MOONRISE KINGDOM

Moonrise Kingdom

Director: Wes Anderson

Guión: Wes Anderson

Intérpretes: Jared Gilman, Kara Hayward, Bill Murray, Frances McDormand, Edward Norton, Bruce Willis, Tilda Swinton

Música: Alexandre Desplat

Fotografía: Robert Yoeman

EEUU. 2012. 94 minutos

 

Una historia de amor y rebeldía

     En esta la séptima  película de Wes Anderson se deslindan probablemente mejor que en ninguna de las seis anteriores las cuestiones de estilo que en torno al prestigioso (aunque a menudo controvertido) autor de Academia Rushmore (Rushmore, 2008) tantos ríos de tinta han hecho correr. Y ello tiene que ver con la nitidez con la que se plantea la idea motriz de la película: el relato de lo que podríamos denominar “un primer amor”, el que une los caminos de Sam (Jared Gilman) y Suzie (Kara Hayward), dos preadolescentes, en una isla –imaginaria, de evocación entre idílica e irónica– de Nueva Inglaterra durante el verano de 1965. Esta perfectamente delimitada identificación de la sustancia argumental acaba resultando un sólido cimiento para desplegar el idiosincrásico universo narrativo y visual del cineasta. Por paradójico que resulte si atendemos a la larga gestación del proyecto (Anderson le daba vueltas a este argumento desde hace más de una década, y no fue hasta que su colega Roman Coppola se interesó por el proyecto que éste logró desencallarse y concretarse del todo), Moonrise Kingdom hace gala de una sencillez (que no simplicidad) expositiva y una claridad en el engranaje de las ideas y motivos que, sin desmerecer pretéritos logros  del realizador, hace de ésta probablemente su obra más madura. Quizá también la más redonda.

 

En Moonrise Kingdom hay una valiente apuesta por la evocación nostálgica. Nostalgia por lo que nunca sucedió, por una vis idealizada de la primera juventud, pero nostalgia al fin y al cabo. Nostalgia que se adueña de los pulsos más esenciales del relato, y que si viste una visión desencantada (de la familia, del aprendizaje, del contexto social y cultural) es eminentemente por contraste.  Y subrayo lo de “por contraste”, porque en las vívidas páginas visuales del filme Anderson demuestra una profunda ternura por sus dos personajes protagonistas, cuyos actos, por risibles y descabellados que puedan parecer, despiertan en el espectador, antes y más que otra cosa, una absoluta complicidad, que es donde en definitiva anida la (innegable) sustancia lírica de la obra. Y el contraste del que hablaba es, por supuesto, el contexto. Porque por pintoresco que resulte el (o los) microcosmo(s) vital(es) de donde emergen los protagonistas –y los sentimientos, tan blancos, que les impulsan–, se hace bien fácil detectar el poso de radiografía histórica, o más bien sociológica, de fondo que la película explora con aguerrido sarcasmo: el lugar, reflujo de las estampas de Norman Rockwell que mostraban una inmaculada superficie bajo la cual anidaban no pocas miserias, y el momento, el ecuador de la década en la que los EEUU perdieron definitivamente su inocencia.

 

