosechas narrativas y alegóricas de la mejor serie B de antaño, donde argumentos novedosos, extraños, pero a menudo también harto aparatosos e hiperbólicos, servían de cobijo para desplegar un potente discurso sostenido sobre cuestiones filosóficas; aquí, la tensión entre la fe y los límites de la resistencia humana, y especialmente una parábola sobre el sacrificio que apenas se disfraza de mecanismo de horror. Shyamalan en general, y Llaman a la puerta en particular, más allá de lo que tenga que contarnos, se disfruta y gana adeptos entre los que amamos el vehículo de la imagen pura porque se ubica claramente a la contra entre los estilemas y convenciones narrativas y visuales que resulta dable esperar de una obra de sus características y (presunta) afiliación genérica. En esos curiosos meandros y simbiosis extrañas del audiovisual contemporáneo, y centrados en la plantilla fantástica, diría que Shyamalan encarna como nadie la fusión o reunión en un todo (nada revuelto) de esas señas de la serie B clásica con una insobornable (y cada vez más difícil) definición de «auteur».

LOS CRÍMENES DE LA ACADEMIA

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Pálidos reflejos

Caracterizar a un personaje de la trascendencia artística de Edgar Allan Poe en lo audiovisual es una tarea que entraña muchos riesgos. Es bastante común en el cine contemporáneo (y aún más en las novelas que se catalogan de “ficción histórica” o asimilados) tomar como punto de partida un personaje célebre y proponer una aproximación donde algunos, normalmente pocos, aspectos del biopic se agitan y condensan con elementos extraídos del bagaje profesional del personaje en cuestión, buscando un jugo –a menudo superficial- a las señas de trascendencia cultural o artística más reconocibles del personaje. Semejantes especulaciones metanarrativas a través del careo entre realidad y ficción como binomio asimilable al de vida y obra, sin embargo, como decía, resultan siempre conflictivas, más cuanto mayor es la celebridad del personaje; el caso de Poe, nombre mayúsculo de la literatura norteamericana y de la literatura de terror universal, es particularmente resbaladizo. Recuerdo, por ejemplo, una olvidada (y perdón por el retruécano) película dirigida por James McTeigue en 2012, aquí titulada El enigma del cuervo, y que contaba por John Cusack en el papel del escritor, filme que se metía en esa camisa de once varas y no terminaba de salir bien parada. Aquí sucede algo parecido: la cita al transitado y tan genuino imaginario del escritor de Baltimore, y a su figura, por mucho que se disfrace de lo particular (un relato que acaece durante la juventud de Poe, en los años en los que estudiaba en la academia militar de West Point) es un elemento de sofisticación que sirve algunos aspectos de interés, pero no los suficientes para insuflar la fuerza necesaria a un relato de misterio que no acaba de encontrar su tono.

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Y es una lástima, porque Scott Cooper, el hombre tras las cámaras, tiene un bagaje cinematográfico (y a través de lo genérico) en el que a menudo sabe trascender el apunte. Aquí, sin embargo, y quizá como sucedía en Black Mass (2015), el cineasta no logra, a pesar de estar acreditado también como guionista, ir más allá de la ilustración atmosférica. El filme está basado en una novela, con firma de Louis Bayard y que desconozco, pero la adaptación adolece de ese mal bastante habitual en este tipo de producciones basadas en best-sellers: la dinámica literaria (de best-seller) se aprecia tan claramente que rebasa la lógica que es intrínseca al relato en imágenes, quedando precisamente eso: una ilustración más o menos llamativa, más o menos rutilante (aquí, esforzada: la labor con la luz neblinosa y los paisajes de un crudo invierno en las orillas del río Hudson, así como un encourage histórico irreprochable), pero que avanza, más que fruto de una edificación genuina de personajes (o ya no digamos a golpe de genio narrativo), a base de acumulación de información, con una sucesión de secuencias introspectivas y edificación en los focos dramáticos según reglas de alternancias de montaje que, sin merecer descrédito alguno, dejan en el espectador una sensación de convencionalidad, de dejà vu ingrato.

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Quizá las líneas precedentes lleven a error, así que quiero aclararlo: Los crímenes de la academia es un filme entretenido, quizá demasiado largo pero que sabe avanzar sin problemas en el tablero al que juega, el del whodunit, y que por tanto no debería defraudar al aficionado a dicho (sub) género. Lo que se quiere anotar es que tampoco hay mucho más allá, que la introspección en la figura de Poe, aunque respectuosa (a salvo de lo que digan sus biógrafos), y bien defendida por el actor que le da vida, Harry Melling, se termina agotando en la anécdota del antecitado tablero de juego, y que, en fin, al menos a quien esto firma le sabe mal que, viniendo con la firma de un director interesante, contando con un buen elenco actoral, y contando una historia en la órbita de Poe (sí, vuelvo al principio, ay), no logre ir más allá de un producto de consumo rápido y me temo que olvidable en la oferta avendavalada de la vida netflixera.  La ironía del todo es que, aquí, a la postre, quizá Poe es poco menos que the hook, la excusa para edificar un relato cuyo protagonismo recae en otro personaje. A la luz de los hechos consumados argumentales (que no destriparé), cabe imaginar que si el filme se hubiera centrado más exclusivamente en el personaje al que da vida Christian Bale, e incluso hubiera omitido la presencia del personaje de Poe y estableciera otra forma narrativa para la réplica en la investigación, Los crímenes de la academia podía tener mimbres para erigirse en un poderoso melodrama criminal, un retrato de coyuntura psicosocial más denso y, como filme hijo de su tiempo, una alegoría más definida e inequívoca, como la que comparece en la muy estimable Hostiles.

ENSAYO DE ORQUESTA

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Desconcierto

Las curvas filmográficas fellinianas de la década 1970 culminan en el mismo territorio impropio donde empezaron (Los clowns, 1970): en la televisión. De hecho, Ensayo de orquesta fue auspiciada a medias entre la RAI y la productora Gaumont, y, tras algunas polémicas, se estrenó en cines unos meses antes de su paso por televisión (esa práctica que hoy es usual en producciones mainstream, por ejemplo entre Warner y HBO). Es justo decir, al respecto del trasvase de lenguajes cine-televisión, que la obra se plantea como un reportaje televisivo, erigiéndose por tanto en un falso documental avant la lettre, planteamiento chocante, revolucionario, al que Fellini (y Rota: esta película es muy suya) le extrae mucho jugo. Para este nuevo formato, de materialización mucho más austera, desaparece de la ecuación felliniana la exuberancia y (gran parte de) el vitriolo visual, pero en cambio, en el canje, se acentúa la capacidad de abstracción y los visos metafóricos: Ensayo de orquesta narra, exactamente, eso: los accidentados avatares  de una orquesta, reunidos en una antigua capilla, en una jornada aparentemente ordinaria de ensayo.

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El de Fellini, aunque riquísimo en matices y posibles jugos interpretativos, no fue jamás, en su definición concreta, un cine ideológico. Por ello, las muchas paráfrasis que ha generado la obra (que empezaron ya con polémicas y voces interpretativas discordantes por parte de los políticos en el poder en la convulsa Italia de aquellos tiempos) son todas perfectamente válidas pero, por ende, insuficientes para desentrañar lo artístico. Ensayo de orquesta, que en ese radicalísimo vaciado abstracto cobija tantas posibilidades alegóricas, es un ejemplo paradigmático de esa naturaleza más allá de lo ideológico de lo felliniano. Es cierto que, al respecto, el propio cineasta reconoció que el asesinato de Aldo Moro (acaecido el año antes de la realización del filme) le impactó profundamente, y de algún modo ello pudo reflejarse en la obra (uno debe pensar, claramente, en su clímax, donde el ensayo se convierte en un disturbio de primer orden, que alcanza la violencia y se culmina en términos de pura destrucción). Junto a ello, hay otros apuntes de lo concreto: el elemento y papel que desempeña en la función el representante sindical, así como la alegoría obvia del director de orquesta gritando en alemán en el cierre. Pero esos, y quizá algunos otros, pespunte concretos y contextuales deben verse, al menos hoy en la perspectiva filmográfica del cineasta de Rimini, como alberi que no nos deben impedir contemplar (y gozar del gran espectáculo de) la foresta.

