EXTRAÑA CONFESION

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Tormenta de verano

En los anales a menudo se la recuerda como la obra que cambió las señas características de los personajes encarnados por Linda Darnell, aquí en las pieles de Olga Kuzminichna Urbenin, la guapísima campesina casada con un capataz y de la que un conde alcohólico y pusilánime, Volski (Edward Everett Horton), y el juez de paz Fedor Petroff (George Sanders) se enamoran perdidamente. Sin embargo, esta estupenda Extraña confesión (que tiene un sugerente título original, Summer Storm) reclama principalmente su valor como adaptación de Un drama de caza, la única novela que Antón Chéjov (1860-1904), el más célebre dramaturgo ruso y maestro incontestable del relato, llegó a publicar (lo hizo por entregas, entre 1884 y 1885), y que, principalmente por razones de complejidad estructural, está consagrada como relato de absoluta referencia en la vertiente psicológica del género policiaco.

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Aunque la adaptación firmada por Michael O’Hara y Rowland Leigh (participada por el propio Sirk y por Robert Thoeren) simplifica los términos narrativos, no sacrifica el desarrollo en flashback o, más preciso, la lectura por parte de una periodista y ex prometida de Petroff de una confesión que ha llegado a la redacción de su periódico, estructura que prefigura el tono desangelado, en deriva a lo trágico, que termina caracterizando a la obra así como los términos de pura reflexión sobre el mal que pespuntea. Sirk, que, por formación y estilo era indudablemente un director idóneo para poner en imágenes tan alambicado y poco convencional relato, articula una ecuación formal capaz de simplificar lo complejo, fiando buena parte de la efectividad dramática en unos actores en estado de gracia, pero también dosificando el drama con sensibilidad, imágenes sugestivas, de tenue sugerencia, para amplificar las constancias de los elementos de choque (el amor desaforado, los excesos de la aristocracia, el asesinato, las injusticias) sobre los que pivota el relato.

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El elemento psicológico es, para el cineasta, prioritario al otro tema que se inscribe fuertemente en la novela, el del ambiente que prefigura la decadencia moral de la sociedad rusa prerrevolucionaria; tema que no obstante no obvia, sino que hace pivotar en la excelente caracterización que Everett Horton efectúa del conde Volski, personaje tan dicharachero como caprichoso, a todas luces fuera de la realidad, en la metáfora más amplia de una película cargada de matices. En esa misma metáfora, profundamente literaria y bien replicada en las imágenes nunca superficiales de Summer Storm, la realidad agrede, quema, al juez de paz que se entrampa entre su deseo de mantener el orden de las cosas y el propio estatus y esa deriva, indudablemente vertiginosa y destructiva, de la pasión desatada hacia la campesina que encarna Darnell. En su desarrollo escenográfico, Sirk lleva a las últimas consecuencias visuales la gran tragedia que representa desde el detalle sui generis, prefigurando, aunque falte una década para alcanzarlas, las estrategias que iban a dominar su depuración estilística en los melodramas de la Universal. Así, por ejemplo, la imagen de Fedor contemplando desde el  patio a Olga, junto a una estatua; la figura del personaje encarnado por Sanders adentrándose entre la niebla en una iglesia o ese movimiento de cámara en el que Fedor, tocando el violín en una fiesta, se enfrenta a su reflejo en el espejo (¡sí, los espejos de Sirk!) y, súbitamente contrariado, lanza el violín contra ese reflejo.

ESCÁNDALO EN PARIS/EL ASESINO POETA

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Me ha apetecido agrupar, o comentar conjuntamente, estas dos películas  consecutivas de Douglas Sirk, filmadas en 1946 (Escándalo en Paris) y 1947 (El asesino poeta). Teniendo en cuenta que ambas cuentan con la participación destacada de un carismático George Sanders, uno estaría tentado de añadir al análisis un tercer y previo título, Extraña confesión (1944), que no obstante he optado por glosar en otro lugar por considerar que existen ciertas diferencias de partida (el material noble literario que se adapta) y coyunturales (el primer filme en Hollywood de Sirk tras su “aterrizaje” en el expeditivo rodaje de Hitler’s Madman, 1943, amén de un proyecto largamente acariciado por el cineasta). Vaya por delante que las dos son muy buenas películas. De forma complementaria, o con ciertos matices, Sirk despliega en ellas su sapiencia narrativa, un esmero formal que puede calificarse de estilización (en grado máximo), pero que a mí me parece una definición limitada, pues hay en esa estilización una capacidad para ahondar en un determinado tono narrativo, en el perfil psicológico, en el calado narrativo; la clase de ingredientes y de fertilidad narrativa, en fin, que caracteriza a Sirk y que, en lo concreto, menos de una década después se plasmará en y dotará de idiosincrasia, y singular belleza, a los célebres melodramas filmados en la Universal.

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En el caso de Escándalo en París, que parte de una especie de biografía del legendario ladrón del siglo XVIII, François Eugène Vidocq,  el muy atinado guion firmado por Ellis St Joseph despliega las piezas de una comedia perfectamente engrasada; Sanders, con su elegancia, planta y pose flemática, caracteriza a la perfección al personaje; diversas peripecias, juegos de equívocos y gadgets situacionales confieren al relato tanta electricidad como esa coda liviana. Sin embargo, y a través de la descripción de las dos féminas implicadas -que enfrentarán a Vidocq a una serie de avatares que darán por redimirle, como no puede ser de otra forma-, Sirk se adentra, con exuberancia visual, en espacios psicológicos que evidencian un afán narrativo que no se limite a la anécdota. La una, Therese (Signe Hasso), hija del jefe de policía y enamorada de Vidocq, es un personaje más complejo de lo aparente, literalmente desnuda en una primera aparición de Vidocq, muda en diversas sucesivas, y que, mientras muestra su vulnerabilidad, enfrenta al personaje a un conflicto ético que, ay, no está exento de una lectura clasista, detalle evidente para quien quiera verlo; por otra parte, la acidez pero también efervescente glamour (su escena de presentación, un baile en una pantalla que muestra su sombra y que literalmente se incendia) con el que se muestra a Loretta (Carole Landis), parece servir para buscarle algo parecido a un anatema al protagonista, una fémina arribista y audaz como él, pero también, merced de la intervención, patética y de deriva trágica, del personaje de su marido (Gene Lockhart), el relato ensombrece, y por tanto pone en severa cuarentena, el tono liviano aparente.

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En correspondencia con ese oscurecerse el relato en sus premisas, lo hace la iluminación, y uno de los elementos más llamativos del filme es sin duda la apoteosis plástico de ciertas composiciones -pienso por ejemplo en la reunión de burglars en el banco, cuando Vidocq renuncia a su plan de robo- donde brilla la labor del DP Guy Roe y su colaborador no acreditado, nada menos que Eugen Schüftan. En la posterior El asesino poeta, curiosamente, los claroscuros, el cierto rebato expresionista de la iluminación tiene lugar en los primeros compases, en la presentación de un escenario londinense neblinoso, con sombras acechantes en las ventanas, tras una esquina, y, en fin, un clima enrarecido propicio para el relato criminal. (Por cierto, Lured es una de las diversas obras de Sirk que arrancan con un plano que sigue a unos pies que avanzan, metáfora de búsqueda, de urgencia y desconcierto que recorre muchos títulos de su filmografía).

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Aún más allá de Escándalo en París, donde una trama liviana habilitaba pasajes graves,  Sirk se mueve en El asesino poeta en un territorio de tonos desconcertante. En Lured, título original del filme, se narra cómo una joven, Sandra (Lucille Ball) es contratada por Scotland Yard para intentar localizar a un asesino que seduce a mujeres a través de anuncios clasificados y que deja notas de negra ironía literaria, con constantes citas a Baudelaire. Semejante premisa, es cierto, nos ubica en los parámetros del procedural policiaco, pero, en buena parte auxiliado por las carismáticas interpretaciones de Sanders y, muy especialmente, una extraordinaria Lucille Ball, el filme progresa en la plataforma de un juego tonal extraño que el cineasta maneja con absoluto dominio. La trama, generosa en lo episódico, no tarda en enrevesarse, pero el cineasta la sostiene en su esencia: los juegos de equívocos y apariencias, de las que los dos personajes citados participan con intenciones diversas, arrojadas al espejo (literal siempre en Sirk, aquí también, varias veces) de una verdad oscura que comparecerá en los últimos compases, requiebro de tono perfectamente medido que, otra vez, lleva a esos dos personajes al abismo del peligro, la duda y el miedo.

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Volvemos a la noción de la estilización o suma elegancia descriptiva para aventurar alguna clave expresiva subyacente. En la arquitectura argumental, es en realidad fascinante comprobar con qué solvencia Sirk se maneja en una tramoya muy aparatosa, la del pursuit criminal en el que Sandra es llamada a colaborar y el personaje encarnado por Sanders se ve inmiscuido sin saberlo, y en la que además hay episodios que sirven de fuga extravagante (las secuencias protagonizadas por Boris Karloff, especialmente, que en sí contienen una set-piéce memorable desgajada del resto pero que anticipa cómo va a enrarercerse el relato y el foco con el que nos acercaremos al mismo). Pero, el espectador en última instancia lo sabe y Sirk juega con ello de principio a fin, toda esa tramoya habilita el relato convencional de un encuentro romántico, ejerciendo la sucesión de equívocos, encuentros y desencuentros, sospechas y errores como acicates, redobles argumentales extravagantes que no hacen otra cosa que vitaminizar los mimbres de ese encuentro: volviendo a idéntica deriva expresiva a la trabajada en Escándalo en París, Lured arroja a dos personajes a una vulnerabilidad que, al principio, parecía autosuficiencia y que resultará irónicamente clave para culminar el encuentro amoroso.

LARGA ES LA NOCHE

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Sombras de la ciudad

Desconozco la novela de Frederick Green en la que se basa esta extraordinaria Larga es la noche (1947), pero se hace bastante evidente que su objeto, su prioridad, es la denuncia de un estado de cosas político en Irlanda, esto es la evidencia de una coda de violencia inane y muy perniciosa para la población que, verbalizado al inicio del filme en boca de su protagonista, James Mason, “debería discutirse en el Parlamento, y no en las calles”. Que el filme se ubique en una ciudad innominada y con una organización (así la llaman, “Organización”, en lugar de referirse a la IRA) igualmente innominada no hace más que enfatizar, desde una abstracción, esos propósitos. E igualmente está el énfasis en el paisanaje de la ciudad, en equilibrado balance con los personajes principales del relato, desde el cochero hasta el vividor de baja estofa, desde las dos señoras con las mejores intenciones al pintor loco y borracho, desde los niños que juegan en la calle a los dependientes de un bar de copas, sin olvidarnos de un párroco (el elemento religioso, católico), todos ellos personajes transitorios pero que van sosteniendo el relato de ese acontecer en la noche interminable y fatídica del título. Sin embargo, como pasa con todas las obras maestras, si esa denuncia puesta en primer término funciona a la perfección –realista, descarnada, y, encima, con un cierre trágico que lo llena todo de resonancias románticas–, el filme funciona a muchos otros y absorbentes niveles que hacen del visionado de la obra una experiencia dramática de primer orden.

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También se hace evidente, desde muy al inicio, cuál es la clave que sostiene el mejor cine de denuncia social: la caracterización y el estudio psicológico de los personajes: conocemos a Johnnie (Mason), el lider de la organización, conversando con el resto de los miembros de su, llamémosle, comando antes de llevar a cabo el golpe que sirve de premisa del relato, un robo en una fábrica téxtil, y en esa breve conversación nos familiarizamos con la situación frágil en la que se halla el personaje (pasó años encerrado en la cárcel y después ha estado oculto en una casa, razones que quizá hacen poco aconsejable que, de repente, se lance a las calles para, además, perpetrar un golpe, como así se lo hace notar su ayudante), así como con las reticencias de la chica en cuya casa se halla refugiado, Kathleen (Kathleen Ryan), quien está enamorada de él. Todos esos datos son importantes para comprender, en la secuencia de choque –precedida de unos planos subjetivos en los que vemos a Johnnie sentir ciertos accesos de vértigo, nervios, en el trayecto hacia la fábrica–, las razones por las que el líder de la organización no actúa con la debida diligencia y, por mor de sus titubeos, acaba entrampado en un enfrentamiento cuerpo a cuerpo de fatales consecuencias (mata al hombre que trata de retenerle y, a la vez, es herido en el brazo), pero también funciona como metáfora o espejo colectivo, Johnny como ejemplo al límite, fatídico, de una realidad social: en qué situación frágil se halla la ciudadanía, ese paisanaje antes aludido, qué reacciones provoca (los niños, por ejemplo) y repercusiones a todos los niveles tiene ese enfrentamiento entre las fuerzas vivas de la ciudad.

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Tras la presentación y la secuencia de choque, el filme nos aboca a esa larga noche que el inspirado título en castellano refiere, y que la película plantea como un angustioso run for cover imposible en un escenario urbano cada vez más inclemente (de las calles anochecidas, silentes, con puertas que se cierran, al agravio de la lluvia y, al final, el de la nieve gélida) por el que el antihéroe protagonista transita en su via crucis interminable (de un viejo refugio antiaéreo a las frías calles, una breve e interrupta parada en una casa, la ocultación en un coche de caballos, el sueño en un cementerio, las últimas resistencias en un reservado de un bar de copas). El filme, como antes se anotaba, balancea ese deambular desnortado, noqueado, de Johnny con las reacciones de quienes se cruzan en su camino, en una muy inspirada trabazón de motivos y contexto que sigue los pasos de los compinches de Johnny, de Kathleen en su desesperada búsqueda y del jefe de policía que dirige el pursuit, y a su vez se detiene en el resto de personajes que de forma episódica se cruzarán con el protagonista, en un devenir de las cosas que algo tiene de descensus ad inferos, o al menos de cartografía narrativa cada vez más difusa, obtusa, extraña, disoluta: de la casa de dos mujeres que pretenden sanar a Johnny al edificio desvencijado donde viven los tres buscavidas, hasta desaguar el relato con los dos protagonistas acorralados en un encuadre que nos deja ver, tras la reja que no pueden rebasar, lo posible: la huida materializada en un barco que se hace a la mar…

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La película, realizada poco después de la finalización de la Segunda Guerra Mundial, lleva en su misma entraña una esencia lánguida, triste, incluso malditista, que le confiere a la obra un tono muy determinado y muy efectivo para alojar su discurso. Junto a ello, cautiva un portentoso rigor narrativo, una construcción atmosférica excelente que hace balance entre lo particular y lo general de forma inmejorable. Viendo el filme y acariciando esa trama que tiene muchos aspectos intercambiables con el del relato de un falso culpable, uno piensa a menudo en las concomitancias y diferencias de la obra con el universo hitchcockiano, comparación que se resuelve por el peso de esas balanzas que, con suma precisión, maneja Carol Reed: la intriga, la crónica del sufrimiento y lo laberíntico atraviesan el completo relato, pero, a diferencia de Hitchcock, en Larga es la noche la mirada del cineasta es consciente de que hay un espacio de individualidad, de adentrarse en el acervo psicológico, que no debe franquear para que la mirada del espectador se pose en el contexto. A veces roza esa introspección de máximos (la secuencia del registro en la casa, con Kathleen y la anciana escondiendo un arma al someterse al interrogatorio del inspector, o aquella otra que discurre en la casa de las dos mujeres que quieren auxiliar a Johnnie hasta que descubren su identidad, por ejemplo), pero Reed siempre termina centrifugando ese tono hacia lo externo, hacia lo ambiental, haciendo buenas sus intenciones/elecciones y llevándolas hasta sus últimas consecuencias (el tan triste como casi elíptico y bellísimo cierre de la película). Es la mesura insobornable del mejor cine clásico.

MATRIMONIO ORIGINAL

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¿Renovar los votos?

Quizá porque Hitchcock se sentía cómodo con su definición (incontestable) como auteur, y Matrimonio original no casaba para nada con lo que el más o menos pintado entiende como «hitchcockiano», no mostró nunca mucha estima por este título, que despachaba diciendo que había sido un encargo en el que Carole Lombard le metió. Y sí, ciertamente es  una rareza filmográfica, la única aportación del cineasta a la sophisticated comedy, un género que, en el año de realización del filme, ya llevaba largo tiempo en estadio de la más absoluta depuración. Pero eso, que no sea muy hitchcockiana o que sea una rareza, no le resta interés a la obra. Sin duda lo tiene.

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Matrimonio original exprime por el centro el esquema clásico de la comedia romántica, ése que habla del encuentro, desencuentro y reencuentro de la pareja,  focalizando sus señas en el desencuentro, en el «chico pierde chica». El ardid argumental parte de una sencilla premisa: tras años de convivencia, la pareja descubre que su licencia matrimonial es inválida, razón por la que deben «volverse a casar», algo que da lugar a dudas y reconcomios. Hitchcock explota bien el carácter del actor y la actriz que encarnan a la pareja protagonista, y de ahí extrae, más que otra, la insistente guerra de orgullos que escenifican, ingrediente noble y primordial del género. Con un buen timing, la mesura en la gestión de los gags, y el talento interpretativo implicado, Hitchcock articula un artefacto que funciona perfectamente, y que, sin descollar entre los títulos más antológicos del género que nos legaron los Lubitsch, Capra, Hawks, Cukor, Leisen o Sturges, ofrece sobradamente lo que promete.

Matrimonio_original-168029522-largePor otro lado, el filme destaca por su recurrente utilización de escenarios -de las escaleras y accesos del piso de la pareja (que ahora ella se ha apropiado) al club de Gentlemen, y la sauna donde dirimir las intimidades «de hombres»- con finalidad hilarante, en un crescendo cómico (para el espectador) que lo es dramático para el personaje encarnado por Robert Montgomery. Junto a ello, detalles exuberantes muy idiosincrásicos del cineasta, como la escena en la noria que está en las alturas, ese ascenso y movimiento vertiginoso que deja a Carole Lombard y su nueva pareja en una suerte de limbo… y bajo un chaparrón; o la utilización del los objetos-símbolos sexuales, como, al inicio, esos pies de ella colándose bajo las perneras del pantalón de él (y descendiendo ante un lance de la conversación que la desagrada), o, al final, plano de cierre, las dos tablas de esquí entrectuzadas bajo las cuales, escuchamos, acaece el happy end. A pesar de que Hitchcock jugaba en una liga que no era la suya, habría que poner seriamente en cuarentena que la ironía y electricidad de diálogos y situaciones propias de la comedia clásica no casaran bien con el estilo de un cineasta al que siempre le gustaba llevar al extremo las premisas más convencionales, y que destilaba mucho, muchísimo humor -a menudo negro- en su estudio de las relaciones de pareja, que años después, y en la atalaya de su serie televisiva, trascendería la ironía y llevaría a la mirada entomológica. 

