LAS VIRGENES SUICIDAS

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Eugenides, la opera prima y el punto de vista

Las vírgenes suicidas, primera y extraordinaria novela que publicó Jeffrey Eugenides, sorprendió por muchas más razones que su inquietante título. Su poderío descriptivo, despampanante, se estampaba en un relato sostenido en una voz poco usual en literatura: la de testigos, así, en plural; o, si prefieren, un hombre que actuaba de portavoz de un grupo de amigos que veinte años atrás, durante su adolescencia, vivieron obsesionados con las hermanas Lisbon, cinco chicas de su edad que les parecían inalcanzables, y que fueron testigos de su trágica desaparición (anunciada en ese título o, poco después, en la primera línea de la novela). La prosa precisa, a veces elocuente, otras muy sugerente, de Eugenides orbitaba sobre conceptos muy abstractos, y nos hablaba de diversas cosas arrebujadas en esa coda trágica: de los pulsos de la adolescencia y el choque de trenes espiritual entre lo masculino y lo femenino, de la pérdida de la inocencia, del deseo, de la incomunicación, de la castración sutil propia de la mentalidad religiosa y conservadora, del peso de la ausencia, del miedo a vivir….

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Con semejantes mimbres, la adaptación de esa novela que Sofia Coppola quiso abordar en su opera prima suponía una labor harto compleja, y sin duda arriesgada. El cine, huelga decirlo, se expresa con un lenguaje muy distinto que la literatura, y las diversas peculiaridades de la novela de Eugenides suponían retos a priori acumulativos, que la hija de Francis Coppola asumió en su totalidad firmando en solitario el libreto del filme. Recuerdo que, en el estreno de la película en 1999 –y también en su posterior y aún más celebrada Lost in Translation (2003), las malas lenguas sugirieron que el padre de la guionista-directora había participado decisivamente tanto en la faceta escenográfica como en la escritura de guion. Semejante posibilidad se me escapa totalmente, si bien opino, en lo primero, que las formas visuales de Sofia Coppola distan bastante de las maneras, exuberantes de otra forma, herederas de otras tradiciones fílmicas –las europeas de la modernidad, por ejemplo—, de su padre; y, en lo segundo o referido a la labor de confección del libreto, que se acusara a Sofia Coppola de recurrir a su padre solo demuestra cuán complicada, rayano en lo imprudente, era la labor de una guionista neófita y lo sorprendente que resultó lo notable del resultado.

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A nivel narrativo, Las vírgenes suicidas, la película, consigue eso tan complicado de que parezca sencillo adaptar la novela. O, dicho de otro modo, que nada, o casi nada, chirríe; que todo fluya, la armonía de la propia métrica, y el filme funcione tanto de forma autónoma como en lo que tiene de adaptación. De las muchas opciones posibles, se adivina que Coppola estaba enamorada no solo de la temática de la novela, sino del poderío estilístico de Eugenides, por lo que decidió seguir los parámetros de la novela. Se trata, pues, de una adaptación muy fiel del texto literario, en la que se respeta, de entrada, la voz narrativa insertando una voz en off (que a menudo cita textualmente frases del libro), herramienta peligrosa en lo cinematográfico pero que aquí funciona a la perfección, porque las imágenes siguen la misma lógica impresionista del sustrato, casi siempre con secuencias cortas, muchas veces reducidas a lo mínimo –incluso un plano—, siempre caracterizadas por ese testimonio de los narradores, esa cualidad de “testigos” de una historia ajena.

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Al igual que en la novela, en la película luce perfectamente en imágenes esa elección formal, que también lo es tonal, y que va a la misma esencia narrativa: la mirada externa, el punto de vista de una mirada embelesada, a menudo desconcertada, otras ilusionada, finalmente estoica. Siendo una novela sobre la familia Lisbon, y especialmente sobre Lux, Therese, Mary, Bonnie y Cecilia Lisbon, los protagonistas son los diversos chicos que las espían, que las buscan, que se preguntan sobre ellas, que logran acudir a alguna fiesta con ellas, y que, en un run for cover para ellos extraño y que se revela imposible, incluso llegan a fugarse con ellas. Coppola aprovecha a la perfección una fotografía excelente de tonos apastelados, que con la excusa de reproducir un determinado encourage de época –los años setenta—, fluctúa hacia lo anímico, viene a filtrar ese misterio en interminables direcciones (y no resuelto) del que hablaba Eugenides y se ilustra tan bien en imágenes en la película. La paradoja del todo es que fuera una mirada femenina, la de Sofia Coppola, la que lograra escudriñar a través de la sintaxis fílmica en las inquietudes de esos adolescentes, esos chicos, y, a pesar de la expresividad que extrae de las protagonistas femeninas –especialmente de Kristen Dunst—, no perdiera nunca el foco de lo ambiguo a la hora de filmarlas, la sugerencia de que lo que se está reproduciendo oscila, y aunque parte la presencia de la cámara retratando unos hechos objetivos, en realidad se corresponde a fugas (evocaciones, conjeturas, dudas) que corresponden a esa mirada externa.

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