HACIA LOS GRANDES HORIZONTES

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A mediados de los sesenta, el estado de la cuestión en materia de “remakes” quedaba muy lejos de lo que sucedió más tarde y sigue sucediendo en Hollywood, pero Martin Rackin, hombre de cine saliente de ser cabeza de producción de la Paramount, se le metió en la cabeza que La diligencia era una película de la que resultaba interesante efectuar una revisión.  Asumió el proyecto, persuadió a Darryl F. Zanuck, a la Fox, para llevarlo a cabo, y contrató a uno de los cineastas en los que más confiaba, Gordon Douglas, para dirigirlo. El filme se llevó muchos palos, pero la mayoría de ellos tuvieron que ver, en su día, con el hecho de palidecer en comparación con el original que John Ford había filmado en 1939, lo que era y sigue siendo una obviedad. Con el tiempo, y la puesta en perspectiva del género western en aquel periodo crítico, Hacia los grandes horizontes no se vio revalorizada, quedando entre los espacios grises de una filmografía, la de Douglas, con algunos títulos de prestigio. En el caso de quien esto firma, por supuesto que Stagecoach ni le hace sombra al título de Ford ni se cuenta entre los grandes logros de Douglas -en ese sentido, quizá Rio Conchos me sigue pareciendo su título más redondo-, pero no es una película desdeñable.

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Douglas, que sabía empezar las películas à la Fuller, sin contemplaciones, propone una violentísima secuencia de arranque, donde resultan llamativos planos de detalle como aquel que muestra las patas de un caballo aplastando a un soldado; aunque siendo esta una adaptación del citado ultraclásico de Ford en cinemascope, curioso y sintomático resulta el uso, en aquella misma secuencia, de ese formato ancho para seguir el rastro de la sangre en un riachuelo. Tras estas credenciales, uno quizá espera una versión salvaje, peckinpahiana, de La diligencia, pero no es así. Como si, al fin y al cabo, Gordon Douglas quisiera rendirnos a la evidencia de la pervivencia del clasicismo, edifica en esos términos su relato. Hacia los grandes horizontes se caracteriza por ese mismo estudio de personajes que caracteriza el filme de Ford, y por el que hizo historia. El guionista Joseph Landom, al remedar las piezas originales de Dudley Nichols, se toma todas las molestias por ir edificando esos caracteres y construyendo los conflictos cruzados que hacen tan atractiva la historia, siendo gráfico cuando quiere proponer el humor (la relación entre el doctor alcohólico al que da vida Bing Crosby y el tratante de whisky, Peacock, encarnado por Red Buttons) o sugerir la épica (la presentación de Ringo Kid, por ejemplo) y mucho más sutil en el trazo psicológico (las relaciones que se establecen entre el caballero sureño Hatfield, Mike Connors, y la elegante Lucy, Stefanie Powers), quizá con excepción de la más anodina forma de mostrar la relación de Ringo Kid (Alex Cord) con Dallas (Ann-Margret).

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Douglas, cineasta directo y de sumo talento tras las cámaras, halla un buen equilibrio entre el tono introspectivo de diálogos y secuencias de conflicto dramático y el dinamismo, el sentido de la urgencia y el movimiento en los que el género americano por excelencia campa a sus anchas, a menudo respaldado por la notable partitura de Jerry Goldsmith. En ese sentido, especialmente memorable resulta la larga secuencia del ataque de los indios que precede al clímax final de la película. En cualquier caso, que sean Van Heflin y (especialmente) Slim Pickens quienes deban guiar la diligencia quizá sea una evidencia metanarrativa de que las versiones no son, necesariamente, relecturas que discutan, sino que también pueden apuntalar, los clásicos en que se inspiran.

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