ENVIADO ESPECIAL

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Los filmes de Hitchcock en la Gaumont-Britsh, de El hombre que sabía demasiado (1934) a Alarma en el expreso (1938), supusieron una fulgurante progresión del estilo e idiosincrasia del cineasta. Sus dos filmes siguientes, ambos adaptaciones de Daphne Du Maurier, frenaron esa progresión. Posada Jamaica (1939) fue un título de transición, tras el que llegaría la celebérrima Rebeca (1940), desembarco del cineasta en los EEUU de la mano (pero también estrictas reglas) de David O’Selznick. Sin embargo, aquel mismo año 1940 (y llegaría a competir con Rebeca para el Oscar a la Mejor Película), Hitchcock filmó una segunda y muy diferente película  a la producida por O’Selznick, esta Enviado especial, que tiene la virtud, desde un punto de vista lógica y desde otro sorprendente, de hacernos reencontrar con el universo Hitchcock de aquellas películas que filmó en su país de origen la década anterior, dejando la impresión de que esas dos y tan diferentes adaptaciones de novelas de Du Maurier hubieran supuesto impasses y, por fin, viéramos emerger al reconocible autor de todas aquellas películas con elementos propios del folletín de espionaje, aventuras y suspense.

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En el canje, Hitchcock pasó del patronazgo de O’Selznick al de Walter Wanger, esto es de la primerísima fila industrial a parámetros mucho más cercanos a la serie B (como lo demuestra el hecho de que Gary Cooper y Joan Fontaine, los actores pretendidos por el cineasta para encarnar los papeles protagonistas, declinaran, por gusto -Cooper- u obligaciones contractuales ajenas -Fontaine- la oferta). Wanger había comprado varios años antes los derechos del libro Personal History al periodista Vincent Sheean, y tardó años, y la mano de diversos guionistas -la nómina es llamativa: Robert Benchley, Charles Bennett, James Hilton, Joan Harrison, Harold Clurman, Ben Hecht, John Howard Lawson, John Lee Mahin, Richard Maibaum y Budd Schulberg; sólo los cuatro primeros finalmente acreditados-, antes de dar con un guion que le satisfizo, y que Hitchcock aceptó dirigir. De la opulencia visual y la ritualidad ceremoniosa de Rebeca, el cineasta volvió a la narración ágil, eléctrica, para narrar las peripecias de John Jones (Joel McRea), periodista del  New York Morning Globe al que su editor, harto de la previsibilidad de sus corresponsales en Europa, envía allí para a la búsqueda de noticias candentes en el contexto del inminente inicio de la Segunda Guerra Mundial. Si Wanger adquirió los derechos de la autobiografía de Sheehan es porque tenía mucho interés en la política internacional, y en una lectura metanarrativa, el productor equivaldría al editor que, en el arranque del filme, anima al personaje encarnado por Joel McRea a viajar a Europa; y en esa lectura, el invitado a realizar el filme, Hitchcock, hace exactamente lo contrario que el personaje: si aquél «americaniza» la mirada a los espinosos conflictos en los que se adentra, el cineasta hace buenas sus claves narrativas trabajadas en su país de origen para robustecer un género, el thriller, que en los EEUU se consideraba de poca ralea.

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Con semejante material, Hitchcock entrega un relato donde desaparece ese contraste industrial que tanto había pesado en Rebeca, pule con pasmosa facilidad un tono en imposible equilibrio entre lo grave y lo irónico y regresa a su metrónomo, que ametralla con una sucesión de peripecias, secuencias de enredo que se solapan con peligros, engaños, falsas apariencias, momentos de suspense, astutos salpimentos de humor y aparatosos clímax. Jones, el protagonista que encarna McRea, secundado por la que devendrá su pareja, Carol (Laraine Day) y a ratos por un partner al que da vida un George Sanders igual de irónico pero mucho menos despreciable que en Rebeca, es un personaje-receptáculo propio del serial de toda la vida, un tipo sin dobleces, honesto y tan aparentemente ingenuo como intrépido, que se ve envuelto en el auténtico espiral de una maraña de espionaje internacional en un momento decisivo de esa preguerra. Como ya le sucedía al padre de familia de El hombre que sabía demasiado (1934), Jones no pretendía meterse en la boca del lobo, pero no la teme, se enfrenta al formidable enemigo de forma resuelta, sin miedo al abordaje o las consecuencias, descubre el ardid del falso asesinato y secuestro de un político holandés, escapa milagrosamente de atentados contra su vida, se enfrenta al “enemigo interior” (el honorable padre de la mujer de la que está enamorado) y consigue huir del territorio hostil in extremis… Por desgracia, el tono aventurero, a menudo desenfadado, de esas citadas películas del Hitchcock thirties ha quedado atrás, como la inocencia y aunque Hitchcock nos proponga el viaje de la mano de un tipo simpático pero distante (McRea), detectamos signos de ansiedad de una forma más preclara que en sus obras british: el violento asesinato del falso Van Meer, un balazo en la cara resuelto en dos contundentes planos; la angustiosa secuencia de intriga que tiene lugar en el interior del molino de viento; las diversas formas de tortura del anciano (y esta vez verdadero) Van Meer… Tampoco no hay una melodía redentora y una receta de final feliz como en Alarma en el expreso (1938), y en el cierre, en su referencia a los bombardeos en Londres, Hitchcock se mira al espejo de la horrible realidad, convirtiendo su película en una valiosa muestra de cine propagandístico.

REBECCA

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Cenicienta en el fin del mundo

Aunque se cuente entre sus títulos más mitificados, Hitchcock no sentía muchas simpatías por Rebecca, título que no sentía muy propio. Sin embargo, muchos elementos del filme remiten al universo hitchcockiano, algunos que revelan su gran destreza como narrador y otros que remiten a su imaginario; pero, probablemente, de estos últimos hay mucho en bruto en el filme que nos ocupa, que sin duda es un título de aprendizaje para el realizador, en su primera, y ambiciosa, aventura tras las cámaras en Hollywood. Como Truffaut le sugiere en la famosa entrevista-ensayo, en Rebecca Hitchcock tuvo que esforzarse por encontrar su mirada en un tablero narrativo diferente, trabajar la psicología de los personajes a través de la imagen en un margen de maniobra inferior, y, en definitiva, asaltar el lenguaje canónico según la crême de la producción de Hollywood  desde dentro, en un camino a la depuración y perfección que ya no tendría marcha atrás.

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La raigambre novelesca del filme, el sustrato de Daphne Du Maurier, podría haber tentado a cualquiera a firmar una obra pulcra, de aderezo romántico y poco más. Los oropeles que el todopoderoso David O’Selznick quiso imprimir al filme  -el esmerado encourage de los interiores de la villa de Manderley, el diseño de producción, la partitura musical- dotaron de un innegable encanto añadido a esa pulcra sinfonía visual. Pero Hitchcock echó el resto, adentrándose sin miedo en los laberintos de lo sui generis en lugar de quedarse en la tierra firme de la mera ilustración, para cimentar un relato que no habla tanto de la alargada sombra de una ausencia, como el título predica, sino del tormentoso enfrentamiento con los estigmas, propios o ajenos.

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La lucha sin cuartel entre esa mujer ausente del título y la pareja protagonista, Max de Winter (Laurence Olivier) y su nueva esposa, que llamativamente no tiene nombre (Joan Fontaine), se personifica en Manderley, ese lugar-ensoñación que, el prólogo no engaña, arrojará los personajes al abismo, y, claro, también en las pieles de la fantasmagórica ama de llaves del lugar, la Sra Denvers (Judith Anderson), celosa guardiana del pasado que llegará a incitar al suicidio a la nueva Sra de Winter. Un lugar, pues, parecido al caserón de Psicosis (1960), donde las reglas de una taxidermia del ánimo desprecian el oxígeno, la vida.

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Tras un ameno y breve prólogo en la costa francesa, el filme desvela su primer pulso en el relato de cómo esa joven inocente y sin alcurnia debe enfrentarse a un statu quo que la sobrepasa, en un territorio, Manderley, lleno de obstáculos y hostilidades. Es profundamente hitchcockiana la exposición de esa claustrofobia, ese sentimiento de estar atrapada que embarga a esta cenicienta en el suntuoso, hasta lo lúgubre, palacio de su príncipe. El cineasta describe de forma a veces morosa, a veces solemne y ritual, el divagar de la chica por aquel no-hogar y el progresivo oscurecimiento de su inocencia. Pero en la pulcra estructura del relato, los compartimentos son estancos, y justo cuando ella llega al límite de sus fuerzas, el peso de la angustia pasa a recaer en Max, quien, en la larga secuencia y diálogo en el embarcadero, revela la verdad sobre Rebecca a su esposa, asumiendo lo antes sólo insinuado, la hipérbole de ese horror, esa monstruosidad que edifica, vía fantasmagoría, el presente y la infelicidad de la pareja. Tras ello, queda la larga resolución de la trama, defendida con magnífico pulso por el cineasta pero carente del punch narrativo, de la posibilidad de exprimir la miga psicológica, que Hitchcock precisaba para llevar al extremo, tal como le gustaba, sus premisas. Pulcritud y Oscar a la Mejor Película.

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Y, en las imágenes, caligrafía de oro, y algo más, algo idiosincrásico y más profundo que pulcro en vena: el contraste entre opuestos que, hasta pasado medio metraje, las imágenes desprenden de la personalidad y maneras de Olivier y Fontaine, reunidos en besos y abrazos cada vez más accidentales, como en la magnífica escena del amor interruptus al contemplar las filmaciones de la luna de miel; la ambigüedad de Max, y su tormento sotto vocce que desespera a su joven pareja, ya desde su primer encuentro. El mar, las olas que se estrellan furiosas en las rocas, diván de los instintos llevados al límite de la pareja, como sucederá en Vértigo (1958), pero aquí sojuzgados por una sombra. La Sra Danvers y su estatismo-hieratismo, digno de la muerte que venera (en un encadenado, su rostro se funde con un reloj), y creciente amenaza sin dejar de ser otra víctima de la antigua Señora del lugar. La habitación prohibida, el tristón cooker negro sin su ama, la torpeza de Joan Fontaine al enfrentarse con los elementos, tantos, que la apabullan, de una figura de porcelana que se rompe a una cortina que se levanta cual fatídico velo. El citado prólogo adentrándonos en los predios neblinosos de Manderley y el epílogo, ya en sus entrañas, tan corroídas que arden literalmente en llamas, unas llamas que, en primerísimo plano, cierran la función con su subrayado virulento y purificador. 

LA SOGA

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Paradojas hitchcockianas

Tres personajes se reparten el protagonismo de LA SOGA: están Brandon (John Dall) y Phillip (Farley Granger), los dos universitarios pijos que asesinan a un compañero y está su viejo profesor Rupert (James Stewart), que dará por descubrir lo que ha sucedido. Entre unos y otro, hay dos personajes inanimados, a los que Hitchcock, o mejor dicho las imágenes, poco menos que elevan al statu quo dramático: la cuerda blanca que da título original a la película y el arcón o baúl donde Brandon y Phillip esconden a David, el joven asesinado. Después están los secundarios, claro, que sirven para reforzar los conflictos entre Brandon/Phillip y el profesor Rupert, aunque no tienen –ni siquiera alguna de las tres mujeres que aparecen en pantalla– peso dramático alguno en la función que nos depara el cineasta británico, y de hecho, en la puesta en imágenes de la obra, tienen mucha menos relevancia que esos dos aludidos objetos.

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El ejemplo basta para hablar de la condición experimental de este título que el realizador firmó en 1948, unos cuantos años antes de alcanzar el que la crítica suele considerar su periodo de depuración estilística. Pero es precisamente a través de lo peculiar de la forma –ese concatenación de larguísimos planos-secuencia, ese desafío al montaje como herramienta narrativa de primer orden– que ROPE ya revela no pocas de esas señas de depuración y, especialmente, abstracción que caracterizarán al Hitchcock de las siguientes décadas. Hay cierta paradoja en ello, en ese supino empeño por la planificación basada casi en su totalidad en lo q        ue pueda dar de sí un corsé autoimpuesto –el movimiento de la cámara por el espacio escénico– procediendo de un cineasta tan exuberante en el manejo de todas las herramientas escenográficas y de montaje posibles. Pero un atento visionado revela las intenciones del creador. Y no hay en ellas nada perverso, nada maquiavélico. Solo un evidente, rotundo compromiso con su propio imaginario y el modo en el que puede hallar acomodo en imágenes. El cineasta encapsula su relato en unidad de lugar y de tiempo, lo que no hace otra cosa que asfixiar a los tres personajes que pone en liza (y subrayar la relevancia de esos casi personajes, los objetos) y permitir una exploración diría que entomológica de su comportamiento. Luz y taquígrafos sobre la psicopatía, el miedo, la culpa y la paranoia.

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Porque, vamos a ver, de qué va LA SOGA. Es, podríamos decir, un anti-whodunit, como tampoco hay aquí implicada la ciencia del macguffin. La primera imagen tras los créditos nos revela que se ha cometido un asesinato, quienes son los asesinos y a quién han asesinado. Después se desgranará el contexto, tanto familiar y social, de esos tres personajes, como filosófico que sostiene el acto atroz de los dos asesinos: esa creencia en la selección natural nietzschesiana que permite al hombre brillante saltarse los códigos de conducta socialmente aceptados e imponer su propia ley. Pero, más que ese contexto, interesa al autor poner el foco en lo psicológico. Regresemos a la perversidad del argumento: LA SOGA no intenta explicar por qué Brandon y Phillip hacen lo que hacen, sino cómo reaccionan tras hacerlo; en su retorcido plan, organizar una fiesta supone la forma idónea para asumir sus propios actos: no basta con la frialdad para asesinar, hay que saber guardar las apariencias después, con el cadáver en un baúl sobre el que se dispone el aperitivo y en presencia de la familia del muerto, su prometida, el ex novio de esta y un viejo profesor y mentor de los jóvenes. Así alcanzamos el arma estratégica de la forma hitchcockiana: los asesinos están atrapados en esa hora y veinte escasa que durará la fiesta que han organizado, y los antes aludidos secundarios no dejan de ser hándicaps, que ponen a prueba la pericia de Brandon, más frío y calculador, y la entereza del arrepentido Phillip, cada vez más paranoico.

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A esos hándicaps se les suma, por supuesto, los objetos. Por un lado está la dichosa soga, que aparece por primera vez aún en la garganta del chico asesinado, que después vemos, juguetona, sobresalir del arcón cerrado –lo que eriza los nervios de Phillip–, para, un rato más tarde, ser utilizada por Brandon para atar unos libros que le ha dejado a, nada menos, el padre del chico asesinado, en un detalle genial de la malevolencia del personaje; Rupert, al final, la tendrá entre sus manos: el investigador ya tiene el arma criminis.. Por el otro, la sempiterna presencia en lo que podría ser un epicentro escénico del muerto, del baúl, ese baúl que al principio se protege con su utilización como mesa de cena, pero incluso bajo ese paraguas es un objeto con una funcionalidad extraña, como así insisten machaconamente los diálogos; precediendo al clímax, hay una secuencia en el que la asistenta de los jóvenes a punto está de abrir el baúl para guardar unos libros, momento fatídico que Brandon logra evitar con aparente normalidad. Cuando al final Rupert abra el baúl para encontrar al chico asesinado, la cámara se acerca a su parte superior al ser abierta, para poder efectuar un fundido en negro y un reenganche de montaje, pero, de todos esos reenganches forzosos (a los que se les debe sumar dos cortes, muy intencionados, en los dos casos de primer plano de uno a otro personajes), éste reclama una relevancia dramática indudable, además subjetiva: fundir a negro es descubrir Rupert, literalmente, la negrura de los actos de sus discípulos. En imágenes vemos el fundido en negro, pero imaginamos al cadáver en el interior del arcón y la mirada aterrorizada de Rupert al constatar lo que tanto temía…

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Vemos que, a pesar de que las apariencias  sean otras –y de la cansina etiqueta de “maestro del suspense”–, el relato no se preocupa tanto de cómo llegará Rupert a descubrir lo que han hecho Brandon y Phillip, sino que lo que realmente analiza Hitchcock es cómo esos dos personajes resisten, o se desmoronan, ante esa sucesión de hándicaps que ellos mismos, en su autosuficiencia psicopática, se habían deparado. Hitchcock les contempla, la cámara les sigue, les mira departir con este o aquella, se acerca a sus rostros para revelar sus signos de flaqueza, les hace moverse por los escuetos espacios de un salón, quizá desaparecer en una habitación para volver a aparecer en breve, les obliga a dar la cara y, exprimiendo la mirada de Rupert (que no sospecha solo por lo que ve, sino porque les conoce: Rupert ha tenido años para conocerles; a diferencia de él, los espectadores tenemos ochenta minutos)… les desenmascara. A la postre, LA SOGA relata cómo, a dos velocidades, dos mentes criminales se desmoronan.

