PATERSON

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Lo ordinario extraordinario

El nombre de pila del protagonista de la película (Adam Driver) coincide con el mismo nombre de la ciudad en la que vive, Paterson, una middle-town de la costa este, concretamente de Nueva Jersey. Esa dualidad, o condición homónima, se extiende al propio título de la película, que se refiere al individuo, un conductor de autobuses que en su tiempo libre se dedica a leer y escribir poesía, pero alude también al lugar donde el conductor-poeta nació, vive y trabaja, un lugar asimismo asociado con la poesía, pues William Carlos Williams (1883-1963), oriundo de Nueva Jersey, consagró a la ciudad su obra más ambiciosa, y Allen Ginsberg (1926-1997) pasó allí un periodo de su vida. Paterson nos habla del cotidiano de Paterson, y del quehacer cotidiano en Paterson, quizá podríamos convenir que reuniendo los dos aspectos en la misma definición, el hombre y donde vive, que también es de lo que escribe.

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Su metraje cubre un breve ciclo vital, concretamente una semana completa, una semana cualquiera. El montaje, extraordinario, actúa como diapasón implacable de los vaivenes, en apariencia mínimos, pero constantes, del cotidiano. Al fin y al cabo, la de Jarmusch es a menudo una mirada que se posa sobre nociones de lo cotidiano para escarbar lo extraordinario o discrepante o invisible que reside en esa aparente monotonía (del mismo modo que, con la misma fraseología narrativa, nos habla de lo contrario: la vocación cotidiana que inesperadamente puede residir en una actividad en apariencia extraordinaria: Mystery Train o Ghost Dog lo ejemplifican bien). Y en ese sentido, Paterson puede verse como un título que ejerce de summa de muchos temas e inquietudes que bullen en la filmografía del cineasta norteamericano.

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Un lugar y un bullir anímico, ambos en apariencia afables (y en las materias interiores, nunca estridente), se solapan en esa edificación dramática sostenida mayoritariamente en las pequeñas variaciones sobre idénticos escenarios, situaciones y personajes, los que forman parte de la comunidad de Paterson y, más concretamente, los que conforman el microcosmos vital y relacional del conductor poeta, o poeta conductor, que protagoniza el relato. Su mujer, Laura (Golshifteh Farahani,), su perro Marvin, algún compañero de la compañía de autobuses, los pasajeros que cubren trayectos en (y llenan con sus historias) el autobús, así como el propietario (Barry Shabaka Henley) y algunos clientes asiduos del bar donde, noche tras noche, Paterson termina su jornada. Esa estrategia narrativa, basada en la variación sobre la reiteración, y en el montaje, parece revelar las intenciones de Jarmusch, en una suerte de comentario metanarrativo/autoreflexivo, en uno de los poemas que escribe el protagonista, aquel en el que se habla de la cuarta dimensión, la del tiempo, que se añade a las tres que inicialmente se aprenden, la longitud, la altura y la anchura. Siguiendo el símil de aquel poema, la ciudad de Paterson podría ser esa caja de zapatos que ejemplifica esas tres dimensiones, y el relato de imágenes en movimiento que es la película la oportunidad de captar esa cuarta dimensión, cómo el tiempo se inmiscuye en el lugar. El protagonista ejerce como tal, pero también como catalizador de esa reunión de elementos descriptivos y circulantes -de nuevo la esencia de Jarmusch.

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Esto nos introduce en el hecho de que el cineasta se aferra especialmente a los símbolos en Paterson. Quizá porque, siendo el suyo un cine poético, necesitaba cajas de resonancias para convertirlo, también, en un cine sobre lo poético. El equipaje de toda una vida, el gran secreto de la inspiración, lo ordinario extraordinario, se guardan en el bloc de notas en el que Paterson escribe los poemas; sin él, lo sabremos durante unos instantes -la antesala de un clímax dramático en el lenguaje jarmuschiano-, la vida espera, porque por un instante ha perdido todo el sentido. El manar del agua que el poeta contempla en sus breves retiros durante la jornada de trabajo, también subrayado por otro poema (dos palabras, “water falls”, el agua que cae, que connota algo muy distinto que una sola, “waterfalls”, cascada), ilustra, de forma obvia, el devenir de la creación artística, el fluir de los sentimientos en palabras ordenadas en la ciencia poética. El blanco y el negro que obsesionan a su mujer van acrecentando la sensación de cerrazón que se halla implícito, para un poeta, entre las cuatro paredes de una vida hogareña: Paterson ama a su mujer, pero quizá porque la necesita, y no ama el concepto del hogar y todo lo que implica; no es de extrañar que su perro, la quintaesencia de la domesticación en el hogar, encarne a su peor enemigo, y que se quede a las puertas -encerrado fuera- del lugar donde discurre lo taciturno, lo que tambalea los cimientos del cotidiano, ni que sea de forma mínima: el bar donde Paterson agota las jornadas (llegando a casa cuando su mujer ya duerme, aunque eso Jarmusch lo explique en un diálogo, dejándolo en over visual, por respeto a las propias reglas descriptivas).

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Los símbolos se acumulan y retroalimentan, como también lo hacen los escenarios y las personas que comparten sus cotidianos con Paterson. Así va fraguando, en la muy atenta, tierna (aunque a veces, por supuesto, irónica) y lírica mirada de Jarmusch, la crónica de las vidas posibles que pueden subyacer de algo tan poco extraordinario como el devenir vital cotidiano. Paterson parece un underplaying de una definición del país de las maravillas, al fundir sus imágenes la vida del personaje en un lugar y cómo el personaje precisa la definición de lugar. La poesía, que se agazapa en cualquier detalle, es soberana. Por ello, la película no precisa aspavientos, ni levantar el tono, para exclamar, de forma soterradamente febril, que la falta de poesía es una alarma del patético estado de las cosas en el devenir socio-cultural. Aunque esa aseveración nos la propone a contrario sensu, recogiéndose cerca, diría que a la sombra, de la belleza que los poetas -Paterson, y la chica de diez años que encuentra, y el japonés que le encuentra a él, cerca del cierre- capturan para hacer de los pulsos de la vida algo más que una cerrazón de puntuaciones ajenas e indeseables. Estoy tentado de aseverar que Paterson es, como a veces aseveran los analistas de cine, una película necesaria. Pero como, siendo francos, nunca he terminado de comprender qué significa esa expresión, me limitaré a decir que Paterson es una película extraordinaria, y que quedará como un clásico en la filmografía de Jarmusch por su potencial transformador, un potencial que siempre ha sido patrón, o ideal, de la peculiar mirada que edifica su completo cine, pero que solo en las ocasiones más escogidas se concreta de forma tan brillante como aquí.

SUNSET SONG

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Sunset Song

Director: Terence Davies

Guión: Terence Davies, según una novela de Lewis Grassic Gibbon

Intérpretes: Peter Mullan, Agyness Deyn, Kevin Guthrie, Hugh Ross, Ian Pirie, Jamie Michie, Niall Greig Fulton, Jim Sweeney, Jack Greenlees, Douglas Rankine

Música: Gast Waltzing

Fotografía: Michael McDonough

GB.2015. 130 minutos

 

La inmensidad de la alegría y de la tristeza

El título es pura evocación, algo tan sencillo y recogido como es dable esperar de una canción del crepúsculo. Pero las connotaciones se multiplican, como una caja de resonancia, conociendo los intereses y la clase de sensibilidad que destila el firmante de la obra, Terence Davies, un cineasta para quien las canciones y la música tienen tanta importancia en sus obras que de hecho modulan, como una cadencia, el ritmo y el tono, y para quien la evocación resulta primordial –para él como narrador y para los personajes que pueblan sus ficciones–, de modo que casi podríamos afirmar que desde Voces distantes (1988) y por supuesto El largo día acaba (1992) ha entregado, a menudo, piezas crepusculares, caracterizadas por su melodía espontánea y melancólica y queda, de resultados sinceros y hermosos, en ocasiones hasta lo sublime.

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Los dos títulos citados son sin duda antecedentes relevantes de esta Sunset Song, película que ha sido clasificada como “obra menor” del autor por razones que se me hacen incomprensibles, habida cuenta de que en el filme lucen, en toda su profundidad de luces y sombras, los temas y elementos característicos de su cine tanto como la clase de intensidad que hace del mismo un legado tan personal como decisivo en el paisaje del cine (no sólo británico) contemporáneo. La película supone una adaptación de la primera de las tres novelas que, con el título A Scots Quair, el escritor escocés Lewis Grassic Gibbon (pseudónimo de James Leslie Mitchell) dedicó a la vida en los predios rurales escoceses en las primeras décadas del siglo XX. Su protagonista –no sé si decir también narradora, pues es la suya la voz over que relata los acontecimientos, pero lo hace en tercera persona–, Chris (Agyness Deyn), es una joven que pertenece a una familia campesina, los Guthrie, cuyos avatares vitales y sentimentales el filme relata de forma extensa, componiendo así, desde lo íntimo, un retablo de lo comunitario y de un determinado contexto, un lugar y una época y una forma de vivir ya perdidas, marcadas por los cambios socio-culturales y por la brumosa sombra de la guerra, la Primera Guerra Mundial.

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Desde lo íntimo y desde lo melodramático: Davies vuelve a cimentar su apuesta escenográfica y de montaje en lo sensitivo y lírico, priorizando a través de la labor compositiva y del recurso a la elipsis la mirada de aliento subjetivo, que entrega al espectador una recolección de acontecimientos por miradas y reacciones anímicas, que es como funcionan los recuerdos más que las crónicas. Pero como en las citadas obras, o como en la brillante The Deep Blue Sea (2012), ese aliento o fuga subjetiva, que a priori, como motor introspectivo, debería restar enteros a la vocación “objetiva” o radiográfica de unos determinados tiempos y lugares, bien al contrario logra accionar ese espejo entre lo íntimo y lo externo de forma modélica, fértil, lúcida. Es un tema de autoría en su definición más pura y, si quieren, densa: a Davies se le reconoce por sus maneras, y conocerlas ayuda a adentrarse cada vez a mayor profundidad en la experiencia del visionado de sus obras, que reconocemos por la clase de sensibilidad con la que aborda los conflictos, pero también por los motivos que selecciona y por el determinante prisma desde el que extrae lecciones de historia, pues su forma peculiar, tan emotiva y vibrante, de edificar los términos del melodrama (la ciencia del relato) es inseparable de su inteligencia y profundo esmero (el austero pero expresivo encourage visual; el trabajo con la luz) por proyectar esa intimidad sobre lo colectivo, lo comunitario, donde el peso de un acervo cultural y social resultan definitivos o donde, por expresarlo de otra forma, la experiencia personal está, para lo bueno y lo malo, calada hasta los tuétanos por el contexto.

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En Sunset Song, el contexto, ya lo hemos dicho, es la organización familiar y la vida en comunidad en una zona rural escocesa, una existencia marcada por la devoción a las pequeñas cosas que es propia de la juventud en un entorno alejado del mundanal ruido, pero también por la rugosa experiencia de una educación marcada por el exceso autoritario y cerril de un pater familias (Peter Mullan) cuyas profundas convicciones religiosas llegan a alejarle de las necesidades reales de su familia, lo que termina teniendo consecuencias harto trágicas. Llegar a la edad adulta supone, para Chris, el inicio de una nueva vida llena de promesas y de agitaciones del espíritu, muchas de las cuales, no obstante, también se marchitarán o corromperán. Davies lo filma todo buscando la inercia subjetiva, que es el espejismo de una inocencia llamada inevitablemente al sufrimiento. Sin embargo, no utiliza lo intuitivo para capturar lo intuitivo: la cámara de Davies se muestra rigurosa en la composición del plano, especialmente en las secuencias que discurren en el interior de la casa de los Guthrie, donde encuadres recurrentes, o lentos travellings o aproximaciones/retrocesos de cámara elevan los cotidianos a cierta liturgia, puntuando lo anímico, en algunos casos, o el paso del tiempo, los cambios de ciclos vitales, en otros.

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El rigor escenográfico del cineasta hace de Sunset Song una de esas películas que merecen estudios plano a plano, pues parte importante del goce reside en buscar los sentidos, las derivas nada ociosas, que el trabajo con la cámara o el montaje (insisto en esas elipsis) van edificando. A modo de ejemplo planteo un par de secuencias consecutivas que discurren a mitad del metraje, y que van configurando ese acontecer de la vida adulta de Chris que divide el metraje en dos partes. En una de ellas, el joven Ewan Tavendale (Kevin Guthrie) acude a la morada de los Guthrie buscando a Will (Jack Greenless), el hermano de la chica; Chris está lavando y lleva puesto un camisón blanco, una indumentaria distinta a la que el espectador se ha acostumbrado a ver de ella, y cuyos visos simbólicos –el blanco como inicio de algo nuevo y como signo de concupiscencia en la visita de quien debe ser su amado– cobran especial relevancia cuando Ewan abre la puerta y la luz se cuela en la estancia; nada hay de relevante en la apariencia de las pocas palabras que una y otro se cruzan, pero en cambio esa imagen bañada de luz renovadora, y las miradas que circulan más allá de las palabras anticipan ese porvenir dichoso. En una secuencia posterior, Will le revela a su hermana y a su padre que se marcha lejos, a Aberdeen, donde ha encontrado trabajo; un movimiento de cámara se aproxima lentamente a Peter Mullan, quien se enciende una pipa con total parsimonia, como insensibilizado con lo que acaba de oir, pero que  después abandona la estancia rápidamente, incapaz de aceptar la derrota tras el largo enfrentamiento con su primogénito; acto seguido, Chris espera que Will se marche, y la cámara recorre la completa estancia, sombría, en un lento travelling circular; es el hogar que pierde calor, que se abandona sus sentidos por razón de la marcha de un ser querido; el hermano mayor desciende las escaleras y le da un sentido abrazo a Chris, marchándose apresurado a coger el tren, y Chris, entre lágrimas, acude a la ventana para verle partir; la ventana (un leit-motiv visual del relato que atestigua lo que escapa de la voluntad de los personajes, a menudo ausencias, del mismo modo que lo es esa silla en la que, en los momentos desesperados, Chris se sienta) es una fuente de luz deslumbrante que contrasta con la penumbra desvaída del interior de la casa, pero en esta ocasión no se cuela la luz dentro (como en la secuencia antes comentada), sino que “permanece fuera”: la luz baña la figura menguante del chico abandonando la que fue su casa, la penumbra interior es la pérdida…

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Como puede comprobarse, la apuesta cadenciosa y minimalista, austera pero pletórica de sentidos, de la escenografía de Davies refuerza los motivos de lo dramático del guion y dota de formidable intensidad a la experiencia de visionar la película. Una película que cubre media vida y tantos equipajes emotivos que ese tránsito alberga, fuertemente impregnada de lo localista (de un idioma y forma de expresarse, también de la geografía de unos determinados rostros y maneras pero también de un paisaje y sus colores y su tacto), y ávida por desvelar, como si fuera un secreto, la brevedad de la belleza y la alegría a renglón seguido de los sinsabores que devastan esa alegría, provengan de la experiencia íntima (la familia) o de factores exógenos que se ceban injustamente contra cada corazón que late en una comunidad (la guerra). Lo inmenso es, al fin y al cabo, la perspectiva.

LA BRUJA

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The VVitch: A New-England Folktale

Director: Robert Eggers

Guión: Robert Eggers

Música: Mark Korven

Fotografía: Jarin Blaschke

Reparto: Anya Taylor-Joy,   Ralph Ineson,   Kate Dickie,   Harvey Scrimshaw,   Lucas Dawson,   Ellie Grainger,   Julian Richings,   Bathsheba Garnett,   Sarah Stephens,   Jeff Smith

EEUU-Canadá. 2015. 92 minutos

Estos son los condenados

Nos anticipa el subtítulo del filme, A New-England Folktale, y lo confirman los rótulos explicativos que aparecen al final de la película, que Robert Eggers, autor del guion y director, ha construido su relato a modo de crónica representativa de algo consignado en los anales de la historia, los primeros brotes de histeria antibrujería en la Nueva Inglaterra de principios del siglo XVII (el filme nos ubica en 1630, medio siglo antes de los juicios de brujería de Salem). Eggers trabaja a partir del estudio de prolija documentación de la época para edificar en imágenes esas sombrías leyendas sobre brujería que forman parte del imaginario cultural de aquella prehistoria de la civilización (occidental) norteamericana. El espectador se ha librado por una vez del tan molesto rótulo “basado en hechos reales”, para entregarse a una experiencia mucho más gozosa, basada en una esquinada verdad, fruto de unos tiempos y un contexto marcado por las espinosas condiciones del asentamiento de diversas colectividades inmigrantes. Es por ello que The VVitch debe verse, antes que como un filme de terror, como una lección de historia y sobre acervos culturales. Que se refiere a ese tiempo de brujas como uno de los últimos coletazos de las edades oscuras de la Vieja Europa, equipaje maldito de los que atravesaron el Océano Atlántico por razones diversas.