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Quiero decir que Fellini, que inicia su relato con el copista presentando el sacro espacio en el que se desarrollará el ensayo, prodigioso por su acústica, un lugar de elevación filosófica, casi mágico, lo desarrolla a través de la acción humana, su aspiración espiritual y colectiva (la música, orquestada) interviniendo en ese escenario sagrado, lo que sirve para relatar cómo esa contingencia humana termina por desbordarlo, fruto de sus imperfecciones, quebrantos espirituales o frustraciones vitales, y fruto sobremanera del cortocircuito, la disonancia inevitable, en la reunión por un solo propósito de muchas personas/voces/músicas diferentes (fíjese, al respecto, en la equiparación músico/instrumento que propone el relato, totalmente intencionado). No es de extrañar el papel que desempeña, en esa ecuación humana desbordada, el director de orquesta, que se debate entre su despotismo y sus elevados ideales sobre lo que la música es y representa, contradicción supina arrojada contra la tormenta de todos esos músicos que deben seguir su métrica. Fellini recurre a muchos planos cortos, insertos muy intencionados, que se concatenan en la arquitectura visual con muchos, aparentemente livianos pero trabajadísimos, movimientos de cámara que refieren lo descriptivo. Lo individual versus lo colectivo materializado en imágenes. La ecuación irresoluble de la existencia y aspiración humanas, cuyo majestuoso árbitro (Nino Rota y su última y decisiva aportación a lo felliniano) es, precisamente, la música. Los visos de fábula política antes comentados retroceden a la sustancia caliente del cineasta en el blackout final, esa irrupción de la gran bola de destrucción que raíla una solución surrealista, psicoanalítica.

ANDOR

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Condicionar la épica

Mientras, y pronto hará una década, J.J. Abrams y Rian Johnson se debatían entre la entraña posmoderna, rozando la fan fiction de superluxe, y un replanteamiento/apertura de miras argumentales en la última trilogía de las películas de Star Wars, John Knoll, Gary Whitta (argumentistas), Chris Weitz y Tony Gilroy (guionistas) propusieron un en realidad severo cambio de tercio narrativo en Rogue One, una historia de Star Wars (2016), el primer spin-off cinematográfico de la saga desde las lejanas (y paupérrimas) aventuras de los Ewoks que emergieron del éxito de El retorno del jedi (1983). En el fondo, Rogue One, que narra cómo la hija de un científico imperial se une a la Alianza Rebelde en su intento de robar los planos de la Estrella de la Muerte, compendiaba tanto la mirada de Abrams como la de Johnson: abundaba en la impronta de y obsesión hacia la fundacional Star Wars (George Lucas, 1977), proponiendo una precuela de encaje directo (y, anzuelo comercial, literalizado en imágenes) con aquel título original mientras, al mismo tiempo, sorprendía con otro tono y focalización narrativa, que asumía hasta las últimas consecuencias sus riesgos, planteando una fábula de pespuntes trágicos que podía verse cual reverso gris y fatalista de los maximalistas y luminosos enunciados de las historias de los Jedi. Varios años después, y en la danza incesante de proyectos televisivos de la franquicia que alimentan el canal propio en la factoría Disney, uno de aquellos guionistas de Rogue One, Tony Gilroy, obtuvo crédito para, desmarcándose de (que no complementando) los espacios narrativos entre la aventura desatada y la revisión de lo mítico que hallamos en los seriales de El Mandaloriano, Obi Wan-Kenobi o El libro de Bobba Fett, poder llevar aún más lejos los postulados de Rogue One, tomando como personaje matriz uno de los protagonistas (aunque no la protagonista) de aquella película, Cassian Andor (Diego Luna), para redoblar la propia apuesta y proponer una precuela televisiva de aquella otra precuela, que, como nos indica su tagline (“The Rebellion Begins”), trata de arrojar luz narrativa sobre la organización de los partisanos en la lucha contra el Imperio.

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La primera de las grandes virtudes de Andor, herencia asumida y magnificada de lo abordado en Rogue One, es su férreo compromiso a lo que el grueso de obras de Star Wars utilizaban sólo como contexto o, casi cabría decir, macguffin: Andor pretende explicar con detalle por qué el Imperio es, en su funcionamiento político y social, una lacra que debe combatirse desde la trinchera y por imperativo moral. Andor ya no da por asumida la lucha del Bien (los Jedi) contra el Mal (los Sith), sino que se adentra en la oscuridad de un mundo gobernado por el fascismo, en un argumento que, a nivel de máximos, si hereda algo de la saga original es el objetivo de continuar, de forma mucho más densa, los apuntes sobre la derrota política de la República que se relataban en el plot (siempre menospreciado) de los episodios del I al III, engarce que se literaliza a través de uno de sus personajes, de breve aparición en Rogue One, Mon Mothma (Genevieve O’Reilly), senadora que se sirve de su posición como clase dirigente para financiar la lucha rebelde y a la que vemos en algunos planos en ese Senado de Coruscant que fue presentado en el Episodio II (2002) y que ahora ya funciona como una evidente farsa, sordo y ciego a la verdad.

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El bagaje de Tony Gilroy, director de alguno de los títulos de la saga Bourne (El legado de Bourne, 2012), de Michael Clayton (2007) y de Duplicity (2009), y guionista de obras como La sombra del poder (Kevin MacDonald, 2007), ya deja evidencias claras de su afán de utilizar formatos narrativos de acción o suspense, y de vocación mainstream, para abundar en una lectura sociopolítica (; y, añadamos, Gilroy fue asimismo productor de Nightcrawler (2017), obra del mismo perfil escrita y dirigida por su hermano, Dan Gilroy, que en Andor ejerce asimismo de coproductor y guionista de diversos episodios). Como  creador o showrunner de la serie que nos ocupa, decide proponer una balanza entre diversos focos narrativos que sirven para trazar el zeitgeist de la era en la que el Imperio instaurado por Palpatine (único personaje de la “aristocracia” de la saga mencionado en la serie) ha consolidado sus mimbres. A través de la historia personal de Andor Cassian, antecedentes y toma de posición política, pero también a través de la mencionada senadora Mon Mothma, del intermediario y líder a la sombra Luthen Rael (Stellan Skarsgard), de la investigación que lleva a cabo una alta funcionaria del organigrama organizativo imperial, Dedra Meero (Denise Gough), de los periplos de una facción organizada capitaneada por Vel Sartha (Faye Marshay), o de los avatares de un mediocre agente policial obsesionado con el paradero de Andor,  Syril Karn (Kyle Soller), la serie logra progresar en su mirada cosmogónica un poco a la manera de (guarden todas las distancias que quieran), The Wire (David Simon, 2002), sirviéndose de la excusa argumental (esa toma de posición política de Andor) que alienta la épica de la historia para condicionar ese épica en el entorno: un retrato bastante crudo, desangelado, denso en la exposición a través de diálogos y planteamientos narrativos, en definitiva más complejo que meramente oscuro, de las superlativas mermas a la libertad, la coerción socioeconómica (la vida proletaria en Ferrix) e incluso las formas de esclavitud (la cárcel) que son fruto de ese devenir de una galaxia que es, más que nunca, un mapa territorial, en el que los planetas son países/ciudades/culturas vienen sojuzgadas por un macrofuncionamiento económico; o, expresado de otro modo, una galaxia como nunca antes descrita a modo de mapa de los males de una globalización económica basada en la jerarquía económica y el sometimiento.

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Todos esos mimbres argumentales hacen sin duda interesante el visionado de la serie, pero no serían suficientes para apreciar su calidad si no estuvieran sostenidos por un trabajo narrativo que, amén de sus riesgos asumidos, fuera reseñable, como sin duda lo es, y de forma perfectamente armónica a lo largo de una estupendamente estructurada narración en doce episodios à la HBO.  En la superficie, la personalidad de Andor reside en el contraste; de sus personajes, cuyos sinos y luchas internas están edificadas con parejo sentido, a pesar de que las codificaciones sean opuestas; de sus paisajes, entre lo frío, hermético e hipertecnificado de los espacios cerrados a la belleza inalcanzable, siempre sugerente de espacios abiertos, paraísos perdidos (el lugar de la infancia de Andor) o fenómenos naturales (la lluvia de meteoritos); de los términos narrativos, una acción muy y muy dosificada de modo que funciona siempre a modo de clímax (sucesivamente, el robo del botín imperial, la fuga de la prisión, el enfrentamiento durante el funeral en Ferrix) y una exposición previa a esa acción que mucho tiene de litúrgico, y que, junto a los conflictos de personajes, trabaja la atmósfera, al igual que lo hacen algunos y excelentes experimentos de montaje, como las secuencias que relatan dos tiempos distintos en una misma progresión vía alternancia de montaje en el tercer episodio.