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Lo realmente despampanante de LA SOGA es la compleja relación, rayana en un obtuso juego metanarrativo, que se establece entre personajes, mirada del cineasta y espectador. Brandon y Phillip están representando una mascarada, a priori el primero con mucha más astucia que el segundo, quien, desde el primer momento, hemos visto que no soporta bien la presión. Ellos dos, y nadie más, comparten información privilegiada con el espectador. El espectador analiza su representación de un modo distinto a como lo hacen los invitados a la fiesta, a excepción de Rupert, que se va afianzando cada vez más en su posición de intercesor entre la información que el exterior (el espectador) tiene de los dos personajes y la que no tiene el interior (el resto de personajes, el mundo dentro de la ficción). Existe abundante literatura sobre los elementos que hiperbolizan la sustancia psicopática del relato, como la metáfora del fascismo o la alusión velada a la relación homosexual de los dos asesinos, pero en estas líneas me ha interesado más analizar cómo Hitchcock, a través de la forma y el manierismo, incide en esas parábolas y cualesquiera otras que el espectador logre escrutar. Cómo el cineasta busca la depuración expresiva desde la abstracción. Invitando al espectador a moverse en fronteras enmarañadas de la representación.

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No es de extrañar que en el largo plano final, una vez Rupert les ha descubierto y ha avisado a la policía, Hitchcock les libere de su cometido representativo. El profesor ya ha hecho su trabajo: puede sentarse y descansar. Los actores (dentro y fuera de la historia), también han terminado, aunque su simulacro se ha saldado en fracaso. Pero ello no es óbice para que dejen atrás lo divino, sus esquinadas motivaciones, y se relajen con lo humano: Brandon, tan ocupado todo el metraje tratando de marear la perdiz, puede al fin tomarse una copa tranquilamente. Phillip, que finalmente ha dejado de sufrir, puede sentarse al piano y tocar una serena pieza mientras espera a los agentes que vendrán a detenerlo. Si no fuera una obscenidad poner un símil futbolístico, diría que la imagen recuerda a los comentarios de los futbolistas a la prensa una vez el partido ha terminado y las pulsaciones han bajado: “son noventa minutos, y lo que pasa en el campo se queda en el campo”. La película termina entonces, pero el telón de su representación se había ya cerrado antes, con ese fundido en negro antes mencionado en el momento en que Rupert abre el baúl.

 

EL HOMBRE QUE VENDIÓ SU ALMA

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The Devil and Daniel Webster

Director William Dieterle

Guion Dan Totheroh, Stephen Vincent Benet

Música Bernard Herrmann

Fotografía Joseph August (B&W)

RepartoEdward Arnold,  Walter Huston,  James Craig,  Jane Darwell,  Simone Simon, Anne Shirley,  Gene Lockhart,  John Qualen,  H.B. Warner,  Frank Conlan,  Lindy Wade, George Cleveland,  Thomas Mitchell

EEUU. 1941. 107 minutos

 Zorros en el gallinero

«The Devil and Daniel Webster», el relato breve en el que se basa esta película, fue escrito por Stephen Vincent Benét y publicado en 1936 en el Sturday Evening Post. Contaba la historia de un granjero de New Hampshire que vendía su alma al diablo, en lo que era una actualización confesa de un relato clásico de Washington Irving (“El diablo y Tom Walker”), uno y otro tomando como punto de partida/inspiración la leyenda fáustica. La especialidad del relato de Bénet radicaba en la aparición de un personaje de relevancia histórica, Daniel Webster (1782-1852), quien fuera eminente estadista de los años que precedieron a la Guerra de Secesión, candidato a la presidencia de los EEUU y considerado uno de los más renombrados oradores y líderes del Whig Party. La presencia de Webster, quien acudía en defensa del granjero seducido y embaucado por el diablo, vehiculaba énfasis en temas de calado político, temas que el autor servía como parábola para hablar de su presente, los años de la Depression.

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Cinco años después, aún en el mismo contexto (y bien poco antes de la entrada de EEUU en la Segunda Guerra Mundial), vio la luz la película, bajo las riendas de un William Dieterle en ascenso dentro de la maquinaria de la industria. El cineasta de origen germano –quien curiosamente había intervenido como actor en la épica versión de Fausto que F. W. Murnau filmó en 1926– dotó de intensidad y de un subrayado ominoso (incluyendo soluciones donde lo vitriólico se escora en la superficie herencias expresionistas) a un relato fílmico que, como morality play, funcionaba de manera acaso demasiado obvia. Es ese trazo de Dieterle, así como otros aspectos de la producción –como la partitura de Bernard Herrmann, sobre la que después nos detendremos– quienes no solo insuflan nervio a ese relato sobre el papel demasiado previsible sino que convierten la película en una experiencia fílmica densa, estridente en su capacidad para encajar unos sentimientos desaforados en la cuadratura de la fábula socio-política. Como tantas veces, en el cine -como en otros lenguajes artísticos–, el quid de la cuestión radica menos en el qué que en el cómo.

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Podríamos señalar, de entrada, el gusto de Dieterle por trabajar el relato desde lo episódico, donde el fluir rítmico y el compromiso del espectador con lo narrado se forja no por la vía de la disposición armónica de lo descriptivo-narrativo –la exposición diáfana de los acontecimientos— cuanto por el sesgo sensitivo asociado a ese acontecer argumental: Dieterle trabaja variaciones de idénticas composiciones de lugar y perfil, que insisten en mostrar de forma gráfica un universo encerrado en sí mismo y sostenido en lo cotidiano (la granja de Jabez Stone (James Craig) y su familia, la costumbre de visitar la iglesia, los encuentros y naturaleza de conversaciones con los vecinos granjeros, etc), temperatura de lo invariable que será dinamitado uno y otra vez por la intromisión del mal de resonancias bíblicas que azota la vida del protagonista y de la completa comunidad. Y ese mal se trabaja en una sucesión de bruscas soluciones protagonizadas, por partida doble, por personajes asociados con lo mefítico: por un lado, el por supuesto vitriólico Walter Huston en las pieles de Scratch, el Diablo, y por el otro la no menos sugerente y expansiva Simone Simon, quien da vida a Belle, una criada surgida de la nada que termina convirtiéndose en la evidente concubina del protagonista, para desazón de sus sufridas esposa (Anne Shirley) y madre (Jane Darwell). Así, desde el plumazo de lo episódico y el coup de théatre que impacta en imágenes como impacta en el devenir vital del personaje (y por extensión de la parábola, en el devenir comunitario), El hombre que vendió su alma va forjando los mimbres más evidentes del consabido relato fáustico, es decir el relato de la perdición espiritual que trae consigo el éxito y la riqueza materiales.

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Y es entonces, punto de ruptura superada la mitad del metraje, cuando hace su aparición el ángel de la guarda, una versión que aquí definiríamos de castiza de Daniel Webster. Webster es presentado al principio, llamativamente, en una sola secuencia en la que se halla escribiendo un texto en defensa de los derechos de los trabajadores y hace callar al mismísimo diablo, una voz susurrante de una sombra oculta tras su escritorio, que le aconseja que no escriba eso si lo que quiere es llegar a lo más alto en la política. Al introducirse ese personaje, ajeno al dramatis personae pero imán de la parábola en clave comunitaria o social, la película trastorna sus planteamientos expresivos y resuelve la cuestión como una suerte de duelo de voluntades –Scratch vs Webster— que reflejan la evidente alusión política, una mirada progresista y socialista sobre conceptos económicos. Y a tono con el compromiso visual de Dieterle por la exposición de los intrincados derroteros de la perdición espiritual del protagonista, el cineasta resuelve la papeleta de ese duelo de voluntados-metáfora historiográfica transformando la perdición del personaje, ya casi del todo consumada, en nada menos que una fantasmagoría. Primero, en la alienante secuencia del baile en la morada de Stone, que guarda ciertos ecos con la exposición enrarecida que caracteriza el Vampyr de Dreyer; y posteriormente en ese juicio alucinado que tiene lugar en el granero, con un jurado compuesto por condenados que emergen de las tinieblas.

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En el discurso que el relato eleva a consideración del espectador queda patente la sintonía con la ideología del optimismo crítico de Roosevelt, que levantó la nación de sus cenizas económicas. En una de las secuencias del filme llega a comparecer uno de los símbolos tópicos del discurso unionista, el del zorro en el gallinero (“there’s foxes in the henhouse”), a su vez obvia metáfora de lo relatado: el mal, la devoción por la riqueza sin ambages ni escrúpulos, que devora inexorablemente la existencia posible, idílica hasta cierto punto, de los granjeros-gallinas que conviven en un pacto de igualitarismo y solidaridad. Aunque este no es lugar para hacerlo, resultaría interesante analizar con detalle la ideología implicada en el cine norteamericano de aquellos años salientes de la Depresión, el discurso del cine de Ford en sus años considerados “de prestigio”, del Capra en los años dorados en la Columbia, y de tantos otros corpus fílmicos que dieron cobertura a una determinada visión del united we stand que la Guerra Mundial, y Truman y Eisenhower, iban a terminar borrando del adn político estadounidense.

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La RKO producía esta suerte de versión en Nueva Inglaterra del relato fáustico el mismo año en el que veía la luz, en la misma productora, Ciudadano Kane, de Orson Welles, otro título asimilable a los postulados referidos en el párrafo anterior, y que concretamente comparte con El hombre que vendió su alma la temática de la corrupción moral que la riqueza trae consigo. Con Ciudadano Kane el filme comparte también tres nombres importantes del staff técnico: el montador Robert Wise, el técnico de sonido James G. Stewart y, por supuesto, elcompositor Bernard Herrmann, que en esta su segundo trabajo para el cine se alzaría con el único Oscar de su trayectoria.Y no es una de las partituras más características del estilo (o más bien personalidad más reconocible) del legendario compositor, ya que se trata de un score en muchos compases lleno de vitalidad y de color; sin embargo, son diversas las líneas de densidad que hacen de esta una partitura singular y particularmente brillante, densidad que trabaja en sintonía con las formas visuales que propone Dieterle. Hablo principalmente de las fugas y distorsiones con las que Herrmann subraya la súbita intromisión de lo mefistofélico en la apacible existencia de la familia Stone, tan llamativas como la introducción y contundente manipulación de diversos estándars del acervo folk característico de Nueva Inglaterra: por ejemplo –y es un estruendoso ejemplo—, el modo en el que suena, en una fiesta en el granero, la popular «Pop Goes Wiesel», pieza utilizada ya antes en el score pero que aquí, a tono con los derroteros fatalistas que atenazan al protagonista del relato, se precipitan en un solo de violín de agresivas estridencias, que deforma la armonía de un modo solo comprensible cuando la cámara nos muestra quién está interpretando el instrumento: nada menos que el mismísimo Scratch. El sonido de la bestia se apropia netamente del remanso de paz, anunciando la maldición y la ruina. Es una solución sonora-visual de elocuencia y genio. Puro Herrmann.

CARTA DE UNA DESCONOCIDA

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Letter from an Unknown Woman

Director: Max Ophüls

Guión:Howard Koch, según la novella de Stefan Zweig

Música: Daniele Amfitheatrof

Fotografía: Franz Planner

Reparto: Joan Fontaine,  Louis Jourdan,  Mady Christians,  Marcel Journet,  Art Smith, Carol Yorke.

EEUU. 1948. 87 minutos

 

En la estación del amor perdido

Considerada de forma unánime como una masterpiece de imborrable huella, y analizada desde tantos frentes y con tanta profusión -no son muchas las antologías sobre las mejores películas del cine, al menos entre las escritas antes del cambio de milenio, que la obvien-, quizá está fuera de lugar escribir una reseña sobre Carta de una desconocida de un modo convencional. El motivo concreto que me mueve a escribir estas líneas es su revisión a la luz de la lectura del relato breve de Stefan Zweig (escrito en 1922) en el que se basó Howard Koch para escribir el guion y Max Ophüls (“Opuls”, en los créditos) para dirigirla.

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En primer lugar, constato una ironía. Es una ironía que Letter from an Unknown Woman sea considerado un título canónico de la categoría woman’s picture, cuando, a diferencia del relato de Zweig, en la película se edifican señas dramáticas del personaje encarnado por Louis Jourdan, de quien Lisa (Joan Fontaine) vivió enamorada desde la tierna juventud hasta el final de sus días. Ya lo indica el hecho de que tenga nombre, Stefan Brand, y no sea apenas una inicial, “R.”, como en la novella. Zweig describe a R. en apenas la primera y última página del relato, y el corpus ininterrumpido es la carta del título, que el lector lee como, en la ficción, lo hace R. Claro que en esa carta se dicen muchas cosas del personaje, pero desde los términos de idealización febril de la mujer que le escribe. En las imágenes de la película, ese punto de vista se respeta muy a menudo, pero Ophüls construye un relato de Stefan Brand más allá de esa subjetividad, una opción analítica al espectador que Zweig no propone (a no ser, claro, en los amplios márgenes de la interpretación de cada lector). Los construye de entrada Koch, en el guion, introduciendo una diferencia que resultará cabal en las definiciones narrativas, en la sensible elaboración dramática, de la obra: que Stefan sea un concertista de piano y no, como en se indica en la primera línea del relato, un escritor. El piano, la música, es lo primero que cautiva a Lisa siendo apenas una adolescente: aún ni siquiera ha visto el rostro de Stefan, pero se pasa horas meciéndose en el columpio del jardín de su finca deleitándose con la escucha de los recitales que el pianista ensaya en su piso. El piano es un objeto totémico en esa traslación a imágenes de algo tan intuitivo, difuso, abstracto, como los sentimientos desbocados hacia alguien: preside el salón o habitación preferente del piso de Stefan, que es también el lugar más recóndito de la finca, aquél al que cuesta más acceder, donde ella se cuela en un impulso inevitable para ser descubierta por Johann, el sirviente, aún siendo adolescente; donde se besarán, ella le amará y, en el último acto, cuando el piano ya esté mudo -cerrado con llave, por tanto un objeto inútil, que recuerda que la música de su vida está muerta-, donde ella descubrirá con pavor que él ni la recuerda, ni por tanto la ha amado jamás. El piano, decía, es un objeto totémico, pero Ophüls, maestro en esa como tantas otras facetas, comprende que su lugar también es objeto de fetichismo, y así filma esa estancia y los itinerarios que conducen a ella (o lo ocultan: ese estar en la escalera y mirar por la mirilla o escuchar lo que se pueda decir al otro lado de la puerta… ideas, todas esas sí, directamente extraídas de la novela) como quien filma, cada vez, la ansiada llegada al lugar donde se materializan los sueños. El piano es, en definitiva, una extensión del propio personaje, y la música una metonimia de las sublimes promesas que, en la imaginación de Lisa, Stefan puede depararle como amante.

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Siguiendo con ese oficio noble del campo de las artes y el modo en que se utiliza para definir el bagaje del personaje masculino, la película relata la historia de un fracaso vital, la de Stefan como pianista, equiparando ese viaje a la derrota del personaje a la otra derrota, mucho más indefinida y cuestionable –en realidad apenas una anotación lírica de justicia poética— que Zweig nos depara al final de su novela, cuando alude a esas flores blancas que, esta vez, R. no ha recibido por su cumpleaños, signo inequívoco de la realidad de la existencia de esa desconocida y de la desazonada crónica que acaba de leer. Allí, de hecho, R. es un novelista de éxito (otra vez, la primera línea del relato, única alusión al respecto) y la derrota se circunscribe a lo romántico, a la historia de amor que pudo ser y no terminó siendo, sugerencia (apuntalada tras la descripción a su vida disipada en lo relativo a amoríos que ella refiere en su carta) de que R. es un hombre incapaz de amar. En la película se va más allá, y esa incapacidad de amar se equipara a la incapacidad del personaje de alcanzar la auténtica inspiración y convertirse en el genio del piano que, de joven, prometía ser; en dos de las pocas conversaciones que Lisa y Stefan mantienen se alude a ello; en la primera, ella utiliza la metáfora de la melodía perfecta para aludir a la idealización como amante perfecto que él encarna, y él le replica que en efecto está buscando esa melodía perfecta, pero aún no la ha encontrado. En un segundo encuentro, el último, tras tantas vueltas de la vida, sabemos que ni la una ni el otro han encontrado esa melodía perfecta, ella en la misma metáfora (que él correspondiese su amor) y él, aferrado a la realidad y no a la devoción romántica, en su carrera profesional, que ya se halla en franco declive. Koch y Ophüls, en correspondencia con todo ello, terminan de condenar al personaje, que, turbado por la lectura de la carta, cede a batirse en duelo con aquél que le ha desafiado (el marido de Lisa, en un encaje de bolillos interesante del guion), partiendo, en el cierre del relato, hacia una posible muerte a la que, parece, en su derrota se entrega sin resistencia.

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En otros aspectos, la película gradúa de diferente manera, pero no relativiza, los ardorosos e incontrolables sentimientos de Lisa sobre los que se construye el absorbente todo dramático. Por ejemplo, en el último encuentro del relato de Zweig, R. la confunde con una prostituta, y llega a pagarle dinero a cambio del encuentro amoroso que han mantenido; la película conserva la esencia de ese fatídico desencuentro final pero no la alusión a la prostitución. Pero, a cambio, ofrece algunas ideas más perturbadoras, especialmente la que tiene que ver con la muerte del hijo de Lisa: Ophüls filma la marcha del niño en un tren del mismo modo que antes ha filmado la marcha de Stefan; los dos le han dicho que en dos semanas se verán, y eso, que fue falso en el caso de Stefan, anticipa o es signo inequívoco de que lo mismo sucederá con el hijo, igualmente llamado Stefan, de Lisa; pero lo perturbador es que Lisa abandona a su hijo, pues le deja solo en ese tren (detalle de guion: coge el tifus al entrar en un vagón en cuarentena tras la muerte de alguien por esa enfermedad) porque lo que quiere es regresar a Viena en busca del hombre al que ama; ese apunte, inédito en la novela, sugiere que, para Lisa, su hijo resulta menos importante que su amor nunca correspondido, y por tanto ese dejarlo solo en el tren, esa pérdida (pues se contagiará del tifus y morirá), es fruto de una imprudencia grave, es la evidencia del funesto error o funestas consecuencias del absoluto descontrol de Lisa sobre sus sentimientos. Una de las esencias del melodrama.