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La película se centra en la historia de una familia puritana, inmigrantes ingleses puritanos expulsados de una comunidad por motivos religiosos (secuencia de arranque), que se trasladan a vivir a una granja apartada en los bosques de Nueva Inglaterra, lugar donde empiezan a tener lugar acontecimientos extraños, que, lento pero seguro, van convenciendo a los miembros de la familia de la presencia de un maléfico en su seno… Quizá el tema convocado, original en tanto que poco transitado por el cine, nos invita a pensar que ése es el motivo de los muchos hallazgos narrativos y visuales que ofrece el filme. Pero un juicio reposado al respecto nos invita sustraernos del mero atractivo de la premisa para confirmar que la brillantez de The VVitch radica en su manejo, puramente visual, del punto de vista. ¿Qué es real y qué es fruto de la superstición, el miedo o la locura de los personajes?, nos preguntamos. No hay respuesta. La deriva del relato invita a pensar que la realidad empieza a desintegrarse en la misma secuencia de inicio, la que marca el estigma y el ostracismo de aquella familia; en su destierro, el abismo de esa superstición, de ese miedo, de esa locura, va cobrando forma en un auténtico catálogo de signos y símbolos del maleficium –el macho cabrio negro como médium de un pacto con el Diablo, el bestiario y la metamorfosis, el sacrificio de inocentes para sus pócimas, el vómito de frutos malignos…– que lleva a la familia a la ruina. La ruina de su fe, de su capacidad de lucha, de su integridad física y mental, de su –ya per se pírrica– supervivencia. También del amor que preside la relación entre sus miembros, igualmente devastado por las espeluznantes constancias (o auto-consciencia, asunción) de ese abismo.

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Sin duda no hay nada bello en lo espeluznante, pero sí lo hay en la capacidad del cine, o de cualquier lenguaje, para representarlo. Y lo que hace de The VVitch una experiencia intelectual y sensitiva de primer orden es su orquestación, de todo punto brillante, de esos significados tan sombríos (como traducción de un acervo cultural) como trágicos (desde el punto de vista de la radiografía historicista, con atención a lo social). Eggers confunde y hasta conmuta lo que es real y lo imaginario, celebra el lenguaje intuitivo, de inagotables matices, del fantástico. No hay, en la película, espacio para argucias visuales ni equívocos, los trampantojos emergen de la misma simiente etérea, mítica que se pone en primer término radiográfico, edificando una historia cuya intachable miga dramática se funde en ese si es no es de los significantes ocultos, que van devorándolo todo, apropiándose del relato hasta su culminación en un clímax en el que la sangre desnuda, parece que libera definitivamente al personaje de Thomasin (Anya Taylor-Joy) de tantas dudas y turbaciones y le permite entregarse a la alucinación definitiva de su apoderamiento en un aquelarre.

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Resulta ciertamente sorprendente que, tratándose de una opera prima, nos hallemos ante una película que parece una pequeña y preciosa pieza de orfebrería. The VVitch es un filme rodado mayoritariamente en reducidos espacios exteriores y con luz natural, lo que dota a las imágenes de una cierta sensación de intemporalidad nada reñida con la ambientación de época, trabajada desde el detalle visual o desde algo tan esencial como lo idiomático, una determinada forma de hablar fruto de una determinada época. La claridad de ideas del guion se replica con austeridad en la labor compositiva, una austeridad que no hace otra cosa que intensificar las sensaciones (la mayoría malsanas) asociadas a cada secuencia tanto como al crescendo que encabalga todas esas secuencias en el devenir episódico del relato. Los enunciados enrarecidos, torvos, de deriva oscura y a menudo abstracta del relato se traducen también, en la apuesta escenográfica, en la evidencia de un sólido dominio de la atmósfera y los mecanismos del horror, especialmente en lo que tiene que ver con la expresividad pura del montaje, la planificación, la gestión de los elementos presentes en el encuadre y el partido que se le extrae al fuera de campo, todo ello aderezado por una partitura musical de texturas inarmónicas. El breve calendario de rodaje del filme (apenas veinticinco días) nos revela cuán interiorizadas tenía Eggers las imágenes de la película antes de filmarlas, pero también su disposición de un talento diríase que natural para la manufactura y sutura de imágenes de gran poderío expresivo.

BATMAN v. SUPERMAN: EL AMANECER DE LA JUSTICIA

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Batman v. Superman: Dawn of Justice

Director: Zack Snyder

Guión: David S. Goyer y Chris Terrio, según un argument de David S. Goyer y Zack Snyder

Intérpretes: Ben Affleck, Henry Cavill, Amy Adams, Jesse Eisenberg, Gal Gadot, Diane Lane, Laurence Fishburne, Jeremy Irons, Holly Hunter, Scoot McNairy, Callan Mulvey, Tao Okamoto, Brandon Spink, Lauren Cohan, Michael Shannon, Hugh Maguire, Jason Momoa, Ezra Miller, Ray Fisher

Música: Hans Zimmer y Junkie XL

Fotografía: Larry Fong

EEUU. 2016. 154 minutos

 

Tan humano como la tragedia

Como película que reúne por primera vez en el cine a los dos superhéroes sacrosantos de la DC y que, subtitulada “el amanecer de la Justicia”, pretende utilizar el crossover (vitaminado con la presencia de Wonder Woman y, más breve, de otros superhéroes de la Liga) para establecer los cimientos de un DC cinematic universe, se hace difícil no admitir que sus responsables están muy condicionados por el ya muy consolidado esquema de la Marvel, al que esta película viene llamada a cumplir una función de inmediata réplica “a lo grande”. Sin embargo, precisamente por hallarse la exploración vía cinematográfica del universo superheroico Marvel en un estadio mucho más desarrollado, carece de sentido una comparación a menos que admitamos términos muy relativos. Lo que sí es de recibo –siempre lo ha sido- es comparar los universos fílmicos con aquellos que los precedieron e inspiran, los que hallamos en los cómics. Lo hace por ejemplo Cristian Campos, en la crítica de Jot Down a la película (http://www.jotdown.es/2016/03/batman-v-superman-amanecer-la-justicia/ ), al afirmar que “Lo de Marvel han sido pequeñas y constantes mutaciones; lo de DC fue un salto evolutivo de muy largo alcance. Marvel es una Coca-Cola a la que se le añade o se le quita azúcar para acomodarla cada cuatro o cinco años al paladar de su clientela del momento; DC es un jerez Tres Palmas y si tu paladar no lo entiende te jodes y lo educas. Marvel es Madonna; DC es la Velvet Underground. Marvel es un producto comercial especialmente exitoso; DC cambió el paradigma”; y con base a ello, canta las virtudes de la película de Snyder mientras relativiza las del MCU. Sin embargo, no me parece que la inferencia sea –ya que hablamos de cine y no de cómics– tan directa. En mi opinión, el éxito y acaso el respaldo de la Disney ha llevado a que en las películas del MCU cada vez se haga más patente lo adocenado de conceptos que de tan medidos resultan acomodaticios mientras se quita la película de la mano del realizador (Whedon aparte, mucho más que director de las dos películas de Los Vengadores), contratando a cineastas de poco prestigio/peso específico en la industria para ejercer de ilustradores. En cambio, Batman v. Superman, the Dawn of Justice ratifica lo que la trilogía del Caballero Oscuro de Christopher Nolan ya evidenció: que la Warner y ahora la división cinematográfica de DC, al menos con estos dos superhéroes, asumen muchos más riesgos entregando las riendas a formalistas de enjundia, de lo que resultan obras probablemente desmedidas, pero indudablemente personales y mucho más densas, bellas, interesantes… y, por qué no decirlo, épicas.

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Poco antes de ver el filme que nos ocupa revisé El hombre de acero, y me reafirmé en diversas impresiones que ya había tenido en su estreno. Al visionar esta continuación nos damos cuenta de que, tras tantas polémicas, Snyder no retrocede ni un ápice, bien al contrario busca la armonía y la coherencia con sus propios planteamientos en Man of Steel, razón por la que ya no se trata de reafirmarse en aquellos argumentos sino en dilucidarlos a la luz de esta segunda entrega. Entre aquellos argumentos –para ser honesto, debo citar textualmente lo que escribí el día del estreno de aquella película–, la “deconstrucción como lazo final del entramado argumental […]:a la postre, el leit motiv central de la historia termina no siendo otra que la de la colisión, textual entre dos personajes representativos pero también aliterada, entre dos mundos (Kripton y La Tierra) que se debaten entre la posibilidad de una convivencia enriquecedora (Jor-El y su hijo) y la necesidad de depredación o sumisión del segundo ante la preeminencia científica y militar del primero (Zod). Cuestiones interesantes, que justifican en buena medida la tan proteica hipérbole destructiva que se apodera de la historia en su último tercio, y sobre la que muchos buscarán (y por supuesto encontrarán) alegorías sobre temas diversos de geopolítica o sociedad, pero que a mí se me antoja más bien como un apasionante ramillete de reflexiones sobre la propia idiosincrasia del superhéroe por excelencia, en última instancia una abstracción sobre la relación entre lo humano y lo divino (algo que se menciona en diversas ocasiones durante el metraje, e incluso se enfatiza mediante visualizaciones concretas de la figura o movimientos de Superman), proyección de miedos y esperanzas que, desde su creación, se han depositado en el Hombre de Acero”. Hablaba en esas líneas, por supuesto, “de religión y de  psicoanálisis sociológico, temas que todo teórico de nuestra relación con los superhéroes se ha cuestionado y continuará cuestionándose…”, y que en esta continuación siguen poniéndose en primer término. En Batman v. Superman dos personajes importantes se añaden a la trama: Bruce Wayne/Batman (Ben Affleck) y Lex Luthor (Jesse Eisenberg), y ambos proyectan, de principio, una relación de desafío a Superman por razones intercambiables, aunque intenciones opuestas: es la mirada de lo humano contra lo divino, una mirada fruto del miedo o el rencor, la desconfianza o la envidia, y que facilita una lectura de lo particular a lo general. Llamativo es al respecto la magnífica decisión de arrancar el relato con imágenes del clímax de Man of Steel pero desde un punto de vista que desciende literalmente a lo humano: a Bruce Wayne, quien ve la ciudad literalmente desmoronarse (la sombra del terrorismo, por supuesto) por culpa de esos dos seres fabulosos que porfían en las alturas, demasiado concentrados en su enfrentamiento sobrehumano para preocuparse de las dantescas consecuencias o daños colaterales que su enfrentamiento ocasiona a ras de suelo, entre nosotros, los humanos.

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El odio que destila la mirada a los cielos de Bruce Wayne resulta comprensible por lo gráfico del planteamiento, pero también viene enriquecida gracias a una sabia definición tipológica del caballero oscuro de Gotham que, afincado a postulados made in Frank Miller, hace del personaje no ya ese cruzado que actúa desde las sombras (la versión Nolan) cuanto un hombre cuya cruzada es fruto de unas sombras, un trauma de su pasado, del que es incapaz de liberarse: la muerte de sus padres, reproducida en el prólogo, causa su caída espiritual, una caída de la que no resurge, sino que le define como un personaje tosco, huraño, contraído por el odio, que no es que utilice el miedo para vencer a sus enemigos, sino que lo lleva incorporado, como el sufrimiento, en su entraña heroica. Para este héroe nihilista, ser humano es sangrar y sufrir, y así se lo hará saber a quien juzga su enemigo (precisamente porque no aparenta sufrir ni sangra) cuando tenga ocasión. Si Snyder se definió en sus principios como un cineasta de lo iconográfico y el reciclaje, la dialéctica que la presentación del filme establece con Batman Begins (2005) no puede ser más elocuente. De tal modo, si Superman no es, obviamente, humano, y su transferencia hacia la humanidad marcará su iter dramático, Bruce Wayne/Batman sí es humano, pero, si me permiten, lo es demasiado como para ser representativo, pues el miedo vive enquistado en sus adentros, razón por la que vive atenazado por continuas pesadillas (el autor de Sucker Punch filma dos importantes, y muy brillantes, pesadillas que definen ese odio y ese miedo, en abstracto –la tumba de su madre ensangrentada– y en concreto proyectado hacia Superman –el enfrentamiento en el desierto, donde un Superman hostil, apoyado por un ejército monstruoso, somete a Batman–), de las que sólo logrará redimirse en parte en el momento climático de su enfrentamiento con el Hombre de Acero, donde la compasión y la catarsis se funden merced de una atinada idea de guion.

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La humanidad también está muy dudosamente representada por el otro enemigo de Superman, Lex Luthor, un psicópata mesiánico y acomplejado, cuyos delirios de grandeza, que canaliza mediante una fachada filantrópica y una pose nerd pasada de rosca (más de uno asociará el rol de Eisenberg como Luthor con el de Zuckerberg en La red social (David Fincher, 2009)), encuentran el acicate de una amenaza sobrehumana. Vencer al superhombre de Krypton supone, para este villano, equipararse a una auténtica divinidad, que es algo muy distinto a asumir el rol prometeico que tan alegremente le gusta sacar a colación en la retahíla de citas culteranas de que se constituye buena parte de su verborrea.

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Con semejantes mimbres, la humanidad, en su definición más completa, quizá representada a la postre por esas multitudes que se debaten entre el amor y el odio a Superman, sí se halla en auténtico peligro, pero por interposición, por su incapacidad para encajar en un nuevo molde (u orden mundial) las piezas añadidas de Kal-El, Zod y esas naves que llegaron del espacio y trajeron la destrucción, disparando exponencialmente el miedo, connatural a la humanidad, a algo tan desconocido como el hecho trascendente. El guion de Chris Terrio y David S. Goyer pone en solfa todas estas cuestiones con inteligencia, gracia, presteza expositiva y capacidad para la resonancia alegórica. Sus tres protagonistas no hallan un encaje en los parámetros de la política, sus derechos y renuncias, que son los que arbitran (o deberían arbitrar: Holly Hunter acumula esos conceptos en su personaje) el poder en este mundo. Uno, Kal-El, porque está por encima de la lógica de la lógica de la democracia, y los otros dos porque se hallan fuera de la ley, si bien uno por razones traumáticas que le erigen en un justiciero individualista (que da miedo: la secuencia del rescate en unos subterráneos donde Batman libera a unas jóvenes, planteada por Snyder según las reglas del relato terrorífico) y el otro por la voluntad psicopática de erigirse en un caudillo que rija el destino de sus iguales, a quienes quiere considerar inferiores. La respuesta a esta ecuación, que es la colisión superheroica que debe dirimir esos conflictos, se halla en la kryptonita, más que nunca –en las aproximaciones fílmicas a Superman– erigida en un símbolo, en la materialización de la trascendencia a través de la fuerza bruta. Y a ese símbolo se le suma otro, esa suerte de Golem que, con malas artes extraterrestres, Luthor construye para utilizarlo como némesis definitiva del superhombre del espacio.

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Desde El amanecer de los muertos (2004) y 300 (2006), Snyder se significó como un formalista exuberante, un cineasta con personalidad visual. Pero, del mismo modo que sucede con Nolan si comparamos su tercer Batman con el primero, apreciamos aquí que Snyder ha alcanzado una madurez, depuración de esas herramientas escenográficas, razón por la que todos los enunciados que venimos desgranando lucen sin intermitencias, de forma absorbente, poderosa en la película más allá de la intención o interés de los enunciados en bruto del argumento. Batman v Superman es una película larga, pero densa en el mejor sentido, hipnótica, de ritmo avendavalado sostenido por la fuerza de sus sucesivas set-piéces, en la que unos diálogos bien mesurados, una dramaturgia bien dosificada vienen en todo momento reforzados por imágenes percutantes, a menudo virulentas, cuya sutura (que es la fotografía, el montaje de imágenes y el de sonido) revierte en un tono sombrío, incluso lacerante, de significantes adultos que, más allá de contrastar con los postulados de la Marvel, definen una determinada personalidad en la exposición de la épica, donde los enunciados míticos se conjugan con un discurso nada complaciente, de vocación inconclusa, sobre cuestiones sociológicas e ideológicas. En este sentido, me atrevo a decir que el filme que nos ocupa llega tan lejos como El caballero oscuro (2008), el título central y más prolijo en alegorías de la trilogía nolaniana de Batman.

