EL MULTIMILLONARIO

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Crazy little thing called love

El curioso prólogo nos deja claro, además de la promesa de un guion de fina mordacidad, la catadura económica y condición de ocioso mujeriego de la saga Clement, de la que el personaje encarnado por Yves Montand encarna una quinta o sexta generación, un personaje-sátira que parece sacado de las parábolas del Billy Wilder de aquellos mismos años pero sin gracia por medio, sea dicho en el mejor de los sentidos. Pero el plano de unas piernas emergiendo de las sombras, tras las que asomará la belleza de peluche sensual de Marilyn Monroe, sirve de (muy preciso) acceso a la fábula que nos depara esta excelente comedia de George Cukor: Jean-Marc Clement (Montand) se enamora de ella al instante, y se hará pasar por actor de tres al cuarto para encandilarla, lo que es lo mismo que decir que El multimillonario (lamentable réplica del sonoro título original: «hagamos el amor») rinde un homenaje al showbiz de clase media, concretamente al teatro de revista off Broadway, proclamando, de principio a fin, que entre sus bambalinas, y a pesar del aparente artificio de esos juegos de luces que obnubilan al protagonista, es donde sucede la vida. O, quizá expresado con propiedad, donde la grisura del funcionamiento implacable del capitalismo encuentra ese atisbo de belleza e imaginación sin el cual ninguna vida, por acomodada que sea, tiene color.

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Por eso, la divertida -aunque de trasfondo a menudo patético- progresión del relato nos narra el voluntarioso despojarse del traje de multimillonario que lleva a cabo Jean-Marc Clement para conseguir, por primera vez en su vida, amar y sentirse amado en igualdad de condiciones. Toda la artillería cómica se extrae del constante careo entre esos mundos distantes que cortocircuitan en las ansias sentimentales de Clement. Pienso en las caracterizaciones, que juegan a placer con la química imposible entre roles dispares (los asistentes del protagonista versus la cuadrilla del teatro, unos y otros atormentados o pragmáticos pero de bien distinta ralea y motivaciones). Pienso en los diálogos, a menudo punzantes, y en los que brillan las atentas composiciones visuales de Cukor, siempre atento a esos espejos, a la farsa que edifica al drama en cada acción-reacción: la brillantez del director de comedia. Pienso en los escenarios, una oposición constante entre la cuadratura de salas y antesalas de las oficinas de Clement y esa otra geografía mucho menos delimitada, donde la cámara pierde la simetría y organiza circularidades, en las dependencias del teatro. Que nos hallamos ante una obra maestra nos lo dice la naturalidad con la que, en ese siempre frágil equilibrio de drama y escenografía, las luces pueden virar en cualquier momento y dar inicio a una pieza musical, todas ellas capaces de explicar por sí solas las a veces cuestionadas gracias del cinemascope y todas ellas escenificando, claro, la condición totémica que en ese relato-ensueño que atañe al protagonista encarna la Monroe.

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Filmada en 1960, El multimillonario también reclama su poderoso valor en términos metanarrativos, de lectura industrial, como ejemplo de obra limítrofe entre la implementación clásica de una comedia musical y el ingrediente moderno de dejar a la intemperie el vitriolo que la sostiene. En ese afán de Clement por hacerse artista de la noche a la mañana con fines sentimentales, que incluye jocosas escenas en las que Bing Crosby y Gene Kelly themselves tratan en balde de enseñarle a cantar o bailar, es difícil no ver la clase de deconstrucción que la obra propone del propio género del que participa, ejercicio reflexivo que puede tener que ver con la conjunción de talentos en la escritura del guion (Arthur Miller, Norman Krasna, Hal Kanter), pero también nos habla de Cukor como esa clase de maestro de la sintaxis clásica de Hollywood que no sólo tuvo y retuvo, sino que fue capaz de levantar acta de todo ello.

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