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En la recreación de esa Viena imperial (esa miniatura que comparece idílicamente dibujada ya en los créditos iniciales), en la cierta sensación de artificio de escenarios y elegantes ropajes, o en la soberbia estilización en el abordaje compositivo a ese microcosmos que perfila la cámara de Ophüls, el cineasta agita de forma exuberante y extraordinaria los términos expresivos. Ese microcosmos, ese todo armónico y elegante encapsulado en las definiciones escénicas, tan a menudo de pieza de cámara, no acaba siendo otra cosa que el castrante laberinto por el que están condenados a progresar los sentimientos fuera de órbita, libres pero no liberados, de la protagonista. Si en la novella la crónica que ella escribe ofrece un reflejo desencantado, triste, crítico al respecto del papel de la mujer en aquella Viena, los rasgos sociológicos pierden fuelle en la adaptación fílmica, en la que además Ophüls propone el juego, que algo tiene de privado dada su procedencia, de recrear una Viena de postín en los márgenes de una producción romántica made in Hollywood, rareza entonces como lo sería ahora. Esa Viena de ensueño, no obstante, es el escenario de una vida arrojada al sinsentido de un amor no correspondido. En esas imágenes como reliquias de un escenario idealizado, Ophüls prioriza la abstracción, y el impoluto exterior esconde el fruto corrupto del sufrimiento y caos interior, y esa tensión se hace palpable de principio a fin en las soberbias imágenes de la película; de hecho, son el elemento categórico que convierte la película en única.

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Es por todo ello que probablemente la secuencia más memorable de la película sea aquella en la que los dos amantes, juntos por una vez, viajan a todos los destinos imaginables pero solo dentro de lo imaginario: en un vagón que no se mueve porque es una atracción de feria, y en unos paisajes que solo varían porque el empleado de la atracción los desplaza con un artilugio de movimiento; amén de sus formidables propiedades metanarrativas (esos paisajes falsos que se desplazan son como las imágenes de la película, y los espectadores vamos montados en la atracción), es un momento mágico precisamente porque representa esa primavera que dura un segundo en la vida de la protagonista, el momento del que Lisa querría quedarse colgada para siempre ello y a pesar de ser consciente de que se sostiene en un puro artificio y que, por supuesto, cuando se terminen las monedas, deberá descabalgar, regresar a la realidad y, si no hay otro remedio, volver a vivir (y morir) de los sueños que nunca serán.

DUELO AL SOL

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Duel in the Sun

Director: King Vidor

Guión: Ben Hecht, David O. Selznick, Oliver HP Garrett, según la novela de Niven Busch.

Intérpretes: Jennifer Jones, Gregory Peck, Joseph Cotten, Lionel Barrymore, Walter Huston, Lillian Gish, Harry Carey, Charles Bickford, Otto Kruger, Herbert Marshall

Música: Dimitri Tiomkin

Fotografía: Lee Garmes, Harold Rosson, Ray Rennahan

EEUU. 1947. 104 minutos

 

Western, melo y espectáculo

Aunque probablemente sea uno de los ejemplos más evidentes de obra cinematográfica fruto de la ambición, denuedo y cabezonería de un tycoon, David O. Selznick, Duelo al sol no debería librarse de su consideración, por encima de otras cosas, de obra maestra del director King Vidor. Digo esto con todo el respeto por la auténtica pléyade de participantes en la edificación cinematográfica de la obra: Otto Brower en la segunda unidad, William Dieterle, William Cameron Menzies y el propio O. Selznick en la co-realización, de nuevo Selznick, Oliver H. P. Garrett y Ben Hecht en las diversas fases de elaboración del guion partiendo del material literario de Niven Busch, e incluso nada menos que Josef von Sternberg como, al parecer, asesor de cámara en la filmación de las escenas donde aparecía Jennifer Jones (¡!). Digo esto sin pretender entrar en cábalas sobre el bien o mal que esas intromisiones de Selznick causaron a los resultados globales (incluso la sobreactuación de la citada actriz, protegida del tycoon, forma parte de los resultados cinematográficos, tan descompensados como exuberantes, de la obra, y de nada sirve preguntarse qué hubiera sido de la película si la hubiera protagonizado otra actriz). Pero también digo esto pensando en la diferencia entre esta obra y Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, 1939), comparación que nos ofrece la elocuente verdad de cuándo un cineasta, a pesar de las intromisiones, es capaz de imponer una mirada, un tono, una personalidad –lo que hace Vidor aquí– y cuándo no –Fleming, Cukor, Sam Wood en aquel otro caso–.

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La mejor forma de acercarse a Duelo al sol está muy bien ejemplificada en esta explicación de Martin Scorsese, perteneciente a Un recorrido personal por el cine norteamericano (Akal, 2001, pág. 14): “Tenía cuatro años, y mi madre me llevó a ver Duelo al sol. […] Ya desde los créditos de inicio estaba hipnotizado. Aquel estallido de color de una intensidad delirante, los disparos, la intensidad salvaje de la música, el sol que quemaba, la sexualidad manifiesta. Una película con defectos, tal vez, pero aún así la calidad alucinatoria de las imágenes nunca se me ha olvidado con el paso de los años. […] Era todo bastante abrumador y también daba miedo. […] Tuve los ojos tapados casi todo el tiempo”. Dejando de lado –si me permiten la ligereza– el interés cinematográfico-psicoanalítico del hecho que Scorsese visionara esta película en el cine con cuatro años, si las palabras de Scorsese me parecen oportunas es por lo que tiene que ver con el aproximarse a la obra de forma intuitiva, inocente en la medida de lo posible. ¿Queda inocencia en nosotros, es lícito preguntarse, al ver una película de los estudios de Hollywood de hace setenta años? Mi respuesta es que deberíamos tener una capacidad para la disposición anímica concreta que exige una película como esta, planteada como una constante cascada de emociones y situaciones al límite. Probable y paradójicamente a esa aparente virginidad de la mirada que exige la obra, sólo cultivaremos esa disposición visionando mucho cine de aquellos años, razón por la cual –una de tantas– es imprescindible mantener viva la llama del cine de antaño. Fin de la digresión.

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La obra, cercana en el tiempo a títulos como Pasión de los fuertes o Fort Apache (John Ford, 1946 y 1948), como Los inconquistables (Cecil B. De Mille, 1947) o como Rio Rojo (Howard Hawks, 1948), ejemplifica como todas ellas el regreso del western a la primera línea de producción de los estudios, tras unos años, los coincidentes con la guerra mundial, en los que el género estuvo más bien parapetado en los márgenes de la serie B. El sustrato literario de Busch, por su parte, mixtura la lectura historiográfica (el tendido del ferrocarril en conflicto con un terrateniente propietario de una gran extensión de tierra que no está dispuesto a ceder esa servidumbre de paso, el patriarca McCandles (extraordinario Lionel Barrymore)) con un relato de personajes que filtra la sempiterna pugna de que se contituye el mito –entre  pasado/futuro, individualismo/sentido de la colectividad, caciquismo/legalidad, violencia/civilización– desde una mirada acusadamente psicologista, que anticipa claramente la carta de naturaleza de los guiones que Busch firmará poco después para las sucesivas Pursued (Raoul Walsh, 1948) y Las furias (Anthony Mann, 1950).

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Sin embargo, aquí no hay rebatos noir (los del título de Walsh) ni resonancias shakespearianas (de Mann) a la hora de concretar esa trama que pone en solfa un evidente conflicto cainita, el que tiene que ver entre el caballeroso y letrado Jesse McCandles (Joseph Cotten) y su hermano menor, el pistolero desalmado Lewton (Gregory Peck). La introspección de aquellos títulos posteriores de Busch es aquí exuberancia y sense of wonder espectacular (esas trepidantes secuencias que muestran cabalgadas, especialmente la que se monta en paralelo con la llegada del tendido ferroviario a los dominios de McCandles); el blanco y negro y los claroscuros tan acusados es una celebración de colores henchidos y cielos rojos imposibles; y la densidad psicológica está tamizada por fórmulas melodramáticas, que se llevan tan al límite como el completo concurso de elementos cinematográficos puestos en solfa.

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La preeminencia de Selznick y de su protegida Jennifer Jones en las pieles de la mujer que sirve de trabazón de todos los personajes y acontecimientos nos invita también a poner en comparación la película con la antecitada Gone With the Wind. Sucede sin embargo que, como definición de personajes (sin entrar a valorar aptitudes interpretativas demostradas), la sureña Scarlett O’Hara (Vivien Leigh) soportaba a sus espaldas de forma más gráfica, quizá hasta el exceso, la historia narrada; algo más matizado aquí con la mestiza Pearl Chavez (Jones), personaje estigmatizado de partida –el prólogo y la secuencia, resuelta con brillantez, del asesinato de su madre a manos de su padre– pero que, como Scarlett, queda condicionada por sus titubeos sentimentales. Vidor espesa, explota con mucho más sentido e intención, ese conflicto amoroso que la tiene a ella de vértice entre dos hermanos; no se trata sólo de ingredientes argumentales que condensan ese enunciado de partida (que Pearl sea una paria en el rancho McCandles, dada su condición de mestiza y de hija de un hombre al que el patriarca odia, por la relación que mantuvo con su esposa (Lilian Gish)), sino de los acentos en la pasión desatada e irreprimible para canalizar a través de lo flamígero de la imagen (esos primeros o primerísimos planos de Jones, Cotten y Peck; a veces composiciones de los rostros de uno y otra marcados por la insinuación; otras, angulaciones que dotan de agresividad a una imagen, caso del plano de Peck acercándose a su amante-presa) el mismo conflicto que tiene que ver con lo historiográfico.

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Vidor, absoluto maestro en la elucidación visual de los sentimientos de los personajes, comprende a la perfección ese paralelismo entre lo interno y lo externo, y así dota de coherencia y cohesión (amén de brillantez) a un relato en el que los tantos participantes en las facetas técnicas hacían muy plausible la posibilidad de continua dispersión. El firmante de Stella Dallas (1937) y El manantial (1949) zanja en rara, explosiva armonía lo melodramático, lo anímico y lo radiográfico. Pearl podríamos ser todos los espectadores amantes del western, atrapados entre los sentimientos primarios que despierta ese pistolero que encarna los elementos más eróticos e irracionales del mito y el cálido y sincero afecto, aunque carente de pasión, por el esquema racional, altruista y respetable de una civilización que debía forjarse. El iconográfico clímax trágico de Duelo al sol (que, finalmente, sí espora lo shakespeariano, la imagen final de Romeo y Julieta) no hace otra cosa que sancionar la imposibilidad de resolver la ecuación entre esos dos polos enfrentados, o más bien lo innecesario que resulta ampararse en coartadas objetivas o intelectuales que erradicarían su misterio, la poética del western, que es su elemento indiscutible. La pasión, la emoción se impone sobre cualquier otro condicionante.

LAS TRES NOCHES DE EVA

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The Lady Eve

Director: Preston Sturges

Guion: Preston Sturges, según la obra de Monckton Hoffe

Intérpretes: Barbara Stanwyck, Henry Fonda, Charles Coburn, Eugene Pallette, William Demarest, Eric Blore, Melville Cooper, Martha O’Driscoll, Janet Beecher

Música: Leo Shuken, Charles Bradshaw

Fotografía: Victor Milner

EEUU. 1941. 96 minutos

 

Nuestro gran deseo

 Personaje tan singular como se suele decir pero de mayor relevancia en la historia del cine de la que se predica de él –por mucho prestigio que atesore–, Preston Sturges fue un autor según la consideración cahierista del término y algunas otras, y se le debe considerar un precursor de una figura hoy tan habitual y entonces tan inédita como la del guionista-director, el cineasta que asume las dos funciones, condición que no es más que la puerta de entrada a su incontestable aportación a la modernidad cinematográfica, sobre la que podríamos estar largo tiempo disertando, aunque a tales efectos les pueda recomendar, entre otros, el estupendo monográfico que Angel Comas le dedica al cineasta, dentro de la colección “Lo esencial de…”, de la editorial T&B. En esta reseña sí que es preciso decir, para ubicar los términos, que Preston Sturges fue uno de los grandes impulsores de la exuberante, extraordinaria, constante renovación estilística de la comedia en su periodo probablemente más brillante de la historia del cine. Guionista, productor y director de comedias, podemos decir que hay hasta siete de entre las suyas que pueden calificarse como screwball comedy: por orden de realización, Navidades en julio (Christmas in July, 1940), Las tres noches de Eva (The Lady Eve, 1941), Los viajes de Sullivan (Sullivan’s Travels, 1942), Un marido rico (The Palm Beach Story, 1942), Hail the Conquering Hero (1944), The Miracle of Morgan’s Creek (1944) e  Infielmente tuya (Unfaithfully Yours, 1948). Y aunque hay rasgos de genialidad en todas ellas, y por ejemplo Los viajes de Sullivan aparece justamente en todos los listados sobre las mejores comedias de la historia, debe decirse que probablemente sea otra obra maestra, la que nos ocupa, aquélla en la que con mayor elocuencia se desglosan los ingredientes tipológicos que definen esa comedia sofisticada de los años gloriosos del cine de los grandes estudios de Hollywood.

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Al parecer, Barbara Stanwyck y Preston Sturges se conocieron en el rodaje de Recuerdo de una noche (Remember The Night, Mitchell Leisen, 1940), cuyo guion había escrito Sturges, y la actriz le pidió que alguna vez le diera la posibilidad de interpretar un papel de comedia, para así librarse de su encasillamiento en papeles dramáticos o melodramáticos. Un año después la actriz demostraría, en esta obra y en Bola de fuego (Ball of Fire, Howard Hawks, 1941), su versatilidad y, aún más, su absoluto magisterio en la compleja ciencia de la interpretación de comedia, al que seguiría aportando títulos constante aquella década o periodo que coincide, precisamente, con el de su mayor éxito y peso en el establishment. Eso nos habla, por supuesto, del talento incontestable de la actriz, pero también de la oportunidad de aprender lecciones muy valiosas de maestros como Hawks –quien de hecho ya había firmado la que se considera primera screwball comedy del cine: La comedia de la vida (Twentieth Century, 1934)– o como Sturges.

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Aunque en el universo screwball las situaciones aparatosamente disparatadas y los diálogos mordaces y percutantes están al servicio de la escenificación de la guerra de sexos, en Las tres noches de Eva, como en otros títulos de Sturges, esa guerra resulta un tanto desigual, pues es ella, la Lady Eve del título, quien lleva la iniciativa. Y de nuevo cabe hablar de sintonía entre director y actriz, pues en las diversas comedias que protagonizó entre 1941 y 1946, Stanwyck se especializó en esos personajes fuertes, mujeres bellas y pícaras decididas a llevar la iniciativa frente a comparsas bondadosos a los que, a poco de pensarlo, les supera una mujer de belleza y talentos como la que tienen enfrente. La alquimia, el amor que florece entre esos comparsas en el juego de las relaciones sentimentales que la comedia de sexos pone en solfa, terminan siendo fruto en todas estas obras, y categóricamente en Las tres noches de Eva, del reto vital al que ellos se enfrentan, perfeccionándose no sólo como amantes, sino también como seres humanos, para poder darle la réplica necesaria, o dicho de otro modo merecer, a una mujer como ella. Y debe decirse, al respecto, que Henry Fonda (de igual forma que un atolondrado Gary Cooper en Bola de fuego) resulta un partenaire perfecto para sacar relucir en toda su convicción en imágenes semejante esquema narrativo (tanto que de hecho poco después la pareja volvió a reunirse en una comedia dirigida por Wesley Rugges, Me perteneces (You Belong To Me, 1942), de méritos mucho más discutibles que la que aquí nos ocupa, en un elocuente ejemplo de la distancia entre disponer o carecer de un determinado temperamento y genio en la escritura del guion tanto como en la dirección de actores).

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En lo precedente hemos establecido diversos nexos de unión entre las dos grandes comedias protagonizadas por Stanwyck en aquel decisivo para ella año 1941 (en el que también protagonizó su última película a las órdenes de Capra, Juan Nadie/John Doe), y aún deberíamos añadir, para consolidar esa trabazón, un ingrediente de absoluta relevancia: la sensualidad que atesoran los personajes que encarna. Pero existe una diferencia cabal que nos sirve para hablar asimismo de un elemento de distancia entre Hawks y Sturges: si en Bola de fuego ella, la inolvidable Sugarpuss O’Shea, era una mujer que se colaba en un mundo de hombres para trastornarlo, pero sin que por ello dejara de ser una intrusa, una promesa, una recompensa, en Las tres noches de Eva la situación es muy otra, y si bien en el arranque del filme encontramos al personaje de Charles Pyke (Fonda), en el Amazonas, donde ha pasado un año consagrado a sus investigaciones en el campo de la ofiología, pronto abandonará ese lugar para embarcarse en el transatlántico Southern Queen, y pronto abandonará el protagonismo para sucumbir, como el espectador, a las reglas que le marcará, muy de cerca, la joven Jean (Stanwyck). En el filme de Sturges luce menos esa masculinidad de la que hacía bandera Hawks, quizá porque no hay espacio para el compadreo, porque Charlie está solo ante el peligro que representa la belleza y las intenciones de la mujer que se ha cruzado en su camino (literalmente haciéndole caer de bruces al suelo como carta de presentación). Así, Sturges relega a Fonda a interpretar un personaje contrariado o anonadado, constantemente superado por las circunstancias, una de ellas el amor, y en cambio concede toda la iniciativa a la actriz: su elegancia es la de la película, del mismo modo que lo es su actitud  erótica, como sucede en la inolvidable secuencia de seducción en el camarote (sin duda, uno de los momentos más inolvidables de la función), del mismo modo que lo es su pillería y, a la postre, como si del final de un alocado viaje en un roller coaster se tratara, su compromiso. Tan fuerte es la presencia de la mujer, de Stanwyck, en la película, que, en el transcurso de la mascarada de su actividad seductora, llegará a duplicarse en dos personajes, el segundo de ellos una dama de alta alcurnia –con memorable acento british incluido– que dejará en evidencia al sufrido protagonista cuando éste creía que aceptando la derrota podía dar la guerra por terminada.