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Más cuestionable resulta, por la propia ambición y hasta cierto punto falta de oportunidad/necesidad, el inserir en la trama, claramente en sus márgenes, los personajes y elementos que deben configurar ese alumbramiento de la Liga de la Justicia. Se aprecia constante el metraje que los guionistas se esmeran en darle sentido y empaque al encaje de bolillos que, sin duda, supone introducir a Wonder Woman (Gal Galot) y el resto de personajes –reducidos a meros apuntes-guiño (Flash, Aquaman, Cyborg)– en un relato en el que sólo se les permite colarse por los intersticios. A pesar de ello, no es menos cierto que el esfuerzo de ese encaje fructifica, más allá de la celebración de hallazgos por parte de los expertos en el noveno arte superheroico, en las imaginativas soluciones visuales que Snyder se saca de la manga para consumar esas pírricas apariciones (con mención específica al aludido sueño en el que aparecen los parademons y que termina con esa visión de Flash), amén de la idea, bien explotada aunque insuficiente, de convertir a la bella Diana Prince en una partenaire eventual de Wayne del mismo modo que Lois Lane (Amy Adams) lo es de Superman. Es esta última, al igual que Martha (Diane Lane), la madre adoptiva de Clark Kent, quienes terminan apropiándose del peso específico que las mujeres reclaman en el relato, que no es otro que el de reflejar la, al fin y al cabo, humanidad de Kal-El, pues sus seres amados son de este mundo. Lois y Martha son los espejos del personaje, quienes catalizan y nos ayudan a comprender el auténtico vía crucis del personaje hacia su mortalidad, la sustancia en realidad trágica que termina dando carta específica de naturaleza a esta película. Una película sin duda llamada a ponderar –o convertirse en un clásico en– el tan transitado universo superheroico cinematográfico de lo que llevamos de siglo XXI. Larga vida a Superman.

ANOMALISA

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Anomalisa

Director: Charlie Kaufman y Duke Johnson

Guión: Charlie Kaufman

Intérpretes: David Thewlis, Jennifer Jason Leigh, Tom Noonan

Música: Carter Burwell

EEUU. 2015. 92 minutos

 

Vidas de papel

Se podría afirmar que, en cierto modo, Anomalisa es un apéndice o complemento de la extraordinaria opera prima de Charlie Kaufman, Synecdoche, New York (2008), ya que si en aquella y a través del personaje encarnado por Philip Seymour Hoffman el guionista y director nos proponía algo así como (nada menos) un recorrido completo por el bagaje vital y creativo de un personaje, en este caso el planteamiento es muy inverso –la acción se concentra en una sola jornada, principalmente en una sola noche– pero las tesis alcanzadas son en muchos sentidos equiparables o intercambiables a las apuntadas en aquella anterior película, pues Anomalisa es, ante todo, el relato de una catarsis, aunque quizá más bien debamos precisar de una catarsis imposible, la que atañe al escritor Michael Stone (voz de David Thewlis), quien, en la soledad de un viaje a una ciudad que no es la suya para dar una ponencia sobre uno de sus libros de divulgación, trata de rendir cuentas con la clase de vida que lleva y los motivos de su infelicidad.

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Temas todos estos que, por supuesto, encajan igualmente en un imaginario superior, el del completo bagaje de Kaufman como guionista, ese imaginario que magnifica lo subjetivo y lo laberíntico de las expectativas vitales y emocionales y que cautivó por su expresividad, e incluso lucidez discursiva –a pesar de los vericuetos neuróticos que la configuran–, desde su arranque en obras dirigidas por Spike Jonze. Anomalisa redunda en lo que de coherente y personal tiene la trayectoria de este singular, y ciertamente interesante, cineasta; y en este gran imaginario, la peculiaridad que reclama este título es precisamente su bagaje narrativo minimalista, de concentración espacial, temporal y de personajes implicados, un auténtico huis clos existencial y de la emotividad del personaje que nos guía en este viaje al principio desesperado y finalmente desesperanzado.

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Todo ello encuentra una precisa y preciosa plataforma expresiva en el formato de animación mediante marionetas escogido –experimento  extendido a largometraje, pues fue inicialmente concebido como relato breve–, para cuya materialización Kaufman contó con la colaboración, co-dirección, de Duke Johnson. La apuesta estética resulta idónea para los fines expresivos: un cromatismo desvaído que sugiere frialdad y monotonía de los escenarios, y ésta acorde con la uniformidad en el juicio perceptivo, que incluso alcanza a las voces en una apuesta narrativa con peso importante: un único actor, Tom Noonan, encarna las voces de todos los personajes que se cruzan con Michael Stone a excepción de Lisa (Jennifer Jason Leigh) durante el breve espacio de tiempo en el que Michael siente atracción (¿amor?, nos preguntamos legítimamente) por ella; elección crucial para las definiciones anímicas –que son las primordiales, a la postre– del relato, pues formulan de forma categórica lo subjetivo: la sensación de aislamiento, de páramo emocional, que enclaustra al personaje, y del que sólo se verá liberado por unos breves instantes, ayudado por el exceso de alcohol y la cierta química con una chica que juzga especial, sensación que poco después quedará devorada por  esa coda espectral que arrastra al personaje en su devenir.

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En Anomalisa destacan algunos pasajes fugaces caracterizados por lo extravagante, donde Kaufman propone exacerbar esa sensación de monotonía asfixiante que embarga al personaje mediante soluciones que aprovechan el formato escogido para plantear metáforas como recapitulaciones visuales chocantes, al borde de lo terrorífico: ese rostro que empieza a desencajarse ante el espejo; o aquel momento posterior en el que se desprende un trozo de ese mismo rostro (sic), dentro de esa secuencia onírica donde una pléyade de trabajadores de hotel atosigan con su exceso de servidumbre al personaje… Estos rasgos expresivos, encauzados en la lógica de esa apuesta formal específica (la animación mediante marionetas), nos dirigen unívocamente a la tesis, ciertamente deprimente, que Kaufman edifica de principio a fin: la conciencia de una vida de papel, de una impostura, de algo que carece de sentido, de auténtico sentido, a no ser por algo anómalo que, sólo por unos instantes, pueda sortear ese nonsense. Stone, en la mirada atormentada que propone la película, termina elocuentemente fijado en el reflejo de ese busto de autómata japonés sexualizado que ha adquirido en una tienda de juguetes sexuales, en busca desnortada de un regalo para su hijo. Y si el personaje es un muerto en vida, cabe deducir que Kaufman extiende el comentario a todo lo que representa, en tanto que vendedor de estrategias psicológicas y empresariales que el público adora: de tal modo, parece decirnos Kaufman, el completo engranaje de funcionamiento del mundo es una broma de mal gusto, patética, paralizante y depredadora de lo que debería identificarnos como humanos: los sentimientos.

BONE TOMAHAWK

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Boone Tomahawk

Director: S. Craig Zahler.

Guión: S. Craig Zahler

Intérpretes: Kurt Russell, Patrick Wilson, Matthew Fox, Lili Simmons, Richard Jenkins, Sean Young, David Arquette, Kathryn Morris, Sid Haig, Geno Segers, Michael Paré, Jamie Hector

Música: Jeff Herriott, S. Craig Zahle

Fotografía: Benji Bakshi

EEUU. 2015. 108 minutos

Lo grotesco y terrorífico

 Teniendo en cuenta el revuelo que está levantando Bone Tomahawk y el currículo de su responsable, S. Craig Zahler, a uno se le ocurre ver en Zahler a un personaje como Rob Zombie, artista multifacético que, en este caso, tiene un bagaje previo como escritor de novelas –del oeste y otros géneros, aunque una de las pertenecientes al western, precisamente su debut, A Congregation of Jackals, es la que tiene más renombre–, amén de músico, libretista y algunos trabajos como director de fotografía. El hecho de lanzarse a realizar esta su primera película y ofrecer unos resultados estimulantes nos invita a especular con la posibilidad de que Zahler pueda convertirse en el territorio del western algo así como lo que es Zombie para el cine de terror, una voz libre, personal y con talento. Aún es pronto, pero las expectativas son buenas. Wait and See.

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Lo anterior, sin embargo, no desmiente que la condición de western de Bone Tomahawk se haya discutido, no para negarle sus ingredientes, sino para añadirle otros, básicamente propios del cine de terror, incitando esas disquisiciones ya habituales en los últimos años sobre, al fin y al cabo, la falta de pureza de obras como ésta como representaciones de un género ya extinto, tendencia analítica que encasilla westerns –de La propuesta (John Hillcoat, 2005) a El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (Andrew Dominik, 2008), de El tren de las 3:10 (James Mangold, 2007) a Appaloosa (Ed Harris, 2008), de  The Salvation (Kristian Levring, 2014) a Deuda de honor (Tommy Lee Jones, 2014), incluso la serie de la HBO Deadwood (2004-2006), y un largo etcétera– como recreaciones peculiares o posmodernas, comentarios, excusas o disfraces genéricos que sostienen otras adscripciones. No es cuestión de entrar aquí en tan teóricos aspectos –que, sin negar la importancia de los géneros, me suelen aburrir por su a veces indescifrable puntillosidad por generar nuevas etiquetas, cuando es evidente que la mixtificación es una nota distintiva del cine contemporáneo, se aplique al western o a cualquier otro género–, y sí en cambio de consignar que Zahler convierte a los indios de toda la vida en unos seres salvajes con unos extraños ritos y pavorosas costumbres, sucediendo que esa apuesta por una investigación antropológica sobre lo salvaje termina dotando al relato de elementos propios del horror (los salvajes son más bien monstruos, por su lenguaje, por su modus vivendi, por su capacidad mortífera, por su desprecio por la vida e incluso por su hábitat oscuro: una cueva que no deja de ser una casa de los horrores), elementos en realidad muy localizados en el relato: al inicio y después en el clímax de la función, momento este último en el que una imagen particularmente gore refuerza la impresión virulenta asociada con lo terrorífico.

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Lo que sucede es que esa descripción de los salvajes con los que los personajes deben enfrentarse en el fondo no deja de ser la paráfrasis de un enfrentamiento conradiano con fuerzas alejadas hasta más allá del límite de lo comprensible, porque precisamente lo que interesa al relato, su hilo conductor, son esos personajes y su viaje, la auténtica odisea (otro tropo clásico) para llevar a cabo un rescate (tropo este del western) en las condiciones más adversas. Esa antes aludida forma tan llamativa de retratar a los indígenas es un valor importante de la película, pero que debe verse como un reflejo de la misma meticulosidad con la que multitud de detalles e incluso la caracterización extrema de los personajes van edificando una descripción ambiental de atributos de naturalista hasta lo feroz, elemento este –insisto, cardinal en la película– que sin duda remite al interés historiográfico que Zahler demuestra por aquella época y aquellas gentes, algo que es dable esperar de un buen escritor de novelas del oeste.

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Consecuencia inevitable de la carestía de medios de la obra es la vocación introspectiva con la que se relata la historia, sensación reforzada por el huis clos que define la larga travesía por el desierto, cuya atmósfera algo tiene de claustrofóbico –y el insistente silencio, la negativa del cineasta de utilizar música, incide  bien en ello– pero también de acomodo a un relato íntimo, sobre el encuentro de cuatro personalidades bien diferentes en pos del mismo y altruista objetivo. Como digo, la carestía de medios –y el rodaje on location en apenas 21 días– tiene que ver con esos atributos del filme, pero aquí se da la feliz máxima del cine de serie B clásica, según la que los cineastas de fuste no sólo extraen el máximo partido a los medios de los que disponen sino que, más allá, hacen de la necesidad virtud. Porque Bone Tomhawk me parece a mí que logra un excelente balance entre su vis naturalista y el controlado artificio de esos aderezos terroríficos, del mismo modo que es muy notable el equilibrio entre los ingredientes novedosos para el género que pretende aportar Zahler y la ciencia con la que logra exprimir lo tradicional en la construcción de las relaciones entre los personajes, zanjando pactos entre lo grave y lo liviano que dotan de ritmo, intensidad y sentido a un metraje largo, más de dos horas, que se hace francamente corto.

VINYL

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Vinyl

Director: Martin Scorsese

Creador: Terence Winter, Martin Scorsese, Mick Jagger, Rich Cohen

Guión: Terence Winter, Mick Jagger, Debora Cahn, Adam Rapp, Rich Cohen

Intérpretes: Bobby Cannavale, Olivia Wilde, Ray Romano, Juno Temple, Andrew Dice Clay, Max Casella, James Jagger, P.J. Byrne, Paul Ben-Victor, Joe Caniano, J.C. MacKenzie, Birgitte Hjort Sørensen, Jack Quaid

Montaje: David Tedeschi

Fotografía: Rodrigo Prieto

HBO. 2016. 112 minutos

 

El ruido y la furia

Debí, hace mucho tiempo, empezar a colgar en este blog, junto a las críticas de películas, críticas de series, o quizá de episodios de series. Su interés y relevancia está fuera de toda duda. Pensé en hacerlo desde los ya lejanos tiempos de Los Soprano, y le seguí dando vueltas durante años, mientras devoraba con afición muchísimas series de alta o más alta calidad que sin duda merecían estar aquí, donde suelo escribir sobre aquello que más me gusta, la narración audiovisual. El espaldarazo definitivo –tras una de aquellas tantas veces que me quedé  a medias, con Boardwalk Empire– me lo ha dado Martin Scorsese, uno de mis directores de cabecera, concretamente el episodio piloto de Vinyl, la serie sobre la industria discográfica co-creada y producida junto a Terence Winter y Mick Jagger, de la que Scorsese, como sucedió con Empire, se ha ocupado del primer episodio.

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A juzgar por la lógica de la serie televisiva actual, y más concretamente por el segundo episodio, dirigido por Allen Coulter, Scorsese, merced de su labor en la puesta en escena en ese piloto más las tareas de productor ejecutivo, ha dotado a la serie de un look propio, de una personalidad visual, bien notoria y que, en el desarrollo, se irá modelando, esperemos que (como antes hemos visto) con resultados brillantes, con el universo narrativo creado por el guion de Terence Winter. No es de extrañar que Scorsese actúe como gurú: él es un nombre mayúsculo del audiovisual contemporáneo y John Melfi, Winter, Coulter y el resto de nombres también mayúsculos de la ficción televisiva HBO implicados, le hallan sentido, como los espectadores, a esa suerte de apadrinamiento. Y conociendo la personalidad y entusiasmo del autor de Malas calles, es evidente que el cineasta también se halla encantado de verse reconocido, en este nuevo paisaje apasionante de la ficción televisiva, como un referente. De hecho, hay sin duda parte de visión y sentido de la oportunidad de Scorsese al haberse introducido en este medio, quizá consciente de que puede llegar a casar más con su personalidad que en el formato cinematográfico, no por otra cuestión que los target de público implicados.

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Pero si este blog inaugura referencias televisivas precisamente con Scorsese y Vinyl es porque la serie, o, más preciso, el piloto, es un transfer estupendo de uno a otro medio. Vinyl es un híbrido y compendio scorsesiano, entre las maneras episódicas de, por ejemplo, sus crónicas gangsteriles o su reciente El lobo de Wall Street (2014) y el narrar según reglas específicas del montaje de sus documentales musicales (edita David Tedeschi, aliado de Scorsese en el primer episodio de The Blues (2001), en No Direction Home (2005), Shine a Light (2008) y George Harrison: Living in a material world (2011)). Entre el dramatis personae bullicioso, febril, excesivo (a través del personaje-guía, Richie Finestra, encarnado por Bobby Cannavale, descubierto precisamente en Boardwalk Empire) y la coartada objetiva de estar hablando de la herencia del blues y la historia de la industria discografica, ese otro gran tema scorsesiano, aquí acodado junto a la cinefilia, materializado en esas imágenes en fuga onírica del creador o espectador, no del personaje, que nos muestran a artistas interpretando piezas del gran repertorio del imaginario derivado del rythm & blues.