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Pero, a juicio de quien esto firma, lo más reseñable de la serie (o, al menos, de esta su primera temporada) reside en las definiciones dramáticas puras, en la búsqueda de lo poliédrico en colectivo a través de lo poliédrico en lo individual: esa obcecación que en el fondo explica el comportamiento de los dos personajes representantes del imperio, que el relato reúne de forma provisional, pero no aleatoria, conforme se aproxima el cierre; el sentido de pérdida o angst vital que comparten todos los que, de un modo u otro, comparten su fervor por esa causa, la rebelión, aún tan improbable, circunstancia que la cámara recolecta de constante mostrando los rostros cariacontecidos, lejos de urgencias ni expectativas, pero cerca del miedo, de todos esos personajes condicionados por un juego que reclama su identidad pero cuyo objetivo aún queda tan lejos que se les escapa la posibilidad, tan concreta, del deseo o la esperanza. El personaje encarnado por Sarsgard, el de más excelsa escritura, que engarza todas esas piezas perdidas cual héroe improbable e inesperado en un lugar y era que no cree en ellos, y cuya cierta ambigüedad en el trato alberga, sotto voce, esas dosis de épica, de firmeza ideológica, que amenaza con desarbolarse por mil motivos a su alrededor. Y, por encima de todo, y por supuesto, el personaje que da título a la serie, este un héroe claramente a su pesar, como ya queda claro en el primer episodio, alguien que debe transitar, por la vía del sacrificio, el dolor y la pérdida, pero también la capacidad metódica, el temple, la decisión y la suerte, el trayecto que separa la lucha por la supervivencia de la lucha organizada rebelde, que es algo más que un afán de supervivencia colectivo; Andor, que nunca sonríe, que nunca tiene grandes frases con las que seducir al prójimo, pero cuyo instinto le sirve siempre para ir un paso más allá de las fatídicas expectativas, podría verse como un reverso bastante acabado de las virtudes superlativas de los Jedi, un representante de esa causa revolucionaria cuyos rasgos humaniza a la perfección cerrando así el círculo, si quieren ideológico, de esta aventura en otro universo star wars hecho posible.

 

AMERICAN GIGOLO

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Schrader en Beverly Hills

Hoy pasa por ser una de las más icónicas películas de Paul Schrader, pero en American Gigolo, su tercera obra, se agita la fuerte idiosincrasia del cineasta con ciertos titubeos propios del autor que está forjando su imaginario pero aún no ha encajado del todo las piezas en el lenguaje creativo. De ello resulta una obra extraña, litúrgica, a veces desnortada en su devenir narrativo, incierta en la definición de personajes y situaciones y que, sin embargo, con cierto magnetismo que empapa las imágenes y se expande a través de su atmósfera hasta zanjar una experiencia fílmica singular.
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El propio Schrader, que posteriormente volvería a utilizar el cierre de Pickpocket (Robert Bresson, 196.) como estandarte y puerto expresivo en Posibilidad de escape (1992), manifestó alguna vez que su mirada-omaggio-recapitulación bressoniana en esta obra resultaba algo forzada. Y es así, anticlimática aunque de algún modo convincente, porque el relato de los avatares de Julian (el gigoló del título, al que da vida Richard Gere) halla en esa secuencia final una solución no del todo planteada, a diferencia de lo que sucederá en la citada Posibilidad de escape o, ya más lejos de la órbita de Pickpocket (aunque nunca de la vis bressoniana, sempiterna en Schrader), en la previa Hardcore, un mundo oculto (1978) o en la posterior Desenfocado (2002), otras dos obras cuya temática orbita en el territorio resbaladizo de las pulsiones sexuales, obsesiones y peajes asociados, desde perspectivas distintas pero que comparten una focalización más férrea, un planteamiento más acorde con las conclusiones. Aquí, en cambio, el territorio está lleno de porosidades y distorsiones. La metáfora schraderiana, que se masca pero no termina de afianzarse, tiene que ver con la naturaleza de Julian, que se dirime entre su talento como escort de lujo y su virtud (que es otra cosa) como dador de afecto a mujeres que lo necesitan, enfrentamiento y abrupta contradicción entre el sexo como producto de consumo y el amor como receta en un entorno carente del mismo; la aparición en la vida de Julian de Michelle (Lauren Hutton), de quien se enamora, operará una transferencia que declinará la balanza para redimir al personaje. Las elecciones visuales de Schrader son categóricas en ese sentido: muestran la desnudez de Julian pero no su actividad sexual explícita, caricias y besos en lugar de comportamientos lúbricos; y, especialmente, el sentido de la elipsis: el montaje es una arma expresiva que Schrader maneja de forma excelente para relegar los elementos más ásperos y materialistas del negociado sexual de Julian, lo que edifica un tono y la sugerencia expresiva de la que hablamos. tnbEY8Kn0mPyMfkxONYePWP5RUa

Sin embargo, en esa ecuación y metáfora schraderiana se interpone una trama de vocación noir en la que Julian deviene sospechoso de asesinato de una acaudalada mujer. Y dicho elemento, aunque también idiosincrásico de Schrader para edificar crisis y cismas espirituales, aquí se apropia en demasía del conflicto dramático, o más bien lleva el relato a definiciones más convencionales, que por lo demás se concretan de forma poco cohesionada, no del todo satisfactoria, diseminando Schrader sus opciones discursivas (las máscaras e hipocresía de la high-class de Beverly Hills, principalmente) pero escudándose a menudo en la superficie. Ello tiene indudablemente mucho que ver con la condición industrial del filme, el hecho de que American Gigolo sea una película de Hollywood, y su temática demasiado llena de tabúes para el mainstream, lo que probablemente castró de entrada la voracidad expresiva de su autor, trocándola por Mercedes descapotables, trajes de Armani y canciones de Blondie. Sin embargo, y es llamativo, Schrader también triunfa en la elucubración expresiva de esas superficies, ese angst a ritmo del sintetizador de Moroder, la visión metálica de los neones de la noche angelina y lo vaporoso y extravagante de sus ambientes: American Gigolo tiene la visionaria virtud de cartografiar perfectamente la estética ochentera en el mismísimo año uno de la década; y en una lectura autoral, unos primeros pasos hacia la cualidad expresionista que iba a romper la baraja en Mishima (1985).

EL PRODIGIO

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Contra los elementos

Cierto revuelo (aunque no más allá de la microfenomenología habitual) provocó el estreno (via Netflix) de El prodigio, la nueva película del chileno Sebastian Leilo, basada en la novela homónima de Emma Donoghue. El relato, enmarcado en el contexto de la Gran Hambruna que sufrió Irlanda en la segunda mitad del S XIX, se centra en un caso no verídico pero sí inspirado en muchos similares acaecidos en aquel lugar y contexto, y sigue los pasos de Elizabeth «Lib» Wright (Florence Pugh), una enfermera inglesa enviada a un pueblo rural de Irlanda con la tarea de vigilar de cerca a Anna O’Donnell (Kíla Lord Cassidy), una niña que ayuna y que, según su familia, no ha comido durante cuatro meses. Semejante argumento habilita diversas temáticas -la mayoria, que al espectador español le recordarán el caso de Camino (Javier Fresser, 2016)- que invitan al comentario divulgativo: el conflicto entre la fe y la religión, el androcentrismo y su colisión con los derechos de la infancia y, a renglón seguido, la glosa de la posición de la mujer en semejante coyuntura.