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A través de este periplo, en el que lo accidentado tiene más que ver al final con lo anímico que con otra cosa, Sturges construye una comedia modélica en la que la implacable maquinaria hilarante está al servicio de constataciones en realidad bien agrias: Las tres noches de Eva nos habla al fin y al cabo del enfrentamiento desigual de clases o la puesta en evidencia de tantas miserias humanas, pero en Sturges la comedia actúa como un espejo deformante en el que lo grave, los elementos que invitan a la reflexión seria y a conclusiones nada complacientes, aparecen en cambio convenientemente disfrazados de lo contrario, lo liviano, lo desenfadado o incluso el escenario del más libre slapstick. Y así resulta que la ironía se retroalimenta de forma interminable, equiparando lo cáustico a la temperatura de ebullición de las innumerables sonrisas, y algunas carcajadas, que el cineasta logra arrancarnos. En el hincapié en esos temas que nos llevan a la detección de las taras del modelo socio-económico propio, Sturges se aleja un tanto de algunos de su ilustres predecesores, como George Cukor o Gregory La Cava, situándose, en cierto modo, como un eslabón intermedio en lo que a perspectiva narrativa se refiere entre Lubitsch y Billy Wilder. Por esas y tantas otras razones que no terminaríamos de enumerar, Las tres noches de Eva es una obra imprescindible, que se puede degustar una y otra vez sin temor a dejar de sentirse imantado por su timing, por su tono, por su fuerza narrativa sin domeñar. Peter Bogdanovich, que es un buen cineasta, pero probablemente aún mejor cinéfilo, tiene toda la razón cuando manifiesta que “hay otras muy buenas comedias, pero ninguna mejor que ésta”.

ATRAPADOS

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Caught

Director: Max Ophuls

Guión: Arthur Laurents, según la novella de Libbie Block

Música: Frederick Hollander

Fotografía:  Lee Garmes (B&W)

Intérpretes:  James Mason, Barbara Bel Geddes, Robert Ryan, Natalie Schaefer, Curt Bois, Frank Ferguson, Ruth Brady

EEUU. 1949. 88 minutos

Sueños y pesadillas

De entre los pocos títulos que Max Ophuls filmó en los EEUU, dos de ellos, este Caught y Almas desnudas (The Reckless Moment, 1949), se suelen categorizar dentro de los márgenes del cine negro, a pesar de que ese encuadramiento resulta, especialmente en este caso, más bien problemático: en Atrapados no hay muertes ni asesinatos, y es dudoso que existan decisiones estéticas en la iluminación que crucen esa línea o subrayado sobre los aspectos más turbios de la radiografía humana y social propuesta; nos movemos más bien en el territorio del drama romántico, un conflicto triangular en toda regla que progresa a partir de lo que parece (y no deja de ser, en cualquier caso) un retrato de vis sociológica; acaso el único elemento por el que sí se perciben ingredientes noir tenga que ver con una obsesión, la del personaje del millonario Smith-Ohring (Robert Ryan), obsesión que ciertamente tiene un peso crucial en la historia, o al menos en la curva dramática del nudo del relato, y que, en todo caso, nos lleva a elucidar que si el filme de Ophuls debe enmarcarse en los parámetros del cine negro, es merced de la vis attractiva de dicho género, como germinación de un expositivo que adentra su análisis en latitudes realistas de la radiografía social (predicado éste que, al fin y al cabo, vale igualmente para Almas desnudas, y por tanto para la aportación específica del director de Madame de… al cine negro).

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En el citado personaje de Smith-Ohring, un tipo despótico que nos recuerda vivamente al Kane de la película de Orson Welles, la cinefilia ha hallado también concomitancias con el magnate Howard Hughes, de las que se ha extraído una serie de ajuste de cuentas artístico, una venganza de Ophuls contra el capitoste de la RKO que le tuviera a sueldo desde que llegara a los EEUU huyendo de los nazis a principios de los años cuarenta y que, a juicio de muchos, menoscabara su talento. Sea como fuere, el personaje que con tanta convicción encarna Robert Ryan es en el relato, en cada una de sus apariciones, en efecto un auténtico monstruo, un multimillonario caprichoso incapaz de la más mínima empatía con el prójimo, que parece querer casarse con Leonora (Barbara Bel Geddes) únicamente para imponer su criterio al del dictamen indeseado que recibe de su psicoanalista, y que trata a su mujer como un objeto, como una mera posesión, de la que es incapaz de desligarse únicamente por su obsesivo y enfermizo sentido del orgullo. Pero no es Smith-Ohring el protagonista del relato, ni tampoco el pediatra del East Side neoyorquino encarnado por James Mason que pretende el amor y la restitución de la dignidad de Leonora. Es ella, de su vida y sus deseos de medrar en la vida convertidos en pesadillas de lo que trata la película; también, y nada sotto vocce, de la cortedad de miras implícita en un esquema de funcionamiento social en el que las expectativas de la mujer en la ciudad pasan por el sacrificio de toda convicción en pos de ser, precisamente eso, un objeto sexual (por desenfadado que sea el primer tercio de metraje, sus descripciones no dejan de ser implacables: Leo invierte sus ahorros en la escuela Dale, un centro de formación para señoritas, donde aprende a comportarse en sociedad; trabaja en un centro comercial en el que se prueba prendas de vestir y las va mostrando a potenciales clientes informándoles del precio; conoce al millonario a través de un mayordomo suyo que le invita a una fiesta, y ella misma titubea antes de dar el paso, pues comprende que su función en ella no puede ser otra que la de distracción sexual, pero al final acepta al comprender que, por otra parte, es para eso para lo que se ha preparado tan concienzudamente…). Finalmente, y a través de ese ángel de la guarda en el que se erige el doctor que encarna Mason, el filme atavía toda esa descarga sociológica en una morality play según la que Leonora tiene una oportunidad de redención manteniéndose alejada de ese monstruo que viene a personificar la vida en la High Society para en cambio formar parte de la working class y hallar un equilibrio sentimental junto a un hombre que la ama por lo que es y hace y no por lo que aparenta o luce. A pesar de que Barbara Bel Geddes no fuera una gran estrella, debe decirse al respecto de todo lo expuesto que el papel de chica del montón superada por las circunstancias se ajusta perfectamente a sus capacidades interpretativas, y su caracterización es indudablemente uno de los puntos fuertes del filme.

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Parece ser que Ophuls estaba enfermo cuando se inició el rodaje, y que asumió las riendas de la dirección John Berry hasta que el cineasta acreditado recuperó la salud y pudo ponerse tras las cámaras. No sé qué filmó uno y otro, y probablemente no tenga nada que ver con ello, pero lo cierto es que Caught empieza como una pieza luminosa y de vocación costumbrista que relata –a través de magníficas elipsis– los avatares del personaje que encarna Bel Geddes para, tras su matrimonio con Smith-Ohring –y sin dejar de utilizar las elipsis con clarividente sentido narrativo–, ir contaminando su atmósfera (principalmente en todos los pasajes que discurren en la mansión en Long Island donde reside el matrimonio) y desalojar al menos la apariencia de radiografía sociológica para parapetarse en la introspección dramática más pura: ahí está esa magnífica secuencia que nos muestra una conversación entre el pediatra y su compañero de consulta, un tocólogo que sabe que Leonora está embarazada pero no puede decírselo a su colega por razones deontológicas: Ophuls filma la estancia en sombras, y cada doctor en un extremo de la misma, junto a una puerta, para carear a uno y otro a través de una cámara que, al oscilar de lado a lado, se detiene, como instintivamente, y muy enfática –dos veces-, en la mesa, ahora vacía, donde se sienta Leonora, secretaria de la consulta. De la firma Ophuls también hallaría destacable la utilización de los objetos, pudiendo llegar a decir que lo que narra Caught podría resumirse con uno de ellos, un abrigo de visón que delata infinidad de datos de su portadora –sea propietaria o no– a quienes tratan con ella, principalmente el espectador; esto es Hollywood, y Ophuls no desea ser sutil, antes bien contundente: termina utilizando ese mismo abrigo de visón, o el pronóstico que efectúa el tocólogo de que Leonora va a renunciar al mismo, como solución narrativa del relato.

EL HOMBRE ATRAPADO

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Man Hunt

Dirección: Fritz Lang

Guión: Dudley Nichols, según la novela de Geoffrey Household

Intérpretes: Walter Pidgeon, Joan Bennett, George Sanders, John Carradine, Roddy McDowall, Heather Thatcher, Ludwig Stossel

Música: Alfred Newman

Fotografía: Arthur C Miller

EEUU. 1941. 96 minutos

Peligro

La película que nos ocupa, El hombre atrapado (Man Hunt, 1941) inaugura el ciclo o tetralogía que Fritz Lang consagró en tiempos de la Segunda Guerra Mundial a la causa antinazi, ciclo que completarían las también magníficas Los verdugos también mueren (Hangmen also Die!, 1943), El ministerio del miedo (Ministry of Fear, 1943) y Clandestino y caballero (Cloak and Dagger, 1946). Obras todas ellas en las que, con sus matices y adscripciones genéricas diversas, comparten un constante engarce entre lo narrado y los resortes ideológicos que Lang arraiga en los relatos, resortes que, a poco de conocer el bagaje biográfico del director de M, el vampiro de Düsseldorf (1931), ofrecen coordenadas dramáticas específicas enraizadas en ese bagaje y que, de forma sobria y elegante, se van sobreimpresionando en los devenires narrativos. Argumento éste, insisto, que vale para cuatro obras citadas –incluyendo Los verdugos también mueren, con los conocidos desencuentros creativos entre Lang y Bertolt Brecht–, pero que en Man Hunt merecen una mención específica. Veamos por qué.

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Aunque ya a esas (aún breves) alturas de su filmografía americana Lang había dejado algunas piezas extraordinarias –Furia (1936) y Espíritu de conquista (1941) son inapelables–, con el proyecto de Man Hunt (que llegó a sus manos tras haber sido rechazado por John Ford) el cineasta vio la oportunidad de dejar una particular impronta, en la que los considerandos cinematográficos se dieran la mano con la trascendencia política. Participó de hecho con Dudley Nichols en la elaboración del libreto, y coadyuvó a que los parámetros abstractos de la novela sustrato de Geoffrey Household (Rogue Male, 1939) se convirtieran en una alusión directa y rotunda a la amenaza nazi. Huelga apuntar al respecto el clima aislacionista que se vivía en aquel año –EEUU no entró en la contienda bélica hasta el ataque a Pearl Harbor en diciembre, y hasta entonces muchas eran las voces políticas que defendían una posición neutral ante los graves conflictos transatlánticos y transpacíficos–, y al respecto es un dato trascendente que El hombre atrapado fuera la primera película sobre la guerra que atrajo la atención de la oficina Hays, uno de cuyos portavoces, Joseph Breen, criticó la imagen perversa que el filme ofrecía de los nazis, obligando a efectuar algunos cambios, algo que también aconsejó el capitoste de la Fox Darryl F. Zanuck, y que Lang manejó con tiento para dejar en imágenes intacto el contenido de denuncia que, por razones biográficas obvias, tanto le interesaba.

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De todo ello se puede colegir fácilmente que Man Hunt fue una pieza por la que Lang sintió especial predilección desde su propio proceso de gestación, algo que, per se, no tiene por qué ser equivalente a que ésta sea mejor película que otras que carecen de ese añadido de implicación (pues Lang manufacturó muchas piezas maestras en las que era aparentemente nada más que el realizador puesto tras las cámaras, en EEUU incluso en diversas ocasiones con presupuestos de serie B), pero que, vistos los excelsos resultados cinematográficos, nos confirma que para Lang como para cualquier otro la existencia de una motivación específica adicional a la labor del filmmaking supuso un acicate creativo. Aquí Lang filma una película que, un poco jugando al gato y al ratón como Quive-Smith (George Sanders) y el Capitán Thorndike (Walter Pidgeon) en la propia trama, es cine propagandístico antes de serlo, o enunciado de otra forma, cobija un tanto sus intenciones para alcanzar los efectos deseados, que no son otros que generar una respuesta en el público de clara animadversión hacia los nazis, sin quebrantar para ello la línea de la corrección política. Esa tensión entre lo deliberado y lo oculto se fragua, con gran clarividencia por parte de Lang –y cabe pensar que con la complicidad de Nichols– dejando reposar los considerandos de fondo en otros que en parte obedecen a las convenciones del cine de aventuras y espías y en parte hallan su sustento en la graduación liviana, desenfadada del relato de un encuentro romántico, esto último que sirve para descifrar los pasajes centrales del filme que narran el accidental encuentro y la complicidad que se establece entre Thorndike y la joven (en realidad prostituta, aunque en el filme ese dato quede velado) Jerry (Joan Bennett).

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En ese sentido, Man Hunt es un artefacto cinematográfico mucho más complejo de lo que parecen indicar los enunciados puros sobre los que va progresando, con ritmo endiablado, su trama. A través de su atenta disposición de cada pieza del relato (con especial atención a las subjetivas), de la atractiva formulación tonal, y de la dirección de actores –Lang extrae de Pidgeon, Bennett, Sanders y John Carradine la mesura exacta entre los arquetipos que encarnan y la sustancia carismática que trasciende, en beneficio del discurso, esos arquetipos– el cineasta nos propone una cada vez menos sutil sobreimpresión sombría de las convenciones que va manejando. Una mirada, en fin, que se ubica al principio muy por encima de la supuesta e incendiaria anécdota que articula la trama –la posibilidad accidental, para un cazador experto, Thorndike, de hacer blanco nada menos que en Adolf Hitler–, para ir predisponiendo al espectador, lento pero seguro, para tomarse esa anécdota muy en serio cuando ese metraje termine. Y es que para Fritz Lang hablar de la clase de peligro del que habla no es algo que en ningún caso pueda ser tomado a la ligera.

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Si Thorndike al principio es nada más que un héroe desenfadado de serial, metido en una clase de brete que no le roba el sentido del humor, finalmente cobra conciencia de la gravedad de la situación y se entrega a una causa altruista. En ello sin duda tendrá que ver la maldad de los nazis –dos arquetipos complementarios: el refinado y cínico oficial que tan bien encarna Sanders y el asesino implacable e impertérrito al que da vida Carradine–, de la que conviene retener un dato de relevancia política para el espectador: Quive-Smith intenta falsificar un documento para poderlo utilizar justificando una declaración de guerra contra Gran Bretaña: aquí no importa la congruencia o no del –desopilante, por simple- argumento, sino su significado: la artera estrategia, la provocación, para legitimar la guerra. Pero si el sentido de la justicia de Thorndike, intachable, comparece desde buen principio, la gota que colmará el vaso y que le llevará a la acción es un acto de iniquidad cometido contra la joven e inocente Jerry, (SPOILER) ese asesinato resuelto de forma memorable en over que tiene lugar tras una aún más memorable secuencia, aquélla en la que se despiden el uno del otro por última vez en la noche y en un puente londinense, imagen hermosa cuyo significado lírico cobrará sentido cuando Thorndike conozca la luctuosa noticia de la desaparición de la chica (eliminada del mismo modo como pretenden eliminarle a él: fingiendo un suicidio); de tal modo, Jerry, en las carnes y mirada entrañable e indefensa de Joan Bennett, encarna el sentido último del deber o compromiso de la lucha contra los nazis: la protección de una persona inocente como paráfrasis de la protección de los valores, derechos y garantías de la democracia frente a la amenaza totalitaria.

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Estoy hablando e insistiendo, como vemos, en que todo parte, por supuesto, de los mecanismos de identificación hacia unos y aversión hacia otros que el relato opera en el espectador. Y para ello la trama se condensa en unos diálogos modélicos, a menudo eléctricos, en la utilización de los objetos con precisa intencionalidad simbólica –el rifle con la mirilla telescópica, el alfiler de la gorra de Jerry–, en una progresión de la acción muy marcada por lo físico –haciendo buenos no pocos recursos del cine silente que Lang traslada modélicamente a este tan otro paisaje narrativo–, y en una descripción minimalista de escenarios en los que el trabajo con la cámara y la iluminación echan el resto contra las limitaciones presupuestarias para alambicar un sentimiento anímico cada vez más asfixiante, cada vez más riguroso y más cercano al dramatismo, que obliga al espectador como a los personajes implicados en la trama, al compromiso. Si fuera posible desligar la carga política de la entraña narrativa podríamos decir posiblemente que Man Hunt es una pursuit movie bien trenzada y de efectividad fuera de toda duda. Pero no es posible discernir entre ese espectro aparente y la intencionalidad y alegorías que, cuales dedos invisibles, los sustentan, lo que nos lleva a reconocer (y admirar) unos términos cinematográficos aún más eminentes, y que hacen de la película una pieza clave en el devenir bio-filmográfico del director, que asume gustoso una dialéctica problemática con el espectador norteamericano en la convicción de que, contrariamente a lo que afirma Quive-Smith (que en un momento de la función le dice a Thorndike que “la mentira, como la verdad, son relativas”), hay cosas que quedan más allá de la duda.

PESADILLA

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The Strange Affair of Uncle Harry

Director: Robert Siodmak

Guión: Stephen Longstreet y Keith Winter, según una obra de Thomas Job

 Música: Mario Castelnuovo-Tedesco, Paul Dessau, Hans J. Salter

Fotografía:  Paul Ivano

Intérpretes:  George Sanders, Ella Raines, Geraldine Fitzgerald, Sara Allgood, Moyna MacGill, Samuel S. Hinds

EEUU. 1946. 79 minutos

Cargas familiares y censuras varias

 Cineasta debidamente pero aún no del todo rescatado de la nebulosa de nombres del viejo Hollywood a la categoría de aquéllos que cosecharon una visión propia cinematográfica/artística en aquella era dorada del cine de los estudios y con todos los connaturales condicionantes de la producción industrial, el germano e itinerante Robert Siodmak es particularmente recordado por un puñado de aportaciones al noir a finales de los años cuarenta. Aunque existen otras facetas creativas del mismo que merecen una atención aún por lo general pendiente, en este caso no podemos movernos muy lejos de esas latitudes, si bien podemos romper una lanza por uno de sus filmes menos conocidos de los afiliables a aquel (macro)género. De hecho, Pesadilla (título en español de The Strange Affair of Uncle Harry, que le da comba al terrible gimmick que la Universal terminó esgrimiendo para solucionar en una última secuencia un muy problemático para los censores desarrollo argumental) es una película firmada por Siodmak en 1946 justo antes de abordar los sucesivos y muy celebrados La escalera de caracol (The Spiral Staircase, 1945) y Forajidos (The Killers, 1946), probablemente aún sus títulos más prestigiosos junto con El abrazo de la muerte (Criss-Cross, 1949), y es uno de los diversos títulos –hay muchos, concentrados en apenas un lustro–que, emparentados desde diversos registros concretos a ese universo-descripción generalizante noir, merecen ser reivindicados.