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Ubicado el relato a mediados de los setenta (y, cómo no, en Nueva York), el filme/episodio relata el proceso de Finestra de estar a punto de finiquitar su sello, Polygram, a unos inversores alemanes para salvarse de la quiebra, a intentar reinventar la compañía y su labor a la búsqueda y promoción de talentos del panorama musical. El relato, que es una presentación, y que se halla lejos de los experimentos de, por ejemplo, los guiones de Oren Moverman, propone una senda convencional trufada de diversos y manidos tópicos como high-concepts en los que materializar la trama; pero el guion está bien escrito, los personajes se convocan con soltura, y, especialmente, las reglas de storyteller que explota Scorsese resultan tan exuberantes que no pueden dejar de agradar a cualquiera de sus seguidores, revirtiendo esos tópicos, o incluso los obvios símbolos que maneja –en ese clímax alucinado en un edificio que se derrumba literalmente– al ser capaz de reclamar el valor de la imagen y de la música a través de su fusión desacomplejada y virtuosa. Entre las sutilezas del guion y su eclosión casi en bruto de esas imágenes rutilantes progresa la personalidad de Vinyl, dejando, como estelas, detalles tan brillantes como esa asociación entre la criatura de Frankenstein –que un capitoste chiflado de la industria radiográfica visiona en una pantalla en su casa– y la simiente del lenguaje del videoclip.

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Vinyl es, en definitiva, también híbrido y recapitulación de las difusas diferencias entre el cine y la televisión actuales: es un piloto, parece un prólogo a la historia, pero es al mismo tiempo un relato con sus actos, su circularidad, su estructura de largometraje y dialéctica entre tiempos narrativos que se alternan, un largometraje edificado entre los lugares comunes de un impropio biopic, las puntuaciones de humor negro o el exceso de una fuga violenta, de thriller descarnado inclasificable. Vinyl es, pues, una película de Scorsese, sobre cualquier otra consideración. Consciente de y pactante con el medio televisivo sin por ello tener que renunciar a nada.

CAROL

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Carol

Director: Todd Haynes

Guión: Phyllis Naghi, según la novela de Patricia Highsmith

Intérpretes: Cate Blanchett, Rooney Mara, Sarah Paulson, Kyle Chandler, Jake Lacy, Cory Michael Smith, Carrie Brownstein, John Magard, Kevin Crowley, Gielreath, Ryan Wesley Gilreath, Trent Rowland, Jim Dougherty, Douglas Scott Sorenson, Nik Pajic

Música: Carter Burwell

Fotografía: Edward Lachman

EEUU. 2015. 119 minutos

 

Enamorarse

Hay una nota de perenne perplejidad en la mirada de Thérese (Rooney Mara). Una mujer joven, que vive sola y trata de ganarse las castañas en la gran manzana neoyorquina, trabajando de dependienta para unos grandes almacenes. A Todd Haynes, director de Carol, le interesa esa nota de perplejidad, que a Therese le sirve de coraza ante los titubeos propios de su aprendizaje, de su educación vital y sentimental. Una perplejidad contra la que se revela haciendo fotos, capturando imágenes como fragmentos de una existencia que desea pero aún no sabe encajar en sus sentimientos. Una perplejidad que la hace retroceder a la sonrisa y a la pose sumisa cuando está junto a la persona que ama, Carol (Cate Blanchett), del mismo modo que la invita a mostrar cierta y desenfadada autosuficiencia cuando está con Richard (Jake Lacy), un novio al que no quiere, o su cuadrilla de amigos. Carol nos habla de lo difícil que resulta luchar contra esa apariencia, ese disfraz que nos ponemos para no mostrar nuestras inseguridades, nuestras dudas, el miedo a sentir o a vivir experiencias o a renunciar a otras. Esa apariencia, en esos grandes y hermosos ojos de perplejidad de Therese. Una perplejidad que, en silencio, sotto vocce, trata desesperadamente de dejar atrás, algo que quizá sólo lo consiga en dos momentos de la película: la escena de su encuentro sexual con Carol y la última secuencia de la película. Dos secuencias culminantes, que definen muy bien la elocuencia en la exploración dramática de que hace gala Carol.

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Carol, por su parte, es una mujer mayor que Therese, y está casada con un hombre de familia muy rica, Harge Aird (Kyle Chandler), con quien tuvo una hija, Rindy (Sadie Heim). Pero Carol no ama a Harge, siente inclinación por las mujeres, y lleva un esquema de vida complicado, por los condicionantes sociales inevitables de esa doble vida. Pues hablamos de una doble vida, de nuevo una apariencia, si bien Carol se halla ya diversos pasos por delante que Therese en la construcción de su vida, ya ha tomado decisiones tan relevantes como la maternidad, y su hipocresía tiene un límite, así que cuando la conocemos ella y su marido ya viven separados de hecho, manteniendo una custodia compartida de su hija, por mucho que Harge no se conforme con esa situación, y esté decidido a hacer lo que sea para obligar a su mujer a ejercer de esposa. Carol conoce a Therese cuando se halla en los grandes almacenes buscando un juguete para su hija. Mujer hermosa, elegante y de recursos, no puede evitar insinuársele a Therese –con el mayor comedimiento– cuando siente que hay algo especial, eso que llamamos química, en la mirada de esa dependienta que tan cortésmente la ha decidido a comprarle a su pequeña una construcción ferroviaria en lugar de la consabida muñeca. Deja, como por accidente, sus guantes en el mostrador, la llama para agradecer su devolución, y aprovecha esa llamada para invitarla a comer. Después la invitará a pasar un domingo en su casa, y poco después a efectuar un viaje por el noreste del país durante los días de vacaciones navideñas. Carol, vemos, lleva la iniciativa, y parece que Therese le sigue el juego, le es cómplice, incluso la ama. Therese, piensa Carol, es como un milagro, alguien que ha caído del cielo. Pero el edén dura poco, y su marido regresa a su vida para darle un baño de realidad. O más bien un bofetón de realidad.

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Deliberadamente, en estos dos párrafos descriptivos de las motivaciones y necesidades de las dos protagonistas de esta excelente película he omitido mención alguna al contexto concreto, la sociedad norteamericana de principio de los años cincuenta, la de esa bonanza económica que llegó tras la finalización de la Guerra Mundial. Haynes, que adapta una novela de Patricia Highsmith –El peso de la sal, la segunda que escribió, justo después de Extraños en un tren, y que en su día publicó bajo pseudónimo nos ubica en esa época y se sirve del trazo sobre aquella sociedad a punto de desbordar las excesivas gracias del american way of life para enfatizar las barreras que separan a las dos amantes, lo castrante del comportamiento social en lo referido a la homosexualidad. De este modo y contexto, y a través de sus esmeradas maneras fílmicas, se acerca a Lejos del cielo (2002), así como también a la miniserie Mildred Pierce (HBO, 2011), completando una suerte de trilogía en torno al melodrama clásico americano. Pero las evidencias no lo son tanto: Carol no se halla tanto en territorio Douglas Sirk, y mucho menos en territorio James M.Cain-Michael Curtiz (quien dirigiera Alma en suplicio (1945), la primera versión de la novela de Cain adaptada asimismo en Mildred Pierce). En Carol, y de ahí esos dos primeros párrafos, Haynes pretende menos zanjar un relato de contexto como una historia de amor llena de fibra y capacidad de evocación introspectiva. Habla de amor prohibido, es cierto, pero los árboles no deben impedirnos ver el bosque: habla, principalmente, de amor, y si buscamos parangones en el relato fílmico clásico debemos hallarlos más bien en las historias de amor del David Lean de los años treinta-cuarenta –el propio Haynes cita Breve encuentro (1945) como referente esencial para la historia– o el Max Ophuls de, por ejemplo, Carta a una desconocida  (1948) o Madame de… (1953).

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Aunque en las tres obras del aludido ciclo melodramático cuenta con la inestimable colaboración del DP Edward Lachman, estamos lejos de la clase de estilización dependiente de la limpieza impoluta y cromática (en technicolor y scope) de Lejos del cielo. En Carol, Haynes y Lachman deciden recurrir a los 16 milímetros y a la imagen granulada buscando propósitos estéticos distintos que proyecten sensaciones distintas, pues así lo requieren reglas dramáticas distintas. Esta no es tanto una obra dependiente de referentes sirkianos, por mucho que existan algunas citas al realizador de Imitación a la vida (1961), como las consabidas imágenes de reflejos del rostro en vidrieras o espejos que revelan verdades incómodas, ocultas y asfixiantes. En realidad, Haynes es coherente con su personalidad indudablemente moderna, y prosigue con su exploración, reflexión y replanteamiento que toma como punto de partida imágenes del pasado para proyectarlas hacia diversos sentidos, aquí más que nunca universales. En su crítica en Dirigido por (nº 463, febrero 2016), Tomás Fernández Valentí lo expresa con claridad cuando dice que el filme se erige en un “logrado intento no ya de reconstruir el viejo modelo narrativo de Hollywood, como de “perfeccionarlo” mediante los recursos actuales. Un cine que mira adelante mirando primero hacia atrás”.

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El visionado en gran pantalla de Carol es una experiencia sobrecogedora. Para Haynes, la incógnita a despejar en la ecuación cinematográfica son los sentimientos más profundos, y dispone de sobrado talento para buscar esas claves en las rigurosas reglas expresivas que aplica en la dirección de actrices (contando con la complicidad de las dos protagonistas, en franco estado de gracia), y en todos y cada uno de los planos que filma y sutura a través del montaje. Carol sobrecoge por su armonía, por su rigor, por su capacidad de recogimiento, de elevar exponencialmente el sentido de lo íntimo, hacerlo aflorar en una mirada, en un gesto o incluso en lo invisible: un silencio a través del hilo telefónico. Carol empeña tantos esfuerzos en adentrarnos en la lucha interna de esas dos mujeres que utiliza una cierta circularidad para descifrarlo todo: no es tanto el hecho de que esa primera secuencia convierta el grueso del relato en un flashback como la necesidad que Haynes tiene de filmar esa secuencia dos veces, otra vez en el clímax, para que el espectador ya haya efectuado el levantamiento del velo de tantos sentimientos febriles. La secuencia se repite, pero no se filma exactamente igual; y cada matiz es imprescindible, porque el menor detalle es una fuente expresiva preciosa cuando la historia, los sentimientos, ya han sido desvelados.

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Chi-raq

Director: Spike Lee

Guión: Spike Lee y Kevin Willmott, según la obra de Aristófanes

Intérpretes: Nick Cannon, Wesley Snipes, Teyonah Parris, Jennifer Hudson, Steve Harris, Harry Lennix, D.B. Sweeney, Angela Bassett, John Cusack, Samuel L. Jackson, Common, Dave Chappelle, Steve Harris, Harry Lennix

Música: Terence Blanchard

Fotografía: Matthew Libatique

EEUU. 2015. 120 minutos

 

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En un lejano artículo, de 1988, Roger Ebert reflexionaba sobre el primer cine de Spike Lee expresando su sensación de que la mayoría de películas protagonizadas por afroamericanos parecían realizadas para “dejar un mensaje” a las audiencias mayoritariamente blancas (“they seem acutely aware of white audiences, white value system and the white Hollywood establishment”), y en cambio en las de Lee eso no sucedía: en sus obras, los personajes se limitaban a discutir entre ellos y no a intentar que esa discusión se convirtiera en revelación o mensaje para la audiencia. Expresaba así Ebert algo importante y que la larga trayectoria del cineasta no ha hecho otra cosa que confirmar: no el hecho evidente de que la causa racial sea fundamental para el director de Haz lo que debas (Do the Right Thing, 1988), sino la radicalidad (o, mejor, combatividad) de sus planteamientos para alcanzar dichos fines: el corpus principal de la obra de Spike Lee no sólo viene protagonizada por afroamericanos, sino que aborda temáticas culturales y sociales que buscan, principalmente, a un público propio; están hechas para invitar a reflexionar a los afroamericanos antes que al resto del público, pues a ellos les incumben antes que al resto. Spike Lee reivindica así su mirada racial, haciendo buenas diversas tesis de Malcolm X –no en vano realizó un biopic sobre dicho personaje– y aplicándolas al discurso o pacto entre creador y receptor de la película.

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Si existieran otros cineastas que operaran del mismo modo resultaría distinta la labor de los analistas a la hora de descifrar las claves del cine de Spike Lee. Pero como no es el caso (o por desgracia son, en términos comerciales, invisibles), su peculiaridad de partida ya se convierte en clave per se, y nos obliga a tomarlo en consideración, en un juicio de relevancia absolutamente necesario y que, en países como el nuestro, nunca ha terminado de tener lugar partiendo de una premisa errónea sobre lo cualitativo de su trayectoria, que se suele tildar de irregular dejando a menudo soterradas razones fundamentales de partida, las que se han expuesto, para el análisis del lugar que el cineasta ocupa en el completo paisaje audiovisual contemporáneo.

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Quizá podríamos llegar a denunciar lo irónico que resulta que, descontada la citada Haz lo que debas, las obras más significadas del autor sean aquéllas en las que el discurso racial, al menos el volcado específicamente sobre lo afroamericano, quedó más rebajado: hablo de las bastante consecutivas, y por otro lado espléndidas, SOS Summer of Sam (1999), La última noche (25th Hour, 2002) y Plan oculto (The Inside Man, 2006). Ni siquiera en aquellos años Lee dejó de lado la vertiente combativa a la que venimos aludiendo, en obras como Bamboozled (2000), She Hate Me (2004) o el monumental documental sobre el Katrina, When the Leeves Broke: A Requiem in Four Acts (2006); en ellas progresaba el mismo punto de partida y de vista basado en lo racial que en sus primeros años ya caracterizó, entre otras, Nola Darling (She’s Gotta Have It, 1986), Mo’Better Blues (1990), Crooklyn (1994) o He Got Game (1998); y en los años sucesivos la coda seguiría siendo la misma –Miracle at St Anna  (2008), Red Hook Summer (2012) o Da Sweet Blood of Jesus (2014)–, si bien en esta última década Lee ya se halla lejos del prestigio y respaldo económico que le acompañó antaño, y el cineasta ha preferido filmar películas desde una determinada trinchera, compaginándolas con la firma de documentales/filmaciones de actuaciones sobre/de personajes como Kobe Bryant, Michael Jackson, Mike Tyson, Jerrod Carmichael, o incluso involucrándose en las narrativas de videojuegos (Livin’ Da Dream y NBA 2K16, 2015). Lo que para el gran público puede considerarse ostracismo sólo vivió una excepción, el formalista remake de Oldboy (2013), por lo demás zanjado con tan poco éxito como desprestigio crítico.

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Spike Lee está lejos de reinventarse, pero quizá más cerca de reivindicarse (si es que eso resulta necesario a estas alturas) con esta excelente Chi-raq, primer filme distribuido por Amazon Studios (estrenado a principios de diciembre de 2015 en grandes pantallas para aparecer un par de semanas después  en el mercado de VOD), en el que, en papeles secundarios, ha contado con la complicidad de viejos conocidos, entre ellos un peso pesado del star-system: Samuel L. Jackson, Angela Bassett y Wesley Snipes. Si en España aún queda pendiente ese estudio serio y sereno sobre la completa filmografía de Spike Lee sirvan al menos estas líneas para llamar la atención sobre esta película que ni ha aparecido ni tiene el menor interés de aparecer en las listas de premios y nominaciones habituales de los primeros meses del año (a lo sumo ha aparecido fuera de concurso en el festival de Berlín), pero que merece toda la atención que se le dispense.

