EL CARDENAL

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A principios de los 1960, Otto Preminger filmó tres películas -me resisto a llamarlas, a llamarlo a todo, trilogía- que tenían en común su afán analítico en torno a diversas instituciones. La más afamada sea probablemente la extraordinaria Tempestad sobre Washington (Advise and Consent, 1962), que hablaba de los entresijos de la política, y la menos recordada, Primera victoria (In Harm’s Way, 1965), centrada en la Marina. Entre una y otras rubricó El cardenal, la película que nos ocupa, relato de los avatares biográficos de Stephen Fermoyle (Tom Tryon), un sacerdote estadounidense con un pie en el Vaticano, personaje que sirve de eje, o engranaje dramático, para relatar cuestiones asociadas con la religión (reflexiones sobre sus preceptos, cuestiones de moralidad) y, más especialmente, para desgranar el papel de la Iglesia Católica en un periodo tan convulso como el de entreguerrasEl_Cardenal_parroquia-1024x576.
Como es de ver, se trata de una película muy, muy ambiciosa en sus propósitos. Propósitos que, digámoslo de entrada, cumple sobradamente, desde la excelencia cinematográfica El filme toma como punto de partida una novela de Henry Morton Robinson (que biografiaba  la vida de Francis Spellman, que fuera arzobispo de Nueva York y cardenal), aunque en el lento proceso de elucubración del guion participaron mentes tan brillantes como la del escritor Gore Vidal, que probablemente tenga algo que ver con el alto voltaje, complejidad, precisión de los diálogos que van jalonando el relato. También es un filme caracterizado por la filmación del grueso del metraje en exteriores, lo que le da a la obra gran espectacularidad -los fastuosos escenarios vaticanos, pero también la Viena del advenimiento nazi, ciudad natal de Preminger- y también su sentido en la itinerancia, esa inercia que, tras un arranque más anclado a lugar/caracterización, irá in crescendo a partir de la segunda hora de metraje.

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Como falsa película biográfica, hay algo de desmesura, tensiones que recorren las imágenes de El cardenal de principio a fin. El preciosismo de la fotografía sugiere ese balance historiográfico, pero la labor lumínica (excelente, de Leon Shamroy) gradúa lo anímico, atrae lo introspectivo. Hay algunas fugas expresivas, hiatos y dispersiones (dos secuencias de actuaciones musicales en la subtrama de la hermana descarriada) y la súbita grandilocuencia y vis espectacular (todo el pasaje final en Viena, incluyendo el asalto de las hordas nazis a la sede cardenalicia). Hay un poso analítico a veces indisociable de la avidez dramática, un potente foco en lo particular en la lógica de algunas escenas -donde espora cierto eco al Sirk del melodrama fifties o el Hitchcock en periodo de depuración expresiva-, pero el sentido de las elipsis y la naturaleza de los diálogos apuntan a una esfera menos emotiva y más densa, de reflexión intelectual.

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Sin perder esa naturaleza de El cardenal en la tensión entre elementos dispares que se agitan en un todo narrativo,  rastreamos la personalidad (y absoluta exquisitez expresiva) de Preminger en lo que de esa tensión refleja el protagonista, personaje espejo, reflejo y testigo, según demanda, en el complejo mosaico narrativo. En ese sentido, Preminger puede enunciar desde lo sui generis (el tratamiento de todo lo que atañe la relación entre el protagonista y Annemarie von Hartman (Romy Schneider), un iter que va desde la metonimia del amor en un vals a la formidable escena final, de despedida en una cárcel) y en cambio revela una vocación evidente por la descripción palmaria de lo externo (el episodio sobre el racismo en Georgia, o la muy elocuente descripción del modus operandi ideológico de los nazis en la crónica del plebiscito en Viena). Y entre uno y otro polos, como pilar humanista que, sobre cualquier otro considerando, sostiene El cardenal, Preminger le da una luz particular, prioritaria, decisiva a los personajes que de un modo u otro inspiran a Stephen Fermoyle: sacerdotes, obispos o cardenales, los personajes encarnados por John Huston Raf Vallone, Burgess Meredith y Ossie Davies soportan, explican o resuenan en los actos generosos, devotos e incluso rayanos en lo heroico (y lo crístico, en una determinada secuencia de tortura) del protagonista. Quizá así se sugiere la construcción colectiva, ese discurso sobre el altruismo que dice que estamos hechos de los mejores mimbres que recogemos de otros; y quizá ello tenga que ver con la cierta condescendencia con la que a veces se ha despachado una obra en realidad mayúscula.

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