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The Strange Affair of Uncle Harry es, de hecho, en propiedad un dark drama, un drama criminal basado en un conflicto psico-patológico, de corte muy estilado en aquellos años, constituyendo una auténtica corriente que suele merecer como referencia las obras maestras que Edward G. Robinson protagonizó para Fritz Lang, La mujer del cuadro (The Woman in the Window, 1943) y Perversidad (Scarlett Street, 1944), o títulos de Alfred Hitchock como Sospecha (Suspect, 1941), La sombra de una duda (Shadow of a Doubt, 1944) o incluso Recuerda (Spellbound, 1945). El relato que propone al espectador, setenta años después de su realización, sigue causando estupefacción por el arrojo con el que se manejan diversos temas realmente incómodos para la visión inmaculada del american way of life, algunos de los cuales, como se ha dicho, se eludieron de forma tontorrona en una secuencia epilogar que puede perfectamente obviarse (basta con dar por terminada la función en la penúltima y terrible secuencia), pero algunos otros resulta casi chocante que salvaran el escollo tantas veces insalvable de la censura. En este curioso, o más bien maldito, caso del tío Harry que alude el título, Siodmak, desde la división B de la Universal, se enfrenta a un libreto en el que se percibe el fenomenal talento de dos escritores que tuvieron poca suerte en su carrera, y que por tanto hoy nadie recuerda: el primero es el autor de la obra en la que se basa la película, Thomas Job, y el segundo es el autor del libreto, Stephen Longstreet. De uno a otro, nos proponen un percutante, despiadado retrato sobre los pulsos del funcionamiento social en una localidad provinciana (en este caso de New Hampshire) y concretamente en el seno de una familia con apellido ilustre –Quincey, uno de cuyos antepasados, nos relata la primera secuencia de la película, mereció una estatua que aún se halla en uno de los jardines del lugar– que representa la moribunda clase aristocrática, una familia bien que perdió su fortuna en los años de la Depresión y cuyo único miembro masculino, el Harry del título (George Sanders) debe emplearse en un anodino trabajo en una fábrica para mantener a sus dos hermanas y a la única mayordomo que pueden permitirse.

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En esta ocasión, Siodmak no recurre a lo escenográfico y lumínico para inundar las imágenes de una atmósfera determinada, más bien deja progresar el relato en lo visual en una exposición más neutra de lo dramático, que logra el mismo articulado atmosférico de forma más sutil, apoyado precisamente en la sensación de cotidianidad aparente que termina dando lugar a un crescendo inquietante. Para ello cuenta con la aportación de un elenco actoral espléndido, en el que un magistral Sanders se ve replicado por tres mujeres interpretadas por actrices de carácter que tampoco tuvieron demasiada suerte en sus respectivas carreras, Geraldine Fitzgerald, como su posesiva hermana menor Lettie; Ella Raines como su prometida Deborah Brown; y Moyna MacGill como la hermana mayor, Hester. Y cuenta con ese guión tan atento a los detalles coyunturales en su ubicación de lugares y contextos (el retrato de lo comunitario en las secuencias de reuniones en sedes sociales o en la iglesia, opuestos en un determinado momento al encuentro romántico entre Harry y Deborah; las secuencias que discurren en el salón de la morada de los Quincey, o en la habitación de Lettie) como a los mecanismos que conforman ese comportamiento soterradamente perturbado de los personajes (el veneno que Harry encuentra en un cajón del buró del salón, y el modo en que interroga subrepticiamente al respecto a la mayordomo y al farmacéutico que le vendió el producto a Lettie; la secuencia climática de las tazas de chocolate cruzadas). La exposición, tan aparentemente diáfana, termina necesitando casi nada para germinar en los enunciados explosivos que, con apenas ochenta minutos de metraje, el relato convoca y lleva al estadio de lo fatídico.

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Es curioso leer hoy un estudio sobre Robert Siodmak que se publicó en una edición más o menos lejana de la revista Dirigido (número 209, enero 1993) en el que Ramón Freixas, que en ningún momento hablaba de esta Pesadilla pues la desconocía, concedía a la mirada siodmakiana atributos que se reflejan perfectamente en la película que nos ocupa: “El fatalismo, la mirada del escepticismo, la lucidez distanciada, la renuncia a la acentuación sentimental, la soledad de los (anti)héroes, la denuncia de las falsas apariencias, el interés por profundizar en los comportamientos humanos más complejos y por desenmascarar los disfraces de la hipocresía social”. Ello es así, y también afina a constatarlo Freixas, porque Siodmak utiliza el relato criminal para “expresar su visión del mundo, antes que documentar un universo propio”, lo que nos enfrenta a una definición de personalidad y estilo mucho más densa y honda de la que se suele identificar a través de los rasgos más llamativos de la apuesta escenográfica. A través del intencionado relato que maneja, Siodmak nos propone a través de una sencilla fabulación romántica (la chica de ciudad que llega a “rescatar” al hombre de provincias de su existencia cotidiana) un excepcional relato sobre el modo en el que un hombre aparentemente normal y equilibrado puede hallar una encrucijada que lo arroje al límite de sus fuerzas y al replanteamiento de todos los órdenes emocionales, mientras, al mismo tiempo, retrata esa subrepticia condena a la que ese hombre se ve sometido por razón de las cargas familiares que tiene que asumir, condena en la que, por lo demás, esporan no pocos apuntes que refieren lo edípico y lo incestuoso como coda de perfecciomiento de una estructura familiar (correspondiente a un determinado statu quo social) decadente. La verdad es que termina importando poco la inclusión de esa secuencia final en la que, como por arte de birlibirloque, se redime al personaje de su crimen y desesperación aludiendo que lo acaecido en la segunda y clautrofóbica mitad del relato era una mera pesadilla: las pesadillas no sólo se sueñan, también pueden vivirse, y eso es lo que, descontada esa breve secuencia intrusiva final, nos explica, de forma harto contundente, esta excelente película.

 

http://www.imdb.com/title/tt0038123/?ref_=nm_flmg_dr_29

TAMBIÉN SOMOS SERES HUMANOS

Ernie Pyle’s Story of  G.I. Joe

Director: William A. Wellman

Guión: Leopold Atlas, Guy Endore y Philip Stevenson, según textos de Ernie Pyle

Música: Louis Applebaum y Ann Ronell

Fotografía:  Russell Metty

Intérpretes:  Burgess Meredith, Robert Mitchum, Freddie Steele,

Wally Cassell, Jimmy Lloyd, John R. Reilly, William Murphy

EEUU. 1945. 107 minutos

  

Hombres de infantería

Aunque en algunas antologías sobre cine bélico aún sobrevivan las referencias a esta También somos seres humanos (1945), no se trata de una de las películas más recordadas del maestro William A. Wellman (a su vez, cineasta mucho menos recordado de lo que se debiera, de quien se suele sacar a colación Beau Geste y algunos de sus excelentes westerns, pero cuyo largo corpus filmográfico aún tiene, al menos en nuestro país, pendiente –y parece mentira– el necesario levantamiento del velo que supondrá un exhaustivo estudio), y de un modo indudable es un filme poco o mal conocido por el público en general, un imaginario popular que en cambio ha retenido un bastante nutrido grupo de filmes dedicados a la Segunda Guerra Mundial, a pesar de tratarse éste que nos ocupa –y lo fue en el momento de su estreno, y lo sigue siendo ahora, desde la perspectiva historiográfica– de uno de los filmes probablemente más valiosos que existen sobre aquel conflicto, y que, a tono con lo anterior, y como comentaremos más adelante, ha sido un título muy influyente.

 

El filme se estrenó poco antes de la rendición alemana, por tanto se trataba de una película de actualidad, que, y ahí radica el quid de la cuestión, por su naturaleza radiográfica –desde el guión a la puesta en escena de Wellman- se desmarcaba un tanto (o un mucho) del carácter propagandístico del grueso de las obras coetáneas y se escoraba, de forma harto valiente, por el retrato de valor periodístico. Aquel mismo año Norman Mailer firmaba su primera novela, Los desnudos y los muertos, con la que esta The Story of G.I. Joe guarda indudables puntos de contacto. En ambas, el hilo conductor resulta ser la ebullición anímica de los personajes protagonistas, soldados, y no tanto la misión o misiones que deben llevar a cabo. Empero, en la novela de Mailer, cuya importancia sí se mide –entre otras cosas- en la profundida sociológica –y al mismo tiempo psicologista- en la exposición de la tipología de personajes que se dan cita en el campo de batalla, sí existía un marcado patrón argumental, el relato de una misión, algo más difuso en el filme que nos ocupa –que sí relata el avance de las tropas por territorio italiano, en dirección a Roma, pero de un modo inconcreto, pues no es el destino sino el itinere lo que interesa–; además, Mailer pretendía una radiografía más completa de las instancias militares y las jerarquías, y careaba el relato de soldados rasos con el de mandos intermedios e incluso un General. Por el contrario, y como el propio título original del filme clarifica (que podríamos traducir por algo así como “La historia del soldado de a pie”), The Story of G.I. Joe nos instala del primer al último minuto de metraje en el día a día de los soldados rasos de infantería, acompañados y observados por un periodista, Ernie Pyle (Burgess Meredith), personaje real que fue corresponsal de guerra –que murió fatídicamente poco antes del estreno de la película– y cuyas memorias en el frente bélico son las que componen el mosaico narrativo que Leopold Atlas y Guy Endore concretan en el libreto y Wellman pone en solfa cinematográfica.

 

De tal modo, También somos seres humanos se erige en un humilde cuaderno de memorias de una división cualquiera de la infantería del ejército de los EEUU. Cuaderno desgajado pero muy intencionado, sencillo en su postulación pero denso en su alcance psicológico, que avanza proverbialmente entre la glosa de la violencia en la refriega bélica y los momentos, que no deberíamos llamar de distensión, en los que las campañas bélicas avanzan o descansan antes y después de cada enfrentamiento con las armas. Cuaderno desbordante de humanismo, lo que explica su temperatura melancólica, a menudo febril, pues pocas realidades son más lúgubres para una colectividad que el servicio en una guerra, que es la convivencia constante con el miedo, la incertidumbre y la barbarie, concepto éste que es el que atraviesa el relato de forma meridiana, ello bosquejado a través de los crudos avatares de diversos personajes a quienes, como ancla narrativa, Ernie conoce y acompaña, y de quienes, como se plasma en una secuencia concreta del filme, cuando dispone de una ocasión escribe unas líneas.

 

No es esta una película espectacular, y ni siquiera se recrea en el relato visual de los enfrentamientos bélicos, desglosados más bien a través de las bombas que dejan los escenarios en descomposición y el sonido de esas deflagraciones –constante, muchas veces como contrapartida agria, recordatorio desde lo auditivo para el espectador, de las secuencias en las que se narra el asueto de los soldados–. Esta historia o más bien historias entrelazadas de diversos soldados anónimos se centra más bien, precisamente, en la vida, las penosas condiciones de vida, y en ello se incluyen las penurias físicas y logísticas y también, muy especialmente, las penurias del pensamiento y el espíritu, cuestiones como la ansiedad, la desorientación o la nostalgia por el hogar, que son las que dotan al filme de un hermoso ribeteado lírico que es el que termina de apropiarse del todo, ribeteado acogido en las propias situaciones planteadas –algunas trágicas, y otras desenfadadas, pero estas últimas siempre contrastadas por una ironía o un elemento amargo que las empaña– y en la forma directa y nada sofisticada que tiene Wellman de filmar a los personajes, individualmente o en sugestivas composiciones de lo coral, siempre bañadas por una labor fotográfica genial de Russell Metty, en cuyas texturas muy contrastadas, de una belleza plástica indudable, las proposiciones dramáticas encuentran un corolario tonal que tiende a lo abstracto, a las nociones realistas que abanderan las intenciones del todo.

Estos héroes anónimos de Ernie Pyle y William Wellman son indudablemente de la misma ralea que aquéllos de quienes Samuel Fuller nos habló en su ambiciosa y también excelente Uno Rojo: División de Choque (1980), en la que Fuller quiso impresionar sus recuerdos en los campos de batalla alcanzando una tesis que es la misma que contiene este filme de 1945, tesis que nos habla, sin cacareos pero tampoco evasivas, de  la supervivencia como única coda de la guerra para sus sacrificados participantes. Sin embargo, en otras latitudes de la sintaxis cinematográfica, más cercana a los gustos del gran público, También somos seres humanos también reclama una cabal influencia: pienso en Hermanos de sangre (2001) y quizá especialmente The Pacific (2010), las dos magistrales miniseries que Steven Spielberg y Tom Hanks produjeron para la HBO, herederas directas y naturales de Salvar al Soldado Ryan (1998) que, acercándose a las latitudes del filme de Wellman, abandonaban progresivamente las aspiraciones de centrar el relato en hechos concretos para sondear, de forma intensa –en este caso, según una fórmula espectacular pero no por ello menos cruda–, en los entresijos vitales, emotivos, espirituales de los protagonistas del enfrentamiento en los campos de batalla. Y es que la sombra de Wellman es, como comentaba al principio de la reseña, mucho más larga de lo que por lo general se admite o siquiera se imagina.

http://www.imdb.com/title/tt0038120/

PERVERSIDAD

Scarlett Street

Director: Fritz Lang

Guión: Dudley Nichols, según la novela de Georges deLa Fouchardière.

Intérpretes: Edward G. Robinson, Joan Bennett, Dan Duryea, Margaret Lindsay, Rosalind Ivan, Jess Barker, Charles Kemper

Música: Hans J. Salter

Fotografía: Milton R. Krasner

Montaje: Arthur Hilton

EEUU. 1945. 101 minutos

 

Realizada en 1945, en la entraña del ciclo central de aportaciones al noir que en la década de los cuarenta Fritz Lang, Scarlett  Street siempre es comparada con la previa The Woman in the Window, no tanto en consideración al hecho de que los mismos actores, Edward G. Robinson y Joan Bennett, encarnaran a los personajes protagonistas cuanto a las innegables similitudes existentes en ambas películas en lo concerniente a los perfiles psicológicos de cada uno de esos personajes. Esta Perversidad, en ese sentido, más que relacionarse con La Mujer del Cuadro, puede verse como una obra a partir de la cual se introducen una serie de variaciones narrativas a partir de una categorización desde lo social parcialmente distinta. Variación que enriquece una mirada, la de Lang, que prosigue su vehemente estudio de las pulsiones psicológicas más oscuras.

 

Conexión Wanger

Perversidad fue producida por la compañía Diana Productions, creada por Walter Wanger en asociación con Joan Bennett, por aquel entonces su esposa, más Fritz Lang y Dudley Nichols, guionista de esta película, fórmula imprescindible para que el equipo mantuviera una cierta independencia creativa y pudiera desarrollar unas líneas temáticas (y unos sistemas de representación) sin duda más complejas (y turbias) de lo aceptado según los cánones comerciales –y, como reverso de la moneda, aprovechando el talento constrastado de todos ellos para conseguir que la Universal distribuyera la película. La conjunción entre la labor de Nichols, que confeccionó un soberbio libreto a partir de un relato del novelista francés Georges de La Fouchardière (La Chienne, que Jean Renoir ya llevara a la gran pantalla en 1931 bajo el título homónimo) y la exploración visual cargada de matices y puertas a la sugerencia que nos entregó Lang convierten la pieza en un inmarcesible exponente del mejor cine negro de todos los tiempos, una obra que consigue mixturar la crónica criminal con lo melodramático con una fuerza incontestable, desbordante, tan arrebatadora como fascinante.

 

El hombre del traje gris

Al igual que en La Mujer del Cuadro la bella Joan Bennett se erige en el ideal romántico soñado del personaje encarnado por Robinson (aquí llamado Christopher Cross, nombre que habilita el juego de palabras con la expresión criss cross); aún afinando más, la forma de alcanzar ese inalcanzable pasa por la liberación de ciertos instintos reprimidos del protagonista (un acto de violencia, en este caso acudir al rescate de una dama en apuros); en ambas obras él se muestra en todo momento dócil ante la presencia y cualesquiera palabras de ella (tal como si asumiera que resulta legítimo plantear una relación desigual a la vista de las diferencias de edad y belleza entre ambos). Pero lo que en esta Scarlett Street varía, y a lo que el filme le dedica, sobretodo en su primera mitad de metraje, muchos esfuerzos descriptivos, es la condición social del protagonista, un hombre al que conocemos en una fiesta en la que es homenajeado por su jefe, un banquero que le agradece sus largos años de fidelidad en el grisáceo puesto de cajero, y a quien después veremos que mantiene una relación de miedo reverencial hacia una esposa con quien contrajo matrimonio un poco por accidente, un poco más para sostener un statu quo económico digno, después de que ella enviudara (de un hombre cuyo retrato sigue presidiendo el salón de la morada en la que viven), habiendo asumido, sin rechistar, el rol de recambio de ocasión, como si intención nunca hubiera sido otra que la de vivir su soledad de forma acompañada. Chris Cross, en fin, es un hombre que sólo halla una vía de escape de su anodina existencia cuando se dedica a su hobbie, pintar unos cuadros que nunca ni siquiera ha intentado vender, y en los que deja la impronta de su soterrado deseo de violentar la realidad.