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En Chi-raq (portmanteau consistente en la contracción de “Chicago” e “Irak”), Spike Lee nos habla de la sangrante situación de las muertes violentas causadas por armas de fuego fruto de los enquistados enfrentamientos de bandas en las zonas más deprimidas del sur de la ciudad de Illinois. El arranque, furibundo, del filme concatena los rótulos impresos –rojo sobre negro-  de la letra de una pieza rap que la pista sonora reproduce, Pray 4 My City (interpretada por Nick Cannon, quien a su vez interpreta en el filme a Chi-raq, el jefe de una de las banda enfrentadas), y el canto desesperado que propone esa letra sin desperdicio (“I’m from that city where forties get clapped/This story of fact/Niggas can’t shoot so babies get whacked/That’s how it is in Chi-Raq/And y’all mad cause I don’t call it Chicago/But I don’t live in no fuckin’ Chicago, boy/ I live in Chi-Raq”) se traduce acto seguido en otros rótulos en los que se compara a la baja las estadísticas sobre los muertos en combate en Irak y Afganistan con los muertos por arma de fuego en Chicago durante similar periodo de tiempo. Esa elección formal, esa forma tan gráfica de presentar el escenario del relato, carga de razones la denuncia social que la película desarrollará en lo sucesivo. Pero al espectador le espera un relato que guarda muy peculiar sintonía con la negrura característica de ese arranque.

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Spike Lee y su coguionista Kevin Willmott –escritor y director que firmó en 2004 el mockumentary C.S.A.: The Confederate States of America, otro elocuente ejemplo de cine racial– proponen en esta Chi-raq nada menos que una adaptación ubicada en la Chicago actual de una comedia teatral escrita por Aristófanes hace veinticinco siglos, Lisístrata, en la que las premisas se reciclan a la coyuntura referida de la violencia en las calles de Chicago. La definición etimológica de lisístrata  es “la que disuelve el ejército”; Aristófanes propuso un relato sobre la huelga sexual de las mujeres como medida de presión para que los hombres detuvieran la guerra. Y Lee, dando muestras de auténtico genio, no sólo no desprecia las propiedades alusivas y simbólicas del relato –un relato que habla, al fin y al cabo, del esfuerzo organizado y pacífico a favor de la paz–, sino que las arrastra a su terreno, a lo que más le interesa, que no es simplemente la coyuntura-escenario donde discurren los hechos o el protagonismo de afroamericanos, continentes del relato, sino también a su contenido: la importancia del sexo en las relaciones humanas y comunitarias, temática abordada en muchas otras obras por el cineasta –de Fiebre salvaje (Jungle Fever, 1991) a She Hate Me, pasando por Girl 6 (1997), entre otras–, y a través de la cual, como en aquéllas, pero de forma más gráfica, invita al espectador a replantear severamente el diktat del funcionamiento patriarcal de la sociedad, haciendo bandera de una definición de feminismo cargada de connotaciones ideológicas.

Chi-Raq

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Para dar presencia y personalidad específica al sustrato clásico y universal que Chi-raq toma como punto de partida y desarrollo, Lee y Wilmott se toman la molestia de diseñar los diálogos recurriendo a la rima y a la musicalidad, lo primero presente en la escritura del libreto y lo segundo que sólo se logra merced de la complicidad y talento de los intérpretes. Lee incluso llama a comparecer a Dolmedes (Samuel L. Jackson), el narrador que está fuera de la historia y que va puntuando los acontecimientos con breves apariciones y comentarios que contienen intencionadas dosis de sarcasmo. Dos mujeres, una joven de belleza felina, Lysistrata (Teyonah Parris), y una mujer que perdió a una hija, Miss Helen (Angela Bassett), son las dos figuras centrales del relato, quienes orquestan esta extravagante y cada vez más flamígera revolución de los cuerpos y las mentes. Hay un hecho catalizador, la enésima muerte de un inocente, una niña, por una bala perdida, acontecimiento trágico a través del cual emerge otro personaje que se rebela, con distintas y más ineficaces armas contra el statu quo, el padre Corridan (John Cusak, un blanco entre negros, y a la vez la figura de la autoridad religiosa, cuya buena voluntad es –llamativamente– necesaria pero insuficiente para remover conciencias y llevarlas a la acción). Frente a esos personajes, el líder Chi-raq, a su vez novio de Lysistrata, y su enemigo Cyclops (Wesley Snipes), son personajes al principio caracterizados por sus estandartes de violencia y odio visceral al opuesto, pero tanto ellos como los miembros de su gang pronto se verán reducidos a meros y desorientados comparsas de un cambio de circunstancias que ningunea el sentido de sus actos, la absurda vorágine de violencia con la que defienden sus territorios y actividades ilícitas.

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Spike Lee es muy capaz, tantos años después, de volver a disfrazarse de énfant terrible de la cámara para ilustrar lo chocante desde lo despampanante. Bien arropado por sus colaboradores habituales –Matthew Libatique, Terence Blanchard, etc–, Lee nos seduce con una esmerada escenografía; se muestra pletórico en la edificación de un tempo preciso para cada secuencia, virtuoso en las composiciones y en las coreografías de movimientos de personajes en el encuadre, atento como siempre a utilizar la herramienta del inserto de montaje para enfatizar el detalle ambiental/cultural. Pero lo más llamativo de esa puesta en imágenes es sin duda la comodidad, naturalidad diría, con la que el cineasta se instala de principio a fin en una coda de eclosión de tonos, entre el dramatismo de puntuación más lírica y la ironía más campante. Ahí es en definitiva donde reconocemos la personalidad del cineasta: en ese tránsito de sentimientos que invocan la sonrisa cómplice y la introspección reflexiva, la risa desatada o la constancia más melancólica. Lo mejor del cine de Spike Lee radica en su fervor, en la beligerancia como coda para la manufactura de imágenes, en la honestidad que no está reñida con la irreverencia, en la sensación de desmadre fruto de muy precisos planteamientos. El cine de Spike Lee es muy valioso precisamente porque es muy valiente, porque se atreve constantemente a moverse en una línea muy delgada. Y en Chi-raq ese paseo por el alambre alcanza la otra orilla de forma ejemplar. En Chi-raq hay mucho Spike Lee en estado puro.

SOUTHPAW

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Southpaw

Director: Antoine Fuqua

Guión: Kurt Sutter

Intérpretes: Jake Gyllenhaal, Forest Whitaker, Rachel McAdams, Oona Laurence, Naomie Harris, 50 Cent, Victor Ortiz, Caitlin O’Connor, David Whalen, Dominic Colon, Miguel Gomez, Malcolm M. Mays, Adam Ratcliffe, Jeremy Long

Música: James Horner

Fotografía: Mauro Fiore

EEUU. 2015. 122 minutos

 

Levantarse del suelo otra vez

Uno de los géneros (o subgéneros) más codificados, el cine de o sobre boxeo repite una y otra vez infinidad de lugares comunes temáticos y de tropos visuales. Entre los primeros, la consabida lucha por la superación personal, casi siempre en condiciones adversas, sean sobrevenidas o no (con espacio aquí para el discurso sobre la clase baja, la condición del boxeador de carne de cañón); la crisis que conlleva el éxito y el exceso de dinero, de la que el boxeador debe alzarse literal y metafóricamente para evidenciar su fuste de auténtico campeón; relacionado con lo anterior, las curas de humildad, que suelen proceder de un entrenador sabio y que se mueve entre la gente humilde, en un gimnasio de barrio, neto opuesto de los promotores sin escrúpulos a los que, bajo la máscara al final revelada, sólo les mueven intereses espurios; los combates al principio y al final, estos últimos que, no importa el resultado, revelarán el coraje más allá de toda duda en la definitiva representación (de las más gráficas que existen) sobre la lucha inherente a la condición humana… En lo que concierne a la ilustración de esos temas, podríamos contar principalmente las secuencias de entrenamiento –con o sin montaje musical–, la imagen del boxeador manejando el punching ball como muestra de equilibrio recobrado, y principalmente la planificación y filmación de las secuencias de combate, con sus coreografías, los planos generales compaginados con planos cercanos cámara al hombro, a veces POV, las decisivas en ocasiones al ralentí; la violencia siempre excesiva de esos combates –la sangre y los moratones que anulan la visión, las narices partidas, etc–, o el hecho de que se recurra a la voz over de periodistas, como si de una retransmisión televisiva se tratara, en contraposición con los planos cercanos al boxeador magullado en su esquina, en los descansos (el médico siempre a punto de parar el combate, el entrenador dando ánimos, el luchador sacando fuerzas de flaqueza), sin olvidarnos de los habituales contraplanos de personajes secundarios –seres queridos, principalmente– observando el doloroso espectáculo desde la grada o desde otro lugar.

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Una película como Southpaw, que incorpora todos esos y muchos otros tópicos de las boxing movies, evidencia las razones por la que el público gusta de esas codificaciones: como antes hemos apuntado, las propiedades metafóricas del boxeo como representación de la vida son muy gráficas, y quizá por ello atractivas. Aunque los resultados artísticos suelen ser superiores si se saben trascender esas reglas, como en Toro salvaje (Martin Scorsese, 1980) y Million Dollar Baby (Clint Eastwood, 2005), nada hay de malo reproducirlas una y otra vez, siempre que se disponga de suficiente talento y personalidad para moldearlas en un determinado y armónico sentido, resultando suficiente eso que algunos erróneamente calificarán de envoltorio para que todas esas elementales representaciones dramáticas sobre la vida surjan efecto. El talento y personalidad que les ha faltado a los artífices de Creed: la leyenda de Rocky (Ryan Coogler, 2015), en cambio concurre sobradamente en Antoine Fuqua en esta Southpaw (que, a diferencia de aquélla, no se ha estrenado en cines en España ni tiene a ningún actor en danza con el Oscar al mejor actor secundario).

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¿Y qué teclas activa Fuqua? El cineasta se muestra solvente, de entrada, en manejar los estereotipos, quizá porque es un storyteller ya muy bregado en el cine de género. La convicción en sus planteamientos, por manidos que sean, redundan en intensidad narrativa. Fuqua apuesta por una iluminación de graduación oscura, metálica, de ecos seventies (la misma que ya comparecía en Training Day: Día de entrenamiento (2001)), decisión estética que compensa, dotando de sequedad visual, a los planteamientos melodramáticos que sostienen parte importante de la propuesta. Maneja el ritmo con solvencia, y esa métrica revierte en un determinado tono: de nuevo, el argumento hacía fácil caer en el exceso lacrimógeno, y el director enuncia todo lo que debe enunciar pero no se entretiene, no se detiene, obligando a progresar la historia mediante secuencias casi siempre breves, de capacidad descriptiva y una ajustada formulación dramática. Por otro lado, y especialmente en la segunda mitad de metraje –la que narra la caída en desgracia del boxeador y sus denodados esfuerzos por reinventarse–, Fuqua planifica y encuadra con intención y talento (un breve encuentro en la penumbra de las escalinatas del gimnasio, por ejemplo), a menudo reforzando la economía de medios en beneficio del relato. Y last but not least, debe apuntarse que los actores asumen su cometido con presteza –Jake Gyllenhaal entrega una de sus mejores interpretaciones, Whitaker está excelso en su rol de entrenador de la working class del oficio–, y ello también redunda decisivamente en los resultados.

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El único elemento que podríamos considerar particular de la película acaece a la media hora de metraje y rompe súbitamente la coda de los planteamientos iniciales para dejar expedito el relato de la debacle del boxeador protagonista. De ese modo, Southpaw atrapa al espectador con un twist inesperado, pero la fuerza de ese giro argumental no se limita a lo procedimental, pues revierte de forma crucial en la completa construcción dramática del filme. Antes que eso sucediera ya nos había llamado la atención el interés de las imágenes por mostrar el rostro desfigurado de Gyllenhaal, fruto de los golpes recibidos, o detalles como esos hilos de sangre que descienden por su boca en los vestuarios, tras el combate, pero también a la mañana siguiente. Fuqua mantendrá durante todo el metraje un especial énfasis en la cartografía del dolor anímico del personaje a través de lo que ese rostro maculado expresa. Así dota de fuerza la sempiterna metáfora. Ese ojo que no puede ver con claridad es la oscuridad por la pérdida de los seres queridos, esas heridas y cicatrices son el legado revelado, tras la apariencia de la buena vida, del precio que el cambio de circunstancias le reclama. Así, a través del rostro, de la sangre y las heridas, se expresa un boxeador, según Fuqua. Porque la esperanza, representada en el trainer que encarna Whitaker, le exigirá protegerse, cambiar de hábitos pugilísticos, algo imprescindible para encontrar la luz al final del laberinto. Pero ésta es una película de boxeo, así que no basta con ver la luz, hay que enfrentarse al minotauro en el clímax y darlo todo, pagar de nuevo el precio del dolor, de la sangre, de los golpes bajos, y revolverse hasta que el aliento, más allá de las fuerzas que le quedan, lo permita. Como decía al principio, Southpaw es, ni más ni menos, una peli de boxeo. Pero Fuqua la filma de forma harto convincente, así que la metáfora funciona, se crece, se disfruta. Porque, no nos engañemos, a todos nos gustan las pelis de boxeo.

EL RENACIDO

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The Revenant

Director: Alejandro González Iñárritu

Guión: Mark L. Smith, Alejandro González Iñárritu, según la novela de Michael Punke

Intérpretes: Leonardo DiCaprio, Tom Hardy, Domhnall Gleeson, Will Poulter, Forrest Goodluck, Paul Anderson, Kristoffer Joner, Joshua Burge, Duane Howard, Melaw Nakehk’o, Fabrice Adde, Arthur RedCloud, Christopher Rosamond, Robert Moloney, Lukas Haas, Brendan Fletcher, Tyson Wood, McCaleb Burnett

Música: Carsten Nicolai, Ryûichi Sakamoto

Fotografía: Emmanuel Lubezki

EEUU. 2015. 145 minutos

 

Grizzly Man

Más allá del hecho que El renacido se halle entre las películas galardonadas/galardonables en este inicio de curso –algo que siempre motiva que se hable de ellas–, hay dos indicios irrefutables sobre la relevancia de este título de Alejandro González Iñárritu por los argumentos que se esgrimen, da igual si es para ensalzarla o para lo contrario. Por un lado, el hecho de que se refiera a la misma en términos comparativos con otras obras y autores de renombre: Terrence Malik y su cine contemplativo, Werner Herzog y la cinética del paisaje, el Kurosawa de Dersu Uzala (1975), el Tarkovski de Andrei Rublev (1966), Las aventuras de Jeremiah Johnson (Sydney Pollack, 1972)… Por el otro, que la película sirva de pretexto para discutir, otra vez, los términos de relevancia artística de la imagen de síntesis, habida cuenta de la importancia que la CGI tiene en la película ello y a pesar de tratarse de una obra completamente rodada en majestuosos y salvajes escenarios naturales. Los dos comentarios, se deduce, invitan a reflexionar sobre los semejante o divergente entre el cine de ayer y el de hoy, prueba evidente de que las imágenes de The Revenant espolean términos de puro análisis visual.

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De las anteriores, la semejanza más evidente es la relacionada con el cine de Malick, pues El renacido participa de la mirada impresionista filtrada por la fuerza del paisaje que caracteriza el cine del autor de La delgada línea roja (1998) y El nuevo mundo (2005), dos obras que cito porque son las que más sombra le hacen a ésta en la filmografía de Malick, la segunda de las cuales que contaba ya con el hoy habitual colaborador del cineasta tejano en tareas de dirección fotográfica, el mejicano Emmanuel Lubezki, quien rubrica en The Revenant una labor, más que extraordinaria, decisiva en los resultados globales. Pero si se me permite efectuar un somero juicio sobre influencias visuales, citaría el arranque de Salvar al soldado Ryan (Steven Spielberg, 1998) y su capacidad para filmar lo caótico y fatídico del enfrentamiento bélico; el Joe Wright de la set-piece central de Expiación (2007), que reciclaba las enseñanzas de Spielberg en coda sofisticada vía plano-secuencia; el huis-clos del paisaje en descomposición de la, por lo general menospreciada, La carretera (John Hillcoat, 2007); el David Ayer de Corazones de acero (2014), también vástago de Spielberg y que desarrollaba de forma excelente los mismos conceptos aferrados a la idea del punto de vista; o Mad Max: Fury Road (George Miller, 2015), por su empeño y capacidad de ubicarnos en su peculiar territorio expresivo a través de un formidable esfuerzo por mostrar un paisaje inédito, también con herramientas de la imagen de síntesis. Esas herramientas, en esas obras aplicadas a lo bélico o a lo fantástico, se trasladan en The Revenant a los significantes propios de un relato de aventuras, con ingredientes survival y otros limítrofes con el western, todo ello sin olvidar un encourage trabajado en sus pretensiones historicistas. Con est sugiero que las definiciones que promueve la era digital del cine están diluyendo los marcos expresivos específicos de cada género. Pero esa aseveración debe tomarse con cautela: por un lado, quizá esa evidencia no hace otra cosa que recordarnos que los géneros nunca fueron compartimentos estancos, especialmente en lo referido a la cartografía visual; por el otro, la evolución en un determinado sentido de los géneros y sus atributos visuales no revelan tanto lo bueno o lo malo cuanto los signos de los tiempos de los que cada obra es hija.

