EL MANANTIAL DE LA DONCELLA

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El agua de Bergman

Desde una aproximación epidérmica, o de contexto, El manantial de la doncella (Jungfrukällan, 1960) supone probablemente la primera confirmación del pedestal -que no mero prestigio- que Ingmar Bergman ocupó y sigue ocupando en la Historia del Cine. Ganadora de su primero de los tres Oscar a Mejor Película de Habla No Inglesa, Mención Especial en el Festival de Cannes de aquel año y, en fin, saludada desde el primer día como una obra maestra, la película se ubica a principios de la que posiblemente sea la década de mayores logros cinematográficos del autor sueco. Adentrándonos un poco más en materia cinematográfica, El manantial de la doncella ya nos acerca peligrosamente, por temática tanto que por cronología, a la que se denominaría “Trilogía del silencio de Dios», que conforman las extraordinarias Como en un espejo (Såsom i en spegel, 1961), Los comulgantes (Nattvardsgästerna, 1963) y El silencio (Tystnaden, 1963). Veamos por qué.

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Por supuesto que las temáticas espirituales abordadas desde focos diversos ya habían ocupado antes espacio importante en diversas películas de Bergman. Sin embargo, en esta El manantial de la doncella, a partir de una cruda fábula medieval basada en una vieja leyenda de violación y venganza, el firmante de El séptimo sello nos adentra, de forma densa e incómoda a pesar del envoltorio diáfano, en conflictos medulares de la relación del ser humano con lo divino. Hay en el argumento y en las imágenes del filme, ya planteado en la primera escena del filme, y desarrollado lento y procelosamente hasta la última, un conflicto constante (y no resuelto) entre las viejas creencias paganas de los pueblos del Norte de Europa y el Cristianismo que, en la Baja Edad Media –contexto en el que nos ubica el relato— empezaba a ganar adeptos en aquellos lares. Dicho conflicto, no es difícil de ver, se arbitra a través de la dualidad existente entre dos personajes, la virginal Karin (Brigitta Petterson), amadísima y sobreprotegida hija de los terratenientes que fatalmente hallará su hado en el bosque, y la huraña criada embarazada Ingeri (Gunnel Lindblom). La primera representa los valores de la nueva religión interpuesta, el cristianismo; y la segunda el lacerante aferrarse a los viejos mitos. Como trasfondo para quien quiera analizarlo, también está, por supuesto, una confrontación entre la nobleza y los plebeyos. No cometeré la torpeza de divagar sobre lo que es labor del espectador al respecto de esa oposición frontal, que se acaba arbitrando en la reacción especialmente del padre de la niña mancillada, Töre (Max Von Sydow). Basta con consignar que Bergman, con esa sintaxis única en la gestión de la sugerencia, en el equilibrio entre lo visceral y lo cerebral, adentra al espectador en semejante y pantanoso territorio, del que no hay forma de salir inmune. La grandeza del Cine.

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En una reseña cinematográfica de un ultraclásico como éste, es más pertinente referirse a los mimbres o piezas de convicción (narrativa, formal, tonal) que el maestro sueco articula para desplegar su fábula. Hablar de ellas es hablar, en realidad, de buena parte del cine de Bergman. La poética inmarcesible (y belleza plástica incontestable) de la fotografía de Sven Nykvist, que a veces agrede por su belleza y su contraste literal y figurado. La dirección de actores, que tan difícil parangón tiene en la historia del cine: la expresividad supina que el cineasta arranca de los rostros de absolutamente todos los personajes en liza es impresionante: hay muchos primeros planos en el filme, muchos de ellos largos o sostenidos en insistencia de montaje (se me ocurre, por ejemplo, el de Ingeri en casi cualquier aparición suya, y son unas cuantas, o el rostro del niño pastor durante la cena tras ser los tres cabreros acogidos en la fortaleza de Töre) y ninguno es gratuito, todos se dirigen a la médula dramática y alegórica de la película. A tono con lo anterior, la fisicidad tanto en esa misma dirección de actores –que llega a extremos hiperbólicos, por ejemplo, en el enfrentamiento de Töre con un árbol que trata de arrancar de raíz— como en el diseño de producción, aquí en un encourage  donde se produce un vivo contraste entre lo luminoso y telúrico de los bosques y la oclusión de los espacios cerrados, ecuación no resuelta y que genera una atmósfera tan envolvente como absorbente la temperatura de las imágenes de principio a fin. El manantial de la doncella no es probablemente la mejor película de su director, pero sí una de esas películas cartesianas en su hechura, que exuda brillantez por todos sus poros, que no admite réplica, y que uno puede ver una y otra vez para comprender, más allá de lo que cuenta o sugiere, el potencial expresivo de eso que damos en llamar El Séptimo Arte.

Un pensamiento en “EL MANANTIAL DE LA DONCELLA

  1. Curiosamente, tan solo con horas de diferencia, hemos abordado esta película en nuestros respectivos blogs.
    Tu comentario resulta muy ilustrativo y desde luego aporta más elementos para la comprensión de EL MANANTIAL DE LA DONCELLA que el mío, sin duda, más simplista. No obstante, si deseas leerlo, puedes hacerlo en:
    https://moviemovieelblog.blogspot.com

    Un saludo.

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