EL HOBBIT, UN VIAJE INESPERADO

The Hobbit, An Unexpected Journey

Director: Peter Jackson

Guionistas: Peter Jackson, Fran Walsh, Phillipa Boyens y Guillermo del Toro, según la novela de J. R. R. Tolkien

Intérpretes: Martin Freeman, Ian McKellen, Richard Armitage, Hugo Weaving, Ken Stott, Graham McTavish, William Kircher, James Nesbitt   Música Howard Shore

Fotografía Andrew Lesnie

EEUU.Nueva Zelanda. 2012. 169 minutos

 

Otro Tolkien, otro viaje

 En un articulo que en febrero de 2004 la revista “Sight & Sound” dedicaba a El Señor de los Anillos: El Retorno del Rey, Kim Newman escribía que “el sentido de lo que es o no posible en el cine mainstream ha cambiado con esta película de una forma que tardaremos tiempo en terminar de asimilar”, forma entusiasta de ubicar el lugar importante que sin lugar a dudas ocupa aquella trilogía firmada por Peter Jackson en el asentamiento definitivo de la era digital en el cine. Empero, en los años transcurridos hasta el estreno en diciembre de 2012 de esta primera parte de El Hobbit, los parámetros del progreso tecnológico han seguido una inercia tan imparable y avendavalada que, en lo que aquí interesa, limitan mucho más las expectativas de esta segunda trilogía que Jackson consagra a la Tierra Media, toda vez que el principal reto asumido con El Señor de los Anillos–demostrar si ese desarrollo tecnológico, concretamente en lo concerniente al CGI (computer-generated imagery, creación de imágenes por ordenador), hacía posible el formidable worldbuilding visual que implicaba el adentrarse en el inmenso y denso territorio físico y espiritual de la Tierra Media imaginada por Tolkien– desaparece en esta El Hobbit, pues sus aspiraciones en ese sentido se engarzan directamente con el referente realizado una década atrás por los mismos responsables, y que fue, no hace falta recordarlo, ratificado con un estruendoso éxito y no menos prestigio (cuya mayor evidencia es el hecho de tratarse de la primera película de fantasía que se alzó con el Oscar a la Mejor Película). Sin negarle mérito a la labor de los responsables de las diversas facetas técnicas implicadas en la creación y depuración visual de El Hobbit, se hace evidente que el partir de unas señas de iconografía visual que ya son patrimonio propio, y contar con buena parte de los mismos profesionales de lo escenográfico y técnico –así como buena parte de las mismas localizaciones– que ya entregaron El Señor de los Anillos supone una gran ventaja de partida. Aunque también una limitación de trascendencia: al no variar esos cimientos visuales, El Hobbit siempre quedará, obvia y justamente, como un vástago de la trilogía precedente. Esas consideraciones, que aparecían ya a priori, al mismo tiempo invitaban a formular la expectativa ante el filme que nos ocupa de dos formas posibles: una, amparada en la condición de cineasta inquieto que ostenta Peter Jackson, de cuya ambición como storyteller –y demostrado gusto por la grandilocuencia visual– era posible esperar que intentara, por así decirlo, superarse en la edificación de esta segunda aventura en la Tierra Media; la otra, sólo hasta cierto punto compatible con la anterior, que pasaría por el intento de ceñirse al máximo, como siempre predicó que pretendía con su versión fílmica de The Lord of the Rings, al sustrato literario de partida, aquí la novela El Hobbit.

 

