SE INTERPONE UN HOMBRE

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La alargada sombra

Cuán alargada es la sombra de El tercer hombre (1949) planea de principio a fin en las imágenes de esta, por otra parte estupenda, película de Carol Reed. Está la premisa, que si no fuera por el sexo de la protagonista, Susanne (Claire Bloom), sería perfectamente intercambiable con la del filme citado (el personaje encarnado por Joseph Cotten), pues de nuevo se trata de una advenediza en un lugar extraño, con sus propias y esquinadas reglas ocultas, y es objeto del relato el levantamiento de ese velo. Aquí las heridas de la guerra ya se engarzan con el advenimiento de la Guerra Fría, y es Berlín en lugar de Viena, pero ese escenario es igual de fundamental en el todo narrativo como en El tercer hombre; diríase que aquí la fotografía (firmada por Desmond Dickinson en lugar de Robert Krasker) apaisa una mayor intención documental (el constante énfasis visual a los edificios en ruinas, callejuelas, divisorias), en detrimento de ese cierto hálito de misterio que caracterizó el filme realizado tres años antes, sin que ello perjudique la impronta de Reed (de hecho ya muy patente en Larga es la noche (1947)) y su gusto por los planos oblicuos y esa pátina luminosa enrarecida, muy plástica, que le arranca a las secuencias nocturnas y que algo tiene de espectral. Last but not least, las semejanzas también tienen que ver con la importancia y el carisma de un actor de peso que sostiene la intriga, las dudas, el misterio: allí era Orson Welles, el mítico Harry Lime imaginado por Graham Greene, y aquí el tratante que procede del sector este de Berlín a quien da vida un, como siempre superlativo, James Mason, repitiendo con Reed tras la citada Larga es la noche.

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El guion de Harry Kurnitz (según un relato de Eric Linklater) no alcanza las sutilezas constantes ni la perspicacia tan y tan magnética en los diálogos que el maestro Greene supo insuflar a El tercer hombre, pero es un relato sólido, bien construido, que las imágenes que urde Reed interiorizan a la perfección para edificar lo atmosférico desde el mismísimo arranque, a través del constante recurso a lo subjetivo, las circunstancias extrañas que Suzanne va contemplando bajo la apariencia plácida de su relación con su cuñada, que le hace de anfitriona, Bettina (Hildegard Knef), suspicacias que se irán desatando, lento pero seguro, a partir del momento en el que Ivo Kern (Mason) comparezca en el relato. La película tampoco tiene esa capacidad, tan pasmosa en El tercer hombre (de nuevo Greene), de relatar lo enrevesado de una forma tan gráfica y atractiva que facilita que el espectador participe de principio a fin. Aquí, los conflictos, idas y venidas y motivaciones, terminan siendo más difusos, pero eso no perjudica la película, porque precisamente esas líneas de grises en lo aparente (sobre todo en el tercio final del relato) aprovechan, de forma muy astuta, la ambigüedad en torno a la figura de Ivo, que sabemos que es un superviviente y que ha cometido actos ilícitos, pero también un personaje que resiste, un héroe trágico, que la película filtra según la mirada embelesada de Susanne.

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Es en ese último tercio del relato, en la huida de Ivo y Susanne por entre espacios laberínticos y en ruinas del sector este de Berlín, y con esa parada lenitiva, redentora, en un piso en el que se ocultan, donde el filme exprime a fondo su potencia expresiva y va definiendo las líneas de una tesis que se materializa de forma seca en un cierre del filme que nos recuerda poderosamente al de Larga es la noche, de hecho afinando incluso la caracterización que de los protagonistas en las dos películas efectúa el mismo actor, Mason (por cierto, aquí brillante en su trabajo con la dicción, ese acento germánico con el que le habla en inglés a su partenaire), y que nos escatima, por implacable, incluso el apunte romántico con el que de algún modo Larga es la noche lograba barnizar lo trágico. Con esa summa de motivos de sus anteriores obras, pero afinadas a su escenario de piezas mucho más desgajadas, Se interpone un hombre (excelente título) termina hablando con voz queda, con una urgencia no exenta de melancolía (la poética asociada al niño que ayuda a Ivo, por ejemplo), de la aniquilación sistemática de los sueños y esperanzas que trae de suyo no ya la guerra, sino también sus secuelas. En este caso, el de Berlín, unas que fueron irreversibles y se fueron enquistando durante décadas, hasta la caída del muro.

LARGA ES LA NOCHE

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Sombras de la ciudad

Desconozco la novela de Frederick Green en la que se basa esta extraordinaria Larga es la noche (1947), pero se hace bastante evidente que su objeto, su prioridad, es la denuncia de un estado de cosas político en Irlanda, esto es la evidencia de una coda de violencia inane y muy perniciosa para la población que, verbalizado al inicio del filme en boca de su protagonista, James Mason, “debería discutirse en el Parlamento, y no en las calles”. Que el filme se ubique en una ciudad innominada y con una organización (así la llaman, “Organización”, en lugar de referirse a la IRA) igualmente innominada no hace más que enfatizar, desde una abstracción, esos propósitos. E igualmente está el énfasis en el paisanaje de la ciudad, en equilibrado balance con los personajes principales del relato, desde el cochero hasta el vividor de baja estofa, desde las dos señoras con las mejores intenciones al pintor loco y borracho, desde los niños que juegan en la calle a los dependientes de un bar de copas, sin olvidarnos de un párroco (el elemento religioso, católico), todos ellos personajes transitorios pero que van sosteniendo el relato de ese acontecer en la noche interminable y fatídica del título. Sin embargo, como pasa con todas las obras maestras, si esa denuncia puesta en primer término funciona a la perfección –realista, descarnada, y, encima, con un cierre trágico que lo llena todo de resonancias románticas–, el filme funciona a muchos otros y absorbentes niveles que hacen del visionado de la obra una experiencia dramática de primer orden.

