LAS TRES LUCES

Der müde Tod

Director: Fritz Lang.

Guión: Fritz Lang y Thea Von Harbou.

Intérpretes: Lil Dagover, Walter Janssen, Bernhard Goetzke, Rudolf Klein-Rogge, Hans Sternberg, Erich Pabst

Fotografía: Bruno Mondi, Erich Nitzschmann, Herrmann Saalfrank, Bruno Timm, Fritz Arno Wagner

Alemania. 1921. 99 minutos.

 

Más grande que la vida

 Realizada en 1921, si decimos que Las tres luces es la primera gran película de Fritz Lang la empezamos a ubicar donde merece estar, en el altar de las grandes películas del Cine. Para sancionarlo están tipos como Alfred Hitchcock, quien en repetidas ocasiones manifestó que Der müde Tod había sido una influencia importante en su formación como cineasta. O Luis Buñuel, que vio la película en un cine de París, donde se hallaba inmerso en experimentación escenográfica teatral y, según revela en sus memorias, “Mi último suspiro” (Paidós, 1982), quedó tan impresionado por la disposición de los elementos visuales que orquestró Lang que marcó su devenir artístico. Y es que el altar de las grandes películas es el lugar donde anida la inspiración en el sentido más denso, profundo, auténtico.

El filme, de aliento entre lo exótico y la ensoñación trágica, nos narra la historia de una pareja de enamorados, quienes coinciden en una posada con un desconocido misterioso, que después sabremos que es la Muerte [encarnada de forma tan hierática como memorable por Bernhard Goetzke, en lo que supone un precedente indudable de la composición de idéntico y tan recordado personaje en la simpar El séptimo sello (Det sjunde inseglet, Ingmar Bergman, 1957)] y que se lleva al joven; la esposa, desesperada, pero al mismo tiempo espoleada por unos versos que le dicen que el amor puede vencer a la muerte, terminará estableciendo contacto con al Pálida Figura, quien, mostrando conmiseración por ella, le ofrecerá la oportunidad de recuperarlo si es capaz de cambiar el destino ominoso de tres parejas a lo largo de la historia, vidas que se corresponden con esas tres velas o luces mencionadas en el título, y que sirven a los guionistas para sobreimpresionar a la membrana sensitiva del relato ese elemento de fuga exótica (cada historia corresponde a escenarios remotos y maravillosos, de la Arabia de la tradición de Las Mil y Una Noches a una China feudal poblada por nigromantes, pasando por las máscaras de la Venecia renacentista).

 

Primera película donde Fritz Lang y su esposa Thea Von Harbou pudieron controlar hasta el detalle la confección del guión y su traslación a imágenes, en Der müde Tod cristalizan nociones de arrebato fantástico-filosófico, y de temperatura no menos arrebatadoramente lírica, que empezaban a patentarse en La imagen errante (Das wandernde Bild, 1920) y que igualmente conformaban parte importante de la cosmogonía de El tigre de Esnapur, proyecto que Lang y Von Harbou estuvieron celosamente preparando y que finalmente fue asumido por el que había sido su productor, Joe May, precipitando de hecho la separación entre productor y director: Las tres luces ya forma parte de la época de Decla-Bioskop Production, con Erich Pommer como productor; pero que hoy en cualquier caso podemos constatar –pues Lang terminaría filmando aquella película (de hecho el impresionante díptico que Der Tiger von Eschnapur conforma junto a La tumba india (Das Indische Grabmal), ambas de 1959, regreso del cineasta al pabellón alemán)– grados de parentesco de lo tonal y temático entre ese díptico y el filme que nos ocupa. Obra que de hecho, demostrando que el talento de Von Harbou era mucho más innegable de lo que a menudo se ha dicho (y ya se sabe por qué se ha dicho), abona bien las tesis de aquéllos que consideran que los elementos espirituales definitorios del expresionismo alemán en aquellos tiempos en ebullición no eran otra cosa que una reedición, actualización a otros tiempos, de los mismos mimbres artísticos que definieron la corriente romántica germana, pues en esta fábula desalojada del tiempo y de visos fatalistas bullen, más allá de los ambientes luctuosos, el siniestrismo y la importancia que el relato confiera a elementos supersticiosos, las categóricas definiciones individualistas e idealistas del romanticismo.

 

Lo que nos sirve de paso para regresar una vez más a esa relación siempre problemática del cine de Lang con el expresionismo, que en esta película, en la singular, portentosa manera que el cineasta edifica en imágenes –indudable demiurgo del relato en el auténtico sentido romántico del término– revela por primera vez la capacidad visionaria de Lang para trasladar a lo fílmico nociones que el artista había adquirido de su formación arquitectónica, un trabajo con el espacio y las definiciones de volumen que resulta oportuno oponer a la disolución de las mismas que anida en esa joya quintaesencial expresionista que poco antes firmó Robert Wiene, El gabinete del Doctor Caligari (Das Kabinett des Dr. Caligari, 1920), contraste patente evidentemente en la labor del operador de cámara, aquí el legendario Fritz Arno Wagner, en conjunción con unos diseños de escenarios y definiciones que van de lo estético a lo narrativo en la puesta en escena en los que Lang efectúa una más de las cuantiosas manifestaciones de puro genio que cabe recolectar de las películas del periodo mudo-alemán, sirviendo como paroxístico ejemplo de lo relatado esa recurrente imagen del muro que, según aparece en las imágenes de la película, utiliza la Muerte para llevarse a las almas, muro insuperable e insondable que Lang filma sin mostrar sus aristas ni su terminación en ningún extremo del encuadre y que enfatiza y subraya en las diversas versiones que del mismo muro-símbolo desfilan, con atuendos de fondo acordes con el exotismo explorado en cada caso, en las tres subtramas que se engarzan al relato.

 

Estrenada precisamente con el subtítulo Beyond the Wall en los EEUU [donde el anecdotario nos dice que se produjo un estreno tardío porque Douglas Fairbanks compró los derechos de explotación del filme allí y los conservó para, primero, copiar algunos de sus efectos visuales –el vuelo de la alfombra mágica en el segmento de la China, por ejemplo– en el filme que con tanto tesón preparó, El ladrón de Bagdad (The Thief of Bhagdad, Raoul Walsh, 1924), y después retenida para que el estreno de esa “su” película impresionara al público con esos efectos antes que la fábula de Lang], el título utilizado, al igual que en el Reino Unido, fue el de Destiny, elocuente lectura de los visos de lo dramático, filosófico y lírico que incorpora esta una película que se define tanto por su destreza y exuberancia en el manejo de elementos (argumentales, visuales) hasta cierto punto disímiles que se van conjurando y conjugando para vestir una solución dramática poética y absorbente, que no sólo debió de conmocionar al público de principios de la tercera década del siglo XX (y fascinar a Hitchcock, Buñuel y tantos otros) sino que, al mismo tiempo, empezó a prefigurar una de las constantes y obsesiones temáticas que el excepcional director diseminaría a lo largo de su filmografía, con especial énfasis en sus inolvidables aportaciones al drama criminal y al noir en la industria de Hollywood.

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