NOCHES BLANCAS

 

Le Notti Bianche

Dirección: Luchino Visconti

Guión: Luchino Visconti ySuso Cecchi d’Amico,

según la novela de Feodor Dostoyevski

Intérpretes: Maria Schell, Marcello Mastroianni, Jean Marais, Marcella Rovena, Maria Zanoli, Elena Fancera, Lanfranco Ceccarelli

Música:  Nino Rota  

Fotografía:  Giuseppe Rotunno

Italia. 1957. 109 minutos.

Encuentro

El espectador de Noches blancas se enfrenta, de entrada, con una paradoja. Por un lado está la lógica expectativa ante un encuentro, el de Fiódor Dostoyevski con Luchino Visconti, que se prevé tan apasionante como la conjunción de las más que notables, y tan particulares, personalidades creativas de ambos artistas. Por el otro, sucede que ni el relato (más o menos) breve de Dostoyevski, ni la película de Visconti –y que parte de un guión firmado por él mismo junto con Suso Cecchi d’Amico– se cuentan entre lo más destacado de sus respectivos legados.  Tanto uno como el otro firman su obra en los primeros años de su respectiva parcela creativa (en los dos casos, cabe matizar, pues Dostoyevski había escrito muchos ensayos sobre temas políticos y sociales antes de consagrarse a la narrativa, y Visconti llevaba, en 1954, año de realización del filme, cierto tiempo consolidado como un gran director de teatro) y diversas obras maestras de la literatura y el cine rubricadas con posterioridad desmerecen, al contraste, el valor de este título específico. Pero déjeme subrayar precisamente eso, que es sólo al contraste, y que el caso de Noches blancas es un paradigmático ejemplo de la falacia que encierra la expresión “obra menor”, tanto respecto de uno como del otro. De hecho, el relato ostenta en su misma esencia romántica un cúmulo de cualidades que de forma bien marcada cualquier lector asocia con lo dostoyevskiano, y la labor de Visconti –que aún no había firmado Rocco y sus hermanos, El gatopardo o Muerte en Venecia, pero sí Senso– merece semejante apreciación.

Adaptación

Y en ello nos extenderemos, pues es exclusivamente de Le Notti Bianche, la película, de lo que corresponde hablar aquí. Y lo primero de lo que se debe dejar constancia es de que si la impronta viscontiniana emerge en la película ello no es fruto de una relectura muy libre del texto literario, sino de, en efecto, una cierta alineación de motivaciones y, por supuesto, la singularidad de las reglas intrínsecamente cinematográficas del autor de la película. Visconti y Suso Cecchi d’Amico respetan de forma muy escrupulosa la estructura del relato, las definiciones dramáticas que atañen a sus personajes protagonistas, y, por supuesto, el curso de los acontecimientos sentimentales. Más que de diferencias, cabe hablar de añadidos, dos de ellos, y que no son propiamente tales: el primero, hacer explícito por la vía de flashbacks lo que en el relato escrito  era narrado, evocado, por el personaje de Nastenka (aquí Natalia) a su enamorado partenaire (aquí llamado Mario), algo que obedece a la lógica expositiva del lenguaje del cine, si bien supone una necesaria ampliación de los parámetros del punto de vista, pues lo que allí estaba subjetivizado aquí lo está menos; el segundo, y primordial, es la transposición geográfica, elemento en el que Visconti centra de forma cabal su aportación al relato: Le Notti Bianche no discurre en San Petersburgo, sino en una localidad de provincias –inspirada en el Livorno, e íntegramente recreada en Cinecittà-, y en la época contemporánea a la realización de la película. De hecho, esa recreación en estudio le sirve al director para instalar en el relato una textura visual muy específica, un punto etérea, tendente a la exteriorización de los pulsos de los personajes, y por tanto a su universalización/abstracción, como de hecho pretendía el escritor ruso; pero, al mismo tiempo, Visconti no evita aportar un perfil localista; bien al contrario, aprovecha para incidir en ella en cada momento de distensión narrativa –las cortas secuencias matutinas en la pensión en la que reside Mario, los prolegómenos del encuentro en las calles de la ciudad la última noche-, así como, bien merece su enumeración aparte, ubica una secuencia destacada del relato en un local de fiestas en el que se escuchan las canciones por aquel entonces en boga entre la gente joven, incluyendo un rock punteado de Bill Haley –en el transcurso de cuya audición Mastroianni nos ofrecerá la única fuga cómica que se permite en toda la función, al imitar de la forma más estrambótica y patosa los movimientos de un avezado bailarín–.

