INVICTUS

Invictus

Director: Clint Eastwood

Guión: Anthony Peckman,

según la obra de John Carlin

Intérpretes: Morgan Freeman, Matt Damon, Tony Kgoroge, Patrick Mofokeng, Matt Stern, Julian Lewis Jones.

Música: Kyle Eastwood y Michael Stevens

Fotografía: Tom Stern.

Montaje: Joel Cox y Gary D. Roach

EEUU. 2009. 137 minutos

 

Frágil equilibrio

I thank whatever Gods may be / for my unconquerable soul / I am the master of my fate / I am the captain of my soul”. El poema extractado, de William Ernest Henley, es utilizado por Nelson Mandela (Morgan Freeman) para espolear al capitán de la selección de rugby Sudafricana, François Pienaar (Matt Damon), y funciona casi a modo de mantra para el deportista, pero también como motivo espiritual que enmarca el tono y sentido del completo relato que Clint Eastwood nos narra en esta Invictus, título precisamente extraído del del poema. El filme, basado en el libro escrito por John Carlin y publicado en España con el título El Factor Humano, habla de uno de esos acontecimientos históricos que podemos calificar de “increíbles pero ciertos”. Nos sitúa en la República Sudafricana, en los primeros años de mandato de Mandela, en la coyuntura de frágil equilibrio democrático de una sociedad dividida por estigmas históricos que huelga mencionar (en la que –también se apunta, aunque sea de pasada- el poder económico seguía recayendo en los llamados afrikaners, ahora en minoría política); en ese contexto, se narra el intento por parte del mandatario de utilizar el que en realidad era un viejo símbolo de la segregación racial, los Springboks -el equipo de rugby nacional-, para encauzar una senda de posible concordia y distensión entre las dos razas largamente divididas por la lacra del apartheid, ello aprovechando la coyuntura de la organización del Campeonato del Mundo del año 1995.

 

Rugby y apartheid

El filme mixtura los elementos definitorios del cine sobre deportes (el seguimiento más o menos detallado de una competición, la implicación dramática de los deportistas –aquí, el capitán de la selección, Pienaar-, la filmación de diversas secuencias que narran esos avatares deportivos, incluyendo el clímax) con un acercamiento que cabe tildar de hagiográfico a la figura de Nelson Mandela, a través de una crónica eminentemente sentimental, pues no es tanto de unas decisiones políticas como de la actitud que las sostiene y la personalidad y destreza para llevarlas a buen término. Se trata de una fusión temática de la que resulta un ítem interesante, presente en muchos episodios históricos relevantes a lo largo de la Historia de las Civilizaciones y aún vigente: hablo de la instrumentalización del deporte con fines nacionalistas. Y es ciertamente un ítem que daría para muchas paráfrasis, en estos lares relacionadas con el fútbol y las connotaciones políticas que –en realidad no tienen o no deberían tener pero- se les otorga a equipos como el Real Madrid, el Fútbol Club Barcelona o el Athletic de Bilbao (éste especialmente, pues sus jugadores son exclusivamente vascos). Sin embargo, no es éste el lugar para entretenerse aquí en esos reflejos de la política sobre el deporte, principalmente porque el abordaje de Invictus no ofrece posibilidad de parangón con el caso español (a no ser que nos tomemos su reflexión o crítica a contrario sensu), básicamente por las condiciones culturales, raciales e históricas que le dan sentido, que nada tienen que ver con las que nos atañen a nosotros.

 

De víctima a héroe

El filme, coproducido por Morgan Freeman, recalca en repetidas ocasiones los muchos años, casi treinta, que Madiba estuvo preso, sea por medio de diálogos, subrayado en una canción que se escucha de fondo (y cuyo estribillo habla de “nueve mil días”) y hasta en una escena decisiva en la que el equipo de rugby visita la isla-penal donde el político estuvo recluido y vemos a Pienaar encerrándose en la celda que antaño ocupó el Presidente, alargar los brazos para mostrar la estrechez del espacio y hasta evocar ese pasado terrible por la vía de un flashback que responde a una ensoñación del propio jugador (cuando mira por la ventana, observando el patio vacío, y se imagina el calvario que Mandela tuvo que pasar); se trata de una escena muy significativa de esas intenciones hagiográficas, pues, como digo, no se trata tanto de un flashback como de la imaginación de Pienaar, que en el acto de meditar sobre lo doloroso de ese pasado (o más bien en la decisión de Eastwood de filmar lo imaginado), está invitando al espectador a efectuar lo propio, poniendo especial énfasis en los antecedentes como víctima de Mandela para resaltar una condición piadosa que le eleva, mucho más allá de la diligencia política, a los altares del heroísmo. Todo lo expuesto, que no puede nunca entenderse como algo peyorativo per se, sí que es un material frágil, pues corre cierto riesgo de caer en el arquetipo (como en realidad sucede en secuencias aisladas, principalmente las que tienen que ver con la familia de Pienaar); pero debe decirse, que más allá de la convicción y capacidad para la emoción con la que Eastwood rubrica el relato en imágenes, a nivel argumental Invictus atesora diversos elementos que consiguen eludir el cliché y plantear esa sencilla historia de una forma inteligente y atractiva; al respecto me detengo en la feliz proposición argumental referida a los guardaespaldas del presidente, sus viejos servidores (de piel negra) que tienen que aprender a convivir con aquéllos de quienes creían haber heredado el puesto, los servidores del gobierno saliente (por supuesto, de piel blanca): unos y otros, a los que el relato presta atención de forma intermitente pero continuada de principio a fin, funcionan como excelente coda anecdótica para traducir, con cierta capacidad para el matiz, las unívocas razones argumentales que atañen a Mandela. Además de mostrarnos la trastienda de la política (por la propia naturaleza de su cargo), funcionan –por metonimia: velar por la seguridad en el estadio de rugby, por velar por el éxito de la idea de utilizar la selección de rugby como instrumento para aglutinar todos los argumentos nacionalistas- como válida alegoría de la hazaña política.