WONDER_Unit_03163RCTodos estos mimbres temáticos, que invitaron al propio realizador a hablar de «una película política» -algo que siempre discuto, pues todas las películas son, de un modo u otro, políticas- alimentan los comentarios que, por lo general, saludan favorablemente los méritos de la obra. Por mi parte, me interesa más centrarme en esos méritos intrínsecamente cinematográficos, y abundar un poco más allá de la (siempre pulida, casi siempre previsible) plantilla estética netflixera de la obra. Sirve para ello establecer el parangón de la obra con la en su día laureada, rápidamente olvidada, La habitación (Room, Lenny Abrahamson, 2015), igual que ésta de guion coparticipado por Donaughe, como ésta partiendo de una novela de su autoría. Allí se narraba el vía crucis asumido por un menor encerrado en una habitación, aquí los términos cambian pero no modifican las paráfrasis alegóricas, hay otro encierro, otra clase de aislamiento, otra situación de crasa injusticia, y otra denodada lucha contra los elementos por parte de una sufrida heroína que se opone a ello. En este caso, dada la ubicación histórica del relato, al retrato de la proeza de Lib se le añade el condimento de un denuedo en términos de apoderamiento de género superlativo en un contexto de cerrazón sociocultural no menos hiperbólico.8649_xxxl

Se le debe reconocer a los guionistas la inteligencia y habilidad sincrética en la exposición de las piezas, y a Leilo una escritura de la que se agradece la sutileza, la capacidad de sugestión que cuece a través de recursos expresivos mínimos pero que articulan bien el armazón dramático (y el que los actores, principalmente Plugh, defienden con extrema solvencia). En sus mejores pasajes, la crónica de los avatares de esa mujer moderna pero condicionada por el dolor se acercarían al impresionismo de  David Lean -pienso por ejemplo en ese plano en el que la enfermera y el periodista, justo antes de intimar, se contemplan el uno al otro en la inmensidad de la taberna, separados por el desdibujo de un cristal-. En la mayoría, estamos lejos de esa sapiencia cinematográfica, pero el rigor narrativo del cineasta chileno ofrece una progresión sobria, de subrayados constantes en los menudos tránsitos de los personajes, esas idas y venidas que van construyendo, en lo metafórico, las dudas y conflictos internos de la protagonista que la llevarán a una acción que, también sabiamente, el relato termina por dejar patente desde lo elíptico.

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Son dignos de mención asimismo el trabajo con la luz, armazón atmosférico del relato, y la gestión de la imaginería relacionada con el catolicismo, llevada al cortocircuito en el clímax-incendio. Y, last but not least, ese arranque y cierre del filme (más una llamativa secuencia in media res, para revelarnos cuál es la voz narrativa, el testigo que cuenta la historia, de dentro afuera) que, como otras obras recientes -la versión de Secretos de un matrimonio para HBO protagonizada por Oscar Isaac y Jessica Chastain, por ejemplo-, nos recuerdan literalmente la tramoya del relato fílmico partiendo de un plató antes de iniciar la historia y regresando a él en el cierre, en un subrayado que es muy indicativo, diría que categórico, del cine de esta era y sus promesas de interacción con el/fidelización del público, a quien quizá se teme servir algo tan trasnochado, ay, como «un relato de época», y se le invita al juego (político, alegórico, discursivo) inserto en esa mera superficie con ese evidente ardid.

EL CARNAVAL DE LAS TINIEBLAS

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En el cosquilleo de los pulgares de Hollywood…

Si quieren un buen ejemplo de lo caprichosa que es la popularidad, se puede rastrear por aquí. En su ensayo literario Danza macabra (1981), Stephen King reconocía su devoción por La feria de las tinieblas (Something Wicked This Way Comes, 1962), la novela de Ray Bradbury que se adapta en la película que nos ocupa. King hablaba de devoción, sí, pero también de influencia, y en efecto resulta fácil registrar esos ecos genuínos de Bradbury en el imaginario del escritor de Maine, que podemos afinar, sin afán de extensión, en los paralelismos constantes que It (Eso), su famosísima novela, establece con aquélla, básicamente cambiando de época y removiendo aspectos ambientales para acabar narrando (en muchas más páginas, y mucho menos densas) exactamente lo mismo: cómo el Mal, periódicamente, llega a una pequeña comunidad rural para causar estragos. Es interesante, yendo un poco más allá, analizar los cambios de abordaje y uno y otro autores, pues tienen mucho que decirnos sobre saltos generacionales: si el William Halloway y Jim Nightshade de la novela de Bradbury eran principalmente testigos, una voz narrativa como prisma peculiar que abonaba una determinada poética en el acercamiento del escritor a su abstracción temática, King opta por dar exclusividad a esa mirada preadolescente, siendo esos niños, la pandilla protagonista de la novela, quienes se enfrenten a lo oscuro, allí el payaso Pennywise como en Bradbury es la feria de Mr. Dark. El superlativo éxito de las novelas de Stephen King, y de It (Eso) en particular, contrastan con la condición maldita, y con ello de absoluto culto, del título de Jack Clayton según la novela de Bradbury.

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Poco antes de que King escribiera It, nada menos que Walt Disney Productions, quién lo iba a decir (y quién sigue diciéndolo ahora, en 2022, pues el filme sigue siendo invisible por interés de sus responsables, y sigue sin aparecer en el catálogo de Disney +), se atrevió a efectuar una adaptación de La feria de las tinieblas de cierta enjundia, contando con el propio Bradbury como autor del guion y con un realizador de indudable fuste, Jack Clayton, tras las cámaras. Sería interesante investigar cómo se metió aquella productora en esta camisa de once varas, con un filme claramente alejado de su imaginario. Bradbury concibió su historia mucho antes, en los mid-fifties, y como guion (que debía dirigir nada menos que Gene Kelly, a quien va dedicada la novela), y  a lo largo del tiempo el material fue en mayor o menor medida perseguido por los productores Robert Chartoff e Irwin Winkler, así como por directores como Sam Peckinpah, Mark Rydell y Steven Spielberg. Por entrevistas a Clayton, intuimos el largo periplo asociado con la gestación de la obra: Clayton había sido productor asociado de diversas películas de John Huston, cuyo Moby Dick guionizó Bradbury, y así entraron uno y otro en contacto; el cineasta, que por aquel periodo terminaría por filmar su gran obra maestra, Suspense (The Innocents, 1961), siempre estuvo interesado en la realización de ese relato fantástico, y persiguió, junto a Bradbury, dicha posibilidad a lo largo de décadas, hasta que a principios de los ochenta se abrió la puerta y pudo materializarse la obra.

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 El carnaval de las tinieblas (título de la edición videográfica y pases televisivos en España, pues jamás se estrenó en cines) tuvo una gestación tan accidentada como su concepción. Al parecer, la película originalmente montada no satisfizo a la productora, que, aparte de cargarse la partitura de Georges Deleure y contratar a James Horner para que realizara otra (por cierto, excelente), invirtió una cuantiosa suma en efectos especiales para darle espectacularidad a ciertas escenas. Bradbury renegó de esas intromisiones del estudio y manifestó que eran responsables de dar al traste con muchas de sus intenciones. Sin embargo, y a quienes no nos queda más remedio que ver la versión final estrenada en cines (estadounidenses), reconocemos la profunda impronta de Bradbury en la obra y su fidelidad, una quizá lógica pero no tramposa simplificación de la trama que relata la novela. El carnaval de las tinieblas, la película como la novela, utiliza un trampantojo de esa América profunda y anónima que Bradbury supo perfilar con tanta belleza, una feria ambulante, para desgranar un relato no tanto, como se dice, de lucha del Bien contra el Mal, cuanto del advenimiento del Mal al corazón de una comunidad aparentemente beatífica e inocente, en un constructo dramático que es una actualización, sumamente sugerente, del universal tema mefistofélico del Fausto de Goethe.

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Lo que sucede con El carnaval de las tinieblas, lo que la convierte en un auténtico plaisir para cinéfilos (y no digamos amantes del imaginario fantastique del Séptimo Arte), es su aroma absolutamente anacrónico. Aunque realizada en la era de ET, el extraterrestre (1982) y Poltergeist (1982), el filme parece escudarse en la superficie blanca de un producto de la factoría Disney para elucubrar un relato fílmico que, sin esfuerzo -y descontadas las secuencias que insertan efectos visuales hoy trasnochados-, parece manufacturado un par de  décadas antes. Clayton lleva a cabo una insobornable puesta en imágenes de hechura clásica, y demuestra tener profundamente interiorizado el material que maneja en la dirección de actores (extraordinarios Jason Robards y el Mr Dark que materializa Jonathan Pryce), en el diseño del espacio fílmico, en el empleo de los decorados recurrentes del filme, en la cualidad descriptiva de infinidad de planos de detalle, en la elucubración atmosférica (donde fía muchas cosas a una estupenda labor del DP Stephen H. Burum) y, en fin, en unas definiciones narrativas que, a tono con la propuesta de Bradbury, impulsan lo sugerente desde la contradicción entre polos opuestos: la infancia versus el mundo adulto, lo bello vs lo grotesco, la luz vs las tinieblas, lo apolíneo vs lo dionisiaco. Como los cineastas de la llamada era clásica, Clayton logra la proeza de parecer invisible dejando que solo sea visible lo que aquí interesa pero, en realidad, obedece a otro lenguaje: la historia de Ray Bradbury, que late con fuerza en imágenes llenas de magnetismo y que, en algunos motivos y mejores momentos, alcanzan lo imperecedero. 