 

Chris, Kitty y Johnny

En el desarrollo dramático del filme, Kitty (Bennett) finge enamorarse de Chris para extorsionarle sutilmente; primero, pidiéndole dinero; después aprovechándose de su talento como pintor cuando accidentalmente descubre que unos marchantes de arte valoran muy positivamente su habilidad plástica y personalidad artística, llegando al punto que ella se hace pasar por la autora de esos cuadros que Chris dejaba siempre sin firmar, primero a espaldas de su amante, y luego haciéndole creer que es mejor así (que Chris así lo crea es la demostración definitiva de la patética situación de dependencia emocional que éste ha desarrollado hacia Kitty, lo que se ejemplifica de forma soberbia en esa escena en la que él le pide pintarle las uñas, y la cámara nos muestra la reacción de ella en un sugestivo plano medio de la actriz, cuyo personaje, con voz sinuosa que esconde toneladas de cinismo, le responde: “serán obras maestras”). Sin embargo, hay un elemento dramático de primer orden que modula ese perfil dramático (y de paso la aportación a la figura de la femme fatale que efectúa el personaje que viste la piel de Bennett), y que nos acerca a la auténtica y más compleja dimensión espiritual de la película: por mucho que el personaje de Chris sea el protagonista de la película, pues es su historia la que nos es contada, no se trata de un relato subjetivo, y Nichols nos explica con detalle la motivación que lleva a Kitty a actuar del modo en que lo hace: al igual que la razón de Chris, la de ella está velada por un fortísimo sentimiento de amor hacia otra persona que, al igual que ella respecto de Chris, no es correspondido; y aquí entra el tercero en discordia, Johnny, el mafioso de baja estofa que encarna Dan Duryea, cerebro de la extorsión a la que Chris es sometido, que en todo momento revela a las claras su desprecio por Kitty, sea de palabra o de obra (pues la abofetea tranquilamente sin que ella se revuelva nunca), al punto que lo podemos identificar como un paradigma de la figura del proxeneta en el imaginario del cine clásico. Sentados así los términos, Chris y Kitty comparten en el tejido pesimista del relato su condición de absolutos parias, seres de inteligencia limitada y pensamientos castrados por un sentimiento de dependencia que creen en falso tener cubierto.

 

Frenesí

Todo ello, que en parte halla un encaje idóneo en la lectura en clave de discurso sobre el determinismo social, se decanta furiosamente hacia la abstracción psicológica y moral desde el fatídico instante en el que Chris, tras descubrir la mascarada (y sufrir, de añadido, una vejación verbal de la amante que creyó en falso tener) se deja llevar por sus obcecados impulsos de asesinarla. Al hacerlo, y aunque se acabe condenando a Johnny por ese asesinato por razones circunstanciales (por cierto, que no puede calificarse por menos que modélico el brevísimo pasaje que reproduce la vista oral del juicio e incluso el instante en el que Johnny recorre la milla verde: bastan tres minutos para revelar, además con toda la dimensión trágica que requiere la historia, lo que suele ocupar una gran parte de metraje en el cine actual), Chris se ha condenado a sí mismo. La relevancia que el relato le había conferido a su condición de artista se resuelve con una mentira (que Chris emite en el juicio para evitar que se sepa la verdad y, en consecuencia, quede él bajo sospecha): así, Chris no sólo ha perdido todas sus esperanzas en ver al fin materializadas las expectativas sentimentales que cualquier persona debería reclamar para sí en su vida, sino que también pierde su válvula de escape, su prestigio transferido para siempre a la persona a la que le dio y después le quitó todo (en ese sentido, la imagen de la última secuencia en la que vemos el retrato de Kitty, siendo transportado tras haber sido vendido, se nos antoja como una suerte de ritual de momificación de una parte de su alma: la del artista y su representación: el afán de trascendencia).

 

La nada

No cuesta decir que el cierre de Perversidad es uno de los más sobrecogedores de la Historia del Cine. No tanto por su definición argumental, irreprochable, cuanto por su materialización estética. Primero en esa secuencia pavorosa en la que Chris, en la soledad de su apartamento, empieza a escuchar las voces de los difuntos Kitty y Johnny, fantasmas que han venido para atormentarle, que han llegado para quedarse (secuencia sobre la que, tantos años después, Woody Allen edificaría el cierre de Match Point). Acto seguido, la secuencia final, que se inicia en el ya mencionado traslado del retrato que Chris pintó de Kitty alguna vez, y que continúa con una grúa elevándose de la imagen del personaje siguiendo pesadamente su camino por una calle neoyorquina: en una solución visual impresionante, Lang vacía literalmente de gente la que un instante antes era una bulliciosa avenida, para entregarnos así, al fin, el plano subjetivo de Chris, condenado a una horrorosa soledad. Si el protagonista de La Mujer del Cuadro al final dejaba atrás un mal sueño, Chris en cambio despierta en una pesadilla que le acompañará hasta el último aliento.

http://www.imdb.com/title/tt0038057/

http://www.noiroftheweek.com/2005/12/scarlet-street-1945-12052005.html

http://eddieonfilm.blogspot.com/2010/02/no-one-escapes-punishment.html

http://newyorkfilmreview.typepad.com/new_york_film_review/2007/08/scenes-from-a-b.html

http://mubi.com/notebook/posts/tuesday-morning-foreign-region-dvd-report-obsessive-collector-edition-scarlet-street-fritz-lang-1945

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MERCADO DE LADRONES

Thieves’ Highway

Dirección: Jules Dassin

Guión: A.I. Bezzerides, según su propia novela

Intérpretes: Richard Conte, Valentina Cortese,  Lee J. Cobb,  Barbara Lawrence, Jack Oakie, Millard Mitchell, Joseph Pevney 

Música:  Alfred Newman y Cyril J. Mockridge 

Fotografía:  Norbert Brodine

EEUU. 1949. 91 minutos.

 

Bezzerides’

Uno de tantos nombres propios llenos de talento y temperamento plasmados en lo fílmico y que hoy resultan bastante olvidados es el de A.I. «Buzz» Bezzerides (1908–2007), autor de tres novelas y diversos guiones asociados con el universo del noir, que cimentó su prestigio con su primera novela, The Long Haul (1938), cuyos derechos la Warner adquirió por 2000 dólares para producir Pasión ciega (They Drive By Night, Raoul Walsh, 194-), y que nos dejaría un magnífico legado como guionista, a menudo adaptando material ajeno, con títulos como La hija del pecado (Desert Fury, Lewis Allen, 1947), La casa en la sombra (On Dangerous Ground, Nicholas Ray, 1952), El rastro de la pantera (Track of the Cat, William Wellman, 1954) o El beso mortal (Kiss Me Deadly, Robert Aldrich, 1955). Fue el propio Bezzerides quien escribió la adaptación de su tercera novela, Thieves’ Market (1949), protagonizada por un hijo de inmigrantes griegos como lo era él mismo, y convertida ese mismo año en el filme que nos ocupa, Thieves’ Highway.  Jules Dassin la filmó muy deprisa, acuciado como ya estaba por la telaraña que la infame caza de brujas del senador MacCarthy estaba entretejiendo, y de cuya funesta influencia sólo pudo librarse huyendo poco después a Londres, donde al año siguiente filmaría la mayúscula La noche y la ciudad (Night & the City).

 

Por un puñado de dólares

Como tantos otros espléndidos directores, Dassin manifestó en diversas ocasiones cierto disgusto por el resultado cinematográfico de su obra, y ésta en concreto. Como ellos, a menudo la autocrítica sólo debe aplicarse a ese ámbito, el privado, porque lo cierto es que Mercado de ladrones es una película espléndida, en la que quizá el único defecto que hoy cabe subrayar, por otra parte compartido con tantas otras películas de su tiempo y lugar de filiación, es que algunos de sus planteamientos son malbaratados en una solución excesivamente gráfica y de un optimismo tan forzado que revela inconsistencias argumentales, como aquí puede ser el papel decisivo que juega la policía para terminar con las fechorías de alguien, Figlia, al que suponíamos que se hallaba al margen de la ley. (Nota bene: a esas imposiciones de finales felices cabe recetar, yo a menudo lo hago, el análisis de la obra sin recurrir al último anclaje –que no anclaje último– de ese happy end.) El filme retrata, con esa fórmula verista que tan bien sabía plantear en imágenes Dassin, las crasas injusticias que eran (¿o son?) el pan de cada día en el funcionamiento del comercio, en este caso en el ámbito de las frutas y verduras, donde los agricultores perciben un precio nimio por unas manzanas de calidad, los transportistas se juegan la suerte para recuperar su inversión, y los intermediarios (ese mayorista-gángster de baja estofa que, al ser encarnado por Lee J. Cobb, nos evoca invariablemente otra película relacionada con la explotación laboral, la posterior y más célebre La ley del silencio/On the Waterfront, de Elia Kazan (1954)) se lucran de forma poco menos que pornográfica a costa de hacer valer esa calidad de partida en el consumidor final. En su radiografía de esa penosa realidad oculta bajo el funcionamiento económico ordinario, resulta fácil sacar a colación los discursos sociales propios de los terribles años de la Depression, pero debe llamarse la atención sobre el hecho de que el relato deja bien clara su ubicación en los años siguientes a la Segunda Guerra Mundial, y por tanto cuando aquellos postulados del periodo rooseveltiano ya habían sido transmutados en el aliento ideológico de la nación americana (en el arranque de la película, Nick, el protagonista, regresa a casa tras su larga campaña en la milicia, para descubrir que ciertos valores de esa democracia que defendía al otro lado del mundo no se materializaban en su país, como atestigua la condición parapléjica de su padre, que pagó con sus piernas el precio de intentar hacer negocios en igualdad de condiciones con el ruin y alevoso mayorista Mike Figlia (Cobb)).

 

Conciencias

La naturaleza idiosincrásica de la firma de Dassin, ese verismo expositivo, impone sus reglas desde la premisa de partida, que viene marcada por algo tan subjetivo como un afán de venganza, pero en cambio desgrana sus bazas haciendo especial hincapié en la descripción pormenorizada de los elementos externos y objetivos (la dinámica de la recolecta, transporte y venta de las manzanas en el mercado de abastos), y sus agentes implicados, perfilados de forma que se subrayan las desigualdades entre quienes manejan las asimétricas reglas del mercado (Figlia, su personalidad excepcionalmente matizada por la interpretación de Cobb) y quienes deben doblegarse o ser vencidos por ellas, por razones idealistas (a poco de pensarlo, la forma con la que Nick pretende retribuir lo acaecido con su padre se lee, al menos antes de que los acontecimientos se precipitan, en términos de exclusiva dignidad: pretende vender esta vez al precio que corresponde), o por la mera supervivencia material (ello representado en los dos focos humanos complementarios del protagonista: el camionero Ed (Millard Mitchell), profesional curtido pero honesto que llegará a salvar la vida de Nick cuando éste sufre un percance con su vehículo; y Rica (Valentina Cortese), la paria contratada por Figlia para distraer la atención de Nick y con quien acabará estrechando unos lazos sentimentales en los que –sobre todo teniendo en cuenta el modo (sin duda, poco trabajado) en el que se despacha narrativamente el personaje de la acaudalada prometida de Nick– aflora un sentimiento compartido de conciencia de clase).

 

El filo del noir

En la definición estética de todos estos componentes de corte radiográfico y más o menos naturalista es donde Dassin estampa sus magníficos dotes como cineasta. A través de elementos bien diversos. Por un lado, la magnífica temperatura dramática que extrae del dueto protagonista en las diversas secuencias en las que se relata su intimidad, forjada desde el desangelo (destaco, por supuesto, esos planos cortos en los que los actores comparten y llenan los encuadres, pero también otras soluciones magníficas, como aquélla imagen en la que vemos a Rica contemplar la secuencia en la que Nick habla por teléfono con su prometida desde la máquina de tábaco, que incorpora un espejo que carea las dos orillas de la circunstancialidad). Por el otro lado, el tratamiento de los escenarios (especialmente ese bullicioso mercado de abastos, pero también el campo de recolección de manzanas, y, por supuesto, las imágenes de la carretera, puntuadas por esos planos que nos muestran cómo se acerca Ed a ese destino, San Francisco, que nunca alcanzará), epígrafe bajo el que podemos hacer mención a esas dos llamativas composiciones filmadas en exteriores aprovechando con sapiencia la profundidad de campo para dotar de referencia simbólica a esas manzanas que constituyen los portes del comercio y que se hallan desperdigadas por obra de una mano airada (la del recolector) o de un funesto accidente (el que sufre Ed). Y finalmente, estableciendo un visible puente entre las dos majestuosas películas a las que ésta se intercala en su filmografía (La ciudad desnuda/ The Naked City (1948) y la citada La noche y la ciudad), el arrebatador trabajo con la composición de lo lumínico (firmado por Norbert Brodine) en los exteriores nocturnos, especialmente la terrible secuencia, con la cámara en constante movimiento, en la que Nick es agredido y acto seguido los delincuentes persiguen por entre las sombras a su acompañante, Rica. Si el noir es un estado de ánimo, secuencias como ésta precisan mucho los términos de la valiosa aportación que para el género significó el cine de Dassin, expresiva, y al mismo tiempo plástica plasmación estética de los condicionantes ideológicos sustantivos. Se trata de uno de los más sobresalientes elementos de su legado fílmico, y al mismo tiempo, agria paradoja, de la mayor evidencia por la que fue perseguido.

http://www.imdb.com/title/tt0041958/fullcredits#cast

http://www.noiroftheweek.com/2009/03/thieves-highway-1949.html

http://www.dvdtalk.com/reviews/14343/thieves-highway-criterion-collection/

http://happyotter666.blogspot.com/2010/09/thieves-highway-1949.html

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LOS VERDUGOS TAMBIÉN MUEREN

Hangmen Also Die!

Director:  Fritz Lang

Guión: Bertolt Brecht, Fritz Lang y John Wexley

Intérpretes: Brian Donlevy, Anna Lee, Walter Brennan, Gene Lockhart, Dennis O’Keefe, Alexander Granach, Margaret Wycherly, Hans Heinrich von Twardowski

Música: Hanns Eisler

Fotografía: James Wong Howe

EEUU. 1943. 130 minutos

El ciclo antinazi, y la conexión Brecht

No se cuenta entre lo más celebrado de la inapelable filmografía de Friedrich Christian Anton Lang, pero los sobradamente conocidos motivos biográficos implicados ya prefiguran el indudable interés que las diversas películas sobre el nazismo que Lang firmó durante los años de la Segunda Guerra Mundial en los EEUU. La película que nos ocupa, Hangmen Also Die! es el segundo de los títulos del denominado ciclo anti-nazi que iniciara un par de años antes con El hombre atrapado (Man Hunt, 1941) y que continuaría con otras dos obras, la inmediata El ministerio del miedo (Ministry of Fear, 1944), y Clandestino y Caballero (Cloak and Dagger, 1946), ésta última firmada tras la finalización del conflicto y cuando el cineasta ya había empezado a rubricar algunas de sus memorables aportaciones al noir americano, concretamente las dos protagonizadas por Edward G. Robinson, La mujer del cuadro (Woman in the Window, 1944) y Perversidad (Scarlett Street, 1945). De esta Los verdugos también mueren debemos retener un dato trascendente relativo al nivel de implicación de Lang en su confección: se trata del único caso de entre los cuatro que conforman el ciclo en el que el vienés participó en lides de productor y, también, como guionista; en este último apartado la polémica ha acompañado la película para la posteridad: Lang co-firmó el guión con nada menos que (el también emigrado de Alemania) Bertolt Brecht (que efectuó aquí la única contribución a una película de Hollywood) y con un tercero, John Wexley, si bien Brecht manifestó sentirse muy decepcionado con el resultado final, por los cambios sufridos en la revisión del libreto respecto de sus aportaciones, mientras que Wexley reclamaba la totalidad de la autoría del mismo; para acabar de rematar el entuerto, otras fuentes refieren que la labor de Wexley se limitó a poco más que la traducción del texto originariamente escrito en alemán por Lang y Brecht… El caso es que en los créditos Wexley consta como único guionista (screenplay), mientras que Lang y Brecht aparecen como autores de la historia (story), y lo único que humildemente puedo aseverar al respecto es que diversas estrategias narrativas ensayadas previamente por el cineasta en otras películas, desde Los Nibelungos a, sobre todo, M, el vampiro de Dusseldorff, son evocadas claramente en esta obra, mientras que la pista sobre el espíritu de la aportación artística de Brecht resulta igualmente notoria en el planteamiento de los términos descriptivos que atañen a la coralidad de la comunidad praguense. Sobre todo ello volveremos un poco más adelante.

“No surrender”

El relato, aunque cimentado sobre licencias creativas de toda índole, está basado en un hecho real, el asesinato del Reichsprotektor de Praga Reinhard Heydrich, cometido el 27 de mayo de 1942 por agentes checos del Servicio Secreto Británico. Heydrich era uno de los hombres fuertes del aparato hitleriano, y número 2 de las SS, lo que quizá explique las razones por las que, en la única secuencia del filme en la que aparece esté encarnado de forma tan vitriólica por Hans Heinrich von Twardowski –actor, por cierto, que había iniciado su colaboración con Lang mucho tiempo atrás, en El gabinete del Doctor Caligari (Das Kabinett des Doktor Caligari, Robert Wiene, 1919)-. Aunque de hecho, excepción hecha del inspector de la Gestapo Alois Gruber –de matizado perfil como investigador del caso, matices que el actor Alexander Granach defiende con suma convicción– y del empresario traidor a la causa Emil Czaka –igual de portentosamente encarnado por Gene Lockhart–, todos los nazis que aparecen en la película están capturados de forma plana o a lo sumo caricaturesca, pues constituyen, en el corpus narrativo y las intenciones de la película, un único personaje, en constante deriva hacia la abstracción política, y que ya viene definido en el propio título, Hangmen/Verdugos. Y es que la película reclama su carta de naturaleza precisamente en esos términos políticos, a modo de encendida loa de la resistencia civil, en este caso del pueblo checo, y ni esos verdugos ni siquiera el asesino del capitoste nazi –el Dr. Franticek Svoboda (Brian Donlevy)–, titulares priorísticos del relato criminal, pueden eclipsar el protagonismo de esa comunidad, cuya principal arma no es otra que su inquebrantable univocidad ciudadana, la convicción y la defensa de sus valores nacionales. Poco antes, Jean Renoir ya había tratado esa cuestión en su película Esta tierra es mía (This Land is Mine, 1941), pero donde Renoir primaba un retrato dramático en primera persona –la toma de conciencia del profesor paria que interpreta Charles Laughton–, Lang pone en solfa el complejo mosaico de la colectividad. De hecho, sí que se utiliza a un personaje vector, el de Masha Novotny (Anna Lee), en esos parámetros referidos a la conciencia individual, pero la determinación del personaje, que era solución en la obra de Renoir, aquí se anuncia ya en los primeros compases (cuando la chica miente ala Gestapo para que no encuentren al fugitivo) y se resuelve a mitad de metraje –tras una por otro lado magnífica edificación de ese conflicto particular–.

