AMARGA VICTORIA

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Bitter Victory

Director: Nicholas Ray

Guión: Nicholas Ray y Gavin Lambert, según una novela de René Hardy

 Música: Maurice Leroux

Fotografía: Michel Kelber

Intérpretes:  Richard Burton, Curd Jürgens,  Ruth Roman, Raymond Pellegrin, Anthony Bushell, Alfred Burke, Christopher Lee

EEUU. 1957. 98 minutos

Del heroísmo y la cobardía 

Rodada en Europa por Nicholas Ray tras finiquitar su relación con la Twentieth Century Fox con La verdadera historia de Jesse James (The True Story of Jesse James, 1956), la película que nos ocupa, más la ulterior Chicago Años 30 (Party Girl, 1958), suponen probablemente las últimas grandes obras que nos legó el cineasta de Wisconsin. A esta Bitter Victory se la encuadra a menudo con la coetánea La colina de los diablos de acero (Men in War, Anthony Mann, 1957) como dos ejemplos de reformulación (o al menos formulación muy específica) de los códigos del cine bélico en unos años caracterizados precisamente por la crisis de los modelos genéricos que Hollywood había estandarizado en aquella era dorada que, con el advenimiento de la televisión, la variación de las normas de distribución y el progresivo desplome del originario código Hays, cada vez se acercaba más y peligrosamente a su fin. Con el monumental título de Mann la película comparte en efecto muchos y cardinales elementos, principalmente la focalización dramática absoluta centrada en un grupo de soldados en una situación límite, del que espora un retrato bien alejado de toda épica y en el que se afianza, de forma doliente, una mirada abiertamente antimilitarista. Pero también el rodaje en un blanco y negro que lleva las imágenes a cierto estadio de abstracción a partir precisamente de ese condensado dramático, sensación que el scope que Ray utiliza en este caso no matiza en absoluto, todo lo contrario.

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Pero si Anthony Mann y Nicholas Ray fueron dos grandiosos cineastas, es lógico que también existan diferencias cardinales entre esas obras a primera vista equiparables, diferencias que precisamente nos sirvan para dilucidar la personalidad e intenciones de cada uno de esos cineastas. Centrados, pues, en esta Amarga victoria, de entrada debe decirse que esa disposición dramática basada en el careo dramático de soldados en la encrucijada de una misión peligrosa está más matizada aquí que en Men in War, merced de una presentación que efectúa al menos un somero esfuerzo de ubicación geográfica e histórica (el desierto de Libia durante la Segunda Guerra Mundial; una misión consistente en asaltar un cuartel nazi y robar documentos que sirvan para sabotear los planes de Rommel), y, principalmente, por razón de la introducción del personaje femenino que encarna Ruth Roman, quien se halla casada con el Mayor Brand (Curt Jurgens), pero resulta estar aún enamorada del Capitán Leith (Richard Burton), amante pretérito, y quien, en un planteamiento argumental en realidad muy forzado pero que Ray utiliza con total clarividencia en aras a la elucubración de su discurso, llega al cuartel aliado precisamente en vísperas de esa misión en la que Brand comandará un escuadrón y Leith actuará como su acompañante y segundo. El conflicto causado por el triángulo sentimental está servido, en efecto, pero Amarga victoria dista mucho de limitar sus motivos a esa premisa catalizadora, más bien se expande a través de la misma.

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Desde el mismísimo inicio de la función, Ray centra el relato visual en el juego de reflejos cruzados que se condensan a través de las reacciones de los personajes en liza a los retos (y no hablo sólo de los militares, sino también, o más bien, de los psicológicos) que el azar les pone por delante. Aunque su temperamento es diferente, del mismo modo que lo es su reputación entre los soldados, Brand y Leith no dejan de compartir algo esencial más allá del sentimiento a una mujer: su poca disposición a asumir la misión que el general al mando les encomienda. El personaje encarnado (de forma excelente) por Burton es experto en el trabajo de campo, pues había residido en Libia antes de la guerra, y además tiene en el escuadrón un aliado, el nativo Mockrane (Raymond Pellegrin), que actúa como guía y consejero. Por el contrario, Brand, formado en el rango burocrático de la carrera de los oficiales, no tiene experiencia en esas lides, ni especiales aliados, y da la sensación de hallarse siempre fuera de lugar, demasiado introvertido y demasiado dubitativo para ganarse a sus subordinados; empero, hay algo que equilibra sus fuerzas en ese enfrentamiento tácito con Leith: es él quien, al fin y al cabo, está al mando. Todas esas cuestiones, a la postre, son las que vertebran la sustancia dramática, y Ray las pormenoriza en imágenes hasta las últimas consecuencias del devenir narrativo, en realidad relegando, o más bien trascendiendo con mucho, el ancla argumental que hace emerger el conflicto entre los dos personajes a través de la función específica de la mujer atormentada que encarna Ruth Roman.

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La única razón por la que a Ray le interesa el éxito de la misión es instrumental, para alcanzar las crudas constataciones psicológicas (y el acerado discurso antimilitarista) que el relato convocará en su nudo. Es por ello que, aunque la construcción visual del episodio del asalto al cuartel nazi sea irreprochable (principalmente por la construcción de la atmósfera lograda a partir de la sensación de extrañeza de los personajes en el entorno berberisco), la película gana muchos enteros una vez iniciada la fuga, cuando los soldados no tienen que enfrentarse a otro enemigo que las inclemencias del paisaje, la meteorología y el entorno (un escorpión, por ejemplo), y los resquemores latentes se concretan de un modo fatídico. Muchos años antes de que el cine americano, en su crónica catárquica sobre la guerra de Vietnam, nos hablara de un ejército que no lucha contra el enemigo sino contra sí mismo (Platoon, Oliver Stone, 1986, sería probablemente el título más referencial de esa idea, seguido de La chaqueta metálica/Full Metal Jacket, Stanley Kubrick, 1987), en las áridas imágenes de Amarga victoria, pobladas por hombres arrojados contra el inane paisaje del desierto, Ray habla con voz queda de la angustia emocional con la que el ser humano replica la vorágine de violencia connatural a la guerra, y, derivado de lo anterior, de la imposibilidad de todo heroísmo o noción de justicia. Brand y Leith, y bajo su supuesto arbitrio el resto de soldados que forman el escuadrón, no dejan de ser personajes devorados por una realidad que les supera, instrumentalizados por un demiurgo cansado e iracundo que se dirige implacable contra sus flaquezas. El recordado cierre de la función, en el que Brand cuelga pesaroso la medalla ganada en la pechera de uno de esos peleles de ropa que se utilizan para el adiestramiento de los soldados (y que, intencionadamente, ya protagonizaban solitariamente los créditos iniciales) no sólo es la constancia de esa amargura que empaña cualquier sentido victorioso según reza el título de la función. Es mucho más: la evidencia irrefutable de la única clase de dramaturgia que, desde una vocación humanista, realista y psicológica, debe apoderarse del relato bélico en toda su extensión.

http://www.imdb.com/title/tt0050126/?ref_=nm_flmg_dr_11

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