 Y esa dualidad en la expectativa, que en realidad es el quid de la cuestión, nos introduce en el pantanoso territorio de la definición de secuela. ¿Es El Hobbit una secuela, o precuela en este caso, de la trilogía firmada en 2001-2003? De entrada, parece claro. Pero quizá conviene ponerlo un poco en cuarentena, tanto conceptualmente (o a priori) como a resultas del visionado de esta primera parte de El Hobbit. En efecto, en El Hobbit vuelven a aparecer y tener protagonismo diversos personajes destacados en El Señor de los Anillos, aunque uno que allí era secundario, Bilbo Bolsón (Ian Holm), aquí, sesenta años más joven (y encarnado por otro actor, Martin Freeman), cobra todo el protagonismo, compartido con otro que ya era crucial en la anterior aventura (Gandalf, en las dos películas encarnado por Ian McKellen), pero que aquí reclama, si cabe, más relevancia, o al menos más presencia en pantalla. También en efecto, hechos trascendentes de El Señor de los Anillos son referidos en esta aventura cronológicamente previa, y que detallan cómo sucedió algo en la anterior película resumido o asumido –principalmente, y es probablemente el mejor de los clímax del filme que nos ocupa, el modo en que el azar llevó a Bilbo hasta el Anillo que Gollum (Andy Serkis) guardaba como su tesoro en su escondrijo subterráneo, hurtándoselo–. Sin embargo, hay que poner los puntos sobre las íes para comprender la naturaleza auténtica tanto de la novela de Tolkien, El Hobbit, como de su adaptación cinematográfica: dicha novela no fue una precuela de El Señor de los Anillos, sino que fue escrita con anterioridad; y El Hobbit literario, a diferencia de su continuación, sólo introducía alusiones muy difusas al legendarium de la Tierra Media que después, y con tanta prolijidad, quedaría plasmado en El Señor de los Anillos y otros textos; las ambiciones de Tolkien con El Hobbit eran mucho menores, y las aventuras en ella relatadas –básicamente, los periplos de unos enanos y un hobbit, a veces acompañados por un mago, a la búsqueda de un tesoro que un maligno dragón guarda en su madriguera-fortaleza– están pensadas para un público más juvenil, siendo la técnica narrativa mucho más sencilla –en este caso secuencial: suele haber un gran periplo por episodio– y el tono propuesto mucho menos grave, de hecho escorado a menudo hacia lo cómico (un ejemplo categórico que recoge el filme –y que más de uno pensará que es una ocurrencia salvaje de Jackson–: la referencia a un antepasado de Bilbo que fue tan grande que podía montar a caballo, y que, luchando contra unos trasgos, le arrancó la cabeza a uno, cabeza que fue a parar a la madriguera de un conejo, lo que, como Gandalf explica, supuso la invención del golf (sic)). De forma coherente con todo lo anterior, El Hobbit es una novela mucho más breve que El Señor de los Anillos, y de lectura muchísimo más liviana. Y todas esas diferencias suponen, ya de entrada, que la labor de Jackson como guionista (y Fran Walsh y Phillipa Boyens, co-guionistas –junto al también acreditado Guillermo del Toro, quien en primera instancia debía dirigir la película–) tiene una razón de ser y operar inversa a la que les concernió en su adaptación de El Señor de los Anillos: allí, y a pesar de la larguísima duración de la película en tres partes, los guionistas se vieron constantemente obligados a constreñir los parámetros de su adaptación, así como a tomarse muchas licencias que buscaban básicamente la simplificación de términos argumentales y dramáticos; en esta El Hobbit, la decisión de convertirla también en una película en tres partes –por lo demás, de larga duración, al menos a juzgar por los 170 minutos de esta primera– puede ser visto como un ajuste de cuentas de Jackson y sus colaboradores con las limitaciones que tuvieron con su anterior adaptación, siendo ahora el reto precisamente el de desarrollar y engrandecer los términos de un modesto relato, pudiendo para ello recurrir a licencias de muy otra naturaleza y, también, a la integración en el texto argumental de ideas, conceptos y pasajes referidos a la misma historia pero que se hallan diseminados en otros textos de Tolkien, que no son pocos (principalmente, el episodio “La búsqueda de Erebor” de los Cuentos Inconclusos, el fragmento sobre “El pueblo de Durin” de los Apéndices de El Señor de los Anillos, y, de forma más genérica, el pasaje titulado “De los Anillos de Poder y la Tercera Edad” de El Silmarillion, por no hablar de las múltiples referencias que cabe hallar en los volúmenes que Christopher Tolkien consagró a los borradores  del work in progress de su padre durante la escritura de su magna novela, en España publicados en cuatro volúmenes con el título La historia de El Señor de los Anillos). Más allá de las implicaciones comerciales que cada uno quiera buscarle a la decisión de realizar tres filmes sobre El Hobbit, llamo la atención sobre el hecho de que Jackson pretende, y así al menos lo certifica esta primera parte, que sus dos trilogías estén entrelazadas de un modo más íntimo y natural de lo que lo están sus respectivos y también sucesivos (aunque de forma inversa) sustratos literarios.