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Aceptado lo anterior –algo que nos libera de corsés analíticos fruto de la nostalgia por unas determinadas estéticas o por la elocuencia de otras miradas autorales–, al centrarnos en los motivos de la relevancia de The Revenant aludimos a diversos aspectos, principalmente tres: 1/ la película se adentra de forma rigurosa en un escenario poco transitado por el cine contemporáneo, el pretérito al western propiamente dicho, el de los primeros colonizadores y tramperos que porfiaban, en condiciones económicas miserables, por proveerse su sustento cazando pieles, debiendo para ello enfrentarse a hostilidades climáticas, orográficas y ambientales; resulta, en ese sentido, harto sugestiva la herencia de diversos conceptos de la literatura de, por ejemplo, Joseph Conrad y Jack London. 2/ los alardes formales Iñárritu no menoscaban –como en otras ocasiones– la armonía del storyteller; puede que ello tenga mucho que ver con la intervención de Lubezki o puede que no, pero los resultados visuales le avalan: The Revenant es una película de métrica modélica sostenida en imágenes magnéticas y fascinantes, y esa potencia expresiva es la que sustenta un relato que, deliberadamente, reduce la miga argumental a esquemas mínimos (aunque, como apuntaremos después, no estériles). 3/ Los dos actores puntales, Leonardo DiCaprio y Tom Hardy, efectúan una soberbia lección interpretativa, el primero especialmente aferrado al lenguaje gestual de su cuerpo y su rostro, y el segundo añadiendo una dicción, una interpretación verbal, de las más inolvidables de los últimos años.

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Con la coda de ese río que todo lo lleva, la vida, la muerte, la esperanza o el dolor, El renacido nos aturde por la sensación de fisicidad, de peligro, de urgencia y destemplanza vital que contagia la historia, a su vez sostenida en la paradoja buscada en su naturaleza fílmica, entre lo sublime y lo horripilante de la definición de lo salvaje, y entre lo exuberante de los territorios naturales y el núcleo, que lo es necesariamente en bruto, de sus razones argumentales. En tales términos, la belleza fantasmagórica, casi preternatural, de los paisajes en los que discurre la película, y que en tantísimos planos aplastan o reducen a los personajes a la mínima expresión, son una herramienta idónea para la metáfora que contiene esta historia de tan breve trama. Una historia en realidad romántica, que tiene en el amor perdido –esas fugas oníricas, flashbacks, visiones malickianas claramente deudoras de La delgada línea rojala única redención, ya no posible. El personaje de Glass es, en la gran metáfora sobre la edificación de la nación-americana, el puente entre los colonos y los nativos, que paga con interminable dolor esa condición. Fitzgerald (Hardy), contrariamente a lo que he leído en algún lugar, no me parece un villano de una pieza, sino un personaje corroído por el odio a los indios (que le arrancaron la cabellera), un westerner avant-la-lettre que tiene decidido que el individualismo es la única salida a su mísera existencia, y que, por estar ya más devorado por el odio que Glass, le contagiará inevitablemente ese odio como se contagian todas las cosas en los ciclos de corrupción inevitables, aniquilando su hijo, su esperanza, su futuro. La naturaleza, monstruosa, no es en realidad tan despiadada como los hombres y las relaciones depredadoras que han establecido entre sí por una supervivencia que depende de unas reglas, como siempre asimétricas, del comercio. El revenant del título –no tanto un renacido como un ángel vengador– es la mayor aspiración de los corazones en este edén convertido en un infierno.

LA HABITACION

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Room

Director: Lenny Abrahamson

Guión: Emma Donoghue, según su novela

Intérpretes: Brie Larson, Jacob Tremblay, Joan Allen, William H. Macy, Megan Park, Amanda Brugel, Sean Bridgers, Joe Pingue, Chantelle Chung, Randal Edwards, Jack Fulton, Kate Drummond

Música: Stephen Rennicks

Fotografía: Danny Cohen

Irlanda. 2015. 118 minutos

 

Las lecciones de Jack

La premisa argumental de La habitación, extraída de una novela de Emma Donoghue, también encargada de adaptarla a libreto cinematográfico, resulta chocante y, podríamos añadir, terrorífica: una madre (Brie Larson), y su hijo de cinco años, Jack (Jacob Tremplay) viven encerrados en el interior de un cobertizo; la mujer fue secuestrada por un hombre desde hace mucho tiempo, tanto que Jack ya nació en aquel cubículo, y para él, por tanto, la realidad se limita a ese diminuto espacio separado por cierre hermético con el exterior. Instalada la cámara entre esas cuatro paredes, el filme dedica casi la primera mitad de su metraje a relatar ese cotidiano fruto de la necesidad, donde la imaginación y el temple de una madre ha sido capaz de crear el simulacro de normalidad donde no existe dignidad ni, por supuesto, libertad en ningún sentido. La segunda premisa, o de desarrollo, tiene lugar cuando Jack y su madre, con intervención de la policía, logran dejar atrás esa experiencia traumática y trasladarse a la casa de la abuela de Jack (Joan Allen) para rehacer su vida, aspiración ésta que resultará harto compleja y dolorosa para la madre mientras, para el niño de cinco años, supondrá un inaudito y constante descubrimiento.

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Lo peculiar de la película no radica, sin embargo, tanto en ese planteamiento de puro choque dramático cuanto en la decisión –en parte de Donoghue en su guion, pero con intervención decisiva del realizador, Lenny Abrahamson, por razones de apuesta formal– de relatar los acontecimientos según el prisma del niño, determinación de punto de vista que, si se apunta ya en esa primera mitad de metraje que relata la reclusión de madre e hijo, cobra aún más radicalidad cuando el secuestro ha finalizado y Jack se enfrenta al reto de conocer el mundo y afrontar, junto a su madre, una ordinary life. Dicho planteamiento no es para nada novedoso en el cine, y de hecho existe un antecedente muy cercano del que el filme, en sus definiciones tonales, es deudor: Que hacemos con Maisie (What Maisie Knew, Scott McGehee y David Siegel, 2014). Pero si en aquella obra, basada en una poderosísima novela de Henry James, se narraba cómo una niña pequeña debía sobrellevar los avatares del divorcio de sus padres, aquí el planteamiento varía ostensiblemente, pues desaparece la denuncia sobre el comportamiento social de los adultos, y en su lugar cobra forma algo tan lleno de posibilidades y reflexiones, como la crónica del potencial de aprendizaje de un niño en el tablero radical de una lucha contra los elementos más adversos. En ese otro sentido, el filme también tiene un antecedente bastante cercano, Bestias del sur salvaje (Beasts of the Southern Wild, Benh Zeitlin, 2013), aunque allí era un contexto de extrema pobreza, ambiental, el que dirimía el relato, y no una agresión aberrante contra una (dos) persona(s).

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Lo mejor de la labor de Donoghue radica al principio en el trabajo descriptivo de los cotidianos, rigores y sinsabores de la vida en el cubículo; pero después mantiene la fuerza expositiva y el potencial dramático con otras armas, a través del mosaico de relaciones que perfila entre los diversos personajes en la órbita familiar de Jack, su abuelo (William H. Macy), su abuela, y el marido de ésta, Leo (Tom McManus), relaciones mediatizadas y matizadas por la percepción del menor, que funciona como una perfecta plataforma para la elipsis. En la larga, fluida pero muy densa, segunda parte del metraje, Room deviene un elocuente relato de lo adulto a través de lo infantil, en la tradición de las excelsas La noche del cazador (The Night of the Hunter, Charles Laughton, 1955) o Matar a un ruiseñor (To Kill a Mockingbird, Robert Mulligan, 1962), por citar dos célebres ejemplos de obras que se sirven de la mirada de un infante para glosar acontecimientos trágicos o para subrayar parábolas que en realidad forman parte de la esfera adulta. Sin embargo, en Room el protagonismo es compartido por madre e hijo, por mucho que sea el segundo quien se apropie del punto de vista. Es lógico que así sea, pues los dos cargan con tan traumático acontecimiento biográfico, y el filme aborda el modo tan diferente que una y otro tienen de encarar la libertad: no es lo mismo conocerla por primera vez que recobrarla: produce un clase muy distinta de vértigo; y tampoco es lo mismo incorporarla al aprendizaje que rehabilitar los códigos de conducta y las motivaciones o expectativas sobre la propia existencia en la vida adulta. La última y emocionante secuencia del filme –en la que, por petición del menor, madre e hijo regresan al lugar en el que vivieron confinados durante tanto tiempo– compendia de forma excelente esas distancias insalvables entre los niños y los mayores, que en la lectura de la película tiene que ver con la diferencia entre lo innato o intuitivo y lo que es fruto del intelecto y de lo cultural.

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Todas estas reflexiones nos dicen que un filme de la aparente sencillez expositiva de Room se halla lejos de agotar su interés en el caudal dramático, en el relato preciso de los hechos. Y a través de la apuesta formalista de Abrahamson también es una obra que nos invita a pensar sobre el significado de la puesta en escena: ¿cómo filmar el mundo, la existencia cotidiana en un hogar, como si fuera contemplado por primera vez? Ese difícil, apasionante reto que encara el cineasta dota per se de significados e interés en abstracto a la película. Cómo dirigir esa mirada, cómo filmar las reacciones de los personajes adultos, cómo retratar el extraordinario bullicio de los coches de policía o el trajín en un hospital o la invasión de casa por un equipo de televisión; cómo abarcar la inmensidad de los escenarios exteriores (sólo presentes en la secuencia crucial de la huida-rescate de Jack, en alguna transición o, como corolario, en la hermosa escena en la que el niño juega con un amigo a pelota en el jardín y es su madre, que acaba de regresar a casa, quien le contempla desde la ventana, como antes hacía su hijo). Cómo contemplar, en fin, el cielo abierto en lugar de conformarse con un pedazo del mismo, en otro significativo apunte visual. Se podrá discutir sobre el mayor o menor talento que demuestra Abrahamson en la filmación de tantas cosas inéditas, pero no debería pasarse por alto que son esas razones de lenguaje cinematográfico las que edifican la historia, y que el cineasta rinde cuentas con el material que maneja con tan pocos alardes como una indudable convicción en lo que está contando.

LA JUVENTUD

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Youth – La giovinezza

Director: Paolo Sorrentino

Guión: Paolo Sorrentino

Intérpretes: Michael Caine, Harvey Keitel, Rachel Weisz, Paul Dano, Jane Fonda, Tom Lipinski, Poppy Corby-Tuech, Madalina Diana Ghenea, Emilia Jones, Mark Kozelek, Rebecca Calder, Anabel Kutay, Ian Keir Attard, Roly Serrano

Música: David Lang

Fotografía: Luca Bigazzi

Italia-Francia-Suiza. 2015. 122 minutos

 

Perspectivas como requiebros de la imagen

En el cine de Paolo Sorrentino, los viajes introspectivos son la excusa para la edificación de una determinada poética de la imagen. Sus personajes avanzan de forma desnortada, aturdida, hacia lo que parece ninguna parte. Ese trayecto es terreno abonado para la recolección, entre la aspiración impresionista y la forma barroca, de elementos que forman parte de su equipaje emotivo, y que les enfrentan a una encrucijada, a una crisis, de modo tal que al final Sorrentino les ofrezca algún tipo de redención, por indefinida que sea –el personaje que encarna aquí, magistralmente, Michael Caine, o su hija, Rachel Weisz–, o al menos catarsis, que puede ser trágica –su comparsa, a quien da vida Harvey Keitel–. La cámara, siempre fascinada por la mirada exacerbada a los sentimientos que ofreció Fellini, se pasea por esas existencias y los espacios que las cobijan, que las explican. Y ahí emerge esa clase de poética que, de forma tan excesiva, se le aplaude al cineasta.

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 No son tantas, a poco de pensarlo, las diferencias entre su anterior La gran belleza (La grande bellezza¸2013) y esta La juventud (Youth, 2015). En ambos casos el protagonismo se halla en manos de hombres que se hallan en la tercera edad de la vida y que se enfrentan, de un modo u otro, a ese juicio catárquico sobre su pasado y su presente, sus relaciones con los demás, o la variabilidad del sentido de las cosas. En ambos casos, y eso es lo que nos permite el cotejo, estas razones argumentales se exploran según una grandilocuencia esteticista y rigor en el aparato formal que a veces da de resultas lo brillante, por más que la fachada rutilante guarde espacios interiores más discutibles de lo que pretende. Porque, con la excusa de la definición de lo poético, Sorrentino termina sugiriendo más bien menos de lo que ofrece a la libre interpretación por parte del espectador. Y eso es tan peligroso como coartar su imaginación. Porque todo puede valer.

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La diferencia entre las dos obras tiene que ver con el paisaje en todos los sentidos, de lo exterior a lo interior. Si la Roma por la que se perdían los pasos del protagonista de La gran belleza invitaba a adentrarse en los pulsos de la vida aristócrata y bohemia romana, aquí nos hallamos en un espacio bien distinto, un beatus ille, un balneario para gente pudiente perdido en algún lugar de los Alpes. Es, en definitiva, un retiro; y eso configura los términos del relato: cómo a través de ese retiro diversos personajes –los dos principales, ancianos de profesión relacionada con las artes: uno compositor, el otro director de cine– pueden, como se suele decir, encontrarse a sí mismos y rendir cuentas con personas a las que aman, presentes o ausentes. Digamos, pues, que si en La gran belleza el viaje introspectivo habilitaba al mismo tiempo una radiografía exuberante de un determinado lugar y tiempo (o quizá de unos signos de los tiempos), ese contexto deja de interesar a Sorrentino aquí –aunque exista algún apunte, pero mucho más secundario–, que prefiere centrarse en la abstracción del ejercicio, principalmente, del recuerdo, que no es lo mismo que la nostalgia. En esa diferencia de matiz radica parte importante de la naturaleza de La juventud.

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La juventud es un estado mental, que reza el aforismo, y el filme nos dice algo parecido: la juventud tiene que ver con la capacidad de resistencia del ánimo, la juventud es la capacidad para cambiar y seguir adaptándose a las veleidades del paso del tiempo, venciendo si es preciso las convicciones más profundas. La juventud, como coda visual de ese discurso, es la circularidad, el continuar dando vueltas a una noria, la vida, que no tiene otro sentido que el propio movimiento. Las imágenes del filme terminan transmitiendo bien todas esas ideas, aunque los vericuetos no parezcan buscar esa armonía finalmente alcanzada. Y ése es probablemente el gran mérito del cineasta. El trayecto narrativo es el propio de una comedia dramática, donde a veces comparece lo grotesco o una tilde hilarante, pero no nos distrae de la miga introspectiva ni permite que un tono liviano llegue a apropiarse del relato. Sorrentino es demasiado sofisticado en sus formas para dejar que un relato fluya, y sus imágenes, algunas poderosas, otras donde espora cierta pretenciosidad, ofrecen continuos síncopes visuales como subrayados de los avatares interiores de los personajes, en una vía de evocación que no se halla, a menudo, lejos de la paranoia. El manierismo insistente del cineasta es felizmente compatible con una dirección de actores notable, a cuyas miradas y silencios, a veces su presencia en el encuadre, Sorrentino confía parte muy importante de lo que tiene que contarnos. Precisamente esta última reflexión es la que, sea dicho con toda la humildad por quien esto firma, quizá marca la distancia entre lo atractivo y rutilante de unas imágenes y la fuerza expresiva de las mismas. O, dicho de otra forma, ¿no es quizá lo más interesante de las obras de Sorrentino el núcleo duro, desnudo, de las ideas expuestas que defienden  los actores? ¿Sobran imágenes abigarradas? ¿O son realmente necesarias para alcanzar esas ideas? La respuesta probablemente la ofrecerá el tiempo, el juicio sobre lo que es o no perdurable.

