SIN MIEDO A LA VIDA

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Fearless

Dirección: Peter Weir

Guión: Rafael Yglesias, según su propia novela

Intérpretes: Jeff Bridges, Isabella Rossellini, Rosie Perez, Tom Hulce, John Turturro, Benicio Del Toro, Deirdre O’Connell

Música:  Maurice Jarre    

Fotografía:  Allen Daviau

EEUU. 1993. 122 minutos.

 

Trauma/epifanía

A la luz de la revelación definitiva que contiene la secuencia final de la película (lo que convierte toda la reseña, en cierto modo, en un spoiler), podemos convenir que Fearless se erige en un relato de furiosa vocación subjetiva sobre el proceso traumático que la persona de Max Klein (Jeff Bridges) atraviesa tras sobrevivir a un terrible accidente de avión. Y ese cierre no hace otra cosa que invitarnos a la reflexión sobre el modo en que pueden acercarse dos conceptos, ese trauma con lo que entendemos por una epifanía (según el diccionario de la RALE, “manifestación, aparición”), pues es más bien en esa segunda definición bajo los parámetros en los que se instala el relato: Max sufrió una epifanía en el momento de acaecer el terrible accidente, anulándole el sentimiento del miedo a todos los niveles fruto de, según actúa y refiere, la liberación sobrevenida de la angustia propia de todos los mortales al respecto de esa mortalidad. Y se trata en cierto modo de una pugna entre la glosa según los parámetros de la medicina psiquiátrica y una interpretación aferrada a dogmas de raigambre religiosa (y más concretamente, cristiana), si bien esa disposición subjetiva de los elementos, de la sustancia narrativa, está claramente desequilibrada a favor del segundo de los puntos de vista.    

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Relaciones humanas

Peter Weir no interviene aquí como guionista: se limita a asumir la traslación a imágenes de una novela escrita por Rafael Yglesias que el propio escritor convierte en libreto, lo que no significa que no sea una obra muy consecuente, de entraña perfectamente relacionada con el corpus de temas y motivos que caracterizan la filmografía del director australiano. Se puede decir que lleva a su terreno las razones argumentales y espirituales que Yglesias propone en su argumento, o más bien de la afinidad entre los intereses de uno y otro artífices del filme. Porque, es importante remarcarlo, a pesar del recurso a esas imágenes y significados prototípicas de la tradición judeocristiana, y de atravesar el relato de un cierto aliento místico (a todo lo que, por otra parte, coadyuva bastante la aportación del operador lumínico Allen Daviau, por aquellos tiempos colaborador habitual de Steven Spielberg), la película busca menos aleccionarnos o imponer una perspectiva que utilizarla para incidir de un modo dramático sobre cuestiones bien aferradas a lo mundano, esencialmente las relaciones humanas, y en segundo término su codificación en términos sociales mediante la revisión que de esos traumas individuales (y colectivo) efectúan por un lado los mass media y por otro las leyes sobre responsabilidad civil y los abogados particulares y de compañías aseguradoras que manejan esas normas en aras a concretar en términos económicos el valor de una vida humana o del sufrimiento.

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Rebelión

Película que, a pesar de algunas irregularidades de guión, ha resultado muy minusvalorada por la crítica de largo alcance, si Fearless nos cautiva de entrada es principalmente por la muy notable capacidad de Weir de recurrir a lo intuitivo para, de forma tan desprejuiciada como valiente, oponerse de frente a las convenciones al uso de este tipo de relatos y proponer un relato en términos que a menudo resultan chocantes, lo que va en sintonía con la propia miga subjetiva (los sentimientos de Max, su nueva manera de afrontar la vida y las relaciones) que edifica la historia. Así, nos encontramos con una narración marcada por la suma importancia de largos silencios, a menudo más ilustrativos que los diálogos para la definición de los estados de ánimos del protagonista, y que emplea efectos de sonido o piezas musicales para ubicar esa perspectiva particular, en primera persona, que interpreta una realidad circundante, un exterior (la reacción de la familia, del psiquiatra, de conocidos, del abogado…) que se encuentra, de forma sobrevenida, en franca asintonía con lo interior o subjetivo, y que lleva al personaje a una rebelión a veces explícita, siempre tácita, que el filme captura de poderosa simbología lírica, tales como aquélla en la que le vemos caminar por una carretera en construcción (y por tanto, por la que no pasa nadie) o la que discurre en la azotea del edificio en el que se halla el bufete de abogados del que acaba, literalmente, de escapar. Cierto es que el relato no se sostiene de forma unívoca en esos términos, pues presta atención también, y según maneras más convencionales, al drama que atañe a Carla Rodrigo (Rosie Pérez), la madre que perdió a su hijo pequeño en el accidente, que se culpa por ello y a quien Max prestará su auxilio por mera devoción de espíritu y sentimientos. Pero incluso esa trama subsidiaria de presentación del conflicto de Carla (que da lugar a una secuencia importante en la que Max no interviene, aquélla en la que el psiquiatra encarnado por John Turturro reúne a diversos supervivientes del accidente para una terapia de grupo, y que Weir resuelve con suma solvencia en la edificación dramática), está llamada a engarzar con ese tono marcado por la excepcionalidad que informa el corpus narrativo principal de forma coherente, una vez que la chica y Max afiancen su relación y él la guíe hacia la catarsis.

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Interrogantes

De tal modo, buscamos el valor de Fearless en su buscada perspectiva anómala ante la dramaturgia, en el modo en que, principalmente desde lo visual, se encara una mirada distinta sobre unos hechos y sentimientos evocados muchas veces por el cine. Y ello enlaza con esa vis weiriana que da por respirar el relato, sintonía con dos de las principales piedras de toque del discurso que el cineasta venía afianzando desde los tiempos de Picnic en Hanging Rock: el énfasis en transmitir al espectador la presencia y preeminencia de lo espiritual, y, en relación con lo anterior, el enfrentamiento inevitable del individuo que alcanza su esencialidad con los estrechos márgenes del funcionamiento social. Si por ejemplo en La última ola hallábamos a un abogado que mudaba de piel y se revelaba contra el orden establecido con el que él mismo venía colaborando para afrontar una Verdad terrible, en Gallípoli o El año que vivimos peligrosamente se interpretaba la Historia a partir de controversias entre la ética y la supervivencia física y hasta espiritual, en La Costa de los Mosquitos se refería la lucha utópica de un individuo por reinventarse un sistema de vida y organización a todos los niveles que consideraba putrefacto, y en El Club de los Poetas Muertos y en Matrimonio de conveniencia se levantaba acta del peso demasiado agobiante de unos esquemas sociales inamovibles y que castran la voluntad, las necesidades o la inspiración de lo individual, llegamos a Sin miedo a la vida y esa sempiterna ruptura entre el Yo y sus condicionantes externos es materia causal narrativa, y es fruto de un acontecimiento funesto; no es de extrañar que Weir estuviera interesado en el material de partida de Yglesias: un accidente de avión es una metáfora muy idónea sobre el hecho de que la vida está llamada, tarde o temprano, a acercarnos al abismo lo suficiente como para que surjan interrogantes, muchos de ellos trufados a lo largo de la filmografía del genial director.

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