La soledad traicionera

Pero, como anticipaba, este relato íntimo sobre los encuentros y desencuentros de una pareja accidental, alterada y desacompasada halla su cauce natural en un paisaje que lo es fundamentalmente de los sentimientos, algo que Visconti propugna en imágenes, de forma sumamente estilizada, desde el mismo inicio de la función, y hasta su cierre. Al principio, diversos lentos y estudiados movimientos de cámara nos presentan ese paisaje de callejones estrechos de piedra y puentes sobre un pequeño canal, escenario no geométrico sobre el que las imágenes trabajarán con suma pericia los movimientos de los actores; esa presentación geográfica va a la par de una definición dramática muy conseguida: vemos a Mario deambular por esas calles, y le vemos moverse, primero, a la contra de la inercia del gentío, después progresivamente más solo, hasta que se detiene en un puente y observa la figura de la chica, Natalia, a la que aún no conoce, sin saber aún que está llorando, en otro puente, ubicado a media perspectiva; esos pocos minutos iniciales instalan el relato en los términos exactos por los que discurrirá: la soledad y su traición por la vía del ensueño. El realizador exige a Mastroianni una labor de circunspección  dramática (que el actor borda), y en cambio extrae de Maria Schell (Natalia) una composición sumamente expresiva, casi exacerbada en su plasmación de cada sentimiento inmediato; así se propone el enfrentamiento entre lo introvertido y lo extrovertido, vital para la coda dramática, y que se viste en términos escenográficos a través del constante movimiento (de los actores, de la cámara) por esas callejas y una luminiscencia nocturna muy cambiante, tan poco ortodoxa como intencionada y apropiada para el caldo melodramático. Hay muchos hallazgos escénicos en la película, que inciden en todo caso en esa ilustración atmosférica, en la priorización absoluta de la herramienta visual, y que en ocasiones sobrecogen por su elegancia (Schell se detiene en un recoveco del camino, se sienta junto a la lumbre del haz de una hoguera y mira en la misma dirección a la que la cámara se dirige en un lento movimiento que termina encuadrando el interior de la casa donde reside la chica con su abuela, donde empieza a escenificarse el flashback) y en otras por su aparente fuerza intuitiva (la citada secuencia del baile en el local de fiestas, la cámara, nunca inmóvil, y que recoge en primer plano los rostros de las parejas que bailan fundidas en un abrazo).

Mario

Esta es una película de alto voltaje romántico y percusión melodramática, claro punto de encuentro, de lo primero a lo segundo, entre lo dostoyevskiano y lo viscontiniano, que va a desaguar en un cierre inevitablemente desangelado que, sin duda, revirtió en su día en el escaso éxito de la película. Lo que a la postre me resulta más fascinante del filme tiene que ver con ese contraste entre la expresividad de los actores a que he hecho mención, y más concretamente a su razón de ser, el hecho de que sea la historia de Natalia la que establezca los términos del relato y sea en cambio el personaje de Mario, del que apenas sabremos nada, el protagonista de la función. En ese sentido tienen importancia ilustrativa los dos personajes secundarios, las, por así llamarlas, parejas alternativas de una y otro, de quienes se sirve Visconti para recordarnos en todo momento que es el destino de Mario, y no el de Natalia, el que nos interesa. Por un lado está el inquilino del que ella está enamorada, ese hombre que Natalia define a su abuela diciendo que “no es joven ni es viejo”,  y que es “muy atractivo”; en la piel dura de Jean Marais, en ese personaje hecho visible (en la novela no lo estaba) concurre una cierta distorsión entre esas palabras, todo lo que ella percibe y siente, y la personalidad que la cámara recoge, que más bien revela frialdad, incluso desapasionamiento; acaba resultando que Visconti sí opta por la causa de la subjetividad, pero para recoger, creo, la imagen que Mario se hace de ese tipo, ese rival con el que tiene la batalla perdida en (casi) todo momento. Y por otro lado está la prostituta que encarna Clara Calamai, a quien la cámara llega a seguir en soledad en un bar en el que se aburre jugando a las damas (sic), con la que Mario se carea en diversas ocasiones ya desde el mismo principio, que se le insinúa y con quien incluso concierta una cita amorosa en un momento en el que aquél siente despecho hacia su amada; sin duda que entre Mario y esa mujer de la calle –cuya imagen patética establece algún puente con el cine de Fellini de aquella misma década- cabe establecer severas concomitancias dramáticas, subrayadas por el hecho del escarnio al que él la somete; hay un claro reflejo especular entre ellos; los dos son perdedores, aunque sólo ella lo sepa; a los dos les persigue la misma sombra; están condenados a vagar, perdidos, como ese perro callejero que se acerca a la vera de Mario en el último plano de la película.

http://www.imdb.com/title/tt0050782/

http://mikegrost.com/visconti.htm

http://www.clubcultura.com/clubliteratura/clubescritores/garzo/sesion_peli_noches.html

http://www.cinevivo.org/home/index.php?tpl=home_nota&idcontenido=2324

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