Letter from an Unknown Woman
Director: Max Ophüls
Guión:Howard Koch, según la novella de Stefan Zweig
Música: Daniele Amfitheatrof
Fotografía: Franz Planner
Reparto: Joan Fontaine, Louis Jourdan, Mady Christians, Marcel Journet, Art Smith, Carol Yorke.
EEUU. 1948. 87 minutos
En la estación del amor perdido
Considerada de forma unánime como una masterpiece de imborrable huella, y analizada desde tantos frentes y con tanta profusión -no son muchas las antologías sobre las mejores películas del cine, al menos entre las escritas antes del cambio de milenio, que la obvien-, quizá está fuera de lugar escribir una reseña sobre Carta de una desconocida de un modo convencional. El motivo concreto que me mueve a escribir estas líneas es su revisión a la luz de la lectura del relato breve de Stefan Zweig (escrito en 1922) en el que se basó Howard Koch para escribir el guion y Max Ophüls (“Opuls”, en los créditos) para dirigirla.
En primer lugar, constato una ironía. Es una ironía que Letter from an Unknown Woman sea considerado un título canónico de la categoría woman’s picture, cuando, a diferencia del relato de Zweig, en la película se edifican señas dramáticas del personaje encarnado por Louis Jourdan, de quien Lisa (Joan Fontaine) vivió enamorada desde la tierna juventud hasta el final de sus días. Ya lo indica el hecho de que tenga nombre, Stefan Brand, y no sea apenas una inicial, “R.”, como en la novella. Zweig describe a R. en apenas la primera y última página del relato, y el corpus ininterrumpido es la carta del título, que el lector lee como, en la ficción, lo hace R. Claro que en esa carta se dicen muchas cosas del personaje, pero desde los términos de idealización febril de la mujer que le escribe. En las imágenes de la película, ese punto de vista se respeta muy a menudo, pero Ophüls construye un relato de Stefan Brand más allá de esa subjetividad, una opción analítica al espectador que Zweig no propone (a no ser, claro, en los amplios márgenes de la interpretación de cada lector). Los construye de entrada Koch, en el guion, introduciendo una diferencia que resultará cabal en las definiciones narrativas, en la sensible elaboración dramática, de la obra: que Stefan sea un concertista de piano y no, como en se indica en la primera línea del relato, un escritor. El piano, la música, es lo primero que cautiva a Lisa siendo apenas una adolescente: aún ni siquiera ha visto el rostro de Stefan, pero se pasa horas meciéndose en el columpio del jardín de su finca deleitándose con la escucha de los recitales que el pianista ensaya en su piso. El piano es un objeto totémico en esa traslación a imágenes de algo tan intuitivo, difuso, abstracto, como los sentimientos desbocados hacia alguien: preside el salón o habitación preferente del piso de Stefan, que es también el lugar más recóndito de la finca, aquél al que cuesta más acceder, donde ella se cuela en un impulso inevitable para ser descubierta por Johann, el sirviente, aún siendo adolescente; donde se besarán, ella le amará y, en el último acto, cuando el piano ya esté mudo -cerrado con llave, por tanto un objeto inútil, que recuerda que la música de su vida está muerta-, donde ella descubrirá con pavor que él ni la recuerda, ni por tanto la ha amado jamás. El piano, decía, es un objeto totémico, pero Ophüls, maestro en esa como tantas otras facetas, comprende que su lugar también es objeto de fetichismo, y así filma esa estancia y los itinerarios que conducen a ella (o lo ocultan: ese estar en la escalera y mirar por la mirilla o escuchar lo que se pueda decir al otro lado de la puerta… ideas, todas esas sí, directamente extraídas de la novela) como quien filma, cada vez, la ansiada llegada al lugar donde se materializan los sueños. El piano es, en definitiva, una extensión del propio personaje, y la música una metonimia de las sublimes promesas que, en la imaginación de Lisa, Stefan puede depararle como amante.
Siguiendo con ese oficio noble del campo de las artes y el modo en que se utiliza para definir el bagaje del personaje masculino, la película relata la historia de un fracaso vital, la de Stefan como pianista, equiparando ese viaje a la derrota del personaje a la otra derrota, mucho más indefinida y cuestionable –en realidad apenas una anotación lírica de justicia poética— que Zweig nos depara al final de su novela, cuando alude a esas flores blancas que, esta vez, R. no ha recibido por su cumpleaños, signo inequívoco de la realidad de la existencia de esa desconocida y de la desazonada crónica que acaba de leer. Allí, de hecho, R. es un novelista de éxito (otra vez, la primera línea del relato, única alusión al respecto) y la derrota se circunscribe a lo romántico, a la historia de amor que pudo ser y no terminó siendo, sugerencia (apuntalada tras la descripción a su vida disipada en lo relativo a amoríos que ella refiere en su carta) de que R. es un hombre incapaz de amar. En la película se va más allá, y esa incapacidad de amar se equipara a la incapacidad del personaje de alcanzar la auténtica inspiración y convertirse en el genio del piano que, de joven, prometía ser; en dos de las pocas conversaciones que Lisa y Stefan mantienen se alude a ello; en la primera, ella utiliza la metáfora de la melodía perfecta para aludir a la idealización como amante perfecto que él encarna, y él le replica que en efecto está buscando esa melodía perfecta, pero aún no la ha encontrado. En un segundo encuentro, el último, tras tantas vueltas de la vida, sabemos que ni la una ni el otro han encontrado esa melodía perfecta, ella en la misma metáfora (que él correspondiese su amor) y él, aferrado a la realidad y no a la devoción romántica, en su carrera profesional, que ya se halla en franco declive. Koch y Ophüls, en correspondencia con todo ello, terminan de condenar al personaje, que, turbado por la lectura de la carta, cede a batirse en duelo con aquél que le ha desafiado (el marido de Lisa, en un encaje de bolillos interesante del guion), partiendo, en el cierre del relato, hacia una posible muerte a la que, parece, en su derrota se entrega sin resistencia.