EL REGALO

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The Gift

Director: Joel Edgerton

Guión: Joel Edgerton

Intérpretes: Jason Bateman, Rebecca Hall, Joel Edgerton, Beau Knapp, Allison Tolman, David Denman, P.J. Byrne, Tim Griffin, Beth Crudele

Música: Danny Bensi, Saunder Jurriaans

Fotografía: Eduard Grau

EEUU. 2015. 105 minutos

 

De repente, lo extraño

Actor australiano que en los últimos años ha asumido papeles con peso específico, como el Brendan Conlon en la película Warrior (Gavin O’Connor, 2013), Tom Buchanan en El gran Gatsby (The Great Gastsby, Baz Luhrman, 2014) o Ramses II en Exodus (Exodus: Gods and Kings, Ridley Scott, 2014), Joel Edgerton escribe en solitario y debuta tras las cámaras en el largometraje con esta The Gift, thriller de rugosidades psicológicas que parece revisar, para estos tiempos, un determinado arquetipo que fue muy explorado en los años ochenta y noventa: el advenimiento de un extraño, con intenciones en deriva hostil, en la cotidianidad de un matrimonio, de un hogar. Hace un cuarto de siglo, obras como Atracción fatal (Fatal Attraction, Adrian Lyne, 1987), Sexo, mentiras y cintas de video (Sex, Lies & Videotapes, Steven Soderbergh, 1989), De repente, un extraño (Pacific Heights, John Schlesinger, 1990), Falsa seducción (Unlawful Entry, Jonathan Kaplan, 1992) o Dobles parejas (Consenting Adults, Matthew Chapman, 1992) plantearon, con los debidos matices, el escenario del acoso sufrido por matrimonios yuppies, con o sin hijos, por parte de personajes de perfil psicopático. Por aquel entonces, la cuestión crucial era la de la agresión a la intimidad, y por tanto el suspense se sustentaba en la sensación de peligro o fragilidad del legalmente (¿y ética?) inviolable concepto del hogar o del statu quo. Edgerton juega con semejantes premisas, lo que viene a sugerir que hay ciertas semejanzas en el esquema socio-cultural de aquellos años y del presente (las inquietudes resultan intercambiables). Pero, por otra parte, su muy precisa graduación del tono, su apuesta por la sutileza y el condensado cross over de definiciones psicológicas hace de este The Gift una elocuente muestra de cómo esas definiciones de hace tres décadas han ido mutando hasta su definición en nuestro presente.

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En The Gift, el extraño que se cuela subrepticiamente en la vida de la pareja protagonista, Gordo, viene encarnado por el propio cineasta, en lo que puede verse como una curiosa simbiosis de demiurgos, Edgerton gobernando el relato “desde dentro” o desde la manufactura visual, lo que incorpora al filme una interesante digresión sobre la función del director de “colarse” en la intimidad de los personajes de sus ficciones para manipular, en indeterminados sentidos, sus actos. Pero, centrados en lo narrativo, es interesante comprobar que Gordo es el personaje menos estudiado del triángulo. De hecho, la protagonista es Robyn (Rebecca Hall), y su incertidumbre (el punto de vista transmitido al espectador) no procede de la intromisión de Gordo en su vida y la de su marido, Simon (Jason Bateman), sino en la fragilidad emocional con la que sostiene su vida. El filme arranca con el traslado de esa pareja a un formidable piso en las colinas californianas; Gordo reconoce a Simon en una tienda de complementos de hogar, ambos estudiaron en el mismo instituto y se reencuentran tantísimos años después. La solicitud en el trato de Gordo contrasta con la condescendencia e incluso hastío que Simon le dispensa. Pero la relación entre la pareja y Gordo cataliza pero sólo canaliza hasta cierto punto los problemas emocionales de Robyn, una mujer con un pasado depresivo que no termina de encontrar su lugar en esa existencia sobre el papel tan plácida de esposa de un ejecutivo de éxito, que se siente sola y desdichada en esa casa que a menudo parece una jaula de cristal, y que, a la postre, empezará a descubrir que las motivaciones y razones del extraño (que no agresivo) comportamiento de Gordon obedecen a un trauma del pasado relacionado con su marido, quien (spoiler) le sometió a bullying en la escuela, arruinándole la adolescencia. Vemos, de tal modo, que Edgerton ya no refina la relación entre personajes según patrones maniqueos, y bien al contrario hace buenas las tesis psicológicas en las que nuestra sociedad se halla sumergida, efectuando un lento pero preciso retrato del arduo proceso de auto-conocimiento de su propia vida al que se ve sometida Robyn, al descubrir que si Gordo es un extraño de actitudes sospechosas, su marido es un déspota sin escrúpulos que tiraniza a aquellos que conviven con él, sea de modo directo o sutil. Por tanto, el extrañamiento, el miedo, la desconfianza, se cuelan en el seno de ese matrimonio no por los actos enajenados de Gordo cuanto por lo que esas extrañas actitudes terminan revelando de la relación entre el marido y la mujer.

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Para barajar esos mimbres más sutiles de lo inquietante, Edgerton propone una puesta en escena sólida, basado en lo minimalista y las definiciones cromáticas frías y contemplativas, marcando de hecho una distancia prudencial respecto del drama representado, lo que dota de mayor potencia el discurso. En la edificación de la trama, si bien maneja con solvencia las pequeñas dosis de crescendo inquietante, Edgerton ni siquiera apuesta a fondo la baza recurrente en este tipo de filmes basada en súbitos y constantes replanteamientos de las piezas de esa trama; sólo hay un giro final, cierto, pero no tiene nada de efectista: siendo coherente con lo relatado, es una solución pletórica de sentido en su análisis sociológico y cultural: la constancia de los frutos putrefactos de una existencia basada en la falsedad. Esa es la demoledora metáfora de cierre de esta interesante película, una metáfora que, por otro lado, termina emparentando la obra con postulados no muy alejados a los de, por ejemplo, el Michael Haneke de Caché (2005).

LA GRAN APUESTA

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The Big Short

Director: Adam McKay

Guión: Adam McKay, Charles Randolph, según el libro de Michael Lewis

Intérpretes: Christian Bale, Steve Carell, Ryan Gosling, John Magaro, Finn Wittrock, Brad Pitt, Hamish Linklater, Rafe Spall, Jeremy Strong, Marisa Tomei, Melissa Leo, Stanley Wong, Byron Mann, Tracy Letts, Karen Gillan, Max Greenfield, Margot Robbie, Selena Gomez, Richard Thaler, Anthony Bourdain

Música: Nicholas Britell

Fotografía: Barry Ackroyd

EEUU. 2015. 112 minutos

 

En el casino del mundo

Siete años después de la crisis financiera que se desencadenó en 2008 en los EEUU, ya son diversas las películas que, de forma directa (por alusiones o metáforas, sería más inabarcable), han abordado esa cuestión. A grandes trazos, podemos discernir entre las obras de afán eminentemente divulgativo-crítico realizadas según los parámetros del cine documental y aquéllas otras que utilizan las razones contextuales para erigir un relato dramático. En el primer grupo, la más influyente, y posiblemente redonda, de todas ellas sea la oscarizada Inside Job (Charles Ferguson, 2010), implacable crónica de las razones y consecuencias más o menos inmediatas de la debacle del sistema financiero, capaz de exponer los términos de algo sin duda complejo de forma diáfana pero no gráfica, y que no titubea en buscar responsables del terrible desaguisado causado al mercado y que de forma tan perniciosa ha repercutido y sigue repercutiendo en el funcionamiento de las economías nacionales; la clarividencia de Inside Job, sin embargo, no deniega el interés del resto de documentales que abrazan su misma causa, sea desde una focalización muy concreta –el documental de la BBC  Los últimos días de Lehman Brothers (The Last Days of Lehman Brothers, Michael Samuels, 2009)- o construyendo paráfrasis desde lo ideológico e historicista –caso tanto de La doctrina del shock (The Shock Doctrine, Matt Whitecross, Michael Winterbottom, 2009) como de la siempre sensacionalista y combativa aportación de Michael Moore, Capitalismo: una historia de amor (Capitalism: a love story, 2009)-. Si nos centramos en el segundo grupo, las películas de ficción, hallamos ese testimonio mainstream del asunto propuesto en la irregular aunque interesante Wall Street: el dinero nunca duerme (Wall Street: Money Never Sleeps, Oliver Stone, 2010), una muy descafeinada radiografía del problema del desempleo sobrevenido en The Company Men (John Wells, 2010), o una tv movie de prestigio que aborda la problemática concreta de Lehman Brothers, Malas noticias (Too Big to Fail; Curtis Hanson, 2011), y la aportación de J.D. Chandor, y obra más sólida de este segundo grupo, Margin Call (Id, 2011) (Nota bene: De hecho, Chandor ilustra bien cómo la crisis económica también ha nutrido y sigue nutriendo las temáticas y argumentos del cine americano desde la metáfora: sus otras dos obras hasta la fecha, Cuando todo está perdido (All Is Lost, 2013) y El año más violento (A Most Violent Year, 2015) participan, de un modo distinto pero cierto, de esas metáforas).

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El encaje, en semejante mosaico, de la propuesta que firma Adam McKay, La gran apuesta (The Big Short, 2015), es complicado: se ubica in media res, una obra de cierta pretensión incalificable pero que, al mismo tiempo, juega a los dos espectros antes referidos. El guion, firmado por el propio McKay junto a Charles Randolph, toma como punto de partida un libro homónimo (en España, The Big Short: Dentro de la máquina del Juicio Final, 2010) de Michael Lewis, escritor estadounidense de no ficción y especializado en periodismo económico al que el cinéfilo quizá recuerde por haber escrito Moneyball (2003), el libro adaptado por Steven Zaillian y Aaron Sorkin en el filme homónimo dirigido por Bennett Miller en 2011. Lewis, en su libro, focaliza su atención en la burbuja inmobiliaria y las hipotecas subprime, y relata cómo diversos inversores apostaron por el aseguramiento de los créditos mediante el credit default swap y otros productos al vaticinar lo que terminó pasando. Los personajes descritos por Lewis en su libro, asesores financieros o gestores de inversión tomados de la vida real y a quienes en el filme dan vida Christian Bale, Steve Carell, Ryan Gosling, John Magaro, Finn Wittrock, Brad Pitt, Hamish Linklater, Rafe Spall o Jeremy Strong, entre otros, funcionan como hilo conductor para una determinada, especializada narración (y juicio) sobre las causas (más que los responsables) de la situación financiera que llegó al blackout en 2008. Con semejante punto de partida de esta película, las posibilidades eran diversas, y McKay (y Randolph) sorprende(n) con la determinada focalización por la que han apostado, demasiado radical en su fidelidad al sustrato periodístico para admitir los términos de dramatización, pero según una graduación formal de la que no resulta un documental en su definición convencional (la aplicable a The Inside Job o La doctrina del shock, por ejemplo).

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La gracia del asunto son las perspectivas bastante erróneas que lícitamente pueden llevar al espectador poco avisado al desconcierto. Adam McKay es un cineasta forjado en la cantera del Saturday Night Live y asociado con la comedia sin género de dudas. El título del filme, y en ciertos aspectos su promoción, invitan a pensar en una comedia de robos, por mucho que se aplique a los tiempos y coyunturas que corren. Y McKay no da gato por liebre, porque la tonalidad del relato es por lo general desenfadada, pero quizá deberíamos más bien precisar que es desapasionada. Catalogar como comedia La gran apuesta resulta problemático, entre otras cosas porque no hace gracia, pero, más importante, porque carece absolutamente de una trama convencional, pues son pocas –e incluso gratuitas en diversos casos– las servidumbres a la edificación de un personajes según las reglas de lo dramático. Esos personajes danzan al diktat de una crónica objetivista, rigurosa en su desarrollo cronológico, que hace un esfuerzo de balance entre los avatares de los personajes siempre según la regla prioritaria, insobornable, de intentar explicar los mecanismos financieros, no de explicar las motivaciones según la ciencia del drama (o la comedia, que en este caso sería la hipérbole cáustica del mismo concepto). El cineasta juega a conceder la voz over a  un personaje tan o tan poco relevante como el resto (que, como afirma al final, “nadie dijo que fuera el héroe de esta historia”), y utiliza ardides diversos, como el recurso a explicaciones plain and simple de conceptos de jerga económica por parte de celebridades que comparecen un instante para hablarle a la cámara y desaparecer acto seguido. El experimento formal es atrevido, chocante, interesante.

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Quizá la presencia de Brad Pitt en el entramado creativo del filme (no hablo de su actuación, brevísima, sino de su papel como productor ejecutivo) nos dé pistas, o permita asociaciones sobre los antecedentes en los que se sustenta el invento fílmico en cuestión. Aunque en ningún lugar he leído al respecto, se me hace evidente la alargada sombra de los docudramas firmados en tareas de dirección y/o producción por Steven Soderbergh como caldo de cultivo para la narrativa probada aquí. Filmes como Traffic (2000), Syriana (Stephen Gaghan, 2005), Buenas noches y buena suerte (George Clooney, 2005), el díptico sobre el Che Guevara (2008), Contagio (Contagion, 2011) o, muy significativamente, ¡El soplón! (The Informant!, 2009) se erigen en experimentos ficcionales, en mayor o menor medida a caballo entre la crónica vía docudrama y un sampleado de ficción, que tienen mucho que ver con lo que Adam McKay nos ofrece en The Big Short. Pero a esas señas, ancladas a una cierta mirada posmoderna de la que sin duda el filme que nos ocupa participa, se le debe añadir otro título, de bien distinta procedencia, que también es larga sombra en la que se cobija McKay: hablo de la simpar El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, Martin Scorsese, 2014), que no era una crónica sobre la crisis financiera actual –razón por la que no aparece en el listado del inicio de esta reseña– pero que utilizaba una crónica sobre los desmanes en Wall Street en los años ochenta para ofrecer un espejo deformante bien pertinente sobre ella, la lección del pasado (pues narraba otra historia verídica) para ayudar a comprender la coyuntura económica presente. Scorsese nos entregó una monumental ópera bufa a la que McKay ni siquiera aspira a acercarse, pero que le ha dotado de determinados registros y mecanismos descriptivos en la escenificación desapasionada, aquí más densa, que le interesa trasladar al lector.

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Lo cierto es que La gran apuesta deja al final un buen regusto, la sensación de que conforme el tiempo va pasando resulta más plausible hallar películas que se adentren con valentía en el fatídico marasmo de la crisis económica que hoy pagamos, aunque para hacerlo, regresando a lo referido al inicio, tengan que recurrir a fórmulas menos estandarizadas de narración hollywoodiense, con un pie y una apuesta fuerte por lo documental. Sin embargo, tras el agotador desfile de datos, subsisten ciertas dudas de la necesidad del experimento. Por ejemplo, como afirma Sergi Sánchez, “El guion intenta humanizar a los personajes -la sociopatía y el ojo de cristal de Bale, la tragedia personal de Carell- pero son apuntes añadidos con calzador y engullidos por tecnicismos que, como el muro de sonido de un tema de rock progresivo, impiden ver el bosque del asunto.” Quizá la película depende demasiado del bullicio en el que termina fundiendo los conceptos que intenta glosar, confundidos/sumergidos en el bullicio del montaje. O quizá, y eso ya es una opinión personal, por lícito que resulte es quizá innecesario intentar hacer la-película-que-nos-haga-comprender-de-una-vez-por-todas-la-crisis-económica. La obsesión, transformada en empeño fílmico peculiar (y complejo, sin dudas), es encomiable; pero me quedo con sus razones de ser para proponer la reflexión sobre dos ítems complementarios: 1/ Quizá no es el cine el que tenga que darnos todas las respuestas a los interrogantes del mundo en que vivimos, al menos en dos horas de compresión. Y 2/ La ciudadanía aún no comprende muchas circunstancias relacionadas con las razones de la crisis, teniendo, al final, que reducir las conclusiones a silogismos básicos: la codicia y absoluta falta de escrúpulos de bancos y entidades de rating que los legitimaban, etc; si eso sucede, como reza el aforismo, estamos condenados a repetir los errores del pasado. Y esta última tesis sí queda clara al final de La gran apuesta, pues comparece (o es fácilmente deducible) en el último de sus rótulos de salida.