Lo más llamativo de este viaje a ninguna parte que Sam y Suzie emprenden, y de los periplos que jalonan su aventura, es en las imágenes de la película la sensación de irrealidad, una irrealidad campante y tonificante, una irrealidad por la que sentir devoción, porque es fruto de unos anhelos sentimentales que el filme reivindica, al oponerlos a una realidad –: una existencia adulta que espera a la vuelta de la esquina– laberíntica, cruda y despiadada. En el filme, cada personaje (o grupo de ellos: la tropa de imberbes caqui-scouts) reclama un poderoso valor simbólico sobre el cual los derroteros de esa historia de amor y rebeldía hallarán su cauce, pero por hipertróficos que resulten algunos planteamientos, los padres o cuidadores de los jóvenes (Sam es huérfano, y se halla tutelado en acogida) son los que terminan planeando más a ras de suelo de la realidad (una realidad que tiene la delicadeza de apenas intuirse, pues el relato asume el punto de vista de Sam y Suzie) y por tanto dibujan la vis más inclemente y pesimista del relato (y en este saco, amén de los padres de Suzie que encarnan Bill Murray y Frances McDormand, hay que incluir por supuesto a la asistenta social que encarna Tilda Swinton, auténtico personaje monstruoso del relato –monstruo, por cierto, sin nombre: en los créditos se la llama “Servicios Sociales”-, a quien no en vano el filme consagra un clímax que se articula desde signos que bordean lo terrorífico: su llegada al pueblo/profanación de la iglesia, que obliga a los dos jóvenes a huir despavoridos… hacia un abismo). Un poco más lejos de esa insensible realidad –pues lograrán redimirse de la misma– se hallan el jefe scout que encarna Edward Norton y el agente de policía al que da vida Bruce Willis (actor-personaje, pues la película recicla con suma astucia la vis angelical que el antaño action-hero tiene diseminada por no pocos rincones de su filmografía). Atiéndase que uno y otros personajes funcionan a modo de padres putativos/alternativos de los adolescentes.

 

Todo el alambicado argumental, narrativo, alusivo y figurado de esta coming-on-age movie se apuntala a través de una utilización harto interesante de la música, a veces a través de una partitura de suaves cadencias atmosféricas de Alexandre Desplat, otros recurriendo a un curioso repertorio de canciones –en ocasiones utilizadas de forma diegética- compuesto por piezas y autores que funcionan al mismo tiempo para vestir el juego de lo anacrónico como de lo simbólico (las diversas y áridas piezas de Hank Williams Long Gone Lonesome Blues o Ramblin’ Man, que acompañan pasajes que transcurren en plena naturaleza, o la canción –y el disco- de Françoise Hardy Le temps de l’amour, referenciado y escuchado para anticipar una secuencia de devoción romántica). Lo que resulta más atractivo, empero, es el recurso a melodías clásicas; más allá de piezas maestras reconocibles de Mozart o Schubert que acarician melodiosamente la sustancia sentimental de la trama me quedo con la música utilizada en la apertura del filme, acompañando los geométricos movimientos de cámara en el interior de la casa de Susie, una pieza escrita por el compositor británico Benjamin Britten, Young Person’s Guide To The Orchestra, que propone una serie de variaciones a un tema de Henry Purcell, variaciones en las que se van variando/añadiendo instrumentos. En esa elección se anuncian codas y progresiones que, cuando el metraje despegue, se equipararán a las cuitas del proceso de aprendizaje, que implica una asunción cada vez más compleja de lo identitario y lo relacional, y que por tanto encaja como noción de un ideal en el despertar vital y sentimental que, en marcado contexto comunitario, el filme retrata a través de los pulsos de su pareja protagonista. Y cuando el relato ya haya alcanzado su cauce definitivo, y acompañando los créditos finales, el propio Alexandre Desplat propondrá una clase magistral del mismo signo que la que escuchábamos al inicio –en la que escucharemos una joven voz introduciendo los diversos, muchos instrumentos implicados– a costa de la propia partitura de la película, brillante ejercicio musical deconstructivo que, allende colofonar de forma circular la película, presume, y nos invita a equiparar –por supuesto, desde la intuición– las estrategias narrativo-rítmicas que Wes Anderson despliega en esta magnífica película.

http://www.moonrisekingdom.com/

http://www.imdb.es/title/tt1748122/

http://www.elespectadorimaginario.com/moonrise-kingdom/

http://www.miradas.net/2012/06/actualidad/criticas/moonrise-kingdom.html?utm_source=rss&utm_medium=rss&utm_campaign=moonrise-kingdom

Todas las imágenes pertenecen a sus autores

Un pensamiento en “MOONRISE KINGDOM

  1. Una excelente opción, me ha encantado la historia ya que es una muy buena comedia dramática, como le dicen. Las producciones de Scott Rudin hasta ahora no han fallado.

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