ARMAGEDDON TIME

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Al sur del porvenir

Siendo que James Gray nació en Nueva York en  1969, se hace bastante obvio ver en Armaggedon Time fuertes componentes autobiográficos. Sin embargo, está lejos de ser una obra nostálgica en el sentido laxo del término. Lo que el guionista y director narra en el filme, y lo hace a través de los ojos de un niño, tiene más que ver con una crónica sociohistórica. En la gran y evidente metáfora de la película, la edad de ese niño, Paul Graff (Michael Banks Repeta),  limítrofe con la adolescencia, se equipara a los EEUU de 1980, a punto de entrar en la era Reagan y lo que su política económica trajo de suyo. No sé si tildarlo de pérdida de la inocencia, porque esa definición es a veces resbaladiza, pero Armageddon Time es una coming of age movie canónica, en esa especialidad que en la literatura fue fruto de Henry James y Lo que Maisie sabía, donde la focalización de la voz a través del menor revela (al lector, aquí espectador) muchos aspectos muy lejos del alcance de aquél.

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A través de esa voz narrativa del joven Paul, Gray balancea con buen pulso la mirada a lo interior, un retrato de su familia, con aquella otra que se abre al mundo, a través del relato de la amistad que Paul forja con Davies (Jaylin Webb), un niño de color y de estratificación social baja. En lo primero aflora la indudable brillantez en la exposición naturalista que es bien conocida del cineasta. En lo segundo, sin perder ese foco que le da armonía al conjunto, los trazos impresionistas están más claramente afinados a la parábola social sin ambages, y sin llegar jamás a caer en el estereotipo/lo esquemático (pues la película está muy bien escrita), el entramado argumental descascara a través de ese foco específico la alegoría del todo.

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Comparece el Gray cinéfilo, con citas-omaggios que van de Truffaut al Fellini de Los inútiles, y el cineasta de aritmética formal, temple y exposición sobria, capaz de acumular en todas las imágenes densidad dramática para cada enunciado. Armaggedon Time nos habla del fervor creativo del niño protagonista y su imposible encaje con las ecuaciones del funcionamiento del mundo, tanto en la escuela (las constataciones del cineasta en los dos lugares en los que Paul estudia son, por razones diversas, igual de lúcidas y despiadadas con el sistema educativo), como en el hogar: el filme nos habla también del complejísimo mosaico emocional de una familia judía de los suburbios, sugiere infinidad de aristas en el retrato de los padres del chico (magníficamente encarnados por Jeremy Strong y Anne Hathaway) y efectúa especial hincapié en el anclaje imprescindible del patriarca que encarna Anthony Hopkins. Más allá del buen hacer del actor, su personaje, el abuelo de Paul, sostiene buena parte de los mimbres -de lo dramático a lo alegórico- del filme, pues es la personificación de una solidez que está a punto de extinguirse (por tanto, equiparado con la era socioeconómica por llegar), a la que el resto de su familia es incapaz de aspirar, y, al mismo tiempo, capaz de establecer el puente imprescindible con su nieto para forjar en éste su espíritu a un tiempo libre y empático.

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Esa relación abuelo-nieto, esa clave entre la ternura y el compromiso, nos entrega la lectura ideológica, lo que se suele denominar el discurso, del filme. Los contrastes entre lo que al protagonista le ofrece su amigo de piel negra y lo que le exige el resto del mundo (magnificado, por supuesto, cuando es obligado a acudir a una escuela privada y de prestigio -donde, por cierto, Jessica Chastain efectúa una aparición en la que la ideología se derrama y Gray ya apunta a lo concreto de la denuncia política que no enfoca al pasado, sino al presente-) nos da la medida del trayecto que Gray recorre en un arco dramático en el que el protagonista se va disolviendo, cada vez más, en la abstracción de una época, hasta presentar una renuncia que, a poco de pensarlo, tiene la hondura de una canción desesperada.

UNA JORNADA PARTICULAR

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Sorprende el arranque de la película: un breve sketch cinematográfico periodístico, el equivalente italiano de nuestro No-do, que relata la visita de Hitler a Roma en 1938 y su recepción por parte del Duce en loor de multitudes. Tras ese prólogo que nos ubica de cabeza en el contexto histórico, adviene otro prólogo, éste ya parte de la ficción, que relata cómo Antonietta (Sofia Loren) trata de poner orden en su casa en el momento de empezar la jornada, siendo poco más que la sirvienta para el marido y sus seis hijos, que, la mañana en cuestión, se preparan para acudir precisamente a esa concentración en la calle, fiesta nacional, para recibir al Führer.
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Tras ello, ya encajados entre esas cuatro paredes que solo abandonaremos de forma provisional, es un elemento simbólico obvio (y no por ello menos efectivo), un pájaro que escapa de su jaula y vuela cerca de la ventana de un vecino, el que ofrecerá la premisa del relato. El vecino no es otro que Gabrielle (Marcello Mastroiani), personaje atormentado por diversas circunstancias que se intuyen, y luego, en un armónico despliegue de las piezas dramáticas, se concretarán. Y de entre esas piezas destaca el contexto, ése que se narra al principio del filme. En realidad, decir eso es quedarse corto: el contexto es la propia sustancia del drama. Por esa razón, y en una excelente decisión de guion, el contexto recibe una voz, podríamos decir que se llega a convertir en un tercer personaje: estoy hablando del recurso de sonido consistente en acompañar el grueso de diálogos de la pareja protagonista con la  retransmisión del acontecimiento de esa jornada en particular en Roma. El tono y lenguaje de esa retransmisión, verborreica y solemne hasta la extenuación, inflamada de soflamas extravagantes, va haciéndose su lugar como personaje no por invisible menos todopoderoso, enemigo insidioso e implacable de esos personajes, por razones complementarias, al límite de sus fuerzas.
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Los colores desvaídos que definen las imágenes del filme, esa pátina desangelada de los escenarios interiores, ese cotidiano raído, casi exangüe, encuentra su parangón en la expresividad que Scola extrae de sus intérpretes. Tanto ella como él extraordinarios en su papel, saben transmitir, de principio a fin, casi siempre de forma implosiva, un patetismo y un dolor acumulado a tanta profundidad que apenas deja paso para que emerja, como debe en la parábola dramática, el afecto (en el caso de él) y la concupiscencia (en el de ella). En el último tercio del metraje, cuando se desatan esos sentimientos, Una jornada particular deviene, en ese armónico repliegue de ideas por imágenes, una experiencia emotiva y muy conmovedora, lo que tiene que ver con esas interpretaciones, claro, pero también con la cocción sutil pero intensa, diáfana en sus intenciones, coherente y muy limpia que propone el cineasta a través de su construcción visual.

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Una edificación en imágenes que hacen del filme una pieza de cámara categórica en la que el espacio tiene muchas cosas que decir. Sobre todo como conjunto vacío que orbita alrededor de los personajes, en sobreimpresión, cabría decir, a ese citado no-personaje devenido en personaje que es el fondo sonoro de la retransmisión triunfal de lo que sucede en las calles de la ciudad. Lejos de ese exterior devorador, la cámara trabaja el espacio como barrera aparente que los personajes deben derribar para encontrarse. Primero, los planos generales del piso de uno contemplado desde el de la otra. Después, en los encuentros, barreras físicas como puertas o paredes que entorpecen la reunión en el mismo encuadre, fragmentaciones que, por insistencia visual, cobran forma narrativa, para romperse al fin, de modo abrupto y liberador, como sucede en la secuencia que discurre en la azotea, o con una fuga sensual casi solemne, como en el conato de encuentro sexual.