 

Sin embargo, la mejor noticia que nos ofrece esta primera parte de El Hobbit es la constancia de algo que cabía intuir pero era peligroso vaticinar antes de ver la película: que las dinámicas narrativas que Tolkien propuso en El Hobbit casan mucho mejor con las virtudes como guionista y como narrador que Jackson atesora que las que daban carta de naturaleza a El Señor de los Anillos literario, ello expresado en dos sentidos: primero, a nivel de guión, pues el punto más débil de la trilogía del Anillo de Jackson era el modo en que se encaró el potentísimo aparato espiritual de la novela de Tolkien (resuelto en imágenes de forma mucho más cuestionable que la vis, por así llamarla, historiográfica del relato), hándicap que en buena medida desaparece del horizonte literario de partida que aquí nos ocupa, que ya hemos dicho que es un material mucho más ligero y, al menos puesto en contraste con The Lord of the Rings, superficial; segundo, a nivel de edificación visual, pues las coordenadas narrativas de la novela –su estructura segmentada y principalmente dominada por las hazañas físicas y los periplos aventureros, así como su tono anclado en lo ameno y desenfadado– encajan de forma más franca, cabría decir instintiva, con los valores como storyteller que atesora Jackson, que necesita aquí menos coartadas para desinhibirse en la celebración de su peculiar concepto de la aventura fantástica, haciendo más visibles que nunca sus referentes (del sentido de la narración fantastique legado por el técnico en efectos especiales y productor norteamericano Ray Harryhausen a las revoluciones visuales del cine-espectáculo de Steven Spielberg, George Lucas o Robert Zemeckis), retroalimentando a placer la iconografía visual de la Tierra Media que el público reconoce desde el primer momento de la función e imprimiendo una clase de electricidad a la definición rítmica del relato que se logra a través del nítido balance entre una noción de espectáculo que a menudo roza lo extático y una prodigiosa capacidad para plegarse, a veces de la forma más inopinada, a una vis recogida e íntima (un buen ejemplo al respecto es la secuencia de presentación de los enanos, en la que tras organizar una considerable zapatiesta en la morada de Bilbo, culminan el encuentro con Thorin (Richard Armitage), coreado por sus compañeros, entonando una nostálgica canción a la luz de las velas).

 

Más allá de los posibles hallazgos que pueda suponer la implementación al cine 3D de la tecnología HFR (High Frame Rate, o rodaje –y proyección– al doble de imágenes por segundo a la convencional, 48), sobre la que no puedo hablar por no haber visto la película en ese formato, el aprovechamiento que El Hobbit efectúa del cine tridimensional tiene que ver sobre todo con el partido que esa otra profundidad de campo extrae de los grandes espacios abiertos, las panorámicas que muestran los ya conocidos y majestuosos paisajes neozelandeses, figura de estilo del cineasta que, a través del 3D, ofrece un efecto magnificado. También son llamativas algunas soluciones basadas en la utilización de formidables picados y contrapicados –las imágenes de las minas en el prólogo, por ejemplo– que, mediante el visionado tridimensional, acentúan la sensación de vértigo que ya de por sí revisten esas composiciones visuales. Empero, las señas de identidad visual de El Hobbit siguen ancladas en lo esencial a lo ya probado y comprobado en las tres sucesivas partes de El Señor de los Anillos, una arquitectura visual que se funda esencialmente en la imagen de síntesis entre una muy notable labor artesanal (donde conviene sacar a colación tanto el trabajo coordinado por Dan Hennah en el diseño de producción como, por supuesto, el del viejo aliado de Jackson Richard Taylor, quien orquestra el trabajo de la Weta Workshop) y la intervención de la imagen generada por ordenador y los efectos a través de la digitalización de la imagen para crear lo que de otra manera no resulta posible. Aunque menos llamativo que el relumbrante aparato de lo escénico y las miniaturas, es precisamente en la labor fotográfica de Andrew Lesnie y especialmente en la graduación digital de las imágenes que se lleva a cabo en postproducción –proceso de escaneado del negativo y ulterior manipulación con técnicas digitales– donde esta El Hobbit termina de apuntalar sus rasgos de parentesco y coherencia estética con El Señor de los Anillos, dejando que sean algunos de los muchos reconocibles leit-motiv musicales de la partitura de Howard Shore los que brinden los vínculos más concretos de ligazón de conceptos –personajes, razas, objetos– entre la primera trilogía y esta segunda.