Arquitectura narrativa

Una de las innumerables cosas que nos demuestra la Historiadel Cine es que no resulta nada fácil urdir de forma convincente un relato que pivote en el mismo funcionamiento social, por intencionado que éste sea, y mucho menos referir la actuación de una colectividad bajo un pabellón organizativo indefinido, sui generis, como es el caso del pueblo praguense en la película. Pero sucede que Fritz Lang había firmado poco más de una década antes la citada M, el vampiro de Düsseldorff, que probablemente merezca ser considerada como una especie de Capilla Sixtina cinematográfica de esos arduos parámetros narrativos, por lo que no es de extrañar que en Hangmen Also Die!, cuya propuesta no alcanza la complejidad del título anterior, Lang se mueva con tan suma solvencia, pasmosa convicción, diría, en el proceso de desgranar con coherencia un devenir narrativo sostenido en los actos de múltiples agentes (y, por idéntica razón, no extraña hallar algunas soluciones de proverbialidad rítmica directamente extraídas del citado título, como aquélla en la que se encadenan por arte de montaje las diversas declaraciones ante la Gestapo que efectúan los diversos miembros de la familia Novotny, o situaciones también calcadas, como aquélla en la que Masha es increpada por un tumulto de gente al conocer que se dirige hacia la oficina de la Gestapo). A todo lo anterior es de justicia añadir el ingrediente asociado a Brecht, que envilece más si cabe el cuadro sobre la injusticia a través de la intencionada descripción de los roles que desempeñan ciertos personajes en sintonía con su situación en el escalafón social, del inquino y millonario empresario de las cervezas Czaka a la maltratada anciana vendedora de flores (y no es ocioso añadir al respecto un dato llamativo: años después de su estreno, el Comité de Actividades Antiamericanas calificó la película de subversiva, por contener diálogos que podían ser considerados pro-comunistas, razón por la que la obra se halló fuera de circulación en los Estados Unidos hasta bien entrados los años setenta del siglo pasado).

Masterpiece

Así establecidos los términos, la película parte de las premisas y motivos del relato criminal al uso, pero propone una audaz reubicación de las piezas del engranaje, al tiempo que las aboca a una ecuación más compleja (sostenida en el discurso ideológico de fondo) de aquélla a la que el espectador suele estar acostumbrado. Merced de la suma soltura de Lang en la lectura de esa ecuación, el ritmo de la película es trepidante, y devora la atención de ese mismo espectador desde el mismo arranque en un crescendo de acciones y reacciones, ya bien definidas y estructuradas en el libreto, pero que alcanzan el genio al ser plasmadas en lo visual de un modo electrizante, como fuegos cruzados en la quintaesencial definición de la intriga. Ese abordaje desde el respeto de las reglas del juego genérico revierte en absoluto beneficio de las intenciones de propaganda política insertos en la obra, al conseguir balancear la inercia envolvente, absorbente, del devenir de las investigaciones de unos y conspiraciones de otros, con aquellas otras secuencias en las que, con un toque entre lo solemne y el calado romántico, la narración se detiene a dar voz a las víctimas (en general, los pasajes que discurren en el barracón en el que se hallan recluidos los praguenses que la Gestapo retiene a modo de amenaza a la ciudadanía por su falta de colaboración –amenaza que va cumpliendo mediante una aniquilación progresiva–, y en particular, los speech, la dicción, el completo sentido de la presencia e interpretación que Walter Brennan efecúa del padre de Masha, el profesor Novotny). Aunque quizá aún más apasionante resulte -relacionado con lo anterior, aunque en parte por la vía de la oposición- el modo en el que Lang, con el inestimable apoyo del operador lumínico James Wong Howe, recoge el legado del expresionismo alemán y lo proyecta a la espiritualidad misma del relato, mediante soluciones escénicas –de elecciones de encuadre o angulaciones de cámara, de utilización de claroscuros– a veces muy llamativas, otras más sutiles, pero que van asentando la cualidad incierta, opresiva, funesta, pavorosa de esa ocupación a la que el pueblo de Praga se halla sometido, marco trágico que esas imágenes hacen genuíno para plasmar, sobre ellas, el discurso. No es de recibo, a la luz de tan apabullante aportación en términos estrictamente cinematográficos, desmerecer la película bajo argumentos que se escoran en la crítica al modo en el que canaliza su intencionalidad, para algunos considerada demasiado obvia, evidentemente observándola en contexto distante, sobre la (sólo aparentemente) fraguada cuestión de los terribles acontecimientos que asolaron Europa entre 1939 y 1945. Ni es necesario desmerecer ninguna otra película de Fritz Lang para afirmar rotundamente que Los verdugos también mueren es, también, una obra maestra.

http://www.imdb.es/title/tt0035966/fullcredits#writers

http://mikegrost.com/lang.htm#Hangmen

http://babel36.wordpress.com/2010/03/29/los-verdugos-tambien-mueren-hangmen-also-die-de-fritz-lang/

http://segundaguerramundialenelcine.blogspot.com/2011/02/los-verdugos-tambien-mueren-hangmen.html

Todas las imágenes pertenecen a sus autores

THE HIDDEN ROOM/OBSESSION

The Hidden Room/Obsession

Director: Edward Dmytryk.

Guión: Alec Coppel, según una novela propia

Intérpretes: Robert Newton, Sally Gray, Phil Brown, Naunton Wayne,  James Harcourt,  Betty Cooper, Michael Balfour 

Música: Nino Rota

Fotografía: C.M. Pennington-Richards  

  Reino Unido. 1949. 91 minutos

 

Cuadro psicológico malsano

José María Latorre escribió de esta película de Edward Dmytryk que “cada plano incorpora su reverso siniestro” (en el libreto anexo al dvd de la película editado por Tribanda, en un pack sobre “La Lista Negra” que también incluye “La Sal de la Tierra”, de Herbert J. Biberman), lo que supone una elocuente forma de hablar del cuadro psicológico malsano que sustenta las piezas de este (por lo demás bien curioso) relato criminal.  Dmytryk la firmó poco después de las magníficas contribuciones al cine negro que realizó para la RKO –entre ellas, Historia de un Detective y Encrucijada de Odios–, pero en circunstancias personales y profesionales bien distintas: The Hidden Room (o Obsession, se conoce al filme por los dos nombres) fue su primera obra filmada en su exilio a Gran Bretaña causado por su condición de blacklisted. Tomando como material de partida la novela “A man about a dog”, escrita y convertida en guion por Alec Coppel, la película nos muestra un sofisticado método de tortura psicológica: el doctor Clive Riordan (Robert Newton), un marido envilecido por las constantes infidelidades de su esposa Storm (Sally Gray), decide vengarse de ella asesinando a su último amante, a la sazón amigo suyo, el norteamericano Bill Kronin (Phil Brown), no como acto inmediato fruto de la obcecación (aunque el móvil, pasional, sí lo es) sino de un modo tan calculado como cruel, cual es el mantener al tipo secuestrado durante meses para, cuando la noticia de ese secuestro y las investigaciones policiales del mismo se hayan apaivagado, consumar su ambición homicida.

 

         Entre lo terrorífico y lo patético

El guión de Coppel, a menudo brillante, aún más a menudo cínico, focaliza el relato en el asimétrico triángulo sentimental, o más bien en el retrato de la personalidad psicopática del protagonista, plasmada mediante los careos que mantiene con su víctima en la habitación oculta, las idas y venidas a la cual constituyen la atractiva coda narrativa del filme hasta su solución, en la que interviene un detective de Scotland Yard, Fimsbury (Naunton Wayne), tan bien caracterizado como el propio protagonista, a modo de antítesis, tan flemático –y hablo de esa flema british– como su opuesto. Coppel imprimió una fina e hitchcockiana ironía en el peligroso juego de interpretar los motivos del suspense, al sugerir la relación entre lo terrorífico (pues realmente es terrorífica la tortura psicológica infligida a la víctima) y lo patético (pues se levanta acta de la realidad de las infidelidades de la esposa, convirtiéndose ésta en un personaje antipático –disipando, por si quedaban, dudas al respecto en la última secuencia de la película-, por lo que, aunque nada legitima a Clive a actuar como lo hace, queda claro que el ambiente, tan viciado, no es sólo fruto de su patología mental, sino de enquistados sentimientos forjados en el seno de ese matrimonio de apariencia intachable y fondo corrupto). Lo peor del relato se halla sin duda en su desenlace, acelerado y facilón, que recurre tranquilamente a un deus ex machina para solventar la trama criminal de un plumazo, y que tampoco es demasiado satisfactorio en esa buscada ambigüedad con la que finiquita al protagonista.

 

         Escenarios

Dmytryk articula el relato en imágenes con suma convicción, extrayendo lo mejor de sus (magníficos) actores, e interpretando con inteligencia la necesidad de compaginar en el seno rítmico de la función los mecanismos del suspense con la más soterrada –pero bien patente- sustancia dramática. Un pulso entre esos dos polos sobre el que ya nos informa la partitura de tonos contrapuestos que rubrica Nino Rota, y que en lo escénico se resume de forma excelente en la relación/oposición/paralelismos entre los dos escenarios privados recurrentes de la película: la habitación oculta que da título al filme (espacio escénico de enfrentamiento delimitado espacial, literalmente, con esas marcas en el suelo), y aquélla otra, sita en la morada de los Riordan, donde el doctor invierte sus horas en ese meticuloso pasatiempo que es la construcción de maquetas de una red ferroviaria, un espacio con mera apariencia de realidad –los planos de detalle de los trenes avanzando a toda velocidad- del mismo modo que distorsionada está la percepción que el personaje tiene de la vida y los conflictos emocionales, a la vez que territorio que se verá violentado tanto por la propia mujer –quita un tren de la vía, apaga la corriente del artilugio- como por el detective, que al colarse en ese su espacio privado, terminará por desenmascararle.

http://www.imdb.com/title/tt0041460/

http://en.wikipedia.org/wiki/Obsession_(1949_film)

http://www.spartacus.schoolnet.co.uk/USAdmytryk.htm

Todas las imágenes pertenecen a sus autores

BARBA AZUL

Blue Beard

Director: Edgar G. Ulmer

Guión: Arnold Philips, Werner H. Furst y Pierre Gendron.

Intérpretes: John Carradine, Jean Parker, Nils Asther, Ludwig Stössel, George Pembroke, Teala Loring, Sonia Sorel, Henry Kolker, Emmett Lynn, Iris Adrian, Patti McCarthy, Carrie Devan, Anne Sterling

Música: Leo Erdody

Fotografía: Jockey Arthur Feindel y Eugen Schüfftan

Producción: Leon Fromkees y Martin Mooney

  EEUU. 1944. 72 minutos

 

Ulmer en la serie B

Aunque algún peldaño por debajo del prestigio que atesora Detour (que, de hecho, es uno de los títulos más emblemáticos del cine de Serie B),  Blue Beard es uno de los diversos títulos de Edgar G. Ulmer (caso también de, por ejemplo, A Strange Woman o The Naked Dawn) que han sido reivindicados en los últimos años para salvaguardar del olvido el nombre del cineasta de origen germánico, indudablemente un realizador carismático, de aptitudes y personalidad que debió acomodar durante el grueso de su carrera a los parámetros de la serie B (por poner un ejemplo, esta producción de la PRC fue filmada en seis días, y su presupuesto no superaba los 50.000 dólares), después de llegar a Hollywood con el aval de haberse formado con personalidades del teatro y el cine germano de la talla de Max Reinhardt y el mismísimo F. W. Murnau, realizar con gran éxito la película Satanás (The Black Cat) para la Universal y, poco después, por un asunto de faldas relacionado con un sobrino del mismísimo Carl Laemmle, ser despedido fulminantemente del estudio y estigmatizado en el establishment, condenándole al statu quo de director del poverty row que terminó siendo (tras, incluso, moverse en escenarios industriales de serie Z), pero donde, como decía, logró dejar su impronta.

 

Atmosphere films

El filme, que traslada al París de finales del siglo XIX las premisas del mito de Barba Azul y del cuento homónimo de Charles Perrault publicado en 1697 –en el que una mujer descubría que su marido ocultaba en una habitación prohibida los cadáveres de sus anteriores esposas–, forma parte del que llegó a ser un auténtico subgénero en aquellos años, afiliado a los parámetros matrices del terror y/o el suspense, los llamados atmosphere films o victorian dramas (según acota Antonio José Navarro en los audiocomentarios que acompañan a la película en su edición en DVD por la firma versus), que tenían en común ese elemento extraído del imaginario terrorífico clásico y de mitos más contemporáneos como el de Jack the Ripper, del ejercicio de violencia (normalmente culminando en asesinato) contra una o diversas mujeres, en lo que puede también interpretarse como un antecedente bien vistoso del psychokiller contemporáneo. Como representantes de esta corriente se pueden citar, entre tantos otros, títulos como Secreto tras la puerta de Fritz Lang, Monsieur Verdoux de Charles Chaplin,  Luz que agoniza, de George Cukor o la menos conocida El Asesino Poeta (Lured), de Douglas Sirk. Esta singular aportación de Ulmer, rubricada según un guión de Arnold Philips, Werner H. Furst y Pierre Gendron, guarda tantas concomitancias con el raíl subgenérico como enseñas específicas que nos hablan de su indomeñable personalidad.

 

Gaston Morell

Si la realización de filmes de serie B eran indisociables con la elección de los elementos más esenciales en aras a la eficacia narrativa (por razones de metraje, y éstos relacionados con el aspecto presupuestario), se puede decir que en Blue Beard Ulmer presta principal atención al dibujo del atormentado personaje protagonista que tan bien encarna John Carradine, dotándolo de infinitos matices de temperamento y bagaje emocional que, sin pretender justificar sus actos homicidas, sí que inciden en un perfil traducido desde pulsos de alto voltaje romántico, un romanticismo que vive y respira en todos los pasajes cruciales de la película. Podríamos acotar que ello tiene que ver con la sensibilidad artística que atesora Gaston Morell, y la lúgubre entraña emocional que relaciona sus dibujos con su bagaje criminal del personaje, su inspiración como parte indisociable de una obsesión enfermiza y que se manifiesta por la vía de la violencia. Tal y como nos lo describe el filme, Morell participa, al fin y al cabo, de una existencia distinta, otro mundo, quizá un submundo del alma. Por eso su morada es un lugar ensombrecido, en el que unas pocas velas convierten el espacio en algo flotante (y aquí debe sacarse a colación la encomiable labor con lo lumínico de Eugen Schüfftan, viejo colega de Ulmer, de idéntica procedencia que él, y que en los créditos no aparece acreditado como director de fotografía por motivos sindicales –no estaba sindicado–, su nombre que consta como escenógrafo); un lugar que tiene una salida literal hacia el inframundo –los cenagales que dan al río Sena, donde Morell desciende para abandonar en el agua a los cadáveres que va dejando–; un lugar, en fin, donde ajustar cuentas con los sentimientos de odio que por razones traumáticas le despierta la belleza.

 

De la artesanía al genio

Morell, el hombre herido, el artista, el asesino, el genio –que agradece mucho las prestaciones shakespearianas de la caracterización de Carradine–, tiene en la figura del marchante de arte una suerte de extraño aliado, o más bien una vía de engarce entre los dos espacios que colisionan, su mente torturada y el mundo exterior, colisión que se plasma precisamente en lo pictórico. La caracterización de Ludwig Stössel, el actor que encarna al marchante, y su cierta afinidad física (merced sobretodo de esa barba puntiaguda) con la marioneta del Diablo que interviene en la obra Fausto de Goudov, que Morell dirige como marionetista, parece ofrecernos indicios sobre la posibilidad de que el pacto entre artista y marchante revista un carácter mefistofélico, interesante ejemplo de la inclinación por lo sórdido y las brumosas sugerencias que sitúan esta y tantas otras obras de Ulmer en un territorio particular, fuertemente imbuído por señas de lo estético y espiritual del expresionismo alemán –atiéndase a los planos inclinados y escenarios deformados que caracterizan los flashbacks que aparecen en el sobresaliente clímax dramático de la función–, y, en relación con lo anterior, en el que a veces hallamos retóricas propias del cine silente –el plano en el que Morell espía desde una mirilla los asistentes a su espectáculo de marionetas, que la cámara captura mostrando sólo un pequeño círculo, que enmarca el rostro de Carradine, en el centro de una imagen en negro–, y en todo caso mucho más apasionante que el encapsulado convencional de los relatos en los que estas ideas y pulsiones románticas afloran, superficie argumental a la que, por otro lado, al menos en el caso de esta Barba Azul, Ulmer también sabe plegarse con una manufactura formal clásica y la habilidad del diestro artesano para imprimir las exigencias narrativas con la celeridad y eficacia de los ajustadísimos parámetros de producción en los que se mueve. Categórico ejemplo de lo que en ciertas épocas y cinematografías (por ejemplo, la nuestra y hoy) se olvida con demasiada facilidad: hace falta oficio para estampar la genialidad; a este último estadio no se llega de buenas a primeras sólo con el estandarte de la ruptura formal.

http://www.imdb.es/title/tt0036653/

http://en.wikipedia.org/wiki/Bluebeard

http://classic-horror.com/reviews/bluebeard_1944

http://mikegrost.com/ulmer.htm

http://www.dvdbeaver.com/film/DVDReviews18/edgar_ulmer_dvd_review.htm#bluebeard

http://homepages.sover.net/~ozus/bluebeard1944.htm

http://www.avclub.com/articles/bluebeard-dvd,19868/

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