La larga derrota
Escarbando en la biografía de Scott Cooper hallamos datos que revelan una filiación cultural y afiliación ideológica: no sé si mencionar el hecho de que Robert Duvall fuera su mentor, pero sí es relevante sacar a colación que Cooper admira las novelas de William Faulkner, la música del cantautor Townes Van Zandt o películas del corte de The Last Picture Show (Peter Bogdanovich, 1971), Fat City (John Huston, 1972), Badlands (Terrence Malick, 1973) o Nashville (Robert Altman, 1975). Semejantes afinidades han impregnado el imaginario de sus películas, ya desde Corazón rebelde (2009) y con la excepción sólo relativa de Black Mass (2015). Su cine, siempre interesante, se caracteriza por un trabajo sobrio con la cámara, guiones bien trabados (en los que siempre interviene, con la salvedad, ahí el detalle, de Black Mass) y un fiar en el elenco interpretativo el resto dramático para vestir atmósferas densas, a menudo lánguidas, doliente. Out of the Furnace (2013), su segundo y más interesante filme hasta el que ahora nos ocupa, ya edificaba su discurso de carga social, afinada en el retrato de los extractos más desfavorecidos del escalafón socio-económico, sobre algunas bases del western. El género por excelencia del cine americano, vía tipológica y metafórica, ya pedía a gritos en aquella obra emerger a la superficie. En esta Hostiles, emerge a la superficie con fuerza.
Aunque la estética de la película no tiene nada de vintage, y el filme obedece, en su cinética y tratamiento de la violencia, a patrones visuales de nuestro tiempo, hay muchos ingredientes materiales, de fondo, que nos retrotraen a ese universo seventies por el que Cooper siente tanta devoción; hablo de la dinámica relacional de los personajes, de su constante devaneo con la pura abstracción poética, su exploración lacónica en lo exterior para dejar espacio a los conflictos interiores, su métrica algo morosa, y, aplicado al género, su mirada fascinada a los escenarios abiertos en los que discurre el trayecto narrativo, que lo es de lo físico y geográfico a lo emocional y espiritual. Ese íter es el el que emprende la compañía dirigida por un soldado reputado, Joseph J. Blocker (Christian Bale), para trasladar a un moribundo jefe cheyenne (Wes Studi) y a su familia, de regreso a las tierras de su tribu en Montana. En el trayecto se encontrarán con una mujer, Rosalee (Rosamund Pike), cuya familia ha sido asesinada brutalmente por un grupo de comanches. Joe Blocker, al inicio, muestra su absoluto desprecio por la misión, y su odio visceral por los indios, contra los que ha combatido toda su vida, pero, antes, el filme se abre con un prólogo que narra la huida desesperada de Rosalee mientras los indios atacan su granja -a la manera de Centauros del desierto (1958)- y terminan con la vida de su marido y todos sus hijos. A través de esos dos personajes, y de modo complementario, el filme se construye con base a las heridas y secuelas de toda clase, categóricas, que definen a personajes, motivaciones, situaciones y reacciones. El arduo trayecto, lleno de episodios espinosos, y donde la presencia del peligro y la muerte es constante, funciona como un recorrido interior en el que esos personajes, corroídos en su ánimo, tratan de hallar una redención a sus actos, al sinsentido de sus vidas, al significado que puede trascender en ese entorno en el que la violencia es un círculo interminable.
La película se construye en base a una estructura en la que breves explosiones de violencia van puntuando la gestión dramática, escorada en lo introspectivo. Cooper recurre para ello a un constante goteo de situaciones o breves diálogos que siempre giran en torno a la misma cuestión: el odio, el rencor, el hastío de esa vida consagrada a matar y morir, pero también al punto de inflexión que en esas vidas es el significado de la amistad y la pérdida. Para ello, hace avanzar el relato de una forma morosa, contemplativa, y que algo tiene de triste ritual (la fila de caballos recortados en los paisajes agrestes), recurre a una fotografía que se hace preciosista conforme nos acercamos al desenlace (para zanjar la metáfora del amanecer como paz interior), a la partitura musical, minimalista y solemne, de Max Richter, y a exigentes interpretaciones del completo elenco interpretativo, caracterizadas (cada cual con su carga y su bagaje, de modo complementario, pero unívoco, compartido por soldados, indios y granjera) por un estoicismo a punto de derramarse en la melancolía o la pura desesperación.
De semejante relato y trabazón dramática y atmosférica emerge una clase de western que, a nivel reduccionista, ubicaríamos en la categoría de lo pro-indio; es así, y ese último acto de violencia que el protagonista ejecuta a cuchillo, con el arma india, nos refiere ese toma de postura, identificación con el enemigo; pero más importante es la secuencia que Bale mantiene con el anciano indio encarnado por Wes Studi, en el que, con pesar, trata de dejar atrás sus diferencias antes de que el indio abandone este mundo. Esa secuencia, como corolario dramático, nos indica que, de lo que más bien habla el filme, es de la cicatriz interminable en el alma de la joven nación usamericana, o al menos en su vasto territorio rural, a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX. No es baladí que en el cierre veamos un elemento de la civilización, la locomotora -o caballo de hierro- como posible terminación (no me atrevería a decir solución) de esa incesante coda de odio y violencia sobre la que se construyó la sociedad del actual país de las barras y las estrellas. Coger o no ese tren, la cuestión que ocupa la última escena de la película, tiene un significado no muy alejado al que encarnaba la distancia entre Tom Doniphon (John Wayne) y Ramson Stoddard (James Stewart) en El hombre que mató a Liberty Valance (John Ford, 1962), y que aquí se resuelve según una ansia incesante, finalmente derramada, de redención y amor, que no empece en absoluto la contundencia del discurso.