BENEDICTION

Tras adentrarse, en la sensacional Historia de una pasión, en la vida de la poetisa Emily Dickinson, Terence Davies reincide en parejo formato en esta Benediction, aproximación a la biografía del poeta y activista británico Siegfried Sassoon (1886-1967).  Davies tomó como punto de partida la  autobiografía novelada de Sassoon en dos trilogías. Sin embargo, la voracidad expresiva (que no vamos a descubrir ahora) de Davies se centra en dos elementos que, relata la película, compendian su experiencia vital. Por un lado, sus poemas antibelicistas, escritos tras su experiencia como oficial del Ejército británico en la Primera Guerra Mundial; por el otro, su condición de homosexual. Uno y otro elementos, en la riqueza expresiva del relato cinematográfico, se anudan para ir cimentando la crónica de una vida marcada por los estigmas y el dolor.

Davies se centra mayoritariamente en el periodo que siguió a su participación en la Gran Guerra, cubriendo una década larga de su vida, hasta su matrimonio con Hester Gatty y el nacimiento de su hijo George. En esa plantilla, quiebra en diversas ocasiones lo cronológico para mostrar algunos pasajes de la vejez del escritor, rupturas cronológicas esporádicas y muy intencionadas, que no hacen sino enfatizar los enunciados que Davies eleva como centrales del personaje biografiado, en ese aferrarse en un tiempo pretérito que es uno de los más evidentes leit motivs del cine de Davies. El mejor ejemplo de ello es el cierre del filme, donde un lugar, un banco solitario, sirve al personaje, y al relato, de ventana al pasado, que Davies desagua en un larguísimo y sobrecogedor plano final que viene a rendir cuentas con el dolor que Sassoon acumuló en su primera vida adulta, acicate de su obra poética y tesis última de Benediction.  

La sintaxis del director de The Deep Blue Sea (2012) es la misma a la que nos tiene acostumbrados, ésa que, con el paso del tiempo, cada vez parece más alejada de los cánones de lo que uno puede esperarse acudiendo a una sala de cine. Davies impone un tempo lento, moroso en quietas descripciones visuales, para nada grandilocuentes, aunque de suma precisión expresiva y elegancia estética (que aquí se salpimentan, uso de la infografía digital mediante, con inserciones o collages de imágenes reales de la Primera Guerra Mundial, sobre los que se imprime la lectura de algunos pasajes de los poemas antibélicos de Sassoon). Edifica un relato que exige, más que otras veces, el visionado en V.O., pues hay infinidad de secuencias construidas en torno a diálogos en los que es tan importante la gestualidad de los actores como su dicción, las dos cosas, excelentemente defendidas por el elenco interpretativo, y por su primera espada, Jack Lowden, quien encarna al poeta.

Sin que esa elegancia supina, esos altos vuelos expresivos se pierdan, es cierto que la película sufre un requiebro rítmico en su segundo tercio de metraje, en el relato de los encuentros y desencuentros amorosos que Sassoon tuvo con Ivor Novello, Glen Byam Shaw y otros. Quizá se deba a que la mirada de Davies alcanza sus más altas cotas en la ecuación entre la sugerencia y la lírica -elementos que caracterizan todos los pasajes que discurren en el Hospital de guerra Craiglockhart y en la relación concupiscente que Sassoon estableció allí con otro poeta, Wilfred Owen- que en ese relato, posterior, más afincado a la mera descripción de aconteceres sentimentales. El relato vuelve a remontar cuando Hester aparece en la vida de Sassoon, conflicto añadido (el matrimonio, y con una mujer, por supuesto) que supone culminación de una renuncia vital (con agrias constataciones en el espejo que Davies filma, en dos breves, lacónicas y demoledoras secuencias que muestran al matrimonio en su vejez) y a la vez la realización de una paternidad que, de igual modo, el cineasta retrata con cierta ambigüedad. Todos esos últimos pasajes van instalando la historia en una coda sombría que se remata en la antecitada secuencia de cierre; una secuencia que, sin exagerar, ofrece al espectador la recompensa de uno de los finales más memorables del cine de los últimos tiempos.  

MI VIDA CON JOHN F. DONOVAN

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El énfasis caracteriza de principio a fin esta Death and Life of John F. Donovan, una perenne necesidad de afirmación autobiográfica que hace patinar los enunciados, perfectamente válidos, de la obra. Ese énfasis en la afirmación, que contamina incluso la estructura -con ese ancla del relato del actor-escritor a una periodista, premisa totalmente forzada, además sin necesidad ni un devenir con sentido, para desentrañar la historia desde el flashback-, hace caer constantemente en lo obvio las sugerencias que propone el este relato doble, de un actor joven de vena depresiva y un niño que lo admira y se cartea con él.
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Ese lazo o espejos entre unos recuerdos de la infancia y el devenir del actor encarnado por Kitt Harrington resulta una premisa algo rocambolesca y exacerbada, típica de Dolan, que en esta ocasión, merced del sostén narrativo en la voz de un niño, posibilita una deriva fantástica (el papel de su imaginación) que, por desgracia, nunca termina de concretarse. En lugar de eso, un trabajo introspectivo desde la superficie de la puesta en imágenes -primeros planos como leit motiv, planos de detalle, transfocos, unos tonos azulados como recurso estético…-, que se trabaja mejor en el relato del niño (con mayor fuelle dramático) que en la glosa fatalista, pero más bien carente de contenido, del relato del adulto.
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El lucimiento de los actores termina resultando un fin, no un medio, del mismo modo que el uso de las canciones. Contemplada la película sin perjuicios, tanto lo uno como lo otro pueden ofrecer momentos atractivos, puntuados de un determinado carácter e intenciones que redundan en una personalidad, la misma que se desgrana en algunos soliloquios (que no diálogos), esmerados en su escritura, que se encargan de desgranar los motivos argumentales. Ese es probablemente el problema: en la película hay pocos apuntes y demasiados hechos consumados, algo que cortocircuita su aparente intención de una exploración desde lo intuitivo.

BLONDE

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Marilyn en el laberinto

Marilyn Monroe es, opinablemente, la mujer más célebre del siglo XX, razón por la cual su (tormentosa) biografía ha sido objeto de mil análisis y representaciones.  Además un auténtico icono del cine de Hollywood, indagar en la historia de Norma Jean, Marilyn, es bucear entre las claves del acervo cultural del siglo pasado. Casi sesenta años después de su muerte, y a la luz de lo que nos propone Blonde, esos paradigmas, ese interés analítico sigue perfectamente vigente. Lo que Andrew Dominik, director y guionista del filme, propone en 2022, y cuyo sustrato se halla en la biografía literaria publicada en el año 2000 por Joyce Carol Oates, conecta en realidad de forma bastante directa con un texto mucho más lejano de Norman Mailer, Marilyn: A Biography, excesivo y a menudo brillante, como todos los del escritor y ensayista, y que proponía, ya en 1973, esto es menos de una década después de la desaparición de la actriz, una aproximación biográfica de pretensiones psicoanalíticas a partir de las cuales reflexionar sobre el lugar de ese icono sexy en el imaginario pop de la época y confrontarlo con un acervo vital y sentimental marcado por el trauma, la vulnerabilidad y el dolor.

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Han pasado ya muchos años de la publicación del texto de Mailer, y algunos de la biografía de Oates, pero Blonde insiste, de principio a fin, en esa radiografía vital que, principalmente, contrasta lo refulgente de la vida pública con los demonios sempiternos de la vida privada. El cine (aunque sea para televisión, patrones estéticos de Netflix) es otro lenguaje que el literario, y la lectura (al fin y al cabo ideológica) del filme de Dominik acaba haciendo gráfica esa dicotomía público-privado en un relato rayano en la crónica del döppelganger o doble, algo subrayado por la constante yuxtaposición entre filmación en (contrastadísimo) blanco y negro y en un color pálido, apastelado. Tan asumida tiene esa vocación de enfrentar lo que Marilyn significó para el público y lo que Norma Jean asumió como equipaje de vida que, a la postre, la (cargadísima) atmósfera de la película se dirime entre el aliento melodramático y no pocas fugas cercanas al puro horror (sin ir más lejos, todas las secuencias referidas a la infancia de Norma Jean).