 

Sin perder de vista algo tan esencial como esas señas visuales motrices, el elemento diferencial que reclama El Hobbit radica, como ya hemos anticipado, en la naturaleza a menudo más jocosa de los periplos relatados –atiéndase por ejemplo el capítulo del encuentro con los trolls–, cuestión en realidad de tono que Jackson a menudo aprovecha para desatar los términos de lo hipertrófico –a veces con resultados tan contundentes como la memorable secuencia de la “batalla de truenos”, en realidad batalla literal entre montañas–. También radica en el espesor mucho más relativo de la sustancia dramática, algo que le permite al cineasta introducir ex novo lo alegórico (bajo la pretensión del tesoro, los enanos reclaman algo mucho más esencial, que se les devuelva su tierra, dato éste que se halla sólo implícito en la novela, al menos hasta el punto de desarrollo que alcanza esta primera película) y, especialmente, penetrar del modo más oxigenado en los conflictos dramáticos más evidentes (el dilema de Bilbo Bolsón al ser llamado de la aventura) y más sutiles (las decisiones intuitivas de Gandalf), contando para ello con la complicidad de unos actores, tanto Freeman como McKellen, en permanente estado de gracia. Esa capacidad de maniobra que ofrece este texto mucho menos extenso ni denso también da cabida a secuencias que, de forma aislada pero bien llamativa, inciden en razones que van más allá del tenor de la novela y que tienen que ver con el legendarium de Tolkien, lo que para Jackson supone al mismo tiempo el raíl preciso para introducir líneas de simetría y continuidad entre lo que narra en El Hobbit y lo que ya narró en El Señor de los Anillos, aunque, al respecto, más que la esperada secuencia de reencuentro de importantes personajes por todos conocidos en Rivendel, resulta especialmente reseñable la sugestiva subtrama que presenta al mago Radagast (Sylvester Mc Coy) y le lanza a los dominios inquietantes de la fortaleza en ruinas de Dol Guldur.

 

De las diversas posibilidades de presentación del relato y su ubicación en la superestructura que deberá terminar de conformarse con los otros dos filmes, tanto en la escritura como a través de la puesta en escena Jackson opta por una vía que establece ciertas simetrías de estructura con La Comunidad del Anillo (en su versión extendida), especialmente en los dos extremos del metraje; al inicio, utilizando los escritos de Bilbo como fuente del relato, y sirviéndose de su recitado para ilustrar en over un prólogo lleno de imágenes de impacto que sirven para poner al espectador en antecedentes sobre los acontecimientos que se dirimirán en el relato; al final, llevando más allá de la literalidad el muy atractivo pasaje de la novela en el que los enanos, Bilbo y Gandalf son atacados por unos lobos, secuencia que, en esta versión cinematográfica, sirve también para proponer un enfrentamiento climático entre Thorin y el cabecilla orco Azog (Manu Bennett), y a cuyo término los miembros de esta otra Comunidad se reúnen en los aledaños del Bosque Negro, el lugar donde discurrirán las peripecias en la siguiente película, y desde donde podemos vislumbrar, en la lejanía, el temible punto de destino que aguarda tras las hazañas habidas y por haber, la fortaleza del dragón Smaug (del mismo modo que las dos primeras partes de El Señor de los Anillos se cerraban con  panorámicas ascendentes que terminaban encuadrando el Monte del Destino). En El Hobbit, sin embargo, Jackson no se conforma con esa mera enunciación a distancia, y recurre a una imaginativa solución visual que abandona cualquier punto de vista subjetivo para, simple y llanamente, acercar al espectador a esa boca del lobo (o más bien del dragón), y así postular sus expectativas ante el estreno de la segunda parte. Se trata del último plano de la película y también del último detalle del genuino estilo de Jackson, un cineasta sin duda imperfecto (el montaje algo deslavazado de las secuencias finales, o, a nivel de definiciones narrativas, la quizá innecesaria importancia que se le concede al citado orco Azog, villano de ocasión a la espera del plato fuerte que está por llegar), pero que en esta El Hobbit: un viaje inesperado, se nos aparece de nuevo como un niño mayor al que, como quien juega a ser Gandalf o hace volar una cometa con forma de dragón, le apasiona probar alquimias que agitan la magia clásica que reside en la propia naturaleza del cinematógrafo con las técnicas y artificios que ofrece la era digital, empeño que sin duda tiene sus peajes pero que no debería impedirnos evidenciar su personalidad y su fuste como cineasta.

http://www.thehobbit.com/

http://www.theonering.net/

http://www.imdb.com/title/tt0903624/

Todas las imágenes pertenecen a sus autores

Un pensamiento en “EL HOBBIT, UN VIAJE INESPERADO

  1. Bon dia, Sergi: Acabo de llegir el teu comentari, que m’ha semblat fabulós, i d’aquí una estona «penjaré» el meu en el meu blog, incloent-hi un enllaç a aquest teu, perque crec que aportes molta més erudició en el tema de les referències concretes a l’obra de Tolkien. Una abraçada, amic.

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