 

Un himno

Echando una mirada a la filmografía del director de Unforgiven, esta Invictus ocupa un lugar singular. No por sus resultados cinematográficos, pues la excelencia es moneda de cambio habitual en Eastwood desde hace mucho tiempo (más del que muchos se creen). Me refiero esencialmente a su temática y a su tono. Pocas veces Eastwood ha recreado hechos históricos, y nunca con propósitos asimilables a los de esta obra. En Bird se trataba de un febril acercamiento a la biografía de Charlie Parker; en White hunter, black heart (que tampoco era propiamente una narración de corte histórico, pues partía de las impresiones que Peter Viertel imprimió sobre el rodaje de The African Queen), se utilizaba la anécdota cinéfila para trazar la parábola de una obsesión; ya en estos últimos años, en el díptico sobre Iwo Jima (Flags of our fathers y Letters from Iwo Jima), amén de experimentar sobre una perspectiva opuesta y complementaria, se afiliaba a los parámetros del género bélico con un trasfondo de crítica social; y en Changeling, bajo la plataforma melodramática, volvía a esporar la discusión en clave social, sobre lo que podríamos llamar “los renglones torcidos” del sistema. En todas estas obras y muchas otras (para mí merecen especial mención al respecto A perfect World y Mystic River) se enraizan discursos donde de lo sociológico cabe extraer motivos o argumentos políticos (y hasta ideológicos). Pero en Invictus es precisamente al revés: hablando como se habla de política (y del día a día de un Jefe de Estado), las razones sociológicas sólo se perfilan de forma superficial, pues la compleja introspección (algo por ejemplo predicable de Cry Freedom, de Richard Attenborough) queda fuera de las intenciones narrativas. Quizá ello tenga que ver, amén de la relevancia del personaje retratado, con el hecho de que Eastwood no transite por un terreno conocido, la nación y el pueblo americanos, la propia historia: al igual que sucedía en Letters from Iwo Jima (recordemos el retrato del General Kuribayashi), en la caligrafía de Invictus se detecta una cierta tendencia a la solemnidad, en un sentido enfático. Pero está plenamente justificado. Y es que Eastwood, de cuya dramaturgia podemos predicar la profundidad y constantes dolientes del blues, aquí se aplica con fruición a filmar algo de tan refulgente superficie como es un himno. Arropado por los profesionales de talento que tan bien conoce y de los que siempre arranca sinergias –caso de el director de fotografía Tom Stern, el diseñador de producción James J. Murakami, los montadores Joel Cox y Gary D. Roach o la responsable de vestuario Deborah Hopper-, Eastwood imprime en efecto un himno hermosísimo, emotivo, optimista, que en ningún momento esconde sus bazas, que desecha compromisos de crónica política, pues no pretende abrazar otra bandera que no sea la de las buenas intenciones. Tras el estreno de Invictus se afianza la condición de Gran Torino de obra culminante y en la que desaguan muchas de las tesis del realizador. Si Walt Kowalski lograba al final convertirse, tras una dura pugna espiritual, en “el capitán de su propia alma”, no es de extrañar que a renglón seguido, en esta su trigésima obra, Eastwood quisiera abordar algo en realidad no tan alejado –pues en ambos casos se habla de integración racial- desde esta nueva perspectiva.

http://www.imdb.com/title/tt1057500/

http://invictusmovie.warnerbros.com/

http://rogerebert.suntimes.com/apps/pbcs.dll/article?AID=/20091209/REVIEWS/912099994/1023

http://anutshellreview.blogspot.com/2010/01/invictus.html

http://blogs.kitschmag.com/movies/2009/12/17/invictus/

http://www.guzmanurrero.es/index.php/Ultimas-noticias/Invictus-de-Clint-Eastwood.html

http://www.theauteurs.com/notebook/posts/1314

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