UNA JORNADA PARTICULAR

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Sorprende el arranque de la película: un breve sketch cinematográfico periodístico, el equivalente italiano de nuestro No-do, que relata la visita de Hitler a Roma en 1938 y su recepción por parte del Duce en loor de multitudes. Tras ese prólogo que nos ubica de cabeza en el contexto histórico, adviene otro prólogo, éste ya parte de la ficción, que relata cómo Antonietta (Sofia Loren) trata de poner orden en su casa en el momento de empezar la jornada, siendo poco más que la sirvienta para el marido y sus seis hijos, que, la mañana en cuestión, se preparan para acudir precisamente a esa concentración en la calle, fiesta nacional, para recibir al Führer.
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Tras ello, ya encajados entre esas cuatro paredes que solo abandonaremos de forma provisional, es un elemento simbólico obvio (y no por ello menos efectivo), un pájaro que escapa de su jaula y vuela cerca de la ventana de un vecino, el que ofrecerá la premisa del relato. El vecino no es otro que Gabrielle (Marcello Mastroiani), personaje atormentado por diversas circunstancias que se intuyen, y luego, en un armónico despliegue de las piezas dramáticas, se concretarán. Y de entre esas piezas destaca el contexto, ése que se narra al principio del filme. En realidad, decir eso es quedarse corto: el contexto es la propia sustancia del drama. Por esa razón, y en una excelente decisión de guion, el contexto recibe una voz, podríamos decir que se llega a convertir en un tercer personaje: estoy hablando del recurso de sonido consistente en acompañar el grueso de diálogos de la pareja protagonista con la  retransmisión del acontecimiento de esa jornada en particular en Roma. El tono y lenguaje de esa retransmisión, verborreica y solemne hasta la extenuación, inflamada de soflamas extravagantes, va haciéndose su lugar como personaje no por invisible menos todopoderoso, enemigo insidioso e implacable de esos personajes, por razones complementarias, al límite de sus fuerzas.
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Los colores desvaídos que definen las imágenes del filme, esa pátina desangelada de los escenarios interiores, ese cotidiano raído, casi exangüe, encuentra su parangón en la expresividad que Scola extrae de sus intérpretes. Tanto ella como él extraordinarios en su papel, saben transmitir, de principio a fin, casi siempre de forma implosiva, un patetismo y un dolor acumulado a tanta profundidad que apenas deja paso para que emerja, como debe en la parábola dramática, el afecto (en el caso de él) y la concupiscencia (en el de ella). En el último tercio del metraje, cuando se desatan esos sentimientos, Una jornada particular deviene, en ese armónico repliegue de ideas por imágenes, una experiencia emotiva y muy conmovedora, lo que tiene que ver con esas interpretaciones, claro, pero también con la cocción sutil pero intensa, diáfana en sus intenciones, coherente y muy limpia que propone el cineasta a través de su construcción visual.

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Una edificación en imágenes que hacen del filme una pieza de cámara categórica en la que el espacio tiene muchas cosas que decir. Sobre todo como conjunto vacío que orbita alrededor de los personajes, en sobreimpresión, cabría decir, a ese citado no-personaje devenido en personaje que es el fondo sonoro de la retransmisión triunfal de lo que sucede en las calles de la ciudad. Lejos de ese exterior devorador, la cámara trabaja el espacio como barrera aparente que los personajes deben derribar para encontrarse. Primero, los planos generales del piso de uno contemplado desde el de la otra. Después, en los encuentros, barreras físicas como puertas o paredes que entorpecen la reunión en el mismo encuadre, fragmentaciones que, por insistencia visual, cobran forma narrativa, para romperse al fin, de modo abrupto y liberador, como sucede en la secuencia que discurre en la azotea, o con una fuga sensual casi solemne, como en el conato de encuentro sexual.

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