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Spotlight

Director: Tom McCarthy

Guión: Tom McCarthy y Josh Singer

Intérpretes: Mark Ruffalo, Michael Keaton, Rachel McAdams, Liev Schreiber, John Slattery, Stanley Tucci, Brian d’Arcy James, Gene Amoroso, Billy Crudup, Elena Wohl, Doug Murray, Sharon McFarlane, Jamey Sheridan, Neal Huff, Robert B. Kennedy, Duane Murray, Brian Chamberlain, Michael Cyril Creighton, Paul Guilfoyle, Michael Countryman

Música: Howard Shore

Fotografía: Masanobu Takayanagi

EEUU. 2015. 119 minutos

 

(Atreverse a abrir) La caja de los truenos

Estrenadas con pocos meses de diferencia, las semejanzas y diferencias entre La verdad (Truth, James Vanderbilt, 2015) y Spotlight ilustran bien la diferencia entre una película que habla sobre periodismo, caso del primer título citado, y una película periodística, que es la que nos ocupa. Ambas son obras políticas, pues a través de sus tramas exponen una determinada visión de lo que podríamos llamar “el estado de las cosas”, pero sus argumentarios disienten en la definición de drama. Ambas se centran en el día a día de investigación periodística, ambas están protagonizadas por un grupo de reporteros o periodistas (aunque unos sean una productora televisiva y otros redactores de un periódico, el Boston Globe), ambas dramatizan acontecimientos reales, y éstos tienen que ver con noticias de alcance y trascendencia en la opinión pública (aunque sin duda lo que nos narra Spotlight, cómo ese equipo de reporteros del Boston Globe llegó a destapar los escándalos de pederastia cometidos durante décadas por curas del estado de Massachussets, resulta de mayor relevancia que los antecedentes biográficos de George W. Bush referidos en Truth). Pero si en la muy recomendable La verdad el drama se centraba en buena medida en los periodistas, especialmente la jefe de producción encarnada por Cate Blanchett, sometida al escarnio público por cuestionamientos dudosos sobre ética periodística, en Spotlight los cuatro personajes centrales del relato –ese equipo investigador, al que dan vida con convicción Michael Keaton, Mark Ruffalo, Rachel McAdams y John Slattery, el primero especialmente inspirado– no le roban nunca el protagonismo al objeto de su investigación, de forma parecida a lo planteado en Todos los hombres del presidente (All the President’s Men, Alan J. Pakula, 1975) o, aunque más matizable, JFK, caso abierto (JKF, Oliver Stone, 1992).

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El aquí guionista-director Thomas McCarthy acoge, en esta su quinta película, esta fórmula inédita en su cine precedente, que hasta la fecha (y a falta de haber visto la comedia The Cobler (2014)) se balanceaba entre enunciados temáticos de trasfondo social y maneras fílmicas asimilables al cine indie industrial en su definición aún vigente. Con Spotlight, McCarthy filma sin duda su obra más redonda al revelarse capaz de avanzar en la misma órbita narrativa precedente (me permito la auto-cita, de la crítica de Win Win, ganamos todos (2011), donde le definía como un realizador sin duda funcional (que es lo mismo que decir limitado, aunque también podría definirse como alérgico al riesgo), que no parece pretender otra cosa que ilustrar sus historias de forma sencilla y fácilmente asible por el espectador medio, en el convencimiento de que es sobre el papel, en el apartado de guión, donde habitan las aspiraciones de toda índole (dramáticas, discursivas, comerciales) de la película, y que por tanto sólo se trata de no malbaratarlas”) pero trocando su mayor o menor inspiración para definir tipologías de personajes por un escrupuloso estudio del funcionamiento de la investigación periodística, una crónica del cómo bien trenzada.

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Vengo a decir que Thomas Mc Carthy vendría a tener en los personajes citados de la película suertes de alter ego de su labor de manufactura de guion, periodística en tanto que basada en la selección y ordenación de información –redacción pensada para ser relatada en imágenes en lugar de leída– para que el espectador penetre en ella, la asimile y quede invitado a una pertinente reflexión en lugar de ser adoctrinado o adoptar una pose pueril, sabia decisión (esa puerilidad brilla por su ausencia más allá de algún breve subrayado dramático y los inevitables rótulos finales) que sorprende hasta cierto punto de este cineasta caracterizado a menudo por su afición a enfatizar quizá en demasía el contenido explícito de las fábulas morales que encontramos en sus relatos. Digamos, en fin, que en este cine periodístico, no sobre lo periodístico, el director ejerce de periodista, y si me permiten la anécdota, McCarthy tras las cámaras es mucho más honesto y valioso periodista de lo que era el personaje que el director-actor encarnaba en la quinta temporada de The Wire, el trepa que trataba de seducir al editor con “apuntes dickensianos” que no eran otra cosa que el eufemismo de una aproximación a la noticia superficial y sensacionalista.

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Sacha Pfeiffer (Rachel McAdams) in a scene from SPOTLIGHT, directed by Tom McCarthy. In cinemas 28 January 2016. An Entertainment One Films release. For more information contact Claire Fromm: cfromm@entonegroup.com

Nada de eso, felizmente, concurre en este viaje al levantamiento del velo de los abusos sexuales a menores cometidos por curas de la zona de Boston. El cineasta se toma a pecho, muy en serio, la radiografía histórica que escoge narrar, y la primera elección (el cine periodístico) encuentra coherencia y sentido en una armónica, muy reseñable, armazón de datos, pero sobre todo, pues hablamos en definitiva de cine, por la destreza en el manejo de la herramienta crucial de Spotlight: el montaje, cuya ejecución corre a cargo de Tom McArdle, fiel escudero de McCarthy en esa faceta técnica, montador de sus cinco películas. Quizá si la labor del realizador en la puesta en escena fuera más brillante, Spotlight sería otra película, que quizá –mera hipótesis, aunque la secuencia-prólogo invita a pensar en ella– hubiera sacado partido a lo geográfico, a Boston como escenario de una verdad incómoda oculta, a lo simbólico que puede ofrecer ese escenario urbano de las miserias que se esconden bajo el palpitar social y cultural (no olvidemos el arraigo de lo católico en la capital de Massachussets). Pero McCarthy es consciente de que ése no es su fuerte, y centra su ambición, como en su cine precedente, en la manufactura de guion, pero aquí, y por eso es su mejor película, en un ensamblado en imágenes muy preciso, que mantiene claras las ideas en exposición y que sostiene un ritmo incorruptible. Como el de un texto bien escrito en un periódico, de esos, menos habituales hoy que ayer, que uno lee con afición porque están bien escritos, por su clarividencia en exponer de forma limpia lo complejo, y esa forma, prudente, certera, logra que el lector se empape del contenido. Spotlight sería un trasunto cinematográfico de esa clase de textos. Y no precisamente de un artículo de opinión, sino de uno de los que ofrecen información objetiva. Pero el mérito no es inferior en este segundo caso, no nos engañemos.

STEVE JOBS

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 Steve Jobs

Director: Danny Boyle

Guion: Aaron Sorkin

Reparto: Michael Fassbender, Kate Winslet, Seth Rogen, Jeff Daniels, Katherine Waterston, Sarah Snook, Michael Stuhlbarg, Perla Haney-Jardine, Adam Shapiro, Jackie Dallas, Makenzie Moss, Afsheen Olyaie, Tina Gilton, Tom O’Reilly, Natalie Stephany Aguilar

Música: Daniel Pemberton

Fotografía: Alwin H. Küchler

EEUU. 2015. 118 minutos

Los pasillos del laberinto

Como creador influyente que es, ya cerca de ser considerado un autor clásico de la narrativa audiovisual contemporánea, a Aaron Sorkin se le define a menudo tirando de tópicos. Y los tópicos, a veces útiles, de mucho recurrir a ellos se vuelven fuente de equívocos cuando no directamente vacuos. Asociamos por ejemplo a Sorkin con esos largos planos en travelling o steadycam que seguían a los actores de la política o del periodismo en sus urgentes conversaciones por los pasillos –El Ala Oeste de la Casa Blanca (The West Wing, 1999-2006) o Studio 60 (2006-2007)–, y, en relación con lo anterior, asumimos que Sorkin es un escritor de diálogos percutantes, algo que asociamos con su inteligencia y capacidad para exponer lo denso a través del dibujo de personajes y la preeminencia de la palabra. Todo ello, por supuesto, también puede ser esgrimido por sus detractores a contrario senso, para decir que Sorkin es un escritor verborreico, y que trufa de palabrería sus ficciones para aparentar esa inteligencia, o para vestir de denso lo que no debería serlo. Sin embargo, el argumento detractor se halla en franca retirada, especialmente desde el prestigio labrado por su libreto de La red social (The Social Network, David Fincher, 2010), y ello a pesar de que, si me apuran, en aquella obra seguía algunas estratagemas de exposición similares, si bien cambiando los pasillos de la Casa Blanca o de un estudio televisivo por los de un campus universitario o una sede judicial.

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En mi opinión, lo más relevante del tópico, lo que lo dota de contenido, es la definición misma de pasillo en esas sus ficciones. Si completamos su filmografía, seguimos encontrando pasillos, de nuevo de la política en  La guerra de Charlie Wilson (Charlie Wilson’s War, Mike Nichols, 2008), o de las instancias burocráticas o administrativas de un equipo de football en Moneyball (Bennett Miller, 2011). Pues bien, para definir esos pasillos debemos pensar a dónde nos dirigen. Y nos dirigen a dos lugares distintos: uno, vis interna, a la realización personal o a la capacidad del individuo para dar lo mejor de sí en situaciones delicadas, difíciles o relevantes; el otro, vis externa, al ejercicio del poder, mayoritariamente su gestión, así como la atención a los condicionantes psicológicos de quien asume ese poder en tanto que responsabilidad. Cuando hablamos de poder nos referimos a cómo se ejecutan las decisiones en la Casa Blanca, en los mass media y estadios periodísticos, en las entrañas económicas de un club de fútbol o, en el caso más mediado de todos, en la definición de los usos y relaciones sociales a través de internet. Sorkin defiende la importancia de los pasillos y de las decisiones que en ellas se toman, que son las que después tienen trascendencia en lo público, en el devenir del funcionamiento de la política, de la sociedad y de la cultura. Pero la radiografía de lo que sucede en esos pasillos no es complaciente –ni siquiera cuando se viste de ideales, como en The West Wing–, sino definida por sus muchas aristas, complejidades, a veces errores de cálculo, y otra simplemente asunciones de riesgos, que el azar puede convertir en éxito o fracaso. Los personajes de Sorkin, a quienes nos invita a contemplar en esos pasillos, pueden ser personajes de relevancia pública o que se esconden bajo otros –el director deportivo que Brad Pitt encarna en Moneyball, o de nuevo el gabinete de asesores de la presidencia en El ala oeste de la Casa Blanca–, pero a Sorkin le apasiona diseccionar su individualidad, una individualidad en la que se confrontan las ideas con los avatares personales, siendo los resultados, la gestión del Poder que dan lugar sus decisiones, fruto de la tensión entre lo uno como de lo otro. Es, de tal modo, un viaje de lo íntimo a lo externo, o más bien el afán de sacar a la luz eso íntimo que cuando cobra relevancia pública ya está decidido, consumado.

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De eso es de lo que habla Aaron Sorkin. También aquí, en Steve Jobs, filme dividido en tres partes bien diferenciadas, y que propone un retrato del fundador de Apple a través de esos tres momentos muy concretos que se corresponden con la presentación en público de tres jalones importantes de su trayectoria empresarial: el primero, 1984, con el lanzamiento del Macintosh; el segundo, 1988, con su proyecto de ordenador para fines docentes Next; y el último, en 1998, su regreso a Apple para el desarrollo del iMac. De tal modo, la definición de los pasillos halla ya una deriva abstracta en esta obra, una razón de ser narrativa esencial –pues todo discurre en ellos, y se deja en elipsis lo que antecede y, especialmente, lo que sucede–, pues Sorkin pone al biografiado en el preciso momento que, de puertas afuera, precede a lo culminante sólo para revelarnos lo que, de puertas adentro, es culminante. Sólo por eso, por esa elección formal, que desprecia subrayar lo que ha quedado para la historia en el bienentendido que ya lo sabemos –esa función la cumplen, en todo caso, las transiciones entre cada una de esas partes–, deberíamos considerar Steve Jobs como una pieza crucial en la filmografía de Sorkin, el resultado de una evolución creativa, de un apoderamiento suficiente capaz de arrastrar a la lógica cinematográfica ciertas pautas de estructura teatrales sólo para poner más énfasis (un énfasis radical) a un determinado prisma analítico, que es el que preside su discurso.

'Steve Jobs' film - 2015

No Merchandising. Editorial Use Only. No Book Cover Usage Mandatory Credit: Photo by Francois Duhamel/REX Shutterstock (5225575b) ‘Steve Jobs’ film – Kate Winslet, Michael Fassbender ‘Steve Jobs’ film – 2015

Se ha dicho que la presente obra vendría a formar una especie de tríptico junto a La red social y Moneyball. Ciertamente, las tres hablan de individuos que han dejado una impronta gracias a apostar fuertemente por una idea. Sucede a quien esto firma, sin embargo, que a diferencia de Bennett Miller y David Fincher, cineastas que admiro, no siento devoción por las maneras de Danny Boyle, director que, por otro lado es indudable, deja su huella en el cómo se narra, tanto en estrategias de puesta en escena como de montaje y que, por tanto, como Miller o Fincher, confiere a través de esas estrategias narrativas una determinada atmósfera, unos matices al tono ya definido por el guion, razón por la que Steve Jobs también debe considerarse de su coautoría. Sin embargo, opino que si Fincher o Miller invitan a la reflexión merced de un tono a veces áspero y a menudo introspectivo, Boyle busca en la clase de estilización que destilan sus ejecuciones visuales un pacto más inmediato con el espectador, más superficial, probablemente por la sensación de urgencia que las imágenes contagian. A falta de saber lo que nunca sabremos, qué hubieran hecho Fincher o Miller, u otro, con este material guionístico, debe decirse que la labor o mejor dicho el estilo de Boyle no carece de sentido en la apuesta formal radical de Sorkin, y que de hecho esa labor, ese estilo, coadyuva a la brillantez de determinados pasajes, si bien también malbarata un tanto otros por exceso de información visual prescindible o por el recurso a determinados subrayados musicales new age que tienen el efecto contrario a las intenciones introspectivas de Sorkin: canalizan cierta identificación epidérmica.

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Otro tópico asociado tiempo atrás con Sorkin era su mirada idealizada, también patente en la serie periodística The Newsroom (2012-    ). Pero La red social ya venía a cuestionar esa máxima –al fin y al cabo revelaba la gran ironía que se esconde tras el fenómeno de las redes sociales: los complejos neuróticos de un nerd–. En Steve Jobs sucede algo parecido: los pasillos también son laberintos, metáfora que tanto Sorkin en la escritura como Boyle en el despacho visual defienden de un modo elocuente especialmente en los dos primeros de los tres episodios del relato, abriendo y cerrando puertas, accediendo y abandonando lugares que son improvisadas citas con rincones de la personalidad del personaje –ello desgranado a través de los personajes con quienes se carea: la madre de su hija e hija, su sufrida asistenta personal, sus socios o colaboradores, el CEO de Apple…–, en un ir y venir caótico en lo personal, que, como tesis nos deja la paradoja de ese descontrol de su propia vida que Jobs, para preguntarse (y dejar sin respuesta la pregunta) si Jobs logró lo que logró precisamente por ser un workaholic amén de un visionario, por tanto pagando el precio de abandonar las facetas de las relaciones humanas, o, si, al contrario, sólo teniendo ese perfil más bien misántropo y carente de escrúpulos en lo personal puede uno alcanzar proezas empresariales (o, si tensamos la definición, erigirse en una especie de superhombre nietzschiano, a lo que para muchos se acercaría Jobs si trasladáramos las tesis del filósofo a la existencia y experiencia del cambio de milenio). Es una excelente tesis fruto de una labor de construcción de personajes y unos diálogos magníficamente escritos e interpretados, cuya precisión (y belleza) radica en buena medida  en el sentido cambiante que cobran en las tres diferentes épocas que cubren. No en vano, el pasado visita al presente literalmente a través de algunos flashbacks, alguno especialmente inspirado que se resuelve por montaje paralelo pasado-presente, evidencia de esa dialéctica, esa condición de puzle de la película. Un puzle apasionante desde su propia formulación, y relevante en su estudio, como hemos dicho poliédrico y nada complaciente, sobre un personaje totémico de la era de las comunicaciones en la que nos hallamos instalados.