El cine y el Derecho Penal
Desde su mismo y premingeriano título, Anatomía de una caída nos intenta dar gato por liebre. Y sé que suena mal decirlo así; no me malinterpreten: no lo digo con ánimo de descrédito. Al contrario, la película ganadora de la Palma de Oro 2023 me ha parecido estupenda, llena de méritos cinematográficos. Lo que pasa, sencillamente, es que esos méritos, diversos, están al servicio de un relato donde los símbolos, subterráneos, se imponen netamente a la apariencia. Anatomía de una caída no cuenta exactamente lo que aparenta contar, sino otras cosas. Se mueve en el precario –y muy bien sostenido— equilibrio entre el dramatismo y lo ambiguo, y logra materializar ese doble rasero con suma astucia narrativa. Si he aludido a Preminger y a la cita de una de las mejores courtroom movies del Cine (¡Anatomía de un asesinato, of ocurse!) es porque la película de Justine Triet se plantea como un evidente exponente del cine de juicios. Relata el proceso judicial penal, causa por homicidio, que se sigue contra Sandra (Sandra Huller), una escritora alemana, a quien se investiga por el asesinato de su marido, Samuel (Samuel Theis), quien, estando en el chalé en medio de los Alpes franceses en el que la pareja vivía con su hijo ciego, Daniel (Milo Marchado Graner), fallece en misteriosas circunstancias, cayendo desde el altillo en el que estaba trabajando. La defensa de Sandra –el abogado encarnado por Swan Artaud— defiende que se trató de un suicidio, pero diversas pruebas circunstanciales lo ponen en duda, y el proceso judicial pone en la picota la tumultuosa relación de la pareja, en una premisa que me recordó poderosamente al de la extraordinaria serie documental The Staircase (El asesino de la escalera) (Jean-Xavier de Lestrade, 2004), crónica del proceso penal que se siguió contra el novelista estadounidense Michael Peterson por el presunto asesinato de su esposa, muerta en semejantes, misteriosas, circunstancias, al caer por una escalera.
El filme relata este proceso con suma convicción, mucha efectividad narrativa y una indudable capacidad para generar atmósfera, tensión, suspense, suspicacia, dudas, teorías y demás batería intelectual-emotiva que, por ende, pone en juego en la mente del espectador el cine de juicios. Tras un arranque breve, que concluye con el descubrimiento del cadáver de Samuel en la nieve, a película se aferra a una descripción lo más realista posible de los avatares de la investigación y, sobre todo, del desarrollo de la vista oral del juicio. En algunos foros se ha acusado que su mecánica (en la que peritos, abogados y investigado se carean libremente) es poco rigurosa si pretendemos que el filme sea una crónica naturalista, verista, de un juicio; y es cierto, no lo es, pero, en realidad, no es necesario que lo sea: la representación es lo que importa, y la película representa bien lo que se cuece en un juicio.
Hay breves, aunque relevantes, secuencias que sirven de interludio para ese corpus narrativo digamos “de lo externo”, el juicio oral, secuencias en las cuales se detalla la relación entre Sandra y su hijo, entre cliente y abogado, o cómo el niño se enfrenta al traumático proceso. Secuencias que, en fin, sirven de caja de resonancia del drama que se escenifica y que, mucho más que suturar, a la postre sirven para explicar qué nos está narrando Triet cuando, en apariencia, nos ofrece una crónica judicial. Y lo que nos está narrando pertenece a la esfera de, vuelvo a entrecomillar, “lo interno”, la angustia de una madre y un hijo en una auténtica encrucijada. Esas secuencias que se focalizan en la intimidad de los personajes contrastan fuertemente con otras que también lo hacen pero que, en cambio, se desgranan a partir del juicio: principalmente, una discusión entre Sandra y Samuel que el segundo grabó en su teléfono, pero también otras imágenes que evocan recuerdos de testimonios, imágenes que describen lo que la acusada o algún testigo o perito está relatando. En este mosaico narrativo, Triet juega con la atractiva baza de la ambigüedad: en esos flashbacks o evocaciones no sabemos si lo que se escenifica realmente pasó, porque sólo se trata de una referencia. El cine, nos sugiere Triet, no pontifica “lo que pasó”, sino que ilustra lo que se dice en la vista judicial.
SPOILER. Y todo esto es muy importante porque, a la postre, revela el ardid narrativo que propone Anatomía de una caída. La constancia clara la tenemos en una decisión narrativa importante: tras la filmación en detalle del juicio (largas secuencias con largos parlamentos de los abogados, largas intervenciones de peritos, testificales, declaraciones…), nos llama la atención que el momento climático, el de dictarse sentencia, queda en off: la cámara no está en la sala ni se filma al juez dictando su veredicto, como suele ser canónico en las películas de juicios; en su lugar, vemos a Sandra junto a su abogado abandonar los juzgados, feliz por haber sido absuelta, y ya nos centramos en la reacción final, en lo que narrativamente se considera la resolución, que es diferente del clímax. El clímax, insisto, ha quedado eludido si de lo que se trata es de un filme en el que interese saber si Sandra es inocente o culpable. El clímax que escoge Triet es mostrar cómo cierra las heridas con esa comida con sus abogados y, por supuesto, en el reencuentro con su hijo. Y ahí, aplicando las rigurosas reglas de presentación-nudo-clímax-resolución, entendemos lo que está pasando ante nuestros ojos.
SPOILER. ¿Y qué está pasando? Que la película no pretende dejar claro si Samuel se suicidó o Sandra lo asesinó. A pesar de las pistas diseminadas, la ventana de la duda no se cierra, no se resuelve. La presunción de inocencia se impone. Y el filme desprecia cerrarla, porque eso le basta. Y entonces sabemos que Anatomía de una caída narra, exclusivamente, cómo una mujer y su hijo se enfrentan al infierno de un proceso judicial y mediático y, aún más, cómo logran, entre los dos –la intervención de Daniel en su explicación final en la que asimila a su padre con su perro Snoop al testificar sobre una conversación que el niño tuvo con su padre cuando el perro enfermó— sobreponerse a ese trauma, o, si quieren, «vencer» al sistema. Indudablemente, y aunque resulte incómodo, el subtexto de la película habla de un enfrentamiento abierto en el seno de una pareja, y la muerte del hombre, Samuel, funciona como hipérbole de un proceso mucho más denso, íntimo, que queda velado. Porque, nos dice Triet, la justicia (y mucho más las rondas mediáticas a costa de la justicia) no alcanza a saber la verdad profunda de las cosas. Una película tampoco, pero al menos ésta nos lo deja claro, revelando sus cartas y su punto de vista. Que, por supuesto, es el de ella. Y, de paso, así revela a las claras los artificios que siempre, siempre han acompañado el cine sobre lo judicial. Esa falacia que tanto atrae a los espectadores, por lo que este subgénero tiene de, por así llamarlo, interactivo, pues a esos espectadores les encanta jugar a ser jueces, aunque -a menudo sin saberlo- terminan ejerciendo de abogados (de la defensa) porque el cine manipula convenientemente el punto de vista.