En otros aspectos, la película gradúa de diferente manera, pero no relativiza, los ardorosos e incontrolables sentimientos de Lisa sobre los que se construye el absorbente todo dramático. Por ejemplo, en el último encuentro del relato de Zweig, R. la confunde con una prostituta, y llega a pagarle dinero a cambio del encuentro amoroso que han mantenido; la película conserva la esencia de ese fatídico desencuentro final pero no la alusión a la prostitución. Pero, a cambio, ofrece algunas ideas más perturbadoras, especialmente la que tiene que ver con la muerte del hijo de Lisa: Ophüls filma la marcha del niño en un tren del mismo modo que antes ha filmado la marcha de Stefan; los dos le han dicho que en dos semanas se verán, y eso, que fue falso en el caso de Stefan, anticipa o es signo inequívoco de que lo mismo sucederá con el hijo, igualmente llamado Stefan, de Lisa; pero lo perturbador es que Lisa abandona a su hijo, pues le deja solo en ese tren (detalle de guion: coge el tifus al entrar en un vagón en cuarentena tras la muerte de alguien por esa enfermedad) porque lo que quiere es regresar a Viena en busca del hombre al que ama; ese apunte, inédito en la novela, sugiere que, para Lisa, su hijo resulta menos importante que su amor nunca correspondido, y por tanto ese dejarlo solo en el tren, esa pérdida (pues se contagiará del tifus y morirá), es fruto de una imprudencia grave, es la evidencia del funesto error o funestas consecuencias del absoluto descontrol de Lisa sobre sus sentimientos. Una de las esencias del melodrama.
En la recreación de esa Viena imperial (esa miniatura que comparece idílicamente dibujada ya en los créditos iniciales), en la cierta sensación de artificio de escenarios y elegantes ropajes, o en la soberbia estilización en el abordaje compositivo a ese microcosmos que perfila la cámara de Ophüls, el cineasta agita de forma exuberante y extraordinaria los términos expresivos. Ese microcosmos, ese todo armónico y elegante encapsulado en las definiciones escénicas, tan a menudo de pieza de cámara, no acaba siendo otra cosa que el castrante laberinto por el que están condenados a progresar los sentimientos fuera de órbita, libres pero no liberados, de la protagonista. Si en la novella la crónica que ella escribe ofrece un reflejo desencantado, triste, crítico al respecto del papel de la mujer en aquella Viena, los rasgos sociológicos pierden fuelle en la adaptación fílmica, en la que además Ophüls propone el juego, que algo tiene de privado dada su procedencia, de recrear una Viena de postín en los márgenes de una producción romántica made in Hollywood, rareza entonces como lo sería ahora. Esa Viena de ensueño, no obstante, es el escenario de una vida arrojada al sinsentido de un amor no correspondido. En esas imágenes como reliquias de un escenario idealizado, Ophüls prioriza la abstracción, y el impoluto exterior esconde el fruto corrupto del sufrimiento y caos interior, y esa tensión se hace palpable de principio a fin en las soberbias imágenes de la película; de hecho, son el elemento categórico que convierte la película en única.
Es por todo ello que probablemente la secuencia más memorable de la película sea aquella en la que los dos amantes, juntos por una vez, viajan a todos los destinos imaginables pero solo dentro de lo imaginario: en un vagón que no se mueve porque es una atracción de feria, y en unos paisajes que solo varían porque el empleado de la atracción los desplaza con un artilugio de movimiento; amén de sus formidables propiedades metanarrativas (esos paisajes falsos que se desplazan son como las imágenes de la película, y los espectadores vamos montados en la atracción), es un momento mágico precisamente porque representa esa primavera que dura un segundo en la vida de la protagonista, el momento del que Lisa querría quedarse colgada para siempre ello y a pesar de ser consciente de que se sostiene en un puro artificio y que, por supuesto, cuando se terminen las monedas, deberá descabalgar, regresar a la realidad y, si no hay otro remedio, volver a vivir (y morir) de los sueños que nunca serán.