EXTRAÑA CONFESION

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Tormenta de verano

En los anales a menudo se la recuerda como la obra que cambió las señas características de los personajes encarnados por Linda Darnell, aquí en las pieles de Olga Kuzminichna Urbenin, la guapísima campesina casada con un capataz y de la que un conde alcohólico y pusilánime, Volski (Edward Everett Horton), y el juez de paz Fedor Petroff (George Sanders) se enamoran perdidamente. Sin embargo, esta estupenda Extraña confesión (que tiene un sugerente título original, Summer Storm) reclama principalmente su valor como adaptación de Un drama de caza, la única novela que Antón Chéjov (1860-1904), el más célebre dramaturgo ruso y maestro incontestable del relato, llegó a publicar (lo hizo por entregas, entre 1884 y 1885), y que, principalmente por razones de complejidad estructural, está consagrada como relato de absoluta referencia en la vertiente psicológica del género policiaco.

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Aunque la adaptación firmada por Michael O’Hara y Rowland Leigh (participada por el propio Sirk y por Robert Thoeren) simplifica los términos narrativos, no sacrifica el desarrollo en flashback o, más preciso, la lectura por parte de una periodista y ex prometida de Petroff de una confesión que ha llegado a la redacción de su periódico, estructura que prefigura el tono desangelado, en deriva a lo trágico, que termina caracterizando a la obra así como los términos de pura reflexión sobre el mal que pespuntea. Sirk, que, por formación y estilo era indudablemente un director idóneo para poner en imágenes tan alambicado y poco convencional relato, articula una ecuación formal capaz de simplificar lo complejo, fiando buena parte de la efectividad dramática en unos actores en estado de gracia, pero también dosificando el drama con sensibilidad, imágenes sugestivas, de tenue sugerencia, para amplificar las constancias de los elementos de choque (el amor desaforado, los excesos de la aristocracia, el asesinato, las injusticias) sobre los que pivota el relato.

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El elemento psicológico es, para el cineasta, prioritario al otro tema que se inscribe fuertemente en la novela, el del ambiente que prefigura la decadencia moral de la sociedad rusa prerrevolucionaria; tema que no obstante no obvia, sino que hace pivotar en la excelente caracterización que Everett Horton efectúa del conde Volski, personaje tan dicharachero como caprichoso, a todas luces fuera de la realidad, en la metáfora más amplia de una película cargada de matices. En esa misma metáfora, profundamente literaria y bien replicada en las imágenes nunca superficiales de Summer Storm, la realidad agrede, quema, al juez de paz que se entrampa entre su deseo de mantener el orden de las cosas y el propio estatus y esa deriva, indudablemente vertiginosa y destructiva, de la pasión desatada hacia la campesina que encarna Darnell. En su desarrollo escenográfico, Sirk lleva a las últimas consecuencias visuales la gran tragedia que representa desde el detalle sui generis, prefigurando, aunque falte una década para alcanzarlas, las estrategias que iban a dominar su depuración estilística en los melodramas de la Universal. Así, por ejemplo, la imagen de Fedor contemplando desde el  patio a Olga, junto a una estatua; la figura del personaje encarnado por Sanders adentrándose entre la niebla en una iglesia o ese movimiento de cámara en el que Fedor, tocando el violín en una fiesta, se enfrenta a su reflejo en el espejo (¡sí, los espejos de Sirk!) y, súbitamente contrariado, lanza el violín contra ese reflejo.

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