Marilyn en el laberinto
Marilyn Monroe es, opinablemente, la mujer más célebre del siglo XX, razón por la cual su (tormentosa) biografía ha sido objeto de mil análisis y representaciones. Además un auténtico icono del cine de Hollywood, indagar en la historia de Norma Jean, Marilyn, es bucear entre las claves del acervo cultural del siglo pasado. Casi sesenta años después de su muerte, y a la luz de lo que nos propone Blonde, esos paradigmas, ese interés analítico sigue perfectamente vigente. Lo que Andrew Dominik, director y guionista del filme, propone en 2022, y cuyo sustrato se halla en la biografía literaria publicada en el año 2000 por Joyce Carol Oates, conecta en realidad de forma bastante directa con un texto mucho más lejano de Norman Mailer, Marilyn: A Biography, excesivo y a menudo brillante, como todos los del escritor y ensayista, y que proponía, ya en 1973, esto es menos de una década después de la desaparición de la actriz, una aproximación biográfica de pretensiones psicoanalíticas a partir de las cuales reflexionar sobre el lugar de ese icono sexy en el imaginario pop de la época y confrontarlo con un acervo vital y sentimental marcado por el trauma, la vulnerabilidad y el dolor.
Han pasado ya muchos años de la publicación del texto de Mailer, y algunos de la biografía de Oates, pero Blonde insiste, de principio a fin, en esa radiografía vital que, principalmente, contrasta lo refulgente de la vida pública con los demonios sempiternos de la vida privada. El cine (aunque sea para televisión, patrones estéticos de Netflix) es otro lenguaje que el literario, y la lectura (al fin y al cabo ideológica) del filme de Dominik acaba haciendo gráfica esa dicotomía público-privado en un relato rayano en la crónica del döppelganger o doble, algo subrayado por la constante yuxtaposición entre filmación en (contrastadísimo) blanco y negro y en un color pálido, apastelado. Tan asumida tiene esa vocación de enfrentar lo que Marilyn significó para el público y lo que Norma Jean asumió como equipaje de vida que, a la postre, la (cargadísima) atmósfera de la película se dirime entre el aliento melodramático y no pocas fugas cercanas al puro horror (sin ir más lejos, todas las secuencias referidas a la infancia de Norma Jean).
No son pocos los momentos memorables de Blonde en términos estrictamente visuales. Dominik, cineasta cuya vocación de director de piezas de cámara ya quedaba en evidencia en la fantasmagoría en que convertía el tablero western de El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, estructura el relato como una sucesión de set-piéces de aliento marcadamente subjetivo, que lo edifica todo desde la mirada de la actriz que encarna Ana de Armas y que, incluso cuando compone un exterior, lo hace siempre en abstracto (y a menudo temible), como es el caso de los focos y luces cegadoras de las fotografías, ese plano que se abre desde el rostro de la actriz para mostrar infinidad de rostros en la platea de un cine, o la imagen multitudinaria ad infinitum que, en un espectacular plano picado, circunda a la actriz en la filmación de la más celebérrima secuencia de La tentación vive arriba.
A decir verdad, la gran virtud de Dominik no reside en la elucubración de un molde narrativo rompedor: sus estrategias formales recuerdan muy poderosamente el cine de Terence Malik o el aparente impresionismo de las women picture de Pablo Larrain, especialmente la reciente Diana. No, lo que hace de Blonde una poderosa experiencia cinematográfica, más allá de la exquisitez, a menudo auténtica virguería visual, de sus soluciones aisladas, es la capacidad de Dominik para sintetizar en imágenes, partiendo de los rastros de realidad/representación que el público puede reconocer (el mimetismo buscado en la elección de la actriz protagonista y las constantes referencias a imágenes y vestuarios de Marilyn que se recuerdan por sesiones fotográficas o archivos ampliamente difundidos), todo ese poso psicoanalítico heredero de lo literario citado en el primer párrafo, para casar un texto bastante hermético en imágenes que, si debemos parangonar con referentes, quizá se me ocurriría el Lars Von Trier de Anticristo o Nymphomaniac, y que nos habla, de constante, de la obsesión por un padre ausente, la presencia y posterior pérdida de una madre enajenada y maltratadora y los espejos deformantes de semejantes traumas en la vida adulta del personaje, principalmente focalizados en el elemento categórico de la celebridad de Marilyn: su sexualidad, resuelta como una obsesiva máscara, como un laberinto sin salida para sus aspiraciones sentimentales y, llamativamente, como barrera de una maternidad entendida como una catarsis inalcanzable.
Quisiera comentar, por último, un aspecto que en realidad trasciende los méritos de la película y que tiene más que ver con el contexto. El estreno en Netflix de Blonde vino acompañado de incesantes muestras de amor-odio por el filme en las redes, y no pocos artículos periodísticos que, dejando un poco de lado el análisis estrictamente fílmico de la obra, se adentraron en cuestiones relacionadas con el feminismo o el retrato de una mujer según los paradigmas (y correcciones políticas) de los tiempos actuales. Estoy hablando, en una palabra, de polémica, una polémica que, desde siempre, ha sido un aliento importante del éxito de una obra (Andy Warhol ya lo decía: no hay una buena o una mala fama; solo hay fama), pero que, en los tiempos de la mal llamada democratización de la información ha ganado enteros hasta, a menudo, absorber del todo los considerandos cinematográficos. La dinámica, tan exagerada y a la postre líquida, en la reacción periodística e internauta de la película, como enésimo ejemplo de una práctica bastante habitual, deberían invitarnos a reflexionar sobre si, en estos tiempos en los que la interacción (¿imposible?) del receptor de una obra con su responsable alcanza semejante crispación y arbitrariedad, quizá no sería pertinente que empezáramos a hablar de un nuevo género, quizá el primer género netamente extracinematográfico, el de “la película polémica”, que es, por supuesto, un género transversal a los géneros (y no diré “transgénero”, que sería políticamente imperdonable). Si uno (¡o una!) efectúa un pequeño esfuerzo de perspectiva, de ver la tramoya que esconde toda esa crispación e inflamados debates, quizá se acerque a la irónica conclusión de que, al final, toda esa tramoya se mueve en idéntica superficie que la que, hace más de medio siglo, encumbró a Marilyn Monroe como el animal sexual de más alto voltaje del mundo.