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También se hace evidente, desde muy al inicio, cuál es la clave que sostiene el mejor cine de denuncia social: la caracterización y el estudio psicológico de los personajes: conocemos a Johnnie (Mason), el lider de la organización, conversando con el resto de los miembros de su, llamémosle, comando antes de llevar a cabo el golpe que sirve de premisa del relato, un robo en una fábrica téxtil, y en esa breve conversación nos familiarizamos con la situación frágil en la que se halla el personaje (pasó años encerrado en la cárcel y después ha estado oculto en una casa, razones que quizá hacen poco aconsejable que, de repente, se lance a las calles para, además, perpetrar un golpe, como así se lo hace notar su ayudante), así como con las reticencias de la chica en cuya casa se halla refugiado, Kathleen (Kathleen Ryan), quien está enamorada de él. Todos esos datos son importantes para comprender, en la secuencia de choque –precedida de unos planos subjetivos en los que vemos a Johnnie sentir ciertos accesos de vértigo, nervios, en el trayecto hacia la fábrica–, las razones por las que el líder de la organización no actúa con la debida diligencia y, por mor de sus titubeos, acaba entrampado en un enfrentamiento cuerpo a cuerpo de fatales consecuencias (mata al hombre que trata de retenerle y, a la vez, es herido en el brazo), pero también funciona como metáfora o espejo colectivo, Johnny como ejemplo al límite, fatídico, de una realidad social: en qué situación frágil se halla la ciudadanía, ese paisanaje antes aludido, qué reacciones provoca (los niños, por ejemplo) y repercusiones a todos los niveles tiene ese enfrentamiento entre las fuerzas vivas de la ciudad.

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Tras la presentación y la secuencia de choque, el filme nos aboca a esa larga noche que el inspirado título en castellano refiere, y que la película plantea como un angustioso run for cover imposible en un escenario urbano cada vez más inclemente (de las calles anochecidas, silentes, con puertas que se cierran, al agravio de la lluvia y, al final, el de la nieve gélida) por el que el antihéroe protagonista transita en su via crucis interminable (de un viejo refugio antiaéreo a las frías calles, una breve e interrupta parada en una casa, la ocultación en un coche de caballos, el sueño en un cementerio, las últimas resistencias en un reservado de un bar de copas). El filme, como antes se anotaba, balancea ese deambular desnortado, noqueado, de Johnny con las reacciones de quienes se cruzan en su camino, en una muy inspirada trabazón de motivos y contexto que sigue los pasos de los compinches de Johnny, de Kathleen en su desesperada búsqueda y del jefe de policía que dirige el pursuit, y a su vez se detiene en el resto de personajes que de forma episódica se cruzarán con el protagonista, en un devenir de las cosas que algo tiene de descensus ad inferos, o al menos de cartografía narrativa cada vez más difusa, obtusa, extraña, disoluta: de la casa de dos mujeres que pretenden sanar a Johnny al edificio desvencijado donde viven los tres buscavidas, hasta desaguar el relato con los dos protagonistas acorralados en un encuadre que nos deja ver, tras la reja que no pueden rebasar, lo posible: la huida materializada en un barco que se hace a la mar…

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La película, realizada poco después de la finalización de la Segunda Guerra Mundial, lleva en su misma entraña una esencia lánguida, triste, incluso malditista, que le confiere a la obra un tono muy determinado y muy efectivo para alojar su discurso. Junto a ello, cautiva un portentoso rigor narrativo, una construcción atmosférica excelente que hace balance entre lo particular y lo general de forma inmejorable. Viendo el filme y acariciando esa trama que tiene muchos aspectos intercambiables con el del relato de un falso culpable, uno piensa a menudo en las concomitancias y diferencias de la obra con el universo hitchcockiano, comparación que se resuelve por el peso de esas balanzas que, con suma precisión, maneja Carol Reed: la intriga, la crónica del sufrimiento y lo laberíntico atraviesan el completo relato, pero, a diferencia de Hitchcock, en Larga es la noche la mirada del cineasta es consciente de que hay un espacio de individualidad, de adentrarse en el acervo psicológico, que no debe franquear para que la mirada del espectador se pose en el contexto. A veces roza esa introspección de máximos (la secuencia del registro en la casa, con Kathleen y la anciana escondiendo un arma al someterse al interrogatorio del inspector, o aquella otra que discurre en la casa de las dos mujeres que quieren auxiliar a Johnnie hasta que descubren su identidad, por ejemplo), pero Reed siempre termina centrifugando ese tono hacia lo externo, hacia lo ambiental, haciendo buenas sus intenciones/elecciones y llevándolas hasta sus últimas consecuencias (el tan triste como casi elíptico y bellísimo cierre de la película). Es la mesura insobornable del mejor cine clásico.