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No son pocos los momentos memorables de Blonde en términos estrictamente visuales. Dominik, cineasta cuya vocación de director de piezas de cámara ya quedaba en evidencia en la fantasmagoría en que convertía el tablero western de El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, estructura el relato como una sucesión de set-piéces de aliento marcadamente subjetivo, que lo edifica todo desde la mirada de la actriz que encarna Ana de Armas y que, incluso cuando compone un exterior, lo hace siempre en abstracto (y a menudo temible), como es el caso de los focos y luces cegadoras de las fotografías, ese plano que se abre desde el rostro de la actriz para mostrar infinidad de rostros en la platea de un cine, o la imagen multitudinaria ad infinitum que, en un espectacular plano picado, circunda a la actriz en la filmación de la más celebérrima secuencia de La tentación vive arriba.

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A decir verdad, la gran virtud de Dominik no reside en la elucubración de un molde narrativo rompedor: sus estrategias formales recuerdan muy poderosamente el cine de Terence Malik o el aparente impresionismo de las women picture de Pablo Larrain, especialmente la reciente Diana. No, lo que hace de Blonde una poderosa experiencia cinematográfica, más allá de la exquisitez, a menudo auténtica virguería visual, de sus soluciones aisladas, es la capacidad de Dominik para sintetizar en imágenes, partiendo de los rastros de realidad/representación que el público puede reconocer (el mimetismo buscado en la elección de la actriz protagonista y las constantes referencias a imágenes y vestuarios de Marilyn que se recuerdan por sesiones fotográficas o archivos ampliamente difundidos), todo ese poso psicoanalítico heredero de lo literario citado en el primer párrafo, para casar un texto bastante hermético en imágenes que, si debemos parangonar con referentes, quizá se me ocurriría el Lars Von Trier de Anticristo o Nymphomaniac, y que nos habla, de constante, de la obsesión por un padre ausente, la presencia y posterior pérdida de una madre enajenada y maltratadora y los espejos deformantes de semejantes traumas en la vida adulta del personaje, principalmente focalizados en el elemento categórico de la celebridad de Marilyn: su sexualidad, resuelta como una obsesiva máscara, como un laberinto sin salida para sus aspiraciones sentimentales y, llamativamente, como barrera de una maternidad entendida como una catarsis inalcanzable.

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Quisiera comentar, por último, un aspecto que en realidad trasciende los méritos de la película y que tiene más que ver con el contexto. El estreno en Netflix de Blonde vino acompañado de incesantes muestras de amor-odio por el filme en las redes, y no pocos artículos periodísticos que, dejando un poco de lado el análisis estrictamente fílmico de la obra, se adentraron en cuestiones relacionadas con el feminismo o el retrato de una mujer según los paradigmas (y correcciones políticas) de los tiempos actuales. Estoy hablando, en una palabra, de polémica, una polémica que, desde siempre, ha sido un aliento importante del éxito de una obra (Andy Warhol ya lo decía: no hay una buena o una mala fama; solo hay fama), pero que, en los tiempos de la mal llamada democratización de la información ha ganado enteros hasta, a menudo, absorber del todo los considerandos cinematográficos. La dinámica, tan exagerada y a la postre líquida, en la reacción periodística e internauta de la película, como enésimo ejemplo de una práctica bastante habitual, deberían invitarnos a reflexionar sobre si, en estos tiempos en los que la interacción (¿imposible?) del receptor de una obra con su responsable alcanza semejante crispación y arbitrariedad, quizá no sería pertinente que empezáramos a hablar de un nuevo género, quizá el primer género netamente extracinematográfico, el de “la película polémica”, que es, por supuesto, un género transversal a los géneros (y no diré “transgénero”, que sería políticamente imperdonable). Si uno (¡o una!) efectúa un pequeño esfuerzo de perspectiva, de ver la tramoya que esconde toda esa crispación e inflamados debates, quizá se acerque a la irónica conclusión de que, al final, toda esa tramoya se mueve en idéntica superficie que la que, hace más de medio siglo, encumbró a Marilyn Monroe como el animal sexual de más alto voltaje del mundo.

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Glory Days

Sobre esa «pizza de regaliz» que se alude en el título, puede decirse que hace referencia a una cadena de tiendas de discos que, tiempo ha, había en el sur de California. Sin embargo, aparte de la cita hay en ese título connotaciones evidentes a la primera juventud, a un determinado estado de (exaltación del) ánimo, a recompensa fácil en una existencia plácida. Un título apropiado para una coming-of-age picture, que es lo que propone la obra, a través del relato de la historia de amistad, principalmente de eso, que se traba entre el adolescente Gary ( Cooper Hoffman, el hijo de Philip Seymour Hoffman) y una veinticincoañera, Alana (Alana Haim), en el contexto de la llegada de los años setenta y en una ubicación muy determinada, una localidad californiana de la zona de San Fernando Valley.
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Productor, autor del guion (recogiendo experiencias de viejos amigos), director e incluso corresponsable de la DP, Paul Thomas Anderson firma una obra que algo tiene de rendez-vous nostálgico y en familia, una pieza decidida y deliberadamente liviana en la que incluso hay un interludio y alguna fuga que parecen creadas para invitar a amigos (Tom Waits, Sean Penn, Bradley Cooper) a la fiesta. Sí, el descarte respecto de las obras precedentes del cineasta es evidente y, del guion a la puesta en imágenes, aquí se dejan un tanto atrás las métricas y suturas herméticas de algunas de sus (mayúsculas) últimas obras para abrazar una cualidad, al menos en apariencia (pues hay mucho rigor escenográfico y de labor lumínica implicado), más suelta, desacomplejada, impresionista en la (ya abandonada) definición del cine indie.

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Y, con todo ello, la película es profundamente idiosincrásica. Algo de su aroma nos retrotrae a la joie de vivre excéntrica de Boogie Nights, aunque sin necesidad de motivos epatantes ni referencias ajenas (aunque hay una sutil broma a costa de cierto pasaje de Taxi Driver (Scorsese, 1975) que nos arranca una sonrisa). También hay constantes narrativas que nos hacen pensar en la progresión de la exacerbada Puro vicio, o en el tono y fuga surreal patente en Embriagado de amor. Anderson deja que su equipaje creativo fluya, y de forma natural, hacia otro espacio radiográfico, en el que se maneja con soltura, sumo talento expositivo y, por supuesto (el que probabmente sea elemento más destacado en su obra) proverbialidad metafórica y simbólica.
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De partida, se agradece la capacidad del filme para adentrar al espectador en un retrato de época lleno de personalidad y al contraste con la epidérmica, siempre excesivamente glamourizada y sintética forma que tiene Hollywood de adentrarnos en esos revival visuales. El momento y lugar descritos en el filme, aunque modulados desde una incorruptible mirada juvenil, tienen visos de realidad, y, más importante, de idoneidad con los conflictos que el relato plantea. Y esos conflictos tienen que ver con las afinidades que inevitablemente emergen en la relación entre Gary y Alana a pesar de las asimetrías de su edad, formación y necesidades vitales. El chico es un aventurero, emprendedor obstinado y precoz. La chica es la oveja negra de una familia judía, acomplejada por la presión de, como suele decirse, sentar la cabeza. Lo hermoso, valioso, de Licorice Pizza es la ternura con la que se describe a esos dos personajes y al afecto que nace entre ellos, y, tozudo, resiste entre las mareas de esas aporías de cada existencia que les alejan. Posiblemente por ello el leit-motiv del relato son las imágenes de los personajes corriendo por las calles, desnortados pero urgentes, en busca de ese algo sólido que es el afecto y el calor de otra persona. Siendo la depredación en las relaciones humanas uno de los temas fundamentales del cine de Anderson, la cualidad catárquica que informa de principio a fin Licorice Pizza resulta especialmente liberadora.

