MUCHO RUIDO Y POCAS NUECES

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Joie de vivre

Aunque para muchos sea la mejor adaptación de la obra de Shakespeare firmada por Kenneth Branagh, no tiene mucho sentido compararla con  sus magníficas traslaciones al cine de las tragedias, Enrique V (1989) y Hamlet (1996), aunque se ubiquen en la misma parcela filmográfica, y sí en cambio con las posteriores Trabajos de amor perdidos (2000) y Como gustéis (2006), otras adaptaciones de comedias del literato que, en efecto, aunque estimables se zanjaron con menor brillantez.

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En esta Mucho ruido y pocas nueces (popular y errónea traducción al castellano del título original de la obra:
«mucho ruido por nada»), Branagh juega con agudeza la baza de lo exótico que, en las dos posteriores y citadas adaptaciones, manejará con más riesgo pero menos tiento. Sí: probablemente lo mejor de la película sea el tono festivo, liviano y lleno de joie de vivre, que  exudan sus imágenes de principio a fin, su encourage bucólico y el partido que se le extrae a los luminosos escenarios toscanos donde, recreando la villa siciliana de Mesina, se filmó la película, a tono con las caracterizaciones y vestuario. El filme de Branagh se instala en una fuerte personalidad visual, lo fía todo a ella, y en ella mantiene su vigor, su sentido.

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En el arranque, una lenta panorámica recorre una festiva reunión de los aldeanos de Mesina en la que Beatriz (Emma Thompson), reclinada cómodamente en un árbol, recita unos poemas mientras come racimos de uva. En el cierre, y en la misma temperatura fantástica de la luz, esos aldeanos celebran una fiesta junto al séquito de caballeros que ha visitado el predio, en un espectacular plano secuencia que atraviesa las estancias de la villa para terminar elevándose a los cielos y despedir el relato y a sus participantes en un semipicado. Movimiento, danza, bullicio y poesía como motivos que encapsulan en sus dos extremos el relato, en una admirable (por bien manufacturada) declaración de intenciones de Branagh, que se propone y consigue ser un storyteller a la medida precisa de ese desenfado, de esa alegría, que pretende contagiar.

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Entre uno y otro extremos, el bullicioso devenir del choque entre dos sexos, también proclamado en el arranque: ellas los esperan con ilusión, se acicalan, se preparan para el cortejo; Branagh filma la llegada de ellos con pompa y graciosa ironía, con planos de los jinetes cabalgando y, acto seguido, de la troupe masculina reunida, sonriente y alzando en puño en señal de intención festiva). Y ese bullicio tiene en la retórica amorosa a dos amantes, Claudio y Hero (Robert San Leonard y Kate Beckinsale), y en el de la guerra de sexos a los otros dos, Benedicto y Beatriz (el propio Branagh y la citada Emma Thompson), en el conflicto que sirve de espejo de todo el relato, y que avanza según la tradición juglaresca de toda la vida, encajando también, de algún modo, y ya en términos cinematográficos, con la tradición de la sophisticated comedy clásica. Branagh y Thompson se reservan, en ese sentido, las prestaciones interpretativas más hilarantes de la función (sin perjuicio de la extravagante composición del personaje encarnado por Michael Keaton, que interviene como personaje-entremés, y que deja una divertida huella). Encuentros y desencuentros, malentendidos y traiciones, mascaradas y equívocos, a veces con apariencia de graves, otras de deriva dramática, pero todos ellos llevados con esas riendas de mesura, tono y color que, como antes mencionaba, Branagh maneja con soltura y un incontestable ritmo. Y, como es bien sabido, el ritmo es el ingrediente que, al fin y al cabo, define si los engranajes de ese asunto tan serio que llamamos comedia funcionan o no. Y aquí funcionan muy bien. Podemos añadirle una pizca de romanticismo, que dejamos en manos de la evocadora, hermosa, a menudo luminosa partitura de Patrick Doyle. Y ya tenemos cien minutos de comedia de Shakespeare para consumo del gran público. Que, por cierto, un cuarto de siglo tras su realización sigue luciendo sin mostrar signo alguno de envejecimiento.

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