ROCKY III

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1982: La mirada del tigre

Cuando, tras el principio de la película -en el que se remontan, versión esquemática, diversos momentos del final apoteósico del filme anterior-, aparece el primer metraje filmado para Rocky III, se produce una transferencia muy notable en el seno de la saga, que es también, muy netamente, un cambio de las cuestiones éticas y estéticas implicadas en el cine de Hollywood en un trasvase de década, de los años setenta a los ochenta. Además, es un arranque fuerte, sonoro, potente, que reclama su condición inequívoca de cambio de rumbo: la fanfarria del tema clásico de Bill Conti se difumina bajo el sonido de los primeros compases de un rock electrificado, el popular tema “Eye of the Tiger”, de Survivor; y de la imagen del Rocky (Sylvester Stallone) recién proclamado campeón de los pesos pesados pasamos a un montaje que se inicia con unos fuegos artificiales, y que, en esos escasos dos minutos rockeros, se sirve de un montaje videoclipero para relatarnos cómo el personaje protagonista se convierte en una superestrella mediática, que defiende el título con una serie de combates que se antojan fáciles mientras anuncia coches y relojes, aparece en entrevistas y en el show de los muppets, se compra una supercasa y una moto de diseño y, en fin, materializa una noción obvia, aunque también coyuntural, del american dream. Pero esos dos minutos al son de Survivor también sirven para, en paralelo, presentarnos a Clubber Lang (Mr. T), un boxeador de maneras furiosas que noquea brutalmente a todos sus adversarios y que reclama su derecho a combatir por el título de los pesos pesados. Dos minutos que le dan absolutamente la espalda a las maneras narrativas de las dos películas anteriores, dos minutos en los que Stallone, director y escritor del filme amén de protagonista, presenta unas credenciales muy otras para la saga, empezando por su propia presencia, pues en los tres años que la distancian de Rocky II, el actor está mucho más flaco, e incluso su fisonomía ha variado mucho. Es, literalmente, otro Rocky.

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Todo esto no es anecdótico, y de hecho ilustra muchas virtudes de la película, una película que se suele considerar imbuida de los tics y dispositivos estéticos de una época pero que, quizá debería matizarse, más bien coadyuvó a fijarlos. Esto es así porque, filmada en 1982, recién iniciada la era Reagan, la película fue una enorme éxito de taquilla [la quinta película más taquillera del año en los EEUU; la cuarta, por cierto, fue Acorralado (Ted Kotcheff, 1982)], evidenciando que la fórmula escogida por Stallone halló una perfecta sintonía con el público de su tiempo. Es probable que el actor y cineasta se hubiera dado cuenta de las flaquezas evidentes de su anterior aportación tras las cámaras a la saga. John G. Avildsen había filmado, en 1976, un poderoso drama a la manera clásica, y Stallone carecía de esa habilidad como cineasta, razón por la que Rocky II resultó una copia claramente inferior a la original, que incurría en obviedades y excesos melodramáticos donde en la original Rocky había matices e indudable punch dramático. Pero Stallone tomó buena nota, y, al abordar esta segunda secuela, marcó severas distancias. Habían pasado apenas tres años de Rocky II, pero el cambio fue harto significativo.

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Redujo drásticamente el metraje (media hora), para, al fin y al cabo, narrar mucho más. Concentró las dosis de melodrama, y las supo balancear con el muy diferente feeling del relato deportivo al uso, con muchos compases desenfadados y otros de intensidad espectacular. Fio muchas cosas a la esmeradísima labor de planificación y montaje de los combates, de hecho ofreciéndole al espectador hasta tres (más diversas secuencias con breves montajes de muchos otros), sabiendo perfectamente que en esas secuencias es donde un filme de esta naturaleza se la juega. Se apoyó en una labor lumínica meritoria, la del veterano Bill Butler, importantísimo en la definición anímica del personaje atormentado en el pasaje central del filme. También en la contundencia expositiva de una buena labor de sonido. Pero, quizá especialmente, inició una transferencia (que iba a culminar con la labor con los sintetizadores de Vince DiCola en Rocky IV) del uso y sentido de la música como vehículos narrativos, otro elemento idiosincrásico de la saga al que le supo sacar mucho partido compaginando compases de la clásica partitura de Bill Conti con canciones, especialmente la antecitada “Eye of the Tiger”. En la planificación y puesta en imágenes más allá de las set-piéces de entrenamientos y combates, empezó a acercarse a los parámetros de lo televisivo, de montaje sencillo y con planos a menudo cerquísima de los rostros de los personajes (Mr. T, por ejemplo, siempre es mostrado en primerísimo plano, o desde una posición inferior a sus ojos, para fijar la hipérbole de su definición como personaje). Y en todo ese paisaje dejó, casi como anécdota, como reliquia del pasado, una única secuencia que sí está filmada, además con convicción, a la manera más clásica de los filmes anteriores: aquélla en la que, tras la disputa pública con Clubber Lang al recibir Rocky el homenaje y la inauguración de una estatua en su honor, el púgil trata de convencer a su manager de combatir una última vez: la cámara se mueve despacio en el interior de una habitación decorada con fotos de los combates de antaño y con viejos guantes de boxeo que cuelgan de una puerta; en esa suerte de hábitat del pasado, el boxeador y su entrenador que iban por caminos distintos, terminan por converger, reuniéndose en el mismo plano en una solución argumental que repite sus homónimas de las dos anteriores películas… Elocuentemente, el excelente actor de la vieja guardia Burgess Meredith, retiene la bandera del clasicismo. Y, sintomáticamente, muere a mitad del metraje, y desaparece de ese ADN en transformación de la saga.

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Todos esos aspectos funciona bien en ese artefacto, insisto, de metraje mucho más comedido (95 minutos, frente a las dos horas de metraje de los dos filmes anteriores). Y, a través de la forma, de esa superficie, Rocky III se muestra pletórica de ritmo y espectacularidad. Pero en todo ello también interviene algo más importante: el plot. Stallone nunca fue un gran escritor de diálogos, pero sí que a veces, en esta película por ejemplo, supo elucubrar buenas tramas. A nivel argumental, fue lo suficientemente astuto para seguir explorando con fruición el eje o naturaleza carismática del personaje Rocky Balboa, llevándolo a un periplo vital por la vía de la fábula. Una fábula tan hipertrófica y esquemática como quieran, pero perfectamente válida. Rocky III nos habla de las contingencias de un posible segundo acto de la vida. Si en las dos primeras películas de la saga se exploraba el periplo (principalmente espiritual) de un hombre humilde y fracasado que, sin saber cómo, tiene la oportunidad de llamar a las puertas de la trascendencia, en esta tercera película pasamos página, y se relata cómo el personaje, amodorrado en sus laureles, de repente pierde todo lo que tenía y todo en lo que creía, debiéndose enfrentar al resto de su vida atenazado no solo por el miedo sino también por la culpa. De nuevo, naturaleza del personaje, no es una cuestión de inteligencia ni siquiera de talento, sino de instinto de supervivencia y, especialmente, de coraje (los dos elementos que se hipertrofian en el combate final, donde no es baladí que Rocky se deje golpear por ese boxeador de fuerza inaudita, hasta cansarlo, estrategia que, a poco de pensarlo, lo hace invencible de partida: lo hace sobrehumano, porque ha vencido sus miedos y sentimientos de culpa). En semejante dispositivo argumental, las imágenes de bullicio y descontrol, muy constantes, desvelan esa realidad que se le está yendo de las manos al personaje, personificando su enemigo, Clubber Lang, esos demonios que, sin saberlo, se están apoderando de su espíritu (así, hay rifirafes y peleas siempre que los dos personajes se encuentran, antes de los combates, pero también en la calle, así como, más allá de Clubber Lang, está el combate marciano con el luchador de wrestler Thunder Lips (Hulk Hoogan), aparentemente una broma o juguete narrativo pero que, contemplado en perspectiva narrativa, precede ese desmoronamiento de las estructuras vitales de Rocky).

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Sin embargo, posiblemente el hallazgo argumental más feliz de la película, y el que generó más adhesiones del público convertido en fan de la saga, fue la reunión de Rocky con su enemigo de antaño: Apollo Creed (Carl Weathers) no es un simple recambio deportivo, no es un nuevo entrenador: enseña a Rocky a empezar de cero, le entrena siguiendo otras normas, otras prioridades -más en el movimiento y el ritmo que en la mera pegada-  en esa especie de purgatorio que es el gimnasio angelino donde Rocky se prepara para el combate decisivo.  Si al principio hablábamos de la transfiguración, incluso física, del actor a tono con el cambio en el personaje, la relevancia de Apollo en esa transfiguración resulta crucial, y si el personaje de Mickey (Meredith) acumulaba las mayores dosis de emotividad, el de Apollo consolida una amistad entre iguales, entre dos genuinos campeones, en una coda final (que incluye el hermoso epílogo del relato: un amistoso ajuste de cuentas) que redondea la transformación, la solidez de ese segundo acto en la vida de Rocky Balboa.